La actitud historicista, cuyo desarrollo y vigencia se manifiesta cada vez más acentuadamente en el transcurso del siglo XIX, influyó de manera profunda sobre el desenvolvimiento de las mismas disciplinas históricas. En efecto, a la observación de la mutabilidad del punto de vista para la consideración del pasado siguió la afirmación de la historicidad de la ciencia histórica, ya que los supuestos de esta arraigan en concepciones mudables, encuadradas, en cada caso, en los esquemas generales de una concepción del mundo y la vida, y sujetas, como estos, a variaciones y desarrollos. Ha sido, pues, aquella característica actitud del siglo XIX la que ha suministrado los elementos necesarios para llegar a estructurar una historia del pensamiento historiográfico, y si pudo pensarse —erróneamente, y bajo la influencia de ciertas nociones predominantes hasta fines del siglo— que el desarrollo de la ciencia histórica sólo parecía susceptible de ser considerado bajo la especie de una evolución de los métodos, muy pronto se advirtió que lo que se construía con aquellos elementos era un cuadro de las concepciones historiográficas. La historia de la historiografía corresponde, pues, a una etapa de madurez de la ciencia histórica, posterior a la definitiva organización de su método y a la naciente discriminación de sus caracteres gnoseológicos, y, puesto que supone la historicidad de los puntos de vista de esta última, postulará como su misión específica el examen de las concepciones historiográficas que han nacido de ellos.
En el breve curso de su existencia, la historia de la historiografía ha adoptado, preferentemente, un esquema lineal para estructurar el desarrollo del pensamiento historiográfico, esquema que repite las etapas fundamentales de la historia general del pensamiento y en el que se señalan las sucesivas mutaciones y transformaciones que se advierten en su curso, en el ámbito de la cultura occidental. Este planteo es fundamental y acaso haya que insistir más aún en señalar las correlaciones entre la historia general de la cultura y esta forma particular de ella; pero no es, evidentemente, el único; junto a él se ofrece la posibilidad de un examen sistemático de las formas regulares de la intelección histórica, nacidas de la intuición de un mismo valor considerado fundamental y que corresponden a formas regulares de concepción de los entes históricos; estas formas se realizan en el acto de la comprensión de una realidad histórica, y su análisis, a lo largo del curso secular de la ciencia histórica, conduce hacia el delineamiento de una morfología historiográfica, imprescindible para alcanzar el sentido de su mero desarrollo sucesivo. En este breve ensayo se procura señalar el fundamento en que, a mi juicio, se apoya este peculiar tipo de consideración historiográfica y cuáles son los resultados a que conduce.
Si lo más típico de la vida histórica es ser radicalmente compleja y rebasar toda reducción de sus contenidos a formulaciones esquematizadas, lo propio del conocimiento histórico es, precisamente, el afán por hallar los principios de una intelección apropiada que le permita obtener imágenes cada vez más completas y captar sus contenidos con una fidelidad cada vez mayor. Pero el esfuerzo cognoscitivo sólo puede alcanzar las etapas del camino hacia esa meta muy lentamente y por un proceso de progresivo esclarecimiento; entre tanto, sólo se acerca a la realidad histórica mediante esquemas efectivamente empobrecidos que alcanzan a referirse, solamente, a los aspectos más visibles y más fácilmente aislables.
En la elaboración, consciente o no, de tales esquemas, el conocimiento histórico pone en movimiento ciertos supuestos que arrancan de una peculiar concepción del mundo y la vida, en cuya vigencia cree el historiador, y de ellos surgen determinadas preferencias por ciertas notas de entre las muchas que ofrece la realidad histórica, con las que se cree caracterizar suficientemente su peculiaridad. Pero es evidente que esta visión no es la única posible y lícita; junto a ella puede otro sistema de supuestos —surgidos de otra concepción del mundo y la vida o aun de la misma— estructurar otra visión igualmente legítima, concorde con aquella y enriquecida, o, por el contrario, totalmente diversa.
