La suerte de las democracias está siempre pendiente de un hilo. Acaso porque la democracia constituye el más fino y perfecto sistema de convivencia ideado por los pueblos occidentales, su buen funcionamiento y su perduración depende en gran parte de la voluntad de quienes viven de acuerdo a sus normas. Porque desgraciadamente, cuando un pueblo abandona la defensa de la libertad, la democracia se tambalea y finalmente cae: sólo es libre el que quiere serlo.
De todos los peligros que acechan a la democracia, acaso el más grave y frecuente sea el libre sometimiento del pueblo a la voluntad de un hombre. De inmediato se plantea un dramático duelo entre el régimen institucional y el régimen personal; y como la democracia asegura a la mayoría la libre decisión sobre las más graves cuestiones públicas, si la mayoría se somete voluntariamente la democracia queda herida de muerte a menos que se produzca rápidamente una reacción saludable.
Obsérvese que poco importa cuáles sean las intenciones y las virtudes del individuo a quien la mayoría se somete y con el cual quiere reemplazar el libre juego de las instituciones. El mejor intencionado y el más virtuoso las pone en peligro, y crea automáticamente las condiciones favorables para un futuro caos si no se resuelve enérgicamente a sobreponerse al encanto del sometimiento que se le brinda para impedir que se consume la renuncia de las masas a sus inalienables y legítimos derechos. Quien así lo hace revela un alma grande -Washington, por ejemplo -; pero el que no lo hace, cualesquiera sean sus intenciones o sus virtudes, conspira contra la paz interior de su país, prepara una era de venganzas, persecuciones y guerras civiles, y hasta invalida la obra constructiva que en otros terrenos haya podido hacer. Porque nada hay en la vida de una comunidad superior al problema de la convivencia de sus miembros.
La historia abunda en ejemplos de estos nefastos sometimientos populares e ilustra sobre sus consecuencias; pero acaso ninguno más rico en enseñanza que el de Alcibíades, aquel ciudadano ateniense que fue el ídolo popular de su patria. Atenas era una república y sus instituciones habían alcanzado en la época de Alcibíades un raro nivel de perfección. Hasta se había previsto el procedimiento legal para evitar el ascendiente excesivo de ciertos ciudadanos sobre sus compatriotas, así fuera el virtuoso Arístides. Sin embargo, la belleza y la simpatía de Alcibíades, su atractivo personal su medida excentricidad y su elocuencia lograron vencer todos los obstáculos y pudo él aprovecharse de la decidida e irrazonada devoción que la gran masa de los atenienses manifestó por él. Había atrás de su cordialidad y su simpatía una desmesurada soberbia y una irrefrenable ambición, y al servicio de esta última ponía Alcibíades sus innegables aptitudes para asegurarse el favor popular. Ese conjunto de circunstancias es lo que hace de él un ejemplo, porque se lo puede considerar como un caso límite dentro de su género.
Pertenecía Alcibíades a una antigua familia ateniense, y tanto por su origen como por sus gustos era un aristócrata; y, en efecto, se lo conocía como “laconizante”, esto es, partidario del régimen oligárquico que imperaba en Esparta, y en consecuencia hostil a la democracia, que era el de su patria. No obstante eso, Alcibíades se dedicó a halagar a las masas populares con la más vil intención, quizás porque – como señala Plutarco – más importancia que las convicciones políticas tenían para él sus propias ambiciones.
Carecía de escrúpulos y tenía cierta tendencia al “realismo político”. Una vez que quiso entrevistarse con Pericles, se le hizo saber que no podía recibirlo porque estaba considerando cómo rendir cuentas a los atenienses. Entonces respondió Alcibíades: “¿No sería mejor que se ocupara de ver cómo no darlas?”. Su “realismo” lo condujo, sobre todo, a descubrir las maneras de acrecentar la seducción que ejercía sobre los atenienses y a perfeccionar la técnica demagógica. Ya al comenzar su carrera había obtenido el primero de sus éxitos populares distribuyendo dinero a la multitud; luego se dedicó a seducir al pueblo con la gracia y la elocuencia de su palabra, o a halagarlo con una perfecta asimilación de sus costumbres, como hizo en Esparta; y más tarde, en Atenas, para reconquistar el favor popular, no vaciló en mostrar una piedad que estaba lejos de sentir y encabezó una vistosa solemnidad religiosa. Y tanto éxito tuvo con este método, que estuvo a punto de lograr lo que parecía estar más cerca de su corazón; véase cómo refiere el hecho Plutarco: “Y habiendo hecho la vuelta con igual seguridad, él mismo se engrió en su ánimo y llenó de tanto orgullo al ejército, que se miraba como incontrastable e invencible bajo tal caudillo. A los jornaleros y a los pobres se los atrajo de manera que concibieron un violento deseo de que mandara solo, diciéndoselo así algunos y acercándose a él para exhortarle a que, despreciando la envidia, se sobrepusiera a los decretos, a las leyes y a los embelecadores que perdían la ciudad, para poder obrar y manejar los negocios como le pareciese, sin temor de calumniadores.”
