Los conflictos bajomedievales y modernos y su dimensión política en la lectura de José Luis Romero (ss. XIV-XVII)

MARIANA VALERIA PARMA
Universidad de Buenos Aires

“Los conflictos eran, como siempre, las
condiciones necesarias de la creación,
tumultuosa y fecunda”
(José Luis Romero)[1]

1. Introducción

Entre las múltiples contribuciones del historiador argentino José Luis Romero (1909-1977) a la comprensión del pasado europeo, adquiere particular relevancia su interpretación del pasaje constitutivo de la modernidad. Se trata de una problemática clave en su obra destinada a la reconstrucción de la cultura occidental desde una perspectiva global y en la larga duración, que resignificó la importancia de los tiempos medievales y modernos. La cuestión la desarrolló preferentemente en La revolución burguesa en el mundo feudal (1967) y Crisis y orden del mundo feudoburgués (1980).

El primer estudio refiere a la historia social medieval, prestando especial atención al surgimiento tanto de la burguesía entre los siglos XI y XIII como de los nuevos marcos culturales-ideológicos que permitieron el desencadenamiento de la “revolución burguesa” y la emergencia del “orden transicional feudoburgués”. La segunda obra, inconclusa -no llegó a escribir la última sección, dedicada al análisis de las mentalidades-, fue publicada tras su fallecimiento. Aquí la atención se dirige al período entre los siglos XIV y XVI, destacando principalmente la conflictividad artesanal contra las élites patricias gobernantes.

Ambos trabajos nos revelan el lugar principal dado al conflicto en el devenir histórico europeo.[1] Esta afirmación se constata asimismo al considerar La cultura occidental, escrita entre los años 1953 y 1955. Fue concebida como un proyecto de reconstrucción histórica de la evolución del espíritu burgués. Partiendo de “Los legados” [el romano, el judeocristiano y el germano] Romero propuso tres grandes edades europeas: la sociedad feudal, la modernidad y la “revolución de las cosas”. La primera de ellas, el período medieval, trata de la génesis conflictiva del orden cristiano feudal en sus dimensiones políticas e ideales. “La Segunda Edad” se refieren al período 1480-1520 y a los siglos XVI y XVII. Un manuscrito recuperado recientemente, refiere en detalle a la formación del pensamiento moderno en esos siglos, y a las posibilidades abiertas que encontrarán su síntesis definitiva en un siglo XVIII sobre el que el historiador no llegó a escribir en ese libro inconcluso.[2] Esta reconstrucción paso a paso del cuadro político, social y económico del devenir europeo con sus crisis, ajustes, legados y síntesis, nos permite pensar las múltiples significaciones que, en este extenso recorrido, adoptó el “conflicto”.

Junto con el desarrollo de estos temas fue aportando una serie de herramientas conceptuales para la comprensión de la conflictividad, que utilizó en sus estudios empíricos. Romero asignaba al esfuerzo de conceptualización un lugar de primer orden en el conocimiento del pasado. Sin ellos “no hay historia posible”, afirmó, siendo los conceptos de cultura y de época los “marcos de la sustancia histórica”.[3] Ellos tienen una significativa similitud con las tendencias teóricas hoy dominantes en la interpretación de aquellas disidencias.

En este artículo identificamos estas aportaciones conceptuales e interpretativas centrales para la comprensión del conflicto, sintetizamos su aplicación al contexto situacional europeo y aportamos algunas notas acerca de la importancia de la perspectiva política de análisis de la conflictividad, pórtico para la comprensión de aquellos siglos europeos de cambios, rupturas y transformaciones.

2. La “vida histórica” en la pluma de José Luis Romero

Como en toda revisión de herramientas conceptuales, un buen punto de partida lo ofrece el señalamiento de sus alcances y limitaciones. El propio Romero parte de las premisas que permiten su aplicación en la exégesis del pasado y de los riesgos que conlleva un andamiaje artificioso que puede constreñir y/o deformar aquellas situaciones que se intentan analizar. El historiador advertía que “los conceptos amenazan con arrastrar a las realidades, porque, de dejarnos llevar, no llegaríamos sino a la creación de esquemas sin vida, en nada útiles para la comprensión duradera y profunda de la vida histórica”.[4] Este peligro fue conjurado por Romero, dado que sus herramientas conceptuales, como notas musicales de una misma partitura, anclaban en una particular concepción de la Historia que constituye el primer paso en este recorrido.

Fig. 1.
La musa griega Clío sobre el carro de la Historia de Carlos Franzoni, 1819. Salón de Estatuas del Capitolio de los Estados Unidos. Imagen de dominio público.
Si las musas fueron fuente de inspiración cultural, la concepción de la Historia como vida histórica de José Luis Romero, la síntesis dinámica entre las formas de la vida, las acciones de los hombres y el mundo de las ideas, ilumina los interrogantes e interrelaciones claves en la indagación de la conflictividad europea.

Sus investigaciones pretendían captar “la vida histórica”, un concepto que encontraba sustento en un planteo integral de lo cultural. Romero adoptó una acepción vasta de la “cultura”, ya que, en sus palabras, “implica en ella todo lo que es acción y creación del hombre: la reflexión metafísica tanto como la acción económica, la lucha por el poder tanto como la creación estética o la investigación científica”.[5] De esta manera, la historia de la cultura funcionaba, en los aportes de José Luis Romero y frente a los otros enfoques más reducidos y estrechos, como una global y necesaria “síntesis comprensiva”.[6] Así, la historia de este todo cultural refiere tanto al “múltiple proceso de la creación —de situaciones económicas, de obras de arte, de hipótesis científicas, de circunstancias político sociales, de ideas filosóficas— como a los productos que de ella resultan, los cuales juegan, a partir del momento en que adquieren realidad fáctica, un nuevo papel en el escenario de la incesante creación del hombre”. De tal modo, “la historia de la cultura procura apresar la relación que existe entre las formas de la vida y de las ideas”, una relación en permanente tensión que se manifestó empíricamente en los conflictos de ideales y en los derivados entre los grupos sociales que los representaban.[7]

Si las formas de vida no se asocian en esta concepción a formaciones materiales acabadas, tampoco las ideas eran pensadas en un sentido restringido, limitado a construcciones ideológicas elaboradas. Romero no refiere solo al pensamiento sistemático, sino que por el contrario apunta a la “mentalidad” que “constituye un sistema de ideas operativas, de ideas que mandan, que resuelven, que inspiran reacciones”. Pero en Romero la mentalidad no presupone la indagación de elementos comunes a toda una sociedad, que elimina el conflicto que hace posible el cambio en la vida histórica. La pluralidad de las mentalidades era concebida en sus análisis en forma de luchas, transacciones y contaminaciones recíprocas.[8] Incluyó así ideas valorativas y normativas, que actuaban condicionando los juicios de valor sobre las conductas.

En esta interpretación la realidad adquiere rasgos racionales y sensibles a la vez, ya que arraiga en las experiencias humanas. Las mentalidades constituyen el motor de las “actitudes”.[9] De las mismas, el historiador centró su atención en aquellas que guardaban correspondencia con los conflictos de la vida social y que tomaron cuerpo en las confrontaciones políticas. Porque las transformaciones en las situaciones reales “no obedecen solamente a una mera dinámica socioeconómica, sino que responden también al impacto que producen sobre esas situaciones, el consentimiento o disentimiento de quienes estaban inscriptos en ellas”. Así se articula en el todo social la estructura real, las ideas que incluyen las diversas interpretaciones y los distintos proyectos de cambio que se expresaron en las disputas de poder. La historia cultural propuesta por Romero, centrada en estas experiencias colectivas que motivaban interpretaciones y proyectos de cambio, logró articular decididamente sensibilidad y racionalidad a la hora de interpretar la problemática adopción de comportamientos políticos.[10]

