Las ideas políticas en Argentina

BERNARDO CANAL FEIJÓO

Para sus definiciones esenciales del proceso de formación y desarrollo de las ideas políticas “en” Argentina, el profesor Romero comienza introduciendo la novedad de discernir “eras” en lo que las historiografías corrientes acostumbraban a ver tan sólo “épocas” o “períodos”. Bajo el pequeño detalle nominal se advierte el compromiso de profundidad específica, por decir así, que asume; la cronología va a ceder ante la razón de “sentido” (podrían anotarse algunos confirmatorios desórdenes enumerativos en la mención de datos temporales), y resultará al fin que, en lugar de ilustrársenos sobre “las ideas políticas” argentinas, o “en” Argentina se nos proponga una vivida filosofía de la historia nacional dividida en etapas conclusas aunque, en el fondo, de veta y mecanismo únicos. Señalemos, como una coincidencia que puede remitirse a un sentimiento general muy contemporáneo de los problemas históricos, que el profesor Octave Aubry, en su reciente Histoire de France, da también en el arbitrio metódico y didáctico de dividir en “eras” el amplio proceso de la historia política de su país: “l’ere féodale”, “l’ere monarchique”, “l’ere bourgeoise”, y ““l’ere democratique”. Pero allí el adjetivo determina y califica de sobra por sí mismo al substantivo. En la obra del profesor Romero vamos a encontrarnos con que, en cambio, el adjetivo encerrará acaso el principio de la mayor indeterminación y aun descalificación del substantivo.

Tres son las eras argentinas que él discierne: la “colonial”, la “criolla”, la “aluvial”. La definición intenta desentrañar un fondo de ecuación dualístico o pluralístico más o menos dialéctico de elementos propios para cada una de ellas, y aun cuando en el desfile cada una parece ir saliendo de las entrañas agitadas o atónitas de la anterior no es sino para recaer en una complicación ecuacional de mayor grado, de modo que al fin parecería tener que concluirse que lo característico de la dialéctica histórica argentina no es sólo la inamortizabilidad de sus elementos básicos sino aun su capitalización.

Primera y matriz, en la “era colonial” habrían fraguado las dos antinomias fundamentales que regirán el dinamismo futuro de la existencia política argentina: a) el principio autoritario y el principio liberal; y b) la superposición de cierta estructura institucional sobre una realidad que apenas la soporta. Para el profesor Romero, “ese duelo entre dos principios, y este otro entre la realidad y la estructura institucional, se perpetúan y constituyen el nudo del drama político argentino” (p. 11). Por donde queda, de entrada, postulado que la historia argentina es, también, en el fondo, historia universal. Pues, para un filósofo moderno ¿puede haber historia que no narre los conflictos entre la libertad y la autoridad, o no traduzca una constante disconveniencia entre la realidad y las instituciones? Para una realidad viva sólo son cómodas las instituciones impotentes; para una institución poderosa sólo es cómoda  la realidad sumisa; pero ni las instituciones deben ser impotentes, ni las realidades, si son vitales, pueden querer la sumisión. El principio de las instituciones es la autoridad; lo saben muy bien los “liberales” que van a los gobiernos. El principio de la realidad es la libertad; no lo ignoran los “autoritarios” que aspiran o abandonan el gobierno. En última instancia, “le reél est toujours dans l’oposition”, como lo ha señalado un poeta. En substancia, pues, el doble juego de constantes en que el profesor Romero cifra el nudo del drama político argentino, no es sino dos fórmulas tal vez sucesivas de un mismo y único problema.

