INDICE
Prólogo 9
PRIMERA PARTE: EL MUNDO feudal
1. EL MUNDO ROMANOGERMÁNICO Y LA PREFIGURACIÓN DEL ORDEN cristianofeudal 21
I. La situación socioeconómica 25
1. Los reinos romanogermánicos 25
2. Las tendencias de la aristocracia 30
3. Las tendencias de la monarquía 35
4. Las tensiones entre aristocracia y monarquía 39
II. Las formas de vida y de mentalidad 46
1. Las formas de vida 47
2. Las corrientes de ideas y creencias 53
3. La imagen del mundo: realidad e irrealidad 55
4. Interacción entre realidad e irrealidad 65
III. La tendencia a la estabilización 79
2. LA FIJACIÓN DEL ORDEN SOCIAL cristianofeudal 85
I. La fijación de las relaciones socioeconómicas 89
II. La fijación de las relaciones políticas 110
3. LA FIJACIÓN DE LA MENTALIDAD cristianofeudal 138
I. Las formas de la mentalidad señorial 139
1. La mentalidad baronial, 139;
2. La mentalidad cortés, 143;
3. La mentalidad caballeresca, 154
II. Las formas de la mentalidad religiosa 160
1. Vida activa y vida contemplativa, 160;
2. “Militia Christi“, 163;
3. “Cupiditas scientiae“, 171;
4. “Contemptu mundi“, 178
4. LA ECUMENICIDAD DEL ORDEN cristianofeudal 184
I. La realidad natural y la realidad sobrenatural 184
II. La realidad humana 191
III. La universalidad del orden 194
SEGUNDA PARTE: EL SURGIMIENTO DE LA BURGUESÍA Y LA crisis DEL ORDEN cristianofeudal
1. LA EXPANSIÓN DEL ÁMBITO cristianofeudal 200
I. La expansión del área romanogermánica hacia la periferia 200
II. La ordenación politicoeconómica del área atlántica 218
III. La ordenación politicoeconómica del área mediterránea 226
I. Economía natural y revolución mercantil 241
II. Las transformaciones técnicas 246
III. Nuevas formas de actividad económica 251
I. Crecimiento de población y movilidad 259
II. La transformación de los grupos tradicionales 261
III. El desarrollo de los grupos burgueses 270
TERCERA PARTE: LA FORMACIÓN DEL MUNDO FEUDOBURGUÉS. LOS cambios SOCIALES Y POLÍTICOS
1. LOS ENFRENTAMIENTOS SOCIALES 283
I. Expansión, diversificación y crisis 283
II. Los movimientos antiseñoriales 289
1. Los grupos disidentes 289
2. Las nuevas tensiones sociales 293
3. Los movimientos insurreccionales 299
4. La actitud señorial 307
III. Triunfo y división del patriciado 310
IV. Los movimientos antipatricios 313
1. Los nuevos grupos 313
2. Las insurrecciones populares 315
3. La ideología revolucionaria 323
V. La reacción: reyes, oligarquías y señores 328
2. EL REORDENAMIENTO POLÍTICO 333
I. Las proyecciones políticas del cambio socioeconómico 333
II. El desarrollo de la ciudad burguesa 338
III. El orden político urbano 352
1. El cuerpo político urbano 353
2. El gobierno de la ciudad 371
IV. La proyección del orden político urbano 380
CUARTA PARTE: LA FORMACIÓN DEL MUNDO FEUDOBURGUÉS
LOS cambios DE MENTALIDAD
1. NUEVAS ACTITUDES Y NUEVAS MENTALIDADES 388
2. LA NUEVA IMAGEN DEL HOMBRE, LA SOCIEDAD Y LA HISTORIA 396
I. La imagen del hombre 396
II. La imagen de la vida sociocultural 416
3. LA NUEVA IMAGEN DE LA naturaleza, DEL CONOCIMIENTO Y DE DIOS 426
I. La imagen de la naturaleza 426
II. naturaleza y conocimiento 429
III. Las relaciones entre el hombre y Dios 438
4. LA PERCEPCIÓN DEL cambio 446
I. Los cambios situacionales 448
II. Los cambios religiosos e ideológicos 455
III. Los cambios generacionales de la sensibilidad 463
A Tere
PRÓLOGO
Aunque a primera vista se ocupa de una época distante, este libro ha sido pensado para comprender el mundo actual, o mejor aún, el oscuro proceso histórico en el que se elabora y constituye la situación de nuestro tiempo. Al rastrear ese proceso, se observa en el área territorial de Europa y de las regiones europeizadas una continuidad tenaz que nos conduce hacia sus remotos principios, diez siglos atrás. Fue en esa época –hacia el siglo XI– cuando comenzó a operarse esa revolución burguesa que sirve de título a este libro y cuyo desarrollo se prolonga hasta nuestros días en busca de un despliegue total de las posibilidades que entonces comenzaron a abrirse. Cabe preguntarse si los movimientos sociales del siglo último suponen un viraje fundamental en la historia o si, aun ellos, son nuevas formas de aquel mismo proceso; o, dicho de otro modo, si los movimientos contemporáneos de masas entrañan un cambio profundo en la concepción de las relaciones humanas o si, simplemente, procuran extremar la consumación de ciertos principios que subyacían en aquel remoto enfrentamiento de las nuevas clases con el orden cristianofeudal. Pero, de todos modos, es seguro que, al menos hasta este presunto viraje de la historia, singularmente tumultuoso y contradictorio, el proceso socioeconómico y sociocultural de Europa y de las regiones europeizadas ha sido continuo.
Se desenvuelve originariamente ese proceso dentro de los límites europeos del Imperio Romano de Occidente, donde la penetración del cristianismo y la crisis del orden imperial produjeron desde el siglo III transformaciones profundas e irreversibles. Justamente, el proceso que se inicia en esa área hacia el siglo XI constituye una respuesta al intenso cambio que se produjo en ella desde el siglo III hasta entonces. La romanidad comenzó a disolverse por la acción de aquellos factores, y dejó paso a una situación nueva, caótica y compleja, que se precipitó definitivamente en el siglo V bajo la influencia de los invasores germánicos. Cupo a éstos, transformados en la nueva aristocracia de los estados que se constituían bajo su autoridad, intentar el reordenamiento de un mundo en el que coexistían tres tradiciones culturales frente a inusitadas y fluctuantes situaciones de hecho. Este largo período muestra también una notoria continuidad en el esfuerzo por infundir homogeneidad a una situación caracterizada por el dislocamiento del orden tradicional, y desemboca en la creación de uno nuevo en el que se conjugan los intereses y las tradiciones enfrentadas: el orden cristianofeudal.
El período que transcurre entre el siglo III y el siglo XI es el tema de la primera parte de este libro, titulada El mundo feudal. Sin duda, una correcta percepción de sus caracteres constituye el requisito indispensable para comprender la significación de la revolución burguesa y para descubrir los contenidos del orden socioeconómico y sociocultural que prevalecerá desde entonces en Europa y, más tarde, en el área europeizada. En términos generales, puede afirmarse que del dislocamiento del orden Romano resultó la extinción de un sistema que había alcanzado su madurez en el Imperio de los Antoninos. Se extinguió entonces un mundo hedonista y profano, y comenzó a constituirse otro que no se sustentaba, como aquél, en el tipo de relaciones que la Antigüedad había concebido y elaborado alrededor de las formas de vida urbanas. Lo que se constituyó fue, por el contrario, un mundo rural, heroico y religioso, que al cabo de varios siglos logró estabilizarse según principios de rígida fundamentación trascendente. Pero a medida que se institucionalizaba, comenzaron a aparecer para los no privilegiados las posibilidades de emanciparse de él. Y fueron los que lo lograron quienes dieron comienzo a ese intenso y continuo proceso de cambio –la revolución burguesa– que constituye el tema de las tres partes siguientes de este libro.
Nacida en la entraña misma de las relaciones económicas, la revolución burguesa engendró nuevos grupos sociales que enfrentaban situaciones análogas pero variadas, con actitudes y mentalidades diversas, aunque parecidas. El análisis de esta singular variedad de situaciones, comportamientos y mentalidades, en cuanto tuvieron de semejante y de distinto, permite establecer con cierta precisión los rasgos de las primeras etapas del proceso –estudiadas en este libro hasta principios del siglo XIV–, así como también las líneas de su posterior desarrollo, cuyo sentido se fija entonces y se mantiene durante largo tiempo, tan diversas como puedan parecer sus variables apariencias a través de diez siglos. Y no sólo se mantiene en el ámbito geográfico de lo que había sido el área occidental del Imperio Romano sino también en las zonas hacia las cuales se irradió luego el nuevo orden engendrado por la revolución burguesa, constituyendo periferias sucesivas alrededor del núcleo primigenio, la primera de las cuales nació del impulso expansivo que condujo a las Cruzadas y a la “marcha hacia el Este”.
Mi propósito ha sido, justamente, trazar esas líneas de desarrollo de la revolución burguesa desde sus comienzos en el siglo XI hasta el momento en que sus contenidos quedaron al descubierto; para verificar el sentido potencial de esos contenidos he acudido con frecuencia a las formulaciones explícitas del mercantilismo económico y del deísmo filosófico, a las concepciones morales y políticas de la Enciclopedia o al vasto mundo de ideas que acumula y ordena Wolfgang Goethe en el Fausto y el Wilhelm Meister. Y esa prospectiva me ha permitido identificar el período comprendido entre el siglo XI y principios del XIV como el lapso durante el cual se constituyó un nuevo sistema de relaciones socioeconómicas y socioculturales, ordenado alrededor de las formas de vida urbanas, al término del cual comenzó a adquirirse conciencia del cambio que se operaba.
Ese lapso es el que he llamado período feudoburgués, pero debe entenderse que lo que concluye a principios del siglo XIV es sólo su primera etapa. El mundo feudoburgués mantuvo sus caracteres durante mucho tiempo y sólo varió en la medida en que aceptó las consecuencias de la dinámica del cambio socioeconómico, que requería la integración de las burguesías urbanas dentro de amplios cuadros que sobrepasaran el horizonte de las ciudades, y en la medida en que las formas de la mentalidad burguesa impregnaron otros grupos sociales, como la aristocracia cortés. Entonces empezó a constituirse un “mundo urbano“, un mundo de burguesías y de ciudades integradas dentro de un conjunto difuso, verdadera red entretejida con la de las jurisdicciones políticas y apoyada tanto en las ciudades mismas –vigorosas concentraciones de población, de capital y de poder– como en la progresiva hegemonía y el creciente prestigio de ciertas formas de vida y de mentalidad.
Este “mundo urbano” se organizó sobre todo a partir del siglo XIV. Justamente cuando declinaba la autonomía política de muchas ciudades, triunfaron los modos de vida urbanos, se generalizaron las formas de actividad económica que las ciudades habían inventado, se impusieron las normas y valores que la convivencia urbana había establecido, se difundieron las ideas que sobre la política, el hombre, el conocimiento y la realidad había elaborado la naciente burguesía. El “mundo urbano” se infiltró por entre las mallas del orden cristiano–feudal, ya declinante a pesar de la desesperada defensa de los grupos nostálgicos que pretendían sobrevivir en él, y a pesar de la apelación a su prestigio que hacían una y otra vez los grupos ascendentes en busca de una consagración formal de su status; y poco a poco impregnó también los estados territoriales, imponiendo entre las clases dominantes y en las mismas cortes su propio estilo de vida.
Al estallar las luchas religiosas del siglo XVI nadie pudo ocultarse la magnitud del reclamo propuesto por la actitud de las nuevas clases en ascenso. Europa se dividió entonces. Quienes adoptaron las formas reformadas de moralidad y religiosidad desnudaron los contenidos últimos de la mentalidad burguesa y asumieron desembozadamente la misión de imponer su vigencia; quienes, en cambio, prefirieron la ortodoxia romana y promovieron la Contrarreforma intentaron rechazar esos contenidos en holocausto a los tradicionales principios cristianofeudales, pero cedieron poco a poco ante aquéllos por la fuerza de la realidad y se contentaron con enmascararlos y encubrirlos, en una desesperada defensa de la irrealidad de la que don Quijote es claro testimonio.
Esta Europa dividida fue la que –precisamente cuando se dividía, a principios del siglo XVI– asumió la tarea de incorporar a su ámbito a vastas regiones de varios continentes más allá de los mares. Así surgió una segunda periferia, montada sobre un conjunto satélite de ciudades colonizadoras y de factorías mercantiles que se integraron pronto dentro del sistema del “mundo urbano” europeo. Era éste todavía un mundo feudoburgués, pero la expansión y el desarrollo de la riqueza asestó un nuevo golpe a la tradición cristianofeudal y acentuó la actitud burguesa, que se extremó a medida que cobraban conciencia de sus fines y triunfaban ante las nuevas solicitaciones las renovadas burguesías.
El nuevo y extendido “mundo urbano” multiplicó la acción de Europa conservando sus mismos caracteres. Era un mundo cada vez más complejo, cada vez más diversificado, pero que conservaba en su seno y acentuaba un principio de coherencia. Era un mundo cada vez más burgués y cada vez menos feudal, que insensiblemente desdeñaba la seducción del heroísmo lúdico y de la trascendencia sagrada. Pero su profanidad no había desdeñado toda trascendencia; y acaso en la curiosa invención de una trascendencia profana radicara el secreto de su capacidad de continuidad y penetración. Era un mundo volcado hacia el futuro, pero no hacia el futuro del más allá y de la muerte sino hacia un futuro histórico: no el de la eternidad sino, simplemente, el de la posteridad. Por eso pudo mostrarse ágil y eficaz frente a otros mundos que habían quedado impenetrables hasta el siglo XVIII, y hacia los que se lanzó más tarde, confiando no en la verdad de su fe religiosa, sino en el poder que le otorgaba su formidable capacidad técnica en pleno desarrollo. Fue entonces cuando el “mundo urbano“, el mundo feudoburgués, comenzó a hacerse plenamente burgués. El “mundo urbano” se irradió hacia una tercera periferia en el curso del siglo XIX. Asumió la “carga del hombre blanco” con la misma convicción con que lo hicieran Enrique el León o Hernán Cortés; pero allí donde llegó a penetrar se abstuvo cada vez más de aproximarse al abismo de las creencias vernáculas y empezó a respetar los sistemas autóctonos de normas y costumbres. Cada vez más, “europeizar” consistió en incorporar nuevas áreas productivas a la vasta red económica del “mundo urbano“, limitándose la pedagogía colonizadora a la imposición de un armazón técnico útil a un tiempo a la actividad económica y al bienestar general. La “europeización”, desprovista ya de todo contenido trascendental, adoptó no las formas de una empresa cultural sino, simplemente, las de una empresa civilizadora y mercantil. Gracias a ella, el “mundo urbano” –ahora un mundo plenamente burgués– extendió aún más su red y dispuso de puntos de apoyo en todo el mundo.
Es un hecho incontrovertible que el área europea y europeizada ha logrado un triunfo universal, atrayendo a todo el mundo hacia su sistema y hacia su concepción burguesa de la vida, o mejor, creando un plano de coincidencia alrededor de ciertas ideas sobre la vida individual y colectiva. El triunfo ha sido, pues, del mundo burgués, del mundo mercantilizado, del mundo de la “trascendencia profana”, del “mundo urbano“. ¿Qué significa, pues, el vasto movimiento disconformista que, desde fines del siglo XIX, ha estallado en su seno y proclama la necesidad de una revolución?
La explosión del disconformismo es contemporánea del desvanecimiento final de las últimas sombras del orden cristianofeudal y del reconocimiento pleno del triunfo de la burguesía: es contemporánea de un “rey burgués”. Un vigoroso desarrollo demográfico y una resuelta incorporación de extendidas masas al “mundo urbano” ha despertado no sólo un fuerte sentimiento ético en relación con la existencia de grupos privilegiados y grupos no privilegiados, sino también un riguroso planteo intelectual acerca de las posibilidades de perduración y de eficacia del sistema socioeconómico tradicional. Tras estas actitudes se mueven desde hace un siglo vastas masas, y, triunfantes o no las revoluciones concretas, se cumple bajo su influencia una revolución paulatina. Cabe preguntarse cuál es su sentido, y si con ella llega a su fin el secular despliegue de las posibilidades que la revolución burguesa abrió hace diez siglos.
Este libro comprende el análisis de dos procesos: por una parte, el de la formación y fijación del orden cristianofeudal, y por otra, el desencadenamiento de la revolución burguesa que se opera en su seno y del que surge transaccionalmente el orden feudoburgués. Estos dos procesos son inseparables, porque la revolución burguesa se produjo muy lentamente, descomponiendo el sistema tradicional sin destruirle, alterando el sentido de ciertas formas de actividad, promoviendo un nuevo estilo de vida, eliminando tesoneramente los obstáculos que se le oponían y atrayendo a su causa a sectores antes comprometidos con el orden tradicional. Es, pues, un proceso que no puede comprenderse sino envuelto en el proceso de las resistencias y las concesiones del orden feudal. Y del juego de las resistencias y las concesiones resultó ese nuevo ordenamiento transaccional que llamo feudoburgués.
He intentado el análisis de estos dos procesos persiguiendo, al mismo tiempo, las dos líneas de fenómenos que distingo designando a unos como socioeconómicos y a otros como socioculturales. Por una parte, he procurado establecer el juego peculiar de las situaciones de hecho: la formación de nuevos poderes regionales, las transferencias de la posesión de la tierra, la renovación de las situaciones sociales en el mundo que elaboraba lentamente el orden cristianofeudal; y paralelamente, la formación de nuevas clases, la aparición de nuevas formas de la actividad económica, la aceleración de la movilidad social en los sectores adscritos a la nueva economía y los esfuerzos de los grupos en ascenso para alcanzar cierta participación en el poder. Pero no me he atenido, para este análisis, al mero juego de las situaciones reales, pues creo que no se explica por sí mismo, sino que he tratado de referirlo a las formas de mentalidad propias de los grupos participantes.
Los cambios que se producen en las situaciones reales no obedecen solamente a una mera dinámica socioeconómica, sino que responden también al impacto que producen sobre esas situaciones el consentimiento o disentimiento de quienes estaban inscriptos en ellas. El consentimiento y el disentimiento resultan de una representación, de una imagen crítica de la situación, arraigada en la experiencia y capaz de provocar una vehemente tendencia al cambio. Si esa imagen se consolida, si se robustece y tonifica al calor de ciertas creencias, opiniones o ideas que han impregnado a algunos de los grupos sociales inscriptos en la situación real, si se fija alrededor de algunos puntos críticos de esa situación, entonces esa imagen llega a constituir un modelo ideal que se contrapone a la situación real y suscita un conjunto de respuestas a los problemas que ella propone. La confrontación de la situación real con esa imagen es lo que desencadena el designio de transformar la primera según los esquemas propuestos por la segunda, y aunque la transformación no alcance nunca esos términos, el proceso de cambio queda inexorablemente lanzado y abierto hacia las distintas opciones que toda situación ofrece en cada momento. Ha funcionado, pues, interfiriendo el juego de las situaciones reales, otro juego entre éstas y las formas de mentalidad que han suscitado y alimentado la representación o imagen que cada grupo se hace de ellas.
Este esquema de la mecánica del cambio, que es en cierto modo un esquema de la vida histórica, obliga a ahondar el examen del papel que desempeñaron las formas de mentalidad, tanto en el desencadenamiento de la revolución burguesa como en el curso de su desarrollo. Se relacionan con ellas, sin duda, ciertas líneas del pensamiento teórico, pero su contenido fundamental, el más rico y operativo, lo constituyen las ideas vivas, las opiniones comprometidas, las imprecisables creencias atávicas, las normas y valores consuetudinarios que tienen vigencia espontánea y consentida y arraigan en vagos fondos irracionales de la personalidad individual y colectiva. Son esas formas de mentalidad las que suscitan la representación de las situaciones reales; pero contribuyen a conformarlas los juicios de valor, generalmente nacidos de la experiencia inmediata, y los esquemas racionales nutridos a veces de ideas ajenas a un tiempo a la tradición y a la experiencia. Así conformadas, esas imágenes o representaciones llegan a constituir una suerte de contrasituación ideal o de modelo teórico cuyos elementos son, en parte, empíricos y derivados de ciertas experiencias y, en parte, intelectuales y derivados de cierta idealización de la realidad.
Ha sido precisamente este examen de las formas de mentalidad lo que me ha movido a interrumpir el estudio emprendido en las primeras décadas del siglo XIV. Fue entonces cuando se percibieron por primera vez los alcances de la acción desencadenada por las nuevas clases, sus perspectivas, o mejor aún, las perspectivas de la contrasituación ideal en función de cuyo modelo se había desencadenado la acción. Desde entonces hubo quienes retrocedieron ante las consecuencias que entreveían en su propio triunfo, y hubo quienes optaron por intensificar su acción para favorecerlas y extremarlas. Podría decirse que, al término del período que trata este libro, aquellos que habían escapado del orden cristianofeudal experimentaron esa reveladora sensación que el Génesis atribuye a los primeros arrojados del orden sagrado hacia la profanidad: “Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos. ”
La larga investigación en que este libro se apoya me ha ofrecido respuestas para las hipótesis iniciales, esbozadas en un libro que titulé El ciclo de la revolución contemporánea, publicado en 1948, en el que procuraba establecer las relaciones entre la aparición y el ascenso de la burguesía por una parte, y la formación de la mentalidad burguesa por otra. Creía poder afirmar –y ahora estoy seguro– que lo que se ha llamado el espíritu moderno tal como parecía constituirse en el llamado Renacimiento, no es sino mentalidad burguesa, conformada a partir del momento en que la burguesía aparece como difuso grupo social, elaborada a partir de ciertas actitudes radicales, y desarrollada de manera continua aunque con ritmo diverso desde entonces. Han sido los momentos de más acelerado ritmo, aquellos en que maduraba una etapa, aquellos en que se hacían más brillantes y visibles sus expresiones, los que han sido considerados una y otra vez como instantáneas irrupciones de un espíritu nuevo. Estos espejismos han creado la imagen de un proceso discontinuo. El Renacimiento, el siglo de los grandes sistemas filosóficos, la época de la Ilustración, la de la revolución industrial o de la revolución francesa han deslumbrado a quienes examinaban los productos de la creación estética, filosófica, política o científica, impidiéndoles ver la continuidad de un proceso que cada cierto tiempo lograba expresar acabadamente lo que se venía elaborando con duro esfuerzo durante siglos. Sólo remontando el curso de la formación de la mentalidad burguesa puede comprenderse la íntima coherencia que anima la vida histórica durante los últimos diez siglos.
Así, la comprobación de las hipótesis iniciales parece proponer nuevas hipótesis, entre las cuales la más tentadora es la de la formación y el comportamiento de un “mundo urbano“, constituido como una red por entre el mundo de las jurisdicciones institucionalizadas y operando como mecanismo rector de todas las formas de la vida histórica. En el período que transcurre desde principios del siglo XIV hasta mediados del siglo XVI parece constituirse esta malla, sin la que resulta inexplicable el afianzamiento y el triunfo de la sociedad y de la mentalidad burguesa. Esta investigación parecería ser, desde mi punto de vista, la secuela necesaria de este libro.
Al término de mi labor quiero expresar mi reconocimiento a la Guggenheim Foundation, con cuya ayuda pude trabajar largo tiempo en la Widener Library de la Universidad de Harvard en 1951-52; a la Universidad de la República del Uruguay, en cuya Facultad de Humanidades pude enseñar cuando me era vedado hacerlo en mi país, y en la que encontré autoridades, colegas y discípulos que me apoyaron cuando comenzaba esta investigación; y a la École Pratique des Hautes Études de París, que al invitarme en 1965 a exponer allí los resultados de mi trabajo, me permitió someterlos al juicio de muy ilustres maestros. Finalmente quiero agradecer a mis discípulos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires la cálida atención que prestaron a mis ideas, muchas de las cuales cobraron forma en ese diálogo.
J. L. R.
Adrogué (Bs. As. ), 1966.
PRIMERA PARTE
El mundo feudal
En el ámbito del Imperio Romano de Occidente comenzó a constituirse un mundo de nuevos y singulares caracteres después de la crisis del siglo III y especialmente después de la irrupción de las invasiones germánicas del siglo V. Influencias cristianas y germánicas obraron sobre el fondo Romano de modo tan intenso que lo desintegraron. Desde entonces, las diversas tradiciones culturales en contacto coexistieron buscando un ajuste de sus contenidos. Una situación de equilibrio inestable, tanto en el plano social como en el cultural, se prolongó a lo largo de varios siglos. Si a algún período conviene la designación de “edad de las génesis” es a este que se extiende desde las invasiones hasta la disolución del Imperio Carolingio.
De la definitiva ruptura de los cuadros de la romanidad comenzó a surgir un nuevo orden. Nuevas relaciones socioeconómicas comenzaron a establecerse y poco a poco se precisó un nuevo sistema de relaciones políticas. Así se ordenó un nuevo cuadro social, dibujado por el juego espontáneo de las fuerzas y sobre la base de las respuestas inmediatas dadas a las situaciones de hecho. Cosa semejante ocurrió en el plano de las ideas. Una nueva élite se constituyó poco a poco y delineó sus formas de vida y de mentalidad; se nutría de diversas tradiciones, pero comenzaba a adquirir un estilo propio, en parte germánico y en parte cristiano, mientras buscaba por extraños caminos un principio de coherencia. Y lo halló en el predominio otorgado a ciertas ideas, que correspondían a una imagen del mundo en la que se confundía lo natural y lo sobrenatural, la realidad y la irrealidad.
Entre los siglos XI y XII la imagen coherente del mundo y la vida que impregnó el orden cristianofeudal estaba ya casi plenamente configurada. Empero, su madurez fue precipitada por la aparición de nuevos sectores sociales que se sintieron ajenos a él. Y con su madurez comenzó su crisis.
CAPÍTULO I
EL MUNDO ROMANOGERMÁNICO Y LA PREFIGURACIÓN DEL ORDEN CRISTIANOFEUDAL
A lo largo de la época imperial, muchas veces habían cruzado la frontera del área romana occidental grupos germánicos que abandonaban las regiones en que estaban instalados para introducirse en el Imperio y participar de algún modo en su vida. El nombre de Roma ejercía, ciertamente, un fuerte magnetismo sobre los pueblos que habían llegado hasta sus límites, y lo ornaba un prestigio secular en virtud del cual se confundía su ámbito con el del universo político. Pero además era, sin duda, una área de tan vigoroso desarrollo económico que los grupos emigrantes podían tener la seguridad de hallar allí inusitadas perspectivas. Por eso se introdujeron en él, abierta o subrepticiamente, para cumplir funciones diversas, seguros de mejorar su condición y gozar de niveles de vida más altos que los que tenían en su lugar de origen.
La lenta penetración de los grupos germánicos influyó de alguna manera en la vida del Imperio. Pero cuando, en el siglo V, alterada sustancialmente la situación, se lanzaron las bandas germánicas armadas sobre el territorio imperial para apoderarse de él, el papel que asumieron los invasores fue radicalmente distinto, como fueron distintas las consecuencias de los hechos que consumaron.
Sin duda, no constituyeron las invasiones del siglo V una “catástrofe” –como solía decirse–, puesto que ni el Imperio era ya el mundo floreciente de la época de los Antoninos ni fue la destrucción sistemática el propósito de los invasores. Por el contrario, entraron para apoderarse de aquello que admiraban y deseaban conservar para su goce. Y precisamente por eso, las consecuencias de la invasión fueron definitivas en la medida en que entrañaron la sustitución de un poder político por otro.
Ciertamente, el nuevo poder político operaría poco a poco un cambio sustancial en el orden imperial, puesto que impuso su singular concepción en todos los aspectos de la vida. Pero ya desde el primer momento incidió en la situación general, no sólo porque interrumpió el proceso de ajuste interno que se producía en el Imperio desde el siglo ni, sino porque, de hecho, creó situaciones que se tornaron definitivas.
En primer lugar, se incorporaron a la sociedad romana nuevos grupos nacionales; a la larga esos grupos incidirían sobre la constitución étnica del área romana occidental, pero ya antes alteraron el orden social en todos sus aspectos, operando no sólo la transferencia del poder político sino también la de la propiedad raíz, con el consiguiente reajuste de la situación recíproca de los diversos grupos de la sociedad. En segundo lugar, se constituyeron nuevas entidades políticas –los reinos romanogermánicos– que instantáneamente abandonaron los objetivos unitarios del Imperio y acusaron muy pronto intereses distintos y aun encontrados entre sí, a los que servirían políticas diferentes con su secuela de conflictos y reiterados procesos de reajuste. Y, finalmente, se opusieron entre sí violentamente los grupos religiosos –catolicorromanos, arrianos y paganos– a través de conflictos en los que se entrecruzaron, con las puramente religiosas, nuevas tendencias raciales y políticas.
Todo ello hizo que el proceso que se inició entonces, aun canalizándose dentro de ciertas direcciones que se insinuaban en la vida imperial, cavara sus vías propias. Podría decirse que, al precipitarse, la crisis del Imperio se renovó, y lo que tendía a ser una crisis de consunción se transformó en un verdadero paroxismo por el vigor de las nuevas fuerzas sociales y culturales que se hicieron cargo del mundo en crisis. Todavía se advertía una cierta continuidad de estilo en la declinación de la cultura imperial romana hasta la época de las invasiones; pero desapareció con ellas y comenzó una época de inusitada y caótica fuerza creadora, en la que la creación coexistió con el aniquilamiento o la salvación de determinados elementos de la tradición.
El orden político imperial había sufrido terribles sacudidas desde la época de los Severos; en su seno se habían manifestado extrañas conmociones, como la acentuada desviación de las formas del poder político hacia el dominatus desde los tiempos de Diocleciano, y los reveladores intentos de secesión provincial de Póstumo y Zenobia. Sin duda, la estructura socioeconómica y el ambiente cultural del Imperio habían sufrido alteraciones radicales en los dos siglos que precedieron a las invasiones germánicas. Pero la fisonomía del mundo Romano en vísperas de la muerte de Teodosio el Grande mostraba la recuperación de cierto equilibrio interior que le aseguraba un destino harto distinto del que tuvo como consecuencia de la movilización de las bandas germánicas. Ese equilibrio residía sustancialmente en la curiosa adecuación que se había operado entre romanidad y cristianismo.
Esta adecuación se produjo en todos los campos. En el plano religioso e intelectual conjugó con la doctrina cristiana los elementos neo-platónicos de la tradición clásica y aprovechó la decidida tendencia a aceptar las creencias de salvación que se manifestaba ahora también en el área romana occidental, especialmente desde la época de los Severos; y en el plano social condujo poco a poco hacia una noción de Estado saturada de los principios de la religión cristiana –que Teodosio hizo religión oficial del Imperio en 380–, noción que adquirió ya en San Ambrosio rasgos precisos.
Para ese entonces, las formas de mentalidad características de la romanidad tradicional ya habían hecho crisis, y San Jerónimo podía burlarse del amor a las dignidades, de la devoción a la cosa pública y de la vana aspiración a la gloria que aún mostraban algunos romanos. Pero las habían reemplazado otras formas, hibridadas por la acentuada influencia del cristianismo, cuya vigencia crecía vigorosamente hasta el punto de que San Jerónimo y San Agustín pudieron creer que era su propio mundo el que amenazaba con derrumbarse cuando los bárbaros violaron las fronteras romanas, y lloraron por la suerte de sus ciudades, caídas en manos de pueblos innumerables y ferocísimos. “Hay entre el mundo Romano y el mundo bárbaro la misma distancia que media entre el cuadrúpedo y el bípedo, entre el bruto mudo y el ser dotado de palabra”, decía el poeta Prudencio. Esas mentalidades hibridadas difícilmente hubieran podido alimentar las fuerzas que requería la conservación del mundo imperial en el estado y la situación en que se hallaba al comenzar el siglo V; la crisis del mundo romanocristiano era sin duda inevitable; pero su curso parecía ya señalado por el fenómeno mismo de la adecuación entre romanidad y cristianismo, que por entonces estaba casi acabada. Ese curso fue el que alteró profundamente la invasión de los pueblos germánicos.
Acaso la suerte del Imperio Romano de Oriente pueda servir para comprender lo que fue ese proceso de adecuación: una marcha hacia una especie de teocracia, alterada en los hechos por mil accidentes pero retomada una y otra vez por la curiosa compenetración de las esferas de César y de Dios. La situación del Imperio de Occidente fue muy otra. En el terreno de las relaciones entre lo cultural y lo social, pareció como si se volviera a los tiempos anteriores a Constantino, como si se perdiera el largo y sostenido esfuerzo de la Iglesia por someter el poder a sus preceptos, y no sólo en la práctica, sino también en cuanto a los principios mismos, en cuanto a la teoría de la justificación del Estado por el servicio de Dios, que San Agustín daba casi por triunfante no mucho antes. Reaparecieron las controversias religiosas movidas por el arrianismo, ahora fuerte por la fidelidad de los godos, y el paganismo reapareció, con fuerza tanto mayor cuanto que lo sustentaban pueblos de fe ingenua y supersticiosa, ajenos a toda experiencia teológica. Y por debajo de las inusitadas situaciones de hecho que se plantearon en el terreno de la realidad social, comenzaron a delinearse otras situaciones no menos extrañas e inusitadas en el plano cultural por la yuxtaposición de ideas y creencias de diverso origen, cuyos portadores, a su vez, se yuxtaponían en un complicado mosaico.
Tales fueron las condiciones que caracterizaron de allí en adelante la vida del área romana occidental, transmutada ahora en área Romano-germánica. En ella, los grupos que alcanzaron por la fuerza situaciones de privilegio se esforzaron para consolidar un orden que no sería sino la consagración de una situación de hecho. En efecto, situaciones de hecho en el orden social y en el orden cultural caracterizaron los siglos que transcurrieron desde que comenzaron las invasiones hasta la disolución del Imperio Carolingio. Mientras buscaban su acomodación los distintos grupos étnicos y sociales –en combinación diversa– a través de una constante puja por el poder, la riqueza y el privilegio, coexistían y procuraban la hegemonía en sorda lucha las distintas corrientes de ideas y creencias: las que habían conocido ya una rigurosa organización y sistematización, las que pugnaban por clarificarse y ordenarse, y las que sólo subsistían como aislados desprendimientos de antiguas concepciones caducas o parcialmente invalidadas.
El predominio de situaciones de hecho, tanto en el plano de la vida social como en el de la vida cultural, revela la multiplicidad de factores que confluyeron en ellos. La conciencia contemporánea parece haber percibido la trascendencia de este encuentro conflictual de tradiciones y de intereses, antes y después de Carlomagno: no es el menos expresivo de los testimonios las lamentaciones que escribió San Isidoro en el primer libro de los Sinónimos, cualquiera sea la intención del moralista, pues si pudiera entenderse que quiere reflejar la situación eterna del hombre en un mundo dominado por el pecado, ahí está para aclarar el significado su propio testimonio a través de sus Crónicas; y en el mismo sentido, los de Beda y Gregorio de Tours cuando describen las condiciones de la existencia social en los reinos anglosajones o entre los francos. Inestabilidad social, inseguridad individual, choque conflictual entre concepciones del mundo y la vida aparentemente incompatibles, crearon las condiciones necesarias para una nueva y libre aventura de los hombres y las ideas.
I. LA SITUACIÓN SOCIOECONÓMICA
1. Los reinos romanogermánicos
Mientras la situación social reinante en el bajo Imperio –fundada en la coexistencia de diversos grupos de desigual nivel– aparecía justificada por el lento proceso que había llevado a ella, y era en consecuencia soportada como un orden fatal y necesario, la situación social originada por la conquista germánica del área occidental romana se caracterizó por las mutaciones repentinas que se produjeron, por el estado de subversión que creó la conquista y por el aire de aventura y de arbitrariedad que introdujo. Este último rasgo había de influir decisivamente en el desarrollo posterior de la evolución social. Algunos de los conquistadores –visigodos, ostrogodos, anglosajones– habían entrado en los territorios que luego ocuparon –llamados por el Imperio los primeros y por los bretones los últimos– en calidad de aliados y pacíficamente; pero ellos, lo mismo que los que entraron por la violencia –como los francos en Galias– descubrieron que la situación social vigente cedía ante su empuje hasta derrumbarse; se superpusieron, pues, sobre él, y se introdujeron por sus intersticios cuando les convino, complicando de manera arbitraria y repentina el orden tradicional. De aquí la fisonomía social del período precarolingio: un mundo compuesto por elementos sociales en equilibrio inestable en el que podía ejercitarse la fuerza para modificarlo sin que valiera ningún principio preestablecido, situación conflictual en la que, con el tiempo, tratarían de introducir un orden aquellos que pretendían consolidar ciertos privilegios.
En esta situación conflictual, la norma, el principio, era la desigualdad, la radical desigualdad entre el status de cada grupo, una desigualdad que, a pesar del desarrollo que había alcanzado la concepción cristiana, resultó previa a toda discusión. Sin duda procuraba la Iglesia infundir en la realidad social algunos de los caracteres que entrañaba la doctrina: manumitía eventualmente esclavos o rescataba cautivos, como hicieron con sostenida dedicación Cesáreo de Arles, Germán de Paris o San Gregorio el Grande, pero no pasaban de ser intermitentes y pequeños esfuerzos, sin mayor alcance ni posibilidad de modificar un estado de cosas que se apoyaba en situaciones intangibles, y en el que la Iglesia misma consentía amoldándose a él. Vigoroso e indiscutido en la práctica, el principio de desigualdad se imponía y se afirmaba, con la peculiaridad, sin embargo, de que no comportaba aún un principio demasiado estricto de inmovilidad social.
Esta última peculiaridad provenía, precisamente, de la situación creada por la conquista. Por entre los resquicios del orden vigente en la sociedad del bajo Imperio, se introdujo durante el período de los reinos romanogermánicos el principio de raza, creando una nueva norma de privilegio. Correspondía éste a los conquistadores germánicos en general, pero entre ellos mismos en distinta medida si el individuo era simplemente ingenuo o si formaba parte de la nobleza que habíase constituido y perduraba principalmente a través del comitatus. Esa nobleza –verdadera élite dentro de una aristocracia– mostró a su vez en los reinos romanogermánicos una diferenciación entre la nobleza de nacimiento y la nobleza de servicio, esta última constituida por el azar de la elección real y mediante la cual se quebró poco a poco el principio de raza, pues no fueron pocos los de origen Romano que llegaron a ella. Antrustiones, gasindi, gesiths, thegns, gardingos, y, en general, fideles regis fueron las designaciones que recibieron los miembros de esta nobleza que sacaba su fuerza eminentemente de la proximidad del rey y de su favor, en la que se fundió con el tiempo la que se constituía por derecho de herencia y la que llegó a serlo por haber sido llamada al servicio del rey. Optimates o potentes solían ser designados los miembros de este sector de la nobleza.
Por debajo de ella estaban los germanos ingenuos, privilegiados en principio por razones de raza y –como la nobleza, aunque en menor grado– transformados también en propietarios raíces; y, debilitado el principio de raza, se confundieron con ellos con el tiempo los ingenuos romanos que conservaban parte de su propiedad. Este complejo de los hombres libres se subdividió a su vez. Por su condición social y económica diferenciáronse los maiores, los mediocres, los minores, los minimi, inferiores, humiliores y viliores ingenuos, categorías no siempre fáciles de precisar en cuanto a su significado, pero que aludían fundamentalmente a la extensión de la propiedad que en cierta legislación, como la lombarda del rey Aistulfo, se fijaba expresamente.
Este proceso de diferenciación –originariamente Romano, luego interferido por la conquista con el principio de raza y resuelto finalmente en una nueva ordenación de clases– reconocía no sólo causas económicas sino también políticas. Influían decisivamente estas últimas en la constitución de la aristocracia por la vía del favor real, radicalmente arbitrario y movido por las necesidades políticas inmediatas; influían además en la ordenación de los distintos grupos de ingenuos, a causa del creciente poder de la aristocracia dotada de inmunidad; y en ambos casos, originando tanto ascensos como descensos, pues las fuerzas sociales obraban en ambos sentidos. Por una parte se advertía una fuerte tendencia a reducir a situación de semilibertad a los campesinos libres, impotentes frente a los grandes propietarios, que eran además políticamente poderosos, y por otra, una tendencia de los no libres a alcanzar situaciones de semilibertad en grado variado.
El signo de la diferenciación social entre los ingenuos era el wergeld. Principio de derecho germánico, el wergeld constituyó el fundamento del derecho penal y fijó el valor del hombre en los casos de muerte violenta. Pero este valor era variable. Se lo fijaba en relación con la extensión de tierra –a veces, como entre los anglosajones, con extremada minuciosidad– pero también en relación con el status personal del individuo, y eventualmente, era alterado su monto cuando lo aconsejaban razones políticas: para defender a los gasindi lombardos en el intento de reacción antiaristocrática del rey Liutprando o para proteger a los obispos y sacerdotes. De la misma manera, condicionada por la situación social, funcionaba la composición extrajudicial. El wergeld diferenció, dentro del grupo de los hombres libres, a los nobles de los simples ingenuos; pero más acentuadamente diferenció a los ingenuos de los semilibres, los que derivaban su status de la antigua situación de los lites, y a quienes se asignaba un wergeld equivalente a la mitad del que correspondía al ingenuo. Por el contrario, el siervo carecía de wergeld.
Empero, la situación social en el área romanogermánica estaba caracterizada, sobre todo, por la condición de los grupos de semilibres y carentes de libertad, en parte por el vasto número de miembros que los constituían y en parte por la movilidad de esos grupos, especialmente los de semilibres, destinados a desempeñar un papel excepcional en la transformación social.
Constituían los siervos una masa numerosísima, de fundamental importancia en el régimen de la producción, especialmente dentro de la gran propiedad. Su origen era, generalmente, la cautividad por razones de guerra y su número creció, por eso, a raíz de las invasiones, pues hubo abundante sumisión por los conquistadores de las poblaciones vencidas. Pero no pesó sobre su situación ningún prejuicio inmutable, sino simplemente una necesidad económica que daba a su estado un carácter puramente fáctico. En efecto, no sólo podía valer en su favor el remoto –y creciente– prestigio de su romanidad de origen, sino también la prédica de la Iglesia en favor de su manumisión. Pero la Iglesia, precisamente, admitía la situación de hecho defendiendo su propio derecho a poseer siervos, en cuanto constituían un bien patrimonial; prohibió manumitirlos en el Concilio de Agde de 506 y sostuvo en el IV Concilio de Orléans de 541 la necesidad de mantener en su condición de servidumbre a los descendientes de siervos para asegurarse contra los perjuicios que pudieran ocasionársele con las manumisiones o protecciones de libertos por parte de los seglares. ¿Cómo se conciliaba esta actitud con los esfuerzos particulares de muchos eclesiásticos para manumitir siervos? El hecho constituye una prueba más del carácter conflictual de la situación. Los principios y los ideales chocaban con la situación real, en la que prevalecían las relaciones de poder, y era vital para la Iglesia mantener su situación en la lucha de todos contra todos. Pero precisamente por tratarse de una situación conflictual no pesaban fuertemente los prejuicios, y la manumisión era posible y abundante si la coyuntura económica lo permitía; y en ese caso el siervo ascendía a la condición de liberto.
Era ésa la máxima aspiración del siervo, atado a la gleba a veces por razones de nacimiento y a veces por pérdida de la libertad en virtud de circunstancias aleatorias. Pero podía manumitirse si las circunstancias le eran propicias, y entonces ingresaba en la categoría de los libertos.
Esta categoría constituyó un grupo clave en la sociedad de los reinos romanogermánicos. Por la vastedad de su número y la peculiaridad de su condición jurídica y social, los libertos desempeñaron un papel muy importante en el desarrollo social. Eran semilibres, lites, y en consecuencia sujetos de derecho, aunque sometidos a una relación de protección o patrocinio y sin libertad de movimiento. Pero estas limitaciones no impidieron que, a título personal, pudieran los semilibres ascender por entre los intersticios de la sociedad romanogermánica. De hecho, fueron preferidos por la monarquía y los magnates para cargos de confianza en su casa. Fueron ministeriales, pero alcanzaron funciones más importantes aún: ejercieron las funciones de condes y se incorporaron al ejército con altas dignidades, y recibieron en recompensa de sus servicios, militares o económicos, importantes beneficios que renovaron su status y les abrieron nuevas perspectivas de ascenso social. Por otra parte, en la lucha de la monarquía contra la nobleza, los libertos sirvieron de fuerza auxiliar de la monarquía y se opusieron a la nobleza, pero acercándose a ella por los privilegios que obtenían sus miembros, y constituyendo poco a poco un nuevo sector privilegiado.
En constante e inestable relación con los simples ingenuos, los libertos alimentaron la corriente de constante renovación en la sociedad de los reinos romanogermánicos. Si en cada instante las relaciones sociales podían parecer definidas y estables, el conjunto de los individuos que integraban los diversos grupos era inestable, móvil y cambiante. La aventura individual –la de Ebroin, la de Mummolo, la de Fredegunda, la de Víctor, por ejemplo– era siempre posible: sólo se necesitaba llegar o por la riqueza al poder o por el poder a la riqueza.
Como grupo social actuante y poderoso, sólo alcanzó verdadera significación la aristocracia, cuya composición inestable le proporcionaba el aire de una clase en plena pujanza. Su situación en la sociedad de los reinos romanogermánicos era de absoluto privilegio, pero se constituyó y comenzó a organizarse al mismo tiempo que se definía la línea del poder monárquico. De aquí que la fisonomía social de todo el período romanogermánico estuviera dada por este conflicto a través del cual buscaban su nivel relativo estas dos fuerzas: aristocracia y monarquía. Ninguna de las dos tenía títulos suficientes y terminantes para afirmar su superioridad. Ninguna podía acabar de someter a la otra. Y esta lucha entre las dos grandes fuerzas constituyó el signo de la época, en la que el triunfo de Carlomagno no llegó a ser sino una etapa efímera.
En los términos del conflicto se escondían, sin embargo, los términos de una coincidencia posible, que fraguó bajo la forma del orden cristianofeudal. Fueron las irreductibles tendencias espontáneas de la aristocracia y las que adoptó la monarquía, las que se conjugaron para esbozarlo primero e institucionalizarlo después, dentro de los cuadros doctrinarios que proporcionó la Iglesia.
2. Las tendencias de la aristocracia
Los grupos más altos y poderosos que formaban parte de la sociedad romanogermánica, a partir del siglo VI, constituían un conjunto de origen muy diverso, en el que empezaban a perfilarse algunas tendencias uniformes y sostenidas, pero que no acusaban todavía los típicos caracteres de una nobleza cerrada. Por el contrario, era una clase abierta, a la que el acceso, si no fácil, era posible con sólo que se cumplieran ciertas condiciones que, por cierto, no dependían siempre de la aristocracia misma. Contribuían a atribuirle a la aristocracia romanogermánica ese carácter, primero, la diversidad del origen de sus miembros, luego la heterogeneidad de su composición, así como la característica movilidad de la sociedad, determinada tanto por razones políticas como por razones económicas.
Sin duda subsistían restos de la antigua aristocracia germánica de sangre, que acaso iba perdiendo fuerza como conjunto, pero cuyos miembros podían mantener la situación gracias a otras circunstancias –como por ejemplo, el favor real–, a las que agregarían el prestigio y quizá el espíritu de los grupos de origen. Y junto a ella subsistían también restos de la aristocracia de sangre de origen Romano, fuerte en la medida en que había mantenido parte de sus tierras, y sobre todo en que había escalado nuevas posiciones. Porque, en efecto, el núcleo más importante de la aristocracia estaba constituido por un sector que no podía ostentar título originario alguno: fue éste el que dio el tono a la nueva aristocracia, en la que se fundieron los otros grupos, autorizados fundamentalmente por una condición adquirida y apenas acentuada por el título de origen.
La nueva aristocracia estaba constituida fundamentalmente por la nobleza de servicio, esto es, por aquellos que, en virtud de servicios prestados a la monarquía, habían recibido de ella títulos o dignidades que los enaltecían públicamente y beneficios que les aseguraban sólido fundamento económico a su status personal. Vinculados al servicio personal del rey o designados para el ejercicio de funciones políticas, administrativas, militares o judiciales, aquellos a quienes la monarquía confiaba una función recibían donaciones territoriales provenientes de las posesiones fiscales o, a veces, de las confiscaciones. Con ello se adquiría de hecho una posición privilegiada, y se entraba a formar parte de los proceres, honestiores o maiores, designaciones con que solía caracterizarse a los miembros de la aristocracia. Así, pues, sólo obraba en la constitución de esta clase la voluntad real, y podían ingresar a ella gentes de muy diverso origen, tanto germánico como Romano, y sin distinción de clase, pues al lado de los que pertenecían a las antiguas aristocracias germánica o romana entraron los simples ingenuos y aun los semilibres, estos últimos en número considerable en ciertas épocas y reinos. De este modo, la aristocracia se mantuvo durante largo tiempo como un orden abierto dentro del cual circulaban las personas de diverso origen con bastante libertad y posibilidades de ascenso, sin que privaran los principios de estagnación que aparecerían más tarde.
Finalmente formaban, en la práctica, parte de la aristocracia los dignatarios de la Iglesia. Desde el siglo IV había comenzado ésta a transformarse en una fuerte propietaria, hasta el punto de que, en la segunda mitad del siglo VI, podía decir Chilperico: “He aquí que nuestro fisco se empobrece, y nuestras riquezas son traspasadas a la Iglesia; nadie reina sino los obispos; nuestra dignidad concluye y es transferida a los obispos de las ciudades. “ Estas riquezas –en su mayor parte tierras– eran, ciertamente, inalienables en virtud de sucesivas disposiciones del poder eclesiástico y del poder civil; pero a pesar de eso, los obispos y abades disponían de muchos recursos para ejercer la fuerza que les concedía su riqueza, entregando la tierra bajo forma de precaria y organizando a su alrededor una muchedumbre de personas vinculadas a ellos; esta situación de hegemonía era aún más notoria en las ciudades, en las que los obispos habían heredado parte al menos de la autoridad de la curia romana y tenían un fuerte ascendiente social. Estos altos dignatarios eclesiásticos provenían en su casi totalidad de la antigua nobleza romana. No fue un azar la vinculación que mantuvieron en el reino visigodo con el Imperio de Constantinopla ni la buena voluntad con que vieron la llegada de las tropas imperiales al África vándala y a la Italia ostrogoda. Pero donde, como en el reino franco, coincidían con la monarquía, se transformaron prontamente en sus instrumentos y fieles servidores. Y esta circunstancia, igualmente visible en los reinos anglosajones, en el reino franco, en el reino visigodo después de Recaredo y en el reino lombardo, hizo que la monarquía dispusiera de los obispados, introduciendo en la formación de este sector de la aristocracia el mismo criterio de azar que en los otros. Por el ascenso a las dignidades eclesiásticas se llegaba desde cualquier estrato social a una situación de privilegio que entrañaba no sólo autoridad eclesiástica sino también secular, sin contar con las funciones públicas que solían estar reservadas a los obispos. De aquí las luchas de ambiciones que dieron lugar a tantos conflictos, justificadas por una situación que ofrecía la posibilidad de ascenso, en una sociedad en la que el ascenso significaba privilegio.
Así constituida, la aristocracia ponía de manifiesto ciertas tendencias que revelaban el tono general de la época. El rasgo fundamental era la movilidad de la organización social y, sobre todo, la peculiar condición de los no privilegiados y especialmente de los semilibres; pero más que una tendencia general de clase operaba en primer término una tendencia individual al ascenso social por medio de la conquista del favor real. La sociedad de los reinos romanogermánicos no conocía un orden preestablecido y riguroso y, en consecuencia, no había caminos ineludibles para el individuo sino que, a partir de ciertas condiciones, resultaba posible la libre aventura. Todo favorecía la tendencia individual a tentarla.
Pero para quienes ya habían tenido acceso a los grupos privilegiados, la tendencia era claramente conservadora, y se orientaba, primero, a consolidar los privilegios, y luego a perfeccionarlos. Para consolidar los privilegios, el titular de una dignidad que reportaba ventajas económicas y sociales procuraba perpetuarla transformándola en hereditaria, y poco a poco se logró esta finalidad en la práctica. Pero, a su vez, la aristocracia consiguió que los funcionarios reales, especialmente los condes, no fueran nombrados entre hombres ajenos a la región, de modo que por una curiosa confluencia de intereses, la nueva aristocracia se hizo pronunciadamente local. Este sentimiento se hizo muy fuerte con el tiempo y contribuyó a debilitar considerablemente el poder real, especialmente allí donde el intento coincidía con un arraigado sentimiento regional. Para perfeccionar los privilegios, los usufructuarios de beneficios trataron de obtener o consolidar la inmunidad, esto es, una situación de exención con respecto a las cargas fiscales y a la intervención judicial del rey. La inmunidad era una institución de origen Romano y gozaban de ella los dominios imperiales y algunos privados. Se estableció en los reinos romanogermánicos para los dominios reales y podía traspasarse a los beneficios –por cuanto éstos no perdían la condición de tierras reales– y a las tierras de la Iglesia como concesión especial. Los tenedores de beneficios pugnaron por lograrla para sus tierras, y entre los francos, por ejemplo, la adquirieron finalmente en el siglo VII, y por la misma época entre los visigodos y anglosajones.
La consolidación económica y social de la aristocracia fue, pues, fruto de la política de la monarquía, que de esa manera mostraba su fuerza y luchaba por acrecentarla creando una clase de fieles; pero en la misma medida se acrecentaba el poder de la aristocracia, la cual, lejos de solidarizarse con la monarquía, adquirió conciencia de su fuerza y comenzó a delinear sus propios intereses políticos de clase, resumidos en el designio de cada uno de sus miembros de alcanzar la corona e, inversamente, en el designio colectivo de aminorar el poder real. De este modo la aristocracia adquirió, en la segunda mitad del siglo VI, esa notable militancia política que caracterizó la historia de los reinos franco, visigodo y lombardo, y que adquirió su mayor potencia en los grupos que constituían el “palacio”, esto es, precisamente el sector de la aristocracia más favorecido, la nobleza de servicio.
Como clase con conciencia de tal, como partido político con claros designios, la aristocracia, y especialmente la nobleza palatina, se enfrentó con la monarquía. Esa lucha termina de aclarar el cuadro de la situación conflictual que predominaba en la sociedad de los reinos romanogermánicos. Pero no sería perceptible en toda su intensidad sin tener en cuenta el peculiar desarrollo de la monarquía.
3. Las tendencias de la monarquía
Los conquistadores germánicos llevaron consigo a los nuevos reinos que constituyeron una concepción del poder real de tradición germánica, caracterizada por una tendencia de la comunidad social a la restricción del poder unipersonal. La vieja organización de los principados sólo se conservó entre los sajones, pero puede verse en ella un esquema remoto que gravitaba de alguna manera en la concepción de la vida política. Las circunstancias, sin embargo, habían ido modificando esa concepción: el propio desarrollo de los pueblos germánicos, luego la influencia romana y finalmente el hecho de la conquista. Pero quedó siempre como una tendencia más o menos vigorosa la de establecer alguna limitación al poder unipersonal por parte de los grupos más importantes, que al menos conservaron el derecho de ser escuchados en los asuntos más graves, derecho que se trasmutó luego en uno de los deberes vasalláticos.
Cualquiera haya sido la influencia que en la evolución del poder monárquico tuviera la política romana durante el Imperio, lo que modificó más aquella concepción fue el hecho de la conquista, que ensanchó las posibilidades de acción individual. La monarquía adquirió entonces el relieve que fueron capaces de darle quienes ejercían el poder, y entonces aparecieron dos concepciones divergentes, con rasgos comunes, sin duda, pero en las que apuntaban elementos diversos; dos concepciones que, por lo demás, coexistían a veces en las mismas personas, pero que insinuaban diversas tendencias.
Una concepción fue la que representó eminentemente Clovis. Obraban sobre él algunos vestigios de las tradiciones restrictivas del poder unipersonal, pero su personalidad militar y política los sobrepasó y concluyó por crear, en la práctica, una autocracia ilimitada. Tal tipo de poder no conoció otro fundamento que la autoridad personal del rey, sin que contribuyera a realzarla ningún principio jurídico ni pudiera apuntalarla tampoco en caso de debilitamiento: era, simplemente, un poder de hecho. Era una autoridad que no se filiaba aisladamente según principios de derecho –ni germánico ni Romano– y en la que no habían hecho mella los principios del cristianismo. Ese tipo de autoridad fue el que ejercieron, por ejemplo, Clotario I, Chilperico, Genserico, Leovigildo, Kindasvinto, Alborno, Penda y otros, incluyendo entre ellos a Brunequilda. Una situación social inestable proporcionaba las ocasiones favorables para este ilimitado ejercicio de la autoridad personal, sobre todo en quienes llegaban al poder en virtud de situaciones de hecho: la conquista del territorio o del poder.
La otra concepción fue la que representó eminentemente Teodorico. De fuerte autoridad por el prestigio personal, obraban sobre él, además de la vaga tendencia restrictiva de la tradición germánica, las influencias romanas y cristianas. Cualquiera fuera la situación real del Imperio, la concepción política que preponderaba en quienes vivían en su ámbito era la de que el Estado constituía un orden jurídico, y que la política –la mejor política– consistía en establecer un sistema de normas que constituyera el estado normal de la convivencia. Nada importaba que se violara este sistema de vez en cuando. La tendencia general era crear un orden permanente, en el que además la conquista no jugaba un papel fundamental. A la influencia romana se agregaba la influencia cristiana, que en algunos reyes obraba acentuadamente. Ese tipo de autoridad fue la que ejercieron preferentemente Gontrán, Dagoberto, Grimoaldo, Gondebaudo, Eurico, Alarico II, Edwin u Oswald. No es extraño que las fuentes de origen Romano les fueran más favorables; pero independientemente de eso es evidente que revelaban una constante preocupación por fijar el status de las personas y los principios fundamentales de derecho compatibles, al menos, con la situación de hecho. Este esfuerzo no fue siempre fructífero, ni llegó a dar por resultado la constitución de un orden jurídico estable, y su reiterado fracaso puso de manifiesto el desajuste de la concepción monárquica, como mera estructura de poder, con la situación social.
En efecto, a pesar de los esfuerzos de quienes intentaron establecer un tipo de autoridad jurídica y cristiana –o una de ambas cosas–, la tónica general de la vida política en la sociedad de los reinos romanogermánicos se caracterizó por un tipo de autoridad basada en el hecho de la conquista del poder. De ese hecho derivaron sus rasgos más salientes.