Además, el autor señalaba un requisito indispensable para el quehacer del investigador que intenta la comprensión de la vida histórica: desde el punto de vista histórico cultural esta era “esencialmente dinámica”. Este dinamismo anclaba en la propia definición del concepto de “vida histórica”, concebida como resultante de la constante tensión entre dos órdenes, el fáctico y el potencial. El primer orden de hechos refiere a las acciones sucesivas y simultáneas que cristalizan en actitudes y hechos históricos, en los actos de los sujetos. El potencial, en cambio, incluye las representaciones, los ideales, los valores, las normas. Así, “la creación creada es el punto de partida del proceso histórico, dado que la imagen de la realidad y los modelos de cambio de los actores entran en pugna para alcanzar consentimiento, entre los que respaldan el orden de las cosas y los que quieren cambiarlo. La vida histórica es la conjunción de estos dos órdenes en sus múltiples juegos donde lo creado como fuerza organizada que se impone a la sociedad se entrecruza con lo que se va creando a partir de la estructura, pero también contra ella”.[11]

Lo que nos es dado del pasado “tiene una forma fáctica (o estructura real de las relaciones vigentes y de los objetos sensibles) y una forma potencial (o estructura ideológica de las interpretaciones y los proyectos)”.[12] Esta vida histórica vivida siempre en tensión adquiere por esta misma característica un profundo dinamismo, resultante de la confrontación permanente de los elementos fácticos y potenciales que cobran fuerza en la conciencia y se expresan en los conflictos. La pugna entre lo creado y lo posible resignifica el lugar de la estructura, siempre en movimiento, y de los sujetos, sus acciones y sus ideas, que da origen al cambio histórico, a las experiencias radicalmente nuevas, que constituyen la pieza clave en los distintos análisis del historiador.

“La vida histórica enhebraba la existencia temporal de las sociedades humanas” y su comprensión por el historiador argentino partía de la base de “la actuación de los sujetos humanos dentro de la estructura histórica que ellos mismos modifican y cuyas coerciones sufren… El objeto de la indagación histórica era concebido como una configuración cultural que unía el plano fáctico de los hechos consumados y el plano potencial de lo posible, de lo que pujaba más allá de lo empíricamente instituido”.[13] De tal modo, la vida histórica presupone la necesariedad del conflicto por las potencialidades que la componen y por su dinamismo intrínseco y estas primarias premisas constituyen el punto de partida para pensar el lugar destacado que Romero le asignó en su reconstrucción del pasado europeo.

3. Crisis, sujeto histórico y dinámica de lucha

Si la noción de vida histórica precisa por su propia definición el lugar del conflicto en el transcurso del tiempo, el cambio histórico al que hace referencia tiene por condición de posibilidad la comprensión de los procesos de crisis, de ruptura y de colisión entre los órdenes de hechos. La crisis constituye el punto de partida y el principal objeto de estudio de los análisis de José Luis Romero.  Aparece en ellos como el momento de emergencia de aspiraciones disímiles a partir de la presencia de grupos, portadores de nuevas ideas y valores que precipitan reajustes en el sistema de relaciones. Las transformaciones y mutaciones resultantes dan origen a un nuevo orden, en consonancia con los cambios en los criterios de valoración. La crisis no hace alusión a un período de decadencia; lo nuevo coexiste con la estructura cultural anterior. El concepto adquiere una significación positiva y clave para la reconstrucción histórica dado que interrelaciona el campo de la acción con el contexto social e ideológico. Como el historiador señaló, “precisar el sentido de la crisis y ahondar el sentido del desarrollo de la cultura o precisar el sentido de la crisis y ahondar en la búsqueda de los nuevos elementos creadores, constituye el momento intuitivo por excelencia del saber histórico”.[14] El centro de atención de José Luis Romero se halla en lograr desentrañar las interrelaciones posibles entre la crisis y el nacimiento de lo nuevo. Como ha señalado el historiador Ruggiero Romano, sus análisis subrayan el “entronque” existente entre los distintos problemas que en estas situaciones se ponen de manifiesto y, precisamente, “no se hace historia (no se hace cultura) sin imbricación, conexión, intercambio de problemas, o sucesivas convergencias hacia un centro”.[15] La noción de crisis adquiere así un sentido más amplio y positivo, fundamental para pensar el conflicto en toda época histórica.

Este proceso de cambio y de emergencia de lo nuevo afectó tanto a la Antigüedad como a la Edad Media, con la crisis de la república romana y la del orden medieval; también Romero indagó su desencadenamiento en el mundo burgués. En las distintas situaciones críticas, el crecimiento económico y las nuevas fuerzas sociales y culturales resultaron en la transformación del orden preexistente, a partir de los valores nacientes que coexisten con los tradicionales, y de esa oposición surgió la fuerza social renovadora.[16]

Para nuestro tema, la crisis medieval adquiere capital importancia porque nos acerca a la interpretación del nuevo sujeto histórico. La aparición de la mentalidad burguesa revoluciona la sociedad feudal y dio origen a un nuevo sistema de relaciones, a partir de la movilización y acción de los nuevos grupos, con sus ideas y aspiraciones, que tendieron a dislocar los esquemas tradicionales. Esta crisis transita entre los tiempos de la “primera edad de la cultura occidental”, la Edad Media, y aquellos de la modernidad, desde fines del siglo XIII y, sobre todo durante los siglos XIV y XV cuando se hacen visibles sus efectos y manifestaciones.

En sus trabajos iniciales, Romero la había bautizado como “la otra Edad Media” y, como en todos los períodos de crisis relevados por el historiador, se trata de una crisis global, tanto económico-social, como de transformaciones políticas y de “distorsión” de ideales. La crisis medieval adquiere en la Historia una importancia capital; en ella, escribió, “el sistema de las formas reales y de los ideales de vida parece dislocarse, se afirma la heterogeneidad frente al sistema de constantes, y aún lo aparentemente análogo insinúa su divergencia, cuando escudriñamos sus estados profundos, como si se hubiera perdido totalmente el criterio unificador antes vigente. La contradicción sucede a la coherencia”.[17]

Este nudo contradictorio se encuentra en la base de la alta conflictividad que conocieron el Trescientos y el Cuatrocientos europeos. Asimismo, el concepto de crisis adquiere en esta interpretación una dimensión dual. Romero nos habla de crisis, pero también del sentimiento de crisis, que expresaba esa “crisis de la realidad”, pero también el “desconcierto ante un mundo que parecía ininteligible”. El estallido de las contradicciones en la naciente sociedad burguesa a medida que desplegaba sus potencialidades condujo a la concurrencia de conflictos, en los cuales se ponían de manifiesto la complejidad en la vida socioeconómica, las transformaciones en la vida política, las diversas mentalidades y formas de vida.[18] El espiral conflictivo bajomedieval, como expresión de esta crisis interpretada en términos integrales como cambio histórico, se constituyó en condición necesaria para la emergencia de lo radicalmente nuevo. Esta puesta en valor del conflicto, reafirmada en los distintos aportes del historiador, justifica la cita que encabeza este artículo.

Fig. 2.
“El triunfo de la Muerte” de Peter Brueghel el Viejo, 1562. Museo del Prado, Madrid. Imagen de dominio público.
Las crisis en la Historia, como la medieval ilustrada generalmente a partir del impacto de la peste, adquieren en las obras de José Luis Romero un papel capital y positivo, al constituirse en claves de lectura del cambio histórico.

El comportamiento de los actores portadores de una nueva mentalidad y de una concepción divergente de lo social dio lugar a la emergencia de una vasta conflictividad, para cuya interpretación resulta de utilidad otra noción conceptual significativa como es la de facción. La misma nos introduce en uno de los tópicos claves de análisis de la contestación política, dado que interrelaciona la emergencia de aquellas aspiraciones que conducen al cambio histórico con las posibles reacciones de las élites dirigentes, definiendo el espacio para la acción.

La facción se constituye en determinadas condiciones históricas, reflejando el “espíritu de la época… (y agrupa) formas de sensibilidad política, aspiraciones y deseos, compartiendo criterios de acción”. Dos características centrales se atribuyen a la facción, su heterogeneidad intrínseca y el hecho de construirse en y por la acción misma. De allí el sentido del concepto que se vincula con el hacer para un fin determinado y que José Luis Romero desarrolló particularmente en su comprensión de la Antigüedad clásica. El autor definió la facción como un “grupo político-social que encarna intereses económicos y sociales muy definidos y concretos”, un grupo de acción que concentra una exigencia de poder, una exigencia política. No se trata de un partido que actúa como engranaje tradicional de la vida pública. Se presenta como un grupo de acción, un conglomerado impreciso que se caracteriza por su radical diversidad.