Este fue Alcibíades, ídolo de las multitudes, hermoso, soberbio, elocuente y ambicioso, oligarca por su origen y sus auténticas tendencias y eventualmente caudillo de las masas populares. Guiado por su ambición, trastornó la vida política de su país en medio de una peligrosa guerra exterior, desencadenó caprichosamente un conflicto de graves consecuencias, y terminó traicionando a su país. Había sido designado general para las operaciones de Sicilia y, encontrándose frente al enemigo, fue llamado a su patria para responder a una acusación; pero Alcibíades se negó a ir diciendo que cuando se trataba de su propia vida no se fiaba ni de su madre; entonces, el hermoso, el elocuente, el popular Alcibíades abandonó el frente de batalla y se refugió entre los enemigos de su patria – los espartanos, contra quienes combatía pero cuyo régimen político admiraba – y comenzó a ayudarlos en la guerra contra Atenas.
Esta traición, sin embargo, podía ser perfeccionada todavía más. Siempre poseído por la soberbia y la irresponsabilidad, Alcibíades agravió torpemente el rey Agís y tuvo que escapar de Esparta pasándose entonces a los persas a quienes ofreció su ayuda contra los griegos. Este era Alcibíades, un realista.
Sin duda, buen número de sus faltas pueden atribuirse a la fortuna, como solían decir los antiguos. Había sido ornado con algunas virtudes y con muchas innegables aptitudes para la vida pública, pero careció de los frenos morales necesarios para controlar su conducta. Era hermoso, elocuente, y ejercía una extraña sugestión sobre las masas: de aquí provino su desgracia, porque no supo sobreponerse a las fáciles tentaciones, a las posibilidades que parecían ofrecérsele, y sobre todo, a la adulación de tanto miserable como aparece inevitablemente a la vera de los poderosos. Mucha culpa cabe también, en efecto, a los aduladores que halagaron a Alcibíades sin saber aconsejarlo, exaltando su grandeza para aprovecharse de él y de su vanidad. Porque no hay Alcibíades favorecido por la fortuna que no halle una corte de aduladores dispuestos a repetir tantas veces como sea necesario que su destino está por encima de las limitaciones humanas y que el mundo ha sido hecho para él.
Pero el mundo no ha sido hecho para nadie en particular, a pesar de que no opine lo mismo los mimados de la fortuna y sus aduladores. El mundo está hecho para todos, y es propio de las almas grandes no dejarse domisar por los espejismos – sobre todo si se ve quiénes son los que colocan los espejos y con qué intención. Si entre las virtudes de Alcibíades se hubiera contado la grandeza de alma, hubiera sabido sobreponerse a las adulaciones y hubiera podido poner sus innegables aptitudes al servicio de la comunidad, con lo cual hubiera pasado a la historia con otros tonos muy distintos que los que conserva a nuestros ojos. Porque pese a que la naturaleza fue pródiga con él, Alcibíades no es en la historia de su país sino un ambicioso aventurero.
Hubo en la vida de Alcibíades un instante en que su destino pudo haberse orientado de otra manera. De joven, gozó de la amistad de Sócrates, que era un filósofo y un hombre honrado. Mientras otros comenzaban a adularlo, él se propuso reprenderlo y educarlo. Supo guiarlo y aconsejarlo con honestidad e inteligencia. Sócrates – dice Plutarco – le echaba en cara los vicios de su alma y reprimía su vano y necio orgullo. Esta fue la actitud de Sócrates, que era un filósofo y un hombre honrado. Pero su influencia no lo acompañó sino durante poco tiempo, y Alcibíades demostró que no poseía la grandeza de alma necesaria para no olvidar sus consejos, velados por la adulación de los miserables que le rodearon.
Hay en la vida de cada Alcibíades un instante en el que todavía le es posible salvarse, si acierta a distinguir entre la adulación y el consejo socrático. Acaso sea imprescindible que su elección se realice mientras todavía es fuerte, para que no haya duda de que elige por grandeza de alma y no por cobardía o por cálculo. Y si así ocurre, su ambición puede encarrilarse y servir a la comunidad. Pero ese instante es breve, como todos los instantes decisivos de la vida del hombre. Después, el dado está ya echado y cada Alcibíades vuelve a hallarse prisionero de sus propios errores. Y entonces, Alcibíades, sus aduladores, las masas que se cegaron con su brillo estelar y su patria entera se colocan al borde de una pendiente que de uno u otro modo conduce al cataclismo. Y que no hable ningún Alcibíades de que triunfará de la catástrofe, porque su victoria no será sino una mancha más sobre su vestidura ensangrentada.