Es significativo, entre ellos, la indeterminación del ámbito territorial. En rigor, y a pesar de la gravitación que ejercían las fronteras provinciales romanas, las nuevas formaciones políticas se instalaron dentro de límites fijados exclusivamente por situaciones de hecho. Tal fue el caso de los reinos de anglos, jutos y sajones, la historia de las fronteras visigodas antes y después de la batalla de Vouglé, el caso de la Septimania, el de los ducados lombardos, y especialmente el de los reinos francos y el de los reinos que nacen y desaparecen: los de los gépidos, suevos, alanos, vándalos y burgundos. En balde recordaban Beda y San Isidoro la grandeza de la antigua España y la antigua Bretaña. Esos límites no eran ya sino ideales políticos o culturales que nada tenían que ver con la realidad política, estrechamente condicionada por la eficacia inmediata de la fuerza militar.
Esta circunstancia es la que explica el abandono de los principios de derecho público de tradición romana y la tendencia a considerar el dominio territorial como mero patrimonio personal de los reyes; sólo en contados casos prevaleció el principio de la tanistry, y lo normal fue que, cuando un rey tenía autoridad suficiente para legar su reino, lo hiciera repartiéndolo entre sus hijos. Igualmente ocurrió con el sistema patrimonial que rigió en materia impositiva y fiscal. No era sino un signo más del autocratismo derivado de la conquista, del absolutismo a que conducía el origen fáctico del poder. El poder unipersonal y absoluto de los reyes romanogermánicos no estaba preestablecido por ninguna tradición jurídica ni se ejercitó siempre y en todas partes. Nació al margen de las tradiciones jurídicas de Roma y de los pueblos germánicos, al margen de los principios implícitos en la doctrina cristiana, aun entre los pueblos ya convertidos, y se desarrolló solamente allí donde y cuando la autoridad personal del rey fue suficiente para lograrlo, sin que tradición ni circunstancia alguna pudiera oponerle más freno que el de otro poder capaz de balancearlo. En su apelación a los reyes merovingios para que cesaran en sus luchas civiles, Gregorio de Tours hacía este juicio rotundo: “Acordaos de lo que ha hecho Clovis, el que marcha a la cabeza de todas vuestras victorias, el que ha dado muerte a los reyes enemigos, aniquilado a las naciones contrarias, subyugado países y pueblos; así os ha dejado un reino en toda su fuerza y su integridad; y cuando él hizo esas cosas, no tenía ni oro ni plata, como vosotros tenéis en vuestros tesoros. “ No tenía, pues, más que su autoridad personal, su fuerza, y sobre ella se constituyó su poder, como hicieron todos los reyes romanogermánicos, en la medida en que la poseían dentro de su propio pueblo.
Para ejercer ese poder unipersonal y absoluto, la monarquía romanogermánica no tenía, en efecto, otro instrumento que la fuerza. Usó una constante y reiterada apelación a la violencia, a las soluciones de hecho presididas por un desembozado realismo político. Y obrando cautelosamente frente a la fuerza, muchos factores procuraban limitarla con reducido éxito y reiterados fracasos: la tradición jurídica romana, la costumbre germánica, los principios cristianos. La historia de la autoridad real romanogermánica es la historia de la progresiva y variable relación entre el principio fundamental del poder de hecho y las tendencias constrictoras que trataban de limitarlo.
Pero no podían triunfar estas últimas sino en pequeña escala y en un plano superficial, porque ninguno de aquellos tres grandes sistemas de principios se adecuaba a la realidad compleja y tumultuosa que constituían las sociedades romanogermánicas: ni la tradición jurídica romana, que era el resultado de la convivencia secular de una comunidad homogénea, ahora alterada por la invasión y la conquista; ni la costumbre germánica, apropiada para pequeñas comunidades en muy precisas condiciones económicas y sociales; ni los principios cristianos que contradecían fundamentalmente los que eran propios de los conquistadores y los que resultaban imprescindibles para mantener y consolidar la conquista. De modo que la ecuación entre la radical estructura de poder en que se apoyaba la monarquía romanogermánica y el orden jurídico que intentaban consolidar los grupos que resistían en alguna medida el espontáneo absolutismo, no podía darse en un principio sino con crecida ventaja de la primera, que se ajustaba a la situación radical de las sociedades sobre las que había que ejercer el poder.
Por esa causa se produjo una constante oscilación en las tendencias políticas de la monarquía romanogermánica. En el juego de las fuerzas sociales y en el juego de las alianzas, la monarquía romanogermánica carecía de principios fijos y no respondía a otra finalidad que asegurar –o simplemente ejercitar– el poder. No obstaban los pretextos o los términos de las fundamentaciones jurídicas o morales que acumularon los consejeros áulicos –aunque importarán a la larga–, ni las justificaciones extraídas de textos o costumbres jurídicas o de pasajes de la Escritura; la monarquía no concebía el poder sino como la suma del poder, y cualquier disminución que se operara en ella la comprometía sustancialmente. Tal fue la consecuencia de su lucha con la aristocracia, de la que resultaron fórmulas políticas que entrañaban en el fondo la aniquilación del poder real, como había de verse en la última proyección de esa lucha, esto es, en el orden cristianofeudal.
4. Las tensiones entre aristocracia y monarquía
La crisis del poder real resultó de su lucha con la aristocracia y del curso que siguió esa lucha. No hubo en ella sino treguas, cuando una de las dos partes en conflicto se vio forzada a admitir la superioridad de la otra, pero que sólo duraron hasta que la parte vencida pudo recobrarse. Monarquía y aristocracia fueron dos términos inseparables de la ecuación política en los reinos romanogermánicos, y el conflicto resultó de la inestabilidad de las relaciones, porque a ninguno de los dos le fue dado ejercer la autoridad tanto tiempo y en condiciones de estabilidad suficientes como para asentar su poder y fijarlo a través de fórmulas jurídicas justificadas y consagradas por una larga eficacia. De modo que, si tanto el poder de la monarquía como el de la aristocracia fueron poderes de hecho, también puede considerarse de hecho la resultante política de esa tensión, esto es, todo el sistema de la vida social romanogermánica.
aristocracia y monarquía, en cuanto fuerzas políticas, tenían objetivos antitéticos, y se necesitó mucho tiempo antes de que la nueva aristocracia romanogermánica diseñara el tipo de monarquía que necesitaba –del que no podía prescindir– y que no sobrepasara sus propios intereses; entretanto, cada vez que conquistaba la corona y la otorgaba a alguno de sus miembros, indefectiblemente encontraba que la monarquía retomaba su propio camino y volvía a serle hostil. Esta situación de contraposición de intereses no existía en los pueblos germánicos, sino que fue creada por la conquista y la ocupación, con las múltiples posibilidades que abría para el poder que se ejercía sobre lo conquistado. Ataúlfo y Sigerico cayeron víctimas de los suyos por la aparición de esta diversidad de posibilidades que se dio entre los nuevos conquistadores; Clovis cedió o presionó según el potencial de su fuerza; Gondebaudo temió la sublevación de los suyos, según la acusación de Avitus; Edwin sometió a los grandes su propósito de convertirse al cristianismo, y Eadbald no se atrevió a desafiar su opinión, del mismo modo que Clovis mismo temió a los obispos como les acontecerá también a Clotario y a Chilperico.
La monarquía consiguió predominar en muchos casos, pues tenía medios poderosos para lograrlo. Sus métodos predilectos fueron dos; por una parte, crearse una nobleza adicta –la nobleza de servicio o nobleza palatina, constituida muchas veces por gentes de extracción inferior, inclusive libertos– a la que se otorgaba tierras en determinadas condiciones que parecían asegurar su lealtad; y por otra, obrando rápida y eficazmente contra los intentos de reacción de la nobleza –aun la palatina– que cada cierto tiempo, y cuando las ocasiones eran propicias, procuraba contener el poder real o apoderarse de él para otorgarlo a alguno de sus miembros, en busca de un reajuste de las relaciones recíprocas.
Esas ocasiones parecen haber aumentado a partir de la segunda mitad del siglo VI. La monarquía estaba por entonces trabajada, como institución, por su propia crisis interna: inestabilidad, imprecisión del régimen sucesorio, pérdida de prestigio y renovación de problemas territoriales, en tanto que la aristocracia se hacía fuerte debido a su poderío económico y a su prestigio local. Aunque débil e inestable, cierto sentido de clase había comenzado a aparecer entre sus miembros; y la consecuencia fue la acentuación de las tensiones con la monarquía, hasta degenerar en un estado de guerra perpetua.
Entre los vándalos, Gilimero desató la persecución contra la nobleza. Los visigodos –dice Gregorio de Tours repetidamente– “habían tomado este detestable hábito: cuando sus reyes no les gustaban, los asaltaban a mano armada y elegían en su lugar al que les convenía”. Así cayeron Teudis, Teudisclo y Agila, víctimas de conspiraciones. La realeza adquirió un aire autoritario con Atanagildo y sus sucesores bajo la influencia de la tradición bizantina. Pero Leovigildo, para asegurar su poder, “hizo perecer sin dejar uno solo –dice Gregorio de Tours– a todos aquellos que tenían la costumbre de matar a los reyes”; y agrega San Isidoro: “A cualquiera que vio muy poderoso o muy noble, o le cortó la cabeza o lo envió al exilio”, contándose entre sus víctimas su propio hijo Hermenegildo. Recaredo tuvo que afrontar sublevaciones diversas. Dos de ellas resultaron de la unión de la aristocracia arriana, laica y eclesiástica, y otra fue de carácter netamente político y la encabezó el duque Argimundo. Poco después de su muerte, su hijo Liuva fue despojado y muerto por Viterico, y éste a su vez ultimado por una conjuración de los suyos. Poco más tarde Suintila alcanzó el poder, y lo perdió a causa de una nueva conjuración organizada por Sisenando con el apoyo de toda la aristocracia. Así, entre la segunda mitad del siglo VI y la primera del VII, se empeñó una lucha por el poder de singular carácter, pues la aristocracia se opuso siempre a la monarquía, aun cuando la corona hubiera recaído poco antes de cada crisis en uno de sus miembros, porque el ejercicio del poder real conducía inexorablemente a su depositario hacia una política distinta de la que pretendía la aristocracia. Y este proceso ocurrió entre los visigodos precisamente cuando se desarrollaban sangrientas luchas civiles entre los francos, que se prolongaron desde 573 hasta 613 con terribles caracteres.
Gregorio de Tours preguntaba a los reyes que luchaban entre sí, al comenzar el relato de esas guerras intestinas: “¿Qué hacer? ¿Qué pedís? ¿Qué es lo que no tenéis en abundancia? En vuestras casas las delicias sobrepasan a vuestros deseos; vuestra despensa rebosa de vino, de trigo, de aceite; en vuestros tesoros se acumulan el oro y la plata. Mas os falta una cosa sola: la gracia de Dios, porque no conserváis entre vosotros la paz. “ Pero el obispo de Tours equivocaba el sujeto del episodio que se proponía narrar. La guerra sólo aparentemente era un conflicto entre los reyes; era, además de un conflicto por la expansión territorial y por la unidad regional, una lucha de todos contra todos, y especialmente de la aristocracia contra la monarquía, sin que faltara –aunque sólo poseemos escasas noticias– la movilización de las otras clases sociales. En 584, tres años después del asesinato de Sigeberto y a poco del de Chilperico, el rey Gontrán decía en la catedral de París, dirigiéndose a la multitud: “Yo os conjuro, hombres y mujeres que estáis aquí presentes, a que me guardéis una fidelidad inviolable y no me matéis, como habéis matado últimamente a mis hermanos; que yo pueda al menos durante tres años educar a mis sobrinos, a los que he hecho mis hijos adoptivos, por el temor de que –¡Dios no lo quiera!– después de mi muerte no parezcáis vosotros con esos niños, porque no quedará de nuestra familia ningún hombre fuerte para defenderos. “ Previamente había “devuelto todos los bienes que los fieles de Chilperico habían arrebatado injustamente a diversas gentes” y “se mostró benévolo con un gran número de gentes e hizo mucho bien a los pobres”. El mismo Gontrán amenazaba a los duques cuyos ejércitos habían devastado sus propios dominios, diciendo: “Si despreciáis las órdenes reales, si descuidáis cumplir lo que yo ordeno, vuestra cabeza debe caer bajo el hacha. ” A lo que los duques respondían: “¿Qué podemos hacer nosotros si el pueblo se abandona a toda suerte de vicios, si todos los hombres se complacen en la iniquidad? ¡Nadie teme al rey, nadie respeta al duque ni al conde! Y si alguno de nosotros reprocha esa conducta, si para conservar su vida quiere reprimirla, el pueblo se subleva, se producen tumultos y todos se precipitan para asaltar al prudente y sólo difícilmente puede escapar si no se decide a guardar silencio. “
En esa guerra llena de saña y crueldad, cuyas acciones se desarrollaban a través de un vasto territorio y según intereses circunstanciales, subsistía como fondo permanente el designio de la aristocracia de conservar y acrecentar su poder. El tratado de Andelot (noviembre 587) –que distribuía la herencia de Chariberto entre Gontrán, Childeberto II y Brunequilda– reiteraba disposiciones de un tratado anterior entre Gontrán y Sigeberto en relación con la situación política y económica de los leudes. Los beneficios que había recibido la aristocracia tanto eclesiástica como laica serían mantenidos, cualquiera fuera el azar de la guerra, y se les restituirían los que les hubiesen sido arrebatados, como si situara el status de la aristocracia poseedora por encima de los accidentes del conflicto entre los reyes. Pero la aristocracia aspiraba aún a más tanto entre los francos como en los otros reinos romanogermánicos.
En efecto, asegurada de hecho la perpetuación de sus ventajas económicas y aun de su situación política en las distintas áreas regionales, aspiraba la aristocracia a lograr que el poder real sirviera a sus propios intereses. El fin de la guerra civil merovingia quedó señalado por el edicto de París de 614, promulgado por Clotario II, que acusaba un considerable acrecentamiento del poder de la aristocracia laica y eclesiástica, a la que se le aseguraba, además de la restitución de los bienes que hubieran perdido sus miembros por mantenerse leales a sus señores, que los jueces serían elegidos dentro de la región que debían administrar. Clotario volvió a conceder nuevas reclamaciones más tarde a la aristocracia borgoñona; pero fuera de las ventajas concretas que concedía, puede advertirse en el tono general del edicto la tendencia a confesar la constante presión de la aristocracia: “Quod contra rationis ordinem acta vel ordinata sunt, ne inantea, quod avertat divinitas, contingat, disposuimos Christo praesole per huius edicti nostri tenorem generaliter emendare. “ El curso posterior de los acontecimientos aclara bastante el sentido de este paso dado por la monarquía, que debía dejar poco a poco jirones de su autoridad en manos de los mayordomos de palacio y de los grupos fuertes de la aristocracia.
No mucho después, en 633, la aristocracia laica y eclesiástica visigoda obtenía un señalado triunfo sobre la tendencia autocrática de la monarquía al imponer las medidas que registra el canon 75 del IV Concilio Toledano Se establecía en él que ningún soberano ocupa legalmente el trono si no es elegido por un sínodo reunido en Toledo y al que concurran los miembros de la aristocracia laica y del episcopado. De ese modo, la tendencia general del proceso político de los reinos romanogermánicos se precisaba en un inequívoco sentido: la elaboración de un poder limitado que emergiera de las clases privilegiadas, con lo que se anunciaba el perfil de la monarquía feudal.
Ni entre los francos ni entre los visigodos logró por entonces la aristocracia su propósito plenamente. La tendencia al ejercicio de la autoridad unipersonal y absoluta volvía a aparecer esporádicamente con diversa fisonomía. Una vez era el viejo dinasta, como Dagoberto, que reasumía el poder tradicional: “olvidando entonces la justicia que había amado en otro tiempo, inflamado de codicia por los bienes de la Iglesia y de los leudes, quiso, con los despojos que acumulaba de todas partes, llenar nuevos tesoros”. En otras ocasiones era el recién llegado al poder, unas veces como rey por elección, como entre los visigodos, y otras como mayordomo, funcionario que ejercía, un poder fuerte entre los merovingios. Kindasvinto, llegado al trono por una conjuración de los grandes, “sabiendo la costumbre que tenían los godos de destronar a sus reyes, porque él mismo había intervenido con ellos en semejantes conjuraciones, hizo matar sucesivamente a todos aquellos a quienes había visto levantarse contra los reyes precedentemente derrocados; condenó a otros al exilio y dio sus mujeres a sus leudes con sus hijas y sus bienes. Se cuenta que para reprimir aquel hábito criminal hizo matar doscientos grandes entre los primeros de los godos, quinientos de raza mediana . . . “. En el V Concilio de Toledo se estableció anatema contra los que pretendían adivinar cuándo moriría el rey para sucederlo, disposición que se repitió en el Fuero Juzgo; y hubo también un intento de legislar enérgicamente contra las conjuraciones en el VII Concilio de Toledo.
Decididamente, la aristocracia no lograba instalar en el trono visigodo a nadie que luego representara sus intereses sin caer bajo la tentación de la autocracia. Era, poco más o menos lo que ocurría con la nobleza franca por la misma época. Impulsaba al poder a un mayordomo, pero se suscitaba de inmediato o la disconformidad de algunos grupos de la aristocracia, o la tendencia del mayordomo al ejercicio autocrático del poder. Flaochad fue elegido durante la regencia de la reina Nantechilde, “por la elección de todos los obispos y de todos los duques” y “prometió”, por una carta y por juramentos, a todos los duques y obispos del reino de Borgoña, “que los mantendría a todos en sus bienes, en sus honores, y que les conservaría su amistad”; pero no tardó en sublevarse contra él el patricio Willebad. Grimoaldo, mayordomo de Austrasia, hijo de Pipino el Viejo, no sólo se preparó para gobernar enérgicamente, sino que reveló sus intenciones tratando de usurpar el trono para confiárselo a su hijo, bajo el nombre de Childeberto; pero su intento se vio frustrado, como se frustraría el del mayordomo de palacio de Neustria y Borgoña, Ebroin, contra el que se levantó violentamente toda la aristocracia.
Si se observa la situación de los reinos anglosajones por esta época, con sus extrañas alianzas entre paganos y bretones contra los reinos recientemente cristianizados, el progresivo triunfo de los mayordomos francos hasta llegar a Carlos Martel “que se destacó aplastando a los tiranos” y el destino de la monarquía visigoda durante sus últimos tiempos, se advierte que la tormentosa situación creada por el conflicto entre las dos fuerzas sociales sobrepasaba todo sistema de equilibrio y toda fórmula de estabilidad conocida o imaginada hasta entonces. Otros esquemas surgirán, concebidos a partir de las situaciones reales, y esos esquemas, ideados por los carolingios, resultarán finalmente eficaces y desembocarán en la monarquía feudal, tal como se organizó sobre las ruinas del Imperio Carolingio, que fue una breve pausa en el curso de este proceso.
II. LAS FORMAS DE VIDA Y DE MENTALIDAD
A la situación de hecho en el plano socioeconómico correspondió una situación de hecho en el plano sociocultural. Las invasiones germánicas se operaron sobre un ámbito en el que se venía produciendo un gigantesco proceso de transformación desde hacía varios siglos. Sobre la cultura romana –que ya encerraba diversos elementos heterogéneos pero en cuyo seno se había hecho, en los dos primeros siglos del Imperio, un considerable esfuerzo de homogeneización– comenzó a hacerse sentir fuertemente la influencia de las culturas orientales, y a partir del siglo III especialmente la del cristianismo, que sufría a la vez un proceso de transformación bajo la influencia de ciertas corrientes ajenas a su tronco originario. Al finalizar el siglo IV, el sistema de las ideas y creencias ofrecía ya una marcada incoherencia en el área occidental del Imperio. Atacados por el cristianismo, la concepción romana de la vida, el sistema de ideas y creencias vinculado con ella y el conjunto de normas derivadas se desintegraron; las viejas creencias siguieron en pie en muchas partes pero floreció lo que se conservaba escondido en ellas de superstición y magia, y la prueba de eficacia con que se quería defenderlas frente al cristianismo robusteció esta tendencia. Decaídas las creencias, las ideas y principios que dependían de ellas se desarticularon, perdieron su sentido y quedaron como aisladas reminiscencias que o nutrían ciertos grupos marginales o se conjugaban con otras corrientes alterándolas. El rasgo general fue un recrudecimiento de la superstición, de raíz romana en parte, pero muy robustecida con el contacto de las supersticiones orientales que habían llegado desde el Oriente a partir de la época de los Severos. Eran especialmente los cultos solares y los que, como éstos, importaban ciertas creencias de salvación que sacudían violentamente las conciencias. Y sobre esa tendencia, entre mágica y religiosa, se superpuso el cristianismo, que no era ya, por lo demás, una sola línea de doctrina sino un torrente complejo. Incidían en él, sobre todo, elementos del neoplatonismo y además la indecisa influencia divergente del Antiguo y el Nuevo Testamento, todo lo cual hacía sumamente intrincado no sólo el cuadro de las creencias sino también el de las ideas y principios que derivaban de ellas. Sobre este cuadro tan complejo incidió la influencia germánica alterando la vigencia de ciertas doctrinas y principios e introduciendo su propio bagaje espiritual, que llegaba acentuado por la preponderancia social de sus portadores. Así se desencadenó la situación caótica que predominó en el plano sociocultural. El primer testimonio de ella fue el dislocamiento de las formas de vida.
1. Las formas de vida.
La experiencia y la sensibilidad contemporáneas acusaron algunos caracteres singulares de la época. Se observó que se perdía el amor a las letras, la capacidad para las cosas del espíritu, y se experimentó un acentuado sentimiento de inferioridad frente a los autores de la Antigüedad. Gregorio de Tours afirmaba que “la cultura desaparecía en las ciudades de Galia” y más adelante decía: “desgraciado tiempo el nuestro, porque el estudio de las letras perece entre nosotros”.
Fredegarius, por su parte, señalaba que “el filo de la sabiduría se embota en nosotros; ningún hombre de esta época es igual a los oradores de los tiempos pasados y ni siquiera se atreve a pretenderlo”; y poco más tarde Eghinardo, aun cuando advertía que algunos de sus contemporáneos confiaban en que su época no merecería el olvido –sobre todo teniendo en cuenta la personalidad de Carlomagno–, señalaba que su público estaba constituido por gentes a quienes “aburren aun las obras de los mejores y más doctos escritores” y que él mismo era “un homo barbaras que, apenas iniciado en el manejo de la frase latina, ha creído sin embargo poder escribir de manera decente o conveniente en esta lengua”. La cultura parecía ser, pues, por excelencia, la cultura clásica, aquella que se empeñaría en salvar Isidoro de Sevilla, y es curioso que aun éste, tan versado en textos cristianos, no exalte la sabiduría cristiana en cuanto podía integrar un conjunto homogéneo con el saber pagano, como si estuviera seguro de que constituían dos mundos paralelos e irreductibles a unidad. Pero perdiéndose el trato con el saber clásico, la vida intelectual declinaba. Parecía digno de mención en el siglo VI el hecho de que algunas personas cultivaran los estudios, y Gregorio de Tours destacaba que Andarchius era “notable por su instrucción, pues conocía las obras de Virgilio, las leyes del Código Teodosiano y la ciencia del cálculo”.
Pero el mismo afán de Isidoro de Sevilla testimonia la certidumbre de que los estudios apenas interesaban ya sino a muy reducidos círculos, preferentemente de eclesiásticos. La tradición de usar el ocio para el cultivo del saber se perdía, y las inquietudes espirituales se orientaban más bien hacia la salvación, en un mundo inquieto y sobresaltado. Pero es curioso que fuera un representante del espíritu cristiano el que, como más tarde Beda y Alcuino, se empeñara en salvar el saber pagano, y cultivara esos estudios sin insistir demasiado en lo que, en el fondo, importaban como negación del espíritu cristiano.
Más curiosa es la importancia que Isidoro dedica en las Etimologías a la guerra y los juegos. En las costumbres de la nueva aristocracia de los reinos romanogermánicos, la guerra ocupaba un papel preponderante. La tradición germánica asignaba a los ejercicios viriles marcada importancia, y en eso coincidía en parte con cierta tradición romana. Pero de esta última perduraría sobre todo el entusiasmo por el espectáculo, que la nueva aristocracia mantuvo. Chilperico hizo construir circos en Soissons y en París “donde dio espectáculos al pueblo”. Esta perduración de tal costumbre es significativa por el asentimiento que le prestaron los nuevos señores, pero más significativa es aún la importancia que parece atribuirle San Isidoro, que dedica a los espectáculos buena parte del libro XVIII de las Etimologías. Los censura en ocasiones y recomienda a los cristianos que se aparten de ellos: “Sé tú ajeno a este lugar (el circo), ocupado por Satanás, pues está saturado del demonio y sus secuaces”, pero se detiene a describirlos y explicarlos largamente como si merecieran ser conocidos, sin duda por el favor de que gozaban o por el antiguo prestigio con que aún estaban ornados.
La nueva aristocracia se adhirió, pese a la presunta severidad originaria de la vida germánica, a todas las formas de la vida aristocrática romana, con su culto del ocio, de los juegos, de los festines, Venancio Fortunato nos sorprende con el relato de uno de esos festines: “Mira, dichoso comensal, las bienaventuradas delicias, que el perfume adorna antes de que el sabor les dé aprobación. Las flores rutilantes sonríen nuevamente y ni el mismo campo ofrece tantas rosas como esta mesa, donde, entre paños de púrpura, blanquean los lechosos lirios. El recinto exhala perfumes que pugnan unos con otros por imponerse; los manjares descansan sobre ramas que aún destilan. Tan grande es la abundancia que podría creerse que un suave prado de serenas flores verdea bajo los techos. Si nos cautivan estos encantos fugitivos que tan pronto se alejan y desvanecen, ¡cuánto más han de atraernos, oh paraíso, tus banquetes!” Acaso menos refinados, banquetes tan bien provistos como éste se celebraban con harta frecuencia en el seno de la aristocracia y en la corte. Pero es curioso que éste que nos relata Venancio Fortunato se haya realizado en un monasterio, en el de Poitiers, fundado por Radegunda. Otros muchos poemas de Venancio Fortunato prueban que esa atmósfera era la habitual en el monasterio, en el que sabemos, además, que había baños para las monjas y que era lícito jugar a los dados, todo lo cual no parecía demasiado extraño, según quedó aclarado ante el tribunal eclesiástico que juzgó en 590 las acusaciones de Chrodielda contra la abadesa Basina. De modo que la presión de las costumbres mundanas había influido considerablemente aun en los reductos en los que debía conservarse y cultivarse la vida ascética mediante la perpetuación de hábitos propios de la aristocracia romana, caracterizada por una sensualidad y un refinamiento que en otro tiempo había fustigado violentamente la prédica cristiana.
También se acusaba el violento contraste entre la piedad cristiana, la juridicidad romana y el predominio de la violencia. La guerra era la situación normal de los reinos romanogermánicos, y satura las crónicas y las biografías con su horror. Acompañaba a la guerra el saqueo y la destrucción, acaso no con mayor saña que la que prevalecía en el Imperio, pero sí con mucha más frecuencia dada la situación conflictiva imperante. Es curiosa, por contraste, la descripción que hace Beda de la situación de Bretaña durante el reinado de Edwin: “Se dice que hubo entonces una paz tan perfecta en Bretaña, mientras Edwin reinó, que, como aún se dice proverbialmente, una mujer con un recién nacido podía marchar de un extremo a otro de la isla, de mar a mar, sin recibir ningún daño. “ Sin duda era una situación excepcional digna de ser destacada, y las crónicas confirman ese contraste. Lo normal era la inquietud y la inseguridad dentro de cada reino y la tensión entre los reinos vecinos. El duelo judicial de origen germánico agregaba al daño originario nuevos daños, y a veces tan desproporcionados que superaban al que le había dado origen. Gregorio de Tours cuenta que la indagación de quién había cazado un búfalo en un bosque del rey Gontrán costó tres vidas. La venganza, también de origen germánico (faida), se generalizó con prescindencia de la intervención del poder público y originó cadenas de muertes; y el crimen, utilizado como medio normal de acción, proliferaba y cundía como desahogo de las pasiones y como vía utilizable para conseguir ciertos fines. Son muchos los crímenes políticos cuya mención llena las crónicas del período; constituye un elocuente testimonio la siniestra historia de las guerras civiles francas que giran alrededor de las dos impresionantes figuras de Fredegunda y Brunequilda; pero más elocuentes son los intentos de asesinar a San Benito de que da cuenta Gregorio Magno.
“Costumbre” llama Gregorio de Tours a la que habían tomado los visigodos de asesinar a sus reyes, y no faltan los testimonios de que esa tendencia existía tanto en la aristocracia laica como en la eclesiástica. Los religiosos, en efecto, provenían de clases sociales que recogían las tendencias dominantes y cedían ante su presión sin que las convicciones religiosas bastaran para contrarrestarlas, pues en tal sociedad las virtudes cristianas –mansedumbre, humildad– resultaban casi impracticables excepto por espíritus de un temple excepcional. Así se explica el sentimiento de la aristocracia laica con respecto al estado religioso; se procuraba eliminar a los sacerdotes de la vida política o limitar su acción; se los complicaba en crímenes y los religiosos no eran ejemplo de santidad; para eliminar de la lucha por el poder a Eborico, rey de los suevos, Andeca, “después de hacerlo monje, lo condenó a un monasterio”; pero Leovigildo derrotó luego a Andeca y lo puso en la misma situación, pues “después de tonsurado, tras los honores reales lo sometió a los deberes del presbiteriado”. Es el mismo procedimiento que hallamos en uso otras veces; Gregorio de Tours nos cuenta que fue aplicado al senador Avitus, que llegó a ser emperador, “pero los desarreglos de su conducta lo hicieron rechazar por el senado, y fue entonces consagrado obispo de Plascencia”. Más tarde se aplicó a Chararico y su hijo por Clovis, a Meroveo por Chilperico y a Gondovaldo por Clotario. Así terminó la dinastía merovingia. Tan alta como pudiera ser la idea que el cristiano tuviera del sacerdocio, esa valoración no lograba imponerse sino excepcionalmente por sobre el poder de hecho que representaba la aristocracia romanogermánica, exponente de una concepción de la vida en la que prevalecían tradiciones no cristianas y muy compenetradas del valor de lo terrenal; quizá por eso el sacerdocio procuró adquirir otro poder apelando a su fuerza espiritual, y acaso más frecuentemente a lo sobrenatural. “Estás amenazado por el juicio de Dios”, decía el obispo Gregorio al rey Chilperico en una entrevista; y recordando el castigo del conde de Angulema apostrofaba: “¡Que todos se maravillen, admiren y teman hacer injurias a los obispos! Pues Dios venga a sus servidores que confían en él. “ Esta apelación al poder sobrenatural del sacerdote conquistaba para él parte del ascendiente que le negaba el elemental sistema de valores por el que se regía la aristocracia laica y los poderosos. Algunos los temían por eso, y Beda ofrece esta curiosa referencia: “El rey (Ethelberto de Kent) vino a la isla, y, situándose en un lugar abierto, ordenó que Agustín y sus compañeros fueran traídos a su presencia, pues había tomado la precaución de que no le fueran presentados dentro de una casa por miedo de que, según una antigua superstición, pudieran imponerse y obtener lo mejor de él si ellos practicaban algún arte mágico. “
También se produjo un vigoroso contraste entre las tradiciones en contacto en lo que se refiere a la vida familiar, a la institución matrimonial y a la filiación de los hijos. Abundan los ejemplos de crímenes familiares. Isidoro de Sevilla califica a Liuva como “nacido de madre innoble, pero señalado por el carácter de sus virtudes”. El hecho fue frecuente y con seguridad no sólo entre los reyes. Entre éstos lo fue tanto que se consideró normal y se admitió cierto principio que Gregorio de Tours expresa de modo explícito: hablando del rey Gontrán refiere que el obispo Sagitario manifestó “que sus hijos no podían poseer su reino porque su madre había sido tomada entre las sirvientas de Magnacario para que entrara en el lecho del rey, ignorando que ahora, sin tener en cuenta la condición de las mujeres, se considera hijos del rey a aquellos que el rey ha engendrado”. El cronista abunda en referencias sobre la poligamia de los reyes. Isidoro, refiriéndose a Teudiselo, y Gregorio aludiendo a Childerico, hablan de cómo prostituyeron sistemáticamente a las mujeres de su pueblo, y en ocasiones se enumeran las esposas de los reyes. Sin duda la reiteración del hecho enervó la condenación de la Iglesia y acaso la resistencia de la tradición jurídica romana; pero cuando la ocasión se hacía propicia, la Iglesia ejercía la crítica, sobre todo si el censor gozaba de una autoridad tan alta que lo pudiera poner a cubierto de la irritación de los reyes. Es sumamente significativo el incidente de San Colombán con el rey Thierry y la reina Brunequilda, en el que San Colombán reprochó a Thierry que mantuviera varias concubinas aduciendo que un matrimonio legítimo daría prestigio a la corona y a sus sucesores; Brunequilda se opuso y presentó provocativamente a San Colombán las concubinas de Thierry y sus diversos hijos para que los bendijera, pero el monje se negó afirmando que no poseerían jamás el cetro real; el rey prometió enmendarse, pero cedió muy pronto de nuevo a la tentación y comenzó una ofensiva contra el monje. Es curioso que el rey reprochase a San Colombán su intransigencia, cualidad que lo diferenciaba de los otros obispos; pero la observación es menos inexplicable si se tiene en cuenta la prudente recomendación moral de Gregorio de Tours, como acotación al relato del desenfreno del abad Dagulfo: “Este ejemplo debe enseñar a los clérigos a no tener comercio con las mujeres del prójimo, lo que les prohíben las leyes canónicas así como todas las Santas Escrituras, y contentarse con aquellas que puedan poseer sin crimen. “ Se explica, pues, que Isidoro de Sevilla dijera refiriéndose al matrimonio: “mucho mejor es que haya buenas costumbres que no riquezas; sin embargo, hoy más se busca la riqueza o belleza que no la probidad de las costumbres”.
Hubo una innegable persistencia de la predicación de la moral cristiana y una influencia, no menos innegable, de los ejemplos de ascetismo y humildad que ofrecían quienes habían optado por seguir sus preceptos. Pero probaron su ineficacia y la persistencia de tradiciones de muy distinto sentido, junto a las cuales se colocaban esas normas abriendo un irreductible conjunto de posibilidades. Había opción, pero había posibilidades muy diversas, por la vigencia simultánea de diversos sistemas morales. Era, pues, una situación conflictual en el plano moral, que no era sino reflejo de la situación conflictual en que se hallaba el plano de las ideas y las creencias.
2. Las corrientes de ideas y creencias.
Esa situación conflictual provenía de la presencia simultánea de diversas corrientes culturales. La aparición de las poblaciones de origen germánico en el área romana occidental implicó la introducción de un cierto caudal de ideas y creencias que, aunque no estaba respaldado por el prestigio de su superioridad espiritual, lo estuvo en alguna medida y por algún tiempo por la situación de predominio social de sus portadores. Pero ese caudal de ideas y creencias no se asentó sobre un campo homogéneo, pues las tradiciones romanas y el cristianismo operaban difícilmente su adecuación, y aun este último constituía un sistema complejo de creencias.
Las invasiones se produjeron sobre territorio cristianizado, pero en el que la fusión entre paganismo y cristianismo era todavía precaria. Rechazada oficialmente la antigua religión pagana, su culto había quedado relegado a los recalcitrantes; pero no habían desaparecido ciertamente las ideas y creencias que arrancaban del politeísmo Romano, ni siquiera en la propia Roma. En la primera ocasión, al apoderarse el usurpador Eugenio del poder en 392, los partidarios de las antiguas tradiciones lograron que se volviera a levantar en el Senado la estatua de la Victoria, que había sido ya antes motivo de enconadas disputas. Puede suponerse el vigor que conservarían esas tradiciones si podían hasta movilizar a sus portadores en arriesgada defensa de sus símbolos. Todavía Boecio consideraba una gloria el haber alcanzado las dignidades públicas, pero no faltan otros testimonios, pues San Jerónimo y San Agustín volverán reiteradamente sobre el tema. Más vivas estaban esas tradiciones en otros lugares, y conservaban toda su fuerza en las regiones rurales. Pero se advierte que esa fuerza menguaba y perdía capacidad para oponerse a la penetrante catequesis apoyada por el Estado y por la vigorosa organización de la Iglesia.
En efecto, la fuerza del cristianismo era arrolladora y lograba victoria sobre victoria. La Iglesia se transformó en una institución privilegiada, y la doctrina acudió a diversas necesidades espirituales con adecuadas soluciones. En los estratos más elementales la taumaturgia respondió con eficacia a la necesidad de percibir de manera inmediata la fuerza sobrenatural, y el ritual satisfizo la aspiración al misterio. Pero el cristianismo no se agotaba allí. Ofrecía una doctrina de salvación para todos los que se inquietaban por el más allá, y además una vía de escape de la realidad a los que la buscaban. Al vigoroso realismo Romano –todavía Boecio repetía que “conservar la vida es el mayor pensamiento que tienen los hombres”–, se oponía una tendencia a la subestimación de la realidad, que había de constituir, por cierto, una de las características más profundas del cambio cultural durante los siglos subsiguientes.
Del neoplatonismo, sobre todo, sacó el cristianismo una marcada tendencia a despreciar la realidad sensible por falible y precaria, y a situar la finalidad del hombre sólo en el mundo de lo inteligible, que el cristianismo entendió como el reino de Dios. Poco a poco, junto a la imagen del mundo terrenal, mundo sensible, como exclusivo escenario de la aventura humana, apareció otra imagen de él como mero lugar de tránsito en el que no residía ninguno de los valores fundamentales y perdurables. Y surgiría un conflicto entre ambas concepciones, la primera de las cuales cedía poco a poco, en tanto que poco a poco se fortificaba la segunda.
Los pueblos germánicos agregaron a esta situación conflictual un nuevo caudal de ideas y creencias. Algunos grupos –visigodos, ostrogodos, vándalos, burgundos, suevos, lombardos– se incorporaron al ámbito occidental ya convertidos al cristianismo arriano; otros, en cambio, mantenían sus viejas creencias odínicas, como los francos, los anglos, los sajones, pero aun los primeros acusaban muy escasa penetración de la doctrina y en todos subsistía fuertemente una tendencia naturalística que entrañaba una vaga conexión entre la realidad sensible y un mundo sobrenatural en el que se ocultaban fuerzas desconocidas que trascendían al mundo real. Ciertos grupos, en contacto temprano y directo con el Imperio Romano y luego desconectados de los antiguos hogares del tronco germánico, cedieron más pronto a la influencia romanocristiana, en tanto que los que se mantuvieron largo tiempo en contacto directo con las poblaciones no convertidas y fuera del área de acción del cristianismo, persistieron en sus creencias más tiempo y conservaron escondidas ciertas tendencias originarias. El proceso de aglutinación espiritual y de reducción de todo el complejo social del mundo occidental al común denominador del cristianismo se realizó, pues, sobre muy distintas bases, sus etapas fueron muchas y muy diversas, y los resultados en cada instante muy variables según circunstancias de tiempo y lugar. Así se explica que en el plano de las ideas y creencias se encuentre una situación conflictual equiparable y paralela a la que se advierte en el sistema de las relaciones sociales.
3. La imagen del mundo: realidad e irrealidad.
Donde mejor se nota tal situación es en el cambio progresivo que sufrió la imagen del mundo, en la que se proyectaba la mutación de valores que se operó sobre la realidad sensible. realidad e irrealidad, términos inequívocos e inconfundibles en la imagen romana del mundo, comenzaron a confundir sus límites y a proyectar una escala imprecisa para la estimación de la vida.
Todas las corrientes culturales que confluían en el área romanogermánica admitían que podía percibirse entre la realidad natural y la realidad social una innegable aunque oscura relación; esta creencia se afirmó progresivamente y tendió a transformarse en un sistema estricto, susceptible de proporcionar normas inequívocas. Una extraña confluencia de ideas permitía decir a Isidoro de Sevilla, hablando de la naturaleza, que “los ríos crecen sobremanera no solamente para infligir un daño presente, sino también, a veces, para significar algunas cosas futuras”. Esta correlación podía suponer, indistintamente, la expresión indirecta de la voluntad divina o una vaga concepción animista o panteísta, o una imprecisa doctrina astrológica. Pero cualesquiera fueran las implicaciones de tal juicio, la relación estrecha y necesaria entre ambos aspectos de la realidad estaba arraigada en las mentes y constituyó uno de los criterios para interpretar la realidad social y sus cambios. El mismo Isidoro lo aplica en más de una ocasión, y cierta vez utilizando una cuidadosa descripción del fenómeno físico a la que agrega dos acotaciones: una sobre la relación entre la magnitud del hecho histórico y la abundancia de los signos, y otra sobre la evidencia del designio divino de acentuar la trascendencia del acontecimiento, y Gregorio de Tours acude al mismo criterio reiteradamente. La relación parece tan evidente que el historiador describe el signo señalando la fortuita inminencia del fenómeno que debía anunciar incluso si no se lo conociera o imaginara.
Pero esta relación admitía más de una explicación, según las creencias en vigor. Los cristianos atribuían los signos a sus dioses y santos con caracteres de total evidencia, pero Isidoro no deja de señalar que había quienes veían en esos signos otras fuerzas, y que, además de los sacerdotes cristianos, otros se atribuían la capacidad de interpretarlos según sus creencias. Litorio, jefe del ejército Romano, se había dejado engañar “por los signos de los demonios y las respuestas de los arúspices”, e Isidoro, al lamentar las consecuencias de su error, admite que, aunque “falaces”, se observan “prodigios de los demonios; esto es, que ciertas fuerzas sobrenaturales se manifiestan, pero sin que sus signos correspondan exactamente al curso de los hechos dispuesto por la Providencia.
El providencialismo cristiano, en cuanto afirmaba la necesidad del orden histórico, coincidía, pues, con otras creencias según las cuales la naturaleza expresaba vaga o precisamente el curso histórico, movido por dioses –que los cristianos consideraban demonios– o por imprecisas fuerzas misteriosas que sólo se reconocían a través de esos signos. El providencialismo cristiano arrastró poco a poco todas esas creencias y trató de reducir todas las fuerzas misteriosas a la idea de Dios, pero por debajo siguieron vigentes aquellas creencias, romanas unas, germánicas otras. Una idea, sin embargo, se fortalecía en la puja entre los diversos sistemas explicativos: la de que la realidad –tanto la realidad natural como la realidad social– reflejaba un mundo misterioso y expresaba las fuerzas ocultas y decisivas que residían en él.
Ese mundo parecía traspasar el de la realidad sensible e irrumpía en él, de modo que simultáneamente se ofrecían a la experiencia un conjunto de fenómenos inteligibles y otro conjunto de fenómenos ininteligibles. Bastaría, para probar que la experiencia contemporánea acusaba vigorosamente la presencia del primer conjunto de fenómenos, el hecho de que pareciera necesario destacar, afirmar y sostener la existencia del segundo. Abundan las referencias a prodigios, pero esta misma abundancia prueba el vigor de la experiencia inmediata acerca de los fenómenos explicables e inteligibles. Los ininteligibles, los sobrenaturales, tienden a afirmar la coexistencia de lo que la experiencia consideraba normal con lo que la experiencia consideraba anormal. Y es innegable que la difusión de la creencia en lo sobrenatural determinó la tendencia a no discriminar entre realidad e irrealidad o entre realidad normal y realidad anormal.
Pero durante los primeros siglos que siguieron a la conquista estaba todavía en marcha el proceso de imposición sistemática de lo sobrenatural sobre la experiencia inmediata. La fuerza de esta última exigía que se afirmara enérgicamente la vigencia de lo que la contradecía; y aunque en todas las tradiciones culturales que confluían entonces en el área había elementos que inducían a esa progresiva indiscriminación entre realidad normal y realidad anormal, ninguna, sin embargo, necesitaba afirmar la realidad de la irrealidad tan enérgicamente como el cristianismo, y fue él el que canalizó aquellas vagas tendencias a lo misterioso que obraban en el espíritu Romano y en el germánico.
El espectáculo de la bóveda celeste parecía reservar insondables enigmas. Unas veces se señalaba la aparición de un cometa, otras el oscurecimiento de la luna, la coloración rojiza del cielo, la aparición de globos de fuego o de extraños círculos alrededor del sol, y en alguna ocasión la lluvia de sangre: “muchas personas –comenta Gregorio de Tours– la recibieron en sus vestidos y los ensució con tales manchas que se despojaron de ellos con horror”. Sobre la tierra parecían no faltar análogos prodigios: montañas que mugen durante sesenta días y finalmente se derrumban, lagos cuyas aguas hierven o se convierten en sangre, árboles que florecen fuera de estación o que dan frutos distintos a su naturaleza, aguas que tienen poderes misteriosos. Pero el prodigio no podía, seguramente, imaginarse como produciéndose sin causa. Si la naturaleza abandonaba su vía regular y adoptaba otra diversa era porque quería señalar algo que importaba, eso sí, en el campo de la vida sociocultural. Hay cuerpos que no se corrompen con la muerte, pero son los de los mártires o los santos; se producen prodigios cerca de ciertas tumbas o de ciertos lugares vinculados de alguna manera a un santo; crece más bello el pasto, o se transmite un poder mágico a los objetos relacionados con el episodio o aun al polvo del lugar; mana sangre de la hostia o se llenan misteriosamente las fuentes en cierta fecha que corresponde, según la tesis ortodoxa, a la Pascua. Esta apelación al prodigio suponía una voluntad de interpretación sobrenatural de la realidad. Beda narra que un viajero observó en cierto lugar que el pasto, crecía “más verde y más bello que en los demás”, y agrega que “infirió juiciosamente que no podía haber ninguna otra causa de esa desusada acentuación del color verde sino que hubiese sido muerta allí alguna persona de mayor santidad que las demás”; y también compuso su De tonitruis libellus para explicar el significado del trueno. Este tipo de evidencia de la acción de lo sobrenatural sobre la naturaleza tendría vasto alcance; una vez admitida, estimulaba a interpretar eventualmente toda la realidad según ese principio: el comportamiento anormal de la naturaleza misma, la acción de los irracionales y la acción humana, atribuyéndole al mal un valor de castigo y a su autor el de un instrumento divino; pero la interpretación naturalista mantenía su fuerza; cierto realismo a veces ostensible campea por las páginas de los cronistas, testimoniando la resistencia del naturalismo a ceder totalmente frente a una explicación sobrenatural. Esta confluencia de interpretaciones originará una curiosa interpenetración de la realidad y la irrealidad. Gregorio de Tours, en una digresión sobre la resurrección, dice a un incrédulo, después de haber aducido numerosos textos: “Esta resurrección nos es demostrada por elementos visibles a nuestros ojos; vemos las hierbas, cubiertas de follaje en estío, despojarse de él en invierno y recobrar su manto de follaje en la primavera como resucitadas. Se reconoce aun en las semillas arrojadas a la tierra, confiadas a los surcos; llegan a morir, pero renacen en seguida en una abundancia de frutos, como dice el apóstol Pablo: ‘Insensatos, ¿no veis que lo que sembráis no adquiere vida si antes no muere?’ Todas esas cosas se manifiestan al mundo para que crea en la resurrección . . . ” El fenómeno que escapa a la experiencia sensible se asimila, pues, al que se conoce por la experiencia sensible, de modo que se tiende a afirmar la íntima interpenetración de realidad e irrealidad.
Pero este mundo de la irrealidad –que había de desarrollarse más y más– tomaba ya poco a poco una notable magnitud. En principio constituía un orbe con existencia propia del que era posible enterarse por diversas vías pero que ocultaba su peculiar estructura. Era el mundo de Dios y los bienaventurados, y también el de los seres misteriosos en los que se creía según distintas tradiciones y que el cristianismo agrupaba bajo el rótulo de demonios; y era también el de Los seres fantásticos. Ese mundo hacía irrupción y se mostraba al hombre accidentalmente, y aun era posible que el hombre –en la vigilia o en el sueño– se introdujera en su seno y llegara a tener de él una imagen directa y precisa: nada caracterizará luego la “aventura” tanto como su ocasional desarrollo en el mundo de la irrealidad.
El cristianismo ofrecía una idea relativamente clara del trasmundo. El reino de Dios y de los bienaventurados podía variar en cuanto a las descripciones, pero podía ser presentado de manera coherente. Empero, cuando se trataba de hacer penetrar esa idea en la mente romana y en la mente germánica se producían ciertos choques, de los que resultó una peculiar concepción de la irrealidad. Aun aceptando teóricamente la idea del Dios cristiano, se dejaba subsistir la idea de dioses vernáculos, y acaso se mantenía oscuramente cierto tipo de creencia en su existencia y en su poder. No faltó el cotejo. Si en el memorable episodio de Coifi, el gran sacerdote de Northumbria, el contraste favoreció, como en tantos otros relatos, al Dios cristiano, es significativa la reflexión que Gregorio de Tours pone en boca del rey Clotario al morir en 561. En medio de sus padecimientos, decía: “¡Ay!, ¿qué pensáis que sea ese dios del cielo que hace morir así a tan poderosos reyes?” Abundan los textos que señalan el mecanismo de la conversión, movida casi siempre por un criterio de eficacia. La divinidad del cristianismo terminaba por parecer más poderosa, y es bien conocida la intervención que la taumaturgia tenía en esta decisión. Pero ese mecanismo prueba que no era absolutamente necesario eliminar la creencia anterior en holocausto a la nueva, aparte de que el sentimiento religioso que operaba en el caso era, en general, bastante elemental. Puede creerse, pues, que para muchos el mundo de la irrealidad estaba poblado simultáneamente, después de las conversiones, por el dios cristiano y los bienaventurados y por numerosos seres de naturaleza divina, acaso imprecisa, que coexistían con aquéllos. Mantenidos por la superstición, por el atavismo, gravitaban distintamente, según el grado de profundidad alcanzado por la fe cristiana en cada conciencia; pero no desaparecían del mundo de las creencias y obraban de distintas maneras. Los recordaban las tradiciones de los pueblos germánicos, alimentaba ese recuerdo, sobre todo, la perduración de las viejas creencias en las ramas aún no convertidas, y sobrevivieron durante mucho tiempo a la ofensiva que sobre ellos lanzó el cristianismo. El mismo Beda recuerda a Woden como antepasado en cuarta generación de Henguist y Horsa.
Martín Dumiense e Isidoro de Sevilla ofrecen de los dioses paganos una explicación típicamente evhemerista y evitan nombrar a los dioses germánicos y explicar su naturaleza; Gregorio de Tours recuerda que “los francos se habían hecho imágenes de los bosques, de las aguas, de los pájaros, de las bestias salvajes y de otros objetos, y tenían la costumbre de adorarlas como divinidades y de ofrecerles sacrificios”, y pone en boca de Clotilde un argumento que se repetirá muchas veces, acerca de que los llamados dioses de los paganos son “de piedra, de madera o de metal”; pero se evitan los nombres germánicos de los dioses y se los confunden con los nombres latinos. Martín Dumiense habla también del culto que se le rendía a “piedras, árboles y fuentes; de la costumbre de encender velas en las encrucijadas de los caminos, adornar mesas, poner lauros, arrojar alimentos y vino en el fuego, o pan a las fuentes, y otras muchas supersticiones”. Beda afirmaba que los malos espíritus hollaban los aires. Se los negó, pues, pero en ocasiones se admitió el carácter de seres existentes y de naturaleza sobrenatural, y se los asimiló a los demonios.
Una fácil acomodación asimilaba a los demonios con el demonio. Rebajados les antiguos dioses, se los transformó en espíritus del mal, pero, su circunstancial poder se imponía y evitaba que se los olvidara, forzando por eso al cristianismo a combatirlos. El método fue, precisamente, esa asimilación a los demonios, cortejo y ejército del diablo de la tradición cristiana. En la figuración del mundo de la irrealidad, el papel del demonio y su cortejo de malos espíritus fue inmensa. Se los consideró como causa necesaria de todos los males, a veces por vía de hipótesis, pero apelando al consenso unánime; se recuerda que “siempre vela”, que es el “antiguo enemigo” del hombre y que “conoce muchas cosas futuras”; pero lo más importante es que el demonio “tiene mil artificios para hacer el mal”; unas veces crea ilusiones que engañan al hombre, otras se presenta adoptando las formas más inverosímiles: como un pájaro, como una mujer, como un muchacho negro o simplemente con el aspecto convencional e impreciso de un ser extraño que echa fuego por los ojos. De ese modo, la realidad adquiría virtualmente la posibilidad de no ser nunca lo que aparentaba, y se introducía un principio de duda acerca de qué era y qué no era la realidad, la cual constituía por esa vía una entidad única con la irrealidad, sin posibilidad de discriminación segura. Otras veces el demonio se instala en un ser humano y domina su razón o sus instintos; el “poseso” se caracteriza por ciertas señales exteriores: temblores, espasmos, castañeteo de los dientes, y sobre todo, enajenación mental que, alguna vez, pone al individuo en trance y le proporciona ciertas aptitudes extraordinarias. El hombre parece tal pero es sólo un instrumento de una potencia maligna que desafía a la razón humana con el enigma de cuál es su verdadera naturaleza. San Cutberto –relata Beda– analizó los síntomas de la enfermedad de una mujer y llegó a la conclusión de que “no era una enfermedad corriente sino una visita del demonio”. La enfermedad corriente pertenecía a la esfera de lo que Isidoro de Sevilla llama “la naturaleza conocida”; pero la naturaleza es para él el reflejo de la voluntad de Dios y, en consecuencia, incluye no sólo la naturaleza conocida sino también aquella que parece anormal, extraordinaria o portentosa. El mundo de la irrealidad, pues, se enriquece. No sólo contiene los seres celestiales y los demoníacos sino también aquellos en los que la voluntad divina o los seres maléficos han querido expresar su propio poder de manera desusada. Isidoro de Sevilla, siguiendo generalmente a Plinio, se explaya sobre estos últimos. Habla de seres que se transforman y cambian de especie, fundándose “en la historia y no en la fábula” o en razonamientos que erróneamente juzga apropiados a la descripción de la naturaleza, como cuando afirma que “de las carnes pútridas del becerro salen abejas, escarabajos de los caballos, langostas del mulo, y de los cangrejos el escorpión, según leemos en Ovidio”. Afirma que se habla de muchos portentos que son fingidos pero admite que “en el universo hay ciertos pueblos de monstruos, como los de los gigantes, los cinocéfalos, los cíclopes, etc. “; y recuerda que el estrecho de Sicilia está “lleno de monstruos fabulosos” y que Etiopía “tiene multitud de fieras y serpientes; el rinoceronte, la jirafa, basiliscos y dragones enormes, de cuyos cerebros se extraen piedras preciosas”, con lo que se refiere al dracontites, del que dice en otro lugar que “se extrae del cerebro del dragón y no llega a formar gema sino cortando la cabeza del dragón vivo, por lo cual se dice que los agoreros le cortan la cabeza cuando está dormido”. ¿Qué distingue, pues, lo verosímil de lo inverosímil? El distingo mismo es lo que parece carecer de sentido, pues sólo nutrido por el trasmundo misterioso parece tener sentido el mundo sensible, sólo por él se torna inteligible mediante la superación de lo que parecería entenderse como un verdadero “realismo ingenuo”. Ese trasmundo es el dominio propio de la irrealidad, que se imaginaba sin embargo no como tal sino como una especie peculiar de realidad.
Por el valor que le otorgaba el misterio y por la curiosidad que despertaba, así como también por el valor que se le atribuía, superior al de la realidad natural y sensible, la irrealidad fue cada vez más el objetivo supremo del conocimiento. Hablaba de ella cierto saber impreciso que recogía elementos de las tres tradiciones: romana, germánica y cristiana; ese saber asignaba a ciertas manifestaciones de la irrealidad caracteres de realidad natural sensible: a los enanos, a los dragones, a los gigantes; pero no los asignaba a cierto ámbito de la irrealidad que la tradición cristiana se había aplicado a precisar, esto es, el mundo de ultratumba, cuya visión difería radicalmente de la del vago mundo de las sombras propio de la tradición romana y de la del Walhala germánico. La tradición cristiana luchó denodadamente por sustraer de la idea del trasmundo los caracteres que ambas tradiciones enemigas –romana y germánica– le asignaban, y procuró fijar la suya y difundirla. La empresa era difícil si se intentaba en el ámbito helénico, de fuerte tradición especulativa, pero más difícil aún si se tentaba en el área romanogermánica. Parecía necesario precisar, caracterizar con imágenes sensibles lo que de por sí no había sido ideado originariamente para ser precisado de tal modo; y el esfuerzo de catequesis no podía hacerse sin concesiones.
Sobre el trasmundo no cabía conocimiento directo sino el derivado de la revelación. Una manera de llegar directamente a él –o tener la ilusión de un acceso– era la visión, un género de experiencia al que se concedió un valor supremo. Gregorio el Grande explicaba que la visión era posible porque el espíritu es “de una naturaleza más ágil que el cuerpo” y, arrebatado por Dios, se dilata hasta alcanzar una visión análoga a la de Dios mismo; de ese modo alcanzaba un conocimiento de lo invisible. Las visiones eran unas veces según los ojos del cuerpo, otras según el espíritu y otras por la intuición de la mente, según San Isidoro. Por ellas el hombre se tornaba clarividente y penetraba en lo insondable, en el verdadero reino de la verdad.
Unas veces era dado ver, en una visión, el mundo en su totalidad y en la totalidad de su miseria, resplandeciente bajo los fuegos de la falsedad, de la codicia, de la discordia y de la iniquidad. Otras el vidente reconocía el mundo de los condenados, bajo la forma de “un río de fuego en el que caían una multitud de personas que corrían sobre sus bordes como un enjambre de abejas” o de un “ardiente y hediondo pozo” que era la boca del infierno o de un antro de llamas lleno de personas, en el que acaso distinguía, precisamente, el lugar que le estaba destinado a él mismo. En cierto lugar se realizaba el juicio y alguno divisó la encarnizada lucha entre ángeles y demonios por un alma. Otros entrevieron las moradas celestes, escucharon el coro de los ángeles o la voz misma de Dios, sintieron embriagadores perfumes que saciaban el hambre y la sed, y percibían extraordinarios resplandores, o descubrían a los santos porque “su vestido era noble y su faz era agradable y hermosa tal como yo nunca había visto antes”. Otras veces el vidente percibía seres extraños y misteriosos o santos varones que habían muerto y que volvían para predecir el futuro o aconsejar a alguno. Y en ocasiones, la visión advertía sobre la muerte de alguien, sobre un suceso inminente o sobre la gracia otorgada a alguno, como en el curioso pasaje del sueño de Caedmon.