No generalizable para la interpretación de todo conflicto sino en particulares y determinadas circunstancias, la importancia capital del concepto es que rescata en primer lugar la característica central de los comportamientos conflictivos, como es su diversidad pese a su accionar conjunto, su heterogeneidad intrínseca, frente a otras lecturas reduccionistas de la acción colectiva. Como escribe el historiador, agrupa “elementos heterogéneos alrededor de una acción concreta y determinada, en momentos en que frente a ella se estructura una alianza de semejantes caracteres para defender principios antitéticos. Porque lo característico de la facción es ser polémica”.[19] De allí, que los conceptos de facción y de lucha de facciones se encuentran necesariamente vinculados.

La noción de facción y la lectura en esos términos del período de crisis se relaciona con elementos fundamentales y recurrentes en la comprensión de la conflictividad, como lo son la violencia y la polarización antagónica. Acerca de esta última, aparece en los análisis de las facciones del mundo clásico cuando Romero señala su gestación en torno a una cuestión compartida, en el que una parte plantea su resolución con inmediata urgencia, constituyéndose en acto un conglomerado que alienta una solución excluyente y radical. La lucha de facciones se materializa en frentes antagónicos irreductibles, “no se presenta históricamente sino como la oposición de contrarios, suponiéndose implícito en éstos un previo acuerdo instintivo sobre la jerarquía y trascendencia del problema a dilucidar”. Se trata de un proceso dialéctico y violento, al polarizarse los intereses y las situaciones histórico-sociales. “La violencia acompaña el espíritu de facción con carácter inseparable”, afirmó. En esa particular encrucijada, una construcción de facto plantea una solución urgente a los “problemas de la hora” en favor de sus intereses y expresando su particular concepción del mundo; “su aliado es quien la comparta… como es enemigo, quien se oponga sin distinción de matices”.[20] Esta polaridad analizada en la Antigüedad clásica por el historiador retrata cabalmente el “clima social” en que se desarrollaron también gran parte de los conflictos europeos.

En la reconstrucción de la lucha de facciones en el mundo antiguo, una especial consideración merece su comprensión,  del estado y del orden político. El tema de las facciones nos introduce a una concepción original del orden de derecho, cuyas premisas parecen anticipar modernas interpretaciones de la historia política. Postulada la noción de facción, el historiador brinda una definición categórica acerca del Estado. Lo entiende como el “conjunto de formas políticas históricamente dadas”, que se constituye como tal en un campo tanto de la especulación teórica como de la acción práctica. Es el lugar donde se desarrolla el conflicto de facciones y donde encuentra Romero la razón de ser del proceso revolucionario. “La revolución proviene de la naturaleza convencional del estado”, afirmó el historiador y, basado en La Política de Platón, señaló que “la ley no vale sino mientras se quiere que sea respetada y, cada cierto tiempo, sus términos deben adaptarse a la presión de los diversos grupos actuantes”.

De tal modo, las formas estatales aparecen definidas como una “estructura más o menos duraderas, destinadas a transformar en situaciones de derecho lo que originariamente no eran sino situaciones de hecho”. Es decir, las formas institucionales se constituyen cuando la facción logra el triunfo e instaura su política, reflejando los intereses económicos predominantes. A diferencia de las interpretaciones institucionalistas, considera las formas del Estado como instituciones históricamente determinadas en las cuales cristaliza el régimen económico social de los grupos predominantes.[21] Por consecuencia, la contestación política es un proceso siempre latente en la sociedad, que irrumpe cuando un grupo se constituye en acto por su propia fuerza de expansión o por el debilitamiento de los equilibrios existentes.

Ese día postulado es concebido como inevitable, por la naturaleza histórica del orden de derecho. Romero escribe que “a partir de ese instante, todo está sujeto a revisión y no hay otra posibilidad que tomar partido. Llegado el momento de ruptura de un orden de derecho, no existe otro instrumento de acción que la fuerza… toda situación a que pueda aspirarse no puede sino ser una situación de hecho. A partir del momento de ruptura no existe, pues, sino un estado de hecho, inestable, sujeto a la constante modificación que se derive del juego de los grupos en lucha”.[22] De tal modo, el antagonismo adquiere un carácter necesario y de capital importancia en la interpretación del cambio histórico, así como también la ruptura y la violencia que aparecen como sus corolarios fundamentales.

El antagonismo social y cultural constituyen así el nervio de la comprensión histórica. El lazo entre lo real y lo potencial que encierra la vida histórica propuesto por el historiador concibe la disfuncionalidad y la divergencia como pautas habituales.[23] La crisis, la diversidad de expresiones antagónicas y el carácter necesariamente violento de las pugnas de poder se constituyen en herramientas conceptuales fundamentales para la interpretación de una conflictividad europea constante en la transición al mundo de nuestro tiempo.

Fig. 3.
La rebelión de la plebe en el Monte Sacro, grabado de Barloccini, 1849. Imagen de dominio público.
José Luis Romero aportó nociones conceptuales de importancia fundamental para la comprensión de la acción colectiva como los conceptos de facción y lucha de facciones. Aplicadas tanto a la exégesis de la Antigüedad clásica como al período transicional a la modernidad, restituyen el carácter político, dinámico y polarizado de las encrucijadas europeas.

4. La época: la llamada Edad Media, la otra Edad Media, la modernidad

Los conflictos europeos de la transición entre el mundo medieval y los tiempos modernos merecieron especial consideración en las obras de José Luis Romero. La época fue retratada desde la perspectiva de “lo nuevo”, es decir siguiendo la trayectoria de las nuevas fuerzas sociales, portadoras de una nueva mentalidad. Siguiendo este periplo y el desarrollo de la conciencia burguesa, concibió a la Edad Media como el proceso de larga duración inicial de la cultura occidental. En esta construcción, a partir del siglo XI se producen las primeras manifestaciones de la mentalidad burguesa, al tiempo que comienza a cobrar forma el período cristiano-feudal. La Edad Moderna configuró una segunda edad donde imperaba ese orden feudo-burgués y se caracterizó por las disputas entre grupos y entre visiones del mundo, que culminaron en una tercera etapa marcada por el inconformismo y la apertura del ciclo de revoluciones contemporáneas desde 1848 hasta el presente.[24] En esta reconstrucción por etapas, el conflicto en la Europa Occidental comenzó a adueñarse del escenario. José Luis Romero explicó que “el sistema de actitudes y de pensamiento que toma la naciente burguesía, y que configura su mentalidad, surge en desafío a una vigorosa mentalidad preexistente”. Este desafío se resuelve en conflictos que no cuestionaron el poder o la posición de los sectores tradicionales. “La etapa originaria – escribió – se prolonga hasta el siglo XIV. En ella, las formas típicas de pensamiento no han surgido aún de manera consciente. Es la etapa de la acción espontánea y la experiencia”. Resulta comprometido el orden tradicional “primero con las revoluciones comunales de los siglos XI y XII y luego con los movimientos de los oficios desde el siglos XIII que convulsionaron las ciudades. A partir del siglo XIV comienza a reflexionarse sobre la trascendencia del cambio” y sobre las consecuencias diversas que implicó en “la etapa que transcurre entre el siglo XIV y el XVIII, es decir entre la crisis de la primera etapa originaria y la eclosión de la mentalidad burguesa madura”.[25]

Fig. 4.
El entierro del conde de Orgaz de El Greco, 1588. Iglesia de Santo Tomé, Toledo. Imagen de dominio público.
La pintura al óleo constituye una representación de los estamentos sociales como la nobleza y el clero, mientras el tercer estado mira al frente al espectador. Como en este retrato social, José Luis Romero propuso un abordaje histórico de la transición entre los tiempos medievales y modernos desde la perspectiva de los nuevos actores, portadores de una nueva mentalidad.

