La ciencia: un haz de luz en el túnel de la historia

GUILLERMO ORTIZ

Siempre hay motivos para detenerse en la historia. Más aún si persistimos en el intento de atisbar esto de los tiempos modernos, si bien sabemos que no todos los procesos históricos son lineales y que nunca fue posible sustraerse a la contemplación de la paradoja y el desatino. Pero, a grandes rasgos y a riesgo de ser acusados de tecnócratas evolucionistas, todo tiempo pasado fue peor, eso es claro, máxime si nuestra vida transcurre en estas lejanas y subdesarrolladas orillas rioplatenses en las que siempre hay un espacio para cultivar el desánimo.

Por eso, tal vez, surjan motivos sobrados para aprender de la historia que es aprender de nosotros mismos que somos la historia adelantada y olvidable de lo que seremos.

Hay que mirar el pasado

El hombre no es, se hace. Y su historia, a la par que modifica actitudes permite acotar la natural expansión de los determinismos fatalistas que siempre obstaculizaron cualquier impulso creador. Nuestra propia experiencia no es producto de vaivenes y decisiones celestiales sino de la capacidad que demostremos como sujetos transgresores o no de un orden dado. Pero… “como filosofar después de Auschwitz”, se preguntaba el filósofo Andre Glucksmann, si la historia parece enseñarnos que lo que sucedió puede repetirse hasta el final de los tiempos. Aquella sabia y útil recomendación en el sentido de que no es bueno que el hombre recuerde a cada instante que es hombre hoy se contrapone con este libro de José Luis Romero, editado por Alianza, versión corregida de un curso dictado por el autor hacia 1970 y prologado por su hijo Luis Alberto. En la Argentina es fundamental acordarse de lo que fuimos. Y es que lejos de la noción difundida de la historia como reliquia incomprensible y cubierta de telarañas (“no hay que mirar el pasado” y frases del mismo tenor), aparece un Romero en plena lucidez y auge intelectual, provisto de una actualidad viva y fresca, de inusitada trascendencia para este presente que vivimos, presente con palabras figuras en boga como “la crisis…”, que entre nosotros generan una especie de melancolía acrítica que como toda melancolía remite al pasado. Será una inercia involucionista que nos ataca: en la Argentina el descontento generalizado es peligroso porque no tiene vocación de despliegue sino de repliegue. Por eso, a través de este cuidado Estudio de la mentalidad burguesa, de 167 páginas de exposición clara y concreta, es posible internarse en los vericuetos del pensamiento burgués que comienza a manifestarse en los siglos XI y XII en un mundo en el que las burguesías eran pequeños enclaves aislados dentro de la vieja sociedad señorial controladora de la tierra y extraer conclusiones aleccionadoras. Sorpresivamente.

La burguesía y Newton

De alguna manera se trató de una respuesta ideológica a la concepción cristiano feudal que ponía el acento en la “trascendencia”, en la idea de que este mundo es insignificante, que la realidad es ilusión y, por consiguiente, “el cuerpo no vale nada, lo terreno es vanidad y lo único valioso es la eterna salvación del alma”, como apunta Romero. En este oscuro contexto, el nacimiento de la burguesía revaloriza y distingue el área de lo que sería la “realidad sensible” dando lugar a la aparición de una actitud empírica que desembocará a largo plazo en el desarrollo del pensamiento científico. “El conocimiento científico que se desarrolla notablemente repercute en la esfera de las ideas sociales y religiosas. Todo el desarrollo de la física y la astronomía, de Galileo a Newton, conmueve las creencias tradicionales. La física es el desafío del hombre culto contra la superstición”, explica el autor. Y es que la ciencia, al establecer su método de conocimiento mediante la prueba y el error, disuelve las verdades absolutas. Así constituye la gran diatriba el dogmatismo. El pensamiento moderno recoge la impronta y funda su razón de ser en los criterios de refutabilidad: la verdad no es una sola (y vinculada a la creencia) sino que sólo tenemos retazos de verdad. De una verdad parcial, inalcanzable y revocable a cada paso. El siglo XVIII es el del definitivo vigor de la mentalidad burguesa en que – como enfatiza Romero – quedó configurado un sistema de ideas tan coherentes y que expresaba de una manera tan clara toda una concepción del mundo, que pasó a ser la concepción vigente, o al menos, la expresión del pensamiento progresista en el siglo XIX y aun en el XX”.

En síntesis, mentalidad de las elites progresistas del XIX, burguesías cultas y por lo tanto urbanas que terminan hasta subvirtiendo el orden económico. El intercambio, la moneda, la riqueza y a su influjo un nuevo sesgo en las relaciones entre los hombres. “El dinero no es bueno más que para gastarlo”, la comprobación definitiva de Jean de Meung, escritor francés del siglo XIII.

Ineludible, pues, la lectura de esta obra de José Luis Romero, vuelta ejercicio democrático en tiempos como los actuales en los que esta melancolía de la crisis, entronizada a cuasicategoría histórica, arrastra vientos regresivos. Los mismos que instalan en el centro de la escena un discurso mágico-redentorista expresado en difundidas aseveraciones tales como “más que políticas vengo a repartir esperanza entre los argentinos”, o bien, “hay que volver a las cosas simples de la vida”, etc. etc. Todo un refranero medievalista/campesino que gana aceptación tras beatíficas palabras. El mecanismo es sencillo: el sentimiento por sobre el pensamiento, lo simple antes que lo complejo. En este cuadro, la ciencia, que es compleja al introducir la duda, nos “aleja de la naturaleza”, de su simpleza y rotundidad, y en su carácter refutador por antonomasia conlleva los gérmenes de una actitud disgregadora. Así toda problematización no es más que un ocioso hedonismo de “intelectuales trasnochados”. Ineludible, Romero, pues.

Más aun, en estos sures que supimos conseguir, donde todo es posible. Incluso, volver atrás la rueda de la historia.