Lógicamente, lo que importaba era cómo se concebía la incidencia o inserción de esas universalidades en el fátum local, y en este punto el profesor Romero recae, mejorándolos desde el punto de vista didáctico, en los clásicos tópicos del diagnóstico filosófico histórico argentino. Sin duda por primera y precoz, la experiencia autoritaria procurada por el conquistador-colonizador, es la que prende de una manera más amplia y profunda en el genio o el carácter argentino, a favor de ciertas condiciones ambientales de la nueva realidad. Si la costumbre autoritaria viaja con el español de la época, el nuevo ámbito racial y telúrico estaba hecho para exasperar aun más la voluntad dominante. “Frente a los desiertos y a las selvas, el conquistador tonificó su espíritu y comprendió que nada valía de verdad si no era la voluntad férrea y el brazo decidido. Una independencia altanera movida por un sentimiento católico e individualista se encuadró entonces dentro del teórico respeto a la autoridad autocrática de la Corona: tal fué la primera actitud política que conocieron estas tierras” (p. 23). Y como primera, la esencial y decisiva.

Pero el cuadro psicológico de conjunto había de ser mucho más complejo. Si el español ponía aquellos ingredientes de su parte —esa voluntad autocrática, ese realismo al encuentro de la realidad, en que se afloja su distanciado realismo al servicio del rey, de la corona—, el aborigen, el indio, habría contribuido “con una sumisión pasiva, llena de reservas mentales”. Y pronto sobrevendría el mestizo, que entrará en escena alentando “un sentimiento de rebeldía que se tonificó con los resabios de sus viejas creencias, apenas borradas por una catequesis cuyo contenido doctrinario no podía entender” (p. 30, 31). La síntesis criolla configuró así “un espíritu indómito e irrefrenable, al que estimulaban la actividad pastoril y el espectáculo de la pampa desierta” (p. 51).

Conformada la criolledad como “masa” —como masa rural, precisamente— su espíritu entra a operar activamente en la segunda etapa, “la era criolla”, que se inicia con la Revolución de la Independencia; pero entra a operar por sus poderes de “mentalidad reacia a todas las novedades”, que ante la irrupción de las ideas liberales franqueadas por la Revolución “reacciona con toda la fuerza y el vigor de las convicciones ciegas, negándose al examen y repudiando cuanto supusiera libertad de conciencia y libertad de determinación política” (p. 70). Por fortuna, frente a esa “masa criolla”, ahora poseída de un crispado sentimiento localista, se empina Buenos Aires, iluminado de las gracias del “grupo ilustrado” apostado en ella, enarbolando la bandera de “una concepción nacional de patria”; más, a sus elevados clamores de dominación y educación, “el pueblo” responderá, cerrándose “con una concepción peculiar del movimiento revolucionario” (p. 70-71), Pronto se llega a “la comprobación de que entre las masas del interior y el grupo ilustrado de Buenos Aires había un abismo que nadie se sentía dispuesto a franquear” (p. 86-87). La guerra civil desencadenada luego enfrentaría “los ideales de una democracia inorgánica”, sustentados por las masas y sus connaturales caudillos, con la concepción de la nación unificada en régimen liberal y progresista, animada por Buenos Aires minoritario y doctrinario. Al efímero “estado rivadaviano” se contrapondrían “los ideales autoritarios y federalistas”, cuya última expresión “implícita” sería “el Estado rosista” (p. 98-99). Con Rosas habría, en efecto, triunfado “el sentimiento autoritario que se ocultaba en los repliegues del alma criolla”, y con él “la tesis federal”. No terminaría sin embargo allí el proceso de la era criolla; un día la última victoria correspondería en ella al espíritu “conciliatorio” de la minoría ilustrada, y acertaría a objetivarse en la sabia Constitución que desde entonces adorna al país.