Un notable desborde de imaginación tendía a precisar la forma y los caracteres de ese vago mundo del que se afirmaba un valor inmensamente más alto que el del mundo que percibían los sentidos. Tan impreciso y vago como se lo imaginara, se imponía al espíritu y quedaba sentada su existencia real con tantos o más méritos que la realidad natural empírica, la cual, además, se enriquecía en cuanto naturaleza, con una realidad virtual, no comprobada por la experiencia, pero admitida, y compuesta de seres y cosas distintas de las conocidas por la experiencia empírica. Todo ello componía la realidad –sin discriminar lo empíricamente real de lo empíricamente irreal– e integraba el mundo. “Sabed –decía el obispo Salvio antes de describir sus visiones– que todo lo que véis en este mundo no es nada”; y uno de los caballeros del rey Edwin recordaba al discutirse el problema de la conversión, que la vida del hombre aparece como un corto lapso, pero nosotros somos absolutamente ignorantes acerca de lo que precede y de lo que sigue”. Esta duda lanzaba a los espíritus hacia la busca del misterio y planteaba en términos de dramática indecisión el contraste entre la realidad empírica y la irrealidad, contraste que se acentuaba por la inestable tensión entre las diversas tradiciones que respondían al problema de distintas maneras.
El creciente ascenso del valor de la irrealidad, que sobrepasaba en prestigio a la realidad empírica, se acusa en el sentimiento de finitud del mundo real que se aloja en muchos espíritus. “El mundo se hace viejo”, comentaba melancólicamente Fredegarius para justificar la decadencia de la sabiduría. Gregorio de Tours señalaba que lo había determinado a escribir su crónica “el terror que produce en algunos la opinión de que el fin del mundo está próximo” y, aun con más autoridad, y basándose en las Escrituras, afirmaba el papa Gregorio el Grande que “están próximos el fin de este mundo presente y el reino de los santos, que nunca terminará”. Para entonces, la realidad sensible habría desaparecido y la confusión habría desaparecido con ella: sólo la irrealidad de los sentidos sería realidad.
4. Interacción entre realidad e irrealidad.
Aun identificados teóricamente, el mundo de la realidad empírica y el mundo de la irrealidad acusaban sus diferencias, al menos por el tipo de conocimiento por el que el hombre creía poder llegar a cada uno de ellos. experiencias y creencias insinuaban a cada instante sus contradicciones, y el hombre desconfiaba de su experiencia basándose en ciertas creencias, en tanto que tendía a resistir a las creencias apoyándose en la experiencia. La resolución de esa contradicción pareció hallarse –a favor de la afirmación de la creencia en la irrealidad– en una interpretación sistemática de las relaciones de interacción entre realidad e irrealidad.
La interpretación sobrenatural de la realidad tenía su expresión eminente en la interpretación del destino humano como el resultado de una justicia ejercida por la Providencia de modo inmediato sobre la tierra, a manera de anticipo de la justicia final. Pese a todos los riesgos de la interpretación, se tendió a justificar la felicidad o el infortunio, el éxito o la malandanza, por la voluntad directa de la Providencia, seguramente por la necesidad imperiosa del cristianismo de acentuar la significación del trasmundo. Sé afirmó, pues, que la irrealidad operaba sobre la realidad determinando el sino del hombre, al que una potestad suprema e indiscutible otorgaba sobre la tierra el premio o el castigo que el hombre merecía. Sin duda la interpretación era rebuscada y contaba con una acentuada credulidad que no provenía sino de la tendencia a admitir la irrealidad. Pero la reiteración de tal interpretación concluyó por conformar una forma mentis definida.
El vigor de la creencia en la irrealidad se advierte cuando se observa cómo se soslayaba el problema de la opinión acerca de la muerte. Gregorio de Tours, al enumerar las personas que habían muerto en cierta fecha, afirmaba que fueron “llamados a Dios”; y agregaba polémicamente: “porque yo miro como favorecidos y agradables a Dios a aquellos a quienes Él de este modo llama de nuestra tierra a su paraíso”. Pero la muerte es otras veces castigo y en ocasiones el criterio es confuso o equívoco; por ejemplo, frente a un episodio de la persecución de los cristianos ortodoxos por Hunerico, rey de los vándalos arrianos, Isidoro comprueba la muerte de perseguido y perseguidor; pero califica una y otra, prejuzgando –por su conducta– el juicio celeste, y en consecuencia estima un mal la muerte del perseguidor, juzgándola castigo, y un bien la muerte del perseguido, considerándola un tránsito a los cielos. Un criterio semejante usa Gregorio de Tours al referirse a los dos hijos de Clovis y Clotilde. El primero, bautizado, muere a los pocos días, y se plantea entre aquéllos el problema de la responsabilidad. Clovis cree que hubiera vivido si hubiera sido consagrado a sus propios dioses en vez de haber sido bautizado como cristiano; pero Clotilde afirma que la muerte del niño la reconforta porque ve en ello la prueba de que Dios no la ha juzgado indigna de que un hijo suyo ascienda al reino de los cielos. El criterio propuesto por Gregorio de Tours se invierte poco después al señalar que, a ruego de la madre, le fue acordada la salud al segundo hijo.
Ciertamente, el conflicto no era nuevo; estaba implícito en la doctrina cristiana, pero se acentuaba en el ambiente espiritual de los reinos romanogermánicos por la especie particular de catequesis que la Iglesia practicaba, dado el sistema de creencias sobre el que debía operar. Parecía imprescindible –por razones de catequesis– acentuar la capacidad de operar sobre la realidad que tenía la irrealidad. Y la interpretación que surgía –hija más bien del Antiguo Testamento que del Nuevo– consistía en establecer una estrecha relación causal entre los hechos de la realidad y ciertas potencias de la irrealidad, relación en la que cumplía un papel fundamental el sistema moral cristiano y la política de la Iglesia. “Si alguien quisiera mirar este acontecimiento como un efecto del azar . . . ” dice Gregorio de Tours. El fuego, la peste, la enfermedad y todas las otras calamidades, en principio, indicaban la ira divina, manifestada en hechos concretos y referidos a la conducta de determinados grupos o personas. Pero la victoria y la conquista de nuevos territorios podían significar –pese al dato contradictorio de tantas victorias injustas– el premio otorgado por la Providencia. No es extraño que Beda juzgará evidente que el rey Edwin de Northumbria –a quien describe como virtuoso y que aceptó la nueva fe cristiana–, recibiera “como una prenda de su participación en el reino de los cielos, un aumento del que él gozaba sobre la tierra”; pero sí es extraño que Gregorio de Tours opinara que los triunfos de Clovis –cuyos crímenes había descrito largamente– se debían a que “marchaba con el corazón recto delante del Señor y hacia las cosas que son agradables a sus ojos”.
Sin duda, la relación entre realidad e irrealidad se imponía como necesaria; Beda señala expresamente que los sajones, a quienes el obispo Wilfrido había beneficiado obteniendo lluvias y abundante pesca por medios taumatúrgicos, comenzaron confiadamente a “esperar los bienes celestes, viendo que por su ayuda habían conseguido los bienes temporales”.
Para reforzar esa idea estaban las adecuadas interpretaciones de las Escrituras y las profecías. No era difícil adaptar ciertos pasajes de carácter profético, muy generales e imprecisos, a determinados acontecimientos concretos, y no se vaciló en utilizar el procedimiento. Las plagas, las hambres, las persecuciones, depredaciones y asesinatos, así como el fracaso de ciertos proyectos parecían ser explicables por algún texto profético que aludía a cosas semejantes. “Y así se cumplió lo que dice la Escritura”, comenta el intérprete, estableciendo una relación directa y unívoca entre la vaga predicción y el hecho real concreto. Pero esta relación no parecía ser arbitraria adjudicación del exegeta sino precisa determinación del texto sagrado, del que parecía admitirse que hablaba en general de un cierto repertorio reducido de acciones humanas el cual debía conformarse una y otra vez a esos esquemas generales. Conteniendo la sabiduría divina, parecía inconcebible que no contuviese la explicación de cada circunstancia. Así se explica el curioso procedimiento utilizado para averiguar el futuro mediante los libros sagrados, abriéndolos al azar después de haberlos colocado sobre un lugar consagrado y consultando el texto que la casualidad ofrecía. Además, el don profético podía obrar en una persona cualquiera, pues “no solamente los buenos sino también los malos pueden tener espíritu profético”, y poner de manifiesto los vericuetos de la realidad que se ocultaban al observador; los casos abundan, pero son verdaderamente ejemplares los que ofrece la vida de San Benito reiteradamente y no es menos curiosa la profecía de Hospitius que relata Gregorio de Tours.
Desdeñando, pues, todos los elementos de la realidad que contradecían esa relación estrecha y necesaria entre realidad e irrealidad, la preocupación catequística tendía a forzar su evidencia acentuando la capacidad de la irrealidad para operar sobre la realidad. Peto también convenía a la catequesis cristiana –y satisfacía así ciertas tendencias subyacentes en las otras tradiciones sobre las que obraba– el principio de que era posible operar desde la realidad sobre la irrealidad, para que ésta a su vez operara de cierta manera sobre la realidad.
Diversas corrientes de creencias de tipo mágico, en efecto, obraban en favor de ese principio, y la catequesis cristiana se encontró con ellas, y acusó su presencia. Isidoro de Sevilla dedicó a la magia un largo y detallado capítulo en el que, si bien incitaba al cristiano a alejarse de ella, se detenía a explicar sus distintas formas, dando por reales los poderes de los magos y atribuyendo su origen a Zoroastro y Demócrito –como hace Plinio–, pero asignaba la inspiración a los “ángeles malos”. “Trastornan los elementos, turban la mente de los hombres y, sin veneno alguno, matan solamente por la violencia de sus versos”, dice. Lejos de considerarlos meros farsantes, admite que “invocan los demonios y se atreven a enseñar la manera de matar con malas artes a sus enemigos” y que los nigromantes “hacen aparecer a los muertos, que adivinan las cosas ocultas y responden a las preguntas”. Señala que los adivinos “simulan que están llenos de Dios” pero conviene en que “predicen a los hombres el futuro con astucia fraudulenta”. Quiere combatir la magia, pero reconoce implícitamente su importancia, el crédito de que goza, y que, efectivamente, constituye un medio repudiable pero eficaz de trabajar sobre la irrealidad. Un escrúpulo de erudito le obliga a señalar, de cada una de las gemas, las virtudes mágicas que se le atribuyen.
Enriquecían el torrente de las creencias mágicas las tradiciones subsistentes de las antiguas poblaciones indígenas, las de los romanos y las de los germanos. Pero lo significativo es que subsistieran esas creencias entre los pueblos convertidos, hecho extraño que señala Procopio refiriéndose a los godos. El cristianismo careció de la fuerza necesaria para borrar la creencia en la eficacia de las técnicas mágicas, y reconoció que los pueblos no convertidos oponían al cristianismo la fuerza de los poderes mágicos. Gregorio de Tours los descubría entre los hunos –nombre con que seguramente designa a los ávaros–, a quienes atribuía haber hecho aparecer fantasmas ante los ojos de los francos con el objeto de derrotarlos; Eghinardo los señala entre los sajones y Ermoldo el Negro entre los normados. Esas creencias se tonificaban, seguramente, en la medida en que el cristianismo intentaba desplazarlas sustituyéndolas por creencias análogas basadas en la taumaturgia cristiana, pues, naturalmente, aunque difiriera la explicación, se afirmaba el principio general de la posibilidad de poder actuar sobre la irrealidad, y reaparecía con su carácter precristiano cada vez que cualquier circunstancia empalidecía el prestigio del cristianismo.
De cualquier manera, por debajo de la creencia declarada en los principios del cristianismo, aparecieron en todos los pueblos romanogermánicos una y otra vez las creencias mágicas. Martín Dumiense dedicó el tratado titulado De correctione rusticorum a señalar las creencias que subsistían entre los suevos recién convertidos; superstición de las polillas, de los ratones, de las langostas; el encantamiento de liebres; la invocación a los demonios; el valor atribuido al vuelo de las aves; los cultos ofrecidos a las piedras, los árboles y las fuentes. Entre los visigodos, eran innumerables las disposiciones conciliares y legales que condenaban a los que veneraran ídolos, consultaran adivinos, adoraran fuentes, piedras o árboles, invocaran al demonio, hicieran ligaduras o practicaran encantamientos. Beda señalaba que, entre los northumbrios, “muchos profanaban la fe, y algunos, en época de mortandad, recurrían a encantamientos, hechizos y otros secretos del arte diabólico”. Entre los francos, había quienes ejercitaban las artes mágicas, como el prefecto Mummolo, y las mujeres de París que confesaron que “habían empleado maleficios y hecho morir a mucha gente”, o el hombre de Bourges que “predecía el porvenir, anunciaba las enfermedades u otras desgracias, por artes diabólicas y por no sé qué engaños”; tan arraigadas estaban estas creencias que los magos eran seguidos por la multitud; pero compartían esas creencias también los reyes y los nobles; Gontrán Bosón “se dirigía frecuentemente a los adivinos y a los que tiraban la suerte” y Gondovaldo enviaba a sus diputados “con varillas consagradas, según las costumbres de los francos, para que no sufrieran ninguna injuria”. En una ocasión, los reyes francos que sitiaron a Zaragoza huyeron al ver a los sitiados que recorrían los muros con la túnica de San Vicente porque “creyeron que hacían algún maleficio”; y Fredegarius relata que el rey de los lombardos Adaloaldo, “frotado en el baño con no sé qué ungüento a persuasión del enviado del emperador Mauricio, no podía, al salir de él, hacer otra cosa que lo que él quería”. No dejaban de compartir esas creencias los clérigos: el obispo Falladio opinaba que su “metropolitano sufría de un muy grande mal de ojo” y hubo disposiciones conciliares que establecieron la pena de deposición para los “obispos, presbíteros o clérigos” que profesaran artes ilícitas, y especialmente para el que dijera “misa de difuntos para causar la muerte de otro”.
La certidumbre de que ciertas personas poseían un poder especial para influir sobre el mundo y la vida a través de ciertas fuerzas misteriosas de cuya existencia no se dudaba, obraba pues de manera decisiva en la concepción de la realidad que predominó en el área romanogermánica. El cristianismo anatematizó esa creencia en cuanto contaba con fuerzas o divinidades que él no toleraba, y en cuanto utilizaba ritos que provenían de cultos y creencias proscritos por él. Pero no negó ni podía negar el hecho radical de que una fuerza sobrenatural –ahora la Providencia– obraba sobre el mundo y la vida, y que esa fuerza era susceptible de ser inducida de cierta manera para obtener determinados fines concretos. El designio providencial residía en Dios mismo, y a Dios podía solicitarse. Pero más cerca de los hombres, y más vinculados a cada colectividad concreta, estaban los seres señalados por su santidad, y a los que se atribuía en cada comarca un poder sobrenatural en virtud de lo que podía esperarse de su auxilio o de la fuerza taumatúrgica que residía en sus reliquias. El cristianismo, por razones de catequesis y porque sufría la influencia de las creencias dominantes, trasladó a los santos las virtudes y poderes que los taumaturgos veían en otras fuerzas; y logró ampararse, en una época difícil de la propagación y afirmación de la fe, en el temor que el poder de los santos y de sus sacerdotes inspiraba en aquellos en quienes subsistían fuertemente las creencias mágicas. El temor que inspiraba San Martín de Tours es uno de los temas predilectos de Gregorio de Tours. Clovis, Clotario y Childeberto modificaron sus designios “por el temor del obispo San Martín”, del que en ocasiones se afirmaba que castigaba directamente a quienes profanaban su santuario, y alguna vez los soldados de Chilperico desobedecieron sus órdenes por la misma causa. Isidoro de Sevilla cuenta que un magnate godo experimentó un terrible pavor al oír pronunciar el nombre de San Pedro cuando quería apoderarse de unos vasos sagrados y ordenó que se devolviera todo diciendo que “había llevado guerra contra los romanos, no contra los apóstoles”. Ese temor sagrado se hacía extensivo a los sacerdotes que hacían valer el poder de Dios y los santos; el rey Thierry retrocedió aterrado ante las amenazas de San Colombán, y sus soldados rogaron al monje, cuando lo expulsaron de Luseuil, que los perdonara por tener que cumplir una orden del rey. Seguramente cundía la fama de los sacerdotes cristianos que operaban prodigios, los cuales, en la mente de quienes no hubieran alcanzado sino elementales estratos del cristianismo, no podían sino asimilarse a los que creían que obraban los magos.
Este temor se justificaba, al menos, por la difusión que alcanzaron los relatos acerca de prodigios operados unas veces por objetos en los que se suponía un poder sobrenatural y otras por personas que ponían de manifiesto ese poder. Los objetos eran primordialmente reliquias: partes del cuerpo de un santo, restos de algún objeto que le había sido familiar o cualquier otro que había estado en contacto con él o con su santuario.
En un alarde de desafío a las leyes de la naturaleza, una gota de agua bendita podía llenar un vaso una y otra vez, un poco de polvo de la tumba de un santo podía acrecentar su volumen si la Providencia quería llevar al ánimo de un incrédulo la certeza de su poder. Contra toda esperanza, una reliquia podía evitar una catástrofe, un naufragio o un incendio. Es evidente que se trasladaba a la reliquia el poder de los amuletos y talismanes. Donde más incide su acción y donde más reiteradamente quiere destacársela es en lo que atañe al hombre mismo y a sus sufrimientos; la reliquia es sobre todo eficaz para curar las enfermedades, que de ese modo quedan automáticamente explicadas como enviadas por un poder sobrenatural. Unas veces es el demonio, como en el caso de los posesos, pero la Providencia tiene siempre poder para dominarlo. Locos, paralíticos, ciegos, todos los que sufrían un grave mal acariciaban la esperanza de que una reliquia obrara en ellos el milagro, y la cura, en caso de producirse, dejaba un recuerdo perdurable que, por lo demás, se procuraba conservar adecuadamente para servir a los fines de la catequesis. La mera permanencia en la cueva de Subiaco, donde había morado San Benito, bastó para curar a una enajenada, según Gregorio el Grande. Los sepulcros de los santos, los objetos que estuvieron en contacto con ellos, el polvo de su tumba, todo ello podía operar la cura milagrosa. La posesión de una reliquia acrecentaba el prestigio de un monasterio o un templo, porque parecía que sólo por una gracia especial de la Providencia era dado poseer una de ellas, pero sobre todo por la fe que inspiraba y el respeto supersticioso que imponía. A la creencia en el poder mágico de la reliquia de un santo podía no acompañar ninguna suerte de fe religiosa ni compenetración con los principios de la doctrina. El patricio Mummolo –que tenía fama de mago– podía hasta atreverse a romper el hueso del dedo de San Sergio, del que se había apoderado por la fuerza, en la seguridad de que con uno de los fragmentos adquiría un poder sobrenatural. Pero la Iglesia, al tiempo que utilizaba esta transferencia del poder de amuletos y talismanes a las reliquias de los santos, sentaba una teoría sobre estas últimas: más que una capacidad de operar necesariamente según el designio o la necesidad del poseedor, la reliquia operaba por el propósito de la Providencia de llevar la certeza de su poder “a los espíritus débiles”; tal es la teoría desarrollada por Gregorio el Grande. El prodigio era, pues, signo de la existencia y el poder del trasmundo y, según la teoría, sólo se operaba como gracia divina, en tanto que en la práctica las creencias mágicas lo interpretaban como fruto de una relación necesaria entre la realidad y cierto poder superior.
Pero la posibilidad de obrar sobre la irrealidad por medio del poder de las reliquias era, simplemente, un problema práctico. A pesar de la tesis de que la Providencia obraba el prodigio para poner de manifiesto su voluntad y su existencia ante “los espíritus débiles”, en la práctica se creía en el poder de la reliquia porque se le asignaba una misión semejante a la que se le atribuía a talismanes y amuletos. A pesar de la teoría de Gregorio el Grande, ésa era la creencia que estimulaba la Iglesia, pues se valía de ella para acrecentar el prestigio de iglesias y monasterios y, sobre todo, para defenderlos y defender la condición sacerdotal de las agresiones del poder laico. Un sentido semejante tenía la taumaturgia que operaban directamente los “hombres de Dios”, como solía llamárseles.
Es significativo que Juan de Biclara creyera que merecía ser mencionado, en su escueta crónica, el hecho de que, en cierta época, “Donato, abad del monasterio servitano, tiene fama de eminente taumaturgo”. Como las reliquias, la taumaturgia de uno de sus miembros repercutía sobre el prestigio de la comunidad; pero además servía a la causa de la exaltación de la clase sacerdotal en una sociedad que tendía a subestimarla por la fuerza de las situaciones de hecho. La defensa de la doctrina, de la Iglesia y del clero necesitaba esta clase de apoyo para contrarrestar la fuerza de hecho que tenía el poder político y militar, mediante una apelación a otra fuerza mayor e incontrastable. En cuanto partícipes de una fuerza sobrenatural, los cristianos se sentían seguros. Polemizando con los arrianos Gregorio de Tours llega a decir, comentando un episodio en el que una mujer muere por obra de un veneno que le ha sido proporcionado en el cáliz en el que comulgaba: “No es dudoso que tal crimen haya sido obra del diablo. ¿Cómo podrían negarlo esos miserables heréticos cuando el enemigo encuentra lugar entre ellos hasta en la Eucaristía? Nosotros, que confesamos una Trinidad igual en rango y en poder, hubiéramos bebido el veneno mortal y no nos hubiera hecho daño. ”
En parte por filtración de las viejas creencias mágicas y en parte como resultado de un deliberado propósito de la Iglesia, debía asimilarse la fuerza taumatúrgica, que la leyenda difundía sistemáticamente como propia de ciertas personas, al poder mágico. Beda recuerda que un cristiano prisionero a quien no podían atar y al que se le preguntó si tenía algún hechizo, contestó que nada sabía de esos artificios, “pero yo tengo –agregó– un hermano que es sacerdote en mi comarca, y sé que, suponiéndome muerto, ha encargado que se digan misas por mí”. Una suplantación mecánica de un instrumento por otro permitía la perpetuación de la idea de que era posible operar sobre la realidad a través de la irrealidad.
La taumaturgia implicaba una audaz apelación a la credulidad, pues un clero numeroso tendía a asimilarse, en cuanto a poder, a aquellos taumaturgos cuyos prodigios difundía. Esos prodigios se relacionaban con situaciones concretas y cotidianas que, por repetirse una y otra vez, creaban repetidamente la ocasión propicia para la repetición del prodigio. Pero la certeza creciente acerca de la dependencia del mundo terrenal con respecto al trasmundo permitía sobreponerse a las comprobaciones empíricas cuando el prodigio no se producía, bastando ciertas explicaciones que se reiteraban sistemáticamente acerca de los méritos que justificaban el otorgamiento de la gracia.
Aquellas situaciones eran, preferentemente, las que se relacionaban con la enfermedad, el sufrimiento y la muerte. Las curaciones milagrosas constituían el arma más poderosa del taumaturgo, y aquella cuyo poder utilizaba más eficazmente la leyenda. Alguna vez era un rey el que operaba el milagro, pero generalmente eran eclesiásticos. Unas veces bastaba con que un santo varón tocara al enfermo, otras que orara por él y otras que apelara al signo de la cruz, al agua bendita, a los santos óleos o al pan consagrado. Un recuerdo imperecedero dejaba el milagro de devolver la vista a un ciego, el habla a un mudo o el movimiento a un inválido, así como el de liberar a un poseído por el demonio. Pero lo que constituía la consagración del taumaturgo era el poder para salvar a un moribundo o para devolver la vida a un muerto. La intervención del taumaturgo puede arrancar a un hombre de las puertas de la muerte, pero en ocasiones puede devolverle la vida cuando ya ha traspasado sus límites; dos veces relata Gregorio el Grande que cumplió San Benito este milagro por la fuerza de la oración, aunque declaraba cuando le demandaban el milagro: “Apartaos, hermanos, apartaos, que estas cosas no son para nosotros, sino para los santos Apóstoles. ¿Por qué queréis imponernos cargas que no podemos llevar?”; y el monje Eparco consiguió por sus oraciones que un ahorcado cayera en tierra y recuperara la vida.
La resurrección suponía el quebrantamiento de la ley natural; y aunque Boecio recordaba que la naturaleza tiene un orden inviolable, la hagiografía admitía que el orden de la naturaleza “conocida” –como señalaba San Isidoro– podía ser quebrantado, y le era lícito al taumaturgo hacerlo muchas veces. Podía hacer surgir el agua allí donde parecía imposible que hubiese o impedir que la lluvia mojase cierto lugar; podía cambiar los vientos o dominar una tempestad para salvar a un navío del naufragio, obtener que la tierra diera una cosecha fuera de época o someter a su voluntad a los animales. En ocasiones le era dado cambiar el agua en vino o multiplicar el aceite, y no parecía imposible que crecieran sus fuerzas hasta un límite sobrehumano o que caminara sobre las aguas, porque el taumaturgo –o quienes contribuían a crear su leyenda– tenía siempre presente el elenco de posibilidades que ofrecía la vida de Cristo.
El poder taumatúrgico se extendía también sobre los hombres. El abad Majencio, “de una admirable santidad”, podía detener el brazo de un soldado que se disponía a cortarle la cabeza, y a San Benito le bastó fijar sus ojos sobre un labrador a quien un arriano había maniatado para que las ligaduras se desataran “de un modo maravilloso”. En un combate, el obispo Germano podía obtener que la victoria favoreciera a los suyos, a despecho de la fuerza real de los combatientes, pues, como señala Juan de Biclara, “para Nuestro Señor no es difícil que se dé la victoria a pocos contra muchos”, opinión que probaba con el ejemplo bíblico de Gedeón, y con otro contemporáneo –que quería explicar con esa opinión– del duque Claudio, que “ahuyentó, con apenas trescientos hombres, a casi sesenta mil francos y mató con la espada a la mayor parte de ellos”.
Una aureola de misterio rodeaba al taumaturgo. Podía suponérsele un hombre dotado de poderes sobrenaturales por la gracia divina, simple instrumento de Dios o premiado de tal suerte por su santidad. Pero acaso quedaba siempre la incertidumbre de si aquel de quien la fama hacia un taumaturgo no era un ser sobrenatural que hubiera adoptado forma humana. Beda cuenta que el desconocido que prometió el trono a Edwin se desvaneció después de haberle hablado, de modo que “el rey comprendió que no era un hombre sino un espíritu”, y Gregorio de Tours describe como ángel al misterioso personaje que, en Antioquía, “levantando la mano, sacudió su pañuelo sobre la mitad de la ciudad, y en seguida se desplomaron los edificios”. Una vez más, la incertidumbre acerca de los límites entre realidad e irrealidad asoma como una peculiaridad de la imagen del mundo que se conformaba.
La prueba decisiva de la existencia de la irrealidad era, precisamente, su acción sobre la realidad, de modo que la prueba de cuál era el verdadero poder que dominaba la irrealidad no podía lograrse sino a través de la eficacia de los que lo invocaban. El razonamiento que Gregorio de Tours pone en boca de Clovis en ocasión del combate con los alemanes es análogo al que Beda atribuye a Coifi, el gran sacerdote de Northumbria y Ermoldo a Herold, rey de los normandos; si los que hasta entonces han sido tenidos por dioses no son capaces de obrar en favor de sus fieles, es lícito también en consecuencia indagar cuáles son los verdaderos –esto es, los eficaces– y abandonar por ellos a los primeros. Inversamente, la catequesis cristiana –y la de la ortodoxia romana frente a las sectas disidentes– procuró demostrar la superioridad de sus taumaturgos sobre aquellos que invocaban otro poder o seguían caminos heterodoxos. El vaticinio de una pitonisa resulta inexacto, pero el sueño de Gregorio de Tours sobre el mismo asunto corresponde exactamente a la realidad, porque “es a Dios a quien hay que preguntar estas cosas; es necesario no creer lo que promete el diablo”. El mismo Gregorio de Tours señala que una de las causas de la conversión de Recaredo fue que observó que “los obispos de los heréticos no hacían aparecer sobre los enfermos ninguna cura milagrosa”; y la certidumbre de la impresión que hacía el milagro sobre los espíritus, llevaba al hagiógrafo a señalar los éxitos obtenidos por los taumaturgos de su fe frente a los demás, algunas veces en verdaderos torneos, como los que describe Beda: ante el enfermo, aquel que logra el milagro demuestra haber invocado al verdadero Dios y seguir el camino que Dios desea. Esta eficacia del taumaturgo resolvía, pues, el problema de la significación eminente de la irrealidad para la realidad, y permitía establecer cuáles eran las vías correctas para provocar su acción sobre la realidad.
La taumaturgia –última esperanza– parecía competir ventajosamente con el saber natural, y la hagiografía solía destacar sus triunfos. Ciertamente, faltábale al saber natural de la época una base suficientemente sólida –una teoría de la naturaleza– que le permitiera resistir al empuje de aquellas creencias que suscitaban una imagen de la realidad cuyas raíces se hundían en la irrealidad. El saber natural en cuanto se relacionaba con la duración de las enfermedades era empírico y poseía un respaldo doctrinario equiparable al que tenía la taumaturgia: una teoría del sufrimiento como castigo o como prueba, a la que contrabalanceaba una esperanza en la gracia todopoderosa. La incertidumbre acerca del origen del mal denuncia la licitud de esta oscilación entre la confianza en el saber natural y la confianza en la taumaturgia. Juan de Biclara, hablando del emperador Justino, decía que estaba aquejado por una grave enfermedad “que algunos consideran trastorno cerebral y otros mal demoníaco”. La segunda tesis ganó terreno a medida que la primacía de la irrealidad fue conquistando los espíritus, mientras la tradición naturalista lo perdía. La taumaturgia pareció cada vez más la técnica apropiada para combatir un mal, porque no se limitaba –como el saber médico– a atacar sus signos o causas aparentes sino que se dirigía a la fuerza que lo provocaba. Un mudo que tenía una infección en la cabeza planteaba el problema en términos claros: el taumaturgo asumía la tarea de devolverle la palabra, lo que el hagiógrafo consideraba un milagro; pero luego delegaba en un médico la cura de la infección, que llegó a buen fin, sin embargo, sólo porque el taumaturgo ayudaba al médico con sus bendiciones. El hagiógrafo subraya que el saber profano reconoce su inferioridad frente a la taumaturgia. El obispo Germano sufría la fractura de una pierna y no soportaba ninguna medicina; pero una noche se le apareció un extraño ser vestido de blanco que le ordenó que se levantara, cosa que hizo sin dificultad; los más hábiles médicos del monasterio de Lindisfarne fracasaron frente al monje paralítico, que sin embargo recobró la salud por obra de los zapatos de San Cutberto; y el médico Cynefrid reconoció que el cadáver de la reina Etheldrida, que había conservado su virginidad y renunciado al trono para entrar en un monasterio, no sólo estaba intacto dieciséis días después de su muerte, sino que había cicatrizado la llaga que le había producido la muerte. Esa evidencia del milagro golpeaba también –según el hagiógrafo– al escolar escocés, hombre instruido en el saber terreno pero despreocupado de la salvación de su alma, que acudió a las reliquias del rey Osvaldo en busca de su salvación, y la halló; y a aquellos a quienes el milagro no había convencido todavía, recordábales Gregorio de Tours, después de relatar el caso de un ciego que había comenzado a recuperar la vista en la tumba de San Martín, pero que había vuelto a perderla por haber acudido a un médico judío: “Que todo cristiano sepa, pues, por este ejemplo, que cuando ha obtenido los remedios celestes no debe recurrir a la ciencia mundana. “ Esta competencia entre el saber mundano y la taumaturgia revelaba la indecisión entre dos concepciones de la realidad que se mantenían una junto a otra, sin que, por cierto, la progresiva afirmación de la irrealidad concluyera de aniquilar un realismo naturalista que tenía firmes y antiguas raíces.
III. LA TENDENCIA A LA ESTABILIZACIÓN
Situación conflictual tanto en el plano socioeconómico como en el plano sociocultural: tal es el rasgo predominante en el área romanogermánica. Pero tan reveladores como sean los testimonios de esa indecisión entre los grupos sociales y las corrientes de ideas para definir su supremacía, no ocultan del todo los signos de una incipiente –o renovada– tendencia al establecimiento de un orden, de un sistema de principios que respaldara las formas de la convivencia social y las opiniones sobre el mundo y la vida. Esa tendencia se manifestó en aquellos a quienes la situación conflictual deparó o conservó una posición privilegiada en algún campo de la vida, y se encarnó en la Iglesia Católica romana y en los grupos que detentaban el poder político. Podría decirse que esa tendencia al orden tendía o por lo menos entrañaba la tendencia a resolver las situaciones conflictuales.
Pero mientras los grupos que detentaban el poder político carecían de un criterio fijo y, por el contrario, estaban indecisos entre dos concepciones políticas a las que no hallaban acuerdo o ajuste, la Iglesia pudo prevalerse de una tradición vigorosa, ya probada en el contacto con la realidad en circunstancias menos difíciles, y sostenida por un edificio institucional de sólidos cimientos. Por eso pudo insinuar, en medio de tan contradictorias circunstancias, una tendencia al orden que debía, en principio, abrazar el plano cultural, pero que se proyectó muy pronto al plano social. El orden entrevisto entonces por la Iglesia Católica romana estaba destinado a triunfar poco después; pero sólo se insinuaba a través de múltiples dificultades y en medio de notorias contradicciones.
Si la Iglesia podía enunciar una concepción de la convivencia social y, sobre todo, una concepción del mundo y la vida, era porque, basada en una doctrina, constituía un cuerpo que actuaba como una de las fuerzas de la realidad social. Por contraste, la Iglesia se aferraba a su estructura institucional y a su doctrina, oponiéndola como un todo a las situaciones locales, y a los fenómenos efímeros que se producían a su alrededor. Pero por sí misma la Iglesia poseía una tendencia constitutiva al orden, que provenía de su misma doctrina. La creación constituía un orden, y tanto el trasmundo como el mundo se ordenaban jerárquicamente, como lo establecía el llamado Dionisio Areopagita. El vasto desarrollo que tuvo la organización parroquial entre los siglos VI y VIII, y el tradicional orden episcopal referido a la cabeza de la Iglesia, proveía a ésta de una organización universal, regional y local que superaba la organización política contemporánea y le permitía sentirse como sostén estable y permanente de la sociedad, al tiempo que podía considerar mudable y transitoria la organización política. Y en tanto que se insinuaba la tendencia a la diferenciación local en lo político, la Iglesia parecía afirmar su estructura ecuménica; de acuerdo con ella procuró la conversión de todo el Occidente, con tanta confianza en el éxito que no vacilaba en impostar sobre sociedades infieles su organización episcopal.
Pero, sobre todo, la Iglesia contaba con una doctrina capaz de resistir las tendencias disgregatorias propias de la situación. Esa doctrina se refería al trasmundo y al mundo. Y aunque se vio obligada a ceder o a contemporizar, tuvo fuerza suficiente como para no perder de vista nunca del todo sus principios fundamentales. Pero lo más significativo fue el proceso de reducción a sus propios esquemas de las formas de convivencia social, aquellas formas precisamente en que más influencia ejercía el menos dócil de los elementos en conflicto, esto es, el elemento germánico.
Este proceso fue movido por un anhelo de orden en el plano civil y político, anhelo que, sin duda, compartía la Iglesia con los grupos que detentaban el poder político, pero que la Iglesia entendía con mayor amplitud y perspectiva, porque, en tanto que esos grupos no podían hallar una fórmula que expresase sus vagas aspiraciones –como fue luego la monarquía feudal–, la Iglesia poseía una teoría del poder político que, si no era del todo compatible con la realidad, era al menos coherente con sus ideas sobre el mundo y la vida. Esta teoría provenía de la fusión de elementos bíblicos y elementos romanos, que poco a poco se habían unido, disimulando algunas contradicciones internas; pero en medio de las incertidumbres de este período, la Iglesia afirmó cierto pensamiento coherente. Cuando elogiaba o cuando vituperaba a los reyes, pensaba seguramente, ante todo, en si eran hostiles o favorables a la Iglesia, pero podía erigir otro criterio valorativo con la confianza de apoyarse en ciertos valores que consideraba absolutos. Frente a la política impuesta por una situación de hecho –política de éxito, de ventaja, de situaciones creadas–, la Iglesia levantaba la bandera del derecho y de la justicia. Sus esquemas eran tradicionales: Salomón, Augusto, Constantino o Nerón, y los principios que los nutrían eran sólidos y coherentes. Isidoro de Sevilla ofrece –en el libro III de las Sentencias– una imagen total de la sociedad, en la que hay siervos y libres, ambos por disposición providencial, y en la que hay leyes y príncipes que ejercen el poder. Las leyes son, de hecho, las leyes romanas, y el tipo de poder que debe ejercer el príncipe, el que configura una imagen romanocristiana del poder, esto es, un poder que consiste en una carga para el que lo ejerce –y no en fuente de goces– y en un conjunto de deberes para con los gobernados. El proceso de adecuación de la sociedad de los reinos romanogermánicos al orden legal Romano, aun cuando fuera en reducido alcance, fue saludado por la Iglesia con regocijo, como un paso hacia la instauración de un orden que era a sus ojos el orden por excelencia. Y en la medida en que podía ejercer su influencia, exaltaba la virtud de quienes representaban en el orden político las virtudes y tradiciones cristianorromanas de sabiduría y prudencia.
Pero la tendencia al orden que insinuaba la Iglesia no se satisfacía –ni siquiera en ese momento– con una teoría del poder justo. Desde sus conflictos con el Imperio Romano, la Iglesia había ahondado el problema de las relaciones con el Estado y tenía posición tomada. Y tan difíciles como fueran las circunstancias después de la conquista germánica, la Iglesia aspiraba a establecer un orden en el que el poder civil estuviera subordinado al poder religioso o, al menos, a los ideales que la Iglesia sustentaba. El propósito era casi utópico dadas las circunstancias, pero el designio de la Iglesia se perfilaba claramente como un ideal: San Agustín lo había indicado cuando afirmaba que eran felices, no los reyes que habían reinado largo tiempo o dominado a sus enemigos, sino aquellos que “ponen su poder al servicio de la majestad suprema para extender a lo lejos el culto de Dios; aquellos que temen a Dios, lo aman y lo honran”. El poder político, que según las tradiciones romana y germánica parecía representar un valor supremo, se presentaba a los ojos del pensador cristiano como un mero instrumento al servicio del verdadero valor supremo: Dios. “Los pueblos –dice Isidoro de Sevilla– obtuvieron provecho sucumbiendo; pero por esto: porque fueron puestos en la disciplina de los fieles, como el pueblo de la nación de los persas. ” A la finalidad suprema de la fe y de la salvación debe subordinarse todo, inclusive el poder político. El mismo Isidoro formula esta idea, por primera vez de manera categórica, en el famoso pasaje del libro de las Sentencias: “Los príncipes tienen, a veces, que ejercitar ese poder supremo dentro de la misma Iglesia, procurando defender su disciplina. Esto sucede cuando es necesario obligar a cumplir las leyes por el terror, a los que desprecian las palabras del sacerdote. “
Acaso el creciente prestigio del clero en el reino visigodo explique que haya sido allí donde la tesis fuera formulada por primera vez de modo tan claro. Pero no debe olvidarse que casi un siglo antes Gregorio de Tours ponía en boca de Avito, obispo de Vienne, estas palabras dirigidas a Gondebaudo, al que incitaba a la conversión: “Si vas a la guerra, estás a la cabeza de los guerreros, y ellos te siguen donde tú los llevas. Vale más que, marchando tras de ti, conozcan la verdad, que permanezcan en el terror después de tu muerte, pues no se juega con Dios y Él no ama a aquel que, por un reino terrestre, rehúsa confesarlo en el mundo. “ Era pues un pensamiento que se abría paso, que residía en el fondo de la doctrina y que estaba a punto de manifestarse cuando las circunstancias lo permitían, como expresión de la tendencia al establecimiento de un orden en el que lo terrenal se subordinaba necesariamente a lo divino.
Las circunstancias variaron. Durante el período de la conversión de los pueblos paganos o arrianos, la Iglesia comenzó por intentar la catequesis de los reyes y se acogió luego a su protección para actuar sobre más vastos sectores sociales; pero desde el momento en que adquirió cierta seguridad, trabajó por someter al poder civil a sus ideales, primero, y a su autoridad luego, en la medida en que pudo avanzar en sus designios. La política que siguió en el reino visigodo preanunciaba la intención que pondría de manifiesto frente a Carlo magno. Y cuando las circunstancias fueron aún más favorables, afirmó plenamente su concepción del orden terrenal, que luego expresaría en la doctrina de las dos espadas.
Esta noción del orden terrenal no coincidía con la de los teóricos que preconizaban un poder real de tipo Romano; pero esta última tesis tampoco merecía el apoyo de la fuerza social más importante que se organizaba durante este período, la aristocracia terrateniente y militar. Si ésta aspiraba en alguna medida a cierto orden, era a condición de que la monarquía respetara su papel eminente y su organización jerárquica, y se transformara en cierto modo en su adalid, con un poder reducido y controlado, precisamente como convenía a la Iglesia. Así confluyeron Iglesia y aristocracia en la configuración de la monarquía y el imperio feudales, que se adecuaban correctamente dentro del cuadro de objetivos trascendentes propuesto por la Iglesia, y a los que la Iglesia prestó el sólido sostén de su estructura institucional.
Para respaldar esta noción del orden terrenal, la Iglesia contaba con la enorme fuerza que le prestaba su doctrina y, sobre todo, la que le prestaba su monopolio de la literatura escrita, susceptible de ser utilizada como valioso instrumento de propaganda. Las crónicas y la hagiografía conformaron una imagen de la vida ajustada al espíritu de sus redactores, que hacían justicia inexorablemente hundiendo o levantando a unos u otros según sus propios criterios de valor, de acuerdo con una norma cuyas últimas consecuencias expresa Beda en cierto elocuentísimo pasaje: “Oswald, el más cristiano rey de los northumbrios, reinó nueve años, incluyendo aquel año que debe ser considerado maldito por la brutal impiedad del rey de los bretones y la apostasía de los reyes ingleses; porque, como se ha dicho, se ha convenido por el unánime consentimiento de todos en que los nombres de los apóstatas serían borrados del catálogo de los reyes cristianos y no se adscribiría ninguna fecha a sus reinos. “ Así se modeló el tipo del “santo rey”, espejo en el que habían de mirarse durante los siglos siguientes sus sucesores.
Un claro esquema –dentro del cual se conjugaban armónicamente aristocracia, monarquía e Iglesia– quedó esbozado, pues, en la época de los reinos romanogermánicos. Tras la disolución del Imperio Carolingio ese esquema comenzó poco a poco a impregnar la realidad y fue considerado como el fundamento de un nuevo orden cristiano y feudal.
CAPÍTULO II
LA FIJACIÓN DEL ORDEN SOCIAL cristianofeudal
El nuevo orden que se comenzaba a entrever al producirse la instauración del Imperio Carolingio resumía las tendencias de las distintas tradiciones y de los diversos grupos étnicos y sociales que actuaban en su ámbito; y en él siguió elaborándose, en virtud del designio que movía a los grupos predominantes de fijar sus relaciones recíprocas y sus ideas.
Si la azarosa distribución de los invasores germánicos había diferenciado ya de una manera decisiva ese ámbito en relación con el oriente de Europa y el norte de África, nuevas circunstancias contribuyeron a precisar aún más aquella diferenciación. Desde el siglo VII los musulmanes habían hecho pie en la Península Ibérica y al cabo de corta campaña se habían apoderado de todo el reino visigodo, excepto de algunos reductos montañosos del norte desde donde comenzaron los pequeños grupos astures a lanzar sus contraataques. Los que cruzaron el Pirineo se mantuvieron más de diez años en el sur de Francia, pero fueron detenidos por Carlos Martel en la batalla de Poitiers en 732, y rechazados finalmente más allá del Ebro por los Carolingios entre el siglo VIII y el IX.
Para ese entonces los musulmanes habían comenzado a dominar el tráfico marítimo del Mediterráneo y pudieron ocupar poco a poco la isla de Sicilia, donde la última ciudad bizantina, Taormina, cayó en sus manos en 902. Poco antes, otros grupos establecieron un baluarte en el promontorio de Freinet, en la costa provenzal, desde donde comenzaron a realizar expediciones de saqueo, mientras otros grupos se apoderaban de la isla de Cerdeña. También en el sur de Italia se hicieron fuertes y ocuparon, por períodos más o menos largos, diversas ciudades desde las que lanzaban sus expediciones, unas veces con fines de saqueo y otras para intentar establecer definitivamente su dominación. Bari fue una importante base de operaciones; y aun perdida, conservaron los musulmanes fuertes baluartes tanto sobre la costa del Tirreno como sobre la del Adriático, desde los que saquearon sin piedad las campañas y las ciudades. Los más terribles –dice Liutprando de Cremona– eran los musulmanes de África. Pero no menos violentos fueron los que en España intentaron aniquilar a los pequeños grupos montañeses que resistían. A fines del siglo X, Almanzor saqueó sin piedad las tierras enemigas. “En esa tempestad –dice el monje de la Historia Silense– todos los cultos divinos perecieron en España; cayó la gloria de todos los cristianos; los tesoros de las iglesias, unidos y fundidos, fueron saqueados; cuando finalmente la piedad divina se compadeció de tanta ruina, se dignó apartar esa calamidad de la cerviz de los cristianos. Y así, en el decimotercer año de su reinado y después de muchas horribles matanzas de cristianos, Almanzor, atrapado por el demonio que en vida lo había poseído, fue hundido en los infiernos en la gran ciudad de Medinaceli. ” Un sentimiento de horror invadió las conciencias, aterradas al ver cómo les “consintió el Señor, por nuestros pecados, encruelecerse sobre las gentes de los cristianos”, como decía Lucas de Tuy.
Entretanto, entraban en Europa occidental otros agresores. En los últimos años del siglo VIII aparecieron en las costas de Inglaterra los piratas normandos, cuyas incursiones no cesarían ya por mucho tiempo. Año tras año, durante todo el siglo IX, sus naves se acercaron a las costas para saquear iglesias y castillos y apoderarse de las cosechas. En 851 entraron por el Támesis con 350 navíos, incendiaron Londres y se apoderaron de Canterbury; quince años después comenzaron a establecerse en la isla y poco a poco casi toda ella cayó en sus manos. Entretanto otros grupos normandos habían llegado a la costa de Francia. Las campañas y las ciudades –París entre ellas– fueron saqueadas repetidas veces; en 885 una poderosa flota remontó el Sena con gruesa cantidad de guerreros y amenazó a Josselin, obispo de París. “Libaciones de tu sangre –decía poéticamente el monje Abbón, que los había visto dirigiéndose a Lutecia– fueron esparcidas por esos bárbaros montados sobre setecientos navíos a vela y otros barcos pequeños, tan numerosos que no se los podía contar. Las honduras del Sena estaban tan llenas que sus ondas desaparecían bajo las naves en un espacio de más de dos leguas. ” La ciudad fue sitiada y el emperador compró la paz. El procedimiento volvió a usarse muchas veces. Los normandos amenazaban, saqueaban y exigían rescates o tributos y su amenaza ponía en perpetua inquietud a pobres y ricos. Finalmente, cuando ya estaban radicadas en Inglaterra algunas bandas normandas, otras lograron en 911 que Carlos el Simple les cediera la península al sur del Sena. Pero no hubo paz. La crónica de Flodoardo registra año tras año, durante buena parte del siglo X, la amenaza o el ataque de las bandas normandas en diversas regiones; en las costas francesas y británicas, en las de España y en las del Mediterráneo, donde, sin embargo, apenas pudieron romper la valla de los navíos musulmanes.
“Comenzó el año 926 –dice Flodoardo–, y el rey Rodolfo, con el conde Heriberto y varios franceses marítimos, atacó a los normandos encerrados en un bosque sobre el territorio de Arras; poco después, durante la noche, los normandos hicieron una salida repentina y atacaron el campo del rey; el conde Heriberto le llevó socorros temiendo que fuera tomado por ellos; quemaron algunas cabañas y se combatió alrededor del campo. Sin embargo, los normandos fueron rechazados del campo y se retiraron. El rey fue herido en esta ocasión, y el conde Heriberto fue muerto. Se dice que mil cien normandos perecieron en el combate. Después de eso, Rodolfo volvió a Laon y los normandos saquearon las campañas cubiertas de bosques hasta Portian. Los húngaros –sigue diciendo– pasaron también el Rin y, hasta el territorio de Vouzi, ejercitaron su crueldad por el pillaje y los incendios. Estando la luna en su último cuarto, el primer día de abril, sábado de Pascua, sufrió un eclipse, se puso pálida, perdió parte de su luz y pareció como si estuviera en su segundo cuarto; al nacer la aurora se puso color de sangre. El cuerpo de San Remigio y las reliquias de algunos otros santos fueron transportados de sus monasterios a Reims a causa del temor que provocaban los húngaros. ” En efecto, los húngaros habían comenzado a atacar la Germania, Francia e Italia. A fines del siglo IX habían ocupado la llanura danubiana y desde allí se habían lanzado en diversas direcciones, asolando ciudades y campañas durante medio siglo, e infundiendo pavor no sólo por su ferocidad sino también por su extraño aspecto. “No diré hombres –escribiría Otón de Freisinga, que los conoció en el siglo XII–, sino caricaturas de hombres. ” Sólo cuando en 955 fueron derrotados por Otón el Grande en el Lech cesaron sus expediciones de saqueo, aproximadamente cuando acababan también las de los normandos.
Puede decirse que, al finalizar la segunda mitad del siglo X, la larga inquietud de las comarcas occidentales de Europa comenzó a desvanecerse. Pero la experiencia adquirida y, sobre todo, las situaciones creadas por las circunstancias, persistieron y dejaron una profunda huella. Los riesgos y las urgentes necesidades de la defensa contribuyeron a consolidar un cuadro de relaciones sociales que venía organizándose desde hacía mucho tiempo; y el dominio que los musulmanes ejercían en el mar creó una situación económica estrechamente delimitada. Todos estos hechos debían, a su vez, contribuir a fijar el orden socioeconómico.
Ciertamente, desde principios del siglo VIII había comenzado a acentuarse la transformación económica iniciada en la época de las invasiones. El intercambio con el Oriente, que ya había declinado, se hizo aún más raro hacia esa época a causa de la actividad de las naves musulmanas, y en cuanto subsistía, significaba un constante drenaje de riqueza que de Europa occidental emigraba hacia el este. Con él declinaron todas las formas de la actividad mercantil y manufacturera, ya disminuidas a causa de la agitación suscitada por las invasiones, las expediciones de saqueo y el ambiente general de inseguridad. A eso se agregó la creciente pérdida de la capacidad técnica, en parte debida a la ineficacia de las nuevas clases gobernantes y en parte a la progresiva desaparición de la división del trabajo; la consecuencia fue una acentuada disminución de los rendimientos en la producción y, sobre todo, la declinación de ciertas estructuras indispensables para la administración y circulación de los bienes: comenzaron a tornarse intransitables los caminos y dejaron de repararse los puentes, que se destruían hasta el punto de impedir, a veces de manera total, las comunicaciones. Este proceso se acentuó tras la disolución del Imperio Carolingio y coincidió con la desaparición de los estímulos económicos a causa de los obstáculos que los invasores oponían al comercio. Por la misma época se produjo un proceso creciente de despoblación, de modo que las condiciones de vida entre los siglos VIII y X se tornaron complejas e inestables.
Todas estas circunstancias favorecieron el abandono de las formas de vida urbana y el progresivo desarrollo de la vida rural. Excepto en algunos lugares de Europa, y sobre todo en la Castilla dificultosamente reconquistada por los cristianos, en el resto la gran propiedad tendía a ensancharse, concentrándose la tierra en pocas manos. En el período feudal –esto es, entre los siglos IX y XI–, esta tendencia se hizo cada vez más intensa y se constituyeron firmemente los señoríos, unidades agrarias de economía casi cerrada que, además, se convirtieron en unidades políticas casi autónomas a medida que los señores lograron obtener las inmunidades. Mientras la organización socioeconómica que surgió por entonces no sufrió la agresión ni la competencia de otras formas de vida y de producción, su desarrollo fue coherente y cuajó en fórmulas que, basadas en la costumbre, adquirieron pleno vigor. Pero el impacto que en el siglo XI produjo sobre el comercio internacional la expansión militar, política y económica hacia la periferia suscitó nuevas posibilidades que repercutieron sobre las tendencias de la organización socioeconómica vigente. Una nueva era comenzó entonces –el período feudoburgués, entre los siglos XI y XIII–, en el que el amenazado sistema de privilegies comenzó a buscar las fórmulas que creyó eficaces para su estabilización.
I. LA FIJACIÓN DE LAS RELACIONES SOCIOECONÓMICAS
En el ámbito que así se delimitaba entraron en crisis tanto los reinos recién constituidos como la idea misma de Estado, sobre todo a partir de las luchas entre los hijos de Ludovico Pío. Al concluir el relato de esas querellas decía Nithard: “En la época del gran Carlos, de feliz memoria, que murió hace ya casi treinta años, el pueblo marchaba de común acuerdo por el camino recto, el camino del Señor, y la paz y la armonía reinaban por doquier. Pero en el presente, por el contrario, como cada uno marcha por el sendero que le place, estallan por todas partes las disensiones y las querellas. “ Ninguna norma quedó en pie con respecto a los fundamentos capaces de asegurar la legitimidad del poder, y la monarquía se vio cuestionada en la lucha entre los que defendían el principio hereditario y los que defendían el principio electivo. Triunfó en un comienzo esta última teoría en el reino franco y en el reino germánico, y en la práctica operó como justificación de los poderes de hecho que en determinada región alcanzaba un esforzado aventurero, como Fernán González en Castilla, a quien se procuraba luego revestir con algunos caracteres que lo legitimaran. Pero la teoría entrañaba una inevitable disminución de la autoridad monárquica, que hizo modestos a los reyes, como dice Guibert de Nogent de los de Francia.
Prácticamente quedó la monarquía bajo la protección de la aristocracia militar y terrateniente, porque sólo por medio de ella podía obtener “riquezas y ejército, que son las defensas de un reino”. La épica recogió el recuerdo del sentimiento de superioridad que adquirió la aristocracia, y la figura del conde Guillermo, tal como aparece en Le couronnement de Louis, simbolizó la certidumbre de que sólo mediante la ayuda de los grandes podía ejercer el rey su potestad. Pero no aprovechó menos la Iglesia de la debilidad de la monarquía, tanto para participar del poder como para obtener cesiones de tierras. La querella entre el Imperio y el Papado que se desencadenó en el siglo XI fue la culminación de una puja entre las dos fuerzas, manifestada a través del ascenso de la aristocracia eclesiástica con detrimento del poder real.
El ascenso y la progresiva emancipación de la aristocracia terrateniente –tanto laica como eclesiástica– contribuyó a debilitar lo que quedaba de la idea de nación o de reino, residuo, a su vez, de la vieja organización provincial romana y de la unidad de los linajes germánicos de conquistadores. La disolución del Imperio Carolingio, la reconquista de España y los azares de la invasión de Inglaterra por los daneses desdibujaron toda suerte de límites. Las unidades políticas eran unidades de poder y llegaban hasta donde éste llegaba. Así pudo ocurrir la oscilación de los señores entre diversas lealtades, sin que jugara el principio de fidelidad a una nación o reino: el relato de Richer sobre el ascenso de los Capetos y la tensión entre Carolingios y Sajones muestra la progresiva vigencia de una lealtad de nuevo tipo, esto es, la lealtad de persona a persona.
Esta circunstancia coadyuvó a acentuar la inestabilidad de las relaciones entre los reyes y las aristocracias que crecían en poder. No sólo decrecía el respeto por la monarquía, no sólo se la sustituyó de hecho en la esfera de la autoridad señorial, sino que también se la atacó abiertamente sacudiendo los vínculos que entrañaban un compromiso con ella y actuando con absoluta independencia. Las luchas se sucedieron por todas partes durante el período feudal, y en ocasiones no sólo se sublevaron los grandes contra los reyes sino que, en algunos lugares, como en Italia en el siglo XI, según el testimonio de Wipón, “conspiraban todos los valvasores y los simples soldados contra sus señores, y todos los pequeños contra los grandes”.
De hecho, el poder cayó durante el período feudal en manos de la aristocracia terrateniente y militar, que sometió a la monarquía a sus designios. La épica halagó los oídos de los señores destacando su soberbia, su desprecio por los reyes y por las normas tradicionales: Girart de Rusillon, Bernardo del Carpio o el conde Guillermo desprecian y desafían a quienes sólo nominalmente ejercen la autoridad real, cuando la fuerza y el poder están en realidad en sus manos. El poeta del Nibelungenlied hará decir a Volker: “Es experimentar demasiado temor abstenerse siempre de todo lo que está prohibido: yo no puedo llamar a esto un verdadero coraje de héroe. Y Hagen aprobó las palabras de su compañero de armas. “ Era, sin duda, un halago para los barones crear un nuevo sistema de relaciones según su libre voluntad y era, para sus miembros, una experiencia que los ensoberbecía. Sólo el poder real podía constreñirlos, según lo señalaba el obispo Adalberón: “En cuanto a los otros nobles, ningún poder restringe su libertad si no cometen ningún crimen de esos que corresponde al cetro de los reyes castigar. “ Pero la monarquía necesitaba demasiado de la aristocracia militar y terrateniente y no estaba en sus manos tratar, por entonces, de hacer efectivas sus atribuciones teóricas.
Desvanecido el vínculo con el Estado, apenas lo sustituyó el vínculo personal con el rey. Comenzaría a forjarse la cadena de las lealtades personales, fundadas en la promesa del servicio de armas y recompensadas con la entrega de tierras. Pero mientras ese nuevo sistema de relaciones cobraba fuerza, las duras exigencias de las circunstancias cotidianas estrecharon los vínculos de la sangre. Quien podía protegerse con el auxilio de los suyos, tenía la posibilidad, si eran numerosos y bravos, de sobreponerse a las agresiones de los enemigos, de sus pares y hasta del propio rey, y de ese modo conservar y acrecentar sus tierras y con ellas su status. Ciertamente, en la crisis de disgregación que caracterizó el período feudal, los linajes se robustecieron y llegaron a ser las unidades políticas fundamentales. La épica contribuyó a robustecerlos. El cantar de Raúl de Cambrai perpetuó la tradición de la lucha entre los descendientes de Raúl y los de Herbert de Vermandois; el de Gui de Nanteuil, la del conflicto entre el linaje del protagonista y el de Ganelón; el de los Infantes de Lara, la de la guerra de familia.
