Sobre el tema de la vergüenza. 1948

Hay temas que son eternos en la literatura, acaso por su inseparable relación con los problemas de la vida. Como el del amor o el de la muerte. Entre ellos hay uno que suele acudir con frecuencia al espíritu en los últimos tiempos, quizás porque evoca nostálgicamente la ausencia de algo que es caro y precioso. Hay en esta evocación una melancolía que casi parece pedir la forma poética, con la que lo trató en otro tiempo – no más feliz que el nuestro – don Francisco de Quevedo. Ese tema es el de la vergüenza, para nombrarlo con la palabra más vigorosa que posee el recio lenguaje castellano. Podría evocárselo, si nos dejáramos llevar por un prurito académico o erudito, con la designación más recatada de decoro o, más aún, aludiendo a la dignidad del hombre. Pero para el caso, algo nos mueve a preferir el castizo y varonil vocablo, impregnado de resonancias casi heroicas.

El tema de la vergüenza parecerá, quizá, menos brillantes que otros. Menos sentimental que el del amor. Menos dramático que el de la muerte. Pero para la vida, no cede en significación ni trascendencia a ninguno de ellos. Porque si apenas puede concebirse la vida sin el amor o sin la muerte, tampoco puede concebirse la vida – una vida digna de ser vivida – sin la dramática preocupación por el propio decoro. A pesar de la opinión en contrario de muchos. Sólo la preocupación por el decoro permite al hombre ser un poco de la tierra y un poco del cielo, y sólo él nos permite estimarnos a nosotros mismos en la oscuridad, cuando nadie sino nosotros mismos podemos percibir nuestra propia existencia.

Sin duda el tema atraerá la atención de algún escritor y sería bastante útil que así fuera. Como es sabido, hay sobre él una abundante bibliografía y si se lo olvida no será por falta de documentación. Desde los presocráticos hasta nuestros días, los autores que se han ocupado de él han sido numerosos, y podría confeccionarse una extensa lista de los que han coleccionado las máximas más accesibles para evitar que el hombre caiga en aquellos actos tras de los cuales le sería forzoso reconocer que ya ha perdido la vergüenza. Pero como aun los autores que han resumido el saber ético en máximas suelen ser fatigosos para quienes no poseen el hábito de la prosa teórica, quedaría todavía el recurso de recomendar las conocidas obras de Smiles y de Marden. Sin embargo, no caeré yo en la torpeza de aconsejar paladinamente su lectura, por varias razones. Una de carácter literario, porque es bien sabido que están ambos autores harto pasados de moda. Otra, porque si lo hiciera, no faltaría un humorista retirado que me acusara de estar vendido al oro anglo-sajón. Y le llamo humorista retirado, porque es menester haberse retirado mucho del humorismo para suponer que el oro anglo-sajón – o de cualquier otra parte – se dilapida en provecho de los que no hacen nada más que escribir.

Descartadas esas fuentes, tan repudiadas a pesar de los eficaces que son para aprender que es una desvergüenza, por ejemplo, practicar la adulación – por oro o aun gratuitamente, que es ya toda una obra maestra del buen humorismo -, y celoso de mantenerme dentro de mi legítima tradición hispánica, que ha encontrado ahora tantos celosos y desinteresados propagandistas, quiero señalar a quien piense ocuparse del tema de la vergüenza las ventajas de no perder de vista al infante don Juan Manuel, aquel oligarca de fines del siglo XIII y comienzos del XIV en cuyo libro de El conde Lucanor se cuenta un precioso ejemplo que trata de ella.

El protagonista es Saladino, que no era ni católico ni español. Pero pásense por alto estas circunstancias y considérese el valor que, a pesar de todo, conserva el ejemplo, cuya moraleja es de pura cepa castellana. De la buena cepa castellana, que existe y perdura, también a pesar de todo.

Saladino – cuenta el infante don Juan Manuel – requirió una vez de amores a una dama honesta y prudente, mujer de un vasallo suyo. Para poner entre ella y él algún obstáculo, la dama pidió a Saladino que moderara sus ímpetus hasta haber respondido a una pregunta que quería hacerle. Y como la dama era realmente honesta y no buscaba pretextos para avivar la pasión de Saladino, la pregunta que imaginó fue oscura y difícil, especialmente para un sultán. Quería, nada menos, que Saladino le dijese cuál era la mejor cosa que podía haber un hombre en sí y era madre y cabeza de todas las bondades.