Mas, imprevistamente, la política liberal profesada dentro del nuevo marco, en lo demográfico y en lo económico, retraería de nuevo el destino nacional a situaciones dialécticas primas, no menos oscuras y temibles que las que habían regido el proceso en las dos eras anteriores. Estamos ahora en la tercera y última, en “la era aluvial”, que replantea el eterno divorcio entre la masa, de distinta estructura y fisonomía ahora, y la élite culta, en actitud ahora diferente frente a ella y al país. La realidad social determinada por el aluvión inmigratorio desintegra la vieja sociedad criolla y le imprime un carácter de mero “conglomerado”, esto es, de “masa informe, no definida entre sus partes ni en los caracteres del conjunto” (p. 175). Pero a medida que se va decantando, sus tendencias políticas comienzan a perfilarse; en rigor “sólo los elementos negativos se insinúan con nitidez”; se muestra antioligárquico, pero también antiliberal, refractario a la civilización europea, si bien poco después afirmará su “enérgico impulso democrático y acentuará su “tono popular” hasta sobrestimar lo que la élite menospreciaba (p. 183). “Esta es —concluye el profesor Romero— la Argentina de hoy, incierta y enigmática, aunque pletórica de posibilidades, de promesas y de esperanzas” (p. 183),

Vemos, pues, en esta obra reiteradas y remozadas las viejas claves de las filosofías de la historia argentina. Más o menos dualísticas y dialécticas todas (el destino argentino entendido como resultado de dos —o más— confrontaciones antagónicas: el medio natural y el hombre sobrevenido, la magnitud geográfica y el número demográfico, la colonia y el ideal revolucionario, el interior y el litoral» las campañas y las ciudades, la masa y la minoría ilustrada, el criollismo y el extranjerismo, el “conglomerado amorfo” y la ciudad —por antonomasia— en vías de decantación, las Provincias y Buenos Aires), reaparecen en esta obra con todo el relieve de sus grandezas y miserias de filosofías simplistas y pesimistas. Sobre el destino nacional se cierne para ellas el riesgo de un constante imprevisto que no puede ser sino negativo: la reviniencia de “la tesis”, de cierto fondo dado, multiforme y siempre renovado de inercia pelásgica, diremos, de cierto fondo de inercia dotada de una fangosa permeabilidad sólo para los valores o poderes contrahistóricos. Su rasgo propio es no llegar jamás a concebir la “síntesis”; para ellas el combate dialéctico, con sus alternativas ocasionales de triunfos y derrotas para una u otro bando, nunca llega a desenlaces verdaderamente decisorios. De ahí que, al fin de cuentas, aparezcan más infundidas o poseídas de espíritu de fallo que de espíritu de comprensión y de verdad; son menos lógicas y científicas que judiciales o judiciarias.

Acaso eso significa lo que es más que obvio: que lo enfocado no es una historia conclusa, sino apenas una historia que comienza; que todavía se impone ante ello, como ante todo lo que empieza, una razón de pedagogías entre tutelares y aflictivas; —en una palabra, de pedagogías constitucionales, o sea para encaminarse a un estado de constitución orgánica. De ahí que, en el fondo, sólo una vez esas inveteradas filosofías se hayan presentado como órganos sistemáticos completos, que partiendo de un planteamiento metódico de las premisas dualísticas teóricas desembocaban en una afectación programática práctica—; sólo una vez, hace un siglo, cuando al mismo tiempo que ecuaban los términos del antagonismo vital del ser político social argentino, proponían una constitución concreta como “salida” estructural del caos (nombre que, con el de anarquía, designaba en el lenguaje de la época el momento contemporáneo de la querella intrínseca concebida; alguien habló en tiempo de Rosas, de “caos de antítesis”, para definir el momento). Posteriormente, despojada de esta última proyección positiva, normativa, constitucional, quedarían como especies de filosofías mutiladas o truncas, esto es como filosofías típica y desnudamente pesimistas —mecanicistas—, lúcidas en el ahondamiento del diagnóstico dramático, pero mudas o estériles como órganos de voluntad por asi decir catártica. No es mucho concederse la exigencia de esta última “impureza” para esas filosofías, y concebir su falta como una verdadera mutilación, porque, en cuanto filosofías sociales y concretas —en el más alto grado de concreción, el de las militancias locales y temporales— la presunción de pureza más que una virtud es una circuncisión. Pues, ¿no se está en que la verdadera substancia de esas filosofías no es tanto el espíritu de verdad científica como cierta trascendente razón de pedagogías formativas?