Esta solidaridad de los linajes no es sino el testimonio negativo de la ausencia de un sólido vínculo social. El período feudal vio desaparecer los antiguos y asistió a la elaboración de otros nuevos, forjados a golpe de espada por el grupo de los más poderosos. En esa faena, la violencia, la fuerza y la codicia predominaron sobre todo derecho, apenas limitadas por la escasa fuerza de los principios morales cristianos.
Pero aun éstos carecían de eficacia frente a las tendencias espontáneas y a las necesidades propias de la situación de hecho. Las condiciones de vida alcanzaron una inestabilidad tal que lo normal pareció ser la inseguridad. Se juzgaba asombroso poder transportar algunas riquezas por los caminos sin que cayeran en manos de los bandidos, entre quienes se descubrían poderosos barones que aprovechaban su autoridad y su fuerza para apoderarse ilícitamente de bienes y personas. Las víctimas eran a veces hombres de su misma clase a quienes sorprendían indefensos y vencían en una encrucijada, pero eran más frecuentemente los débiles que se encontraban a merced de los designios del fuerte. “La avaricia ingeniosa –decía Guillermo de Poitiers– ha inventado en algunas naciones de las Galias una costumbre execrable, bárbara y contraria a toda justicia cristiana. Se tienden celadas a los poderosos y a los ricos, se los encierra en prisiones, y se los acosa con ultrajes y tormentos. Luego de haberlos casi reducido a la muerte con diversas calamidades se los hacer salir de la mazmorra, generalmente para venderlos a algún grande. ”
Lo que creaba tal situación de inseguridad era, pues, el primado de la fuerza, la inexistencia de un orden jurídico; pero se utilizaba ésta para satisfacer la codicia, porque los grandes –como el rey y los poderosos de Inglaterra, según el testimonio del monje de la Crónica anglosajona– “amaban mucho, y demasiado, el oro y la plata”. El ejemplo cundió. A imitación de los grandes, se dejaban arrastrar por sus pasiones y contribuían a mantener en estado de inseguridad a los hombres de menor y aun a los de ínfima condición, según señalaba atónito Raúl Glaber. Se sumaron a ellos hasta los hombres de Iglesia, que finalmente aceptaron las costumbres de la aristocracia laica, con lo que suprimieron la posibilidad de que funcionaran los frenos morales. Así alcanzó la Iglesia la situación que describía Guibert de Nogent, similar a la del ambiente que la rodeaba por su corrupción, pero sobre todo por el designio de alcanzar riqueza y poder por cualquier medio. Era, en el fondo, un claro fenómeno de crisis, a causa del cual quedaban invalidados todos los derechos y se veían obligados todos a defender personalmente su status y sus bienes. Esta situación parecía tan firme y obedecer a causas tan profundas que Adalberón le hacía decir al rey Roberto que los deseos de paz, de respeto a la ley, de justicia y de honestidad de un obispo, tanto en la vida religiosa como en la civil, se cumplían solamente si “Dios permite alguna vez que el Loire trate de bañar los campos calabreses, que el Tíber fogoso cubra las campiñas españolas, que nazcan rosas sobre el Etna y lirios en un estanque: si tales cosas ocurren –agregaba–, entonces espera, obispo, que se cumplan los votos que has pronunciado”. Un estado general de desaliento se apoderaba de los espíritus que acariciaban la esperanza de alcanzar condiciones de vida más semejantes a aquellas de que había gozado el mundo en otro tiempo.
Se sumaban a esas situaciones las reiteradas olas de escasez, de hambre, de carestía y de epidemias. Hechos en cierto modo normales, su incidencia sobre un orden político, civil y moral caracterizado por la inseguridad, la arbitrariedad y la violencia parecía aún mayor y autorizaba a las conciencias vigilantes a suponer que cierta ineluctable fatalidad perseguía a la especie humana. Así halló asidero –con distintos matices, sin duda– la idea de que al cumplirse los mil años de la encarnación de Cristo sobrevendría el fin del mundo anunciado por innumerables desgracias. Raúl Glaber señala los testimonios del castigo divino y enhebra los acontecimientos para poner de relieve la veracidad de la profecía de San Juan el Teólogo. Un santo temor movió a muchos a entregarse a la más severa disciplina religiosa, en monasterios que por entonces surgieron en gran número para acoger a quienes, piadosamente, deseaban apartarse de un mundo que parecía condenado al mal.
En algunas regiones, el hambre y la escasez tuvieron consecuencias de extraordinaria trascendencia; una vieja tradición germánica responsabilizaba a los reyes de esos desastres y aconsejaba su muerte para lograr la benevolencia de los dioses. Pero en un mundo que las migraciones habían integrado con zonas desigualmente pobladas, en el que abundaban las tierras de nadie y en el que el orden jurídico estaba en total crisis, la busca de soluciones eficaces tomó pronto otro sentido. La escasez, que muchas veces se vinculaba con la incapacidad técnica para aumentar la producción, fue considerada habitualmente como una consecuencia necesaria de la falta de tierras, esto es, de la inadecuada proporción entre la superficie cultivable y el número de la población, dados ciertos índices de producción. Si la tierra se redistribuía para responder al crecimiento demográfico, las posibilidades de escasez aumentaban; y el clamor se manifestaba con una sola fórmula: la estrechez de la tierra. En el extremo septentrional, Snorri Sturluson explicaba en la Saga de los Yngling cómo los suecos comprendieron que las épocas de carestía y escasez se debían a que “había en las tierras un número mayor de personas que el que podían soportar”; y en el extremo meridional, el poeta del Cantar de Fernán González describía una situación semejante en términos análogos:
Fueron nuestros abuelos grrand tiempo muy coytados,
ca los tenían los moros muy fuert arrenconados,
eran en poca tierra pocos omnes juntados,
de fanbre e de guerra eran mucho lazrados.
La consecuencia de esta situación fue que muchos se vieron obligados a emigrar, corriendo la aventura de adquirir nuevas tierras. La emigración fue una costumbre sajona, según le hacía decir Godofredo de Monmouth en épocas remotas a Henguist, y Snorri Sturluson se la atribuye reiteradamente a los hombres del Báltico. Pero en Francia se desarrolló por las mismas causas y con idénticos propósitos. Anota la Crónica de los condes de Anjou que el primero de ellos, Tertullus, abandonó sus lares en época de Carlos el Calvo para luchar al lado del rey, “abandonando las estrecheces de la posesión paterna, queriendo y esperando ascender gracias a su diligente acción”. Tal era el sentido de las hazañas que emprendieron los barones exaltados por los poemas del ciclo de Guillermo, a uno de los cuales decía el papa: “Bachelers estes, de terre avez mestier”; y era el de las que cumplió Ruy Díaz de Vivar, que lo expresaba así, dirigiéndose a Minaya:
Por lanças e por espadas avernos de guarir,
si non, en esta tierra angosta non podriemos bivir,
e como yo cuedopuedo, a ir nos avremos d’aquí.
Que la lucha por la tierra –lucha desesperada por la existencia y también por la defensa y el mantenimiento del rango social– constituía la causa fundamental de las inquietudes y los conflictos que ensombrecían todas las comarcas, lo comprendió bien –seguramente entre otros muchos– Roberto el Monje, el cronista contemporáneo de la primera cruzada que, en su crónica, ponía en boca del papa urbano II –a quien había oído personalmente en el Concilio de Clermont– esta reflexión reveladora, dirigida a los señores que lo escuchaban: “No os dejéis retener por ningún cuidado con respecto a vuestras propiedades o a los asuntos de familia; esta tierra que habitáis, encerrada entre las aguas del mar y las alturas de las montañas, mantiene en estrechez a vuestra numerosa población; es una tierra que no abunda en riqueza y que apenas suministra los alimentos a quienes la cultivan: de eso proviene que os desgarréis y os devoréis tenazmente, que os hagáis guerras entre vosotros y que muchos perezcan hiriéndose recíprocamente. Extinguid todos los odios entre vosotros; que las querellas se acallen, se apacigüen las guerras y se adormezca la acritud de vuestras disensiones. Tomad la ruta del Santo Sepulcro, arrancad ese país de las manos de esos pueblos abominables y sometedlo a vuestro poder. Dios ha dado en propiedad a Israel esa tierra en la que la Escritura dice que ‘corre la leche y la miel’. Jerusalén es el centro de ella, y su territorio, más fértil que ningún otro, ofrece, por así decirlo, las delicias de otro paraíso. ”
La tierra así conquistada constituía un nuevo señorío, una nueva unidad política, económica y social cuya organización y funcionamiento arrancaba del hecho primario de la conquista y del derecho de la guerra. Alguna vez entraría ese derecho en conflicto con los preceptos tradicionales de raíz romana, pero mientras la costumbre no confirmaba el derecho del conquistador, se aferraba éste a la autoridad que le conferían las circunstancias, y hacía de la conquista un punto de partida anterior a toda discusión de títulos, con lo que acentuaba el ambiente de inseguridad y arbitrariedad. Es elocuente el discurso que Guillermo de Jumièges pone en boca de Rolón: “Venimos a echar a los habitantes de esta tierra porque deseamos hacernos una patria y someterla a nuestro dominio”; y agregaba: “No nos someteremos a nadie; todo lo que podamos conquistar con nuestras armas lo haremos pasar a nuestra jurisdicción. “ Esta actitud es la que recuerda el poeta de la Canción de los Nibelungos cuando hace decir a Sigfrido, dirigiéndose al rey Gunther: “Quiero arrancaros por combate todo lo que podáis poseer; vuestro reino y vuestras ciudades fuertes, todo eso debe llegar a ser mío. “
La posesión debía llegar a tener más adelante otros fundamentos, pero en la situación del período feudal fueron éstos muy sólidos y valederos. El conquistador logró –en muy buena parte por obra de trovadores y juglares– la aureola del héroe, y sus hazañas se hicieron muy pronto legendarias, en parte porque tenían el prestigio del triunfo y, sobre todo, porque habían deparado a sus protagonistas una posición social de privilegio que al poco tiempo era ya incuestionable. Honor y riqueza comenzaron a hacerse inseparables.
Entretanto, las tierras eclesiásticas lograron acrecentarse, después de las expropiaciones de los primeros Carolingios. Las cesiones fueron acumulándose y el título de posesión logró afirmarse apoyándose en el respeto que inspiraba la Iglesia. Hubo despojos, pero siempre en menor cantidad que en las tierras de seglares y la intensidad del atropello pareció mucho mayor, de modo que la estabilización de las posesiones eclesiásticas fue anterior y más firme que la de los demás señores.
Mientras duró la posibilidad de que quienes no poseían tierras llegaran a adquirirlas por la fuerza de su brazo –generalmente en regiones de frontera, donde abundaba la tierra de nadie– quedó también abierta la posibilidad del ascenso social. Todavía en el siglo XII podía decir un monje de Saint-Denis que “una larga serie de acontecimientos diversos ha confundido todas esas distinciones; la fortuna ha elevado lo que estaba abajo y rebajado lo que estaba arriba”.
Habíanse colocado arriba los que se habían transformado en poseedores, y sólo poco a poco se organizaría estrictamente la jerarquía entre ellos. Pero la diferenciación entre poseedores y no poseedores se establecía en forma instantánea, y quien se situaba entre los primeros podía moverse en su nueva situación con nuevas posibilidades. Era la sensación que embargaba a Ruy Díaz de Vivar cuando decía, tras de su triunfo en Valencia:
Loado a Dios, que del mundo es señor.
Antes fui minguado, agora rico so,
que he aver a tierra, e oro e onor,
e son mios yernos, infantes de Carrión.
También el apoyo de los reyes podía otorgar las posibilidades de un ascenso social, que se legitimaba en poco tiempo a pesar de las resistencias que pudiera hallar en un principio. Levantaban los nobles su protesta cuando alcanzaba valimiento cerca del rey un hombre de baja condición, porque en cuanto a miembros de la clase de los poseedores tendían a perfeccionar sus privilegios. Contra la opinión de los que pensaban como el citado monje de Saint-Denis, tendían los poseedores y sus defensores a actuar las diferencias sociales, derivadas en última instancia de la posesión de la tierra. Y ya a principios del siglo XI se reiteraba la tesis clásica acerca de la división de los hombres en tres grandes grupos, lamentándose que no se respetara la ley: “La familia del Señor –decía Adalberón, obispo de Laon– que parece una, se divide en realidad en tres clases. Los unos oran, los otros combaten y los últimos trabajan. Esas tres clases no forman sino un todo y no podrían separarse; lo que hace su fuerza es que, si una de ellas trabaja por las otras dos, éstas a su vez hacen lo mismo por aquélla: de ese modo se auxilian las unas las otras. Esta unión, aunque compuesta de tres elementos, es pues una y simple en misma. Así domina el mundo la ley de Dios y por ella goza el mundo una dulce paz. Pero hoy las leyes carecen de fuerza, la tranquilidad huye de todas partes, las costumbres de los hombres se corrompen y todo orden se invierte. ”
Tal doctrina, sostenida por algunos grupos, no podía recibir en el período feudal pleno acatamiento; pero a medida que el tiempo transcurría tendía a separarse la clase de los poseedores y a organizarse no sólo como una aristocracia de hecho sino como una nobleza de derecho, por encima de los no poseedores. El estrechamiento de los vínculos personales, basados en el servicio de armas y la exclusividad de la posesión de la tierra en condiciones privilegiadas, asegurarían a aquéllos una posición cada vez más consolidada.
El vínculo personal establecido entre hombre y hombre había nacido de las duras necesidades de la defensa. Frente al peligro constante, los poseedores del poder y de la tierra –a partir del propio rey– buscaron asegurarse el auxilio de conmilitones de segura lealtad. El premio debía ser la tierra, pero la lealtad no se basó solamente en la esperanza de la recompensa; si ésta era imprescindible para que el caballero asegurara su posición económica y social, la relación personal se basó sobre todo en la necesidad reciproca de auxilio militar. El más débil necesitaba el apoyo del fuerte, y éste, a su vez, sólo llegaba a serlo si contaba con el brazo eficaz de quien sabía usar las armas. Este entrecruzamiento de recíprocas necesidades e intereses originó espontáneamente las relaciones de vasallaje, cuya vigencia era decisiva para quienes fundaban en ella su seguridad y su condición social.
El vínculo de vasallaje constituyó el principio organizativo de la clase que poseía el poder político y económico. Más aún, los pequeños libres se vieron obligados también a encomendarse a los grandes, enajenando buena parte de su libertad, a pesar de entrever que esa enajenación difícilmente significaría un freno frente al creciente poder de quienes concentraban en sus manos toda la autoridad, todo el prestigio y toda la influencia. Entre estos últimos, en cambio, el vasallaje aunque significaba el renunciamiento a cierta parte de la libertad de acción individual, funcionaba dentro de un sistema cada vez más universal de exigencias recíprocas que aseguraban a quienes establecían el contrato feudal ciertas garantías individuales.
La relación jerárquica entre los miembros de las clases privilegiadas se estableció progresivamente y por obra de las circunstancias. Fue vigorosa dentro de cada área, porque las circunstancias mismas contribuían a afirmarla. Y tan sólida llegó a ser que durante el período feudal se sobrepuso la lealtad entre los grandes a la que teóricamente debía cada uno de ellos al rey.
A partir de esa situación, las relaciones entre la aristocracia y la monarquía debían orientarse hacia formas muy singulares. Aquélla creció en arrogancia, y aunque no manifestó explícitamente su aspiración a sacudir la autoridad real, la realizó en los hechos ensanchando los límites políticos y jurídicos de la inmunidad y contribuyó con ello a configurar la monarquía feudal, esto es, un tipo de poder condicionado por la voluntad y los intereses colectivos de la aristocracia.
Por lo demás, en el proceso de disgregación del Estado tradicional, operado a través de las peripecias que acompañaron la crisis del Imperio Carolingio en todo el ámbito de la Europa occidental, los conflictos entre los grandes y la corona asumieron en ocasiones terribles caracteres, en parte por las exigencias de la defensa, en parte también por el deseo o la necesidad de acrecentar las posesiones, y en parte por la creciente debilidad y la impotencia del poder real que estimulaban las ambiciones de la aristocracia. Así nació la actitud de los “barones rebeldes” que reflejan las crónicas con dramática insistencia y exaltó vehementemente la épica señorial.
La posesión de la tierra se vinculó estrechamente con el ejercicio de las armas. Se luchaba para conseguirla y se conseguía si se triunfaba en la lucha. Quien quería servicio fiel y eficaz debía ofrecer a quienes se alineaban a su lado posesiones que parecieran dignas de ellos. “Distribuyó beneficios –dice de Guillermo el Conquistador su biógrafo– para que soportasen con más paciencia las fatigas y los peligros. ” Y mientras hubo tierras de nadie o prevaleció la situación de inseguridad, la tierra pareció estar a disposición de quien quisiera apoderarse de ella, o de quien quisiera recibirla ofreciendo sus armas a aquel que pudiera otorgarla bajo la forma de beneficio.
Así obtenida, la tierra conservaba el sino bajo el que había sido lograda. Era un premio al valor, y este criterio, introducido por la experiencia de la conquista y alentado por los azares del traspaso, se superpuso sobre los criterios tradicionales. Pero también adquirió vigencia la idea de que la tierra debía estar enfeudada, esto es, incorporada al orden espontáneamente creado en determinado ámbito territorial sobre la base de relaciones contractuales. Puesto que era difícil defender la tierra, era menester renunciar a la propiedad y asumir el usufructo a cambio de la integración dentro de un orden políticomilitar adecuado a la magnitud de los peligros. Tal fue la suerte de las tierras alodiales. Si muchas tierras se liberaron de la jurisdicción señorial a causa de los trastornos que acompañaron a la crisis del Imperio Carolingio, desde el siglo X comenzaron los alodios a caer en situación de dependencia. Era el mismo movimiento que impulsaba al campesino libre a transferir su tierra a un señor de quien pudiera recibir protección y ayuda. Y hacia el siglo XII, las tierras alodiales casi habían desaparecido, y toda tierra reconocía señor.
Aquellas que habían sido entregadas a cambio de servicio de armas –que se caracterizaron como beneficios o feudos– adquirieron una fisonomía especial, pues el tipo de relación que tal otorgamiento suponía quedó consagrado como propio y exclusivo de la clase aristocrática. Mientras la precaria definía una entrega de tierra en usufructo con la condición de un pago en trabajo o en especies, el feudo representaba una situación económica semejante pero con implicaciones políticosociales radicalmente diferentes. El feudo se constituyó poco a poco en un ámbito jurisdiccional, en el que el tenedor fue logrando, en virtud de la inmunidad, una creciente autoridad política, administrativa y judicial, en parte por la presión de las circunstancias y en parte por la natural ambición de los grandes. Por la primera razón, sobre todo, el feudo tendió también a convertirse en una unidad económica cerrada y autosuficiente; de modo que las grandes procuraron obtener como feudos algunas de las villas o señoríos que tenían extensos recursos y antigua organización; por análogas razones aspiraron a obtener los honores, esto es, las tierras adscriptas a determinadas dignidades, pues, a pesar de su revocabilidad, acrecentaban en el orden local el status de los beneficiarios; pero lo que ambicionaron más, una vez consolidada la conquista, fue lograr el reconocimiento del derecho de transmitir los feudos en herencia, iniciando un proceso hacia la patrimonialidad.
La tendencia a perpetuar la posesión suscitó un choque entre dos concepciones: la tradicional de la conquista, según la cual ésta era título suficiente para la posesión, y la que comenzó a difundirse con vistas a la preservación y transmisión de lo conquistado. La primera había sido la que había olvidado y justificado la expansión; la leyenda heroica la recogía, exponiéndola con naturalidad, como manifestación de la ultima ratio que fundamentaba la situación social vigente; pero la enfrentaba con otros criterios jurídicos que comenzaban a abrirse camino a medida que se estabilizaban las situaciones. Al reto de Sigfrido contestaba Gunther con asombro: “¿Por qué merecería yo que, cediendo a la violencia, tuviera que perder lo que mi padre ha poseído durante largo tiempo y con gran honor?”; a lo que Sigfrido respondía imperturbable: “No renunciaré a mi designio: a menos que con tu valor no sepas defender tu reino, yo me apropiaré de él; si por el contrario eres tú el más fuerte, serás el dueño de los bienes de los que eres heredero. “
Esta disposición a jugar las posesiones y bienes hereditarios en un combate corresponde a la imagen idealizada del héroe, pero recuerda los fundamentos que se consideraron válidos durante cierto tiempo para la posesión. Contrariamente, desde muy antiguo apareció la tendencia de la aristocracia a asegurar su herencia. La admitió en cierto modo Carlos el Calvo en 877 y fue afirmada reiteradamente mediante la aplicación de un criterio –fundado en principios morales por una parte y en el derecho Romano por otra– que contradecía sustancialmente los principios que originaban y fortalecían el régimen vasallático y beneficiario. Pero la tendencia a la patrimonialidad estaba unida al creciente ascenso de la aristocracia y a su progresivo poderío. No le era difícil a sus miembros exaltar la injusticia del despojo de sus herederos, y el poeta del Couronnement de Louis podía poner, entre las recomendaciones que Carlomagno le hacía a su hijo, la de que no le arrebatara su feudo al hijo huérfano. Así comenzaba a exteriorizarse la tendencia a fijar las relaciones socioeconómicas creadas por la conquista, fundadas durante la primera etapa en las urgentes necesidades de la defensa y la seguridad y estabilizadas luego por la fijación del status de la clase aristocrática, que detentaba el poder político y económico.
Quedaba, por debajo de esa aristocracia, una población que se agrupaba en dos sectores estrictamente diferenciados: los libres y los no libres. Unos y otros carecían de significación política, porque el poder tendía a hacerse monopolio de un pequeño grupo. Tenían en cambio gran importancia económica, porque, incluidos en una economía eminentemente rural, constituían el instrumento fundamental de la producción. Esa circunstancia sellaba su situación de dependencia.
Jurídicamente, la condición de libre y la de no libre estaban perfectamente definidas Los no libres, generalmente descendientes de antiguos esclavos o siervos, no podían escapar de la dependencia sino por la manumisión. Aun entonces pasaban a una condición de extremada inferioridad, pero se sumían en una multitud cuyo agrupamiento económico y social estaba lleno de matices. Una sola cosa era común a todos sus miembros: la situación de dependencia económica y la instrumentalización de su trabajo, que la aristocracia poseedora de las grandes extensiones de tierra aprovechaba para subsistir y consolidar su rango. Esta circunstancia obligaba a tratar de fijar no sólo el propio status sino también el de las clases inferiores.
A partir del siglo XI, las circunstancias alteraron el ritmo de desarrollo de la sociedad y determinaron algunos cambios importantes en su constitución. Contribuyeron a producirlos muchos factores.
Poco antes –hacia mediados o fines del siglo X– las arremetidas de los pueblos que acosaban las fronteras habían cesado o, al menos, habían perdido buena parte de su agresividad. Los normandos se habían establecido definitivamente en la península que tomó de ellos el nombre de Normandía, y habían creado allí un estado que asumió muy pronto curiosas características de organización y gobierno, a causa de la firme autoridad que mantuvieron sus duques. En un mundo en proceso de disgregación política, los normandos introdujeron en el ducado un principio de centralización que trasladaron luego a los reinos de Inglaterra y de Dos Sicilias. Los musulmanes, en cambio, vieron derrumbarse el Califato de Córdoba, al que sustituyeron débiles reinos que caerían poco a poco a manos de aragoneses y castellanos, en tanto que los húngaros quedaban bloqueados tras la derrota que sufrieron frente a Otón el Grande. Poco después comenzarían las Cruzadas, cuyo proyecto arrancaba de las nuevas y promisorias posibilidades que abría la libre navegación del Mediterráneo. Por ferias y ciudades comenzaba a circular el dinero, y con él nuevas aspiraciones y perspectivas de ricos y de pobres. El orden tradicional buscó un nuevo equilibrio a través de ciertas transformaciones, espontáneas unas, deliberadas otras, hijas todas ellas del cambio de situación que se operaba.
Ese cambio no dejaba de favorecer, en alguna medida, a la monarquía. Donde ésta se instauró tras la conquista territorial –como en las monarquías normandas o hispánicas– pudo sobreponerse a las limitaciones que en otras partes le imponía el progresivo descrédito y la impotencia que la había caracterizado en el ámbito del antiguo Imperio Carolingio. En este último la aristocracia había logrado poco a poco los poderes políticos locales, vacantes por inoperancia de la corona. Pero donde la monarquía asumió el poder a causa de la conquista, pudo ejercerlo manteniendo su fibra militar y montándolo sobre un principio de centralización que se había desvanecido en otras partes. La Crónica anglosajona dice de Guillermo el Conquistador: “Reinó verdaderamente sobre Inglaterra”, porque era su voluntad –y no la de los grandes– la que dirigía los destinos del país. Cosa semejante ocurrió con los normandos que organizaron el reino de Dos Sicilias, cuyos principios centralizadores y cuya enérgica autoridad heredó luego Federico II; y de manera análoga se condujeron las monarquías castellanas y aragonesas, siempre en pie de guerra junto a las fronteras. Aun en Francia, la tendencia de la monarquía desde el siglo XII fue afirmar progresivamente su autoridad, como procuraron destacarlo los cronistas y biógrafos reales desde Suger hasta Joinville.
La autoridad real debía crecer merced a cierta discriminación en los poderes de la aristocracia. Entendían sus miembros que su poder era, indiscriminadamente, político, militar y económico. Pero la monarquía, consintiendo en el enriquecimiento de los nobles, procuró despojarlos poco a poco del poder político y militar aun cuando conservaran sus riquezas, de las que la codicia de los reyes trataría de apoderarse si las circunstancias lo permitían. Para los nobles, la tierra era fuente de riqueza y de poder; pero para la monarquía era imprescindible que el poder disminuyera aunque creciera la riqueza. Las tierras fueron consideradas como recompensa de un servicio y afectadas primordialmente a él. Por eso quiso Otón I –y sus sucesores luego– mantener la prerrogativa de designar a los obispos, a cuyas sedes se habían otorgado vastas posesiones. Del mismo modo, Alfonso IX de León establecía en la carta otorgada en 1188 que a aquel que hubiese recibido de él tierras por las que prestara servicio le estaba vedado entregarlas a una comunidad religiosa; y en el mismo sentido legislaba la Carta Magna inglesa. Mientras sirvieran a los fines políticos y militares del reino, las tierras y sus señores no contradecían los designios de la corona, aun cuando los últimos crecieran en riqueza y mantuvieran cierto poder local.
Poco a poco fue admitiéndose que la nobleza entrañaba de alguna manera la riqueza, en parte porque le era debida a causa de su servicio, y en parte porque la aristocracia y la Iglesia coincidieron en sostener que era preferible que la riqueza estuviese en manos de poderosos para lograr paz y estabilidad. Así lo diría luego en términos muy elocuentes Sancho IV de Castilla en un pasaje de los Castigos e documentos: “Conviene saber que nobleza, riqueza y poderío no son una cosa: que muchos son nobles que no son ricos, y muchos son ricos que no tienen poder civil. ” Y agregaba luego: “Mas los ricos sin poder y sin nobleza por cualquier cosa mueven peleas y rencillas, porque no se fijan en lo mucho sino en lo poco. Y por ende, si las riquezas son sin poderío civil y sin nobleza, más hacen al hombre mezquino que bienaventurado . . . De donde la nobleza y el poderío civil se acompañan muy bien con las riquezas, porque los que son ricos, poderosos y nobles muy mejor saben usar de las riquezas ordenándolas a las virtudes que los ricos aventureros sin seso. ” Progresivamente lograban los nobles que se reconociera su legítimo derecho a la riqueza.
Pero en cuanto al ejercicio del poder que la riqueza daba, la aristocracia tuvo que soportar durante el período feudoburgués la creciente ofensiva de la monarquía, que, finalmente, logró sobreponerse a ella. Por otra parte, la monarquía fue concediendo formalmente a los señores un poder local que debía y podía ser ejercido dentro de los límites del feudo, bajo la forma de inmunidades o justicia privada; pero paralelamente, la monarquía buscaba el reconocimiento de la soberanía y la sujeción a los puntos de vista y a los intereses de la corona. Para esto, la vieja concepción de la monarquía feudal debía ser corregida progresivamente, y la corona intentó hacerlo. Siguió requiriendo el consejo y la ayuda, pero trató de obtener de otros grupos sociales consejos y ayudas de los que pudiera estar más segura. En el terreno político el duelo fue sin cuartel; así ocurrió en la lucha entre Capetos y Plantagenets, en los innumerables conflictos que tuvieron que afrontar los descendientes de Guillermo el Conquistador tanto en Inglaterra como en Normandía, y los de los Plantagenets hasta el siglo XIII; en los que se produjeron en Castilla tras la muerte de Alfonso VI y especialmente en el siglo XIII, y en los conflictos que impidieron que se constituyera un orden estable en el Santo Imperio Romanogermánico.
Cediendo posiciones en cuanto al poder político, la aristocracia, sacudida por las condiciones económicas creadas por el desarrollo de una economía monetaria y amenazada por la naciente burguesía, pretendió resistir. Se negó cuanto pudo a devolver a la corona las atribuciones de que se había desprendido la monarquía feudal, pero sobre todo defendió su libertad de acción en las comarcas donde ejercía jurisdicción. Allí se levantó contra la autoridad real, pasiva o activamente, y para muchas regiones convendría la frase con que Otón de Freisinga define la situación política del Imperio a principios del siglo XIII: “Apenas hubo un príncipe que no estuviera sublevado contra su señor. “ Cada uno de ellos afirmó su independencia, y procuró obtener de sus tierras no sólo el mayor provecho económico, sin preocupaciones de justicia o humanidad, sino también el más absoluto ejercicio del poder. Si el señor era cruel, esta tendencia asumía, naturalmente, los caracteres feroces que alcanzó, por ejemplo, la conducta de Tomás de Merle. Pero aun sin serlo, la diferencia de poder, de prestigio y de fuerza entre el señor y sus súbditos era tal que tanto el ejercicio del poder como la explotación económica del feudo pesaban duramente sobre los no privilegiados, y provocaron la aparición de una tarea social que la monarquía asumió como propia: la de defender a los desvalidos y aun la de devolver la libertad a los siervos.
En cambio, en cuanto a las posesiones, la monarquía se mostró tolerante –o acaso impotente– para impedir un progresivo deslizamiento de la posesión hacia la patrimonialidad. Aun cuando se afirmaran ciertas restricciones relacionadas con el valor político y militar de la tierra y del servicio vinculado con ella, la costumbre fue cada vez más favorable, en el primer período feudoburgués, a la incorporación del feudo a los bienes del feudatario. Conrado II consagró en 1037 el carácter hereditario de los feudos. El alodio había casi desaparecido en el siglo XII, pero por la misma época aproximadamente comenzaba a admitirse el derecho a disponer de los feudos para venderlos libremente. Por lo demás, los vestigios de la violencia que había en el fondo de todo el régimen de posesión comenzaban a desvanecerse. La carta leonesa de 1188 y la Carta Magna inglesa de 1215 coinciden en establecer previsiones para asegurar el régimen sucesorial.
De esta manera, aun cuando su poder comenzaba a disminuir –o acaso por eso– cobraba la nobleza un nuevo carácter más definido, como clase social económicamente privilegiada y con status cada vez más preciso no sólo frente a las clases no poseedoras sino también frente a la corona, con la que disputaba el poder político.
Ese status no tuvo siempre los mismos caracteres ni alcanzó la legitimidad por las mismas vías. El prestigio social de quien alcanzaba por la fuerza de su brazo el poder y la tierra se proyectaba sobre sus descendientes y creaba naturalmente un principio de sucesión en el rango. Una manera de halagar a los poderosos era llamarlos “posteridad nacida de padres invencibles”, y en el halago iba implícito el reconocimiento de la posición adquirida. El mantenimiento de esa posición a través de varias generaciones concluía por fijarla, y entonces obraba a su favor la larga tradición justificativa de la nobleza de nacimiento, negada en ocasiones por quienes percibían los nuevos fenómenos de cambio social y defendida ardientemente por quienes querían resistirlo. “En la nobleza de la sangre –escribía Raimundo Lulio– queda ennoblecido el corazón contra toda vileza. ”
Fue precisamente la tradición intelectual de raíz clásica la que contribuyó a proveer a la aristocracia, además de la justificación por el origen, de otra suerte de justificación fundada en su función efectiva en la sociedad. Era, por cierto, una clase ociosa, pero quienes querían justificarla acentuaron la tendencia a exaltar el ocio noble de quienes combatían, atribuyéndole –como antes Adalberón– un papel decisivo en la conservación de las formas fijadas para la convivencia. A principios del siglo XIV, Lulio definía el ocio del caballero como un servicio que, originariamente, podía haber sido solamente el de las armas, pero que cada vez más se concebía como el ejercicio de las funciones públicas para la conservación del orden establecido. “Por eso ha querido Dios –escribía en el Libro de la Orden de Caballería– que para regir todas las gentes del mundo sean necesarios muchos oficiales caballeros . . . porque el caballero, según la dignidad de su oficio, es más conveniente que cualquier otro hombre para dominar al pueblo . . . Oficio de caballero es mantener y defender a su señor terrenal, pues ni rey, ni príncipe, ni alto barón sin ayuda pudiera mantener la justicia entre sus vasallos. Por esto, si el pueblo o algún hombre se opone a los mandamientos del rey o príncipe, deben los caballeros ayudar a su señor, que por sí solo es un hombre como los demás. Y así, el mal caballero, que más ayuda al pueblo que a su señor, o que quiere hacerse dueño y quitar los estados a su señor, no cumple con el oficio por el cual es llamado caballero. ”
Una nobleza que se sentía destinada a compartir el gobierno no podía sino desarrollar un sentimiento de superioridad. Su afán por mantener su posición y sus privilegios, acentuado ahora tras los cambios económicos y sociales que observaba a su alrededor, se justificaba por la delegación de aquella función que hacía en ella la Iglesia, celadora del orden establecido y depositarla de la tradición intelectual en la que podía hallar antecedentes y argumentos. Pero la Iglesia hizo aún más. Desde el siglo XI particularmente, y por diversas razones, extendió las funciones específicas de la nobleza a otros objetivos más altos. La consideró destinada a defender la fe, tanto contra las amenazas cotidianas del poder arbitrario como contra los terribles ataques de los infieles que avanzaban por los confines del mundo cristiano. Infundir en la nobleza el espíritu de cruzada fue el objetivo fundamental de la Iglesia desde el momento en que logró su propia organización interior. Grupo agresivo y díscolo, reacio a toda disciplina y acostumbrado a respetar el triunfo de la fuerza, era necesario –para que mantuviera su eficacia en una sociedad en proceso de cambio– que ajustara su conducta a fines precisos y ordenados, en relación con las formas de la convivencia. La ocasión para emprender la domesticación de la nobleza fue proporcionada por el recrudecimiento de los ataques de los musulmanes al Imperio Griego. Se vio entonces que aquellas virtudes viriles que normalmente se traducían en crueles querellas internas podían canalizarse hacia una vasta empresa, destinada por lo demás a ensanchar el poder de la nobleza, su riqueza y la autoridad del Papado Romano frente a la Iglesia disidente de Constantinopla. La Iglesia adoptó entonces una política definida y de vasta trascendencia social. Por un esfuerzo sistemático contribuyó a sentar el principio de que la clase de los “defensores”, de los hombres de armas, tenía como misión no el simple servicio de la comunidad, sino el servicio trascendental de defender a Dios y a su Iglesia. Hasta entonces los caballeros no habían hecho sino guerras injustas: era llegada la hora de que emprendieran nada más que la guerra justa, esto es, la guerra al servicio de Dios; sólo de ese modo se transformarían en “verdaderos caballeros aquellos que durante tan largo tiempo no habían sido sino ladrones”, como le hace decir Foulcher de Chartres al papa urbano II. Para esta tarea, los caballeros contarían con la ayuda de Dios, que se pondría a su frente, y alcanzarían la redención de sus pecados si morían por Cristo.
Por esa vía halló la aristocracia, a lo largo del período feudoburgués, una justificación para mantener y consolidar su poder de clase dominante. Otorgada por la tradición antigua y por la nueva concepción de la Iglesia, esa justificación resultó vigorosa y halló buena acogida entre quienes usufructuaban los privilegios; y acaso también entre muchos que no tenían otra posibilidad que conformarse ante la fuerza que, en los hechos, poseían los que detentaban la tierra y la autoridad. Poco a poco se hizo carne la idea de que constituían una nobleza de derecho, precisamente cuando comenzaban a constituirse nuevos y vigorosos grupos sociales que crecían y ascendían socialmente al margen de la organización creada por la aristocracia terrateniente.
Quizá fuera la presencia de estos grupos burgueses, que parecían insolentes a causa de la novedad de sus pretensiones, lo que más contribuyó a que la aristocracia comenzara poco a poco a replegarse sobre sí misma para afirmar su rango, y transformar en derechos indiscutibles y casi sagrados los privilegios que debía al ejercicio de la violencia. En este proceso, logró la Iglesia que se concluyera por reconocer que quienes dedicaban su vida a orar merecían privilegios semejantes a los que usaban armas, sobre todo cuando logró que éstos participaran de la idea de que sólo al servicio de Dios y de su Iglesia era legítimo el uso de la fuerza. Así se fue conformando una imagen de la sociedad fundada en el principio de que los dos oficios más nobles eran el de clérigo y el de caballero –las dos clases ociosas–, que reposaban sobre una vasta trama de grupos productores a los que no se les concedía sino una condición secundaria.
“Aún no basta al grande honor que pertenece al caballero –escribía Raimundo Lulio–, elección, caballo, armas, ni señorío, sino que es menester que tenga escudero y trotero que le sirvan y cuiden de sus caballos; y que las gentes, aren, caven y saquen la maleza de la tierra, para que dé frutos, de que vivan el caballero y sus brutos; y él ande a caballo, se trate como señor y viva cómodamente de aquellas cosas en que sus hombres pasan trabajo e incomodidad. ”
La certidumbre de que era legítimo el privilegio de que gozaba la nobleza creó un fuerte sentimiento de clase. Frente a la monarquía habíase manifestado reciamente ese sentimiento durante largo tiempo, sustentado también por la evidencia de su superioridad frente a los grupos sometidos, a los que la nobleza imponía duros trabajos en su beneficio. Pero en el curso del período feudoburgués ese sentimiento se acentuó, a causa sobre todo de la aparición de algunos síntomas de cambio social, una de cuyas consecuencias fue que se comenzara a cuestionar o a resistir la autoridad o el privilegio de la nobleza terrateniente. La difusión de la idea de que la nobleza no se hereda sino que consiste solamente en la virtud, no fue sino un signo de la creciente presión de la nueva sensibilidad burguesa sobre las nociones tradicionales acerca del orden social. A esa presión respondió la nobleza estrechando sus filas y defendiendo sus privilegios y principios hasta dar a entender que se consideraba casi como una casta. Las circunstancias empezaron a entorpecer tal aglutinación; pero la agresiva y orgullosa actitud de la nobleza, que se manifestaba a través de un intenso desprecio por los otros grupos sociales y de una desenfrenada codicia, le permitió enfrentar eficazmente a las pujantes fuerzas sociales que comenzaban a amenazar los fundamentos de su organización y aun sus formas de vida.
Para robustecer ese sentimiento de clase, la nobleza perfeccionó las formas que protegían su estructura. El ingreso del joven caballero a la comunidad de quienes compartían las responsabilidades del servicio de Dios comenzó no sólo a revestirse de un ceremonial cortesano que exaltaba la significación políticosocial del hecho sino también a confundirse con un rito religioso que contribuía a confirmar el carácter misional de la caballería. La institución de la investidura del caballero como requisito para incorporarse con pleno derecho a la clase que por su nacimiento le correspondía, derivó del propósito de fortalecer la estructura interior de la nobleza y de consolidar su función social mediante la utilización de un elemento carismático. El servicio de Dios, instituido y sometido a normas por la Iglesia, definía la función social de la nobleza, pero afirmaba el origen sobrenatural de su misión. Un significado semejante adquirió la institución de las órdenes militares.
Así consolidada, la nobleza afirmó también su rango identificándose con una cierta forma de vida. Quien por nacimiento tuviera derecho a llevarla, no sólo debía gozar de las ventajas de la riqueza sino que debía utilizarla para dignificar su existencia, dándole a su superioridad una fisonomía exterior visible para todos. En el goce de ciertos manjares y bebidas, de ciertos enseres y vestidos, pero sobre todo en el uso del ocio, en el que podía elevarse el espíritu mediante la poesía o la música, o por medio de las formas más refinadas de la convivencia, o acaso a través del noble diálogo sobre los más altos temas de la religión o la política, demostraba el caballero pertenecer a una estirpe que en todo procuraba demostrar que no era la del hombre vulgar ni era accesible para el que proviniera de oscuro origen. Un apretado haz de tradiciones cortesanas –comenzando por las que introdujeron los relatos de la Tabla Redonda– contribuyó poco a poco a crear el sistema de convenciones que muy pronto se tuvieron por obligatorias en las cortes que se constituían en los castillos, antes severos y solitarios.
Poco a poco se constituyó, de ese modo, un sistema socioeconómico que alcanzó un alto grado de coherencia interna por la concurrencia de las circunstancias de hecho y de las concepciones intelectualmente elaboradas para explicarlas y orientarlas. Era también un sistema de ideas que entrañaba una concepción del mundo, organizado con la misma rigidez y firmeza que el orden social. En los siglos XI y XII pareció que podía imponerse como un conjunto en lugares donde apenas se habían producido las condiciones adecuadas para su arraigo: en Inglaterra y en Italia meridional, donde ensayaron los normandos la instauración de un sistema homogéneo de instituciones fundado sobre la del beneficio y el vasallaje, y apoyado en una concepción feudal de la monarquía; y en los reinos de Oriente, donde los cruzados llevaron su actitud social. Allí se extremaron los principios formales del orden cristianofeudal, cuya vigencia se facilitaba a causa de la supresión de todas las normas tradicionales como consecuencia de la conquista. Ese orden entrañaba una concepción política que también se fue definiendo poco a poco en relación con el ejercicio del poder por parte de la aristocracia terrateniente, hasta fijarse en un sistema que pareció inconmovible.
II. LA FIJACIÓN DE LAS RELACIONES POLÍTICAS
A las vicisitudes del proceso socioeconómico acompañaron otras vicisitudes en el campo de las relaciones de poder. Flotaban vagamente en la atmósfera dos concepciones de la autoridad: una de tradición romana, conservada, renovada y difundida por la Iglesia, y otra de tradición germánica, impuesta por las minorías dominadoras. El predominio de una u otra no se logró, ni podía lograrse, sino en relación con las originales situaciones de hecho que se sucedieron a lo largo de la época de los reinos romanogermánicos; y en rigor, más que predominio de una u otra, hubo más bien lucha entre ambas y una progresiva acomodación de sus elementos dentro de un sistema adecuado a las circunstancias.
Las circunstancias socioeconómicas y políticas se fueron precisando y definiendo. Si algo seguro exigían, era un tipo de poder político fuerte y capaz de una acción inmediata, debido a las presiones externas que sufría la sociedad. Los musulmanes primero y luego los húngaros y los normandos pusieron en inminente peligro la existencia de las comunidades independientes. Hubo una reacción profunda, porque se descubrió la oposición cultural que entrañaba el contacto con los agresores; pero poco eficaz, por la impotencia técnica en relación con la magnitud de la agresión. Eran ataques en masa, sorpresivos, que desencadenaban un tipo de lucha diferente del que era usual en las guerras locales a que se habían acostumbrado las aristocracias militares; y era, sobre todo, una lucha a muerte, ajena a toda clase de convenciones; una especie de guerra total. En relación con su alcance, la magnitud física del reino, esto es, del área geográfica sometida a un poder político, alcanzó una importancia fundamental. En las condiciones de desarrollo técnico en que actuaba la monarquía romanogermánica, el problema de las comunicaciones y los transportes, dentro de un área que no podía alcanzar a cubrir con su vigilancia ni a proteger con su acción oportuna, resultó decisivo hasta comprometer su prestigio y su autoridad.
Así, las circunstancias no sólo promovieron un conflicto entre la concepción autoritaria y la concepción del poder político limitado, sino también otro entre el criterio de eficacia y el criterio de legitimidad. El entrecruzamiento de estas dos oposiciones determinó la peculiaridad del proceso que condujo a la fijación de las relaciones políticas.
Si la concepción del poder político limitado era inequívocamente germánica y estaba respaldada por la situación de preeminencia que había alcanzado la aristocracia militar y terrateniente, la concepción autoritaria tenía más complejas raíces, a través de las cuales absorbía las fuerzas que la sostenían a pesar de las determinaciones sociales. Por una parte se nutría de la tradición romana, de alto prestigio y consustanciada con estructuras jurídicopolíticas que no habían desaparecido; y por otra de la tradición hebreocristiana, ornada con caracteres sagrados y sostenida por la doble autoridad de los textos revelados y de la Iglesia. Así constituida, esa concepción operó frente a situaciones inéditas y se vio confrontada con las formas concretas del ejercicio del poder, circunstancia de la cual resultó una variada interacción entre la práctica y la teoría del poder.
Esta interacción se manifestó bajo la forma de una adecuación de ciertas instituciones a las nuevas condiciones de hecho, bajo el signo de la perduración –teórica a veces y a veces efectiva– del principio evangélico de la intangibilidad de la autoridad. Pero esa adecuación tuvo innumerables vicisitudes y alternativas, impuestas por las condiciones de la realidad; y en ellas no sólo contaron las tradiciones sino también ciertas exigencias inocultables que suscitaron otro conflicto no menos grave entre el principio de legitimidad del poder, al que tendía el orden institucional, y el principio de eficacia, que imponían las circunstancias.
Las tradiciones institucionales tendían, sin duda, a fortalecer el principio de legitimidad. Sólo aquel a quien le correspondía podía ejercer el poder. Pero esta vaga fórmula se desdoblaba en dos posibilidades, según que prevaleciera la tendencia a hacer electiva la monarquía –como lo prefería la aristocracia– o a hacerla hereditaria, como lo pretendían los reyes, esto último, en parte por el deseo de fortalecer su poder, en parte por el vigor de ciertas interpretaciones que asimilaban el poder político a los principios del derecho privado Romano y en parte porque para muchos era ése el único medio de institucionalizar el poder y proveerlo de continuidad y legitimidad. Entretanto el poder real estaba sometido a otras tensiones. Aun reconocidamente legítimo, el poder real podía actuar de tal modo que comprometiera la seguridad o la existencia de la comunidad, y entonces no bastaba para justificarlo su legítimo título. El criterio de eficacia fundado en inapelables razones de supervivencia acrecentaba su vigor y debilitaba el de legitimidad, o más bien creaba un nuevo tipo de legitimidad al margen de la juridicidad y de la tradición.
En el curso del siglo VIII se agudizaron todas estas tensiones. Los nuevos estados no podían ajustarse rigurosamente a las tradiciones políticas convencionales, pero habían alcanzado ya un cierto grado de estabilidad social que los incitaba a ajustar su organización institucional. En el reino astur, Alfonso II intentó una restauración de la monarquía visigoda y en el reino de Wessex se alcanzó entre los siglos IX y X una organización que, con variantes, consagraba la perpetuación de vigorosas tradiciones germánicas. Pero en ambos casos, circunstancias especiales favorecían esta tendencia a la consolidación de la monarquía como poder fuerte de acción inmediata, en tanto que otras circunstancias la frustraban en el reino franco.
Si los peligros exteriores exigían un poder fuerte y capaz de acción inmediata, la monarquía no pudo usarlo sino en reinos que, como el de Asturias o el de Wessex, permitieron, a causa de la pequeñez del área y de la amenaza cotidiana, un ejercicio directo y constante de la autoridad en condiciones de permanente movilización. Por el contrario, allí donde la extensión y la pluralidad de las amenazas obligaba a delegar el ejercicio del poder, la autoridad monárquica entró en crisis, y el poder fuerte y capaz de acción inmediata, que de hecho ejercían los señores en sus respectivas jurisdicciones o áreas de influencia, desvaneció la aureola de legitimidad del poder real y lo rebajó a una dignidad puramente simbólica.
Tal fue el caso del reino franco. En su progresiva caída, la monarquía merovingia dejó al descubierto todas las incongruencias de un sistema político cuyo sustento institucional y doctrinario era no sólo contradictorio en sí mismo sino contradictorio también como conjunto en relación con la realidad social; pero fue solamente al aparecer la amenaza musulmana cuando esas contradicciones se tornaron intolerables. Antes de que se intentara una transformación institucional, se produjo en los hechos un desplazamiento del poder en dos sentidos: primero de la monarquía hacia quienes, en la periferia del reino, no podían dejar de afrontar el peligro, y segundo, de la monarquía hacia los mayordomos reales que asumieron la tarea de encabezar la defensa para suplir la ineficacia de los reyes legítimos que habían cedido a los peligros y a las tentaciones de la patrimonialidad del poder.
Los Heristal resolvieron una de las contradicciones del sistema tratando de legitimar la eficacia, mediante una inusitada transferencia del problema a la autoridad eclesiástica, a la que consideró depositaría de un poder carismático. Según la fórmula que los Anales atribuyen al papa Zacarías, declaró éste que “era mejor que fuese verdaderamente rey el que ya poseía la autoridad de tal”, con lo cual reconoció que la eficacia era, en última instancia, más importante que la legitimidad, pero sólo en relación con la posibilidad de poder proveer inmediatamente al poder ilegítimo de otra suerte de legitimidad: la legitimidad carismática. La crisis política que llevó al poder a los Heristal afrontó, pues, todos los problemas. Mediante la aplicación de un rito de tradición hebrea, que en los reinos romanogermánicos sólo se había usado entre los visigodos, “Pepino fue llamado rey de los francos, ungido para esta alta dignidad con la unción sagrada por la santa mano de Bonifacio, arzobispo y mártir de feliz memoria, y elevado sobre el trono, según la costumbre de los francos, en la ciudad de Soissons”.
Un nuevo problema quedaba planteado para el futuro: si habría o no legitimidad sin intervención carismática, y alrededor de tal problema se planteó en adelante la lucha entre el poder eclesiástico y el poder civil. Pero entretanto, con el ascenso de los Heristal al poder quedó resuelto otro no menos importante: el de la competencia entre el poder real y el poder señorial, pues la nueva dinastía basaría su política en el reconocimiento del ascenso del poder señorial y de la institucionalización de su autoridad regional, autoridad fuerte, capaz de acción inmediata dentro de un área restringida, sobre la que se sobreponía un poder laxo y más extenso. De esta tendencia, y de otra paralela a fortalecer el poder mediante la alianza entre el orden tradicional y la fuerza carismática, nació la concepción imperial que renovó los términos de las relaciones políticas.
Mientras la monarquía se afianzaba con pocas concesiones en algunos pequeños reinos, entre los francos se desmoronó el edificio secular de la nueva realeza, cuyas debilidades habían puesto de manifiesto los merovingios. Empero, un orden social ya parcialmente estabilizado requería nuevas fórmulas políticas, no sólo para satisfacer y canalizar las presiones de la aristocracia hacia el poder sino también para organizar la defensa de la comunidad frente a los peligros exteriores. Solidaria y mancomunada en sus intereses, la aristocracia laica y la aristocracia eclesiástica concurrían hacia el delineamiento de la monarquía feudal. Régimen institucional nuevo, caracterizado por su necesaria fluidez, acusaba cierta debilidad interna a la que había proporcionado remedio la intervención carismática de la Iglesia.
Con la aceptación por los Heristal del principio de la unción real, culminaba un largo proceso de interpenetración entre la esfera de lo secular y la esfera de lo religioso. Los viejos y sólidos fundamentos de derecho natural en que se apoyaba la noción romana de respublica habían sido corroídos por un sobrenaturalismo creciente, en virtud del cual los orígenes del poder –y por extensión los de la sociedad y del Estado– dependían de la inescrutable voluntad divina. Esta noción aparecía con caracteres diversos en el Antiguo y el Nuevo Testamento, pues en un caso se relataba la historia de un pueblo independiente y en el otro el de una comunidad subordinada y perseguida dentro de un Estado vigoroso; pero el fondo era común –puesto que era reflejo de la misma concepción oriental de la autoridad– y los principios que implicaba llegaron a arraigar en los espíritus. La idea del poder de los reyes hebreos, su misión sacerdotal, su concepción misional de la autoridad civil, la idea de legitimidad sagrada de toda autoridad contenida en el Nuevo Testamento, todo había sido repetido insistentemente por la Iglesia a los reyes y magnates de los reinos romanogermánicos y había llegado a transformarse en un conjunto de nociones no discutibles.
Si la autoridad eficaz –y representante fiel al mismo tiempo de la aristocracia terrateniente y militar– contaba con la posibilidad de adquirir su legitimidad por la acción conjunta de la elección y la unción sagrada, entonces el poder político podía considerarse sólidamente sustentado y suficientemente representativo. Era necesario que reconociera, en el ejercicio de su autoridad, la imposibilidad que caracterizaba a ese poder de actuar enérgicamente y mediante una acción inmediata, carácter que, en cambio, debía reconocer al poder regional. “El emperador no puede obrar personalmente sino por intermedio de sus fieles”, decía Carlomagno en las instrucciones que dio a los missi para la obtención del juramento de 802, y la idea reaparecería en documentos posteriores de Luis el Piadoso; en ese reconocimiento estaba implícita la nueva concepción de la autoridad central, que sólo podría subsistir si se tornaba laxa y se ejercía como autoridad mediata e indirecta. Pasado el momento de gravitación de Carlomagno, que sobrepasó sus propias previsiones, la monarquía feudal aceptaría ese planteo, que no era sino el reconocimiento de la efectiva situación de hegemonía que había alcanzado la aristocracia terrateniente y militar en el reino franco, en parte a causa de la imposibilidad técnica de la monarquía de ejercer directamente su poder.
Fue Carlomagno quien dio estructura a esta nueva concepción del poder real entre los francos. Pero diversas circunstancias lo movieron a ensanchar su autoridad, y en las postrimerías del año 800 fue consagrado emperador en Roma. Desde entonces se fue precisando el tipo de autoridad del emperador –que acaso aspiraba a restaurar la antigua concepción del Estado, y con él la del poder impersonal– y se manifestó explícitamente una tendencia a confundir los fines del Estado con los de la Iglesia.
Este último proceso se había insinuado ya en los reinos romanogermánicos, especialmente en el visigodo, pero se acentuó a partir de la aparición de los musulmanes en Occidente a causa de su militancia religiosa. Si la oposición entre musulmanes y cristianos se formuló en términos religiosos, el conflicto fue sentido como un conflicto de culturas. La lucha contra los musulmanes fue no sólo en defensa de la fe sino también en defensa de un estilo de vida de vigorosas raíces. Pero fue inevitable que, en la crisis aguda, asumiera la dirección de la defensa la Iglesia, que representaba eminentemente la tendencia a reordenar la situación alrededor del sistema dogmático del cristianismo. Si la existencia individual no cobraba sentido sino en virtud de sus fines sobrenaturales, era inevitable que la existencia colectiva, amenazada en sus contenidos fundamentales, sólo pudiera concebirse dirigida también hacia los mismos fines. De aquí que se fuera acentuando la tendencia a esfumar los límites entre los objetivos propios del Estado y los objetivos generales de la Iglesia, concebida como instrumento de salvación y orientada hacia fines sobrenaturales.
Si el poder inmediato de las aristocracias terratenientes y militares se concibió originariamente como justificado por la situación de hecho, el poder imperial se mediatizó, en el orden práctico y radicó su justificación en la necesidad de defender la unidad cultural del mundo occidental de raíces romanas, hebreocristianas y germánicas. En un mundo en el que las circunstancias forzaban la fragmentación de la autoridad, parecía urgente afirmar y defender la unidad cultural, cuyo signo visible era la concepción de la vida y del mundo. El Imperio asumió esa misión, pero sólo a costa de abandonar la noción romana del Estado para adoptar en cambio otra más extensa que incluía otras finalidades.
Esa noción era esencialmente ecuménica y trascendental. Carlomagno la afirmó en términos inequívocos que probaban la dependencia de su pensamiento político de las ideas fundamentales del agustinismo. “Creed que no hay más que una Iglesia que es la sociedad de todos los hombres piadosos sobre toda la Tierra, y que sólo serán salvados aquellos que perseveren hasta el fin en la fe y la comunión de esa Iglesia”, decía la Capitular citada. Así se sentaba en documentos políticos el principio de la unidad de la humanidad, unidad que podía concebirse eminentemente como Iglesia o como Imperio, pero que tendía cada vez más a ser concebida como fusión de ambas formas institucionales en una realidad en la que lo sobrenatural saturara lo temporal. Muy poco después Agobardo desarrollaría esta idea:
“Una sola fe ha sido enseñada por Dios, una sola esperanza difundida por el Espíritu Santo en el corazón de los creyentes, una sola caridad, un solo deseo, una sola plegaria. Es necesario que todos los hombres, diferentes de nación, de sexo, de condición, nobles o esclavos, digan juntos al Dios único, padre de todos: “Padre nuestro . . . ¡Oh celeste fraternidad, oh concordia sempiterna, oh unidad indisoluble, obra en un solo autor! Por vos los cielos son alegres, la tierra se regocija, el mar se mueve, los campos se alegran, y todas las naciones aplauden lo que hay en ellos. Y con razón, pues todos hermanos, el siervo, el señor, el pobre y el rico, el ignorante y el sabio, el humilde artesano y el sublime señor, invocan a un solo Dios, el Padre. Que nadie desdeñe más a su prójimo, ni se desprecie ni se exalte a sí mismo, pues todos somos un solo cuerpo del Cristo, o mejor aún, un solo Cristo según el Apóstol. Basta ya de gentiles y de judíos, de circuncisos y de paganos, de bárbaros y de escitas, de siervos y de libres. Si Dios ha sufrido para aproximar en su sangre a aquellos que estamos alejados, para que el muro de separación fuese roto, para que toda enemistad desapareciera en él, para que todos fueran reconciliados en el Cuerpo de Dios, yo os pregunto, ¿no se opone a ese trabajo divino de la unidad esta increíble diversidad de las leyes que reina no sólo en cada región y en cada ciudad sino también en cada morada y casi en la misma mesa? Quiera Dios todopoderoso que bajo un solo rey muy piadoso sean todos los hombres gobernados por una sola ley; será muy provechoso para la concordia de la Ciudad de Dios y para la equidad entre los pueblos. ”
Inspirado por San Agustín, Carlomagno concibió su imperio como una realización de la Ciudad de Dios. “La paz de los hombres es la unión en el orden”, había dicho el obispo de Hipona, y ambas ideas –paz y orden– guiaron la concepción trascendental del Imperio. Yacía en su fondo la certidumbre de que el orden reinante –hijo de la conquista no muy lejana– podía ser ya considerado como definitivo y había llegado a un grado tal de estabilidad que requería ser institucionalizado sobre un fundamento sobrenatural. Y la animaba también la seguridad de que las finalidades últimas del poder político trascendían los límites de la realidad sensible. La paz era el designio fundamental del poder, pero suponía la fijación del sistema de relaciones sociales creadas a lo largo de un prolongado y agitado proceso. Una vez lograda, la existencia colectiva debía transcurrir orientada no hacia objetivos terrenales sino hacia el triunfo de la fe, hacia la salvación, esto es, hacia un objetivo religioso.