Particular atención presta en esta trayectoria a los episodios de conflictividad de la sociedad transicional. Los desplegados durante los siglos XIV y XV adquieren relevancia, dado que tienen su origen en los nuevos comportamientos sociales y políticos a partir no sólo de las experiencias de la burguesía naciente sino también y más precisamente por la integración de estos actores en el orden existente junto a los grupos más tradicionales. La ciudad fue descripta por Romero como un “hervidero de constantes enfrentamientos” y se instituyó en el espacio por excelencia donde transcurría la primera etapa de ajuste de la mentalidad burguesa.[26] Esa Baja Edad Media se presentó históricamente como un constante duelo entre fuerzas opuestas, que conoció la reacción de los menestrales urbanos y de las capas inferiores del campesinado manifestada en luchas de resistencia a las oligarquías de las ciudades. Cobraron vida fuertes pugnas en esta sociedad conmovida desde lo espiritual, lo social y lo político, con tensiones agravadas por las carestías y las epidemias del siglo XIV. El Trescientos y Cuatrocientos europeos con sus fisonomías de crisis aparecen definidos “como una especie de ensayo general de la modernidad” con profundas mutaciones económicas y político-sociales. José Luis Romero identificó algunos de aquellos sucesos que concentraron y concentran aún hoy la atención de los medievalistas. Escribió que “ya en el siglo XIII la revolución florentina de Gian della Bella mostraba el alcance que tenía la revolución. Y poco después, las sublevaciones de los tejedores de Brujas y Gante, el movimiento de los Ciompi en Florencia, la Jacquerie, los Estados Generales revolucionarios y la insurrección burguesa de 1380 en Francia, así como la insurrección campesina de 1381 en Inglaterra mostraban el grado de efervescencia de las clases en ascenso, comprobado más tarde por los movimientos de los husitas, de los campesinos gallegos y mallorquines, y tantos otros que se producen en el siglo XV”.[27] En realidad analizó los conflictos desde mucho antes, desde el levantamiento de Milán de 1035 hasta las alteraciones en la Barcelona de 1453, señaló Carlos Astarita, siguiendo el desarrollo de la burguesía medieval y del patriciado, destacando particularmente a las convulsiones urbanas.[28] Este fenómeno no fue concebido como generalizado dado que en cada episodio de conflictividad se ponían de manifiesto distintos objetivos y se alcanzaban diferentes resultados, pero los consideró parte de un mismo “proceso en marcha”, donde las nuevas ideas avanzaban respaldando “situaciones de hecho, de poder, de fuerza” y el conjunto de estos cambios fue delineando una visión diferente del mundo.[29] En Crisis y orden en el mundo feudoburgués refiere particularmente a esta primera crisis del feudalismo, puesta de relieve a través de conflictos y de tensiones entre la vieja clase noble y las nuevas clases, que dieron origen a formas inéditas y complejas de organización en los siglos XV y XVI. Esta heterogénea y contradictoria Europa feudoburguesa albergaba entonces dos sociedades antagónicas en su seno: una de corte feudal revitalizada y la otra moderna que pugnó por alcanzar situaciones de compromiso primero, para luego decidirse por la destrucción de la tradicional, sintetizó Burucúa, dando explicación por la vía de esta conceptualización al alto grado de conflictividad que caracterizó también a los siglos subsiguientes, el XVI y el XVII, en plena modernidad.[30]

Romero reconoció los disimiles impactos de los conflictos socio-políticos, al bosquejar las primeras edades de la cultura occidental. Crecieron en número entre los siglos XIV y XV, porque las circunstancias y el contraste entre las concepciones cristiano-feudal y disidente precipitaron situaciones de hecho. De 1480 a 1520, coadyuvaron a la modificación del ordenamiento político con un reforzamiento de la autoridad monárquica, mientras la burguesía lograba alcanzar su preeminencia social. Asimismo, resultaron claves los episodios de los siglos XVI y XVII, cuando las ideas transaccionales ya se ajustaban a la realidad. El historiador señaló que entonces las disidencias instalaron en el plano fáctico lo que antes discurría en el plano de las ideas. El fracaso de las reacciones del espíritu tradicional permitió a los ideales modernos ganar predominio en el plano de los hechos; el individuo fue entonces sujeto de poder. Los tumultuosos sucesos de la modernidad no fueron más graves que los bajomedievales, pero, escribió el historiador, “pusieron al descubierto, al estallar, la magnitud de los problemas que estaban en juego y fue inútil disimular su verdadero alcance”. Los conflictos religiosos y políticos cumplieron un rol de estímulo que motivó la reflexión acerca de la vida social, particularmente en cuanto al problema de los gobernantes y los gobernados. Impusieron la necesidad de fortalecer los estados por otras vías que no sea la afirmación dogmática. La conflictividad permitió corroborar en la Segunda Edad que “la esfera de lo político era la esfera de la voluntad y fue percibida como escenario de la acción del individuo”.[31]

En el retrato histórico de estas experiencias de las primeras etapas de formación de la cultura occidental destacamos el doble carácter antipatricio y revolucionario, atribuido por José Luis Romero a aquellas luchas derrotadas de distinta magnitud e intensidad. En cuanto a la emergencia del patriciado, señalaba Romero que “el prestigio que gozaban las costumbres señoriales se articuló con el creciente poder económico burgués para conformar un patriciado urbano que no se demoró, cuando las crisis económicas asomaron, en coaligarse para cristalizar una movilidad social peligrosamente dinámica. Los sectores medios afortunados y aquellos que casi nada tenían fueron desarrollando ciertas modulaciones de las creencias burguesas, que imprimieron caracteres de clase a la nueva mentalidad”.[32] Se definía de esta forma un amplio campo de experiencias que derivaron en enfrentamientos y negociaciones en la sociedad transicional feudoburguesa, en la cual “lo que antes parecía un sino inexorable empezó a parecer a algunos imposible de soportar”. La consolidación económica vigorizó a la burguesía y desplazó frecuentemente a las ciudades a la nobleza, dando origen al patriciado y en oposición cobraron fuerza movimientos antipatricios.[33] Los antiguos burgueses habían conformado con los privilegiados feudales un cuerpo cerrado que negaba porciones de poder a los artesanos que se habían enriquecido, quienes decidieron enfrentarlos, alimentando las convulsiones urbanas de los siglos XIV y XV como lugar de llegada del inconformismo que se manifestaba desde las postrimerías del siglo XI. En los sitios mercantilizados, los movimientos burgueses se enderezaron contra los señores y esta agitación urbana constituyó el tema dominante de Crisis y orden del mundo feudoburgués.[34] En el libro, se señala que “la retracción económica y el boato del patriciado acentuaron las tensiones sociales. La contracción económica sacudió al patriciado urbano y comprometió muchas veces su cohesión. La lucha por el poder lo dividió”. Tras las formaciones patricias se produjo, o no, el alineamiento de las otras clases urbanas. “Con frecuencia, las tensiones derivaron en enfrentamientos, y entonces fue difícil que las clases subordinadas pudieran sustraerse a la exigencia de tomar partido. Todos los grupos sociales advirtieron que no podían ceder gratuitamente el paso a sus rivales y que era menester jugar alguna vez el todo por el todo midiendo las fuerzas a cara descubierta. Fue esta convicción la que prestó a los enfrentamientos sociales del siglo XIV y del XV su vivo dramatismo. La conmoción profunda se manifestó en una agudización de las tensiones que delataron la crisis del sistema tradicional de relaciones sociales y económicas. Mientras la nobleza combatía por sus privilegios en dos frentes contra la monarquía y contra los campesinos rebeldes, el patriciado debía hacer frente a las insurrecciones de las clases medias y del proletariado urbano”.[35] Las insurrecciones antipatricias y populares se hicieron frecuentes desde el siglo XIII, enfrentando a este cuerpo cerrado que compartía el sistema de privilegios existentes que impedía, a su vez, el ascenso social de las clases inferiores. “Allí donde había importantes sectores de asalariados el proceso se aceleraba, porque las masas se aglutinaban más rápidamente y adquirían más pronto mayor audacia”, señaló el historiador.

