Evocación de José Luis Romero

RUGGIERO ROMANO

He conocido a José Luis Romero hace casi treinta años y confieso que me resulta difícil hoy hablar ante un público tan calificado y en el que veo sobre todo los rostros de sus amigos, de sus discípulos, de personas que de una u otra forma han sido influidas por sus enseñanzas, sus lecciones.

Justamente, me parece que para trazar en forma rápida una semblanza de José Luis Romero la palabra “lección” puede servir de hilo conductor. Lección de dignidad humana, lección de seriedad de estudioso, lección de profesor, incomparable lección de compromiso político democrático. Lo ideal sería poder indicar las conexiones, las relaciones de estas diferentes lecciones para mostrar que, en realidad, todas constituyen una única lección. Las exigencias del discurso nos obligan en cambio a escindir nuestra exposición, pero quisiera pedir al público que tenga presente esa fundamental unidad a la que hemos hecho referencia antes.

El hombre José Luis Romero

Sé que se ha dicho de él que era colérico, que tenía mal carácter. Olvidemos por un momento el viejo dicho según el cual es necesario tener carácter para que éste sea definido como mal carácter. Pero, ¿las cóleras de José Luis Romero —esas que hacían enrojecer su cara y marcaban su yugular como la cuerda del ancla de un velero— eran en realidad histéricas, sin razones?

No, no lo eran. Ellas estaban dictadas por la íntima y profunda convicción de que los hombres tienen derechos, por supuesto, pero también (y quizás, sobre todo) deberes. Y para un hombre ligado al deber como José Luis Romero era una falta trabajar poco y mal, descuidar las cosas, dejarlas para mañana. Un hombre como él —tan autocrítico hacia sí mismo— hallaba inconcebible que las cosas no se hicieran o se hicieran mal. Los coléricos generalmente enceguecen cuando se enojan. De José Luis Romero diría en cambio que era “lúcido y furioso”.

Pero no quiero detenerme demasiado en esto que, repito, me parece fundamental para evaluar certeramente al hombre Romero. Quisiera, en cambio, subrayar la gran generosidad que lo animaba. Conservo de él muchas cartas (y muchos recuerdos de conversaciones) en las cuales me hablaba de sus alumnos (al menos, de aquéllos más meritorios) y me pedía que los ayudara —por lo poco que podía hacer— durante sus estadías en Francia o en Italia. También recuerdo el sonido de su voz cuando me contaba sobre su hija que vivía en Bélgica o cuando me hablaba de su familia mientras él se hallaba lejos de los suyos. Era esta amalgama de dulzura y furia lo que constituía, me parece, lo esencial del hombre Romero.

No nos debería asombrar entonces si este hombre tenía frente a la vida política una actitud de extremo rigor. Yo nunca he sentido a José Luis Romero clamar contra alguien por razones ideológicas. La protesta llegaba solamente cuando veía que la ideología del adversario no era otra cosa que una cortina de humo para esconder cosas mucho más graves: la falta de sentido ético, no respetar ese mínimo de criterio moral sin el cual no existe ninguna posibilidad de convivencia civil. Allí su rechazo era total, sin ninguna posibilidad de compromiso. Y sabemos bien que por este rechazo al compromiso él pagó su precio y lo hizo con toda dignidad.

Pero lo sé bien. Se me puede decir que los límites entre moral y no moral son lábiles, imprecisos. Y que “el fin justifica los medios”. Ésta es una mala lectura de Maquiavelo y me permito aconsejar a quien sostiene una tesis similar que lea las bellas páginas del pequeño libro que José Luis Romero dedicó al escritor florentino. Una cosa es separar la esfera de la política de la esfera de la moral (y esto Maquiavelo supo hacerlo adecuadamente), otra cosa es que la política se sobreponga a la moral. No sé si José Luis Romero aprendió el principio de esta separación de sus estudios sobre Maquiavelo. En realidad creo que fue su natural honestidad la que lo llevó a una lectura correcta de Maquiavelo. Y esta división entre política y moral (una división que, repito, implica el respeto de la política hacia la moral) constituía el fondo, según mi opinión, del sentido político moral de José Luis Romero.

Una sensibilidad humana y política del tipo que hemos descrito sólo en forma aproximativa daba lugar a la presencia de un Maestro. Maestro es una palabra ambigua: quiero decir que cubre un campo semántico muy amplio que va desde el sentido más simple (el maestro primario) a ése más extenso (el maestro que con su voz y su obra se presenta como un ejemplo a ser seguido). Pero en el interior de este arco tan grande hay un espacio bien preciso, me parece, que lo recubre enteramente: el maestro que se coloca como ejemplo con sus obras, pero que lo ofrece con la llaneza del maestro de escuela primaria. Capaz de seguir a sus discípulos con paciencia, de establecer con ellos una relación de simpatía (del griego syn y pathos, es decir, ser del mismo espíritu), de leer sus páginas, criticarlas, corregirlas y finalmente, al mismo tiempo, capaz de enseñar y de aprender. Si digo esto no es porque yo haya tenido ocasión de conocer a José Luis Romero bajo este aspecto. Pero, en compensación, lo he visto seguir con amor su revista Estudios de Historia Social. José Luis Romero dirigía esta revista, de vida lamentablemente demasiado breve. La dirigía en el sentido que provocaba los artículos, los leía, los discutía con el autor, los corregía. Es decir, más que un director, era un maestro.

He seguido algunos seminarios de José Luis Romero y conservo por ellos la más grande estima intelectual, pero, sobre todo, recuerdo la pasión de su discurso, el entusiasmo con que hablaba, el esfuerzo con el que intentaba trasmitir sus ideas.

Mas —es obvio— esta pasión, este entusiasmo y este esfuerzo, no eran sólo hechos de carácter personal. En realidad, ellos traducen el gran problema que hay en el fondo de toda vida universitaria digna de este nombre. Enseñar. ¡De acuerdo! Pero, ¿qué cosa enseñar? ¿Verdades conocidas, ya institucionalizadas, o dudas? En otras palabras: ¿enseñar lo que ya está en los manuales, en los textos sagrados, o enseñar el fruto de la investigación? De la propia investigación, de la que se está haciendo en este momento, que no está todavía definida y que, por lo tanto, presenta aún muchos puntos dudosos. Esto que puede parecer una digresión inútil, de hecho presenta cierto interés. En realidad, si tomamos en consideración la obra, toda la obra de José Luis Romero, se verá que él llegó ciertamente a conclusiones a las que podemos reconocer una gran importancia. Pero quiero agregar que esas conclusiones, para él, no eran definitivas, “cerradas”, sino en realidad abiertas y siempre en discusión. Así, por ejemplo, su gran obra sobre la sociedad feudo-burguesa no se presenta como un todo terminado sino como una base de lanzamiento para otra partida hacia el cielo del conocimiento. He hablado de obra no “cerrada”, no terminada, no definitiva. Esto podría parecer un límite, en realidad, para mí, se trata del máximo cumplido que uno pueda hacer a un estudioso. Y estoy seguro que así lo entendería José Luis Romero.

Sin embargo, reflexionando bien, yo sé cuál es el cumplido más grande que se puede hacer a José Luis Romero: un grandísimo artesano. Con la misma paciencia con que había fabricado con sus nudosas manos los estantes de su biblioteca de la casa de Adrogué, había construido toda su vida de hombre, de político, de maestro, de estudioso. La desaparición de su figura constituye un motivo de profundo pesar para los hombres de mi generación. No obstante, sobre todo, quisiera que José Luis Romero fuese un ejemplo para las generaciones más jóvenes.