Por sus contenidos doctrinarios, el imperio de Carlomagno significó un triunfo de la interpretación cristiana de la sociedad y el poder político. La idea de la identidad de lo temporal y lo sobrenatural –de la realidad y la irrealidad– respaldaba la inmensa autoridad del emperador. Pero encubría dos fallas que no tardarían mucho tiempo en hacerse visibles. Una era la imposibilidad de asegurar la compatibilidad entre el orden ecuménico espiritual y la autoridad terrenal inmediata; otra era la cuestión disputable de cuál potestad –la temporal o la espiritual– asumiría la más alta jerarquía de la ecúmene. Ambas fallas se confundieron muy pronto. Si Carlomagno pudo acariciar la esperanza de que eran compatibles la autoridad inmediata de los señores y la autoridad mediata del emperador dentro de un orden de fundamentación carismática, los hechos mostrarían muy pronto que el proceso social buscaba otras formas institucionales más apropiadas para asegurar el predominio de las aristocracias terratenientes y militares. Y al acelerarse ese proceso y entrar en crisis el orden imperial quedó planteada de inmediato la querella entre el poder temporal y el poder espiritual por el ejercicio de la más alta autoridad.
Así se suscitaron muy pronto gravísimos problemas, tras la muerte de Carlomagno. Dos tendencias opuestas chocaron durante la época de Luis el Piadoso: una inspiró el privilegio concedido al Papado en 817, por el cual el emperador renunciaba a intervenir en la elección y consagración del papa, y otra se impuso con la constitución romana de 824 que obligaba al pontífice a prestar juramento de fidelidad al emperador. La disputa fue acompañada de una recia defensa de la unidad imperial, que quedó consagrada en la ordinatio imperii de 817, que establecía la indivisibilidad del Imperio y la subordinación de los reinos. Pero el abismo entre la doctrina y la realidad se ensanchaba. Ya durante los últimos tiempos de Carlomagno el poder de la aristocracia se había acrecentado considerablemente, y ese proceso se acentuó bajo sus sucesores, cuya impotencia se hacía más patente en contraste con la eficacia inmediata de los señores. El poder político inmediato se fue concentrando en quienes ejercían una autoridad personal dentro de un área limitada susceptible de ser vigilada directamente, mientras que tanto el papa como el emperador disputaban sobre su preeminencia dentro de un mundo abstracto en el que se confundían cada vez más los fines terrenales y los fines espirituales de la autoridad.
Como señores, en última instancia, ejercían el poder los reyes de Wessex o de Asturias, cuyos cortos dominios les permitían el ejercicio de una autoridad personal. Poseedores de la tierra y únicos depositarios del poder militar, los señores concentraban en sus manos todos los recursos necesarios para asegurar su predominio como clase y para justificar sus privilegios mediante la defensa eficaz de sus subordinados, a los que protegían de las amenazas de los invasores agrupándolos alrededor de sus lugares fortificados y vigilando de cerca las fronteras. Así creció su autoridad y se liberó progresivamente del poder imperial y aun del pontificio, porque pronto pareció lícito a los señores elegir a los obispos e investirlos con la investidura laica mediante el báculo y el anillo. Imperio y Papado, entretanto, perdían contacto directo con el orbe cuya autoridad disputaban, pero precisaban cuidadosamente en sus disputas los rasgos que atribuían a esa realidad que sólo desde lejos podían controlar: era un mundo que se comprendía tan sólo advirtiendo la trama sobrenatural en que se entretejía.
La ecúmene, el mundo abstracto sobre el que querían ejercer su autoridad el Papado y el Imperio, se saturaba así de trascendencia. En la medida en que el Imperio perdía eficacia, a partir del reinado de Luis el Piadoso, se acentuaba ese carácter y parecía más legítimo que fuera el Papado quien ejerciera la supremacía ecuménica. En medio de las guerras civiles que consumaban su impotencia, el Imperio vio alzarse frente a él las pretensiones del Papado, que llevaba hasta sus últimas consecuencias la concepción sobrenatural de la realidad. “No debéis ignorar que el gobierno de las almas, que pertenece al pontífice, es superior al gobierno imperial, que es temporal”, escribía Gregorio IV. Poco a poco comenzó a expresarse sin disimulos una tesis extrema: la unidad de la ecúmene, la paz y el orden, en cuya custodia el Imperio se muestra ineficaz, es responsabilidad del pontífice. Jonás de Orleans escribió por entonces en De institutione regia: “Todos los fieles deben saber que la Iglesia universal es el cuerpo de Cristo, que su cabeza es Cristo y que, en esta Iglesia, hay dos personajes principales: el que representa al sacerdocio y el que representa a la realeza. ” Y concluía repitiendo el concepto establecido por el papa Gelasio: “El primero es más importante, puesto que debe dar cuenta a Dios de los mismos reyes. “ Esfumado el distingo entre lo temporal y lo espiritual, concebida la humanidad como Iglesia, como lo reconocía el propio Imperio, la potestad suprema debía recaer en quien representaba al sacerdocio. “El rey –agregaba Jonás de Orleáns– tiene por principal función la defensa de las iglesias y los servidores de Dios. Su deber consiste en velar con cuidado por la salvaguardia de los sacerdotes y el ejercicio de su ministerio, y proteger por las armas a la Iglesia de Dios. ” Así se definió categóricamente, en medio de las discordias encendidas entre los herederos de Carlomagno, la “función ministerial” del poder civil, en un retorno al pensamiento expresado por Isidoro de Sevilla en el libro de las Sentencias. Si el poder señorial podía ejercerse eficazmente en relación directa con la realidad y sin que pudiera todavía intentarse su sujeción a fines sobrenaturales, el poder imperial, que había aceptado situarse en la esfera ecuménica y espiritual, aceptó, a medida que declinaban sus posibilidades de acción, el destino y la función que el Papado le asignaba. La fórmula de Carlomagno se había invertido.
En el transcurso del siglo IX, especialmente después de la disolución del imperio en 843 que consagraba la crisis de la ordinatio imperii, la tesis pontificia no hizo sino acentuarse. Nicolás I la formuló con renovada precisión y energía cuando, dirigiéndose a Carlos el Calvo, entonces en lucha con el emperador Luis II, decía: “Por eso es necesario que –según el ejemplo de nuestra Santa Madre Iglesia que os ha engendrado antes por el Evangelio y ha hecho nacer en vosotros a Cristo por medio de la fe– yo os engendré de nuevo por el ministerio de mi apostolado, a fin de que el mismo Cristo sea formado en vuestros corazones gracias a la paz y haga de vos un hambre perfecto. “ Y mientras el papa confirmaba en los hechos su inflexible posición doctrinaria, la teoría seguía cobrando rigidez y así se expresó en el tratado De ordine Palatii del arzobispo de Reims Hincmar. No sólo el Papado impone al poder civil los objetivos que debe servir; los obispos tienen, según Hincmar, la misión que antes fue confiada a los apóstoles, y por eso también les corresponde la tutela de los reyes, a quienes deben ilustrar sobre la palabra divina y mantener alerta frente a los peligros que los rodean. Ya por entonces circulaban las Decretales pseudoisidorianas, y podía hablar Hincmar de leyes “promulgadas por Dios” que reglaban la organización y la conducta del orden sacerdotal. De ese modo aseguraba su posición y su independencia la aristocracia eclesiástica, que adquiría una fundamentación carismática tanto para su autoridad espiritual como para su status social. Pero al mismo tiempo se beneficiaba también con esa condición la aristocracia laica, pues en la concepción sobrenatural de la realidad que triunfaba poco a poco se consolidaba el orden social y adquiría una fundamentación inmutable.
El ascenso del Papado se interrumpió en las postrimerías del siglo IX. Cuando declinó el Imperio Carolingio perdió su capacidad de resistencia frente a los poderes locales que imponían su fuerza en Italia, y quedó probada la unidad inquebrantable que vinculaba a las dos instituciones, que sólo podían subsistir si confundían su fuerza carismática y su fuerza institucional y militar. Imperio y Papado representaban una idea, una aspiración que tenía mucho de nostálgica; alimentada por la fe religiosa y por el carácter ecuménico que la Iglesia atribuía a su autoridad espiritual, se robustecía con la tradición de unidad política que entrañaba el recuerdo del Imperio Romano. Pero en el orden de la realidad, los poderes locales sólo transigían con la vigencia de esa idea cuando no obstaba a sus intereses inmediatos y cuando se imponía por la fuerza del temor divino o del temor humano. Disgregado el Imperio Carolingio, reinos y señoríos recobraron su plena autonomía, y en Italia no vacilaron en someter al poder papal. Desde el pontificado de Juan VIII hasta el de Juan XII, el Papado estuvo a merced de la aristocracia romana y se vio sometido a los vaivenes que consigna –aunque exageradamente– Liutprando de Cremona en su crónica. Vacante el título imperial y en total crisis la idea de unidad, Otón I, rey de Germania, decidió restaurar el Imperio.
El Santo Imperio Romanogermánico renovó la fórmula de Carlomagno, de acuerdo con la cual, en la unidad estrecha entre lo temporal y lo espiritual, correspondía la primacía al emperador. Otón I puso en vigor la constitución romana de 824 y usó libremente del derecho de imponer la investidura laica a los obispos a quienes otorgaba tierras situadas estratégicamente. Pero la concepción mística del Imperio lo penetró rápidamente, quizá al calor del despertar religioso de ese momento. Fue Otón III quien llevó hasta sus últimas consecuencias esa concepción.
Acaso por la influencia de su educación bizantina, Otón III se inclinó no sólo a la afirmación de su autoridad secular sino también hacia la tesis de la condición sagrada del emperador. Por un momento –durante los pontificados de Gregorio y sobre todo de Silvestre II, el sabio Gerberto de Aurillac– el Imperio pretendió haber realizado la fusión mística de lo sagrado y lo profano, de lo temporal y lo espiritual. A diferencia de quienes habían sostenido la “función ministerial” del poder temporal, Otón III atribuía al emperador una fuerza mística propia, que quiso poner de manifiesto en los títulos con que lo designó su cancillería y en el ceremonial que puso en vigor, y en virtud de ella creyó lícito compartir la autoridad sacerdotal del pontífice.
Firme en la defensa de sus atribuciones temporales, rechazó por falsa la llamada “donación de Constantino”; pero puso todo su ímpetu en demostrar no sólo el carácter sagrado sino también el carácter universal del Imperio. Concibió su autoridad como inseparable de la del papa, porque Iglesia e Imperio no constituían sino una unidad a sus ojos. “¡Oh vosotros, dos luminarias, a través del espacio de las tierras –decía en un poema el obispo León de Vercelli–, iluminad las Iglesias y poned en fuga a las tinieblas. Que el uno prospere por la espada y el otro haga resonar su palabra!” Eran términos semejantes a los que había usado Carlomagno en la carta a León III, pero las dos luminarias tenían ahora para el emperador germánico un sentido más hondo, porque la fusión mística de lo profano y lo sagrado había alcanzado su más alto punto: regnum y sacerdotium no parecían, para Otón III y para Silvestre II, sino dos caras inseparables de una misma moneda.
Así alcanzó el Imperio, al finalizar el siglo X, su más original fisonomía. Poder terrenal, necesitaba elevarse al más alto plano de la autoridad para coexistir con el poder de la aristocracia terrateniente y militar, y ésta veía en el Imperio un poder remoto, con el que era compatible su autoridad inmediata y del que obtenía una justificación carismática y jurídica de su propio poder. El poder laxo de los emperadores y el poder estricto de los señores definían la concepción política de la naciente feudalidad, reacia al reconocimiento de una autoridad vigilante y centralizadora como la que había pretendido la monarquía en los reinos romanogermánicos.
Pese a los elementos cristianos y romanas con que aspiraba a revestirse, el Imperio no podía esconder la peculiaridad germánica de su concepción radical. Como sistema político fue, en rigor, la más alta expresión de la monarquía feudal, dentro de cuyo esquema el poder señorial se ordenaba jerárquicamente y mantenía cierta unidad dentro de la más amplia libertad. No era éste, ciertamente, el ideal político de la Iglesia, que conservaba viva la tradición autoritaria del Imperio Romano, y acaso esta oposición de tradiciones alimentara el conflicto que se suscitó entre ambas potestades no mucho después de haber alcanzado el más alto grado de identificación en los últimos años del siglo X.
Sin duda la experiencia de la conjunción de “las dos luminarias” realizada por Otón III y Silvestre II había contribuido también a precisar, por contraste, los límites entre lo profano y lo sagrado. Eran dos ámbitos que se diferenciaban de hecho aunque una concepción intelectual estuviera predispuesta a no percibir las diferencias. Y aunque los tratadistas no puntualizaran ese aspecto, estaba implícito en los distintos puntos de vista de emperadores y pontífices, y un día habría de ponerse de manifiesto. Aspiración religiosa suprema, la fusión mística de la realidad y la irrealidad no era sino una operación intelectual, que la experiencia de los hechos frustraba a cada instante.
Como monarquía feudal, el Santo Imperio había establecido, desde la época de Otón I, un régimen que convenía a su peculiar situación y que afectó a los intereses de la Iglesia. El conflicto de las investiduras, después que la Iglesia recuperó su autonomía, enfrentó al emperador Enrique IV y al papa Gregorio VII: fue entonces cuando comenzaron a definirse en sus formas extremas los puntos de vista de uno y otro poder, en una tensa y prolongada polémica que duraría más de dos siglos.
Extremando las opiniones sostenidas desde varios siglos antes, el Papado concluyó afirmando la tesis teocrática, fundada en una interpretación natural del mundo. La defensa fue vehemente, pero era, sin duda, la defensa de una posición doctrinaria cuyas posibilidades de transformarse en principio rector de las relaciones políticas concretas parecían cada vez más remotas. La interpretación sobrenatural del mundo no podía oscurecer el juicio de quienes advertían que el ámbito de lo sagrado y el ámbito de lo profano, luego de haber buscado su coincidencia por un momento al calor de una concepción mística, recobraban su autonomía y acentuaban sus límites. Gregorio VII lo expresó en un significativo pasaje de la segunda carta a Hermann de Metz, en 1081: ” . . . desde el comienzo del mundo, en esta innumerable multitud de reyes que se han sucedido sobre los diferentes tronos de la tierra, no hay sino un pequeñísimo número de santos, en tanto que en una sola serie de pontífices, por ejemplo en la serie de los pontífices romanos desde la época del apóstol San Pedro, más de cien se han distinguido por una eminente santidad. Esto, como se ha dicho, proviene de que los reyes de la tierra y los príncipes, fascinados por una vana gloria, sobreponen sus intereses terrestres a los espirituales, en tanto que los piadosos pontífices que no se cuidan de la vana gloria no sacrifican la causa de Dios a las cosas carnales. Los primeros son despiadados cuando han sido ofendidos personalmente, pero carecen de energía para castigar a aquellos que han ofendido a Dios. Los segundos, por el contrario, olvidan fácilmente las faltas que se han cometido contra ellos pero sólo con pena perdonan las injurias hechas a Dios. Absorbidos por las cosas de la tierra, los primeros han hecho poco caso de las cosas espirituales; los segundos, dirigiendo constantemente su pensamiento hacia el cielo, no tienen sino desdén por lo que es terrestre”. Si tal era la experiencia histórica, la posibilidad de instaurar en la tierra la Ciudad de Dios no podía ser sino una remota aspiración, separada de los principios que debían regir las relaciones de la Iglesia con los poderes terrestres: emperadores, reyes, y, sobre todo, señores feudales que ejercían en sus jurisdicciones la autoridad más absoluta y personal.
Pero, enfrentado con el emperador, que reclamaba para sí no sólo una potestad terrenal –como la reclamaban reyes y señores– sino también una potestad universal, el Papado afirmó en realidad, bajo la apariencia de una teocracia, el derecho a ejercer el poder ecuménico espiritual, puesto que era a la Iglesia –y nada más que a la Iglesia– a quien le pedía su justificación carismática el poder secular. Visiblemente instituido a favor de situaciones de hecho, el poder secular –emperadores, reyes y señores– procuró su legitimación sobrenatural y contribuyó con ello a que el Papado se considerara fuente de todo poder legítimo: tal fue la consecuencia del dramático y agitado proceso mediante el cual la aristocracia había consolidado finalmente su poder económico y militar.
Pero no era ésta la única raíz con que nutría el Papado su convicción de ser la única fuente de poder legítimo. Si la realidad política lo había empujado a asumir ese papel, en su tradición y en la doctrina que le servía de fundamento se hallaban elementos suficientes como para justificar la actitud absoluta que adoptó a partir del siglo XI. Las Escrituras, el pensamiento agustiniano llevado hasta consecuencias acaso impensadas por el obispo de Hipona y la creciente influencia de la noción platónica –y neoplatónica– de la realidad, coadyuvaban al triunfo de una imagen del mundo en la que lo sensible se desvanecía en la trama infinita y eterna de lo inteligible. Lo sensible se traducía en términos de ciudad terrestre, de valle de lágrimas, de orden temporal, ámbito desprovisto de sentido por sí mismo y sólo justificado por la posibilidad de trascenderlo. Una sola finalidad parecía, pues, adquirir la existencia individual y colectiva: la salvación; y este tránsito sólo podía operarse a través del mediador, el Cristo, cuya misión se desdoblaba en la tierra según la naturaleza dual del hombre. Sólo si el Imperio y el Papado obraban de consuno, reconstruyendo la originaria misión de Cristo, sería posible la salvación. Pero en esa consustanciación de las potestades, lo espiritual debía conservar el predominio. Así lo expresaba Pedro Damiano en un pasaje de la Disceptatio synodalis: “Que las cabezas del mundo vivan en los lazos de una perpetua caridad e impidan toda discordia entre los miembros inferiores. Como hay un solo mediador entre Dios y los hombres, esas dos instituciones –el reino y el sacerdocio– deben ser fundidas por un divino misterio; y las dos personas que la encarnen estarán unidas por tales lazos que, gracias a su mutua caridad, se encontrará al rey en el pontífice Romano y al pontífice Romano en el rey, quedando a salvo el privilegio del papa, que nadie tiene el derecho de usurpar. ”
Esta supremacía del Papado se relacionaba con su responsabilidad de la salvación del hombre más que con sus fines terrenales. Muy poco antes el cardenal Humberto había desarrollado la idea en términos precisos: “Por eso –decía en su tratado contra los simoníacos– quien quiera comparar útil y correctamente la dignidad sacerdotal y la dignidad real deberá decir que el sacerdocio en la Iglesia es semejante al alma y el reino del cuerpo porque ambos se aman mutuamente, tienen necesidad el uno del otro y se prestan necesariamente una recíproca ayuda. Pero así como el alma domina al cuerpo y lo manda, así la dignidad sacerdotal es superior a la dignidad real, como el cielo a la tierra. ” Era la consecuencia natural del principio de identidad entre sociedad e Iglesia. Si todos los fieles están sometidos al papa, como responsable de su salvación, con más razón lo están los reyes y quienes ejercen todo poder civil. “¿No forman parte de las ovejas que el Hijo de Dios ha confiado al bienaventurado Pedro? –preguntaba Gregorio VII. ¿Quién, pues, osaría pretender, pregunto, que está desvinculado de la autoridad de San Pedro y no haber sido incluido en el poder universal que le ha dado de atar y desatar, sino aquel desventurado que, no queriendo llevar el yugo del Señor, se somete al del diablo y renuncia a formar parte de las ovejas de Cristo? Obrando así, rechazando orgullosamente el poder acordado por Dios a Pedro, no podrá adquirir sino una miserable libertad, porque mientras más reniegue de ese poder más pesará sobre él el día del juicio para su eterna condenación. ” Y agregaba en otro pasaje: “¿Sería posible que una dignidad inventada por los hombres del siglo, inclusive por hombres que ignoraban a Dios, no estuviera sometida a esta dignidad que la providencia de Dios Todopoderoso para su honor ha acordado misericordiosamente al mundo? Si el hijo de ese Dios Todopoderoso es incontestablemente Dios y hombre, también es el Soberano Sacerdote, el jefe de todos los sacerdotes, y está ahora sentado a la diestra del Padre e intercede sin interrupción por nosotros. Él ha despreciado la realeza terrestre de la que se enorgullecen los hijos del siglo, y ha elegido espontáneamente el sacerdocio y la cruz. ¿Quién no sabe que los primeros reyes y los primeros duques fueron hombres ignorantes de Dios que, movidos por una ciega ambición y una intolerable soberbia, estimulados por el demonio, príncipe de este mundo, han tratado por orgullo de dominar a sus iguales, es decir a los demás hombres, por medio de las rapiñas, las mentiras, los homicidios y casi todos los crímenes?”
La superioridad del sacerdocio sobre el reino estaba, pues, implícita en el origen mismo de ambas instituciones, sagrada la una y profana la otra. Quedaba así planteado el origen del poder civil, del que se admitía, según la tradición escrituraria que venía de Dios. Pero en la controversia se afirmó no sólo el origen profano del poder sino también su origen de hecho y su independencia de toda actitud moral. El poder legítimo fue considerado aquel que había sido otorgado por la Iglesia, la cual asumía el papel de intermediaria. “Aquellos que espontáneamente o tras madura reflexión –escribía Gregorio VII– son llamados por la Iglesia a la realeza o al imperio, deben responder humildemente al llamado, no para adquirir una gloria efímera, sino para procurar la salvación de un gran número. ” Así quedó fijado el principio de que el poder civil no era directamente otorgado por Dios, esto es, que el éxito en la lucha por el poder no significaba el derecho legítimo a ejercerlo, sino que provenía de Dios a través de su Iglesia, doctrina, por lo demás, en la que se consentía sobre todo cuando se buscaba su intervención carismática para legitimarlo. Hugo de San Víctor fijó la fórmula teológica en su tratado sobre los sacramentos, afirmando que “el poder espiritual debe instituir al poder temporal para que exista, y juzgarlo si se conduce mal”.
La doctrina que así quedó formulada fue la de “las dos espadas”. Juan de Salisbury afirmó que “el príncipe recibe su espada de manos de la Iglesia”, y Bernardo de Claraval expresó el mismo principio: “La espada espiritual y la espada material pertenecen una y otra a la Iglesia; pero ésta debe ser sacada para la Iglesia y aquélla por la Iglesia; una está en manos del sacerdote, otra en manos del soldado, pero a la orden del sacerdote y al mando del emperador. “. El Papado, firme en la vieja tesis isidoriana, reducía el papel del poder civil a mero instrumento. El poder eclesiástico tenía, en virtud de su carácter sagrado, finalidades propias y coincidentes con las finalidades del hombre y del mundo; el poder civil, en cambio, a causa de su carácter profano, no poseía finalidades propias sino que debía limitarse a servir los fines trascendentales fijados por la Iglesia, que se relacionaban con el mantenimiento de la paz y la defensa de la fe. Por eso podía decir Inocencio III que “así como la luna recibe su luz del sol, la que es inferior por las dimensiones, la calidad, la posición y el poder, del mismo modo el poder real obtiene de la autoridad pontificia el esplendor de su dignidad”.
Más próximo a las luchas por el poder, por la gloria y por la riqueza, el Santo Imperio no podía, sin embargo, limitarse a reivindicar solamente un poder de hecho, sino que necesitaba afirmar su universalidad y su dependencia directa de una fuente absoluta de poder. Empero, si se enfrentó con el Papado fue, originariamente, porque el problema de la jurisdicción eclesiástica interfería la política alemana del emperador. Así nació la “querella de las investiduras”, en la que el problema de poder suscitado entre las dos potestades, tanto en el reino de Germania como en el área romana después de la emancipación de la Iglesia, se transmutó en una cuestión doctrinaria. Ciertamente el Imperio no podía prescindir de una fundamentación que asegurara, al mismo tiempo, su origen sobrenatural y su independencia de la Iglesia. Y esta necesidad lo obligó a combatir al Papado en su propio campo y con notoria desventaja, conduciéndolo hacia las contradicciones radicales que se manifestaron en la concepción imperial de Federico II.
El Imperio se cuidó escrupulosamente de admitir la identidad entre sociedad e Iglesia; Imperio y Papado eran miembros de la Iglesia, y Enrique IV afirmaba que, hasta la época en que se había suscitado el conflicto con Gregorio VII, habían llevado “una vida calma y tranquila”, razón por la cual reprochaba al papa que hubiera “alterado totalmente esta magnífica armonía de la distribución de los miembros de Cristo que el Doctor de las naciones no cesa de exaltar y de recomendar”: eran como las dos luminarias que la Divina Providencia había creado –escribía Federico II– “cada una para su propio oficio y sin que la una chocara con la otra; así quiso Ella también un doble poder sobre la tierra para que los hombres tuvieran un doble freno que se dirige hacia dos lados opuestos, y así ha sido hecho a imitación del orden celeste”.
Ambos poderes no tenían sino un fin común, que era asegurar la salvación del hombre y el logro de la paz universal como lo había sostenido vehementemente Otón III con su conducta y su doctrina, destinadas a lograr la renovatio Imperii Romanorum. El emperador era “el autor de la paz”, decía el jurista Pedro Craso; y Federico Barbarroja se dolía de que la política del papa Adriano IV no estuviera destinada a “alentar la unidad de Iglesia e Imperio, a unirlos en los lazos de la paz”. Pero esta solidaridad en los fines no ocultaba la especificidad de la misión de cada uno de los dos miembros de Cristo, y el Imperio afinaba el distingo para deslindar su propia jurisdicción sin alterar la concepción fundamental. Ciertamente, era misión del Imperio servir a los fines de la Providencia, pero no dentro de los límites establecidos por el vicario de Cristo, como lo quería la concepción ministerial del poder civil, sino de acuerdo con la misión propia que la Providencia había asignado al poder secular.
Quedaba así planteado el problema del origen del poder imperial. Frente a la tesis de que sólo la Iglesia podía disponer del poder legítimo, el emperador Enrique IV sostuvo la tesis de que poseía “la espada vengadora que nos ha sido confiada por Dios”; y agregó más tarde que debía “ser juzgado solamente por Dios”. Federico Barbarroja escribía en 1157: “La Divina Potestad, de la que deriva todo poder en los cielos y en la tierra, nos ha confiado a nosotros, su ungido, el reino y el Imperio para gobernarlo”; y agregaba más adelante: “Quien diga que nosotros recibimos la corona imperial como un beneficio del papa, contradice las órdenes divinas y la doctrina de San Pedro, y es culpable de una mentira. “
Frente a la tesis de la translatio, el Imperio llegó a oponer, con Federico II, una doctrina estrictamente histórica y realista, al afirmar que, puesto que “los germanos habían asumido la defensa del Imperio, era justo que pasase a ellos el poder que antes tenían el Senado y el Pueblo Romano de elegir a los emperadores”. Y frente a la tesis del origen electivo y contractual del poder de los emperadores, desarrollada sobre todo por Manegold de Lautenbach, los juristas imperiales sostuvieron en todas las ocasiones favorables la legitimidad por vía hereditaria, especialmente en el sentido impuesto a su argumentación por Pedro Craso, que transfirió al problema de la sucesión real los principios del derecho privado. Con estos recursos laterales se afianzaba la tesis central de la independencia del Imperio con respecto al poder pontificio, sin negar, sin embargo, el principio carismático que requería la sustentación del orden imperial. Alfonso VII de Castilla, al ser proclamado emperador en 1135, recibió la nueva potestad de un concilio, cuyos miembros todos “recibieron de Dios –dice el cronista– la inspiración de dar al rey Alfonso el título de emperador”.
Si la jurisdicción ecuménica y la naturaleza sagrada del poder imperial hacían de él un instrumento de la Providencia para el mantenimiento de la paz y el reinado de la justicia, la circunstancia de ser un poder ordenado directamente por Dios lo hacía capaz de ejercer la tutela de la Iglesia misma. Se fundaba en que la renovatio, tal como se había operado por obra de Carlomagno o de Otón I, había resultado del efectivo ejercicio del poder político y militar en defensa de la Iglesia, amenazada por sus enemigos. Emancipada la Iglesia en el siglo XI, el Papado rechazó esta pretensión, pero el Imperio hizo efectivas sus pretensiones nombrando y deponiendo pontífices, tal como lo habían hecho Otón III y Enrique III. Fuerte en esa doctrina, promovió Enrique IV la deposición de Gregorio VII y Federico I la campaña contra Adriano IV; en relación con su conducta, Barbarroja había sido explícito en la ya citada carta dirigida al reino en octubre de 1157: “La Divina Providencia ha ordenado–decía– que la paz de las iglesias debe ser mantenida por el ejército imperial”; y en otra dirigida dos años más tarde al cardenal Rolando, afirmaba: “Con este piadosísimo fin, nosotros debemos no sólo proteger todas las iglesias del Imperio, sino también proveer celosamente a la muy Santa Iglesia de Roma, cuyo cuidado y defensa se cree que nos ha sido especialmente confiado a nosotros por la Divina Providencia. “
De este modo, la competencia entre las dos potestades quedaba radicada en un mismo plano distante, por cierto, del plano de la eficacia inmediata frente a la realidad social. Pero la fuerza de los hechos condujo poco a poco a la percepción de la diversidad intrínseca de las jurisdicciones. Era inútil negar la fuerza creciente de los vínculos que estabilizaban las relaciones políticas, y en el seno mismo de la Iglesia pareció prudente reconocer su legitimidad. A fines del siglo XI, Ivo de Chartres enunció una tesis que evitaba los extremos a que había conducido la polémica, distinguiendo claramente lo sagrado de lo profano. “Tampoco el papa urbano –escribió en 1097 el arzobispo de Lyon–, si hemos comprendido bien, prohíbe a los reyes otra cosa que la investidura corporal; no los excluye de la elección, puesto que están a la cabeza del pueblo; ni les veda poner en posesión (a los elegidos); es cierto que el octavo Sínodo les prohíbe asistir a la elección, pero nada dice en cuanto a la posesión. ¿Qué importa que ésta se haga por medio de la mano, o por un signo, o por la palabra o por el bastón, si los reyes no pretenden otorgar nada de lo espiritual, sino solamente acceder al voto de los electores o conceder a los elegidos los dominios eclesiásticos y los otros bienes exteriores que las iglesias tienen de la munificencia real?” Esta tesis fue, finalmente, la que se impuso en 1122 en el Concordato de Worms, y aunque la polémica continuó, los límites del orden político y la peculiaridad de las relaciones que implicaba se fueron definiendo cada vez mejor.
En rigor, cuando la Iglesia limitaba su área de influencia al orden de lo espiritual se robustecía su autoridad y se purificaba su misión. El Imperio, en cambio, cuando reducía su hegemonía al plano político, se debilitaba frente a la aristocracia terrateniente y militar, que ejercía el poder local efectivo. Ésta, aun cuando su situación se estabilizaba, tuvo a su vez que consentir en apoyar un poder más extenso, pero siempre diferenciado y regional: la monarquía, cuya autoridad comenzó a crecer a través de una continua competencia con la aristocracia.
La vieja institución monárquica, a favor de la cual obraba la tradición conservada eminentemente por la Iglesia, sobrevivía trabajosamente a las circunstancias adversas y procuraba mantener ciertas funciones que le eran propias y que nadie aceptaba ejercer, combinándolas con las que, en otros planos, le permitía desempeñar la poderosa aristocracia terrateniente y militar; trató de hallar nuevas fórmulas políticas que correspondieran a las desusadas situaciones sociales y, pese a las dificultades, logró hallarlas con un ajustado sentido de la realidad. Al renovarse adquirió, pues, los caracteres de una institución válida que, aunque inestable, lograba ajustarse al sentido del desarrollo de la sociedad; a diferencia del Imperio, que, como institución, pretendía desentenderse del acelerado proceso de cambio social que se desarrollaba por entonces.
La primera fórmula fue una respuesta a la omnipotencia de la nueva aristocracia terrateniente y militar y se ajustó al sistema de relaciones creado por ella. La monarquía feudal fue un régimen político estrechamente solidario con los intereses de la clase dominante, y de esa primera fórmula quedó un esquema indeleble: la nobleza anglosajona quiso imponerlo en época de Eduardo el Confesor y aun repercutía en las palabras atribuidas a Felipe Augusto de Francia, cuya noción de la monarquía era, en los hechos, diferente. Pero a medida que se ahondaban las transformaciones económicas desencadenadas en el siglo XI, la monarquía comenzó a asumir una función específica que justificaba su poder y la emancipaba de la dependencia de la aristocracia; consistió en arrogarse el papel de árbitro entre las clases, en el momento en que comenzaban a adquirir importancia ciertos grupos sociales ajenos a la aristocracia y en que la Iglesia había adquirido autonomía suficiente como para que algunos de los sectores que la componían defendieran nuevas ideas sociales y morales.
Por sobre la mera yuxtaposición de señoríos, comenzaba a extenderse una red económica y social que suscitaba nuevas situaciones y modificaba las anteriores y tradicionales. Rápidamente, la monarquía aceptó intervenir en la regulación de las relaciones entre las viejas y las nuevas fuerzas sociales, trayendo consigo una nueva concepción social y moral y logrando al mismo tiempo definir una misión específica, distinta de la de los señores. Suger, consejero de Luis VI de Francia, definía la misión del rey al decir que “se mostraba un defensor ilustre y audaz, proveía a las necesidades de las iglesias y, lo que había sido necesario durante largo tiempo, velaba por la tranquilidad de los labradores, de los trabajadores y de los pobres”; “Es deber de los reyes –decía en otro lugar– reprimir con mano poderosa, y por el derecho originario de su oficio, la audacia de los tiranos que desgarran el Estado por guerras sin fin, ponen su placer en saquear, roban a los pobres y destruyen las iglesias. ” Y entre los méritos del monarca destacaba en una ocasión su cólera porque un señor había robado a unos mercaderes. Acaso por las mismas razones señalaba Rigord el entusiasmo y la adhesión de los burgueses hacia Felipe Augusto por la enérgica represión de los judíos. El rey comenzaba a dejar de ser un jefe de guerra, el mejor o el más poderoso de los señores, y se elevaba sobre los que en el orden feudal eran sus pares para hacerse cargo de otras atribuciones que la sociedad en proceso de cambio necesitaba delegar en alguien.
Sin embargo, esa calidad estaba todavía firmemente unida a la idea de rey. Si la monarquía pudo alcanzar poco a poco una situación de árbitro que colocaba a la aristocracia bajo su dependencia, fue porque los reyes, al tiempo que se atribuían esas funciones, obraban como jefes de guerra en una escala superior a la de los señores. La fundación misma de la monarquía fue frecuentemente un acto de decisiva audacia, como en el caso de los reinos de Castilla, Navarra o Portugal; pero alcanzó su más alto grado de audacia constructiva en el caso de las monarquías normandas de Inglaterra y Sicilia, donde la Corona se aseguró mejor que en parte alguna, con el prestigio derivado de la conquista, una función supraseñorial, autorizada por una creciente concepción patrimonial del reino.
Empero, ese status no podía obtener sin dificultades el consentimiento de quienes, con armas en la mano, podían defender sus señoríos y con ellos su predominio de clase. La monarquía aceptó el reto de la aristocracia y defendió palmo a palmo sus derechos y las atribuciones que juzgaba implícitas en su autoridad; pero buscó además colocarse por encima de la querella exaltando su autoridad al rango de un poder sobrenatural. La ayudaba cierta tradición germánica, que había visto en el rey un representante mágico de la comunidad, pero más aún la tradición escrituraria que vinculaba estrechamente a la monarquía con la divinidad, confiriéndole al monarca un carácter sagrado. La Iglesia contribuyó a difundir la leyenda de los poderes taumatúrgicos de los reyes, de acuerdo con el tipo de Melquisedec. “La divina virtud –dice Helgaud refiriéndose al rey Roberto de Francia– confirió a este santo hombre tal gracia para la cura de los cuerpos, que tocando a los enfermos el lugar de sus llagas con su piadosa mano e imponiendo en él el signo de la cruz, les quitaba todo el dolor de sus enfermedades”; y Alfonso el Sabio decía en una de sus cantigas: “Todos los reyes cristianos tienen la virtud de que, con sólo poner las manos sobre tal dolor, dan la salud. “ Esta naturaleza de la persona real –y con ella su status supraseñorial– se institucionalizaba mediante el rito consagratorio, cuya fórmula fijó el Ordo Romanus, recibiendo apoyo doctrinario a través de una nutrida literatura teológicopolítica, cuyo exponente extremo fue el libelo anónimo de York.
A medida que la monarquía se fortalecía, se vigorizaba con ella una concepción de las relaciones entre las personas que comprometía los fundamentos del orden feudal. Se apoyaba éste en el vínculo directo de persona a persona; pero en la medida en que la monarquía se sintió fuerte procuró establecer entre ella y aquellos sobre quienes ejercía su poder otro tipo de relaciones que, de hecho, debían resultar menos inmediatas y, por lo mismo, más objetivas, como las que estableció Guillermo el Conquistador con sus súbditos después de la conquista, y especialmente por medio del juramento directo que exigió en 1086 a todos los poseedores libres. Por lo demás, aunque inserto en el orden feudal, el rey conservó –y acrecentó desde el siglo XI– una situación de excepción que lo colocaba por encima de la aristocracia y que le permitió reivindicar poco a poco la representación del Estado. Contribuyó a robustecer esta concepción la difusión de los principios del derecho Romano a partir de Irnerio, y es significativa la relación entre la dinastía normanda, que realizó el primer ensayo de decidido centralismo, y el monasterio de Bec, importante centro de estudios jurídicos, de donde provenía Lanfranc, elevado por Guillermo el Conquistador a la categoría de arzobispo de Canterbury. Ya en el siglo XII, la doctrina del poder real adquirió fuerte consistencia a través de las preocupaciones jurídicas de Enrique II de Inglaterra y de los jueces y legistas, especialmente Pedro de Blois y Renouf Glanville; y en la monarquía normanda de Sicilia, Roger II, Guillermo I y el ministro de éste, Maión de Bari, conjugando diversas tradiciones, construyeron una vigorosa estructura legal para fortalecer el poder de la Corona, que sirvió de base en el siglo siguiente al Estado federiciano; ya por entonces Felipe Augusto y Luis IX de Francia alcanzaron una autoridad decididamente supraseñorial, análoga a la de Jaime el Conquistador en Aragón y Fernando el Santo en Castilla.
Para alcanzar esos resultados, la monarquía, abandonando su posición de representante de una clase, se afirmó en su papel de protectora de todos los grupos sociales: tal es el sentido que va cobrando poco a poco la vieja idea de que su misión es defender la paz, la justicia y el derecho. La monarquía ganaba con esa política, porque la naciente burguesía le proporcionaba variados recursos que contribuían a fortalecer su autonomía y su autoridad; y con ello pudo organizar los dos instrumentos fundamentales para su acción independiente, ajustada a las nuevas condiciones sociales: el fisco y el ejército. “Riquezas y ejército son las defensas de un reino”, le hacía decir Richer a Luis V; pero tales recursos sólo los obtuvo la monarquía feudal dentro de límites muy estrechos mientras no logró trasponer su dependencia de la aristocracia terrateniente y militar. Sólo cuando nuevos grupos sociales exentos de privilegios alcanzaron cierto desarrollo le fue posible a la monarquía obtenerlos sin atarse las manos, salvo en el caso del conquistador normando de Inglaterra. Allí, y poco a poco en otros reinos, el fisco comenzó a organizarse, porque parecía necesario servir a los reyes “no sólo conservando aquellas excelencias en las que se muestra la gloria de la potestad real, sino también sus riquezas terrenales que acrecen a los reyes en virtud de su posición”, como decía el autor del Diálogo del Exchequer. Con la riqueza administrada correcta y libremente adquirió la monarquía libertad de movimiento; pero mayor libertad aún adquirió mediante la formación de ejércitos cada vez más ajenos a la voluntad de la aristocracia, compuestos de mercenarios, y que comenzaron a reclutarse en el siglo XII, particularmente en Inglaterra gracias a la decisión de Enrique II. Cuando el proceso avanzó lo suficiente, la monarquía pudo contar con medios eficaces para asegurar su autoridad y la independencia de su política. Una vez más, la monarquía buscaba ajustarse a las nuevas posibilidades que le ofrecía la realidad social.
Por su comportamiento, la monarquía demostró que concebía su poder como estrechamente unido a las circunstancias de la realidad inmediata. Su lucha con el poder eclesiástico no fue –como la del Imperio– una disputa por la supremacía abstracta del orden ecuménico, sino una decidida y clara defensa de la jurisdicción concreta en el orden profano, esto es, en el mundo terrenal. Es significativa la respuesta al obispo Odón que Ordrico Vital pone en boca del rey Guillermo, cuando el prelado intentó hacer valer sus derechos religiosos para evitar sus responsabilidades políticas. “Odón exclamó: Soy clérigo y ministro del Señor; no se puede condenar a los obispos sin el juicio del papa. El rey le respondió prudentemente: Yo no condeno ni al clérigo ni al prelado, sino al conde que depende de mí, y a quien yo he hecho mi lugarteniente en mis estados; lo tomo porque quiero que me rinda cuenta del gobierno que le he confiado. “ Y no menos significativa es la actitud de Suger, abad de Saint Denis y consejero del rey, a quien sin embargo incitaba a abandonar la cruzada en mérito a las necesidades del gobierno. Era la posición que anticipó Ivo de Chartres y que triunfaría poco a poco a lo largo de la lucha de los reyes ingleses contra Anselmo de Canterbury y Tomás Becket, a través del distingo entre el ámbito de lo sagrado y lo profano.
Pero en la medida en que se afirmaba la profanidad se debilitaba el sentimiento ecuménico y se acentuaba el localismo. La monarquía aceptó la misión de representar un área concreta y delimitada del mundo, en la que vivían grupos antagónicos desde el punto de vista social, a los que diversas razones históricas y prácticas constreñían a convivir dentro de un área geográfica. El sentimiento de la nacionalidad comenzó a desarrollarse, y la monarquía, en principio concebida como depositaría del patrimonio propio, se fue transformando en representación del patrimonio de la colectividad, de la patria misma.
Naturalmente, la aristocracia terrateniente y militar resistió cuanto pudo los avances de la monarquía hacia el centralismo. Los castillos que levantó en piedra desde el siglo XI le sirvieron para defender sus privilegios y su jurisdicción, y la ayudaban las tradiciones de su antigua grandeza, que sabía esgrimir como un arma sobre las conciencias. La épica señorial destacaba el papel de los guerreros en la época de las conquistas, y la Iglesia, cuando estaba comprometida en la lucha contra el poder civil, sostenía la tesis contractual del origen del poder y el principio de la monarquía electiva, que entregaba al rey en manos de los grandes. Era la tesis que Richer ponía en boca del arzobispo Adalberón, la que fundamentó la deposición de Enrique IV y la renuncia de Rodolfo de Suabia a transmitir hereditariamente la corona en la dieta de Forchheim, y la que expuso Manegold de Lautenbach en el transcurso de la querella de las investiduras.
Cuando la ocasión fue propicia, la aristocracia recurrió a las armas para contener la concentración del poder monárquico. En Castilla, desde la muerte de Alfonso VI hasta la minoridad de Alfonso VIII, los señores rebeldes procuraron adquirir la posición que la acción eficaz de la monarquía, siempre estimulada por la defensa de la frontera, les impedía consolidar; en Alemania, la querella suscitada por la casa de los Welf concluyó en una crisis total de la monarquía al promediar el siglo XIII, y en Inglaterra alcanzó la puja su más alto grado cuando la aristocracia logró imponer a la corona las limitaciones que estableció la Carta Magna. Hostigadas por el ascenso de la burguesía, desalentadas por la Iglesia, reprimidas por la monarquía, las aristocracias procuraban fijar su status y sobreponerse a las nuevas condiciones económicas y sociales. Es significativa su resistencia a pagar impuestos tanto a la monarquía como a la Iglesia, que alcanzó su mayor vigor en la época del conflicto entre urbano IV y Federico II. Pero su acción era ya sólo defensiva, porque el poder de la monarquía lograba rápidamente una base política cada vez más extensa.
No le faltaban a la monarquía argumentos doctrinarios para fundar la legitimidad de su autoridad, ni posibilidades de sortear las presiones de la aristocracia. Al derecho de conquista se agregó el que cada uno de los reyes buscó en el principio de la asociación, mediante el cual lograba la consagración de su heredero cuando aún podía hacer valer su fuerza y su influencia. Poco a poco la regla de la sucesión hereditaria se impuso de hecho como una garantía contra la anarquía, con el apoyo de la Iglesia y, luego, de la naciente burguesía, que aspiraba a un orden estable. Esta fuerza social fue la que logró carcomer los fundamentos del orden cristiano–feudal, y la eficacia de la monarquía resultó, precisamente, de su doble juego frente a la aristocracia terrateniente y militar y frente a la burguesía, desarrollado sabiamente en la medida justa en que esas fuerzas crecían y decrecían en poder económico y social. Así la monarquía feudal pudo organizar poco a poco el tipo de poder que la cambiante situación requería.
CAPÍTULO III
LA FIJACIÓN DE LA MENTALIDAD cristianofeudal
A medida que la sociedad surgida de la conquista avanzaba hacia la fijación de las relaciones económicas, sociales y políticas, la aristocracia terrateniente y militar lograba precisar con más exactitud sus aspiraciones como grupo dominante, y cada uno de sus miembros, los objetivos reales que perseguía obstinadamente. Recibir y asimilar la imagen del mundo que ofrecía el cristianismo no fue empresa difícil para la aristocracia, mientras su transmisión por la Iglesia se mantuvo dentro de esquemas muy generales. Reduciendo las abstracciones a términos concretos y asimilando ciertas sutiles experiencias espirituales a otras menos delicadas, captó cierto sentido íntimo de la fe y percibió el contexto cultural de la religión. Era, por lo demás, inevitable, porque el cristianismo se impuso no sólo como religión sino como atmósfera cultural, de modo que el mundo de ideas que transmitía la Iglesia constituía una suerte de patrimonio común con el que todos se sentían solidarios. Más ardua empresa fue recibir y aceptar los principios y las normas de convivencia que el cristianismo entrañaba, porque en su letra y en su espíritu se oponía éste resueltamente a los principios y a las normas que los procesos reales habían suscitado de hecho en el orden económico, social y político.
El cristianismo cedió frente a la incontenible fuerza de los hábitos tradicionales y frente a la dura soberbia de la aristocracia. Pero a medida que la situación social se estabilizaba y a medida que la aristocracia como grupo, y cada uno de sus miembros como individuo, precisaban sus propios objetivos, el cristianismo procuró incidir sobre el sistema de relaciones prácticas, de acuerdo con sus propios principios, los cuales podían oponer a la fuerza de la realidad la incontrastable fuerza de la irrealidad.
Los grupos predominantes comprometidos con la situación real definieron sus actitudes al compás de los cambios que se operaban en ella. La mentalidad baronial, impregnada de impulsos primarios, dejó paso a una mentalidad cortés, nacida en los ambientes aristocráticos que se renovaban por la influencia de nuevas condiciones de vida; y al calor de la fe religiosa surgió una mentalidad caballeresca fundada en una imagen misional de la vida. Junto a ellas, las actitudes estrictamente religiosas suscitaron otras formas de mentalidad: la de los que creían que su vocación espiritual sólo se cumplía a través de la catequesis y la lucha por la fe; la de los que comenzaban a poner el acento en el valor del saber; la de los que sólo aspiraban a salvar el alma renunciando al mundo.
Cada una de esas formas de mentalidad correspondía a un ideal de vida, elaborado como desafiante respuesta a las exigencias del contorno; y correspondía a grupos o individuos que podían y querían incidir sobre el destino común imponiendo su estilo de vida, su forma de mentalidad. Por debajo de ellos quedaban vastos grupos sociales de escaso relieve, faltos de autonomía para elaborar e imponer sus propias tendencias en la medida en que se hallaban en situación de dependencia. Pero poseían designios y aspiraciones muy definidas, que irrumpirían cuando se agrietara el orden cristianofeudal.
I. LAS FORMAS DE LA MENTALIDAD SEÑORIAL
1. La mentalidad baronial
Mientras perduró la situación de inestabilidad social que caracterizó al período posterior a la disolución del Imperio Carolingio, la actitud psicológica de los barones que constituían la aristocracia terrateniente y militar mantuvo rasgos semejantes a los de la época de la conquista. Puesto que seguían luchando por la tierra, por la riqueza, por el prestigio y por el orden, siguieron enfrentándose con la realidad –la realidad natural y la realidad social– de la misma manera inmediata y directa que les dictaba la necesidad de la acción. Más tarde se impondría entre el hombre y su contorno todo un sistema de abstracciones racionales, sancionadas dogmáticamente. Pero aun entonces sobreviviría, sumida en los recuerdos y con suficiente fuerza como para irrumpir en el acto espontáneo, esa intuición directa de la realidad sensible, que se manifestaba a través de la naturaleza y a través de las relaciones humanas. Desde el punto de vista de la acción inmediata –predominante dada la situación– la realidad sensible contaba como la única realidad, y frente a ella no cabía la disyuntiva intelectual de aceptarla o rechazarla, sino, simplemente, la necesidad de situarse en ella adecuadamente, mediante la experiencia.
Esa actitud desarrolló en la baronía una mentalidad nacida de las exigencias de la acción. Tan brillante como pudiera parecer la gloria del barón que se destacaba por su valentía y su vigor, tan embellecedora como pudiera ser la intención del escaldo o del juglar que se proponía dignificar las virtudes, la condición social del héroe o los fines de su conducta, casi nunca quedó oscurecida del todo en la épica aquella instancia primera en la que la hazaña aparecía estrechamente dependiente de la necesidad. “Si con moros no lidiáremos, no nos darán del pan”, decía simplemente Álvar Fáñez Minaya para fundar su opinión de que era necesario trabar el combate. Era la necesidad la que había empujado a los guerreros normandos hacia el sur, y la que había movido las interminables guerras feudales entre los que querían conservar sus dominios y los que procuraban arrebatárselos, o los que aspiraban tan sólo a mejorar su suerte sirviendo a generoso señor. La necesidad engendraba luego la codicia y, a través de la leyenda ennoblecedora, filtrábase el recuerdo de la conducta de quienes se movían impulsados por el sórdido afán de acumular tierras, riquezas y poder, sometiendo a ese designio su comportamiento. La codicia será uno de los temas predilectos de la literatura moral, pero tanto la épica como la crónica coetánea demostraban con hechos la presencia de ese rasgo en la aristocracia tanto religiosa como seglar. “La codicia ha llegado a ser hoy la reina del mundo”, decía en la primera mitad del siglo XI el cronista Raúl Glaber; la frase fue tornándose un tópico, pero se acuñó como síntesis de una experiencia que revelaba la atracción que ejercía el mundo –condenado por los espíritus religiosos– sobre quienes, con las armas en la mano, se sentían capaces de acrecentar indefinidamente sus tierras sin sujeción a otra norma que la que les dictaba su individualismo feroz. El monje cluniacense clamaba indignado por el efecto que el oro de los enviados de Constantinopla hacía sobre el ánimo de los dignatarios de la Iglesia romana; poco podría extrañar, pues, la reflexión que pocos años más tarde ponía –no sin escándalo– Guibert de Nogent en la pluma del emperador bizantino que, al escribir al conde de Flandes, señalaba que si los Caballeros cristianos no acudían en su auxilio movidos por la fe, “al menos debían entregarse a la esperanza de apoderarse del oro y la plata que los gentiles poseen en cantidades incalculables”, y acaso, agregaba, de las hermosas mujeres del país. Y si por entonces se quejaba Guibert de Nogent de tan insolentes proposiciones, el comportamiento posterior de los cruzados pareció justificarlas luego, no sin indignación de los espíritus ascéticos, como San Bernardo.
Un mundo que desataba la codicia era, sin duda, un mundo valioso. Así lo sentían los barones fuertes y soberbios, que creían que valía la pena dedicar la vida a luchar sin descanso por poseerlo, y que se mantenían adheridos a él. El mundo –la realidad sensible– era una presencia incontrovertible, que los sentidos denunciaban y que la acción sometía a cada paso a la irrefutable prueba de la existencia.
Y esa realidad, contorno de la vida cotidiana, despertaba un intenso deseo de vivir y gozar en quienes la sentían como objeto de posesión y de dominio. “Fui amigo de la bravura y la alegría”, decía Guillermo de Poitiers resumiendo sus dos pasiones fundamentales, el amor y la guerra. Tal era la respuesta del barón a los estímulos de la realidad sensible –su mundo cotidiano–, en la que no era difícil descubrir los signos de una actitud naturalista que no alcanzaba a ser desvanecida por la imagen abstracta de la creación que el cristianismo le oponía.
Tenía la actitud naturalista de viejo arraigo en la tradición germánica –que tan tenazmente perduraba en la concepción señorial–, y había reverdecido en la atmósfera favorable que creaba el primado de la fuerza y de las situaciones de hecho. Todo concurría a vigorizar la idea de que la posesión dependía de la fuerza, como en la leyenda de la conquista de Brunilda por Gunther. Celosa de su libertad indómita, de su fuerza y de su virginidad, que era prenda de su vigor, la reina islandesa sólo consentía en entregarse al varón que la sobrepasase en vigor; pero una vez vencida, su dependencia quedaba fijada definitivamente. De igual modo, la posesión de la tierra –bien por excelencia– y de los demás bienes del mundo que parecían deseables, parecía depender en última instancia de la sola ley de la fuerza.
Razón última, la fuerza conservó el valor de una instancia decisiva en la concepción señorial de la vida, y sobre la excelencia de ese valor se construyó la imagen del barón heroico. “El coraje es mejor que la más afilada espada” decía una antigua canción germánica; gracias a él podían ponerse en movimiento insospechadas energías y desatarse todas las audacias y desmesuras. El barón heroico probaba la calidad de su ánimo arriesgándose en la hazaña inaudita con el corazón alegre. El exaltado Bertrand de Born describía sin recato su experiencia vital del combate: “Os aseguro –decía– que no es tanto de mi gusto comer, beber o dormir, como cuando oigo gritar ‘¡A ellos!’ por ambas partes, y oigo relinchar a los caballos sin jinetes por la umbría y oigo gritar ‘¡Auxilio!’, ‘¡auxilio!’, y veo caer a grandes y a pequeños por los fosos en el herbaje, y veo los muertos con los flancos atravesados por astillas de lanza con los cendales. Barones: antes que dejar de hacer la guerra, empeñad castillos, villas y ciudades. ” Era un sentimiento primitivo, en el que la actitud lúcida apenas lograba enmascarar el originario designio de luchar por la posesión de las cosas, por el dominio del mundo, por la conquista de la realidad sensible. Apenas quedaba disimulada la ferocidad primitiva, aquella de los barones que no vacilaban en beber la sangre de los caídos para apagar la sed; y pese al enmascaramiento deliberado del poeta, sobresalía el valor radical de la fuerza, cuyos límites ordinarios sobrepasaba en la gesta del héroe para que se advirtieran las potencias que la naturaleza había encerrado en el hombre. El barón heroico parecía, como Rolando, “más fiero que el león o el leopardo”; su brazo era capaz de dejar caer la pesada espada sobre un jinete hasta cortar su cuerpo en dos, deteniéndose sólo al tocar la montura, y su garganta podía arrancar del olifante un rugido que podía oírse a treinta leguas. “Olas de sangre brotaban de las heridas” que abría la temible espada de Sigfrido. Y a pesar de la intención del poeta de encubrir la voluntad de posesión con la máscara de una hazaña lúdica, la figura de Hagen conservaba todavía vigorosa en la poesía cortés del siglo XIII la aureola de una indomable fuerza de la naturaleza, ajena a toda suerte de influencia moderadora, de tipo social o de tipo ético.
El barón no se sentía realizado en la sociedad sino en el esfuerzo individual. Era solitario, y su residencia era un castillo casi sin aberturas, donde se encerraba como una fiera en su madriguera, hostigado y listo para devolver el ataque con un salto felino, en el momento que decidiera subir el rastrillo para salir al campo armado de todas las armas y en disposición militar. Su modo de vida se había forjado en un mundo que había asistido a la quiebra del orden jurídico tradicional, con lo que se habían abierto las oportunidades sin límites para la aventura individual de los más fuertes. Sin duda, los mismos barones intentaron ordenar poco a poco el sistema de las relaciones recíprocas, pero no más allá de ciertos límites compatibles con el contumaz individualismo que los movía. Y aun estabilizadas esas relaciones, resistieron los “barones rebeldes” a quienes exaltaba la épica como arquetipos porque parecían incapaces de dominar su extremado sentido de la independencia, inclusive frente a aquellos en cuya superioridad consentían. “La soberbia –escribía Raimundo Lulio– es vicio de la desigualdad, porque el orgullo no quiere tener par ni igual, y por eso ama ser solo. ” Como Hagen y Volker, que “tenían tan alta opinión de sí mismos que no querían levantarse de su asiento por temor de nadie”, el barón celoso de su gloria no reconocía en última instancia otra autoridad que la que consagraba la fuerza y la victoria. “Vale más morir que sobrevivir vencido”, decía el fiero Bertrand de Born, porque la derrota consagraba la dependencia y era testimonio de inferioridad. La coacción social impuso, finalmente, un sistema de vínculos de dependencia mutua, pero fue necesario que se fundaran en el consentimiento. Y aun entonces, el “barón rebelde” pareció un ejemplo porque conservó su capacidad de insurgencia contra cualquier asomo de violación de los límites convenidos, como Guillermo o como Gerardo de Roussillon, para quienes la autoridad, así fuera real, parecía insoportable. Escaldos y juglares recogían en sus versos, de vigoroso aliento épico y de fuerte resonancia popular, el caudal legendario que circulaba en su contorno y que recordaba la hazaña inverosímil y el desafuero irrazonado de los barones; y mientras entretenían a su auditorio y adulaban a los señores, contribuían, deliberadamente o no, a legitimar los privilegios de la aristocracia refiriéndolos al supremo valor de la fuerza. Nada tan ajeno a los sentimientos cristianos ni a las normas de la convivencia que ellos entrañaban.