Este carácter antipatricio decidido que adoptó la lucha bajomedieval también revelaba un claro designio político. José Luis Romero escribió que “la situación había conducido en muchas ciudades a enfrentamientos que no podían resolverse sino por la derrota de uno de los bandos; y donde el movimiento antipatricio se radicalizó pudo advertirse que el objetivo final era el aniquilamiento o la sumisión de los grupos patricios que monopolizaban el poder político y económico. El objetivo inmediato de casi todos los movimientos antipatricios fue la revisión de la política económica y especialmente fiscal de las oligarquías urbanas”.[36] Esta agenda política a priori limitada no impidió a Romero atribuir a los movimientos insurreccionales, considerados en conjunto, un carácter revolucionario, dado que impusieron la revisión del orden tradicional. En las pugnas de poder antipatricias, las clases populares lograban, al alcanzar el triunfo, introducir severas modificaciones que constituían una revolución, ajustando por esta vía los mecanismos de poder vigentes. De tal modo, entendía la revolución no sólo de forma restringida, en tanto cambio irreversible de las estructuras sociales vigentes, sino en forma amplia, como la imposición de una concepción revolucionaria a través de la acción en el tránsito que estos actores efectuaron desde la sociedad civil a la política.[37]

El proceso fue reseñado por el historiador de esta forma. Con distintos caracteres y grados de violencia, los movimientos antipatricios “revelaron la existencia de un proceso de agudización de las tensiones sociales. Los grupos que antes carecían de influencia comenzaron a lograrla, conmoviendo las situaciones establecidas, unas desde tiempos remotos y otras a partir de los procesos que llevaron al patriciado al poder, y tales movimientos ponían de manifiesto los cambios sustanciales que se estaban produciendo en el ordenamiento social”. Así, los conflictos bajomedievales adquieren otra dimensión en la valoración a largo plazo que ensayó José Luis Romero. De acuerdo a ella, las clases no privilegiadas intentaron una revolución (en sentido estricto) que actuó como antecedente de las revoluciones burguesas de la Edad Moderna, aunque no lograron concretarla.[38] “La actitud de los grupos antipatricios fue revolucionaria, porque constituía la primera afirmación de la necesidad de ajustar periódicamente los mecanismos de poder. La reiteración de la experiencia abría definitivamente el camino para incesantes revisiones”, concluyó el historiador argentino.

Fig. 5.
John Ball alentando a los rebeldes de Wat Tyler de 1381 por autor anónimo, 1470. Detalle del manuscrito de las Crónicas de Jean Froissart de la Biblioteca Británica Imagen de dominio público.
La rebelión campesina de 1381 en Inglaterra formó parte del ciclo de conflictividad europea, con alta concentración de manifestaciones entre los siglos XIV y XV, analizado por el historiador argentino. En particular, el caso confirma una de sus principales premisas ratificada por los estudios especializados posteriores: la incidencia clave de la cuestión fiscal en la emergencia de las luchas sociales desde la Baja Edad Media hasta la temprana modernidad.

La diversidad caracteriza al sujeto histórico que alimentó aquella sostenida conflictividad, un rasgo clave confirmado en múltiples estudios de casos por la historiografía especializada que llega hasta nuestros días. El problema de la conciencia y del programa de lucha adquieren en este sentido importante significación en la interpretación de Romero. Al abordar la concepción política que animaba a los grupos movilizados señaló que la misma no constituía una doctrina abstracta. Por el contrario, se trataba de un “conjunto de ideas y sentimientos que arrancaban de algunas aspiraciones concretas en relación con las condiciones en que se desenvolvían” las relaciones sociales en la época. La unidad estaba dada por un “vago sentimiento de clase” que opuso a la pequeña burguesía secundada por otros sectores populares contra la gran burguesía. “Los movimientos antipatricios se asemejaron a los movimientos antiseñoriales en que no se proponían soluciones generales y abiertas a situaciones futuras, sino, simplemente, respuestas inmediatas a las necesidades de cierto grupo socioeconómico en una determinada situación”, reflexionaba Romero.[39] Esta unidad en la práctica y a partir de la experiencia revela que el sujeto de la acción estaba representado por conjuntos heterogéneos y que las clases medias y populares urbanas no adoptaron una sola política. El sujeto era, en palabras de Romero, “el pueblo”, en el cual confluían “las clases medias y populares de las ciudades” quienes representaban “el grupo más equívoco y sorprendente de la nueva sociedad”, con las clases campesinas. Las primeras se hallaban organizadas y estaban permanentemente congregadas “y podían galvanizarse en cada ciudad en brevísimo tiempo y manifestarse como una”. El actor colectivo cobró fisonomía precisa a medida que cristalizaba la crisis y su participación fue “insoslayable en el cuadro de los conflictos generalizados”. El historiador señaló que “tanto para la nobleza como para el patriciado urbano, el pueblo fue el adversario, si no el enemigo, que apareció inesperadamente interfiriendo el juego del viejo y del nuevo poder. La crisis le ofreció la oportunidad de hacer oír su voz”.[40] La conciencia de los grupos, manifestada en juramentos de unidad que desembocaban en organizaciones institucionales como gremios o comunas en el contexto de la crisis, los convirtió en partícipes necesarios de las grandes tensiones y luchas de poder. A la heterogeneidad como rasgo eminente debemos sumar una dinámica progresivamente diferenciada en términos políticos. Nacidos como grupos de presión inicial, con pautas de actuación que le permitían adaptarse a situaciones cambiantes, solo algunos burgueses “lograban convertirse en grupos de poder” y gozar de privilegios y esta diferenciación se encuentra en la raíz de los enfrentamientos antipatricios. De tal manera, como señala Carlos Astarita, Romero apunta a la experiencia directa, en el transcurso de los conflictos, como mecanismo para la adquisición de la conciencia de clase, que se manifestó como conciencia de oposición a otras clases.[41] Esta concepción anticipaba formas de comprensión de la subjetividad política que años después desarrolló la historiografía marxista inglesa.

Amén de la significación de la experiencia, su síntesis integradora de la conflictividad europea fue pionera de los aportes más recientes en el estudio del conflicto, tanto en la valoración de la oportunidad para la acción, en el rescate de la importancia de las instancias organizadas, en la selección de objetivos iluminando motivaciones subyacentes y en la comprensión de la actuación política de los actores en términos de desafío. En La revolución burguesa en el mundo feudal, la oportunidad adquiere primacía para entender como las tensiones desembocaron en enfrentamientos. En el contexto de la crisis, motivada por la expansión y diversificación económica y causante de un “sentimiento de inestabilidad”, la oportunidad se presentó cuando el orden tradicional se hallaba debilitado, con contradicciones internas y cuando las circunstancias económicas brindaron condiciones propicias. Entonces, “la conmoción, con sus fenómenos correlativos de enriquecimiento y empobrecimiento, con la quiebra de la autoridad tradicional, permitía que los grupos mejor constituidos y más homogéneos por sus intereses definieran sus objetivos fundamentales y procuraran alcanzarlos por la vía de la rebelión, apoyados por la masa de los descontentos y los desesperados”. Pero esta “vía de la rebelión” no fue fruto de la espontaneidad sino de la acción organizada. Así, el historiador apuntó que “cuando la guerra, creaba un vacío de poder, los nuevos grupos manifestaban su eficacia ordenándose rápidamente para ocuparlo en defensa de sus intereses. Y el juego con los bandos en lucha permitía obtener ventajas o justificar una política oportunista. Los grupos disidentes, decantados y organizados, oponían sus opiniones y su voluntad a la de los grupos tradicionales, originando tensiones sociales antes desconocidas”. Entre las organizaciones de mayor incidencia en los conflictos urbanos rescata a las cofradías de artesanos que “comenzaron a desarrollarse y a cobrar importancia, otorgando a sus miembros una fuerza con que antes no contaban. Gracias a ella pudieron desafiar a los poderosos grupos que controlaban la riqueza y el poder político”. Junto a estos sectores organizados, Romero identificó motivaciones subyacentes en las agitaciones tumultuarias de las clases populares. Señaló, por ejemplo, que las manifestaciones de adhesión al monarca (refiriendo a la clásica consigna de “Viva el rey”, presente en gran parte de los conflictos de la época), deben comprenderse como formas de expresión de “su odio contra las clases poderosas”. De igual modo, precisó que los movimientos antiseñoriales tendieron a radicalizarse en la pugna contra los poderes intermedios y rescató la dimensión revolucionaria de las concesiones legalistas obtenidas en ciertos conflictos. El nacimiento de cartas, estatutos, fueros o constituciones constituyeron formas de regular las relaciones económicas, sociales y políticas y de esta manera, “las partes contratantes admitían implícita o explícitamente el principio de que era lícito modificarlas de acuerdo con las cambiantes circunstancias”. Así, la revolución burguesa en el mundo feudal alimentó conflictos y enfrentamientos de diverso carácter y adoptó distintos grados de violencia y de formas, pero de conjunto fueron valorados en la reconstrucción en la larga duración de José Luis Romero como “desafío al orden constituido y a las ideas que lo sustentaban, reclamando un ajuste de situación”, abriendo por este medio las puertas a las transformaciones históricas que materializó la modernidad a partir de sus triunfales experiencias de lucha.[42]

Fig. 6.
Batalla del Puig de Andrés Marçal de Sax, 1400-1420. Retablo del Centenar de la Ploma en la capilla de la ciudad de València. Imagen de dominio público.
Las milicias ciudadanas europeas, significativas en la defensa territorial hasta el siglo XVII, se nutrieron de los nuevos actores urbanos, como fue el caso de esta organización nacida del pujante artesanado valenciano. Las revueltas protagonizadas por estos actores organizados en cofradías adquieren especial centralidad en los análisis de Romero sobre los conflictos de la época.

