La crisis que pone fin a la Primera Edad de la cultura occidental —la mal llamada Edad Media— e inaugura la modernidad, constituye uno de los temas más apasionantes que puedan ofrecérsele al historiador de nuestros días. Largo sería explicar las causas, pero baste señalar que aún no está resuelto el duelo planteado entre los múltiples elementos culturales con que aquella Primera Edad construye la peculiaridad occidental, y que la crisis a que nos referimos realiza entre ellos la primera discriminación. Agreguemos que no era fácil, porque la occidentalidad es por naturaleza un producto de hibridación de varias tradiciones culturales. De allí la lentitud de los procesos esclarecedores, y de allí también la vasta maraña de prejuicios —no exentos de estulticia— que entorpecen el conocimiento de la Primera Edad, que es para el Occidente la edad de las génesis.
El examen de la crisis que me propongo desarrollar no quiere ser —ni podría ser— exhaustivo. Apenas constituye un primer balance en una larga investigación y podría considerarse como un programa de trabajo. Eso son para mí las proposiciones que siguen. Pero han sido meditadas lo suficiente como para ofrecerlas a quienes apasione el tema, que escapa a la mera erudición y se inserta en el vasto conjunto de las preocupaciones sobre nuestro destino. Requisito este, como es bien sabido, que otorga la jerarquía más alta al tema histórico.
Por encima de las múltiples variantes regionales y temporales, hay sin duda en la vida medieval, durante un largo lapso, una tónica que parece predominar, un estilo revelador de cierta coherencia interior, un sistema de constantes que presta cierta unidad al conjunto diverso y mudable. Pero en cierto momento, al finalizar el siglo XIII en ciertas regiones y al comenzar el XIV en otras, empieza a advertirse con bastante claridad que aquella coherencia interior tiende a desvanecerse y que los tiempos asumen los rasgos típicos de una crisis. El sistema de las formas reales y de los
Como es obvio, la crisis estimula el espíritu crítico, y un examen atento —capaz de sobrepasar las meras formas verbales— permite prontamente descubrir los testimonios inmediatos que quedan de aquella en los contemporáneos. Acompaña a la crisis medieval una conciencia de la crisis. Lo que antes parecía inmutable comienza a presentarse bajo el signo de una esencial historicidad, y el tránsito de unas formas a otras parece atraer más la atención que sus esencias y contenidos: no se ha reparado suficientemente en un Dante historicista. Al mismo tiempo, el espectáculo de la mutación suscita en cada uno diversas reacciones, según se comience a preferir la perpetuación de lo antiguo, el
A la implícita certidumbre de la perfección ha seguido un vago pero profundo desasosiego que despierta el sentido histórico, y muy pronto una rara capacidad para analizar el presente en función del proceso que llega hasta él y arranca de él. Obsérvense cualesquiera de las obras de aquellos autores, u otras que sería largo enumerar, y se verán surgir con mayor o menor nitidez —pues será necesario disipar las coberturas— los signos de esta nueva actitud referida a la
Origen de la crisis. Ciertamente, la crisis se manifiesta de modo inequívoco en el plano de la
Desde cierto punto de vista, el origen de la crisis se esconde, a mi juicio, en el peculiar proceso de constitución de la cultura medieval, y no es sino el resultado del juego de sus elementos. Analicemos esta idea, aun a riesgo de extremar su alcance, y como un planteo provisional susceptible de múltiples correcciones y afinamientos.
Lo que llamamos el sistema de constantes que revela la coherencia de la vida medieval durante varios siglos no es expresión de un tono universal de la vida sino de un tono predominante en ciertas regiones de la Europa occidental, que se imposta con mayor o menor eficacia sobre el resto. Geográficamente, y muy a grandes rasgos, esas regiones corresponden a Portugal y Castilla, Francia central y septentrional, Inglaterra, los Países Bajos y la Germania con Bohemia, Austria y Hungría; culturalmente corresponden a aquellas en que, predominando una concepción fuertemente teísta del mundo, se desarrollan eminentemente la épica, la escolástica y el gótico, o, si se prefiere, a aquellas en que prevalecen por largo tiempo los elementos germánicos en el complejo romano -cristiano- germánico que constituye la cultura medieval. Podríamos llamar a esta zona la “Media luna de tierras atlánticas”.