2. La mentalidad cortés
Sólo la certeza de haber alcanzado una segura situación de hegemonía en el seno de una sociedad estable desencadenó en la aristocracia terrateniente y militar el deseo de gozar intensamente de la vida. Eran suyos el poder económico, el poder social y el poder político. El sostenido uso de tales poderes llevó a sus miembros a la convicción de que su rango no sólo estaba consolidado sino que era, además, reconocido como legítimo; así se despertó en los barones el anhelo de ejercitar, en el reposo, aquellas posibilidades de vida que sólo son compatibles con una forma ordenada de sociabilidad. Ciertamente, fue la progresiva desaparición de las preocupaciones por la conquista de la tierra, del prestigio y del poder, así como el desarrollo de la nueva riqueza, lo que permitió el pausado deslizamiento de la aristocracia desde la concepción baronial hacia la concepción cortés de la vida. Un orden jurídico nuevo comenzaba a dibujarse, montado a un tiempo mismo sobre las normas feudales –que habían nacido como fruto de las situaciones de hecho y por el consentimiento mutuo– y sobre las normas de derecho Romano que puso en vigencia la monarquía para coronar el edificio feudal con un poder regulador de mayor estabilidad: dentro de él, las nuevas generaciones de la vieja aristocracia terrateniente y militar descubrían que podían comenzar a deponer las armas para entregarse a los goces de la vida de corte.
Oliveros, “valiente y cortés”, enseñaba a Rolando que “el coraje sensato no es locura: más vale mesura que temeridad”. Una nueva idea de la hazaña comenzaba a dibujarse, compatible con la irreductible noción de vitalidad, pero susceptible de someterse a normas. Parecía lícito pensar que la vida no debía jugarse en una aventura temeraria y sin esperanzas, y ese pensamiento comenzó a difundirse entre quienes sabían que en la paz les esperaba una vida noble, rica en satisfacciones y goces. Allí precisamente, en las tierras meridionales donde los francos del emperador Carlos “se acordaron de los feudos y dominios, de las hijas y las nobles esposas, “ florecía tempranamente un estilo de vida ajeno a la tradición germánica y cuyo ejemplo cundiría poco a poco, difundiendo nuevos ideales de refinamiento hedonista.
Fue Raúl Glaber, el monje cluniacense tan perspicaz para sorprender los fenómenos críticos de su tiempo, quien describió, al promediar el siglo XI, el impacto de las costumbres propias de las comarcas del Mediodía francés sobre las regiones del norte, y señaló sus nefastas consecuencias. Allí donde se perpetuaban más tenazmente ciertas tradiciones romanas y se recibían más directamente las influencias del mundo musulmán; allí donde nacía precisamente entonces una lírica de nuevo e inconfundible acento erótico, Raúl Glaber descubría –medio siglo antes de que floreciera el trovador Guillermo de Poitiers– los orígenes de ciertas tendencias cuyas proyecciones le parecían ya en su tiempo alarmantes y que temía que se acrecentasen en lo futuro.
Múltiples y entrecruzadas circunstancias concurrían en el Mediodía francés –donde un siglo más tarde localizaría San Bernardo el principal foco herético– para que pudiera nacer allí esa idea del hombre y de la vida, esas costumbres y tendencias que sorprendían e indignaban al monje cluniacense. Y múltiples y entrecruzadas fueron también las que facilitaron su progresiva difusión en el Occidente cristiano, donde predominaba la fiera baronía, que vio en todo ello nada más que una coronación legítima de las concepciones tradicionales. Escapaba a sus ojos la variación de fines que entrañaban los nuevos ideales corteses con respecto a los de la baronía, y las nuevas generaciones de la aristocracia terrateniente y militar los adoptaron cediendo a una presión de la realidad social y, sobre todo, a la atracción de nuevas posibilidades de vida llenas de encanto y de tentadores halagos. El barón fuerte y cruel, formado en la dura lucha por la tierra, el prestigio y el poder, comenzó a adquirir ciertos imponderables matices de anacronismo, y en la sociedad que comenzaba a estabilizarse se insinuó el cambio cultural que suplantó aquel ideal humano por el del caballero cortés.
La “cortesía” constituyó toda una filosofía de la vida. Podía aprenderse, como lo señalaba el escolar de la Razón de amor, que decía de sí mismo:
Un escolar la rimó
que siempre dueñas amó;
mas siempre ovo criança
en Alemania y en Francia;
moró mucho en Lombardía
por aprender cortesía.
Alegóricamente personalizada, se decía de ella que merecía ser “emperatriz o reina en todo digno corazón”, y llegó a codificarse de tal suerte que pareció posible adoptarla como un sistema de usos y costumbres en sustitución de otro. Godofredo de Monmouth escribía su instauración en el reino de Arturo como un hecho concreto: “Al fin de esta época –escribía– Arturo atrajo hacia sí a los más valientes de los caballeros de lejanos reinos; comenzó a acrecentar el número de los que vivían con él en su casa, y a observar maneras tan corteses en ella que suscitó la rivalidad en pueblos aun lejanos, hasta tal punto que el más noble de la región, dispuesto a competir con él, se hubiera tenido en nada si no se ajustara al modelo de los caballeros de Arturo en el acortamiento de sus vestimentas o en el estilo de sus armas. ”
Unas pocas notas exteriores parecían, en principio, caracterizar la cortesía como modo de vida. Pero el cambio era más profundo. La adopción de algunas formas nuevas de sociabilidad y de ciertas modas en el atuendo correspondía a cierta transformación en la idea misma de la existencia. De la sobreestimación de la hazaña pasaban las nuevas generaciones de la aristocracia terrateniente y militar a la sobreestimación del goce. “Llevan una vida llena de nobleza y son perfectamente felices”, decía Gere hablando de Gunther y Brunilda, como si nobleza y felicidad se identificaran. La felicidad terrenal, hecha fundamentalmente de sensualidad, se transformó explícitamente en aspiración suprema, y pareció consistir ante todo en el disfrute de una ininterrumpida alegría y en la exhibición de un lujo que probara inequívocamente la superioridad social de quien podía desplegarlo. “¿Cómo podríais tener en este mundo una vida más feliz? –decía Rumold a los caballeros burgundos. No tenéis nada que temer de vuestros enemigos. Vestís bellos vestidos, adornáis vuestro cuerpo, bebéis los mejores vinos y amáis a gentiles damas. Además, se os servirán buenos platos, los mejores que nunca haya tenido rey alguno en este mundo. ” Era el premio por el esfuerzo de los antepasados que habían asegurado la posesión de la riqueza, el prestigio y el poder.
Hasta el moralista que afirmaba que la juventud “debe usar el poder, el valor y el vigor del corazón en honor y provecho de él y los suyos”, se explayaba sobre la necesidad de que el joven fuera alegre, agraciado: “y debe llevar una vida dichosa, y debe ser cortés y generoso, y acoger bien a la gente, y tratar de complacer cortésmente, según sus posibilidades, a los suyos y a los extraños. Nunca conviene –agregaba Felipe de Navarra– que el joven sea melancólico y pensativo”.
Tanto había arraigado en algunos esta idea de la vida, que allí donde no se la veía predominar nacía el desencanto y la tristeza. Guiot de Provins escribía a principios del siglo XIII este lamento lleno de nostalgia: “Esos príncipes no aman ni las alegrías ni las diversiones. Jamás hubo siglo tan desprovisto de honor. Se acabaron las fiestas y las reuniones. La vida se ha hecho tan triste que nadie se atreve a buscar el placer. ¡Adiós, hermosas residencias, suntuosos palacios que echo de menos, donde los príncipes tenían sus cortes!” La sociedad ofrecía tentaciones insospechadas a las nuevas generaciones de la aristocracia, que abandonaban el viejo naturalismo por otro, más refinado, y del que derivaría un nuevo sistema de ideales de vida.
Entre todos ellos, el de alcanzar el estado de plenitud erótica se consideró el más alto y sublime. El amor pareció un absoluto. Y la cortesía hizo de él un fin supremo porque lo consideró como una experiencia humana y natural, capaz de producir un enajenamiento rayano en lo sobrenatural. La poesía lírica consignaba el modo casi mágico como actuaba el amor sobre el alma, alterando la perspectiva de las cosas. “Tanto amor tengo en el corazón –decía Bernart de Ventadorn–, tanta alegría y dulzura, que el hielo me parece flor y la nieve verdor. ” Puesto que transmutaba la realidad exterior e interior, el amor pareció un estado del alma suscitado por una fuerza ignota de la naturaleza, como en la leyenda de Iseo y Tristán. Un filtro podía desencadenarlo, como si fuera un sortilegio, y no podía preverse qué azares podían sobrevenir una vez desencadenado. Pero tan arriesgado como pudiera parecer ese ingreso en lo desconocido, la aventura de amor fue más tentadora a medida que se pensó más en ella y se analizó más firmemente la transfiguración que obraba y el extraño y misterioso goce que ofrecía: “Si tu corazón debe conocer un día la felicidad en este mundo –decía Uote a su hija Krimilda–, será por el amor de un hombre. ” Y el naturalismo transmutado que yacía en la concepción cortés de la vida no conocía otra felicidad posible que la de este mundo.
Frente al ideal del barón que se realizaba exteriormente en la hazaña, la cortesía erigió el ideal del hombre que se realiza interiormente en el goce. Descubierto en sus posibilidades, el amor fue goce antes de que se lo enmascarara, y abrevaba en las fuentes elementales de la vida; por eso se lo describía ingenuamente como un incontrolable frenesí, como un loco impulso que no conoce límites, como un instinto desesperado que promete la plenitud. Así aparecía un Uther Pendragón, estremecido por el deseo y desdeñoso, como el propio Tristán, de los obstáculos éticos y formales que se oponían a su satisfacción. Como él, el mismo Jaufré Rudel, el trovador del “amor lejano”, pensaba en su amor como en un deseo incoercible y más tremendo mientras menos esperanzado en la posesión; era un deseo suscitado por los encantos de la amada: “Estoy ansiando un querer, pues sé que ninguna joya preciosa de cuantas anhelo y deseo me parecería buena si mi señora me otorgara el don de su amor, porque tiene el cuerpo garrido, esbelto y gentil, sin nada inconveniente, y su amor es bueno y de buen sabor. Este amor me trae pensativo cuando estoy despierto, y después soñando cuando duermo; pues entonces tengo una alegría maravillosa porque la gozo disfrutándola y haciéndola disfrutar. Pero de nada me vale su hermosura porque ningún amigo me enseña de qué modo puedo conseguir su placer. “ Era el goce, la plenitud vital, lo que se esperaba del amor, que, como la tierra, requería la posesión total.
Poco a poco ese retorno a la intimidad conduciría al individualismo y a ciertas formas de contemplación. Pero la primera transfiguración del sentimiento erótico consistió en recubrirlo con un manto de convenciones formales, imitadas de las relaciones feudales, y en una transformación de las relaciones entre los amantes gracias al ennoblecimiento de la figura femenina. La cortesía obligaba a recubrir los impulsos con una máscara de moderación y a obrar de acuerdo con ciertas reglas de buena convivencia. Los enamorados debían saber lo que es amor y debían comportarse de acuerdo con lo que la cortesía afirmaba que era. Lo enseñaba el propio Amor en el Roman de la Rose, lo razonaba Walter von der Vogelweide en su himno a Minne y lo recordaba en su triste lamento Lancelot en el relato de Chrétien de Troyes. Actos y palabras debían ser testimonio de la devoción del caballero por la dama, evitando que se trasluciera la vivacidad del deseo. Todo un sistema de medidas metáforas y de fórmulas cuidadosamente acuñadas servía para poner de manifiesto la relación de dependencia mutua entre los amantes y la insoportable pesadumbre que suscitaba en sus corazones el desdén o la lejanía del amado.
Tan profunda fue la mutación de la concepción baronial de la vida. El viejo prestigio de la virilidad heroica cedía el lugar, en la concepción cortés de la vida, a un complejo y profundo sentimiento que ponía al varón en situación de dependencia frente a la mujer, al tiempo que lo obligaba a declinar su tendencia a la posesión brutal. El sentimiento del amor se espiritualizó poco a poco y llegó a adquirir la forma de un puro estado interior, casi desvinculado de su objeto corpóreo e independiente de la respuesta que suscitaba en el amado. Prenda de refinado amor era en el caballero sufrir por aquella a quien amaba, empeñar batalla contra quien osase negar que era superior a cualquier otra y celebrar públicamente sus virtudes, como lo hacía el caballero con quien se encontró el abad Blanquerna, “bien prevenido de todas armas, el cual iba buscando aventuras por amor de su amada”. Y acabado testimonio de refinado e inmarcesible amor era conservar la fidelidad contra toda esperanza, como lo declaraba en alto estilo el exquisito Don Denís de Portugal trovador y rey:
Amigos: quise bien y bien querré
a la que mal me quiso y me querrá
pero mi boca no la nombrará;
solamente os dirá lo que os diré:
quise y he de querer a una mujer
que mal me quiso y mal me ha de querer.
Plenitud en el goce, efusión vital, el amor parecía proyectar la existencia hacia el éxtasis profano, triunfo final del naturalismo.
Si el amor fue la forma suprema en que se manifestó la tendencia al goce, la aspiración a una vida noble y dichosa constituyó su manifestación normal. Los rudos barones se fueron apartando de los usos y costumbres propios de quienes pasaban sus días en estado de alerta, el arma al brazo, en los inhospitalarios castillos donde predominaba un clima de sociabilidad masculina, y comenzaron a buscar una vida más blanda, en la que la existencia cotidiana se cargara de nuevos valores al calor de nuevas formas de convivencia espiritual. Un orden cada vez más firme y más unánimemente reconocido autorizaba a las nuevas generaciones de la aristocracia terrateniente y militar a distraer su atención de las luchas por la riqueza, el prestigio y el poder, en busca de nuevas formas de sociabilidad.
La corte, en el ámbito de un castillo señorial, fue el escenario propio de las nuevas formas de convivencia. Un señor que aspiraba a que se difundiera la fama de su riqueza, su generosidad y su cortesía, debía tratar de que se reuniera a su alrededor el más brillante acompañamiento imaginable de damas y caballeros de alto linaje para que, entre nobles distracciones, transcurrieran sus días en un ambiente de aristocrática dignidad y de espiritualidad refinada. El legendario ejemplo de la corte del rey Arturo excitaba la fantasía romántica, y la aureola que ornaba la Tabla Redonda crecía enriquecida por la imaginación de damas y caballeros y teñida de vivos colores por el delicado artificio de los juglares. Wace hizo de ella una brillante descripción, adscribiéndole seguramente las características que solían observarse en las cortes más brillantes de su tiempo, exaltando las maneras de embellecer la vida que podían practicarse para dignificar el ocio, y estimulando la imaginación de los espíritus nostálgicos y románticos. Aventuras inauditas y prodigios inverosímiles, costumbres refinadas, lujo y riqueza, todo brillaba alrededor del generoso señor que se disponía a disfrutar de la vida y a rodearse de una atmósfera de juventud, de alegría y de amor. Culminaba el ingenio del poeta cuando era capaz de suscitar la imagen de una corte con tan vigorosos rasgos y circunstanciados detalles que pudiera servir de estímulo y ejemplo para el comportamiento de sus contemporáneos. Rüedeger, “padre de todas las virtudes corteses”, recibía a los burgundos con esplendidez, y el poeta relataba minuciosamente las reglas a las que se sometían anfitriones y huéspedes, los objetos que adornaban los castillos, las vestimentas que llevaban las damas y los caballeros, las atenciones que se prestaban a los invitados y las distracciones a las que se entregaban huéspedes y anfitriones. “Cien arañas colgaban en la sala adonde se dirigieron, provistas de muchas candelas –decía Wolfram von Eschenbach describiendo el castillo del Grial–; cien divanes estaban armados a los lados, y en ellos cien almohadones. ” Chrétien de Troyes anotaba que la casaca de seda floreada que llevaba el caballero Erec “había sido hecha en Constantinopla”, y describía los vestidos de los caballeros hechos con brocados traídos de Alejandría. Y Wace se extendía en la enumeración de los obsequios que el rey Arturo había hecho a los invitados que asistieron a la fiesta de la coronación: copas, destreros, joyas, lebreles, pájaros, pellizas, vestidos, vasos, pieles, anillos, túnicas, mantos, lanzas, espadas, saetas, aljabas, escudos, arcos, dardos, leopardos, osos, escabeles, arneses, látigos, cotas de malla.
No hubo hombre que algo valiese
y que de otra tierra a él viniese
a quien el rey no hiciese un don
que hiciera honor a tal barón.
Cortesía, riqueza y generosidad estaban indisolublemente unidas en el espíritu de quien quería gozar de una existencia noble.
La corte brillaba particularmente en ciertas circunstancias cuando se realizaban fiestas importantes en las que podía ostentarse el más esplendoroso lujo y hacerse alarde del más alto refinamiento. La coronación del rey solía ofrecer la oportunidad para la más fastuosa de las fiestas porque al lujo de la corte y a la ostentación mundana se agregaba la solemnidad de la ceremonia religiosa. Armar caballero a un hijo del rey podía también ser la ocasión de “una reunión tan brillante de los grandes del reino, una tal multitud de hombres y tal abundancia de víveres y obsequios como en ninguna parte se viera en aquellos tiempos”, según decía Guillermo el Bretón recordando la fiesta ofrecida por Felipe Augusto en 1209 cuando armó caballero a su hijo Luis. Fue, seguramente, una fiesta parecida a la que ofreciera veinticinco años antes, en 1184, el emperador Federico Barbarroja, con idéntico motivo, y de la que guarda recuerdo la descripción que el poeta de la Canción de los Nibelungos hace de la ceremonia en la que se arma caballero a Sigfrido. Las bodas eran largamente celebradas. Quince días duraron las de las hijas del Cid con los infantes de Carrión, tantos como las de Alejandro y Rasena según el poeta del Libro de Alexandre; las de Etzel y Krimilda duraron diecisiete días, y sólo por la llegada de las mesnadas enemigas se interrumpieron al octavo las del conde Fernán González con doña Sancha.
Hubo en esta boda corrida de toros, y en todas, justas y torneos, largos y bien servidos banquetes, obsequios diversos generosamente distribuidos, y sobre todo, entretenimientos diversos que ofrecían los juglares que, como en la boda de Thiebaus y Orable, descrita por el cantar de la infancia del conde Guillermo, “cantaban y tocaban la rota, el arpa y la viola”.
Los juglares constituían un elemento indispensable en la vida cortés. En busca de la generosidad de los señores, acudían a las fiestas y solemnidades para alegrarlas con sus juegos y sus cantos; pero, entretanto, transmitían noticias, difundían usos y costumbres y contribuían a crear cierta homogeneidad en la clase señorial, porque estimulaban la imitación de unos por otros y derrochaban imaginación inventando aventuras maravillosas y refinadas formas de vida que quedaban erigidas en modelo y se incorporaban al sistema de convenciones que buscaba la aristocracia. Trovadores, juglares, escaldos o segreres pertenecían a la vertiente de aquellos que buscaban la vida de corte porque veían en ella un refugio para la sensibilidad refinada, donde el arte y el amor, el ingenio y la música, suscitaban nuevos estímulos y despertaban vocaciones espirituales dormidas hasta entonces o menospreciadas como incompatibles con los sentimientos viriles. Unos eran humildes y buscaban los dones de los poderosos para subsistir; pero a imitación del duque Guillermo de Aquitania, se entregaron a los halagos del arte muchos caballeros y algunos reyes, como don Denís de Portugal y don Alfonso I de Aragón, y su ejemplo otorgó valor a la espiritualidad cortés. La maestría en el arte poética se tornó mérito excelso y fue acordada por la fama: maestro llama a Chrétien de Troyes el Minnesänger alemán Wolfram von Eschenbach y maestro de los trovadores fue llamado por sus pares Giraut de Borneilh. Por su refinada apelación a la sensibilidad hallaron favorable acogida entre las damas, por cuya presencia las viejas formas de la sociabilidad baronial cedían el paso a las formas propias de la vida cortés. “El cortés Ortwin dijo al rey: ‘Si por esta fiesta queréis recoger pleno honor, permitid que vuestros huéspedes puedan contemplar a las encantadoras jóvenes que viven con gran honra en el país de los Burgundos. ¿Dónde estarían para los hombres las delicias y los goces de la vida sino cerca de las bellas jóvenes y de las nobles damas? Permitid a vuestra hermana que aparezca delante de vuestros visitantes. ’ Ese consejo dio para agradar a muchos héroes: ‘Seguiré de buen grado ese consejo’ respondió el rey. Todos los que lo oyeron hablar así experimentaron una viva alegría. El rey hizo rogar a la dama Uote y a su hija, la bella Krimilda, que vinieran a la corte en compañía de las hermosas jóvenes que componían su séquito. “
Sin duda era a las mujeres que comenzaban a incorporarse a la vida de sociedad a quienes se dirigían preferentemente los trovadores y segreres, cuya poesía de acentuada entonación lírica constituía una exaltación de los modos de vida propios de la cortesía, pero acaso aún más de ciertos valores humanos que el temperamento femenino prefería y procuraba imponer a la estimación masculina. “Sería justo –decía Wolfram von Eschenbach al concluir su poema– que las mujeres buenas y sensatas me miraran con más gusto (si aún una mujer puede sonreírme amablemente), por haber llevado a cabo esta obra. Si lo hice en honor de una mujer, que ella me dé dulces gracias. ” Poco a poco la presencia de la mujer aseguró la vigencia de ciertas reglas, y se fueron doblegando a ellas los rudos barones que comenzaban a descubrir los encantos del ocio refinado. Prontamente cedió el pudor de la virilidad y las formas corteses de vida hallaron en los barones sus más resueltos defensores.
Pero, sin duda, el prestigio de los valores viriles no decayó del todo ni cedió prontamente. Si la guerra siguió siendo una necesidad, otras expansiones viriles, como la cacería o el behurst, parecieron lícitas sin que ninguna necesidad las suscitara. Fueron aventuras convencionales y sometidas a reglas, en las que la cortesía no sólo refrenaba los impulsos sino que imponía ciertas normas que nacían del puro alarde de audacia, destreza y fuerza: un ejercicio en el que aparecía un matiz estético. La fiera pasión por la sangre fue domándose en el ejercicio lúdico y la hazaña comenzó a desprenderse de todo finalismo. La cortesía no requería sino una virilidad mesurada que se manifestara más en potencia que en acto y que supiera sujetarse a los principios impuestos por la concepción de la vida noble, fundada, ciertamente, en la persuasión de que la existencia transcurría dentro de un orden inconmovible.
Quizá por eso se advirtió un ablandamiento del espíritu guerrero que, si dolió a quienes seguían adheridos a las viejas concepciones heroicas, pareció justificado a quienes creían que las nuevas formas constituían un perfeccionamiento. Como a Ñuño Laymo el autor del Poema de Fernán González, le hace decir el poeta de Gui de Borgoña al héroe Oliveros: “Hace veintisiete años cumplidos y pasados que no moro en sala ni en palacio pavimentado, sino por campos y por tierra y por valles y por prados; y tanto hemos sufrido por lluvias y tempestades, por las grandes hambres y sedes y cautividades, que no podría escribirlo ningún clérigo tan letrado como fuese. ” Fue categórica la respuesta de Fernán González en defensa de la vida militante, como fue enérgica la de Cador señalando, en Le Roman de Brut, los peligros de la vida muelle. Pero la persuasión de que “buena es la paz después de la guerra” –como contestó a Cador el conde Walwein–, cundió en las nuevas generaciones de la aristocracia junto con la persuasión de que era ya inconmovible el orden en el que se desenvolvía la existencia.
3. La mentalidad caballeresca
Fue esa persuasión la que creó una atmósfera favorable para la plena aceptación de los ideales cristianos, en cuanto tenían de opuesto tanto a los ideales de la baronía como a los de la cortesía. Sobre el naturalismo ingenuo y espontáneo de la vieja aristocracia que sólo se sentía realizada en la hazaña, y sobre el naturalismo encubierto de las nuevas generaciones de la aristocracia que aspiraban al goce intenso de la vida, comenzó a cernerse poco a poco una nueva imagen de la existencia y del mundo que entrañaba una actitud inusitada frente a la realidad sensible. De pronto pareció advertirse que, concebida como simple ocasión de goce, la existencia humana concluía en la experiencia juvenil, y que era necesario reemplazar el imperativo carpe diem por el memento mori. De allí el arrepentimiento de Guillermo de Aquitania y el melancólico lamento de Walter von der Vogelweide: “¿Dónde, ¡ay!, han huido mis años? ¿Fue vida, o solamente un sueño en que creí? ¿Fue en verdad o no fue, aquello que yo creí que era? ¡Pero si pienso de nuevo en mis días alegres, que me abandonaron igual que una estela en las ondas . . . ! ¡Ay de mí! Sonrisas, cantos, danzas, todo ha concluido, y mal: jamás ningún, cristiano contempló funerales más lúgubres. “ La presencia del pecado comenzó a percibirse escondida en los meandros de la realidad sensible y el goce del amor quedó empañado por la idea del castigo y la muerte.
Puesto que la hazaña y el goce estaban indisolublemente unidos a la experiencia de la plenitud física, el paso de los años probaba la frustración de esos anhelos sin ofrecer ninguna otra finalidad a la existencia. Fue la influencia de la idea cristiana de la vida la que movió al eufórico y juvenil gozador de la naturaleza a descubrir primero y a lamentar después ese vacío angustioso que dejaba el paso de la juventud; pero a pesar del esfuerzo secular de la Iglesia para modificar la actitud naturalista de la aristocracia, sólo a partir del siglo XIII consiguió incidir sobre ella. Se había consolidado el orden de la sociedad, el privilegio de los poseedores, la situación patrimonial de sus miembros y la seguridad de la aristocracia de que podía gozar de su riqueza, de su prestigio y de su poder, gracias al desarrollo creciente de una juridicidad que fijaba las relaciones entre los grupos en beneficio de ella. Esas circunstancias, que estimularon el desarrollo de la cortesía orientando a las nuevas generaciones aristocráticas hacia el ideal del goce, favorecieron también la aceptación de nuevas nociones morales y nuevos principios de convivencia que entrañaban una oposición radical a las concepciones naturalistas tradicionales. La compasión, la caridad, el amor al prójimo, el respeto al débil y muchas otras prescripciones cristianas contradecían los impulsos naturalistas. La exaltación de la pura espiritualidad y de la actitud contemplativa rebajaba la dignidad que la concepción baronial atribuía a la acción. La execración de la sensualidad y del pecado entrañaba la condenación del goce, que constituía la finalidad de la concepción cortés. En el fondo, toda la realidad sensible era condenada implícitamente.
Pero ahora era lícito lanzarse al juego intelectual de la negación de la realidad sensible porque ésta había cobrado forma, se había incorporado a la experiencia y ya contaba, con tal forma, como un dato definitivamente incorporado a la imagen del mundo. Podía negarse su valor sin riesgo de alterar ni sus formas reales ni el sistema de relaciones humanas que entrañaba. Y la aristocracia, cuyo naturalismo se había acuñado en la lucha por la posesión de la tierra, se evadió, una vez lograda y estabilizada, hacia la nueva aventura que se le proponía. Dado el mundo, cualquier forma de espiritualidad pareció admisible, hasta esa que rechazaba la realidad sensible como hogar del pecado y proyectaba al hombre hacia la posesión del trasmundo y la deslumbrante conquista de la irrealidad. Sólo se necesitaba una concesión, una escapatoria para lo irreprimible, una justificación para lo que de indomeñable subsistía en la naturaleza humana y para las demasías que constituían una efusión vital. Las circunstancias las ofrecieron reunidas en la idea de una misión que se juzgó específica de la aristocracia terrateniente y militar: la de defender la fe contra sus enemigos de dentro y de fuera del ámbito del mundo cristiano.
Refiriéndose al desarrollo del monasticismo en los últimos años del siglo XI, escribía Guibert de Nogent, siempre buen testigo de las cosas de su tiempo: “En medio de tantos ejemplos, la nobleza se apresuraba a someterse a una pobreza voluntaria y, comparando los monasterios a los que se retiraba con las cosas que había despreciado, se aplicaba a la piadosa empresa de atraer a los demás. Así, mujeres de alto rango renunciaban a sus matrimonios con hombres ilustres y, olvidando sus tiernas afecciones maternales, llevaban a esos lugares todas sus riquezas y se entregaban enteramente a los ejercicios eclesiásticos. Aquellos que no podían abandonar del todo sus posesiones sostenían con importantes donaciones a los que habían renunciado al siglo. Colmaban las iglesias y los altares con ricas ofrendas, y así aquellos que no podían abrazar ese género de vida los protegían y protegían al mismo tiempo a quienes se consagraban a él, ayudándolos con todas sus riquezas y esforzándose por igualarse a ellos tanto como podían. ” Y luego agregaba, refiriéndose a los primeros años del siglo XI: “Pero, desde esa época de tan gran esplendor, la maldad siempre creciente de los hombres de nuestro tiempo parece haber producido continuos perjuicios. Ahora mismo, ¡oh dolor!, las ofrendas que sus padres, impulsados por un piadoso celo, habían ofrecido a los lugares santos, hoy los hijos las vuelven a tomar enteras o intentan continuamente, por repetidas demandas, rescatarlas, desconociendo de ese modo la voluntad de sus antepasados y mostrándose hijos degenerados. ” Tal fue el esquema del proceso de penetración de los ideales cristianos: consentidos y acaso admirados, suscitaban una profunda resistencia por lo que implicaban en relación con los modos de vida señoriales y con los ideales naturalistas. Fue necesario todavía un largo esfuerzo para que la caballería consiguiera imponerse como conjunto de normas, y aun entonces no logró desvanecer del todo el prestigio de la baronía y la cortesía, contra las que luchaba. Pero trabajaba a favor de la caballería el contenido aristocrático que se le introdujo, que debía servir para proveer a la aristocracia de una fundamentación sobrenatural de sus privilegios.
Como la cortesía, también la caballería podía aprenderse, y tan orgánico y preciso pareció su contenido que Raimundo Lulio aconsejaba “que se dispusiese como ciencia escrita en libros y que se enseñase como arte, al modo como se enseñan otras ciencias; y que los hijos de caballeros aprendiesen primero la ciencia de Caballería y después fuesen escuderos que anduviesen por el mundo con los caballeros”. Era una filosofía de la vida, de contenido cristiano, cuyo sentido último proclamaba el mismo Lulio cuando afirmaba que “oficio de caballero es mantener la santa fe católica”; pero había en el seno de esa filosofía una grave tensión interna entre la concepción religiosa y la concepción seglar de la vida. La caballería quiso ser una fórmula según la cual el mundo profano, sin dejar de ser tal, se saturara totalmente de contenidos religiosos; pero la fórmula no fue hallada sino a costa de hibridar tanto la concepción de lo religioso como de lo seglar.
Cuando la caballería quiso extremar sus términos, desembocó en una concepción monacal de la vida seglar que la tornó inadecuada a la realidad, y que cristalizó en una doctrina de la perfección espiritual que no podía satisfacer sino a reducidísimos sectores de la aristocracia. Fue esa tendencia la que condujo a la formación de las órdenes militares, que debían estar compuestas –como decía Guillermo de Tiro refiriéndose a la orden de los Caballeros del Templo– por “nobles caballeros, hombres dedicados a Dios y animados de sentimientos religiosos, que se consagraron al servicio de Dios e hicieron profesión entre las manos del Patriarca de vivir siempre, como los canónigos regulares, en la castidad, la obediencia y la pobreza”.
Como modo de vida, implicaba, pues, sustraerse al sistema de relaciones vigentes, cosa grave si, como decía Raimundo Lulio, era oficio de caballero ejercer la autoridad pública. Pero en una sociedad que parecía firmemente ordenada y en la que los grupos dominantes parecían no temer los movimientos de las clases subordinadas, la Iglesia creyó que podía aspirar –tras varios siglos de infructuoso esfuerzo por imponer sus ideales a la aristocracia terrateniente y militar– a la constitución de un grupo de alta perfección espiritual dentro del conjunto de la aristocracia, a la que juzgaba bárbara en cuanto conservaba inequívocamente las tendencias naturalistas de la concepción baronial, y pervertida en cuanto se inclinaba al naturalismo de la concepción cortés. Sólo de esa manera creyó que pudiera llegar profundamente –más allá de la adhesión formal– al espíritu de la aristocracia, imponiendo sus principios morales y las normas de convivencia que emanaban de esos principios, y alcanzar de ese modo su aspiración suprema de dotar de sentido cristiano al orden feudal.
El espejo de esa aristocracia espiritual, que debía obrar como levadura en el seno de la aristocracia terrateniente y militar para arrancarla de su adhesión a la realidad sensible y al naturalismo, fue la “nueva milicia”, como definió a las órdenes militares San Bernardo a principios del siglo XII. “Un nuevo género de milicia ha nacido, según se dice, sobre la tierra –escribía lleno de entusiasmo en su tratado sobre los Caballeros del Templo. Es una milicia de nuevo género, desconocida en los siglos pasados, destinada a librar sin descanso un doble combate, contra la carne y la sangre, y contra los espíritus de maldad que flotan por los aires. No es tan raro ver hombres que combaten a un enemigo corporal con las solas fuerzas del cuerpo como para que yo me asombre; y tampoco es cosa extraordinaria –aunque sí digna de elogio– que se haga la guerra al vicio y al demonio con las solas fuerzas del alma, porque el mundo está lleno de monjes que libran ese combate. Pero lo que para mí es tan admirable como evidentemente raro es ver las dos cosas reunidas, ver a un mismo hombre ceñir con coraje a un mismo tiempo la doble espada y el doble tahalí. El soldado que reviste al mismo tiempo su alma con la coraza de la fe y su cuerpo con la coraza de hierro, no puede sino ser intrépido y sentirse seguro, porque bajo su doble armadura no teme ni al hombre ni al diablo. Lejos de temer la muerte, la desea. ¿Qué puede temer, tanto si vive como si muere, puesto que sólo Jesucristo es su vida y su muerte le es provechosa?”
La “nueva milicia” exigía, sin duda, una decisión total de apartarse del mundo profano; por eso no pudo triunfar como modo de vida unánime para una aristocracia que sólo quería pensar en el trasmundo a partir de su posición privilegiada en el mundo. Aun los elegidos fracasaron una y otra vez porque la realidad sensible renovaba sus atractivos y recobraba su ascendiente sobre los espíritus. Pero llegó a alcanzar la categoría de paradigma, y se proyectó en una versión menos extremada de la caballería que definió sus términos buscando una adecuación con las formas reales de la vida social, sin declinar por eso su orientación fundamental. Una misión en la tierra fue lo que ofreció la caballería a las nuevas generaciones de la aristocracia, en relación con los fines trascendentales que juzgaba propios de la esencia espiritual del hombre.
Bajo esta forma, la caballería pudo poco a poco introducirse en el espíritu de la aristocracia terrateniente y militar. Quien sólo se sentía realizado en la hazaña, podía adscribirla al designio supremo de defender la fe y desde ese momento se sentía justificado él mismo y justificada su posición de privilegio en el orden social que sus antecesores habían construido con la espada. Quedaba justificado el seglar y el clérigo, si, adherido a la vocación de la clase a que pertenecía, consideraba compatible con el sistema de sus normas el ejercicio de las armas. Así se sintió justificado el obispo don Jerónimo –según el Poema del Cid–, que “no podía echar la cuenta de los moros que ha matado”; o el obispo Turpín –según la Canción de Rolando–, “que hizo con su cuerpo tales proezas como no las hiciera ningún tonsurado que haya cantado misa”; o el obispo Leofgar –según la Crónica anglosajona– que “abandonó su crisma y su crucifijo, sus armas espirituales, y tomó la lanza y la espada”. El barón, bajo la especie de caballero cristiano, arriesgaba su muerte no sólo con la alegría que era propia del héroe sino también con la confianza que le proporcionaba su fe en el cumplimiento de la promesa de que la muerte en servicio de Dios entrañaba la bienaventuranza eterna. Era, en términos cristianos, lo que el Walhalla ofrecía al guerrero germánico. “En el Paraíso tendrán su sitio”, decía el papa al conde Guillermo Fierebrace en el poema del Couronnement de Louis, glosando lo que el cronista Foulcher de Chartres hacía decir a urbano II en el Concilio de Clermont. La vieja concepción baronial había cambiado de signo y, con infinita variedad de matices, transmutaba el sentido de la hazaña heroica desdeñando la intención lúcida de la cortesía y asignándole un vigoroso sentido misional.
Para la caballería, la idea de la vida quedó afincada en el cumplimiento de la misión de defender la fe cristiana, que era no sólo una creencia sino también la esencia misma de una cultura. Esa misión pareció confiada por Dios a la aristocracia, cuyas armas se ennoblecían defendiendo y extendiendo los límites del área de esa cultura, que, en teoría, se confundía con el mundo dada su esencia universal. Por esta vía se afirmó el principio de que la fe cristiana se identificaba totalmente con el orden social vigente. El recuerdo del proceso histórico por el cual ese orden se había constituido se desvaneció poco a poco, o al menos perdió significación, a pesar de la elocuencia de los hechos, cuyo recuerdo conservaba la leyenda y la crónica. La situación real dejó de considerarse histórica para ser afirmada como temporal y fundada en un orden sobrenatural. Así, la aristocracia terrateniente y militar, a la que había bastado como justificación el simple derecho de conquista, se vio también justificada por su misión trascendental.
Como forma de mentalidad y de vida y como sistema de ideales, la caballería impregnó el orden feudal e hizo de él el orden cristiano por excelencia. La ilusión de la estabilidad social y cultural fue la consecuencia de un juicio en el que se mezcló una opinión sobre los procesos históricos y una ideología, juicio del que se hizo portavoz la aristocracia consustanciada con los principios de la caballería. La adecuación final entre realidad e irrealidad en una teoría de la vida señorial proporcionó la arquitectura para un orden cuya culminación se logró sólo, empero, en el instante en que comenzaban a advertirse los signos de la aparición de nuevas fuerzas que no podían tener cabida en él.
II. LAS FORMAS DE LA MENTALIDAD RELIGIOSA
1. Vida activa y vida contemplativa
Como forma de vida señorial, la caballería señalaba una duplicidad en los fines del hombre. En cuanto acción lo arrastraba hacia la profanidad y lo tentaba con la concupiscencia y la vanidad; en cuanto misión, dirigía su espíritu hacia lo sagrado y lo ponía en el camino de la salvación.
En verdad, la aristocracia terrateniente y militar mantuvo su firme convicción de que sus fines primordiales eran profanos y de que las virtudes baroniales eran superiores a todas las otras. Si el barón no era un valiente y temible guerrero –decía el poeta de la Canción de Rolando–, entonces “no vale cuatro dineros y más bien debe ser monje en cualquier monasterio y rezará todo el día por nuestros pecados”. Pero por encima de esa convicción radical se sobrepuso poco a poco una idea transaccional de los valores sociales, particularmente a medida que la Iglesia fue feudalizándose. Sin duda no llegó a desterrar aquella convicción, pero adquirió fuerza suficiente como para transformarse en una convención admitida. Consistía en suponer que el eclesiástico poseía tanta o más nobleza que el barón. El obispo Adalberón, en el poema en el que fingía dialogar con el rey Roberto, sostenía a principios del siglo XI que el sacerdocio constituía una clase separada de la sociedad, cuyos miembros no podían mancharse con ninguna “tarea vil y mundana” y estaban por encima de todos los hombres, cualquiera fuera su rango. Esta superioridad carismática se proyectó hacia los valores sociales en una fórmula conciliatoria, en virtud de la cual debía considerarse que equivalían en nobleza el oficio del clérigo y el del caballero.
Pero la nobleza y la dignidad eran cosas que sólo importaban al mundo. Si los eclesiásticos tenían, seguramente, la preocupación de que se reconociera su dignidad mundana, también tenían aquellos en quienes más vivamente ardía la llama de la fe la preocupación de exaltar, frente a las formas de vida señoriales, las formas de vida espiritual dirigidas no hacia el mundo sino hacia Dios. Más allá de toda transacción, la suprema dignidad de la vida espiritual sólo podía sostenerse afirmando la superioridad de la vida contemplativa sobre la vida activa.
La vieja antinomia cristiana, referida siempre a la opción entre Raquel y Lía o entre María y Marta, reaparecía una y otra vez en los espíritus ascéticos confrontando los fines que entrañaba cada uno de sus términos. La vida señorial era, sin duda, vida activa, y acaso merecía por eso los reproches de los espíritus ascéticos. Pero no toda la vida espiritual era vida contemplativa. Y esta circunstancia diversificaba las vocaciones y las actitudes.
Para quien pretendía apartarse de la inanis gloria, peligrosa ocasión de pecado, y dirigir su existencia a Dios, su verdadero fin, el camino era elegir la vida espiritual cuyo hogar era la Iglesia. La vida del mundo, acicateada por el afán de goces y por el halago de las vanidades, no constituía el camino de la salvación. “Considera –decía San Buenaventura en el Soliloquio– cuán inestable es la opulencia del mundo, cuán mudable su excelencia, cuán falsa y miserable su gloria. ” Y recordaba las palabras de San Bernardo con las que condenaba las riquezas, los honores y la gloria. Era un viejo tema, al que San Pedro Damián había infundido nuevo vigor cuando aconsejaba combatir “no por el campo o por la ciudad, no por los hijos o las mujeres, sino por vuestra alma”, en un mundo obsedido por la posesión. El camino de salvación sólo parecía hallarse en la vida espiritual; pero aun dentro de él debía el cristiano elegir su sendero.
El cristiano debía elegir entre lo sagrado y lo profano, entre el goce terrenal o la salvación eterna. El hombre vulgar creía que podía servir a dos señores, y que le era dado alcanzar la remisión de sus pecados aun cuando dedicara su existencia a la acción mundana. Pero los espíritus ascéticos le reprochaban su doblez, en términos tan encendidos como los que usaba San Bernardo para dirigirse a Suger, refiriéndose tanto a su corresponsal como a Étienne de Garlande, en el que condenaba el ejercicio simultáneo de los deberes eclesiásticos y las obligaciones cortesanas y militares. Sólo en la vida espiritual estaba la salvación y quien quisiera alcanzarla debía elegir su propia vía.
Dos géneros de vida espiritual se ofrecían al que quería salvar su alma: “uno es más útil y el otro es más dulce”, decía San Bernardo. El más útil era el de la vida activa; el más dulce el de la vida contemplativa; “mejor esta última”, comentaba Santo Tomás, “pero necesaria la primera; porque en la contemplación sólo hay amor a Dios” –había dicho Ivo de Chartres– y en la acción hay, además, amor al prójimo. El cristianismo que perseguía su salvación debía, pues, elegir entre limitarse a alcanzar la suya propia o combatir, para ayudar a los demás a que lograsen la suya.
La opción fue, en el fondo, vocacional, pero respondió seguramente muchas veces a una concepción radical del mundo. La vida contemplativa y el abandono del siglo pareció la forma de vida espiritual más adecuada a aquel a quien el horror del mundo llegó a persuadirlo de que era estéril la lucha contra el mal: la vida entera y el pleno esfuerzo de cada conciencia apenas podían bastar para dominar la tentación y el pecado. Así se difundió la actitud monástica, nacida del contemptu mundi. Pero aquel que confió en la posibilidad de redimir al prójimo y que alentó la esperanza del triunfo de la fe, creyó que su lugar estaba en el mundo para afrontar la batalla donde el enemigo obraba como en su propio dominio. La vida activa pareció a sus ojos la forma más justa de vida espiritual, y unas veces se inclinó por el simple ejercicio del sacerdocio y el gobierno de la Iglesia, y otras por la indagación de las secretas razones de la fe, para poder instruir a los que no alcanzaban la gracia por el camino de la razón.
Así adoptó la vida espiritual sus diversas formas, acogiendo a quienes buscaban más su salvación que los halagos del mundo. Y en estas formas se canalizó una tendencia que contrastaba con la que inspiraba las formas de la vida señorial, sin que pudieran ignorarse unas y otras, por su recíproca influencia.
2. “Militia Christi”
Ciertamente, no todos los que adoptaban las formas de la vida religiosa vivían ajustados a los que debían ser sus contenidos profundos. La Iglesia estuvo llena de malos clérigos, de malos obispos, de malos teólogos y de malos monjes. Pero fueron muchos los que aceptaron, llenos de sinceridad y de fe, los principios de la vida espiritual, y ellos fueron los que mantuvieron esa actitud viva, como una promesa siempre renovada y siempre atractiva para los espíritus inquietos.
Menos decididos, pero no necesariamente menos fervorosos, los simples fieles trataban de purificar su existencia cotidiana mediante la fe, la observancia y las buenas obras. Pero no era el de ellos un destino monitor. Sólo el de quien entregaba auténtica y vehementemente su vida a la causa de la fe –cualquiera fuera la vía– llegaba a ser un destino ejemplar, en la medida en que conducía hasta sus últimas consecuencias un anhelo difuso en los espíritus vulgares y apenas satisfecho con la fe ingenua o el cumplimiento formal del rito.
Destino ejemplar era el del clérigo, el del sacerdote secular que ejercía la cura de almas. Su ministerio lo situaba en posición privilegiada, cualquiera fuera su nacimiento y su condición, que el consenso público le reconocía. Unas veces, según el grado de las ambiciones, la simple condición de clérigo parecía insignificante, lo que indignaba a San Bernardo. Pero el ministerio público, aun si se cumplía en reducido ámbito, ofrecía satisfacción para las hondas vocaciones espirituales; y sin duda también halagos no menos profundos, puesto que, en el seno del mundo profano, el sacerdote percibía el reconocimiento general de que pertenecía al orden de lo sagrado.
Tal era la situación propia de quien pertenecía al estado religioso, que ponía a quien recibía las órdenes en el camino de la perfección. La propia vocación y el consenso público coadyuvaban a exaltar el valor de la posesión del poder carismático, en virtud del cual podía el sacerdote obrar sobre las almas a través de la administración de los sacramentos. Quien los administraba poseía no sólo un inmenso ascendiente y una inconmensurable fuerza, sino también una tremenda fuerza interior, que satisfacía la vocación espiritual. Ivo, obispo de Chartres, describía con vehemencia la condición sacerdotal en su carta a Leudon. “Lo mismo que el fuego divino –decía– consumía de una manera visible y transformaba por sí los holocaustos figurativos ofrecidos siempre por sacerdotes legítimos, y no sólo rechazaba las víctimas de los usurpadores sino que condenaba a éstos terriblemente, del mismo modo la virtud divina consagra de una manera invisible los sacramentos de nuestro tiempo que son administrados por los sacerdotes legítimos y los transforma en la realidad del cuerpo y de la sangre de Cristo. ” Y agregaba que nadie “debe ser admitido a las bendiciones místicas y a las plegarias por las que se cumple esta consagración si antes no ha sido consagrado en el orden sacerdotal y rodeado de todos los ornamentos y ministerios convenientes”. Constituía, sin duda, una experiencia profunda sentirse instrumento de la omnipotencia divina, acaso excepcionalmente revelada por el milagro; y hallar respuesta a los designios íntimos dentro de un tipo de existencia plena y enaltecida por el más alto prestigio de la comunidad.
El clérigo poseía, ciertamente, una posición de excepción en el seno de su parroquia y dentro del área de su influencia. Vivía del altar –según el precepto paulino– y dedicaba su vida a servirlo, esto es, a servir a los fines últimos y trascendentales de la existencia, más allá de la contingencia de cada día, en constante frecuentación de la palabra revelada. Pero, aunque le era lícito y necesario entrar en sí mismo para meditar, su misión estaba en el mundo, a cuya milicia pertenecía. No sólo tenía que asistir a sus semejantes administrándoles los sacramentos sino, sobre todo, vigilando el mundo del pecado y ocupando sus horas en el cuidado de las almas.
Esto era lo que caracterizaba a la militia Christi; un vivo amor al prójimo incitaba al hombre de vocación espiritual a sustraerse a sí mismo para volcar su existencia hacia la acción en beneficio de sus semejantes. El amor de sí mismo parecía egoísmo a quien se sentía inflamado por el amor de Dios y veía traducirse ese sentimiento en amor hacia sus criaturas. “No prefiramos nuestro reposo a los asuntos del siglo; cumplamos el ministerio que debemos a la Iglesia alumbradora”, decía Ivo de Chartres. En el siglo estaban la tentación y el pecado, amenazando las almas. Constituía un acto supremo de caridad abandonar la propia edificación para volcarse hacia los demás tratando de encaminarlos hacia la salvación.
El sacerdote tenía dos maneras fundamentales de acción directa: una colectiva dirigida a su feligresía como conjunto, y otra singular, dirigida a cada uno de sus componentes. La primera se cumplía a través de la predicación. Llena de posibles halagos personales, la predicación era también la prueba más alta de la influencia del sacerdote. En su parroquia o fuera de ella, el predicador se esforzaba simultáneamente por enseñar la letra y por infundir el espíritu de la doctrina. Según las vocaciones podía buscarse más intensamente una cosa que otra, pero más generalmente procuraba el predicador suscitar un estado emocional. Un auditorio sencillo y casi siempre iletrado le permitía sin duda apelar a toda suerte de recursos; pero el mejor de todos era que el propio predicador se inflamara de emoción y se sintiera partícipe del sentimiento que él mismo iba suscitando. “Si, sin embargo, quieres tener una voz tonante al predicar y que sea eficaz para tus plegarias –aconsejaba San Pedro Damián–, haz que el amor divino te encienda en cada instante y procura que la torpeza del frío no torne ronca tu voz; porque la plegaria y la prédica de un alma fría no es escuchada y llega a los oídos como una voz enronquecida. ” Acto trascendente, el sermón establecía la comunicación entre el predicador y sus oyentes dentro del ámbito sagrado y constituía la ocasión suprema de expresar una vocación espiritual. En el seno de la comunidad, “el predicador de la palabra de Dios” se individualizaba, y, por un momento al menos, se tornaba, como decía el compilador de los dichos de Egidio, “bandera, cirio y espejo del pueblo”. Y agregaba: “¡Feliz aquel hombre que de tal modo guía a los otros por el camino de la salvación, y que no deja de andar por ese mismo camino!” Esa felicidad era el premio interior por las fatigas de la militia Christi.
La segunda forma de acción se cumplía a través de la catequesis o a través de la caridad. El clérigo que hacía del catecúmeno un fiel creyente había sumado una más a sus buenas obras, y percibía que había logrado, poco a poco, dirigir un alma hacia el camino de su salvación. Pero en el contacto personal, el sacerdote podía hacer una experiencia aún más profunda por el ejercicio de la caridad. No sólo el pecado amenazaba al hombre en el mundo: también la desesperación. Contra el pecado, el sacerdote contaba con la amenaza del castigo, pero contaba también con el consejo y con el ejemplo. Consejo y ejemplo eran frutos de la caridad; y para aquel a quien amenazaba la desesperación, la caridad del sacerdote podía volcarse bajo la forma de consejo y de estímulo moral. Confesor y consejero, el sacerdote cobraba inmenso ascendiente, pero realizaba también su propia individualidad, trascendiendo en la comunicación con sus semejantes. Acaso no lograra satisfacción espiritual el sacerdote que sólo veía en su función una rutina, un trabajo que justificara la renta que le proporcionaba su parroquia. Eran, al fin, trabajos. “¿Reclamaréis un salario cuando no habéis hecho nada? –decía San Bernardo a unos monjes. Bautizad los niños, enterrad los muertos, visitad los enfermos, casad los esposos, catequizad a los ignorantes, reprended a los pecadores, excomunicad a los rebeldes, absolved a los arrepentidos y reconciliad a los penitentes. ” Tales eran los deberes del párroco, y podían ser considerados como rudos y difíciles trabajos si sólo se cumplían rutinariamente. Pero para el sacerdote de vocación espiritual que se sentía poseedor del poder carismático, que conocía el intenso trance de la comunicación emocional a través de la predicación, y que estaba movido a la caridad por el intenso amor al prójimo, esos deberes eran la ocasión concreta y real de emprender la lucha contra el pecado y en favor de la fe. Eran las formas concretas que tomaba la militia Christi.
Más allá de la acción inmediata del sacerdote cuya existencia transcurría en contacto directo con sus fieles, los prelados ejercitaban su milicia como pastores de almas, vigilando no sólo a sus ovejas, sino también a los sacerdotes que cumplían su ministerio dentro de su diócesis. Dentro de la vida religiosa, el obispado era la expresión más alta de la vida activa, puesto que era al mismo tiempo actividad espiritual sobre las almas y actividad terrenal en el gobierno, la defensa y la orientación de la Iglesia en el mundo. Dos vocaciones sabiamente combinadas debían coincidir en quien quisiera ejercer rectamente la prelacía, puesto que tenía que atender al mismo tiempo a la edificación de los fieles y a la administración de una institución que de hecho compartía el gobierno del mundo.
Obispo podía ser cualquiera a quien el azar de las circunstancias confiriera tal dignidad. Pero el buen obispo, aquel que cumplía en esa misión una vocación profunda de militancia, era solamente el que poseía la capacidad de regir a los demás para mantenerlos dentro de los principios de la virtud y de la fe; una capacidad poco frecuente, decía San Bernardo, pero que revelaba una mayor perfección que la de los que solamente podían mantenerse dentro de ellos a favor de la vigilancia ajena, y que tenía su premio, pues “aquellos que conducen sabiamente a sus hermanos reciben los efectos de la promesa del Señor y se ven establecidos sobre todos sus bienes”. Y tan poco frecuente era esa capacidad que, elevado a la prelacía, un buen monje podía llegar a ser un mal obispo, como se complacía en destacarlo Giraldo de Gales hablando de Baldwin, arzobispo de Canterbury.
Si el obispo era un espíritu religioso que había preferido la Iglesia al mundo, llegado a la prelacía tenía que decidirse a actuar en este último dentro de sus propias normas. Era misión suya “hacer observar a sus súbditos las instituciones eclesiásticas y traer al orden debido, por una paternal severidad, a aquellos que se separan de él”; defender la jerarquía eclesiástica, aun contra los mismos dignatarios de la Iglesia, porque es pernicioso “disponer los miembros de Jesucristo de manera distinta a como lo ha hecho él mismo”; y oponerse a la intromisión del Estado “en lo que se relacionara con el honor de Dios”, según las palabras de Tomás Becket, el irreductible defensor de los derechos de la Iglesia frente al rey de Inglaterra.
Era, pues, el del obispo un puesto de combate contra los enemigos de la fe y de la Iglesia. Pero era también un puesto de vigilancia de los fieles siempre en peligro de ceder a las tentaciones, de claudicar frente a las obligaciones de la observancia, y algunas veces de inclinarse a la heterodoxia o a la herejía. El religioso de vocación militante podía, como prelado, dedicar la existencia a la infatigable protección de sus ovejas. Mal obispo era el que aceptaba la mitra y no se radicaba en su diócesis; el buen obispo tenía que “residir en medio de la congregación que le es confiada” y ejercer allí su ministerio y su autoridad, porque la cátedra “es un puesto de observación” –decía San Bernardo– desde el que el obispo debe pasear la vista sobre lo que le rodea. Desde él debe ejercer la autoridad, pero tratando más de hacerse amar que de hacerse temer y de parecer “padre de sus hermanos, no señor”. Sólo cuando la desobediencia contumaz de los fieles ponía en peligro la salud de la Iglesia cabía apelar a “la vara de hierro para romper los vasos de barro”.
Pero los espíritus religiosos se inquietaban ante la idea de que la dignidad pastoral fuera confundida con la dominación que era propia de la potestad civil. San Bernardo clamaba vehementemente en el tratado Sobre la consideración contra el equívoco. La prelacía entrañaba eminentemente deberes, puesto que era un apostolado: nada más pernicioso que confundirla con un señorío. Y puesto que era un apostolado, sólo el cuidado de las almas debía preocupar al obispo celoso de su militancia terrena, sin confundir ésta con el cuidado de los bienes o de los intereses materiales.
Una celosa dedicación al cuidado de almas satisfacía plenamente la vocación militante de quien quería servir al prójimo por amor a Dios, y aceptaba ser “el más pequeño de todos”. Ciertamente, tal misión requería la posesión de las más altas virtudes propias del sacerdocio; pero exigía, además, otras peculiares y propias de la prelacía. Prudencia y benevolencia, decía San Bernardo; prudencia y discernimiento, aconsejaba el papa urbano II; y resumiendo una vasta tradición, enunciaba San Buenaventura las virtudes fundamentales de la prelacía en su tratado Sobre las seis alas del serafín: el celo de la observancia, la compasión, la paciencia, la ejemplaridad de vida, la prudente discreción, y la devoción con Dios.
Munido de tales virtudes, el espíritu religioso y militante podía cumplir su vocación en beneficio de aquellos que se ponían bajo su guarda, gobernando sus almas y procurando su edificación. También el obispo tenía la función eminente de predicar, de “difundir la simiente de la palabra con la gracia divina”; su cátedra no era sólo puesto de observación sino rostrum desde donde se difundía la recta interpretación del dogma. Desde ella se inflamaban los corazones, y desde ella se incitaba a la observancia con minuciosa vigilancia. Ocho canónigos dispuso el obispo Blanquerna que se dedicasen a “servir las ocho bienaventuranzas”, predicando y ejercitando la pobreza, la mansedumbre, el llanto, la aflicción, la misericordia, la limpieza, la paz y la persecución de los pecadores: así imaginaba Raimundo Lulio que cumplía el obispo su misión de custodio de almas. Y a la vez que contribuía a evitar la tibieza de la observancia, vigilaba la aparición de los signos de la heterodoxia o herejía, cuyo descubrimiento requería mucho saber y preciso discernimiento.