Puede advertirse a primera vista que la pregunta no era como para ser contestada ipso facto por un sultán. Con los innumerables problemas que Saladino tendría que resolver todos los días, los proyectos que tendría que elaborar y las pleitesías que tendría que recibir, la cabeza de un sultán no podía estar para responder a abstrusas y siempre comprometedoras cuestiones relacionadas con la moral. A cualquier sultán le pasaría lo mismo y no hay que disminuirlos por eso. En cambio, los sultanes tienen el recurso de que, con un toque de campanilla y una media palabra del Visir o el secretario del Visir, pueden disponer que acudan a su cámara los sabios de la corte que, teóricamente al menos, deben entender de problemas morales. Esto fue lo que hizo Saladino: al descubrir que no podía responder a la dama de sus desvelos, llamó a su cámara a los sabios de la corte y les ordenó que resolvieran el enigma propuesto por ella.

Como hombre pudoroso, Saladino ocultó a sus sabios el enredo que tenía entre manos y se limitó a formular las cuestiones en sus términos concretos. De modo que, faltos de antecedentes, los sabios sospecharon seguramente – aunque don Juan Manuel no lo dice – que el sultán conocía la respuesta y ofrecería una recompensa al que coincidiera con él. Es éste de coincidir con el sultán uno de los más caros ideales de todo sabio de corte. Tratando de buscar la ansiada coincidencia, cada uno de ellos propuso su propia solución y trató de invalidar la de sus rivales. Porque también es propio de los sabios de corte procurar dar por tierra con todos sus colegas. Y por esa causa viendo que ninguna de las respuestas merecía el asentimiento general, Saladino supuso que todas ellas debían ser falsas y las desechó, sin que por ese entonces hubiera ascensos en la cancillería del sultanato.

Saladino no era hombre de cejar en sus empeños y decidió salir a correr mundo para averiguar cuál era la respuesta adecuada a tan sútil pregunta. Recorrió muchos lugares y, finalmente, se dejó conducir a la casa del padre de un escudero, de quien el hijo afirmaba que era el hombre más ducho en esta clase de enigmas. Y no se había equivocado, ni se había dejado llevar esta vez el escudero por el natural amor que todos tienen a su parentela. El anciano caballero meditó sobre la pregunta formulada por Saladino y luego respondió sin ambajes que la mejor cosa que el hombre puede haber en sí y es madre y cabeza de todas las bondades es la vergüenza. Esta vez Saladino – que era un hombre honrado – comprendió que había oído la verdad y se marchó dispuesto a acometer a la dama por la que suspiraba. Pero la dama no era torpe, y le señaló que si él se tenía por el mejor hombre debía poseer la mejor de las virtudes, y en consecuencia debía abstenerse de un acto del que tendría que avergonzarse.

Quien piense ocuparse del tema de la vergüenza podrá hallar en este ejemplo dos observaciones que le serán de indudable utilidad. Por una parte, deberá reparar en que, por haberse acordado a tiempo de la importancia de tener vergüenza, el sultán – ¡nada menos que un sultán! – se vió obligado a abandonar lo que aspiraba a lograr; y tendrá así explicado por qué hay tantos – en el reino de Saladino y en otros reinos – que procuran olvidarse de la vergüenza para no desperdiciar nada de lo que les parece tener a mano. Por otra, le será menester fijarse muy atentamente en la actitud de los sabios de la corte, que no atinaron a descubrir que la mejor cosa que el hombre puede tener en sí es la vergüenza. Seguramente, de tanto estar en la corte y de tanto asistir a las recepciones palaciegas, habían llegado a una conclusión falsa acerca de lo que los filósofos antiguos llamaban el “sumo bien”. Creían, seguidamente, que lo más importante en un sabio – un sabio de corte – es saber coincidir a tiempo con el sultán, y mejor todavía si el sultán no ha expresado todavía públicamente su opinión. Las conclusiones de los sabios de la corte de Saladino, aunque contrarias a las de los filósofos, han merecido siempre la cálida adhesión de los sabios de corte de todos los reinos, desde el origen de los tiempos hasta nuestros días. Y además, en algunas repúblicas en las que eventualmente los que por vocación son sabios de corte consiguen descubrir un  (FALTA….)