Dentro de su marco se sitúa aquella otra zona que recibe durante largo tiempo sus influencias, aún sin penetrar profundamente, y que está integrada, siempre a grandes rasgos, por Cataluña y Aragón, Languedoc, Provenza e Italia. Podríamos llamar a esta zona la “Media luna de tierras mediterráneas”. En ella parecen prevalecer los elementos romanos y se insinúa muy pronto una concepción naturalista del mundo; pero acaso lo que mejor la caracteriza son los fenómenos de contacto de culturas que allí se producen, en virtud de su proximidad a las zonas de irradiación de las culturas bizantina, musulmana y judía y de su aptitud para recibir esas influencias y elaborarlas.
Ahora bien, en tanto que la “Media luna de tierras atlánticas” desarrolla una entre las varias direcciones que suponía potencialmente el complejo cultural romano-cristiano-germánico, y alcanza en ella una notable capacidad expresiva, hasta dar la impresión de una lograda plenitud cultural, se desarrollan lentamente en la “Media luna de tierras mediterráneas” otras posibilidades supuestas en el mismo complejo pero de distinto signo. En la Media luna septentrional, el rasgo decisivo de la creación medieval es la presencia del trasmundo en constante y variada interferencia con el mundo sensorial. Ese trasmundo es multiforme y diverso. Se impone a través de la experiencia mística del cristiano, a través del sentimiento mágico del germano, o a través de la poética adivinación de lo misterioso que anida en el celta. El paraíso cristiano vale como la misteriosa Avalón donde reposa y aguarda el rey Arturo, o como el umbrío territorio que pueblan los endriagos, los genios y las hadas. Antes de toda precisión, antes de todo dogma, el trasmundo vibra en el espíritu medieval de la “Media luna de tierras atlánticas”, como resultado de una experiencia metafísica, cognoscitiva o poética. La
Ese espíritu se imposta transitoria y superficialmente en la “Media luna de tierras mediterráneas”, pero desde muy temprano se asiste allí a un lento proceso de recreación de ciertas formas de vida y de cultura de sentido antitético respecto a aquel y en las que se notan acentuadas reminiscencias de la tradición romana e influencias más o menos profundas de las culturas en contacto. Allí no predomina la coherencia, sino que se advierten impulsos vitales orientados hacia su inmediata satisfacción, que recogen generalmente un estímulo o una tradición para desarrollarlos según ciertas espontáneas direcciones del espíritu. En ciertas circunstancias —de tiempo y de lugar— aparece un inusitado interés por el conocimiento empírico de la
Ahora bien, sobre la “Media luna de tierras mediterráneas” se ejerce, a partir del siglo XIII, una enérgica coacción inspirada por el espíritu de las tierras atlánticas. Piénsese en la persecución de las llamadas herejías y en el complejo alcance que tiene la represión de los cátaros en el mediodía francés; piénsese en la persecución del espíritu
Obsérvese bien que solo se pretende señalar el predominio de ciertos acentos. En cada una de las dos grandes zonas de la Europa occidental se descubren grupos insulares que no se acuerdan con su contorno o revelan un ritmo anacrónico con respecto a él. No falta en la “Media luna de tierras mediterráneas” la insinuación del espíritu teísta, pero como en el caso del franciscanismo, se orienta o saca su fuerza del ámbito septentrional; y en otros movimientos místicos surge inequívocamente una acentuación individualista que descubre su lejano emparentamiento con otras concepciones no católicas.
Tampoco faltan en la “Media luna de tierras atlánticas” los signos de un avance espontáneo de la concepción naturalista; pero solo la crisis habría de proporcionarle vigor, y entre tanto se mantiene el predominio de la concepción teísta, tan potente como para irradiarse e impostarse sobre la zona mediterránea.
