Una actitud primaria suele admitir como evidente una radical distinción entre la vida pasada, entrevista a través del cristal cognoscitivo de la historia, y la vida presente, viva, reacia a toda captación de su naturaleza íntima y a todo intento comprensivo de cierto rigor. Pero si la materia es una, si la vida histórica no es sino vida de curso ininterrumpido y fluyente, cabe esperar que valga para aquella última esa misma intuición que vale para la comprensión de la vida histórica. La vida presente y su desenvolvimiento inmediato son así susceptibles de ser concebidos bajo la especie de historia. De que sea lícita esta afirmación depende en cierto modo la validez misma del saber histórico.
Lo propio del acontecer histórico es imponer, a quien lo observa profundamente, la presencia de una íntima unidad, de una coherencia —no lógica sino vital— entre los hechos, que subyace tras la aparente diversidad e inconexión y que contribuye, en consecuencia, a configurar el pasado como una realidad provista de sentido. Desde el punto de vista del conocimiento, esta presencia activa de un sentido en el devenir histórico se traduce en la exigencia de una concepción estructurada de la vida histórica, o, en el lenguaje de Croce, de una concepción historiográfica.
Esta concepción del pasado permite replantear en términos estrictos la cuestión suscitada por las concepciones legalistas de la historia, acerca de la posibilidad o la licitud de la previsión histórica. Para el pensamiento historiográfico de inspiración comtiana, la posibilidad de que la historia cristalizara su contenido en esquemas legales de validez universal desembocaba en una actitud de tipo científico-natural que admitía la determinación del hecho histórico concreto. Es evidente que la liberación de la historia del esquema de las ciencias naturales —obra de Rickert, sobre todo— implicó la negación de aquel determinismo. Pero el problema vuelve a surgir cuando se afirma la naturaleza estructurada de la vida histórica y su coherencia íntima. En efecto, organizado el devenir histórico bajo la especie de estructura provista de sentido, la vida supuesta en las ideas de presente y futuro no se nos puede aparecer como una realidad inconexa, desarticulada del pasado inmediato. En la misma línea de sentido que serpentea por este último advertimos los eslabones abiertos para captar las nuevas realidades, movidas por una actitud ininterrumpida y coherente en su significado general, pero libérrima en la elección de las formas circunstanciales en que ha de expresarse.
Cabe, pues, dentro de esta concepción, replantear el viejo problema de si es lícita y posible la previsión histórica, aunque no ya movidos por la angustia de justificar con ella la categoría de la historia. Don de Casandra, la previsión histórica es más bien la prueba del contenido vital de esa disciplina, de su adhesión a la vida de cuyo curso nace. La aspiración a ella surge, pues, siempre que el pensamiento histórico es vivo, y es tarea ineludible fijar sus posibilidades de rigor y cuáles son los límites fuera de los cuales la previsión histórica se arriesga por ámbitos incontrolados.
Los términos en que se vislumbra el problema no pueden, pues, ser ahora los mismos que aquellos en que se ofrecía para las escuelas de mediados del siglo XIX. Faltará ante todo el rigor de la determinación tempo-espacial, pero su contenido, aunque más impreciso, será más auténtico y aludirá, en consecuencia, a relaciones más profundas.