He aquí, pues, el punto de partida: si la realidad admite una pluralidad de interpretaciones posibles —la fórmula es de Raymond Aron—, el análisis historiográfico deberá comenzar por determinar, frente a cada realización historiográfica, cuál es el sistema de supuestos que subyace en el fondo de la actitud cognoscitiva y precisar después qué concepción de la vida histórica ha surgido de ellos por la preferencia hacia determinadas notas de las muchas que ofrece la realidad histórica; de inmediato, le será necesario discernir la capacidad para discriminar las singularidades históricas que se ejercitan en ella, y, finalmente, investigar qué materiales han podido suministrar los datos para montar tal interpretación y qué criterio metodológico ha sido utilizado para su uso; por estas vías, el análisis historiográfico alcanzará a caracterizar el significado y el valor de los distintos elementos que integran el desarrollo total del pensamiento historiográfico.
Pero es este tipo de análisis, precisamente, el que nos pondrá sobre la pista de una morfología historiográfica; reiterado a lo largo de todo el curso de la ciencia histórica, revelará que, pese a las múltiples diversidades externas, los criterios interpretativos han correspondido a un número limitado de concepciones de la vida histórica, cada una de las cuales parece configurar una forma definida de intelección del pasado; cada una de ellas constituye, pues, lo que puede denominarse un tipo historiográfico, esto es, un esquema que se realiza regularmente y dentro de cuyas líneas directoras se estructuran, reiteradamente, las realidades diversas que se someten a examen.
Los tipos historiográficos se agrupan según los elementos de la vida histórica a que acuerdan preferente y fundamental atención: los agentes históricos, las áreas temporales, las formas de la actividad en que se manifiesta o los nexos internos que le dan estructura; como formas ideales que son, en la obra historiográfica raramente los encontramos realizados plenamente; por lo general, se advierten combinados y, en consecuencia, restringidos los unos por los otros; pero, atendiendo a los supuestos que los nutren, pueden ser idealmente aislados y definidos con precisión, y esta definición podrá permitir una fundada discriminación de las concepciones historiográficas implícitas en las realizaciones concretas de la ciencia histórica: una morfología parece ser, en efecto, la condición previa para un examen riguroso de la historia del pensamiento historiográfico y a ella conduce la caracterización de los prototipos.
El primer grupo de tipos historiográficos parte de la intuición de los agentes históricos como nota fundamental del devenir. Esta intuición conduce, en la menos elaborada de sus formas, a la percepción del grupo o colectividad a la que el observador pertenece y cuyo pasado quiere reconstruir; en un momento dado y, generalmente, cuando un fenómeno de contacto de culturas revela a la colectividad su peculiar individualidad, comienza a meditarse en la marcha del grupo a través del tiempo, para llegar, por el examen retrospectivo, a comprender plenamente el sentido del presente y del complejo de circunstancias que lo condiciona. Pero la colectividad se impone al individuo —como miembro de ella y como observador de su devenir— cuando la vigencia de los ideales gregarios está por encima de todo razonamiento, esto es, cuando se viven sin pensarlos; por el contrario, cuando tras cierta mutación comienzan a ser sometidos a examen y a crítica, la colectividad pierde totalmente su sentido como realidad historicosocial y entonces el observador en actitud historicista sólo descubre como protagonista del devenir al individuo, hombre de carne y hueso y no elemento anónimo del grupo en que se sumía. Finalmente, la observación de la yuxtaposición de individuos induce a la concepción de nuevos grupos, por vía puramente intelectual, y se concede a tales grupos calidad de sujetos de un desarrollo histórico. Así, de esta intuición de que los agentes históricos constituyen la nota predominante para la intelección del pasado, se desprenden tres tipos historiográficos: aquel en que el pasado se manifiesta como devenir de una colectividad real, inmediatamente percibida, aquel en que se manifiesta como devenir de un hombre, y, en fin, aquel en que se manifiesta como devenir de una colectividad ideal: clase social, cristiandad, humanidad, etcétera.