Precisamente, la crisis se produce en el momento en que los elementos culturales originarios de la «Media luna de tierras mediterráneas” empiezan a adquirir vigor y a insinuar ligeramente sus líneas de coherencia; fracasados sus ataques frontales —el del catarismo, el del ateísmo epicúreo, el del conocimiento empírico, el del erotismo ovidiano, el de la autocracia orientalizante, el de las
A partir de entonces —esto es, de fines del siglo XIII o principios del XIV— la antigua sensación de homogeneidad y coherencia que ofrecía la cultura medieval comienza a disiparse, tal como lo acusan entre otros aquellos espíritus vigilantes que he señalado, y el sentido de la existencia empieza a adivinarse solicitado por polos opuestos. Cuando los últimos escolásticos comienzan a distinguir eficazmente el mundo de la fe y el mundo del conocimiento, se está operando en la conciencia unánime la discriminación entre
Aspectos de la crisis. Donde se advierte más inequívocamente la crisis de las formas reales de vida es en el colapso de las dos grandes instituciones representativas de la concepción ecuménica: imperio y papado; reveladoras las dos de una misma actitud, pero oponiéndose en cuanto al ejercicio de la potestad, imperio y papado declinan hasta caer estrepitosamente en una plena desnaturalización de su sentido originario, de la que no lograrán evadirse hasta el siglo XVI, con Carlos V el primero y con la reforma tridentina el segundo. Las fechas significativas son la caída de los Staufen para el imperio y el fracaso de Bonifacio VIII para el papado. Después de esos acontecimientos se asiste al interregno alemán, a la frustración de los intentos reivindicatorios de Enrique VII y Luis IV, a la Bula de Oro, al traslado del papado a Avignon, al Cisma de Occidente, al movimiento conciliar, para no citar sino los episodios más sobresalientes. Todo ello prueba la impotencia e inadecuación de ambas instituciones como estructuras de poder frente a la
Pero el hecho tiene otras proyecciones. En cuanto esquemas eminentes de la convivencia político-social, el imperio respondía a una deliberada voluntad de perpetuar la tradición romana por sobre una
Cuando estas formas comienzan a madurar, la crisis se manifiesta en este plano a través de la incoherencia entre los esquemas tradicionales —caducos y desprovistos de sentido, pero pugnando por perpetuarse aun a
La crisis, pues, se desencadena al tornarse necesaria la absolución de posiciones entre las formas tradicionales y las nuevas. De ella saldrá un fortalecimiento de las formas directamente emergentes de la nueva
Obvio es decir que todo este proceso se relaciona estrechamente con otro más complejo, y de más difícil determinación por cierto, que es el ascenso de la
Los rasgos fundamentales de esa renovación de ideales y de tendencias espirituales son varios y diversos, y se descubren con distinta gradación en los distintos planos de la vida y de la creación. En primer término, se advierte la disociación de la identidad
En segundo término se comprueba la acentuación de un terrenalismo radical, más profundo y de más indiscutible vigencia que todas las fórmulas y convenciones que impone la estructura trascendentalista de la religión. Se inaugura una era de desarrollo del sentimiento profano y con él de un hedonismo acentuado que se manifiesta en la preeminencia acordada a los goces sensuales y al predominio asignado a los valores económicos. En tercer lugar se nota el avance más o menos enmascarado de una concepción naturalista del mundo, introducida a veces a través de formas eclécticas y filtrándose, por ejemplo, a través de concepciones panteístas. De ella depende en gran parte el interés por el conocimiento empírico de la
En el transcurso de la crisis, las influencias y las reacciones se entrecruzan en cada uno de los ámbitos sociales y culturales hasta crear durante el período en que se manifiesta un heterogéneo y complejo conjunto de actitudes. La ausencia de un sistema de estructuras libera a los distintos elementos culturales de frenos y controles, pero los abandona también a sus solas posibilidades. Un afán de volver a captar el sentido del universo comienza a insinuarse, acompañado de los primeros signos de la duda y el pesimismo.
La reacción frente a la crisis. Si la crisis se insinúa ya a través de la resistencia que la “Media luna de tierras mediterráneas” opone a las influencias que le llegan de fuera, a medida que esa resistencia se acentúa y se propagan los principios que la mueven, la crisis se torna más grave y la “Media luna de tierras atlánticas” contraataca otorgando un significado cada vez más estricto a la idea de la necesaria vigencia de un orden universal. Esta idea —obsérvese bien- no solamente no emerge de la
La idea de la necesaria vigencia de un orden universal implica, pues, la impostación sobre la experiencia de un ciclópeo sistema concebido racionalmente, con la misma delicada intuición del equilibrio entre las partes que revela la estructura de una catedral gótica. Y bajo la presión de este sistema, puede decirse que la
Esta vasta creación intelectual saturada de sentido polémico —la idea de un orden universal tal como aparece en Santo Tomás, en Dante Alighieri, en Raimundo Lulio, y tal como la sostiene vehementemente un Domingo de Guzmán— resulta admirable por su perfección formal, con su concepción organicista del cuerpo social, con su régimen de las dos espadas, con sus jerarquías inviolables, con su férreo sistema de valores, con sus cuadros estrictos de pecados y de virtudes, con sus petrificados esquemas de “oradores, defensores y labradores” que se repite todavía en pleno siglo XV; y todo ello enmarcado dentro de un estereotipado cuadro del trasmundo que adquiere, a medida que se acentúa la acritud de la polémica, un realismo más marcado y dramático.