En efecto, la inexistencia de toda posibilidad de determinación dentro de marcos rigurosos de tiempo y lugar invalida desde el comienzo la previsión del hecho. La previsión del hecho parecía ser el ideal gnoseológico de la historiografía positivista, concebida sobre esquemas científico-naturales. Pero el hecho en cuanto tal no sale de la esfera de lo contingente, de la zona de la libre acción indeterminada. Esto no significa que el hecho carezca por sí de sentido, que no se engarce en una explicación de la totalidad del acontecer; significa tan solo que aquellas actitudes primigenias que configuran una concepción de la vida se expresan indistintamente en acontecimientos cuya diversidad superficial no desmiente de manera alguna su coherencia interior. El acontecimiento como tal, en consecuencia, es imprevisible, reacio a toda determinación de necesidad, porque nace de la decisión inalienable, que es propia del hombre, de decidirse entre posibilidades diversas, y aun antitéticas, que emanan del mismo hecho que vale como antecedente; es refractario a todo encadenamiento unívoco, y la experiencia histórica muestra cómo es arbitrario todo encadenamiento de hechos concebido sobre la base de una determinación rigurosa de unos por otros. La lógica que parece advertirse en la secuencia de hechos, construida a posteriori, nos engaña si nos invita a suponer que se trata de consecuencias necesarias. Esta organización racional de los hechos se justifica por su valor de realidad pero no puede ocultamos su historicidad constitutiva cuando observamos el proceso creador de donde surge una actitud entre muchas posibles, un hecho entre los diversos hechos que constituían el repertorio en cada instante de decisión del hombre frente a la realidad: junto a aquellos acontecimientos, en efecto, otros muchos podrían haber acontecido sin que la línea general del sentido de la época o de la cultura se diferenciara fundamentalmente, y aun otros podrían haber originado nuevas líneas de sentido. El hecho, pues, en cuanto tal, no escapa de la zona de lo contingente y es un intento desprovisto de rigor científico procurar su previsión.
La licitud y la posibilidad de la previsión aparece ahora en otro estrato de la comprensión histórica. Una concepción historiográfica que intente comprender el pasado inmediato de una cultura o de una época solo resulta de una adhesión a ese pasado, guiada por ciertos hilos directores y afincada en una comprobación —que aspira a ser objetiva— de la correspondencia entre la realidad empírica y las relaciones intuidas. Ese mismo esfuerzo de comprensión implica, pues, una interpretación del presente; bastaría explicitar aquellas conexiones implícitas para obtener una ruta verosímil de observación del presente y sus secuencias inmediatas, eslabonadas todas en aquella línea de sentido que se descubría en el curso de la vida histórica ininterrumpida.
Podría advertirse —como equívoca fuente de consecuencias capciosas— que la línea de sentido descubierta en la interpretación del presente y del pasado inmediato suele ser ondulante, o de curso múltiple, como el de un río abierto en muchos brazos; una observación más atenta nos mostrará que corre dentro de ciertos límites máximos de oscilación. El sentido de una época o de una cultura puede presentarse diversamente y hasta ofrecer, a veces, facetas contrastadas, pero está dado siempre por la tendencia hacia la realización de una determinada concepción de la vida, y es ella la que crea ciertos nexos necesarios. Es pues, el análisis de la perduración o de la crisis de esa concepción de la vida lo que coloca al historiador en el primer tramo de la certidumbre sobre el sentido del presente. Caracterizada la perduración o la crisis, distintos objetivos atraen la atención del historiador: precisar el sentido del desarrollo de la cultura, o precisar el sentido de la crisis y ahondar en la búsqueda de los nuevos elementos creadores, constituye el momento intuitivo por excelencia del saber histórico. De este momento intuitivo arranca la determinación de la línea de sentido que vertebra el devenir de la vida histórica inmediata con el de la vida pasada, de curso decantado por el examen histórico; a su alrededor variarán los hechos, y la complejidad de la vida histórica insinuará a veces direcciones torcidas; el curso del tiempo muestra luego —como antes— que la dirección implícita en su marcha quebrada se mantiene y define los atributos de un momento histórico.
He aquí, pues, en qué plano parece lícita la previsión histórica. Fuera de los hechos, por encima de ellos, la historia plantea un interrogante sobre el sentido de las culturas y de las épocas. Nacidas de procesos seculares, fuera pueril imaginar crisis repentinas e inarticuladas con el pasado: he aquí que el presente es siempre el curso medio del río y que la vista se pierde aguas arriba y aguas abajo. Descubrir el sentido general de la marcha de la vida histórica, la perduración o la crisis de los valores en vigencia y de los ideales de vida que se derivan de ellos, aun descubrir las nuevas tendencias que se insinúan en la enmarañada trabazón de la vida, constituye el campo propio de esta labor de previsión histórica. Acaso no coincidan en una misma persona la paciente investigación del pasado, realizada con riguroso método erudito, y la angustiada y dramática auscultación del sentido de la vida creadora. No por eso han de ser una y otra menos auténtica labor histórica, pero acaso sea esa última la que prueba que no se trata de un saber ajeno a la creación misma de la vida.