El segundo grupo parte de la intuición de ciertos esquemas temporales cuyos contenidos configuran unidades de sentido. Un hecho histórico, o una serie de hechos, o el tono peculiar perceptible en todos los aspectos de la vida, se presentan al observador como signos inequívocos de la singularidad de un período dentro del estilo de una cultura, bajo cuya homogeneidad se entrevé un principio de heterogeneidad; y de la relación entre los plazos temporales y sus contenidos de cultura sale configurado el concepto de época. Pero, en oposición a esta actitud discriminadora que acentúa la significación de las mutaciones cabe advertir otra, generalizadora, que manifiesta, sobre todo, una extremada acuidad para percibir la homogeneidad por encima de lo heterogéneo. Por medio de ella se llega a concebir el desarrollo histórico como un proceso ininterrumpido, sea dentro del ámbito de una cultura, sea en la totalidad de la historia humana; llevada a sus últimas consecuencias, esta actitud desemboca en una posición ahistórica, como es, en cierto modo, la filosofía cristiana de la historia. De esta intuición de los esquemas temporales como notas predominantes de la intelección histórica resultan, pues, dos tipos historiográficos: uno, en el que el pasado se manifiesta como devenir circunscripto en el tiempo, esto es, como épocas en las que se ahonda lo peculiar, y otro, en el que se manifiesta como devenir ininterrumpido, en el que se estructura en longitud, sobre la base de lo común y duradero.
El tercer grupo parte de la intuición de las formas en que se manifiesta la actividad histórica. Esta intuición conduce hacia el examen preferente de los productos objetivos, con cierta prescindencia de los agentes históricos. En su forma más elemental, esta intuición conduce hacia la consideración del devenir bajo la especie de una mera sucesión de hechos, especialmente en cuanto corresponde a los fenómenos de convivencia social o política. Pero otras preocupaciones conducen a la percepción de formas distintas de la actividad histórica, en las que se ve obrar la capacidad creadora del hombre; por una abstracción se construye entonces una línea del desarrollo de esa actividad a través del tiempo, montada sobre sus productos objetivos. Y, finalmente, es la totalidad de la actividad del hombre la que se convierte en sujeto de la consideración histórica, como conjunto de productos nacidos de ella o como capacidad creadora, configurando así el concepto de cultura en el sentido técnico actual del vocablo. Han derivado, en consecuencia, de aquella intuición de las formas en que se expresa la actividad histórica, tres tipos historiográficos: uno, en el que el pasado se presenta como sucesión de hechos de convivencia; otro, en el que se manifiesta como devenir de una forma autónoma de creación, y otro, en fin, en el que el pasado se presenta como devenir de la cultura.
El cuarto grupo de tipos historiográficos reconoce como punto de partida la intuición de los nexos que estructuran la vida histórica. Cabe observar que es previa a toda conceptuación histórica y por eso cae fuera de este cuadro toda forma elemental de narración que no se plantea el problema de la coherencia del mero acontecer, esto es, aquella que Croce ha definido como crónica. Cuando aquella intuición aparece, comienza, en rigor, la ciencia histórica como tal; y, en su forma menos elaborada, se manifiesta como una afirmación de la existencia de motivaciones simples a las que se reduce la aparente complejidad de la vida histórica: así la naturaleza, la razón, el designio divino, etc. En sus formas más agudas, esa intuición descubre que aquella complejidad es tal que sólo es posible acercarse a ella tratando de discriminar el conjunto de motivaciones que actúan en su seno, contradictorias o concurrentes, susceptibles o no de formulaciones precisas y rigurosas. Resultan, en consecuencia, de esa intuición de los nexos del acontecer histórico, dos tipos historiográficos: aquel que concibe el pasado como el resultado de causas simples y determinantes y que se ramifica en varios subtipos, y aquel que lo concibe como resultado indeterminable de un sistema, igualmente indeterminable, de motivaciones.
He aquí, pues, un cuadro —provisional y tan susceptible de revisión como se quiera— de los tipos historiográficos y de las intuiciones fundamentales de las cuales arrancan. Como formas ideales y paradigmáticas podemos descubrirlos implícitos en las realizaciones cuyo examen procura la historia de la historiografía, y con los materiales que proporciona la observación de aquellas pueden ser precisamente caracterizados y definidos; por esa vía se puede llegar a estructurar una morfología historiográfica con cuyos esquemas será posible un mayor rigor en la consideración del desarrollo de la ciencia histórica y, desde otro punto de vista, un ajustado planteo de todos sus problemas peculiares, basado no en analogías con otras disciplinas o en criterios preconcebidos, sino en el examen empírico de su labor, a lo largo de veinticinco siglos, en Occidente.