5. La dimensión política en el tránsito al mundo moderno

Si la conflictividad del período reconoció diferencias profundas y adoptó la diversidad por norma en términos de sus condiciones de posibilidad y en cuanto a las reacciones generadas por las élites, una característica común reside en el carácter político de aquellas formas de interpelación y disidencia. Esta dimensión adquiere particular relevancia en nuestra opinión en las obras de Romero. Es que lo social se expresa a través de lo político, señalaba el historiador. Esta dimensión no fue concebida en sus análisis aisladamente, sino que formaba parte del proceso histórico, en el cual actuaba como vía de expresión, revelando en cada instancia las “cualidades sustanciales de la colectividad”. Lo político se constituye como el campo específico de las transformaciones históricas, en las cuales se vinculan las concepciones ideológicas, las realidades materiales y las circunstancias, adoptando significados variables conforme a las etapas del proceso.[43] A partir de estas definiciones, la historia política que nos presenta escapa a la concepción tradicional de una secuencia lineal de sucesos episódicos. Se trata de captar por medio del análisis su lógica y dinamismo para interpretar el cambio social, tarea clave en la indagación de los conflictos del pasado. En las contribuciones de José Luis Romero, la política aparece como la expresión cultural de la conflictividad social.[44]

La política y la Historia se encuentran entrelazadas y en algunos casos el quehacer de cada una de ellas se manifestó en tensión. Este juego de contrarios se expresó fundamentalmente en la personalidad más destacada por Romero en sus análisis del período, en tanto síntesis y expresión de lo nuevo, como fue Nicolás Maquiavelo, quien constituyó el arquetipo de la transformación del pensamiento político. Fue el “más alto exponente de la mentalidad burguesa en el siglo XVI” y en sus aportes “la narración histórica y la sistemática política” aparecían como los “dos polos de una misma preocupación”.[45] Romero lo definió como un hombre de acción y un teórico de lo social. Acerca del pensador renacentista, escribió que “su campo fue la política, observó los hechos y los describió”, manifestó nuevos principios y un cierto resentimiento con las élites; su figura se construyó como “flagrante desafío”. En Maquiavelo se expresaba plenamente la tensión entre historia y política en perpetua interacción, dado que en él “la historia es el espectáculo de la lucha por el poder; la historia es un determinismo político. Lo político es lo estrictamente histórico e inversamente lo histórico es solamente lo político porque la historia se da en el plano de la voluntad”, señaló. La misma supone que se juegan todas las posibilidades a una carta para imponer su voluntad a los demás.[46] Romero definió a Maquiavelo como “historiador frustrado”, ya que en el pensador predominó el ser político en cuanto a la realización de la voluntad de dominio, es decir que las exigencias de la práctica política se imponían sobre sus concepciones históricas. Lo político resumía el campo específico de las situaciones y las transformaciones históricas. Lo primordial en su exaltación de Maquiavelo, su mérito lo halló en “convertir en doctrina el retorno a la experiencia, a los valores del mundo real”. El conocimiento a través de la experiencia es principalmente destacado por Romero, otorgándole un “supremo valor interpretativo, en el campo común a la política y la historia”, que permitió transformar el modo de pensar en Occidente.[47] Este rol capital fue desempeñado por el pensador florentino a través de la comprensión realista de la sociedad de su tiempo. “Maquiavelo obtendrá de su acción pública un conocimiento directo de cuáles son las nuevas fuerzas que comienzan a aparecer en el escenario político internacional y aprenderá a juzgar el pasado desde el presente: muy pronto se lo verá intentar la predicción del futuro según el pasado y postular soluciones” para su tiempo, señalaba Romero.[48] La acción maquiaveliana sintetizaba y reflejaba las actitudes de los nuevos actores sociales en la sociedad europea en franca transición. Ellos, “los hombres de las nuevas clases hacían su aprendizaje de la vida en la experiencia cotidiana y desplazaban insensiblemente las tradiciones aprendidas. a través de las inmediatas experiencias individuales”. Se trataba de un nuevo actuar en base a una “nueva actitud cognoscitiva, basada primero en la experiencia. La nueva imagen del hombre fue también un derivado de la experiencia”, que se hallaba en el origen de la acción, adquiriendo a su vez, un lugar capital en la construcción de la mentalidad burguesa.[49] La experiencia vital encierra todas las dimensiones de la vida, cristalizadas en este plano superior y específicamente humano que es el político. Esta variable, la experiencia, adquiere así una importancia decisiva en la formación de la subjetividad en los análisis de Romero, anticipando desarrollos historiográficos posteriores como los de Edward Thompson.[50]

De igual modo, Romero supo diferenciar en torno al sujeto, en esta voluntad política nacida de la experiencia, a los grupos sociales concretos de aquellas nominaciones que enunciaban más bien configuraciones identitarias antes que realidades materiales acabadas. Es el caso de la definición de la mentalidad burguesa, objeto preferente de sus análisis, que no refería a una clase social sino a un proceso histórico. Así, como actualmente distintos estudios de la conflictividad refieren a la presencia de arquetipos ideales en el transcurso de las luchas sociales y políticas del período, el historiador argentino piensa al burgués mismo no como una clase social sino como un concepto, como ideal, que nos permite interpretar el conjunto de las acciones políticas que cobraron cuerpo en el tránsito a la modernidad. Los tipos ideales, como el burgués, no se hallaban plenamente en la realidad material de aquel contexto histórico. Lo definía a través de la descripción empírica de sus principales características: “la firme decisión de apresar la realidad inmediata y la convicción profunda de que esa realidad constituye el ‘sumo bien’. De esa actitud nace una posición frente a la naturaleza que conduce a la técnica, a la actividad económica, al conocimiento empírico” y al realismo.[51] Lo burgués operaba como imagen representativa que se ubica entre la especulación pura y las individualidades puras y que expresa “una constante acción histórica”. Las reacciones, los sentimientos y las sensibilidades de este nuevo tipo convocaron a una “revolución en el mundo feudal”.[52]

De tal modo, la ponderación de la agencia política como expresión de la conflictividad social y cultural, el lugar preferente de la experiencia como clave para la interpretación y la acción colectiva y la construcción de la subjetividad como proceso social y cultural se encuentran entre los aportes conceptuales más relevantes que José Luis Romero legó para la interpretación de la conflictividad europea medieval y moderna.