Obsérvese bien que los más altos y agudos defensores de esta tesis polémica, inspirada en un principio vigente en la “Media luna de tierras atlánticas”, provienen por el contrario de la “Media luna de tierras mediterráneas”. Era en estas donde la crisis se advertía de manera más clara y donde mejor podía descubrirse el alcance de la acción deletérea que ejercían los distintos arranques de la naciente concepción naturalista; y era en ellas donde el naciente espíritu burgués comenzaba a proveer de eficacia práctica a esa concepción.
La idea de la necesaria vigencia de un orden universal fue, pues, la primera reacción que se manifestó frente a la crisis, promovida por la sensación de peligro que producía la irrupción de tantos elementos diversos y contrarios a la concepción teísta como surgían en la tumultuosa renovación operada en el espíritu de la “Media luna de tierras mediterráneas”. Durante algún tiempo pudo hacer mella en los espíritus por el prestigio de su perfección formal; pero cuando ese prestigio fue insuficiente, la reacción asumió formas más directas y puso al servicio de la defensa de la idea del orden universal y de la concepción teísta que la alimentaba, el brazo armado para el aniquilamiento del espíritu renovador en sus portadores. Mientras los predicadores hacían alardes de elocuencia sistematizada para impedir que se borrara de las mentes el espantoso recuerdo del crepitar de las llamas consumiendo los cuerpos condenados, los pintores hacían prodigios de expresividad para dar
La reacción doctrinaria y la reacción práctica contra el espíritu renovador que desencadenaba la crisis engendró una contraofensiva de este último. Vencido en el primer ataque frontal, se emascaró y se introdujo sabiamente en el seno de actitudes eclécticas que caracterizarán los siglos críticos. Para obviar el peligro, abandonó las cuestiones últimas —que conducían irremisiblemente a la hoguera—, y se entregó al análisis y al desarrollo de ciertos aspectos concretos y circunscriptos de la nueva problemática, según su propia y libre inspiración y sin perjuicio de mantenerse adherido al sistema de fórmulas a cuya defensa se aplicaba la reacción. De aquí el carácter ornamental, casi decorativo, de la cultura de los siglos XIV y XV. Se vive y se crea de un modo tal que en sus enfoques y desarrollos parciales manifiesta una flagrante contradicción interna con las imponentes estructuras petrificadas y vacías en que esos desarrollos se alojan. Una vasta retórica esconde, por prudencia, el insospechado alcance del pensamiento renovador; los intereses económicos, las inquietudes eróticas, los anhelos de poder y de gloria, las tentaciones del orgullo y de la soberbia, los apetitos estéticos, la conciencia del valor del individuo, todo ello y muchas cosas más se encubren y se disfrazan bajo una aparente ortodoxia, traicionada por cierto en cada palabra, en cada actitud, en cada forma de la conducta. La metáfora del donante a quien el pintor representa arrodillado al pie de la imagen, simboliza la radical pero enmascarada mutación de valores. La ortodoxia se empobrece cada vez más de contenidos, y cada vez más aparece como un ordenado conjunto de fórmulas sin sentido. Entonces comenzará ese vasto esfuerzo que va desde Savonarola hasta el concilio de Trento y Felipe II para revitalizarlas, esfuerzo tan gigantesco como falaz que, al tiempo que provoca nuevas reacciones, barroquiza la cultura occidental sobrecargándola de arbotantes para evitar el derrumbe de las estructuras formales.
He aquí un esquema, provisional por cierto, de cómo entiendo la crisis medieval, promovida por la irrupción de una de las dos corrientes que manan de la alta Edad Media en un mundo dominado por la otra. La que opera la crisis bien podría ser llamada “la otra Edad Media”, porque el hábito ha sido ignorarla, o suponerla inexistente o insignificante. Pero fluía enérgica y rica. De su acción sobre la cuadrícula de la cultura de la alta Edad Media debía surgir la crisis primero y luego la modernidad, que no es en lo esencial sino la plena conciencia de la problemática que descubre la baja Edad Media, en el curso de su dramática crisis.