José Luis Romero preguntó a la Edad Media por un presente no realizado.

EDUARDO J. VIOR

Si la prueba de valor de una obra de reconstrucción histórica (por aquello de la rerum gestarum) es hallar la respuesta correcta a la pregunta “¿para qué presente se está escribiendo?”, la obra de Romero [La revolución burguesa en el mundo feudal] encuentra, a través de esta reedición (la primera edición fue en 1967) a la vez, una gran razón de triunfo y su limitación.

Nadie mejor que él, en el ámbito de la historiografía latinoamericana, para dar cuenta de una de las ansiedades eurocéntricas: el carácter supuestamente inacabado de nuestro desarrollo burgués. En esa medida, y sólo en esa, la historia del surgimiento de la burguesía, desde el seno de la matriz feudal hasta su presente de omnipotencia material e impotencia vital, no sería más que una larga crónica del presente aún no recorrido por Latinoamérica.

Pero, simultáneamente, esa búsqueda de la identificación del presente vital con el presente “histórico” que marca el tiempo de vida (el de los parámetros de nuestra civilización), encuentran su negación en la misma formulación de la pregunta básica: ¿de dónde venimos? Si los iberoamericanos “venimos” y no “somos”, entonces es correcto encontrar en nosotros algunos de los rasgos bestiales que Beda hallaba en sus contemporáneos anglosajones, o deleitarse con el carácter “mágico” de nuestras concepciones y creencias, frente a la observación científica de la realidad sensible que, en buena medida, ya operaba en el mundo romano.

Si, por el contrario, detectamos la construcción de lo real en nuestra cultura como un edificio basado en la triple base de lo material, lo espiritual y lo mágico, el elemento burgués pierde su carácter absoluto y se convierte en uno de los constitutivos, quizás importante pero nunca excluyente, de nuestra formación.

Extendido hasta la crisis del siglo XIV, el trabajo refiere la formación del mundo feudo-burgués (otra creación “romeriana”) durante la baja Edad Media, hasta los umbrales de la modernidad.

Fiel a su concepción historicista-dialéctica, José Luis Romero rastrea, en el mismo apogeo del orden cristiano-feudal (siglos IX al XII), los fundamentos de su decadencia y crisis.

No existe la “gran ruptura” que los autores liberales del siglo pasado buscaron como medio de redescubrir sus orígenes. La génesis del mundo burgués es, de acuerdo a Romero, una conjunción de líneas generales y en evolución y de pequeñas revoluciones que preanuncian la gran sublevación del espíritu burgués.

Es cierto que los afanes echan mano a las herramientas que tienen y, en tal sentido, el despoblamiento espiritual que el positivismo operó en el siglo pasado (y buena parte del presente) sobre nuestra Argentina, no dejó en manos de los historiadores más que las armas del evolucionismo debidamente sacralizadas por Mitre.

En esta medida, en la de un método genético que ya carece de grandes cultores, la obra de Romero es un verdadero monumento. Monumento que recupera una visión de la burguesía que tiene mucho de romántica, para un continente al que el autor siempre veneró.

Que las formaciones económico-sociales cristalicen en superestructuras ideológico-cultural-religiosas, es propio de la naturaleza del materialismo, que Romero cultivó. Pero no es propio de este camino extraer las conclusiones deterministas que los epígonos de Marx proyectaran. Para el extinto rector de la Universidad de la ONU, la revolución burguesa implica, ante todo, el advenimiento de la libertad individual, aunque la misma se niegue por su base socioeconómica y sólo se realice por la movilización del “proletariado”, esa categoría teórica que Marx supo poner en pie y Lenin transfiguró en el “partido”.

No bastan los encasillamientos tan caros a la crítica para caracterizar el trabajo de Romero. Quedan ampliamente superados por la honestidad de la búsqueda identificatoria. Sin embargo, por ello mismo, la obra del orfebre desaparecido no tiene lugar, ni tiempo. Su lugar es una Europa que ya no existe. Su tiempo, el de una burguesía que ya no quiere ser.

Quizá por eso, porque con su letra crea una potente realidad imaginaria, es que la obra de José Luis Romero merece leerse y meditarse.