6. Conceptos vigentes en la interpretación actual del conflicto social

La revisión conceptual de las principales herramientas para pensar la conflictividad medieval y moderna aportadas por José Luis Romero guarda significativa resonancia con las actuales tendencias de interpretación.[53] La combinación particular de sensibilidad y racionalidad del sujeto postulada a través del concepto de vida histórica anticipa las interpretaciones racionalistas de la acción colectiva. Nacidas en el campo sociológico, las mismas han restituido plena racionalidad al actor. El “paradigma de interacción estratégico” o “modelo de acción colectiva” constituye la corriente norteamericana dominante en el estudio del conflicto, con representantes tales como McAdam, McCarthy y Zald. Desde una visión estrecha reducida al plano político, esta corriente evolucionó con la incorporación de conceptos operativos, que lograron reintegrar para el análisis aspectos culturales. Con ellos, las prácticas colectivas se definen como la emergente de la interacción entre experiencias vividas y tradiciones heredadas. Las nuevas teorías postulan que en la base de la acción colectiva se halla la reelaboración colectiva de ideas, tradiciones, lenguajes, símbolos y valores que permiten la identificación como grupo y hacen posible la acción. Desde esta perspectiva de análisis, se presupone la racionalidad de la acción, basada en un planteamiento estratégico que se interpreta en clave política, dado que constituye un desafío colectivo construido por aprovechamiento de las oportunidades que permiten el disenso, se inserta en la confrontación y da origen a construcciones identitarias.[54]

La primacía de los aspectos culturales en la interpretación de la realidad vivida rescatados por Romero, coincidentes cronológicamente con los aportes de Annales, también rescatan, en línea con este paradigma teórico, la importancia de la interpretación en la larga duración, que presupone la definición de aspectos comunes y disimiles en un lapso temporal amplio que justifican y permiten un abordaje global. El movimiento fundado en 1929 por Marc Bloch y Lucien Febvre y continuado por Fernand Braudel en la generación siguiente, concibe la historia como historia total, ya que todos los aspectos de la misma están sometidos a variaciones en el tiempo y en el espacio, que analizaba en la larga duración en oposición a la prioridad en el acontecimiento político. Pero la valoración del largo plazo, sustancial en la interpretación de la conflictividad, no sólo guarda sintonía con la escuela de Annales sino también la historia social inglesa de Past and Present, como se advierte en las aportaciones de Hobsbawm, e incluso con las interpretaciones racionalistas actuales. En estas últimas, la adopción de esta perspectiva en la larga duración se refleja en la reconstrucción de tradiciones de lucha a partir de la memoria de los subalternos y de ciclos de acción colectiva.[55]

La revalorización de la experiencia que ensayó Romero en sus distintas contribuciones, particularmente en tanto forma de acceso privilegiada al conocimiento en el Maquiavelo historiador y político, constituye un antecedente claro de las contribuciones de Edward P. Thompson en sus estudios acerca del proceso de formación de la clase obrera inglesa. Ubicada entre las determinaciones objetivas y las vivencias subjetivas, la noción de experiencia thompsoniana permitió pensar la construcción histórica del sujeto en función del contexto y de su origen social, fundamental en el análisis de los conflictos sociales del pasado y en el estudio de la acción política. El historiador inglés señaló a la experiencia como origen del comportamiento político, en tanto reelaboración colectiva donde juegan un rol clave los modelos culturales, las formas de comportamiento y los supuestos morales que los alimentan.[56]

Fig. 7.
Placa conmemorativa del 500 aniversario de la revuelta de las remensas catalanas. Monasterio de Amer, Girona, Cataluña. Imagen de dominio público.
Los catalanes en el presente rinden homenaje a los protagonistas de uno de los conflictos más importantes de la Baja Edad Media, evocando el momento en que la asamblea de las remensas de 1485 aceptó la mediación de Fernando II para terminar con las exacciones feudales. Los estudios actuales de las primeras edades de la Europa Occidental confirman caso por caso las notas centrales atribuidas por José Luis Romero a aquellos conflictos: la heterogeneidad del sujeto protagonista, su alta significación y el carácter político de aquellas experiencias de lucha.|

Varias aportaciones del historiador argentino acerca de los conflictos que se extendieron desde la baja Edad Media hasta las revoluciones dieciochescas triunfantes fueron confirmados por los estudios especializados posteriores. Así, la centralidad de la crisis resulta relevante en la interpretación de Eric Hobsbawm acerca del proceso revolucionario y la importancia del antagonismo entre la fuerzas a favor o en contra del cambio histórico fue particularmente desarrollado por Arno Mayer en el análisis del proceso revolucionario francés y particularmente en su lectura del terror revolucionario.[57] Del mismo modo, la dimensión cultural de las formas de acción, las agencias complejas o el carácter antipatricio decidido que adoptaron los conflictos previos a las revoluciones triunfantes fueron confirmados por los distintos estudios especializados, entre los cuales destacamos a los historiadores Carlos Barros y su análisis de la revuelta irmandiña y Carlos Astarita con su estudio social acerca de las luchas comunales medievales, con especial atención al caso de Sahagún del siglo XII.[58] Las distinciones establecidas por el historiador argentino en la lectura de los actores con la caracterización de figuras sociales o tipos ideales que confieren expresión y pertenencia guarda similitud con los recientes análisis de los fenómenos de politización de los subalternos en situaciones de conflicto que han desarrollado entre otros autores Haim Burstin en su análisis de la sanculottier parisina e Hipólito Rafael Oliva Herrer en cuanto a los lenguajes políticos en la revuelta comunera.[59]

La primacía de la dimensión política como forma de expresión de lo social postulada por José Luis Romero anticipa actuales contribuciones de la historia política. El “redescubrimiento de lo político” en la indagación del conflicto social fue particularmente la línea de investigación seguida por autores como Francesco Benigno, quien analizando las revueltas derrotadas del siglo XVII pudo reconstruir las transformaciones en la arena pública y la gestación de nuevas identidades de grupo en nuevos ámbitos de pertenencia.[60] Frente a la mera acumulación de sucesos, esta nueva historia ha logrado explorar los comportamientos políticos de los actores y constituye un aporte sustancial para el análisis de la conflictividad europea. Desde esta perspectiva, el conflicto social, más allá de sus resultados y de las formas que ha adoptado, se carga de significado y carácter ya que los grupos se organizan en defensa de intereses comunes y sus prácticas dan lugar a situaciones de transformación política, como lo ha desarrollado Charles Tilly en sus análisis de las movilizaciones pasadas y presentes.[61] Finalmente, rescatamos la comprensión del orden de derecho y del estatuto de lo político en los análisis sobre los procesos de crisis que ha desarrollado Romero y que guardan relación con algunos planteos históricos y sociológicos que vienen a romper con definiciones consensualistas, recuperan la centralidad de la polaridad y antagonismo del todo social y comprenden a la política misma como ruptura y desafío en los términos que la ha definido Jacques Rancière o la ha conceptuado Andy Wood.[62] Esta definición particular y poco frecuente de lo político resulta capital en los análisis sobre los procesos de subjetivación, sobre el rol de la agencia y, particularmente, resignifica el lugar del conflicto.

7. Conclusión

José Luis Romero logró sintetizar una concepción general de la historia, brindando nociones operativas e interpretativas para su análisis, que, de conjunto, jerarquizaron a los procesos históricos conflictivos en la construcción de la cultura occidental. Las experiencias disidentes como inadecuación del orden existente o expresión de lo radicalmente nuevo adquieren en sus escritos un lugar de relevancia y ponen de manifiesto su importancia en la construcción de la modernidad europea. La imprescindible incorporación de la dimensión cultural a la lectura de las realidades que constituyeron la vida histórica vivida se hallaba en el punto de partida de una integral comprensión y perspectiva de análisis de las distintas disrupciones públicas. Las actuales aportaciones en el estudio del conflicto social nos confirman la importancia de su aporte pionero, al articular sensibilidad y racionalidad en la lectura de los comportamientos colectivos, al otorgar primacía a la experiencia en los procesos de politización y al concebir a las construcciones de poder en términos de desafío. La comprensión de aquellos que pugnaron por un tiempo distinto al existente reafirma a través de múltiples estudios de casos, aquellas primarias premisas del historiador argentino, demostrando la diversidad y riqueza cualitativa del sujeto, la continuidad entre las acciones sumergidas y los desafíos abiertos en la arena pública, el carácter dual antipatricio y revolucionario atribuido a los movimientos de oposición bajomedievales y la interpretación de la dimensión política como forma de expresión de esa conflictividad social y cultural. En definitiva, la caracterización de Romero sobre los conflictos y su repertorio conceptual iluminan el rol capital de la acción disruptiva como condición de posibilidad y componente más relevante del cambio histórico.

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o protagonista, su alta significación y el carácter político de aquellas experiencias de lucha.