Suponiendo que el fin político constitucional a que esas filosofías nacieron originalmente afectadas pudiera considerarse ahora satisfecho (hipótesis arbitraria, porque la mera constatación de la existencia del dualismo antagónico y la contigencia siempre indecisoria de los resultados, importa la vigencia constante del “problema” constitucional), siquiera como modus operandi de urbanidad formal —de conciliación, como dice el profesor Romero— ya que no como síntesis siquiera momentáneamente estable —precipitado por así decir químico de integralidad unificada— suponiendo, digo, descartable ya la finalidad constitucional programática inmediata, me parece que esas filosofías se encuentran en déficit frente a una exigencia irrenunciable de la conciencia científica moderna. Libres de su afectación programática inicial, su terminología resulta ahora extremadamente imprecisa, y sus conceptuaciones notoriamente insuficientes, o nada más que místicas. Qué significan, para la calificación y determinación de la cifra esencial de “las ideas” políticas argentinas, esas hipotéticas “reservas mentales” con que el indio se somete a la autoridad del conquistador; en qué consiste ese famoso “espíritu indómito e irrefrenable del criollo estimulado por la actividad pastoril y el espectáculo de la pampa desierta”, y en qué forma y medida se proyecta sobre el pensamiento político orgánico; qué sentido tiene hablar de “masas” rurales, “ignorantes pero firmes en sus imprecisos ideales”, que “sólo saben de una política instintiva”, ante una realidad infinitamente dispersa, pavorosamente desasociada, para hablar como Sarmiento, en que todo, la actividad industrial y el espectáculo de la pampa desierta impele a los individualismos más atomizados; qué debe entenderse por “los ideales de la democracia inorgánica”, en esas presuntas masas ignorantes que —como las masas de todos los tiempos— nunca tuvieron ocasión de darse su gobierno y vivieron siempre acostumbradas a recibirlo de donde les viniera; qué quiere decir “conglomerado amorfo”, “masa informe”, aplicados a la población inmigratoria o aluvial, y en qué forma y medida ese amorfismo, esa informidad (¿debía esperarse que los inmigrantes trajeran sus formas políticas y religiosas propias, que se incrustaran en la realidad nacional como cuerpos orgánicos macizos y diferenciales, como insolubles grupos sudeten?), ha gravitado sobre una configuración especial de “las ideas” políticas argentinas o en la Argentina. Se trata de imponderables conceptuales que necesitarían ser sometidos a la prueba de un examen científico específico. La investigación sociológica estricta (los datos, para el pasado, podrían encontrarse en muchos documentos anteriores, contemporáneos y posteriores al Facundo, y en el Facundo mismo, es claro, aparte sus fecundas y a menudo irrevisibles conceptuaciones), daría la cifra de la verdad contenida en todos esos dogmas de la pura razón práctica y programática de otros tiempos, y que hoy relevan la conciencia argentina de su sed de autoconocimiento sin aplacarla ya.

Señalemos por otra parte un detalle característico de esas filosofías. Todas —en esencia no son sino una y la misma, bajo distintas hipóstasis nominales— contemplan el proceso del destino político nacional como si dependiera exclusiva y cerradamente de un juego antagónico, mecánico o no, intestino, de elementos contrapolares propios y auténticos, trenzados en lucha interior y encerrada. Para ninguna de ellas cuenta nunca el elemento exterior, como si se ignorara que él ha sido siempre el que más seriamente ha gravitado sobre el problema de la formación del espíritu de las independencias americanas y de su conformación constitucional. Lo propio del destino político americano es que, desde su origen, se ha presentado como un destino encerrado en una órbita mundial, no por propia determinación ciertamente, sino por, digamos, rigor de sistema orbital. Considero que aun dentro de la línea de las filosofías pesimistas, irrenunciables al parecer para el gusto argentino, cabria esperar un enriquecimiento especulativo muy apreciable, de un buen sondeo por esta zona olvidada de los juegos del orden externo en la configuración de “las ideas” políticas.