OSCAR TRONCOSO
La reedición del libro de José Luis Romero “El ciclo de la revolución contemporánea”, que ha realizado la editorial Huemul, es una magnífica oportunidad para reencontrarse con ese gran pensador que fue Romero. Sus claras ideas, su erudición y ameno estilo tornan vigente este insoslayable texto.
La confundida juventud argentina que veía edificar un mundo diferente sobre los escombros de la Segunda Guerra Mundial y en su propio país funcionar un sistema híbrido, sin antecedentes inmediatos, saludó la aparición de este libro como la primera visión global de la razón de ser de esos sacudimientos.
Su autor, José Luis Romero, fue un historiador que publicó un elevado número de estudios e investigaciones, pero en realidad escribió un solo y extenso trabajo sobre el pasado de la humanidad —de la cultura occidental en especial— para entender el presente y ayudar a construir un futuro mejor; baste recordar que uno de sus libros llevó por título Introducción al mundo actual. Comenzó por La crisis de la República Romana y después los hitos fundamentales de su labor historiográfica siguieron problemas del período medieval que le permitieron conocer la raíz de El ciclo de la revolución contemporánea, para ceñirse luego a Las ideas políticas en Argentina y llegar así a la esencia de Latinoamérica, las ciudades y las ideas.
En plena madurez, a los 39 años, su inteligencia alerta captó el desconcierto imperante y buscó la punta del ovillo para desenredar la madeja; los nuevos contratiempos lo llevaron a enfocar la crisis general de la sociedad con penetración, unida a una conducta metódica, una férrea moral y una erudición excepcional.
Con ese bagaje de conocimientos y experiencias contempló los sucesos mundiales a largo plazo, sin ofuscarse en los hechos diarios ni dejarse arrastrar por las disputas sectoriales, a pesar de ser un hombre profundamente interesado por todo lo que lo rodeaba. Precisamente por eso escribió este libro —que ahora se reedita con todo acierto con un prólogo de Sergio Bagú que lo ubica con precisión dentro de la bibliografía de Romero—, para ofrecer “una opinión sobre el proceso de nuestro tiempo, fundada en un análisis de los hechos y respaldada por una convicción profunda” —afirma— que “la acción, la acción inevitable y perentoria, exige un punto de partida que no puede ser dado sino por una clara filiación histórica del presente”.
Con un estilo denso y atrayente por el manejo de un saber humanístico expuesto didácticamente, despliega ante el lector un vivido fresco de los movimientos económicos, sociales, políticos y culturales en los que discurre la vida de los pueblos; las corrientes que vienen desde hace centurias, sus hombres más representativos, sus complicados problemas, las soluciones halladas o los fracasos rotundos. Otro atractivo más es el amplio sentido de la comprensión de las pasiones y de los errores de los protagonistas, porque todo está observado sin prejuicios y con perspectiva de siglos. Romero no veía al mundo por el ojo de una cerradura, como lo hacen algunos guiados por intereses políticos inmediatos u otros con la supuesta objetividad de eruditos. Apasionado por el destino del hombre de carne y hueso, trataba de entender lo general para encontrar el leit motiv de lo particular.
Escribió bellas páginas sobre la vitalidad y el valor de la conciencia burguesa en su enfrentamiento con la conciencia feudal, factor lejano de los problemas actuales, y el declinar de la primera de ellas a partir de 1848. Irrumpió entonces “la tercera etapa”, que no está suficientemente conformada, y por lo tanto no tiene los objetivos delineados con precisión, razón por la cual se producen continuos estallidos y convulsiones.
El ciclo de la revolución contemporánea es el más político de sus libros de historia y en el que expresó sin retaceos su fe en la democracia y de que ésta superaría la difícil etapa que se inició al finalizar la Segunda Guerra Mundial, si comprendía el problema social y le hallaba solución. Como se ha dicho, amante Romero del rigor científico en el estudio de la historia no descendió a las minucias de la coyuntura, sin despreciar por eso los datos de la vida cotidiana.
El cúmulo de experiencias que le proporcionó su rastrear sobre todo el pasado del mundo occidental evitó que cayera en el escepticismo o en la desesperación. Sus conocimientos históricos, que abarcaban extensos períodos y toda la gama de crisis, sumados a su pasión de ciudadano, le hicieron sentir como pocos la angustia de la desvalorización de la vida humana, de la libertad del individuo, de su dignidad y de sus valores culturales. Para entender y superar este drama escribió este sugestivo libro, porque esa angustia señalaba “la línea del deber” que “se redime a sí misma transfigurándose en el genio de una conducta”. Todo un enfoque de la historia y un sentido de la vida.