[1] Astarita, C. “José Luis Romero medievalista. Años 1940-1967”, Sociedades Precapitalistas, 12, 2022; Burucúa, J. E. “José Luis Romero y sus perspectivas de la época moderna”, Anales de historia antigua y medieval, 28, 1995, pp. 19-30.  https://jlromero.com.ar/textos_sobre_jlr/5072/

[2] Romero, José Luis. La cultura occidental. La segunda edad. Inédito, c. 1954. Romero, Luis Alberto. “Un libro inconcluso de José Luis Romero. La Segunda edad de la cultura occidental (siglos XVI al XVIII)”. en JLRomero-Obras Completas. www.jlRomero.com.ar

[3] Romero, J. L. “Percepción de la idea de época”,. La Unión: suplemento literario, 21 de mayo de 1939. https://jlromero.com.ar/textos/percepcion-de-la-idea-de-epoca-1939/

[4] Ibidem.

[5] Romero, J. L. “Cuatro observaciones sobre el punto de vista histórico cultural”, Imago Mundi. Revista de Historia de la cultura, 6, 1954, pp. 32-37. Reproducido como  “El punto de vista histórico cultural”, en José Luis Romero. La vida histórica. Ensayos compilados por Luis Alberto Romero. Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, pp. 131-137. https://jlromero.com.ar/textos/cuatro-observaciones-sobre-el-punto-de-vista-historicocultural-1954/

[6] Acha, O. La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero. Buenos Aires, El cielo por asalto, 2005, p. 67.

[7] Romero, J. L. “Reflexiones sobre la historia de la cultura”, Imago Mundi. Revista de Historia de la cultura, 1, 1953, pp. 3-14. (Reproducido en Romero, Op. cit. pp. 121-130). https://jlromero.com.ar/textos/reflexiones-sobre-la-historia-de-la-cultura-1953/

[8] Acha, O. Op. cit., p. 92.

[9] Romero, J. L. Estudio de la mentalidad burguesa. Madrid-Buenos Aires, Alianza, 1987, pp. 16-17.  https://jlromero.com.ar/textos/estudio-de-la-mentalidad-burguesa-1987/

[10] Betancourt Mendieta, A. Historia, ciudad e ideas: la obra de José Luis Romero. México, UNAM, 2001, p. 69. https://jlromero.com.ar/textos_sobre_jlr/historia-ciudad-ideas-la-obra-de-jose-luis-romero/

[11] Ibidem, p. 53.

[12] Burucúa, J. E. Op. cit., p. 29.

[13] Acha, O. Op. cit., pp. 7 y 12.

[14] Betancourt Mendieta, A. Op. cit., pp. 71-87.

[15] Romano, R. “Entronque”. En Romero, J. L. ¿Quién es el burgués? Y otros estudios de historia medieval. Buenos Aires, CEAL, 1984, pp. 9-14. https://jlromero.com.ar/textos_sobre_jlr/ruggiero-romano-entronque-1983/

[16] Astarita, C. “La historia social y el medievalismo argentino”, Bulletin du Centre d’études médiévales d’Auxerre, 7, 2003, p. 2.  https://jlromero.com.ar/textos_sobre_jlr/la-historia-social-y-el-medievalismo-argentino/.

[17] La cita corresponde a Romero, J. L. “La crisis medieval”, Escritura, 9, 1950, p. 6. https://jlromero.com.ar/textos/la-crisis-medieval-1950/

[18] Romero, J. L. Crisis y orden… Op. cit., pp. 84-133.

[19] Romero, J. L. El estado y las facciones en la Antigüedad. Buenos Aires, Colegio Libre de Estudios Superiores, 1938. (Reproducido en Estado y sociedad en el mundo antiguo. México, FCE, 2012, pp. 175-247) . https://jlromero.com.ar/textos/el-estado-y-las-facciones-en-la-antiguedad-1938/

[20] Romero, J. L. “Sobre el espíritu de facción”, Sur, 33,1937, pp. 65-77. https://jlromero.com.ar/textos/sobre-el-espiritu-de-faccion-1937/

[21] Romero, J. L. Estado y sociedad… Op. cit., p. 182.

[22] Romero, J. L. “Dinámica del equilibrio político”, Argentina Libre, nº 69, 3 de julio de 1941 (Reproducido en Romero, J. L. La experiencia argentina y otros ensayos. Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980, pp. 416-420). https://jlromero.com.ar/textos/dinamica-del-equilibrio-politico-1941/

[23] Acha, O. Op. cit., pp. 5 y 92.

[24] Betancourt Mendieta, A. Op. cit., pp. 115-116.

[25] Romero, J. L. Estudio de la mentalidad burguesaOp. cit., p. 36.

[26] Betancourt Mendieta, A. Op. cit., p. 125

[27] Romero, J. L. “Imagen de la Edad Media”, Adaypa: revista técnico-pedagógica, 1, 1951. Reproducida en Romero, J. L. La cultura occidental. Buenos Aires, Siglo XXI, 2011, p. 116.

[28] Astarita, C. “Tres cuestiones en el análisis de José Luis Romero sobre La revolución burguesa en el mundo feudal’ y el medievalismo actual”. En: Burucúa, J. E., Devoto, F. y Gorelik, A. (eds.), José Luis Romero. Vida histórica, ciudad y cultura. San Martín, UNSaM Edita, 2013, pp. 145-163. https://jlromero.com.ar/textos_sobre_jlr/tres-cuestiones-en-el-analisis-de-jose-luis-romero-sobre-la-revolucion-burguesa-en-el-mundo-feudal-y-el-medievalismo-actual/

[29] Romero, J. L. Op. cit., p. 117.

[30] Burucúa, J. E. “José Luis Romero…”, Op. cit., p. 23.

[31] Romero, J. L. La cultura occidental. La Segunda Edad. Archivo digital: https://jlromero.com.ar/ (inédito)

[32] Romero, J. L. La revolución burguesa en el mundo feudal. México, Siglo XXI, 1979, pp. 292-293.

[33] Acha, O. Op. cit., pp. 85-91 (La cita en Romero, J. L. Crisis y orden… Op. cit., p. 242)

[34] Astarita, C. “José Luis Romero medievalista…”, Op. cit., pp. 16-17. https://jlromero.com.ar/temas_y_conceptos/jose-luis-romero-medievalista-una-consideracion-sistematica-general/

[35] Romero, J. L. Crisis y orden… Op. cit., pp. 95-99.

[36] Las citas corresponden a Romero, J. L. “Los enfrentamientos sociales”, en La revolución burguesa… Op. cit., pp. 283-332.

[37] Astarita, C. “Tres cuestiones…”, Op. cit., pp. 145-163.

[38] Astarita, C. “José Luis Romero medievalista…”, Op. cit., p. 9.

[39] Romero, J. L. Op. cit., pp. 323-332.

[40] Romero, J. L. Crisis y orden… Op. cit., p. 93.

[41] Astarita, C. Op. cit., p. 6.

[42] Romero, J. L. Op. cit., pp. 315-323.

[43] Astarita, C. “La historia social…”, Op. cit., p. 2.

[44] Acha, O. Op. cit., p. 5.

[45] Romero, J. L. Maquiavelo historiador. Buenos Aires, Siglo XXI, 1986, p. 57. https://jlromero.com.ar/textos/maquiavelo-historiador-1943/

[46] Romero, J. L. “Maquiavelo, ideologías y estrategias”, Raíces, 10, 1969. .  https://jlromero.com.ar/textos/nicolas-maquiavelo-ideologias-y-estrategias-1969/.

“Nicolás Maquiavelo”, Estuario, 1958. https://jlromero.com.ar/textos/nicolas-maquiavelo-1958/

[47] Cavallero, C. “El gran historiador frustrado. Maquiavelo según José Luis Romero”, Ingenium: Revista electrónica de pensamiento moderno y metodología en historia de las ideas, 14, 2020, pp. 61 y 65. https://jlromero.com.ar/temas_y_conceptos/el-gran-historiador-frustrado-maquiavelo-segun-jose-luis-romero/

[48] Romero, J. L. Maquiavelo historiador. Op. cit., p. 48.

[49] Ibidem, pp. 11-12.

[50] Astarita, C. “José Luis Romero medievalista…” Op. cit., p. 6.

[51] Acha, O. Op. cit., p. 83.

[52] Betancourt Mendieta, A. Op. cit., pp. 126-129.

[53] Un análisis de las interpretaciones actuales del conflicto social en el capítulo 1 de Parma, M. Guerras Plebeyas. Luchas políticas en la Germanía, 1519-1522. València, Universitat de València, 2023 (en publicación).

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