Ante la aparición de la herejía o ante la presencia de los infieles, los espíritus militantes debían apelar a toda su capacidad de lucha para defender la fe. La sanción religiosa obligaba al estudio de los errores y a la polémica doctrinaria. San Bernardo se dispuso a rebatir punto por punto las tesis de Abelardo en la asamblea de Sens, pero consideraba que era a los obispos a quienes correspondía “juzgar las doctrinas”. Y llegado a ese punto, el espíritu militante exigía el exterminio, apelaba a la fuerza del brazo secular y proclamaba el deber universal de combatir al disidente. Arnaud, abad de Citeaux, “iba a pie o a caballo disputando con los pérfidos heréticos, obstinados en el error”; pero cuando se convenció del grave peligro que importaba el arraigo del catarismo, aconsejó al papa la cruzada y clamó para que todos formaran en las filas de los defensores de la fe: “que quien no se cruce –dijo– no tenga más derecho a beber vino, ni a comer en manteles, ni por la mañana ni por la noche, ni a llevar sobre su cuerpo telas de cáñamo o lino, ni a ser enterrado sino como un perro”. Era la misma voz que se había escuchado cuando se decidió a luchar contra los infieles musulmanes, y que incitaba a los caballeros a ceñir “las armas bendecidas de los cristianos”. Sólo alguna vez se alzaron otras voces para aconsejar la catequesis de los equivocados. Raimundo Lulio se consideraba procurador de los cismáticos e infieles, y lloraba por su condenación. “Perdidos se van todos los días al fuego perdurable por la ignorancia que tienen de Él. Y la gloria perdurable de tu Hijo glorioso van perdiendo –decía a la Virgen el monje a quien Lulio confiaba su pensamiento– porque ninguno les predica ni enseña la verdad de la santa fe católica. ” Tal era la voz del Doctor iluminado, en quien el ideal de una vida espiritual asumió las formas más altas de la militia Christi, obstinadamente ejercitadas hasta el sacrificio y la muerte, bajo el signo de un amor universal.
Ciertamente, la incorporación a la militia Christi solía ser, en la sociedad feudal, un paso para ascender hacia el privilegio. Pero fue también el camino para el cumplimiento de una vocación espiritual que buscaba realizarse a través de la inmersión en el mundo del pecado, en la ciudad terrestre, para enfrentar allí al enemigo y arrancarle las almas de los equivocados y los tibios. En última instancia, la militia Christi sólo deseaba permanecer en el mundo para combatirlo; más aún, para negarlo. El militante tenía como misión suprema ayudar al prójimo, subyugado por la luz de “las cosas exteriores”, a despreciarlas y a dirigir su atención hacia “las cosas superiores”, según las distinguía San Buenaventura. Por esa vía lograría la militia Christi su fin último, que consistía en destruir en el espíritu del hombre la certidumbre acerca de la existencia verdadera y única de la realidad sensible, y suplantarla por otra certidumbre, nacida de la fe, según la cual la irrealidad poseía existencia más segura. Esa irrealidad sólo podían descubrirla los ojos del alma, y a través de ellos se hacía inteligible para el hombre. Era “el único bien, en el que todos los bienes están”, como decía San Anselmo; y los describía al concluir el Proslogion oponiendo los bienes celestes, verdaderos y eternos, a los bienes terrestres, ilusorios y pasajeros. Era por el triunfo de la ciudad celeste sobre la ciudad terrestre por lo que combatía la militia Christi; por el triunfo en el espíritu del hombre, cuya salvación dependía de que aún vivo se alojara en el mundo prometido a los muertos, y de que alcanzara profundidad suficiente como para percibir la irrealidad que impregnaba a la realidad sensible, distinguiendo la diversidad de valores que diferenciaba a aquélla de ésta.
3. “Cupiditas scientiae”
Guiado también por el sentimiento de la militancia, podía dirigirse aquel a quien atraía la vida espiritual hacia la conquista de la sabiduría. Poseyéndola, era posible oponer a los infieles la perfección de la fe cristiana, y a aquellos a quienes no había tocado la gracia, un convencimiento racional de las verdades enseñadas por la revelación. Estas misiones servían, en rigor, para justificar a aquellos a quienes atraía apasionadamente la vocación intelectual impulsándolos hacia la sabiduría.
El ideal del sabio piadoso podía derivarse de las más altas figuras de la Iglesia: de San Jerónimo, de San Agustín, de San Isidoro de Sevilla, de San Gregorio Magno. Todavía tenían los mismos caracteres las figuras de San Anselmo y de San Bernardo. Pero desde el siglo XI la vida espiritual atravesaba por una crisis muy profunda y de ella surgió un nuevo ideal de sabiduría cuyos rasgos se diferenciaban de los que eran característicos de la piadosa sabiduría de los Padres. San Pedro Damián lo definió como una cupiditas scientiae, como un inmoderado deseo de saber que amenazaba trascender los límites de lo que era lícito conocer al hombre.
Ciertamente, no se equivocaba. Una curiosidad general comenzaba a apoderarse de ciertos espíritus, por cuyo impulso cobraba la vida espiritual nuevos acentos. El conflicto entre el criterio de autoridad y el criterio de razón comenzaba a insinuarse, y en la polémica se recubría al primero con la fuerza de la tradición mientras se condenaba al segundo con el estigma de la peligrosa novedad. Imitando a los teólogos y prelados tradicionalistas decía Guillermo el Bretón, cronista de Felipe Augusto: “No trates, hombre, de franquear los límites que le han sido impuestos al hombre ni te consumas en la vana busca de lo que no puedes conocer. “ Pero las imprecaciones no podían detener el vigor del impulso hacia la nueva sabiduría que, efectivamente, no quería contenerse dentro de los límites del saber antiguo. En quienes se daba esa nueva cupiditas scientiae, obraba una inequívoca vocación intelectual por la que se canalizaba una nueva imagen de la vida del espíritu; y para justificar a sus ojos esa actitud servía el anhelo de conducir hacia la fe por medio de la razón a aquellos que no la alcanzaban espontáneamente. El mundo requería una nueva vía de catequesis; las ciudades se agitaban con el concurso de inusitadas muchedumbres, y parecía ingenua y anacrónica la acotación de San Pedro Damián cuando recordaba que la predicación de la nueva fe había sido confiada por Dios “a los hombres simples y a los iletrados pescadores”. Ahora era necesaria otra actitud; y quienes se sentían movidos por la vocación intelectual podían argüir que habían cambiado las condiciones de la vida espiritual.
Sin duda, la nueva sabiduría halló un lugar en el mundo durante el período feudoburgués. En la sociedad inestable suscitada por el ascenso de la burguesía el saber se transformó en un arma para los “fijos de bonos omnes que querían más valer”, como lo señalaba Gonzalo de Berceo refiriéndose a los que asistían a la “escuela de cantar e leer” de la villa de Borges. Y aquellos que en los distintos grados se sentían capaces de proporcionar enseñanza encontraron buena acogida y crecido público. La enseñanza de la filosofía se tornó profesión, modesta, sin duda, en relación con otras que permitían alcanzar la riqueza, pero suficiente como para que viviera dedicado al cultivo de su vocación quien se sentía arder en la llama del espíritu y, “no teniendo fuerzas para trabajar la tierra, se avergonzaba de mendigar”.
La vocación intelectual comenzaba a sentirse estimulada, pese a que todavía podía considerar depravada su época Giraldo de Gales por la escasa atención que se prestaba a los estudios. El clérigo galés –que de modo tan personal hablaba de su labor literaria– declaraba que, desde su infancia, había sentido un intenso amor por los estudios, con palabras semejantes a las que poco antes escribía Juan de Salisbury a Tomás Becket para exaltar su devoción por las letras. En la poesía antigua se recreaban uno y otro, y a imitarla se dedicaban Guibert de Nogent o Abelardo antes de inclinarse a los estudios teológicos o filosóficos, pese a las imprecaciones de quienes veían en ello una amenaza para la fe. Pero fueron la teología y la filosofía las disciplinas que más atrajeron la atención de las vocaciones intelectuales, acaso por lo que ocultaban de intención polémica y de afirmación de una actitud espiritual militante. Quizá influyera también en el desarrollo de la vocación filosófica el creciente individualismo que acompañaba al despertar de la nueva sabiduría. El individualismo impregnaba la correspondencia de Juan de Salisbury, llena de alardes de sutil ingenio, y se afirmaba en la sentencia de Giraldo de Gales, según la cual “más honorable es producir obras dignas de ser citadas que citar las obras de los otros”. Era un sentimiento vehemente de la superioridad individual que se apoderaba de quien comprobaba en el razonamiento o en la polémica el desusado vuelo de la inteligencia; Abelardo, que confesaba haber pensado de sí mismo que era “el único filósofo sobre la tierra”, aconsejaba a cada uno que tuviera su propia fuente para poder interpretar por sí mismo el sentido de la Escritura; “tenéis en vosotros –agregaba– un fondo de agua viva, una fuente inagotable, una corriente de inteligencia y de razón: no la dejéis colmar por la tierra y las piedras. Cavad vuestro terreno con mano firme, limpiadlo, es decir, cultivad vuestro espíritu, apartad de él la molicie y la torpeza. Escuchad lo que dice la Sagrada Escritura: ‘excitad vuestro ojo y saldrá de él la inteligencia’. Purificad vuestro espíritu, a fin de llegar a beber el agua de vuestra fuente, a sacar el agua viva de vuestro pozo”.
El individualismo de la nueva sabiduría provenía, en última instancia, de una nueva fe en la inteligencia y la razón. La inteligencia pareció un enemigo a aquellos que se aferraban al criterio de autoridad y al principio del tradicionalismo. La juzgaban limitada y débil; pero quienes se sentían atraídos por la nueva sabiduría confiaban plenamente en ella. Roscelino poseía una facundia –infecunda, decía Ivo de Chartres– “armada de razonamientos humanos”; Gilberto de la Porrée, “en virtud de su intelecto excepcionalmente sutil y del agudo poder de su razón estaba acostumbrado a decir muchas cosas más allá de lo que es usual entre los hombres”, decía Otón de Freisinga, y Abelardo, cuyos enemigos coincidían en admitir su soberbia intelectual, declaraba presuntuosamente que “tenía la costumbre de confiar en su inteligencia”.
Esa confianza en la inteligencia comenzaba a no reconocer límites. Quienes se sentían en poder de tan maravilloso instrumento comenzaron a ejercitarse en el apasionante juego de utilizarlo para someter a su análisis cuanto recibían de la tradición y cuanto llegaba a su espíritu sostenido por el criterio de autoridad. El riesgo práctico era grande, y en ocasiones era menester la retractación, formal, al menos. Pero el sutil encanto del ejercicio de la inteligencia analítica movía a la aventura, sobre todo porque la atmósfera social de las ciudades estimulaba la desafiante actitud de los nuevos descubridores de la razón. La fama seducía a quienes tentaba esa nueva forma de vida espiritual, y cundía entre un público de élite, al que la elocuencia o el sutil ingenio atraía, y al que solía halagarse con el giro adecuado a la nueva sensibilidad predominante. Otón de Freisinga señalaba que Abelardo poseía gran ingenio no sólo para plantear cuestiones filosóficas, sino también para suscitar “entretenimientos sociales y pasatiempos”. Una corriente de esnobismo parecía difundirse entre las clases cultas, y un público numeroso –según testimonio de amigos y enemigos– escuchaba a los profetas de la nueva sabiduría y leía sus libros con un apasionado interés que alarmaba a los tradicionalistas y revelaba una crisis de la sensibilidad intelectual.
Acaso lo más atractivo de la nueva sabiduría fuera la arriesgada incursión en el terreno de los razonamientos lógicos, desafiando las limitaciones impuestas a la inteligencia por el criterio de autoridad. El desafío alcanzaba menos trascendencia si se realizaba dentro de los límites del conocimiento de la naturaleza. Adelardo de Bath cotejaba fuentes judeocristianas con fuentes árabes y aprendía a adoptar una actitud crítica; sus maestros árabes le enseñaban bajo la dirección de la razón, decía; y agregaba que el principio de autoridad es como un cabestro por el cual se conduce al hombre como si fuera un bruto irracional. Esta queja “contra los escritores del pasado” y contra los que no pretenden “un juicio racional, sino que confían simplemente en la mención de un viejo título”, se relacionaba con sus observaciones –y las de Guillermo de Conches– sobre los prejuicios que se oponían a la nueva actitud intelectual. Uno y otro se atrevían a disentir con el texto escriturario para explicar los fenómenos naturales; era arriesgado, sin duda, pero más lo era afrontar los problemas teológicos mismos y someterlos al mismo tipo de examen crítico. Eso fue, sin embargo, lo que emprendieron los filósofos y teólogos de la nueva sabiduría, Abelardo con más audacia que ninguno, sin duda.
San Bernardo puntualizó cuidadosamente los caracteres de la nueva actitud del temerarius scrutator, más peligrosa para él, sin duda, que sus afirmaciones mismas. Le reprochó que arriesgara opiniones sobre los problemas fundamentales de la fe “como si fuera posible que cada uno piense y diga lo que buenamente le parezca, como si los misterios de nuestra fe dependieran del capricho del espíritu humano”. Le reprochó que osara disentir con los Padres y exponer un pensamiento original que, además, era presentado explícitamente como original; “Abelardo comienza por exponer el sentimiento unánime de los Padres sobre ese punto –escribía al papa– pero sólo para rechazarlo en seguida, jactándose de tener uno mejor. ” Y le enrostró que no refiriera sus opiniones a ninguna autoridad: “Eso que dices lo sacas de ti mismo y no lo obtuviste de nadie. ”
Ya antes, enfrentando esta nueva actitud intelectual, San Anselmo había declarado polémicamente que no intentaba penetrar la profundidad de Dios, “porque de ningún modo comparo a ella mi inteligencia”. Pero aquellos a quienes se refería persistieron en su posición, seguros de la licitud de la nueva mentalidad. Abelardo alegaba en su favor que eran sus discípulos los que requerían otro tratamiento de los problemas, distinto del tradicional: “Compuse –escribía– un tratado sobre la unidad y la trinidad divina para uso de mis discípulos que pedían sobre este asunto razonamientos humanos y filosóficos y a los cuales les eran más necesarias las demostraciones que los discursos. Decían ellos, en efecto, que no tenían necesidad de vanas palabras; que no se puede creer nada más que lo que se comprende, y que es ridículo predicar a los otros lo que uno mismo no comprende mejor que aquellos a quienes se dirige. ” Abelardo insistiría en esta idea, porque la ventaja de la demostración para la catequesis constituía una sólida justificación de su actitud intelectual.
Sin duda, una justificación parecía necesaria frente a la vigorosa afirmación de la superioridad de la fe simple. Quien se sentía movido por la cupiditas scientiae partía de una vocación intelectual y experimentaba lo que Raimundo Lulio definiría como “el placer que el hombre tiene en entender”. Era “el mayor placer que la inteligencia del hombre puede tener”, y el mayor de todos era “entender la obra de Dios”. La inteligencia se justificaba a sí misma. “El entendimiento –agregaba Lulio–, cuando es bien ordenado y sigue el fin para que es creado, tiene placer en entender el pecado y la falsedad por tres cosas: la primera, porque en el pecado y la falsedad conoce que no hay ninguna similitud ni obra de Dios; la segunda, porque, cuando entiende el pecado y la falsedad, la voluntad se inclina a aborrecerlos, y la tercera, porque, entendiéndolos, engendra su semejanza, esto es, entender, en cuya semejanza o similitud tiene el entendimiento placer, aunque en el pecado ni en la falsedad no haya ninguna semejanza de Dios. ” La inteligencia buscaba su justificación en el fin para el que había sido creada y descubría la licitud de su ejercicio en su coincidencia final con la revelación. Pero, además, se justificaba por el servicio que podía prestar. Lulio afirmaba que la fe podía probarse, porque si así no fuera, “no pudiera Dios culpar a los cristianos si no la demostrasen a los infieles, los cuales se podrían quejar justamente de Dios si no permitiera que la mayor verdad se probase, para que el entendimiento ayude a amar la Santa Trinidad, la Encarnación y otros artículos; y entendiéndolos pueda el hombre resistir mejor a la falsedad”.
Esta justificación podía ser válida y acaso ser sincera. Pero San Bernardo no se equivocaba demasiado cuando avizoraba las últimas y necesarias consecuencias de la nueva actitud intelectual de quienes confiaban en la inteligencia y se regocijaban en su ejercicio. “Se desprecia la fe de los simples y se aspira a penetrar los secretos de Dios”, decía; y agregaba: “He aquí que la inteligencia humana quiere extenderse sobre todo y no deja nada a la fe. “ Ciertamente, la nueva sabiduría, tanto la que razonaba sobre los misterios de la fe como la que examinaba y explicaba la naturaleza, se prometía alcanzar una comprensión del misterio; era el misterio mismo lo que veía en peligro el celador de la fe tradicional. Adelardo de Bath y Guillermo de Conches, como los demás observadores de la naturaleza –Alejandro Neckam, Tomás de Cantimpré, Bartolomé de Inglaterra, Roberto Grosseteste–, los primeros más críticos, los segundos más ingenuos, respondían a su vocación intelectual escrutando la “naturaleza de las cosas” y describiendo su aspecto, al tiempo que trataban de explicar los enigmas y de desentrañar las causas ocultas de los fenómenos. La confrontación de la realidad natural con los datos escriturarios suscitaba una actitud crítica que sobrepasaba, sin duda, la intención. Pero la más ligera discusión del valor exacto del dato escriturario abría un camino cuyos peligros adivinaba el celador de la fe tradicional. Más grave aún era el intento de comprender racionalmente los enigmas teológicos. San Bernardo requería la simple aceptación del misterio como tal y denunciaba con penetrante clarividencia los caracteres de la nueva actitud intelectual, que él personificaba en Abelardo: “No es ya el hombre que contempla las cosas como en un espejo y en enigma, sino un hombre lleno de vanidad y henchido de orgullo que las mira cara a cara. ”
Tal era el signo de esa nueva forma que adoptaba la vida espiritual. El goce que proporcionaba el ejercicio de la inteligencia conducía al espíritu hacia la comprensión del misterio y ofrecía la posibilidad de descorrer el velo que ocultaba la irrealidad. Una vez alcanzada, el desprecio del mundo, la subestimación de la realidad sensible, la subordinación de la ciudad terrestre, todo lo que la teología y la mística aspiraban a perpetuar en el espíritu del hombre, debía someterse a nuevo examen. La cupiditas scientiae movía a los espíritus militantes a combatir por la perfección espiritual del mundo estimulando el ejercicio de la inteligencia, porque se nutría del convencimiento de que era necesario comprender para creer.
4. “Contemptu mundi”
Enfrentados con el mundo, aquellos que llegaron al convencimiento de que era más importante salvar la propia alma que intentar conducirla hacia su imposible perfección, buscaron en la huida de sus horrores y sus tentaciones la posibilidad de alcanzar a Dios. La vocación ascética encontró en la soledad la atmósfera propicia para alcanzar el más alto ideal de la espiritualidad, y en el abandono del mundo la única esperanza de evitar el pecado.
“Bien sabéis que no se puede servir al mismo tiempo a dos señores y que ‘quien quiere ser amigo de este mundo se transforma en enemigo de Dios’”, decía San Bernardo glosando las palabras del apóstol Santiago. Pese a sus esfuerzos por transigir con la realidad, brotaba del seno de la actitud cristiana esta aspiración radical a la perfección que entrañaba optar entre lo que era fuente de todos los bienes y lo que era fuente de todos los males. El espíritu ascético analizaba los goces mundanos y descubría su vileza. Entonces podía pensar que se hallaba en el camino de la perfección interior, y repetir las palabras que San Buenaventura hacía decir al alma: “Ya desprecio al mundo, ya conozco la falsa alegría y la verdadera tristeza, la falsa dulzura y la verdadera amargura del mundo; y por esto, según tu consejo, desprecio, no sin razón, todas estas cosas. “ Gracias a ello, el hombre de espíritu ascético había logrado despojarse de las diabólicas tentaciones terrenas y transformarse en un “hombre nuevo”.
Acaso de quien debiera huir el espíritu ascético, antes que de ninguna otra cosa, fuera del propio cuerpo en que se alojaba, por cuya vileza se tornaba vil el hombre mismo. Por lo que tenía de material y de terreno, el hombre era despreciable: porque, “formado de tierra, concebido en culpa, nacido con dolor, hace las cosas malas que no son lícitas, las cosas deshonestas que no convienen, las cosas vanas que no son necesarias; y se tornará alimento del fuego, pasto de los gusanos, suma de inmundicias”, como decía el papa Inocencio III con implacable tono en De contempla mundi. La idea de que el cuerpo era nada más que la prisión del alma hacía de aquél un enemigo del que debía prevenirse el espíritu ascético. Si sus impulsos hostigaban al alma, debía traer a la memoria su “podredumbre y corrupción” y el cuadro de los cadáveres nauseabundos; y hasta oler las flores podía ser dañoso, porque “el alma por este deleite está en peligro de inclinarse al deseo de alguna vanidad de la carne”. Los sentidos hacían del cuerpo un enemigo de la perfección espiritual.
Este sentimiento inspiró muchas páginas contra la mujer, que parecía el símbolo de las tentaciones que el hombre sufre. Se traía a colación el ejemplo de Eva, que “sedujo a nuestro primer padre”, de Dalila, “por quien Sansón perdió la fuerza que le hacía vencer a sus enemigos y fue vencido por ellos”, de Salomón que “impulsado por la concupiscencia de las mujeres renegó de Dios y perdió así la sabiduría por la que sobresalía”. Aquella que estaba poseída de espíritu ascético debía evitar ejercer esa seducción y por eso exaltaba Guibert de Nogent el ejemplo de su madre que, movida por la piedad, y siendo aún joven, hacía de manera que “las arrugas de la edad pareciesen haberla conducido ya a los años de la decrepitud”. La juventud era la edad del pecado, porque los sentidos amenazaban la virtud, y envejecer constituía un anhelo ferviente. Cuerpos macerados por el dolor y ajenos al sentimiento de la belleza física ofrecían las tradicionales imágenes bizantinizantes en iglesias y monasterios, para edificación de quien los contemplara.
Pero aun huyendo del cuerpo no escapaba a todos los peligros el espíritu ascético, si no era capaz, además, de despreciar todas las vanidades que el mundo le ofrecía, la gloria, la sabiduría, la riqueza. Todas ellas sacaban al hombre de sí mismo y, al mezclarlo en la lucha de las pasiones, lo alejaban de la que debía ser su única y obsesiva preocupación, que era la salvación del alma. Todas ellas eran ocasión de pecado, y mantenerse atento a sus reclamos anunciaba la condenación. “El lino cabel fuego malo es de guardar”, le hacía decir Gonzalo de Berceo a Santo Domingo de Silos. Sólo el apartamiento y el desprecio de los halagos mundanos podían abrir la vía de la perfección.
¿Debía dejarse seducir el espíritu ascético por la gloria mundana? “Nacimiento ilustre, belleza física, elegancia de formas y maneras, penetración de espíritu, en fin, saber y probidad. ¡Qué de ventajas juntas! Pero la gloria retorna por derecho propio a Aquel de quien la tenéis; y si la reivindicáis para vos, usurpáis su bien y Él os tratará en consecuencia. ” Así decía San Bernardo, y agregaba que de todo ello no quedaría sobre la tierra sino un recuerdo; pero nada duradero, porque “la gloria del mundo dura tan poco como el mundo mismo”. Más insegura y menos noble todavía, la riqueza era aún más despreciable, porque desataba la codicia y endurecía los corazones. El desinterés por los bienes del mundo, en cambio, constituía un testimonio de acatamiento a la “excelsa gloria de la altísima pobreza”, según las palabras de San Francisco, que enseñaba no sólo a despreciar los bienes, sino también a amar la dulce imprevisión de los pájaros, “porque nada guardan de un día para otro”, convencido de que la pobreza constituía una virtud por sí misma. Y hasta el saber terreno parecía miserable para los espíritus ascéticos, que temían la soberbia y buscaban, en cambio, la “sabia estulticia de Cristo”.
Si todo conducía al convencimiento de que la perversidad del mundo era esencial e incorregible y de que la vileza del hombre residía en su propia naturaleza, los espíritus ascéticos tenían ya motivo suficiente para aspirar a alejarse de ellos. Pero, sobre la maldad y la vileza esenciales y perennes, agregaba el tiempo nuevos vicios. El espectro de que el presente era peor que el pasado, y que constituía una época definitivamente perversa y corrompida, asomaba en el pensamiento de quienes veían en el yermo o en el monasterio un oasis de paz. Raúl Glaber relataba, en la primera mitad del siglo XI, los males que su tiempo había conocido: la codicia y la corrupción de los poderosos, tanto reyes como señores y prelados, a los que se sumaban los males que revelaban la cólera divina y que el monje cluniacense relacionaba con la revelación apocalíptica de Juan el Teólogo. No mucho después Guibert de Nogent en Francia y San Pedro Damián en Italia describían con tonos muy oscuros la situación de la sociedad y en particular la de la vida religiosa, preocupados ambos por el deseo de promover y perfeccionar el monasticismo. Todos coincidían en preferir el retiro del mundo a la agudización de los males de siempre, manifestados en el corazón de los hombres y hasta en las fuerzas de la naturaleza: “Se creyó –contaba Raúl Glaber– que el orden de las estaciones y las leyes de los elementos que hasta entonces habían gobernado el mundo habían caído en un caos eterno, y se temía el fin del género humano. ” Los espíritus ascéticos descubrían la cólera de Dios y se aferraban a la idea de que el destino del mundo estaba sellado.
Sólo importaba, pues, salvar la propia alma. Era una exigencia radical, superior a toda clase de consideraciones terrenales, que era necesario medir con otra vara que la que se usaba para medir las obligaciones y deberes nacidos de los vínculos mundanos. “Combatid no por los campos y las ciudades, no por los hijos o por la mujer –decía San Pedro Damián–, sino por vuestra alma, cuyo bien es más importante que todos los afectos nacidos del parentesco. ” Permanecer unido al mundo del pecado era elegir lo perecedero y desdeñar lo eterno: “Tú te quedas con el cielo y quieres dejarme a mí la tierra”, se quejaba a San Bernardo su hermano porque éste le encomendaba el cuidado de los bienes familiares. En la soledad, la penitencia y la plegaria podía tan sólo hallar el espíritu ascético consuelo y esperanza.
La soledad total constituyó un anhelo profundo de algunos espíritus ascéticos que aspiraban a imitar a los padres de la Tebaida. Un día, quebrada toda suerte de lazos y como llamado por una voz inapelable, aquel que aspiraba a la perfección abandonaba los lugares poblados y emprendía el camino hacia las soledades. Bosque o páramo, el desierto paraje quizá asolado por las alimañas o falto de agua y de alimentos, sometía a ruda prueba la vocación; pero el solitario se entregaba a la protección de Dios sobrellevando las más rigurosas privaciones. Una ermita, o acaso una fría gruta, le servía de morada, y en ella se dedicaba a la plegaria y a la penitencia, resistiendo las tentaciones y concentrando toda la fuerza de su espíritu para dirigirlo exclusivamente hacía Dios.
Pero la absoluta soledad del ermitaño no pareció ser la única vía para alcanzar la perfección. Congregados, aquellos que coincidían en un mismo ideal de santidad podían también ordenar su vida sometiéndola a una regla estricta para alcanzar la perfección del alma. El monasterio pareció el hogar propicio para el recogimiento y el ejercicio de la vida perfecta, ajena a los intereses del mundo y dedicada al servicio de Dios.
Con el ejemplo del monasterio de Cluny ante los ojos, pero decididos a extremar los rigores de la regla monástica, fueron muchos los que –desde fines del siglo XI– se propusieron congregarse para dedicar su vida a la santidad. Como los más antiguos de los camáldulos y de Vallombreuse, los monasterios de la Cartuja y de Citeaux conservaban algunos rastros de la actitud eremítica; pero la vida en común exaltaba la fe religiosa y hubo un vigoroso movimiento ascético. Guibert de Nogent recogió los testimonios de ese impulso. “Tales fueron las santas personas que dieron los primeros ejemplos de una santa conversión. A éstos vino a agregarse muy pronto un inmenso rebaño de hombres y mujeres; en fin, de todos los órdenes corrieron allí en tropel. ¿Hablaré de las diferentes edades? Niños de diez u once años concebían pensamientos de ancianos y soportaban una vida mucho más dura de lo que parecía permitir su juventud. Sucedió en esas conversiones lo que solía verse entre los antiguos mártires; se encontraba en los cuerpos tiernos y delicados una fe aún más viva que en aquellos en quienes brillaba la autoridad de una cierta edad o de una gran ciencia. ” En términos análogos se expresaba Ordrico Vital hablando de los orígenes de la orden de Cister. Y entre todas las nuevas fundaciones, el monasterio de Claraval, bajo la severa dirección de San Bernardo, brilló como un hogar de riguroso ascetismo.
La vida monástica pareció la más alta realización del ideal de santidad y reunió las más puras vocaciones espirituales. Se acudía al monasterio para desprenderse de lo accidental y preparar el alma para la contemplación de lo absoluto; era ésta la suprema aspiración, aquella en cuyo logro se alcanzaba la paz interior. “Toda nuestra conversión y renuncia al siglo –escribía San Pedro Damián– no tiende a otra cosa sino a la paz; pero esta paz se conquista solamente si el hombre se ejercita en el esfuerzo de los combates, de modo que, al cesar después el estrépito de las pasiones, el espíritu sea conducido por la gracia de la contemplación a ver el rostro de la verdad. ” El desprendimiento de lo accidental, la huida del mundo, no sólo requería el ejercicio continuo y reflexivo de ciertas normas, como la obediencia, la castidad, la pobreza, el silencio, sino que necesitaba también comprometer el espíritu en el desprecio del mundo en tal medida que lo terreno no suscitara sino aversión y dolor. “El oficio de un religioso es llorar”, recordaba San Bernardo, porque en la meditación piadosa debía descubrir el espíritu ascético la ceguera que padece el hombre y por la cual se arrastra y se revuelve perennemente en el pecado.
La disciplinada convivencia del monasterio creaba un estilo de vida que no solamente tenía rasgos característicos generales, sino que tenía también matices diferenciadores entre las diversas reglas. Se prefería la vida monástica al ejercicio de la clerecía secular, y en general la vida religiosa a la vida mundana; pero también se prefería el estilo singular de vida que se practicaba en los monasterios de monjes negros o en los de monjes blancos, porque Cluny estimulaba ciertas aptitudes o porque Citeaux ofrecía cierto clima espiritual. En ocasiones, las vocaciones monásticas, coincidentes en lo fundamental, chocaron con motivo de las formas concretas de su ejercicio. El diálogo entre el abad de Claraval, Bernardo, y el abad de Cluny, Pedro, compendió lo que tenía de fundamental y lo que tenía de ocasional la oposición entre las dos concepciones monásticas. Ciertamente significativas, algunas de las divergencias entrañaban cuestiones profundas: la mayor o menor intensidad en la contemplación, la mayor o menor intensidad en los estudios o en los trabajos manuales, la mayor o menor moderación en la satisfacción de los sentidos.
Pero la vida monástica era, más allá de todas las reglas, un ideal en el que se resumía una actitud frente al mundo, y pareció posible alcanzarlo aun fuera de los monasterios, si se poseía la suficiente autodisciplina como para dirigir la conducta e imitar el ejemplo de los monjes. Así lo hizo la hermana de San Bernardo y así relata Raimundo Lulio que lo hicieron Evast y Aloma. Para aquellos que preferían seguir la disciplina de una regla, las “órdenes terceras” ofrecían una posibilidad intermedia de ascetismo sin total ruptura de los vínculos con el mundo. Con un apartamiento real del mundo o con una voluntaria indiferencia frente a sus llamados, el espíritu ascético se volvía hacia la ciudad celeste para escapar a la necesaria condenación que esperaba a aquel en quien prevaleciera la carne.
CAPÍTULO IV
LA ECUMENICIDAD DEL ORDEN cristianofeudal
I. LA realidad NATURAL Y LA realidad SOBRENATURAL
Tanto quienes podían elegir una forma de vida como aquellos que debían aceptar las que les imponía el sistema de relaciones sociales vigentes, contribuyeron –activa o pasivamente– a configurar una imagen de la realidad que se insertaba en una vigorosa y arquitecturada concepción: el mundo fue visto como encuadrado dentro de un orden –el orden cristianofeudal– del cual se postuló la ecumenicidad.
Diversas tradiciones coadyuvaron en esa larga elaboración intelectual, que en parte fue espontánea y en parte –mucho más importante– obra deliberada de las minorías privilegiadas, especialmente de aquellas que se preocuparon por los problemas espirituales. Y a medida que se estabilizó la situación de las aristocracias terratenientes y se consolidó el poder de la Iglesia, ese vasto sistema fue adquiriendo, cada vez más el carácter de una ortodoxia monolítica, tanto más férrea cuanto más se advertían los signos de la mutación social y cultural que anunciaba el ascenso de la burguesía.
El hombre percibía la inequívoca regularidad de la realidad natural en la que se insertaba su vida, y se adecuaba a ella en su acción cotidiana. Sembraba y recogía, y confiaba “en el orden de las estaciones y las leyes de los elementos”. Pero por sobre su propia experiencia había ido acumulando innumerables ideas y creencias que lo movían a confiar también en la realidad de las cosas que no conocía empíricamente. La realidad natural se fue enriqueciendo a sus ojos con elementos diversos de cuya existencia aprendió a no dudar, y su contorno llegó a ser una indiscriminada confusión de elementos reales e irreales.
Perduró en la imagen no crítica de la realidad natural el recuerdo de la existencia de animales fabulosos: del dragón, del fénix, del unicornio, de la sirena, del fauno; nutrió la imaginación la certidumbre de que vivían en algún lugar de la tierra gigantes, como los que habían poblado Albión antes de los bretones, o enanos como el Alberico con quien había luchado Sigfrido, o aquellos cuya existencia recordaban Chrétien de Troyes o Giraldo de Gales; y parecía seguro que podían aparecer en cualquier recodo de un camino las ondinas que predecían el futuro, las hadas que tenían poder sobre los hombres, o las amazonas y sagitarios que habitaban en los Pirineos. De todo ello hablaban viejas tradiciones que se imponían por su venerable antigüedad y que no suscitaban una actitud crítica. Y bajo la autoridad de la religión cristiana, se admitía la existencia de demonios que se solazaban en torturar a los seres humanos, que se les aparecían para tentarlos e inducirlos al mal y que adoptaban inesperadas apariencias. Encarnados a veces aun en quien revestía el hábito sagrado, su presencia se equilibraba con la de los ángeles y santos, que estaban atentos a las cosas del mundo y aparecían también para obrar sobre el destino de los hombres. Hasta los espíritus de los muertos poblaban el mundo y denotaban su presencia.
Si en el propio contorno cada uno descubría la regularidad de la realidad natural, perduró muy arraigada la idea de que en lugares remotos las cosas ocurrían de otra manera; leyendas y tradiciones transmitidas oralmente y ocasionalmente fijadas por escrito relataban prodigios y maravillas de países lejanos. Aún muy próxima, una comarca podía estar llena de misterios y poseer castillos encantados o extraños habitantes o animales fantásticos. Guiguemar halló muy cerca la misteriosa ciudad donde podía curarse de sus males, y el niño que viajó al extraño país de los pigmeos llegó muy pronto a aquella maravillosa comarca “llena de delicias y entretenimientos”. Más lejos, naturalmente, otros lugares de existencia real reunían toda suerte de maravillas: enanos, gigantes y hombres azules como en la Escitia Mayor, según Snorri Sturluson; dragones, pájaros grifos, pigmeos con cuernos que envejecen a los siete años como en la India, según el texto de L’image du monde y de todos los relatos que giran alrededor de la leyenda del Preste Juan; y otras maravillas, de las que se hacía eco Brunetto Latini, tan extraordinarias como las de la Libia, donde “el mar es bastante más alto que la tierra”, hacían de aquel país un mundo irreal.
El vago mundo de lo maravilloso solía situarse en lugares cuya ubicación no llegaba a precisarse. Avalón era una isla remota, situada hacia el occidente. En esa dirección se hallaba, según los celtas, el mundo de los muertos, “el País bajo las Olas” o “el País tras la Niebla”; esas regiones misteriosas alcanzaban en la imaginación un grado intermedio entre la realidad y la irrealidad. Innumerables historias de viajes a lugares insospechados poblaban la imaginación de nociones confusas en las que se mezclaban datos provenientes de la experiencia y descripciones nacidas de la imaginación. El relato del extraño peregrinaje de San Brandan robustecía la idea de que existían, al alcance del hombre, lugares misteriosos reales e irreales a un tiempo; y del mismo modo adquirieron signos de realidad el infierno, el purgatorio y el paraíso, descriptos una y otra vez con caracteres cada vez más precisos en innumerables narraciones.
La imagen de la realidad natural se saturó así de elementos sobrenaturales y un arduo esfuerzo trató de introducir una coherencia entre éstos y aquélla. Pero los elementos sobrenaturales no sólo gozaban de plena confianza espontánea sino que eran, además, robustecidos por la imagen del mundo que proporcionaba la fe. Era difícil establecer los límites entre la irrealidad propuesta por la fe y aquella que provenía de la supervivencia de diversas tradiciones. El resultado fue la instalación del hombre en una realidad en la que se confundían lo natural y lo sobrenatural, y en la que la realidad sensible parecía explicada por la irrealidad. No sólo la mente vulgar, sino también aquella inclinada a la reflexión, admitían como normales los prodigios y maravillas que se contaban y que presuntivamente alteraban cotidianamente el orden de la naturaleza. Las crónicas los recogían y con frecuencia los vinculaban con los hechos sociales en una relación de contigüidad que se transformaba en relación causal. Una singular forma mentis incitaba constantemente a posponer el dato sensible en beneficio del significado oculto y misterioso. Otón de Freisinga da cuenta de la tormenta que provocó la inundación del campamento, pero se apresura a señalar que fue considerada “más bien un castigo divino que una inundación natural”. Era el hábito reiterado de interponer entre el sujeto y el objeto del conocimiento una interpretación adquirida en virtud de la cual la realidad natural no parecía sino un conjunto de signos a través de los cuales se expresaba una realidad no sensible pero que constituía el verdadero ser; y la mente se esforzaba por perfeccionar esta reacción frente a la realidad sensible, desvaneciendo todas las dudas imaginables acerca de la esencial realidad de lo ininteligible y de la ilusoria constitución de lo sensible. Ya en los límites de su concepción de la realidad, San Pedro Damián se esforzaba por demostrar que era propio de la omnipotencia divina hacer que lo que ha ocurrido no hubiera ocurrido.
Para conocer la realidad sensible, se entrecruzaban los datos de la experiencia con los de las tradiciones que se habían acumulado sobre ella y que reconocían distintos orígenes: romanas unas, y otras celtas, germanas, hebreocristianas o musulmanas. Era un conocimiento singular, que incluía la descripción de los seres y los fenómenos, la enumeración de sus propiedades, algunas de ellas sobrenaturales, y muchas veces las significaciones misteriosas que determinada tradición les atribuía. Por ese camino se ingresaba en el conocimiento de la irrealidad, cuyos arcanos, sin embargo, requerían sutil aproximación.
Ni la experiencia ni la razón eran instrumentos suficientes para el conocimiento de esos secretos últimos, que sólo podían ser revelados al hombre por expreso designio del poder divino. Por su gracia le eran concedidos al hombre sueños y visiones, a través de los cuales creía poder entender el secreto de las cosas. Innumerables nociones sobre el mundo se construían sobre el relato de lo que alguien decía que le había sido revelado en esos trances, pese a las opiniones encontradas sobre el verdadero valor de tal conocimiento. Desvaríos y fuentes de error consideraba Alfonso el Sabio los sueños y visiones, pese a que las admitían y difundían religiosos como San Bernardo; pero aun cuando algunos los consideraban sospechosos, si los relatos de sus revelaciones lograban fortuna, como ocurría frecuentemente, los elementos y las interpretaciones que incorporaban al saber común contribuían a enriquecer la imagen del contorno sobrenatural en el que se integraba la realidad sensible. La predisposición general fue favorable a una imprecisa integración de los datos que del mundo sobrenatural conservaban las tradiciones paganas con los que aportaba la visión cristiana de lo sobrenatural, a su vez constituida por la concurrencia de nociones de vario origen. Del mismo modo, ciertas vías de conocimiento que admitían aquellas tradiciones se confundían con las que aceptaba el cristianismo, por ejemplo, la iluminación del espíritu por la gracia divina, en virtud de la cual el elegido de Dios adquiría poder semejante al que la tradición céltica atribuía a los inspirados, o la tradición germánica a los que, cumplido cierto rito, entendían el lenguaje de los pájaros. De manera semejante se confundió el valor de las profecías, y las de Merlín se equipararon a las más sagradas de la tradición cristiana, en la medida en que se podía identificar tras ellas el mismo poder de Dios para conceder el don profético a quien debía difundir entre los hombres el secreto último de las cosas. Y hasta los fenómenos naturales se interpretaban como signos de la voluntad divina, aunque tal interpretación transparentaba las viejas tradiciones no cristianas que subsistían en la imagen popular de la realidad.
Todo conducía a disuadir al hombre de la ilusión de conocer directamente la realidad. Sólo su apariencia podía ser conocida por los sentidos, y este conocimiento era tan deleznable que el camino de perfección comenzaba sólo cuando se podía prescindir de él con plena espontaneidad. Signo de la perfección interior de San Bernardo era que “ese servidor de Dios tenía los ojos del cuerpo tan bien cerrados a todas las cosas exteriores y los del espíritu de tal modo dirigidos hacia su interior” que nada había advertido de lo que ocurría a su alrededor durante un largo viaje. Escapar a la realidad sensible era, precisamente, lo que San Bernardo aconsejaba a quien buscaba el verdadero conocimiento. Leer en la realidad lo que trascendía en ella, y no lo que aparentaba decir, constituía la suprema sabiduría. Y hasta la Escritura misma exigía ese esfuerzo hacia la trascendencia, que consistía en sobrepasar su sentido literal o histórico y alcanzar su triple sentido espiritual.
Empero, la realidad sensible obligaba, a quien quería operar sobre ella, a un conocimiento preciso de sus fuerzas y de sus posibilidades. La experiencia y la inventiva lograron algunas conquistas en ese terreno. Pero la mentalidad tradicional persistía en el convencimiento de que más eficaz que el esfuerzo técnico era la apelación a las fuerzas superiores que gobernaban la realidad sensible. Leyendas innumerables hablaban de poderes sobrenaturales que residían en los órganos o en la sangre de los animales, de plantas cuyos jugos decidían sobre el destino de quien los bebía, de objetos que escondían bajo su vulgar apariencia su condición de talismán. Quien conocía tales poderes y sabía valerse de ellos, podía operar sobre la realidad y someterla a sus deseos. Y esta creencia se trasladó, bajo el signo del cristianismo, a las reliquias de los santos, por cuyo intermedio podía obtenerse el deseado fin de modificar un proceso natural: la esterilidad de los campos o la curación de una enfermedad, sobre todo si se presumía que era la concreta influencia de los demonios la que determinaba el mal; hasta el libro mismo del Evangelio podía cumplir ese papel, utilizado como amuleto.
El dominio de las fuerzas sobrenaturales parecía patrimonio de algunos; se necesitaba “saber”, haber logrado el conocimiento de cómo se desencadenaban los procesos, fuera por propio descubrimiento o por haber recibido de otro el secreto de los procedimientos eficaces, o por haber obtenido, ocasional o permanentemente, un poder que sólo podían otorgar las fuerzas sobrenaturales. El hechicero, el mago, el hombre que poseía la llave del misterio, producía en la imaginación una mezcla de admiración y temor que compartían los discípulos del demonio y los ungidos de Dios. Era la imagen de la realidad la que justificaba el poder taumatúrgico de unos y otros. Tradiciones romanas, germánicas, célticas, judías y árabes, algunas de ellas confundidas y enriquecidas con aportes extraños, confluían en la taumaturgia cristiana y hacían un solo haz de creencias sobre la irrealidad. Quien poseía el poder de suscitar un encantamiento no revelaba el origen de su poder y cada uno interpretaba a su sabor si era la suya una fuerza demoníaca o una fuerza sagrada. El mago Merlín y el papa Silvestre II se confundían en la imaginación no crítica de quien sólo juzgaba la eficacia del poder sobrenatural y, en todo caso, el carácter de los fines a cuyo servicio se ponía. Nada más difícil que discriminar en la figura del clérigo mago las raíces de su poder taumatúrgico.
Así, la plegaria, las rogativas, o las formas más solemnes de invocación a la voluntad de Dios, como las procesiones litúrgicas, confundieron sus caracteres con los de los encantamientos, y hubo ocasión de disputar acerca de si eran más eficaces las fuerzas de los demonios o las fuerzas de los santos. Según el ejemplo de los milagros de Cristo, se admitió que los “hombres de Dios” también podían hacerlos, y la hagiografía exaltó los que el santo había hecho en vida y los que su tumba o sus reliquias hacían después de su muerte. Sólo la maldad de los hombres, se decía, impedía que hubiera más milagros, porque era justo que Dios no otorgara poder para realizarlos a unos hombres que vivían entregados a la corrupción y a la maldad. Y, sin embargo, el milagro antiguo y el milagro contemporáneo seguían obsesionando a las mentes no críticas, adheridas a la concepción tradicional de la realidad. La omnipotencia y la omnisciencia de Dios, comparadas con la debilidad de la razón humana, requerían del hombre la aceptación del misterio; y al admitir el orden inmutable y eterno de la creación, consentía el hombre en su impotencia para conocer la totalidad de lo real y se conformaba con “contemplar las cosas como en un espejo y en enigma”.
II. LA realidad HUMANA
Rodeado de tan complejo y misterioso mundo, el hombre descubría –a través de sus sentidos y por el llamado de sus instintos– que formaba parte de la realidad natural; pero al mismo tiempo que aprendió a descubrir la presencia de lo sobrenatural filtrándose por entre los resquicios de su experiencia inmediata, aprendió que debía despreciar lo que en él era naturaleza. Se persuadió de que la carne de su cuerpo era vil porque era mortal, en tanto que su alma era noble porque era eterna. La temporalidad era lo propio de la naturaleza sensible, en tanto que la eternidad era lo propio de las cosas sobrenaturales; y la carne pareció la enemiga del alma. “Tienes, oh alma, un enemigo doméstico –decía San Buenaventura–, un enemigo amigo, un adversario familiar que te devolvió males por bienes, y siendo un enemigo tan cruel bajo apariencia de amistad, te privó de todos estos y otros infinitos bienes. Este enemigo, salvo tu respeto, es tu carne infeliz y miserable, la que, no obstante, te es muy dulce y querida. Cuando le tuviste miedo, levantaste un pésimo enemigo contra ti; cuando la honraste, armaste contra ti a un contrario crudelísimo; cuando la adornaste exteriormente con variados y preciosos vestidos, te despojaste de todos los adornos interiores, ignorando lo que dice San Gregorio en la Homilia: ‘Por donde la carne vive suavemente en el tiempo, por allí el espíritu será atormentado y gemirá para siempre’; y por el contrario: ‘Cuando más oprimida está la carne, tanto más se alegra el espíritu por la esperanza del cielo. ’” Eran los sentidos los que hacían vil la carne, porque por ellos se sentía atraído el hombre hacia las cosas terrenales, que constituían el mundo del demonio y del pecado.
El alma, en cambio, inmaterial y eterna, imperceptible para los sentidos, era lo que en el hombre había de divino y donde se cifraban las esperanzas de salvación y de eternidad. El hombre aprendió que se le ofrecían dos posibilidades de vida, según que cediera a las tentaciones de la carne y afirmara el primado de lo terrenal, o que, por el contrario, se rebelara contra aquéllas, las constriñera denodadamente y se propusiera defender su espiritualidad de todo contacto envilecedor. Esta última posibilidad era la que la idea predominante del mundo aconsejaba, pese a la cotidiana e irreprimible insurrección de la realidad natural contra los esfuerzos por ignorarla. “¡Enrojece de vergüenza, oh alma mía, por haber cambiado tu semejanza con lo divino por una semejanza con un animal inmundo –decía San Bernardo–; enrojece por revolearte en el cieno, tú que eres del cielo!” Y la opción que la imagen dualista del hombre le proponía, suscitaba sutiles problemas morales que el pensamiento teológico procuraba resolver, encareciendo unas veces el desprecio del mundo, y justificando otras la participación en su peligrosa peripecia.
Así, se diferenciaron progresivamente la ética individual y la ética social. La primera aceptó la concepción dualista del hombre hasta sus últimas consecuencias; a partir de ella, radicó sus fines en la salvación del alma y propuso el aniquilamiento del cuerpo. La segunda, en cambio, admitiendo el dualismo, juzgó necesario, sin embargo, que el hombre aceptara la total responsabilidad que le imponía su propia condición, y le atribuyó capacidad para gobernar sus actos mediante la voluntad, en virtud de la cual debía dirigir su conducta terrena hasta acercarla lo más posible a la perfección moral. La condición humana era la que entrañaba la necesidad del pecado, pero el hombre poseía la posibilidad de evitarlo.
Si caía en él, entonces tenía todavía la posibilidad de escapar a la condenación si recurría al sacramento, en virtud del cual el hombre recuperaba su pureza. Pero era necesaria la intervención de la Iglesia, depositaría del poder carismático. Sólo dentro de la comunión era, pues, posible que el hombre participara en la peripecia del mundo sin cerrarse definitivamente las posibilidades de salvar su alma.
El imperativo espiritual de vivir dentro de la comunión de la Iglesia debía conjugarse con el hecho real de vivir dentro de una comunidad política. Si para su salvación debía el hombre participar de la comunidad de los fieles, que era una universitas, una respublica generis humani confundida con la ecclesia universalis, en su existencia cotidiana se limitaba dentro de un grupo que afirmaba su particularismo. El hombre aprendió que sólo su cuerpo vivía en la sociedad política, en tanto que su alma pertenecía a la ecclesia universalis. Ésta era la verdadera sociedad instituida, en la que debían incluirse, en consecuencia, todas las formas inferiores de convivencia humana. La humanidad, constituía un organismo en el que el sacerdotium era el alma, en tanto que el regnum era sólo el cuerpo. Y la suprema sabiduría debía consistir en coexistir en la doble realidad de la unidad mística del mundo. La concepción organicista de la humanidad se trasladaba a la de la sociedad política, y servía para justificar la función que cada parte del organismo cumplía en relación con el conjunto: orar unos, combatir otros y los últimos trabajar para “suministrar a todos el oro, los alimentos y las vestiduras”. Tal parecía ser el orden natural y el orden divino, según las enseñanzas de San Pablo, y por ser tal debía ese orden ser acatado y considerado inmutable, porque también había sido dicho que “no hay potestad sino de Dios, y las que hay, de Dios son ordenadas”.
En medio de cambios sociales y políticos constantes y profundos, el hombre se acostumbró a pensar, al comenzar el período feudoburgués, que las transformaciones que contemplaba, pese a la significación decisiva que solían tener para él, eran intrascendentes en relación con el plan divino. El hombre había sido creado para condenarse o salvarse en la otra vida, y los vaivenes de las situaciones reales no eran sino accidentes. La historia estaba escrita y solía no verse en ella sino el cumplimiento de la profecía. Breve o largo, el tiempo que quedaba hasta la llegada del día del Juicio era apenas una ocasión para que cada cual diera pruebas de su decisión de condenarse o de salvarse en la eternidad. Privilegiados y no privilegiados acogían de distinta manera la opción. Pero la profunda penetración en los espíritus del simbolismo cristiano trabajó eficazmente para obtener el consentimiento de todos frente a esa noción. Sólo la irreprimible fuerza de los hechos quebró la ilusión del orden, arrancando a algunos de los que trabajaban “para suministrar a todos el oro, los alimentos y los vestidos” de la estrecha sujeción a que conducían conjuntamente el orden socioeconómico creado por la conquista y la teoría de la sociedad establecida por la Iglesia. La idea de la realidad natural, la idea del hombre, la de la sociedad y la de la historia, cambiarían entonces de contenido y de signo. Pero nada tan duro para los disconformistas como enfrentar el fantasma de la universalidad del orden cristianofeudal creado por la aristocracia terrateniente y militar y por la Iglesia.
III. LA UNIVERSALIDAD DEL ORDEN
Tras las diferencias que la experiencia enseñaba a descubrir entre la realidad natural y la realidad sobrenatural, tras la diversidad que se advertía entre éstas y la realidad humana, el hombre comenzó a descubrir una unidad misteriosa que abrazaba la multiplicidad de lo que contemplaba como distinto. Puesto que el mundo era una creación de Dios, todo lo creado conservaba en su seno el signo de su origen divino. Y la diversidad de las cosas manifestaba sin embargo la unidad profunda de la creación, a través del orden que presidía el mundo. “Allí donde está la unidad, está la perfección”, repetía San Bernardo. Y la unidad era esencialmente orden, jerarquía, sabia disposición para que todas las partes concurrieran a un mismo fin, que era Dios.
Dante Alighieri recogía y exaltaba la idea de la armonía universal gracias a la cual cobraban sentido el movimiento de los astros, las cosas inanimadas y los seres vivos. “Todas las cosas creadas –decía– guardan entre sí un orden, y ésta es la forma que tiene el universo de asemejarse a Dios. En tal principio descubren las criaturas dotadas de razón el indicio de la eterna virtud, que es el fin para que se estableció el mencionado orden. Según el mismo, todos los seres tienen sus inclinaciones, al tenor de la diversidad de esencia que los acerca más o menos a su Creador. Por esto cada cual se dirige a diverso puesto por el gran mar de la vida, conforme al instinto que ha recibido para encaminarse a aquél. ” Pero no siempre el hombre se mostraba capaz de descubrir ese misterio, y el poeta se dolía de su impotencia: “¡Oh inefable Sabiduría que tal ordenaste –escribía en el Convivio después de describir el movimiento del sol–, cuán pobre es nuestra mente de hombre para comprenderte! Y vosotros, para cuya utilidad y deleite escribo, ¡en cuánta ceguera vivís no elevando los ojos hacia estas cosas, teniéndolos fijos en el fango de vuestra estulticia!”
Sólo por un denodado esfuerzo mental, ciertamente, podía el hombre superponer a la imagen creada por la diversidad de la realidad una imagen intelectual fundada en el principio de unidad y orden. Pero podía reemplazar a ese esfuerzo la simple aceptación de la idea, tal como la imponía la ortodoxia; y esa imposición era vehemente y resuelta. El orden de lo creado no debía considerarse meramente terreno. “No desprecies esta forma porque es de la tierra, pues tiene su modelo en los cielos”, decía San Bernardo. El orden de lo creado era, pues, sagrado, y como tal estaba más allá del juicio humano. Podía el hombre no alcanzar a describirlo por la limitación de su inteligencia, podía no comprender su profundo sentido, pero no tenía derecho a negarlo, ni podía hacerlo sin atentar contra Dios mismo. Así se configuró una imagen del mundo que logró imponerse por el vigor de la catequesis y contra los datos de la experiencia; se alojó en los espíritus a través de formas simbólicas que apenas trasuntaban su misterio; y se afirmó como creencia porque su carácter sagrado estaba sostenido por la indiscutible autoridad de la palabra revelada y de la Iglesia. Reflejo de la omnisciencia divina, el orden sagrado debía considerarse inmutable, y si ignorarlo era atentar contra Dios mismo, rebelarse contra él constituía el signo de una maldad irremediable y un orgullo diabólico.
La inmutabilidad del orden sagrado consagraba la estabilidad de la realidad natural, de la realidad sobrenatural y de la realidad humana. Esta última se caracterizaba por la vigencia de ciertas relaciones entre los hombres que, en virtud de ese principio, no podían ser consideradas históricas y reversibles sino perennes y establecidas por Dios mismo. El intento de conocer por la razón el secreto de lo creado o el designio de alterar el sistema de las relaciones sociales vigentes, constituía una violación del orden y, en principio, la Iglesia se opuso denodadamente a que se consumara. La aristocracia terrateniente y militar, que detentaba el privilegio dentro del sistema social constituido, compartía su adhesión a aquel principio y hallaba en la tesis ortodoxa la justificación para su decidida resistencia al cambio social y cultural.
La Iglesia se consideró la depositaria de los secretos que justificaban esa imagen del mundo. Intérprete de la verdad revelada, se elaboraron en su seno los símbolos a través de los cuales podía difundirse así como los desarrollos especulativos que ceñían su contorno y fijaban su alcance. En las summas se proyectó pulcramente el orden de la creación a través de un riguroso orden demostrativo que hizo de la teología una ciencia precisa, casi exacta. La ortodoxia precisó sus términos, justamente cuando se difundía el hábito de la libre discusión y de la observación directa de la naturaleza, ajenas al principio de autoridad.
Por entonces, triunfaba también el intento de los grupos burgueses de emanciparse de los cuadros politicosociales tradicionales. Fue en esa época cuando se erigió en ortodoxia. La respuesta de los sectores adheridos al orden tradicional fue la postulación de una unidad indisoluble entre la ortodoxia religiosa y el sistema de las relaciones socioeconómicas y políticas. Por eso el orden postulado fue cristiano y feudal, y fue considerado sagrado por su origen, inmutable y eterno. De ese modo, el mundo creado por la conquista germánica del área romana occidental se esforzaba por inmovilizar la sociedad y la cultura, y enfrentaba los cambios de la totalidad con el apoyo y la amenaza del trasmundo.
SEGUNDA PARTE
El surgimiento de la burguesía y la crisis del orden cristianofeudal
El largo proceso a través del cual se configuró el orden cristianofeudal entre los siglos V y XIII, no fue homogéneo ni tuvo siempre los mismos caracteres. Hasta el siglo XI –eso es, durante el período romanogermánico y el período feudal– los distintos elementos de la estructura social concurrieron con sus respectivas tradiciones culturales a la elaboración de un solo sistema de vida; hubo quizá una sola posibilidad, pero en todo caso hubo también un designio, en las clases privilegiadas, de darle a la realidad un principio de ordenación que consagraba una posibilidad, universal y única, para la vida. Así se constituyó un mundo cerrado con tendencia a la estabilización. En cambio, desde entonces –esto es, durante el período feudoburgués– se advirtieron los signos de una crisis en cuyo seno comenzaría a esbozarse otra actitud ante la realidad y ante la vida. Los fundamentos en que se apoyaba la vida de la sociedad empezaron a conmoverse ya desde las postrimerías del siglo X en casi toda el área romanogermánica, de modo apenas perceptible al principio pero con intensidad creciente. Así, en los siglos XII y XIII quedaron constituidas situaciones nuevas que desafiaban a las tradicionales. Tanto los procesos que habían conducido hacia aquellas situaciones nuevas como los resultados mismos constituyeron fenómenos profundos e inocultables: muy pronto comenzaron a incidir sobre las opiniones generales desatando una ola de vigorosas disidencias frente al sistema tradicional de ideas y creencias, de opiniones y valoraciones.
