Las ciudades y las ideas

JORGE ROMERO BREST

Lo conocí cuando apenas dejábamos de ser adolescentes, afanados por acceder a la cultura universal, ajenos a todo localismo. De modo que nuestra amistad nació con calor intelectual – ¿qué otro recurso teníamos para ser universales? – afianzada por los mismos libros que leíamos, los mismos espectáculos a que asistíamos, las mismas conferencias que oíamos, comentados en reuniones casi a diario que terminaban en interminables caminatas de su casa a la mía y de la mía a su casa hasta altas horas de la madrugada. Y aunque entonces – final de los años 20 – ya se perfilaba la vocación de él a la historia general y la mía a la historia del arte, sólo vivíamos nuestras afinidades. Al comprendernos como hermanos, lo intelectual se fundió rápidamente en lo existencial, ambos queriendo Ser ante todo.

Esta relación fue menos estrecha en las últimas décadas. Todavía no sé por qué dejamos de vernos con frecuencia, sin que disminuyera el afecto y la consideración mutua. Éramos suficientemente púdicos y parcos para hacernos declaraciones de amistad, pero cada uno sabía que el otro era su amigo, su verdadero amigo. Por eso su muerte sorpresiva me redujo a silencio, y una vez pasado el estupor, cuando sentí la necesidad de rendirle un homenaje personal lo hice, como lo repito ahora, comentando su último libro, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, en un cursillo de tres conferencias que pronuncié en la Biblioteca del Consejo de Mujeres (junio – julio 1977).

Elegí, pues, la exaltación de sus ideas, en las que muchas veces me reconocí, sobre todo porque en ese libro surgen las suyas en apoyo sin que lo llegara a saber de las mías, permitiéndome el diálogo vivo a pesar de su ausencia como en los felices tiempos de nuestra formación conjunta. Además, porque no hay otro modo de rendir homenaje a un pensador de alta talla como lo fue: ya no cuentan más que sus ideas y ellas deben seguir abriendo caminos.

Antes diré que coincidíamos en considerar la historia como historia de la cultura; también al relacionar el orden fáctico y sus representaciones que componen el orden potencial, reconociendo el juego dialéctico entre ellos, del que procede la instancia comprensiva de la vida histórica. No coincidíamos, en cambio, al considerar él que las ideas componen el orden potencial, orden de la razón, ya que a mi juicio, basándome en la historia del arte, interviene preponderadamente el orden de la imaginación, y en ambos órdenes se apunta a lo absoluto, Ser o Dios, o sus sustitutos.

Corría el año 1953. Él había explicitado sus ideas sobre la historia como historia de la cultura en el artículo inicial de la revista Imago Mundi que dirigió. Yo le propuse que dialogáramos públicamente en el local de Ver y Estimar, lo que ocurrió para placer de los dos. Recuerdo que objeté también como diferencia entre la historia de la cultura y la del arte (asimismo de la cultura) el carácter de los hechos, abandonados una vez que el historiador hace su construcción, frente a las formas hechas, permanentemente actuantes para el historiador del arte que hace la suya, transformándola en ontología existencial. Es lástima que no recuerde su réplica, seguramente inteligente como todo cuanto pensaba y decía, aunque quizás sin admitir la instancia ontológica.

En el transcurso de los años he comprendido que el orden fáctico es también el orden de la estética, o sea del gusto y la moda, así como el orden potencial lo es del arte, sin que se puedan establecer límites precisos entre uno y otro. Por eso fue grande mi sorpresa al leer el libro de Romero, que no obstante el título es un examen del problema a la luz del gusto y la moda. ¿Habría aceptado mi amigo esta aseveración? No puedo asegurarlo, pero a juzgar por el empleo constante en su libro del material artístico, es cierto que como probatorio de las ideas, me inclino a suponer que la habría aceptado. En definitiva nuestras discrepancias nunca fueron radicales, por afecto y formación éramos parecidos, nos bastaba conversar, poner cada uno sus cartas sobre la mesa, para que surgiera el acuerdo.

Aclaro que llamo gusto al sistema de señales–imágenes que toda sociedad elabora inconscientemente, como fruto de relaciones infinitas entre sus integrantes, mezcla de ideas y emociones, sentimientos, intuiciones, mandatos, costumbres, imponiendo una estructura de la conducta en cada cual, con independencia de los contenidos. Y llamo moda, no sólo a las formas que provocan cambios en el vestir y adornar, sino a las que son tanteos para objetivar el gusto en cualquier otra acción, aún la de pensar, lo que me lleva a considerarla ideología del gusto, con sus ventajas y desventajas por ser ideología.

El primer acierto de Romero es el de concebir la historia de Latinoamérica como historia de ciudades, con el mundo rural subordinado a ellas o en franca lucha, porque si la falta de ciudades en la época precolonial explica la dificultad extrema para el desarrollo de la pintura y la escultura exenta, también explica el comienzo balbuceante de una y otra cuando se empezó a fundarlas, mientras la arquitectura y la decoración escultórica, con antecedentes ancestrales, se desarrollaba ampliamente. De tal modo, su análisis de las diferentes ciudades que se suceden después de la Conquista es tan convincente y definitivo como para hallar la infraestructura de la creatividad artística.

Así, al referirse Romero a las ciudades hidalgas (siglo XVII y primera mitad del XVIII), sostiene que “la mentalidad fundadora fue la expansión de la mentalidad europea presidida por esa certidumbre de la absoluta e incuestionable posesión de la verdad”, porque “la verdad cristiana no significa solamente una fe religiosa: era, en rigor, la expresión radical de un mundo cultural. Y cuando el conquistador obraba en nombre de esa cultura, no sólo afirmaba el sistema de fines que ella importaba sino también el conjunto de medios instrumentales y de técnicas que la cultura burguesa había agregado a la vieja tradición cristiano feudal.” Romero agrega que por aspirar a ser hidalgos, se concibieron las ciudades “como cortes barrocas, con privilegiados y no privilegiados”, de donde derivó la ostentación y el lujo, con impulsos endebles pues todo dependía de la riqueza y por tanto del comercio, una vez que acabó la extracción de los metales preciosos. ¿Qué gusto pudo formarse entonces si los conquistadores no pensaron más que en arrasar la cultura indígena y los colonizadores no aspiraron más que a recibir honores y acumular dinero? El gusto fue moda que no obedecía a las experiencias vitales, por ellos mal gusto de una falsa sociedad cortesana, al que Romero califica de “pomposo, popular, artesanal, espectacular, apasionado, sádico, teatral.”

Ya en las ciudades criollas (segunda mitad del siglo XVIII), unida la libertad mercantil con la función de la primera élite arraigada y los amagos de independencia, la política reformista era hija de la Ilustración, una filosofía fundada en la razón que pretendía gobernar el mundo, por lo que se puso el acento en la educación, a la que accedían cada vez más los criollos nativos, dice Romero. Pero la moda sin gusto continuó y la libertad a que se aspiraba también carecía de gusto. Por ello el único cambio fue el reemplazo del barroco exasperado por el neoclasicismo en la arquitectura, forjándose una especie de manierismo.

Dividida luego la burguesía criolla, dejó de ser exclusivamente la élite de la nueva sociedad desde el principio del siglo XIX y cedió el paso a otra élite, criolla también pero menos atada a una ideología que a una situación: la élite de las ciudades patricias, entre urbana y rural, iluminista y romántica, progresista y conservadora. Período de conflictos y guerras civiles, mientras se desencadenaba la revolución industrial y abundando los productos extranjeros apareció el nuevo lujo, “sin estilo, ostentado incoherentemente a través de una forma que sí tenía estilo y cuyo predominio acusaba la simple superposición de elementos extraños”, aunque también señala Romero que se fue constituyendo la ciudad intelectual. Hubo cambios artísticos en lo que se refiere a los temas y los estilos, determinados por la afluencia de pintores y escultores europeos, no obstante el empeño de las clases altas por conservar la tradición criolla manifestada en el vestido, la comida, la decoración y las fiestas, pero también comenzó el proceso hibridismo que aún no ha concluido en Latinoamérica.

Romero fija el año 1880 como el comienzo del paso a las ciudades burguesas, a causa del progreso, por supuesto en los países más ricos, y destaca la formación de una nueva mentalidad en sociedades regidas por el mercantilismo y el deseo de prosperar, así como el individualismo, los que provocaron el abandono del barroco, volcándose los artistas visuales al retrato, la escena de costumbres y el paisaje, en los que se seguía el curso de la moda, pero fundada esta vez en una auténtica elaboración del gusto. Asimismo señala que comienza la desestima de los sectores inertes: las clases medias y populares, coincidiendo no como causa sino como factor coadyuvante en la estima por el arte moderno, de nuevo más de acuerdo con la moda que con el gusto.

Uno de los caracteres que con alguna reiteración establece Romero, es el de la anomia en las ciudades masificadas, es decir las de nuestro siglo. “La masa fue ese conjunto homogéneo, marginalmente situado al lado de una sociedad normalizada, frente a la cual se presentaba como un conjunto anómico.” Y destaca muy agudamente que “si bien todas las clases incluso las altas, sufrieron el impacto de la masificación, la sociedad normalizada se masificó cualitativamente más que cuantitativamente.” Considera así que la anomia favoreció la eclosión del descontento en las clases medias y altas que originó las ideologías populistas y dentro de ellas las más radicales. Panorama justo el suyo que explica las actitudes conservadoras y las revolucionarias, así como la imposibilidad de que se formara el gusto, matriz de los gustos.

Romero no se ocupa del problema específicamente artístico visual. Yo no indico más que algunas ideas, aunque lo jugoso del libro es el bagaje literario sobre todo que las vitaliza y recalca su presencia viva. Quien lea el libro, que no es un libro más sino un libro-clave, tendrá la posibilidad de comprender sobre qué bases del orden fáctico surgen las ideas en el orden potencial, no en relación de causa a efecto sino en relación dialéctica que asegura la integración de la vida histórica. ¡Qué magistral ejemplo de sagacidad y honradez!

Si en vez de exponer demasiado sucintamente sus ideas, hubiera podido dialogar con él, ¡cuántas sugestiones habría proporcionado con su verba fluida y su rigor de pensamiento! Pero debemos conformarnos.