La situación de crisis se desencadenó favorecida, y a veces provocada, por circunstancias diversas. Unas se relacionaban con los cambios que, desde fines del siglo X, se produjeron en la estructura politicoeconómica del área romana occidental, de los que resultó una vigorosa ola expansiva y una nueva ordenación de las zonas periféricas de influencia, y luego la integración con ellas de un vasto ámbito continuo en el que circularon con nuevo ritmo tanto las corrientes económicas como las ideas. Otras se relacionaban, precisamente, con la ampliación del horizonte cultural que la expansión trajo consigo, a causa de los contactos que se establecieron entre distintas concepciones del mundo y de los que se derivó no sólo cierta actitud crítica sino también una apertura del mundo cerrado y una tendencia a la aceptación de ideas antes ignoradas o condenadas. Y otras, en fin, se relacionaban con las nuevas formas de vida socioeconómica que suscitó la reactivación mercantil y el desarrollo de la vida urbana, con su secuela de conflictos entre los viejos y los nuevos grupos sociales. Así se configuró una situación de crisis, en cuyo seno pudieron desarrollarse los gérmenes de una mentalidad disidente, burguesa y urbana.
CAPÍTULO I
LA EXPANSIÓN DEL ÁMBITO cristianofeudal
I. LA EXPANSIÓN DEL ÁREA ROMANOGERMÁNICA HACIA LA PERIFERIA
Volcada hasta entonces hacia la cuenca mediterránea, el área romanogermánica sufrió una alteración fundamental a partir del siglo VIII. En tanto que la aparición de los musulmanes restringió considerablemente las posibilidades comerciales de los reinos cristianos en el Mediterráneo, la irrupción de los normandos, eslavos y magiares sobre las fronteras del norte y del este atrajo su atención hacia esas zonas desde el siglo IX. Una guerra sostenida y difícil mantuvo en estado de permanente vigilancia a los reyes y, sobre todo, a los señores a quienes correspondía la protección de sus tierras en cada emergencia, sin mucha esperanza de poder confiar en la organización de vastas empresas militares colectivas. Los poderes centrales se mostraron impotentes frente a las amenazas dispersas sobre las extensas fronteras, y sólo la anudación de vínculos vasalláticos permitió a los señores acrecentar su eficacia militar frente a los invasores. Así se desarrolló y se corrigió a un tiempo la tendencia a la regionalización. Y ante los ataques convergentes lanzados desde tantas direcciones, el área romanogermánica perdió poco a poco su situación de dependencia con respecto al foco mediterráneo; pero no para mirar exclusivamente hacia el mar del Norte, sino para transformarse en un núcleo interior orientado radialmente hacia toda la periferia, desde la que provenía el ataque, y hacia la que se dirigió más tarde en una enérgica contraofensiva.
En la defensa, primero, y en el ataque después, el área romanogermánica halló el camino para establecer contactos y relaciones con zonas con las que hasta entonces había tenido escasa o ninguna comunicación, o había dejado de tenerla. Las invasiones comenzaron provocando un fuerte retroceso territorial y una contracción en toda la actividad: desde principios del siglo VIII en la zona mediterránea, desde mediados del IX en las costas del mar del Norte y del mar Báltico y desde fines de ese mismo siglo en la zona del Elba y el Danubio. Pero desde mediados del siglo X la combatividad de los agresores disminuyó, por el contrario, aumentó la capacidad ofensiva de los reinos cristianos; gracias a ella, en el curso del siglo XI creció considerablemente el área romanogermánica, delimitándose un nuevo ámbito políticoeconómico, en cuyo centro estaba el primitivo núcleo pero que se extendía mucho más hacia la periferia. A través de él se estableció una comunicación cada vez más frecuente y bastante intensa, suscitándose influencias recíprocas de orden político, económico y cultural. Todo el desarrollo posterior de la sociedad europea y todos los conflictos que estallaron en su seno, se relacionan directa o indirectamente con esta expansión hacia la periferia que multiplicó las posibilidades de acción y modificó la tendencia al aislamiento y a la regionalización.
Donde primero se manifestó la capacidad contraofensiva de los reinos cristianos fue sobre la frontera del Elba y el Danubio. Se movían más allá del Elba diversos grupos eslavos, algunos de los cuales habían sufrido ya la presión carolingia; otros, más alejados, se mantuvieron ajenos a esa influencia; pero en el curso del siglo IX todos acusaron una fuerte inquietud, especialmente los moravos y checos y, algo más tarde, los polacos. Su agitación coincidió con la de los grupos magiares que tendían a desplazarse desde la cuenca del Tisza y el Danubio hacia el oeste, y esa tendencia se tornó amenazadora para el reino de Germania durante los reinados de Arnulfo y de Luis el Niño. Desde ese momento en adelante, cuando la monarquía germánica era más débil, la amenaza se hizo cada vez más violenta. Pero en tanto que los eslavos no se mostraron muy decididos a internarse, los magiares penetraron profundamente en el área romana occidental y no sólo arrasaron el reino germánico sino que llegaron hasta Francia y las ciudades lombardas. “El cuerpo de San Remigio –relata Flodoardo– y las reliquias de otros santos fueron llevados desde sus monasterios a Reims a causa del temor que causaban los húngaros. ” Las incursiones se sucedieron durante toda la primera mitad del siglo X, estimuladas a veces por los señores cristianos, que procuraban utilizar a las bandas magiares para hostilizar a sus propios enemigos desviándolas de acuerdo con sus intereses. Pero los estragos que causaban y la inseguridad que promovían desencadenaron la reacción del rey de Germania, Otón I, después de la terrible incursión de 954; al año siguiente se enfrentó con los húngaros en la batalla de Lech y “los despedazó y los mató a casi todos”. Poco después se dirigió hacia el norte y derrotó a los eslavos en la batalla de Rechnitz.
Para entonces el intento de unificación eslava que hicieron los moravos había fracasado; sus designios fueron heredados por los checos, pero la soberanía germánica empezó a ser reconocida, ahora sobre todo por la influencia de la penetración eclesiástica. Del mismo modo comenzó a hacerse sentir la influencia germánica en Polonia desde 963. De ese modo, todos los países eslavos de las cuencas del Elba y el Oder, así como el país húngaro, encerrado ahora entre el Danubio y el Tisza, quedaron bajo la influencia germánica, más o menos vigorosa según las épocas, pero siempre lo suficientemente fuerte como para que progresaran la emigración de grupos alemanes, el intercambio comercial, así como la difusión del cristianismo y la gravitación de la Iglesia alemana.
La influencia germánica adquirió distinto carácter durante la época de Otón III, tras su acentuado desvanecimiento en la época de su padre. Acosado por la amenaza de nuevas agresiones, Otón III no pretendió, sin embargo, afirmar la autoridad germánica sino que, de acuerdo con su concepción del Imperio universal y cristiano, promovió la independencia de Hungría y declaró su conformidad con respecto a la independencia de Polonia y Bohemia, manifestada además a través de la independencia otorgada a las sedes episcopales. La autonomía de aquellas dos regiones con respecto al Imperio se acentuó a principios del siglo XI pero pudieron contenerla Conrado II y Enrique III; luego, la agitación que caracterizó los reinados de Enrique IV y Enrique V impidió que se fortaleciera la autoridad germánica. Pero por encima de las relaciones políticas se afianzaba la incorporación de toda el área eslava y húngara al mundo cristiano occidental. Gracias a ella, las corrientes económicas y las corrientes de ideas sobrepasaron sus antiguos límites por el este y establecieron un nuevo ámbito de difusión.
Algo semejante ocurrió sobre las costas del Báltico y el mar del Norte. Desde fines del siglo VIII y todo a lo largo del siglo IX, las poblaciones escandinavas de las orillas del mar Báltico se desplazaron promoviendo una intensa conmoción en el área romana occidental, movidas por la necesidad de nuevas tierras. Guillermo de Jumièges afirmaba que la emigración resultó de una política expresamente declarada por los reyes daneses: “Un gran número de ellos (daneses) fueron forzados a emigrar de los lugares que ocupaban por leyes que publicaron sus reyes”, explicación que repitieron otros cronistas. Sin duda, el exceso de población en relación con la organización económica determinó a nutridos grupos –compuestos preferentemente de jóvenes segundones– a emprender la aventura cruzando los mares; y validos de la superioridad que les daban sus flotas y su experiencia marítima, se lanzaron sobre las regiones costeras del mar del Norte y del Atlántico, cuyas poblaciones carecían de ellas. El dominio del mar quedó en sus manos, y sólo tuvieron que retroceder frente a las armadas musulmanas en las costas españolas y en el Mediterráneo.
En los últimos años del siglo VIII los normandos aparecieron en las costas inglesas de Northumberland; desde entonces, con breves intervalos, asolaron las riberas de Germania, de los Países Bajos, de Inglaterra y de Francia, extendiéndose a veces hacia España y las costas mediterráneas; pero así como en estas últimas costas tuvieron que retirarse ante las naves de Abderramán II, en las otras pudieron realizar sus incursiones con provecho porque su retirada estaba siempre asegurada. En 845 asolaron París, y en 851 asaltaron Canterbury y Londres. “Fueron de un lado a otro del país saqueando, robando, matando y usando del país a su gusto”, escribe el cronista de los Anales del monasterio de Saint-Bertin, a lo largo de cuyas páginas se advierte la obsesión que producía la reiteración de los ataques.
En 878 Alfredo el Grande obtuvo la victoria frente a los daneses, que habían emprendido sistemáticamente la conquista de la isla doce años antes; un acuerdo sellado en Wedmore aseguró a Alfredo la posesión del sudeste de la isla. “Entonces –dice la Crónica Anglosajona– el ejército le dio rehenes, con muchos juramentos de que saldría de su reino; y le dijeron también (los daneses) que su rey recibiría el bautismo. ” Los normandos constituyeron su vasto dominio más allá de una línea que seguía el curso de la vía romana de Londres a Chester: el Danelaw. Así se inauguró un breve período de paz en la isla, que fue, en cambio, de agitación en el continente. Los normandos se pasearon por las costas de Germania y de Frisia, penetraron por el Escalda y concluyeron emprendiendo el largo asedio de París. “Se dice que los enemigos eran más de treinta mil, casi todos guerreros robustos”, dice el cronista de los Anales de Metz; “montados sobre setecientos navíos a vela y otros más pequeños, tan numerosos que no podían contarse”, señala por su parte Abbón en su poema sobre el asedio. París resistió, pero el ejército devastó Borgoña y Champaña casi sin interrupción, excepto cuando los normandos preferían pasar a Inglaterra para repetir sus ataques. La retirada fue comprada siempre a buen precio, unas veces con dinero y otras mediante una autorización real para saquear determinadas regiones. Ni la resistencia de algunas ciudades amuralladas ni los ocasionales triunfos campales, como el del rey Eudo en 888, pudieron contenerlos.
En Inglaterra el rey Alfredo había dedicado su actividad a fortalecer su reino y a proveerse de una flota. Sus descendientes, entre 900 y 955, pudieron enfrentar con éxito a los daneses, a quienes el rey Etelstan derrotó en 937 en la batalla de Brunanburh; veinte años después estaba en poder de los anglosajones toda la Inglaterra del centro y del norte. Pero los normandos habían hecho pie ya de manera definitiva en el continente. Vencido Rolón frente a Chartres, obtuvo del rey Carlos el Simple la cesión de la alta Normandía, en virtud de una concepción política análoga a la de Alfredo el Grande; pero esta vez la ocupación fue definitiva, y el nuevo señorío se convirtió en una apertura hacia el mundo nórdico: en época del duque Ricardo II, acudió allí y se convirtió al cristianismo Olaf de Noruega, luego rey y propulsor de la cristianización de su reino.
Mientras los anglosajones expulsaban de Inglaterra a los daneses, el rey de Germania Enrique I intentaba someter a Dinamarca a su poder o a su influencia. Los daneses fueron vencidos en 934, sometidos a tributo y convertidos al cristianismo algunos de sus jefes, tras de lo cual comenzó una intensa labor de evangelización desde el arzobispado de Hamburgo. Pero Dinamarca contaba todavía con muchas reservas para afirmar su propia personalidad y no sólo comenzó a sacudir la influencia germánica sino que, en 980, inició una nueva etapa de expansión hacia Inglaterra.
Lo que en realidad se inició a partir de 986, con el reinado de Svend Tjugeskjeg, fue una nueva política de Dinamarca para constituir un vasto imperio marítimo, autónomo pero en relación con el área romanogermánica. Inglaterra era el centro de esta conexión, y los ataques esporádicos que comenzaron en 980 recrudecieron después de 986. Poco después, en 991, los anglosajones fueron vencidos en la batalla de Maldon, de la que la vieja balada guardó melancólico recuerdo, y en 994 el propio rey Svend de Dinamarca, acompañado de Olaf Tryggvesson de Noruega, desembarcó en Inglaterra. Pero sus planes debieron interrumpirse. Acaso forzado por una invasión sueca, Svend se vio obligado a volver a Dinamarca y, entretanto, Olaf, convertido al cristianismo, regresó a Noruega donde, en 995, fue proclamado rey. Svend emprendió la conquista de Noruega, que quedó consumada el año 1000 tras la derrota y muerte de Olaf en Helsingborg. El reino danés dominaba ahora en el Báltico y su rey podía retornar a sus proyectos sobre Inglaterra. La matanza de daneses que ordenó el rey Etelredo de Inglaterra en 1002 proporcionó la ocasión, y Svend se dirigió hacia las costas inglesas. Antes de iniciar las operaciones abandonó su ejército –cuenta Guillermo de Jumiéges– “y se dirigió a Ruán para ir a pedir la paz al duque Ricardo (de Normandía). El duque lo acogió a la manera real, lo retuvo algunos días cerca de él, y mientras el rey y sus caballeros reposaban de las fatigas de la navegación, los dos príncipes concluyeron un tratado de paz bajo la condición de que, en los tiempos venideros, esta paz se mantuviera entre los reyes daneses y los duques normandos y sus herederos, y que aquello que los daneses le arrebataran a sus enemigos, lo llevarían a los normandos para que lo comprasen”. Luego Svend volvió a Inglaterra y comenzó las operaciones que se prolongaron más de diez años, hasta que a principios de 1014 se apoderó de Londres.
Así se constituyó el Imperio Danés, basado en el sólido núcleo del reino de Dinamarca, en la anarquía o en la debilidad de las otras regiones que lo compusieron y, sobre todo, en una inmensa fuerza naval que no tenía par en los mares septentrionales y occidentales; gracias a ella contaban los daneses con amplia libertad de iniciativa y de movimientos, seguridad en la retaguardia y posibilidades de riqueza. Se conectaba con la antigua área romanogermánica a través de Inglaterra y del ducado de Normandía, y aunque no poseía una sólida unidad interior, las circunstancias generales del área marítima septentrional y occidental le eran favorables. La organización eclesiástica, al par que coadyuvaba a la unidad interior, estrechaba sus conexiones con el área romanogermánica que el comercio, poco a poco, acentuaría. Cuando el Imperio Danés puso fin a su efímera existencia política, estaba consagrada la unidad del área económica del Báltico y su independencia con el área romanogermánica.
Svend murió poco después de consumada la ocupación de Inglaterra, pero tras diversas vicisitudes el Imperio Danés fue reconstruido por Cnut, rey de Inglaterra en 1014, de Dinamarca en 1018 y de Noruega, perdida por unos años, en 1030, tras la derrota de Olaf el Santo. Si los reinos que lo componían mantuvieron su organización tradicional, Cnut tuvo hacia todos ellos una política común para aproximarlos al área romanogermánica: tal era el designio que guiaba su activa preocupación por el desarrollo del cristianismo en los estados bálticos y su aproximación al viejo mundo, simbolizada por su peregrinaje a Roma en 1027, donde se hallaba cuando el papa Juan XIX coronó emperador a Conrado II. Cnut agregaba al área romanogermánica todo un ámbito políticoeconómico, poco compacto sin duda si se lo contemplaba desde dentro, pero unitario si se lo consideraba desde aquélla y a la luz de las duras experiencias de las invasiones. La corte de Winchester, donde residía de preferencia, reunía gente de todos los países bálticos a la que se agregaba la de la Normandía francesa. A la época de las expediciones de saqueo siguió, pues, una etapa de acercamiento y de intercambio; el ámbito normando del noroeste se había transformado en una potencia menos amenazadora pero con la que no se podía dejar de contar, de modo que la antigua área romanogermánica aceptó la aproximación. Muy poco después de la muerte de Cnut, el monje cluniacense Raúl Glaber señalaba que, a instancias del duque Ricardo de Normandía, Cnut había comenzado a adoptar una actitud más pacífica. “Desde ese momento –agregaba– se vio a los duques de Ruán llamar en su socorro ejércitos numerosos de las islas del Océano, cada vez que se veían en la necesidad de sostener una guerra. Gracias a esta alianza, los normandos pudieron gozar largo tiempo de una paz segura, y hacer temer su poder a la mayor parte de las naciones extranjeras sin temer el de las otras; y esto no debe asombrarnos, pues, apartando de ellos la discordia enemiga de todo bien, por temor del Señor, habían merecido que Cristo, siempre precedido de la paz, viniera a establecer entre ellos su poder divino. ” Muy agudamente, el cronista observaba, al promediar el siglo XI, que en las costas del oeste y del norte había concluido la era de las expediciones de rapiña; en la defensa y el contraataque el área romanogermánica se había extendido hacia la periferia occidental y septentrional poniendo bajo su influencia una vasta y rica región.
El imperio de Cnut se disolvió a su muerte, pero sólo para reagruparse más tarde. Separadas Noruega y Dinamarca, volvieron a reunirse en 1042 bajo la autoridad del rey Magnus I de Noruega. Independizada Inglaterra bajo el reinado de Eduardo el Confesor, quedó unida al ducado de Normandía tras su conquista por Guillermo el Bastardo en 1066. Pero de todos modos tras las vicisitudes políticas, el área marítima y septentrional consolidaba sus vínculos internos; una creciente actividad comercial los robustecería, ofreciéndole a la economía del occidente cristiano un nuevo polo de atracción opuesto al polo mediterráneo. Muy pronto se establecieron estrechas conexiones entre ambos.
Ya integradas, en la primera mitad del siglo XI, el área normanda y el área romanogermánica sobre las costas marítimas del norte y del oeste, las tendencias internas a la emigración derivadas del régimen de la tierra debieron orientarse en otro sentido. Poco a poco se habían regularizado las relaciones políticas entre los países de una y otra área, y no era lícito ya para los normandos considerar como tierra de nadie las costas inglesas o francesas. Pero la tendencia a la emigración, aunque en mucho menor medida, existía aún. Guillermo de Jumièges, contemporáneo de Guillermo el Bastardo, recogía esta tradición sobre el origen de la emigración de normandos a Italia: “Un joven caballero de su familia, llamado Roberto Bigod, dirigiéndose a él (el conde de Mortain), le dijo un día: ‘Señor, estoy agobiado por la pobreza y en este país (Normandía) no puedo ganar lo que necesito para vivir. Por esa razón voy a partir para la Apulia para vivir allí más honorablemente. ’ Guillermo de Mortain, respondiéndole, le preguntó: ‘¿Quién te ha puesto ese proyecto en la cabeza?’ ‘La pobreza que sufro’, le respondió el otro. ” Verdadera o no, la anécdota que el cronista de Jumièges sitúa en su época corresponde al estado de espíritu que, a principios del siglo, había provocado la emigración de los “bravos y jóvenes caballeros normandos y bretones (que) fueron a Italia en diversas épocas. “ Llamados por los señores lombardos de la Campania, los normandos llegaron constituyendo pequeñas bandas que se pusieron al servicio de las distintas fuerzas que operaban en la región: los príncipes lombardos, las repúblicas independientes y los bizantinos empeñados en lucha contra los musulmanes. En 1029 el duque Sergio IV de Nápoles otorgó al más fuerte de los jefes de banda, Rainulfo, el señorío de Aversa. El nuevo estado se transformó en un centro de atracción de más y más aventureros normandos, cuyo crecido número los convirtió a poco en uno de los principales factores de poder en la Italia del sur.
Para ese entonces, el poder musulmán había comenzado a conmoverse en el Mediterráneo occidental. Poco a poco, el califato de El Cairo acusaba los impactos de los conflictos interiores que carcomían el régimen de los Fatimidas, y su debilidad se hacía patente en el Magrib, donde dos dinastías –Ziridas y Hammadidas– formalizaron en 1017 su autonomía. Poco antes, pisanos y genoveses habían comenzado a atreverse a empresas marítimas de aliento y en 1016 lograron derrotar a la flota de Mugahid y ocupar la isla de Cerdeña; más tarde osaron acercarse a la costa de África y al promediar el siglo XI enfrentaban con éxito las naves musulmanas en las proximidades de las costas sicilianas.
En Sicilia, desde donde vigilaban el paso hacia el Mediterráneo oriental, los musulmanes comenzaban también a perder posiciones. En 1038 la flota bizantina de Jorge Maniaces emprendió un ataque formal que le reportó la conquista de Siracusa dos años después; pero los conflictos metropolitanos lo llevaron de nuevo a Bizancio, y el Imperio Bizantino perdió su última oportunidad. Para entonces, los normandos que llegaban incesantemente a Apulia y Calabria se mezclaron en las confusas luchas que agitaban la región: unas veces con los bizantinos contra los musulmanes, pero con más frecuencia del lado de los lombardos contra los bizantinos. “Los lombardos –relata Guillermo de Jumièges– una vez que recobraron su seguridad, comenzaron a desdeñar a los normandos y quisieron retirarles el sueldo que les daban. Éstos, cuando advirtieron sus intenciones, eligieron a uno de entre ellos que reconocieron como jefe y volvieron sus armas contra los lombardos. En seguida se apoderaron de las fortalezas y sometieron con vigor a los habitantes del país. ” La conquista se aceleró con la llegada de Roberto Guiscardo en 1048 y, más tarde, de su hermano Roger. Campaña tras campaña, todo el sur de la península fue cayendo en manos de los nuevos señores, cuya autoridad reposaba solamente en la eficacia de su acción. Las difíciles circunstancias por que atravesaba el Papado al ascender al pontificado Nicolás II le permitieron a Roberto Guiscardo legitimar su poder, puesto que uno y otro tenían enemigos comunes. En la entrevista de Melfi, en 1059, juró Roberto fidelidad al Papado que, por su parte, reconoció sus conquistas y le otorgó el título de duque de Apolia, Calabria y Sicilia, al tiempo que concedía el condado de Capua a Ricardo de Aversa.
Las posibilidades de acción que se ofrecían ahora a los normandos se orientaban hacia los estados musulmanes o hacia el Imperio Bizantino. A éste le arrebataron en seguida Tarento, Brindis y Reggio, pero aún para emprender acciones de mayor importancia contra él se requería la posesión de Sicilia, contra la que comenzaron las operaciones Roger y Roberto Guiscardo. En 1061 tomaron Messina, pero el segundo debió volver a la península a defender su autoridad; las operaciones en la isla fueron continuadas por Roger, que obraba en la isla a favor de los conflictos internos que debilitaban a los musulmanes. Algo semejante había ocurrido treinta años antes en la península Ibérica, donde las luchas civiles habían concluido por anular la autoridad califal de Córdoba, en 1031, a la que habían sustituido los emires de los diversos reinos llamados de Taifas. Las facciones en lucha comenzaron a buscar el auxilio de los reinos cristianos, así como el emir de Siracusa había solicitado la ayuda de Roger. Y en tanto que las naves pisanas y genovesas se atrevían a desafiar a los musulmanes frente a las costas del Magrib o de Sicilia, los cristianos de la península Ibérica y los del sur de la península Itálica comenzaron a acentuar su presión sobre los vacilantes musulmanes.
Por la época en que los normandos tomaban Messina, el rey de Castilla Fernando I comenzaba a hostilizar a los reinos vecinos: los de Zaragoza, Toledo y Sevilla debieron sometérsele y pagarle tributo al tiempo que veían retroceder su frontera hacia el río Mondego. En el nordeste, la gran cruzada convocada por el papa Alejandro II para ayudar al rey de Aragón Sancho Ramírez logró apoderarse de Barbastro en 1064. En Sicilia, en cambio, los normandos progresaban lentamente a causa de la atención que requerían las últimas operaciones contra los bizantinos en la península; pero después de la toma de Bari en 1071, concentraron sus fuerzas en la isla y lograron tomar Catania y poco después Palermo en 1072. Las operaciones se interrumpieron a causa de los conflictos que estallaron entre los normandos y los que se suscitaron con Gregorio VII, pero la situación se tranquilizó hacia 1080, cuando Roberto Guiscardo firmó con el papa el compromiso de Ceprano, por el que se le reconocían –tras haber estado excomulgado– las últimas conquistas que había realizado; sin embargo, Roger, conde de Sicilia, debió afrontar la difícil situación con escasas fuerzas, a causa de la atención que Roberto Guiscardo prestó hacia 1080 a sus conflictos con sus vasallos y con el papa, y después de 1080 a la guerra con los bizantinos. La muerte del duque de Apulía en 1085 debía modificar la situación general.
“El año cuatrocientos setenta y ocho (de la Hégira, esto es, 1085-86)– escribía un siglo después el historiador árabe Ibn Alatir– comenzó a surgir (en Oriente) la dominación de los francos, a adquirir poder, a asaltar los países musulmanes y a dominar algunos de ellos. Ocuparon los francos la ciudad de Toledo y otras en España de que hemos hablado anteriormente. Asaltaron después la isla de Sicilia el año cuatrocientos ochenta y cuatro (de la Hégira) y la conquistaron como también hemos relatado. Comenzaron entonces a hacerse camino en los confines de África, de la cual tomaron algún lugar que luego fue recuperado. Poco después se apoderaron de otros lugares, como se verá. Cuando entró el año cuatrocientos noventa (de la Hégira, esto es, 1096-97) se dirigieron a Siria . . . ” A partir de la toma de Toledo los musulmanes advirtieron la magnitud de la embestida. Los almorávides del Magrib reaccionaron prontamente y derrotaron al conquistador de Toledo, Alfonso VI, en Zalaca en 1086. Pero la línea del Tajo se conservó como frontera entre cristianos y musulmanes. Al año siguiente, en 1087, una nueva cruzada francesa, organizada por el papa urbano II, se dirigió a Aragón; sus esfuerzos fueron inútiles y dos años después se constituyó otra, con cuyo auxilio los aragoneses tomaron Monzón, Napal y Balaguer. Los almorávides, por su parte, emprendieron la conquista de los reinos de Taifas y volvieron a unificar casi todo el Andalus incorporándolo al imperio del Magrib; y aunque el Cid conquistó Valencia en 1094 y el rey Pedro I de Aragón tomó Huesca, los africanos consiguieron apoderarse del levante español y mantener su dominio del Andalus hasta mediados del siglo XII.
No obstante, el poder de los musulmanes sufría grave desmedro en el Occidente. Naves genovesas y pisanas lograban hacer pie en la costa africana; y en Sicilia, el conde Roger, que había tomado Siracusa en 1085, aprovechó las discordias que se suscitaban entre los emires para ocupar las últimas plazas en 1092. “Este año –escribía Ibn Alatir– los francos, a quienes Dios maldiga, ocuparon totalmente la isla de Sicilia. Que el Sumo Dios quiera devolverla al Islam y a los musulmanes. ”
Desde esa base de operaciones los normandos se apresuraron a establecer activas relaciones comerciales con los mercados tradicionales de Sicilia: y pese a las diferencias religiosas y a las tensiones que la guerra pudiera haber creado, se estableció una activa corriente de intercambio con el Magrib. Hasta tal punto era importante este tráfico, que el historiador árabe Ibn Alatir creía poder justificar la actitud de Roger con respecto a los normandos cuando éstos proyectaron la conquista de África, según relataba en un curioso pasaje de su Kâmil at tawârîh: “Cuando entró el año cuatrocientos noventa (de la Hégira, o sea 1096-97) se dirigieron (los francos) hacia Siria a causa de su rey Bardwil (Bohemundo), pariente de aquel Roger el Franco que se había hecho rey de Sicilia, habiendo reunido grandísima fuerza de francos, mandó a Roger una embajada de este tenor: ‘Yo he recogido, decía, grandes fuerzas y vengo a encontrarme contigo para pasar de tu país a África, que yo conquistaré y me transformaré en tu vecino. ’ Roger reunió entonces a sus compañeros para consultarlos sobre tal determinación; los cuales dijeron: ‘Tan cierto como el Evangelio, será gran ventura para nosotros y para ellos, y todos estos países llegarán a ser tierra de cristianos. ’” Pero a este razonamiento Roger opuso otro más realista: “Como llegasen aquí (estos otros francos) caerían sobre mí mil molestias; estaría obligado a suministrar naves para transportarlos a África y también a mandar ejércitos de los míos. Ahora bien, supuesto que ellos conquisten el país y se hagan dueños de él, el comercio de las vituallas pasaría de las manos de los sicilianos a las de ellos, y yo perdería, en provecho de ellos, lo que cada año me corresponde sobre el precio de los granos. Si en cambio no tienen éxito en su intento, volverán a mi país y yo tendré conflictos por culpa de ellos, porque Tamín (príncipe zirita de África) me dirá: ‘Tú me has traicionado; has violado nuestro pacto’, y cesará la amistad y el comercio entre nosotros y el África. No, es mejor que esto quede en provecho nuestro hasta que nos sintamos fuertes para tomar el África (para nosotros). Llamado luego ante sí el embajador de Bardwil, le dijo: ‘Puesto que os proponéis hacer la guerra santa contra los musulmanes, la más noble empresa es la conquista de Jerusalén, que vosotros podréis liberar de manos de los musulmanes y obtendréis de ello mayor gloria. Con respecto a África (tengo) con ese pueblo fe jurada y pactos estipulados. ’ Entonces los francos se prepararon para la empresa de Siria. ”
Verídico o no el relato, lo cierto es que el establecimiento de relaciones de paz y comercio con el África siguió de cerca a la conquista y duró largo tiempo, aunque con alternativas de guerra y paz.
Tal sería el clima general del Mediterráneo, puesto que la lucha por el poder había comenzado a ser equilibrada y las ventajas recíprocas del intercambio eran evidentes. Si en la península Ibérica había comenzado una aproximación inestable entre los reinos cristianos y los de Taifas en el siglo XI, fue porque la contraofensiva de los primeros logró equilibrar el poder musulmán e instaurar un régimen intermedio entre la paz y la guerra que dejara abierta la posibilidad del intercambio comercial. Y cuando se produjo la anexión de las Taifas al Imperio magrebi de los almorávides, la aproximación entre los cristianos y los musulmanes del Andalus se hizo más intensa.
Una situación análoga habría de crearse en el área del Mediterráneo oriental, sobre todo a partir de la conquista de Sicilia por los normandos, a la que seguiría la enérgica ofensiva cristiana contra los musulmanes de Levante. Durante la segunda mitad del siglo XI la situación de las potencias tradicionales del Mediterráneo oriental se había ido haciendo cada vez más difícil. Durante el gobierno de las dinastías armeniomacedónicas y de los Ducas, el Imperio Bizantino se vio envuelto en largos y violentos conflictos civiles, de los cuales salió debilitado y disminuido, sobre todo a consecuencia de la acción de los normandos en el sur de la Italia –tras la partida de Jorge Maniaces– y de los petchenegos y los turcos seldyucidas, estos últimos, vencedores del emperador Romano IV en la batalla de Manziquert, que les proporcionó el dominio del Asia Menor. El procedimiento de los turcos seldyucidas había conmovido el Califato de Bagdad, cuya antigua autoridad comenzó a declinar. Y el Califato de El Cairo, que había visto apartarse de su autoridad toda el África occidental, se encontraba sumido en los peligros a que lo arrastraba la crisis de la dinastía fatimida. Dentro de esa área, los venecianos habían logrado importantes ventajas en Bizancio para el desarrollo de su comercio desde fines del siglo X; y a principios del siglo XI habían alcanzado el control del Adriático y las posibilidades más ventajosas para el comercio con Alepo, Alejandría, El Cairo, y algunos puertos occidentales como Palermo y Kairúan. Como poco a poco se canalizaba hacia Venecia el comercio del valle del Po y de Alemania, la actividad que se desplegaba en esas rutas era considerable. Pero desde el momento en que los normandos comenzaron a predominar en el sur de Italia y Sicilia la situación comenzó a modificarse.
La posibilidad de conquistar el Imperio Bizantino atrajo a Roberto Guiscardo, cuyos planes de alianza matrimonial con el emperador Miguel VII habían fracasado en 1078 cuando éste cayó destronado por Nicéforo y vio a su hija recluida en un convento. Con el consentimiento del papa Gregorio VII –que buscaba una ocasión de recuperar para la autoridad de Roma la Iglesia de Constantinopla separada de ella en 1054– Roberto Guiscardo inició en 1081 una campaña contra el Imperio Bizantino desembarcando en Avlona, que su hijo Bohemundo acababa de conquistar. Era un ataque directo no sólo contra Bizancio sino también contra Venecia, puesto que se alteraba su predominio marítimo en el Adriático, y por tal razón la flota veneciana se enfrentó con los normandos y logró derrotarlos. Pero los normandos se apoderaron de Corfú y Durazzo; las fuerzas de Bohemundo se internaron considerablemente y se apoderaron de muchas ciudades, hasta que Alexis Comneno las detuvo en la batalla de Larisa, en 1083. Al año siguiente Roberto Guiscardo reinició la campaña: “era indomable –escribía Ana Comneno– y se imaginaba que todo estaba a merced suya desde el primer momento”; pese a la intervención de la flota veneciana logró algunos éxitos, pero su muerte, en 1085, detuvo la campaña.
Para los normandos, la cruzada que organizó urbano II en 1095 contra los infieles fue la ocasión de retomar sus planes. Respondieron al llamado del papa no sólo los provenzales sino también nutridos grupos de caballeros del norte, y con todos ellos –aparentemente unidos por los ideales de la recuperación del Santo Sepulcro, pero separados por intereses y ambiciones– fue emprendida la operación militar de mayor aliento que hasta entonces emprendieron los señores de los reinos cristianos.
Contra lo que esperaba el emperador Alexis, el secreto designio de los cruzados no era devolver a Bizancio los territorios que los turcos le habían arrebatado, sino crear nuevos señoríos autónomos. Tal fue, efectivamente, la consecuencia politicoeconómica de la expedición, lograda tanto a costa del Imperio Bizantino como de los musulmanes. “Sería demasiado largo y superior a mi débil capacidad –escribía un siglo después Jacques de Vitry– relatar en detalle el poderío y el esplendor, la elegancia y la bravura que desplegaron el rey (Balduino) y los otros caballeros de Cristo, quienes, como nuevos Macabeos, consagraron sus brazos al Señor y trabajaron para acrecer su reino y hacer retroceder las fronteras de los países cristianos, combatiendo contra los enemigos y apoderándose de las ciudades y de otros puntos fortificados. Toda la Iglesia de los Santos contará hasta el fin de los siglos sus combates y sus triunfos. En medio de este conjunto de hechos, diré en pocas palabras y de una manera general que, ayudados por el poder de Dios, sometieron a la Iglesia de Cristo cuatro hermosos principados retenidos demasiado tiempo por la pérfida raza de los paganos. ” Tal fue, ciertamente, el resultado inmediato y fundamental de la Cruzada. Edesa, Antioquía, Trípoli y Jerusalén constituyeron otros tantos señoríos cristianos que, aunque efímeros, ejercieron una influencia fundamental no sólo en la vida de la región en la que estaban enclavados sino también en la de toda el área del Mediterráneo, en la medida en que promovieron la intensificación de las relaciones de su ámbito con el área romanogermánica.
Las relaciones políticoeconómicas que entonces se establecieron movilizaron ciertas fuerzas y crearon nuevos vínculos que perdurarían a través de las diversas vicisitudes del conflicto entre cristianos y musulmanes. Excepto Edesa, los demás señoríos cristianos se tornaron emporios marítimos que atrajeron en seguida a las gentes de los países occidentales. Con la ayuda de pisanos, genoveses, normandos, ingleses, venecianos y otros que acudían para no quedar fuera de las nuevas perspectivas que se abrían en el Levante, los cruzados, especialmente a partir del reinado de Balduino I de Jerusalén, conquistaron los puertos sirios y abrieron la vía para un intercambio sumamente prometedor: “Cuando la ciudad de Jaffa fue rehabilitada y rodeada de murallas, los comerciantes cristianos se dirigieron hacia su puerto desde todos los reinos y todas las islas”, señalaba Alberto de Aix. Eran, en principio, comerciantes y aventureros, “pisanos, genoveses, venecianos, amalfitanos y otros más que van como bandidos a atacar y despojar a todos aquellos que se encuentran sobre el mar”, o noruegos como los que llevó a Sidón el rey de Noruega, “que había partido de su reino con gran despliegue y con un ejército de diez mil hombres de guerra montados sobre cuarenta navíos cargados de armas, y que habían recorrido el vasto mar durante dos años”. La llegada de los diversos grupos expedicionarios siguió de cerca a la de los cruzados, y su participación en las operaciones militares alternó con la actividad mercantil: “Antes de pasar a otros temas –relata Raimundo de Agiles, capellán del conde Raimundo de Tolosa– no debo omitir hablar de aquellos que, llenos de celo por nuestra muy santa expedición, no temían navegar a través de los vastos y desconocidos espacios del mar Mediterráneo y del Océano. Los ingleses, informados de la empresa que tenía por objeto vengar a nuestro Señor Jesucristo de aquellos que se habían apoderado indignamente de la tierra natal del Señor y de sus apóstoles, entraron en el mar de Inglaterra, hicieron la vuelta de España después de haber atravesado el Océano, y surcando en seguida el mar Mediterráneo, llegaron después de grandes esfuerzos al puerto de Antioquía y a la ciudad de Laodicea antes de que nuestro ejército hubiese alcanzado ésta del lado de tierra. Los navíos de esos ingleses y los de los genoveses nos fueron entonces infinitamente útiles. Gracias a ellos tuvimos los medios para llevar a cabo las operaciones de sitio y para comerciar con la isla de Chipre y las otras islas. ” Pero a partir del momento mismo en que quedaron sometidas las ciudades del litoral, la actividad mercantil se regularizó, sobre la base de los compromisos que los nuevos señores habían contraído con sus aliados marítimos. En 1101, Balduino I convino con los genoveses un tratado según el cual “si durante el tiempo en que por amor a Dios ellos (los genoveses) permanecieran en Tierra Santa lograsen, por la ayuda y la voluntad del Altísimo, tomar de acuerdo con el rey alguna ciudad de los sarracenos, los navegantes genoveses tendrían para ellos en común la tercera parte del dinero tomado al enemigo sin que se les hiciera en este aspecto la menor injusticia; que el primero y el segundo tercio pertenecerían al rey; y que, además, ellos poseerían eternamente, y a título de herencia transmisible, un barrio de la ciudad tomada”. Y cuando se negoció la alianza para la conquista de San Juan de Acre, en 1104, se reiteraron los términos con algunos agregados: “Los genoveses les respondieron (a los negociadores enviados por el rey Balduino): ‘que ellos estaban dispuestos a empeñarse con gran celo en el asedio de Ptolemais (Acre), a condición de que se les concediese a perpetuidad el tercio de las rentas y de los derechos eventuales que se percibieran a la entrada del puerto; y que se les diese una iglesia en la ciudad, y una calle en la cual ejercieran una jurisdicción plena y entera’. Habiendo sido aceptadas esas condiciones por el rey y por sus principales oficiales, y confirmadas por la fe de los juramentos, se redactó por escrito un tratado destinado a perpetuar su recuerdo. “ Más terminante fue la compensación que recibieron de Bertrand, hijo de Raimundo de Tolosa, después de la toma de Trípoli en 1109, cuando entregó a los genoveses toda la ciudad de Gibelet, la antigua Biblos, que se transformó en una colonia genovesa. Desde el año 1100, cuando el duque Godofredo concertó con los emires de las ciudades del litoral la paz política y comercial, había quedado terminantemente establecido que el comercio marítimo quedaba excluido del pacto: “Pero el duque prohibió a todos los gentiles todo intercambio y toda facultad de salir por mar. Para ello colocó y dispersó sobre el mar guardianes y vigilantes secretos a fin de que los gentiles no pudiesen introducir nada por esta vía en sus ciudades, por temor de que estando abundantemente provistos de riquezas y tomado confianza en sus fuerzas, no comenzaran, en su orgullo, a rebelarse y resistirse, despreciando los tratados que habían firmado con el duque. Así, todos aquellos que llegaban por mar desde Alejandría, Damieta o África eran hechos prisioneros o condenados a muerte por los caballeros del duque, que se incautaba también de todas sus riquezas. Por su parte, los sarracenos no estaban en paz con los cristianos en el mar, sino que los tratados que habían concluido de una y otra parte se referían solamente a la tierra. “ De este modo, la posibilidad de recibir mercaderías extranjeras y de exportar hacia los mercados occidentales quedó totalmente en manos de los navegantes cristianos, situación que se fue consolidando cada vez más.
Esa medida con respecto al comercio marítimo era complementaria de otra que se refería al comercio por tierra. No bien consolidada la autoridad de los cruzados en Jerusalén y, sobre todo, en la recién construida Jaffa, el duque Godofredo echó las bases de una política económica que permitía el abastecimiento de los expedicionarios y la apertura del comercio interno para los comerciantes que llegaran a las costas sirias, los que podían concentrar los productos destinados a ser distribuidos en los mercados occidentales. “En esas circunstancias –decía Alberto de Aix– los gentiles no encontraron nada mejor que enviar rápidamente una diputación de las ciudades de Ascalón, Cesárea y Ptolemais al duque Godofredo para saludarlo de parte de los emires de esas ciudades. Esta diputación fue en seguida a llevar al duque y a sus principales fieles en Jerusalén un mensaje concebido en estos términos: ‘El emir de Ascalón, el emir de Cesárea y el emir de Ptolemais al duque Godofredo y a todos, salud. Nosotros te suplicamos, duque muy glorioso y magnífico, que por tu gracia y autorización, nuestros ciudadanos puedan salir para sus negocios en seguridad y paz. Te llevamos diez buenos caballos y tres hermosas muías; y todos los meses te suministraremos a título de tributo cinco mil besantes. ’ Por ese tratado se concluyó y se estableció sólidamente la paz, y se formaron también día a día nuevos lazos de amistad principalmente entre el duque y el emir de la ciudad de Ascalón; el primero recibió gran cantidad de presentes en trigo, vino, cebada y aceite, más de lo que podría decirse o recordarse. Cesárea y Acre le enviaron también regalos en oro y plata, y obtuvieron además paz y seguridad. Todas las tierras y los países de los gentiles cedieron bajo el temor que les inspiraba el duque muy cristiano. A medida que su glorioso renombre llegaba a los príncipes de la Arabia, trataban éstos igualmente con él para hacerse acordar paz y seguridad, bajo la condición de que sus mercaderes entraran pacíficamente en Jerusalén y Jaffa para llevar allí todas las cosas necesarias para la vida y cambiarlas sin obstáculos con los cristianos. Así se hizo, en efecto, y entonces se vio llegar en abundancia a Jaffa y a Jerusalén bueyes, carneros, caballos, vestimentas y artículos varios; los gentiles cambiaban todas sus mercaderías con los cristianos a precios justos, y el pueblo experimentaba una gran alegría. ” Ese intercambio traspasó los límites del comercio interno y alimentó la actividad de los mercaderes que llegaban del Occidente a los puertos sirios. A su regreso comenzaron a hacer circular por el área romanogermánica los artículos orientales, vitalizando activamente el tráfico mercantil interior.
Así se acentuó en el siglo XI el proceso de expansión del área romanogermánica hacia la periferia. Poco más de un siglo de embestidas y contraataques bastó para contener a los pueblos que convergían sobre ella y para dominarlos e incorporarlos a su red. Lazos políticos, económicos y culturales vincularon al área romanogermánica las nuevas regiones periféricas. Desde entonces la comunicación comenzó a ser cada vez más intensa y frecuente, cualesquiera fueran las vicisitudes de las relaciones recíprocas, en las que se alternaban la paz y la guerra. Pero el área romanogermánica, convertida ahora en núcleo interior de un ámbito más vasto, operó como centro de irradiación desde el que partían y hacia el que retornaban las corrientes de intercambio con las zonas periféricas. En virtud de ese movimiento, su horizonte se extendió enormemente y la magnitud del intercambio creció con rapidez y vigor. Sus límites se alejaron, creando nuevas regiones fronterizas en las que pudieron desarrollarse nuevos fenómenos de expansión y distensión, y sus perspectivas y posibilidades de desarrollo se multiplicaron al ser dinamizada por una poderosa fuerza centrífuga.
A diferencia de lo que había sucedido hasta entonces, el área romanogermánica no poseía ahora una sola vertiente sino dos; y esta bipolaridad, consolidada después del proceso de expansión hacia la periferia, debía alterar el equilibrio interno del nuevo ámbito que se integraba. Sólo a través de largos conflictos debía alcanzarse un principio de ordenación politicoeconómica en las dos áreas en que se desarrollaría la actividad de la nueva Europa desde el siglo XI: el área del Atlántico y sus mares dependientes, y el área del Mediterráneo.
II. LA ORDENACIÓN POLITICOECONÓMICA DEL ÁREA ATLÁNTICA
No apareció durante el período feudoburgués ninguna potencia suficientemente fuerte como para lograr la hegemonía en el área atlántica. La incontrastable superioridad naval de los escandinavos les permitió ejercer sobre ciertas regiones un predominio temporal tanto económico como político; pero no tenían ni la organización ni la capacidad militar como para extenderla y perpetuarla sobre la vasta zona que tanto habían contribuido a integrar y que se ordenaba mediante el intercambio y la comunicación recíprocas. Económicamente, el área atlántica se fue unificando y alcanzaría más tarde una sólida ordenación por obra de los mercaderes y las ciudades de la Hansa germánica; pero mientras se fortalecían estos vínculos, sólo llegaron a constituirse unidades de poder o unidades económicas regionales, inestables y cambiantes. La región del Báltico centralizaba –además del tráfico local– el que se proyectaba por el este hacia las costas rusas y desde allí hacia el mar Negro, y el que se proyectaba por el sudoeste hacia Inglaterra, las ciudades alemanas y flamencas y la Normandía; pero la hegemonía del mar Báltico mismo fue duramente discutida, en tanto que los vínculos políticos con Inglaterra y la Normandía francesa se debilitaron. Subsistió solamente una trabazón económica; pero las circunstancias políticas contribuyeron a crear otros vínculos económicos locales en el mar del Norte, que adquirieron creciente importancia, sin que pudieran, sin embargo, desbaratar la vasta red que los escandinavos habían tejido en el extenso litoral atlántico. Y a principios del siglo XII la red se extendía desde las costas noruegas y el mar Báltico hasta el estrecho de Gibraltar.
Gracias a su audacia y a su pericia, pudieron los escandinavos abrir nuevas vías o enlazar ciertas rutas regionales para diseñar el mapa de las posibilidades náuticas y económicas. El rey Sigurd navegó en 1108 desde Noruega hasta Palestina con una flota de sesenta navíos, pasando por Inglaterra, Normandía, Galicia y Portugal hasta cruzar el estrecho de Gibraltar; y en 1150 repitieron el periplo Erling Skakke y el conde Rognvald. Y, entretanto, mantenían el control del comercio regular con Inglaterra, pese a la disolución del vínculo político que la había unido a Dinamarca, y la dinastía normanda cuidó celosamente de la seguridad de los mercaderes.
La dinastía normanda desarrolló además las relaciones económicas entre Inglaterra y Francia, que se intensificaron más aún en la época de la dinastía angevina. Gracias a ellas Ruán llegó a ser –según decía Ordrico Vital al promediar el siglo XII– una ciudad “muy poblada y muy rica en diversos géneros de comercio; es muy agradable a causa de la afluencia de barcos que se reúnen en el puerto . . . ; una gran abundancia de frutos, de pescados y de toda clase de productos aumenta aún su opulencia”. Las ciudades flamencas y muy especialmente Colonia desarrollaron un intenso tráfico con Inglaterra, estimulado especialmente por Enrique II. Y tal actividad, que se acentuaría al regularizarse las exportaciones de lanas inglesas a Flandes, delimitaría un área económica local de creciente importancia.
Este tráfico repercutió en desmedro del comercio escandinavo; y no fue el único factor de su debilitamiento. Grupos eslavos –los wendes, y más particularmente los pomerianos– se dedicaron con éxito a la piratería en el mar Báltico, a cuyo tráfico y a cuyas ciudades amenazaron duramente, hasta que fueron sometidos por Cnut VI en 1182. Ya para entonces la actividad comercial de los suecos en Crimea se había interrumpido a causa de la declinación de Kiev, opulenta capital de un poderoso principado –cuyas cuarenta iglesias y cuyos ocho mercados habían maravillado a Thietmar a principios del siglo XI– acosada luego por los polovsianos e incomunicada con el Báltico. Novgorod había heredado su hegemonía económica, pero su desarrollo coincidió con el ascenso de las ciudades alemanas, especialmente después de sobrepasada la crisis de fines del siglo XI, durante la cual los bohemios, los húngaros y los eslavos habían tratado de sacudir la autoridad que los emperadores habían instaurado trabajosamente poco antes. Ese ascenso de las ciudades alemanas conspiró contra la hegemonía comercial danesa y concluyó por anularla.
La intensificación de la expansión alemana hacia el este se produjo a principios del siglo XII, en la época del emperador Enrique V; pero más que por obra del emperador mismo, por el esfuerzo del duque de Sajonia, Lotario de Supplinburg, que poseía ese dominio desde 1106 y que alcanzaría la dignidad imperial en 1125, cuyos esfuerzos apoyaba resueltamente la Iglesia. Desde Magdeburgo, que sería el centro de la expansión hacia el este, comenzó entonces una fuerte presión sobre las regiones que los eslavos ocupaban más allá del Elba, movida por diversas razones: la tendencia expansiva propia de las comarcas fronterizas, la necesidad de acrecentar la seguridad de la línea del Elba, la posibilidad de acrecentar el poderío de los señores de las comarcas adelantadas y, sobre todo, la atracción que unas regiones muy ricas, pobladas por pueblos de poca densidad y escaso nivel de desarrollo, ejercían sobre las poblaciones germánicas, que acusaban a fines del siglo XI un intenso crecimiento demográfico; a éstas podrían agregarse las razones que tenía la Iglesia para procurar la evangelización de los eslavos no cristianos.
En 1110, Lotario, duque de Sajonia, otorgó el condado de Holstein a Adolfo de Schauenberg, y en 1134 concedió la Marca del Norte a Alberto de Ballenstadt, llamado Alberto el Oso. Desde estos dos centros de acción –y con altibajos, según el desenvolvimiento de los conflictos internos– se desarrolló una intensa campaña en las regiones de influencia danesa o eslava. En 1136 Alberto el Oso logró recuperar la ciudad de Havelberg, y en 1150 la de Brandeburgo, con lo que volvían a alcanzarse los límites establecidos por Otón I. Enrique el León, duque de Sajonia en 1142, apoyó a Adolfo II de Holstein –que había sucedido a su padre en 1131– y el vigoroso empuje germánico permitió la fundación de Lübeck en 1143. De ese modo se logró adelantar considerablemente la frontera, ofreciendo a los colonos alemanes una posibilidad de expansión. “¿No habéis sometido vosotros –decían los emisarios de Adolfo de Holstein a los campesinos de Frisia, Utrecht y Westfalia– la tierra de los eslavos? ¿No la habéis comprado con la muerte de vuestros padres y vuestros hermanos? ¿Por qué llegaréis los últimos a tomar posesión? Sed los primeros y emigrad a una tierra tan deseable, pobladla y gozad sus delicias. ” Alberto el Oso los llamó también después de haber expulsado o destruido a las poblaciones eslavas, “y vinieron de las orillas del Océano pueblos numerosos llenos de coraje –cuenta el cronista Helmold–, ocuparon el país de los eslavos, construyeron ciudades e iglesias y acrecentaron sus riquezas más allá de toda previsión”.
Con la llegada al poder de Federico I la política de expansión hacia el este se hizo aún más firme. Pese a sus preocupaciones por los problemas de Italia, Barbarroja advirtió la importancia que tenía para el Imperio la ocupación de las tierras entre el Elba y el Oder y encaró el problema resueltamente. Impuso a Wichmann como arzobispo de Magdeburgo y alentó los esfuerzos del duque de Sajonia, Enrique el León, a quien dio satisfacciones otorgándole en 1153 el ducado de Baviera, que le había sido arrebatado a su familia, y concediéndole en 1154 el derecho de investir a los obispos de Mecklemburgo, Ratzeburgo y Oldenburgo, así como los nuevos que se crearon del otro lado del Elba.
Audaz por temperamento y en posesión de la autoridad, Enrique el León utilizó todos los recursos para germanizar la región entre el Elba y el Oder. En 1158 logró que su vasallo Adolfo II de Holstein le cediera la ciudad de Lübeck, e hizo de ella no sólo un centro para nuevas empresas colonizadoras sino también un centro de comercio internacional que muy pronto alcanzaría la preeminencia sobre todos los demás. Tanto el comercio de Novgorod como el del Báltico vinieron a desembocar en Lübeck, cuyos mercaderes comenzaron a controlar también la actividad mercantil del Atlántico, sobre todo después del matrimonio de Enrique el León con la hija de Enrique II de Inglaterra, en 1162, que estrechó los lazos entre ambas regiones. Entretanto, Enrique el León llevó adelante las acciones militares sobre las poblaciones eslavas –obotritas y wagrianos–, cuya resistencia obligaba a una lucha ininterrumpida. Pero en 1167 Enrique el León cambió de táctica y llegó a un acuerdo con Pribislav, príncipe de los wagrianos, a quien concedió en feudo Mecklemburgo. Pribislav, ya cristiano, fundó monasterios y ciudades –Rostock entre ellas– y desde unos y otras difundió la colonización germánica: no mucho después Stettin, en las bocas del Oder, era ya una ciudad germánica.
Cuando Enrique el León cayó derrotado por Federico I, en 1181, la obra del duque de Sajonia se vio amenazada; pero aunque se debilitara la dependencia de esas regiones con respecto al Imperio, la colonización –que había modificado la fisonomía étnica– y la catequesis –que había impuesto el cristianismo y había asegurado la influencia del clero– forzaban la incorporación de la zona entre el Elba y el Oder al área romanogermánica. En rigor, la incorporación de esas comarcas no había sido la obra del Imperio mismo sino de los señores y de la Iglesia, y más de los primeros que de la segunda a causa de la belicosidad de las poblaciones eslavas. La necesidad de vigilar las fronteras había suscitado una política defensiva, pero poco a poco pasaron los señores alemanes a la ofensiva, movidos por el incentivo del poder y de la riqueza. “En las expediciones que desde su juventud hizo (Enrique el León) a Eslavia –comenta el cronista Helmold– jamás se trató de cristianizar, sino que fue siempre asunto de dinero. ” Para fortalecer sus conquistas pensaron que debían exterminar a la población eslava, y el cronista señala que “los eslavos desaparecieron poco a poco del país”; después, dice el mismo cronista, “los alemanes venidos de su país afluyeron allá para habitar una tierra espaciosa, rica en trigo, abundante en pastos, en pescados, en carne y en otros bienes”. Hubo, pues, una profunda transformación socioeconómica de la región, y su anexión al área romanogermánica quedó asegurada por vínculos más profundos que los que la conquista y la dependencia política podían crear.
Con todo, durante el siglo XII la autoridad del Imperio fue lo suficientemente fuerte como para asegurar la perduración de los vínculos que las regiones marginales habían establecido con el núcleo romanogermánico. Hungría, Bohemia y Polonia comenzaron a intervenir activamente en los problemas generales del mundo occidental, y no sólo a través del Imperio sino también a través de la red eclesiástica. Dos políticas –la del Imperio y la del Papado– se enfrentaban, en efecto, en la lucha por la influencia sobre las regiones marginales. Las circunstancias políticas y económicas contribuyeron también a que se estrecharan los vínculos, entre el Imperio Bizantino y el Santo Imperio, unidos ambos especialmente a causa de sus comunes enemigos, el Papado y Sicilia, esta última constituida en reino por obra de Anacleto II en 1150.
También vinculó a los dos imperios la salida natural que el comercio del sur de Alemania encontró a través de los pasos alpinos por Venecia. El comercio del norte, en cambio, comenzó a ser controlado cada vez más por las ciudades alemanas, especialmente por los grandes puertos situados en el estuario de los grandes ríos. Concurría en Colonia no sólo el tráfico del Rin, muy importante ya de por sí, sino también el de las grandes vías que vinculaban con el oeste –por Maestricht a Valenciennes y Brujas– y con el este, hasta Hamburgo; allí se centralizaba un importante intercambio con Inglaterra, especialmente con Londres. Bremen y Hamburgo, donde llegaba el tráfico interno del Wesser y el Elba, comerciaban también con Inglaterra.
A ese tráfico se incorporó luego Stettin, y sobre todo Lübeck, que pasaría a ser un nudo vital del intercambio comercial atlántico. Muy importante por sus relaciones con Inglaterra, lo fue sobre todo porque recogió los hilos del comercio del Báltico y se transformó en la intermediaria para la conexión del área báltica con el área del mar del Norte. Ya en la primera mitad del siglo XII observaba Guillermo de Malmesbury que los muelles de Londres estaban “atestados de bienes de los mercaderes provenientes de todos los países y especialmente de Alemania”; y este intercambio se acentuó en la segunda mitad del siglo con el florecimiento de Lübeck. Concurría a ésta el tráfico de Novgorod –centro a su vez del comercio ruso tras la crisis de Kiev–, el de Gotland, Dinamarca, Suecia y Noruega; y hacia el oeste, además del de Inglaterra, comenzó a controlar el tráfico con las ciudades flamencas. Existía en éstas una importante manufactura textil que en la segunda mitad del siglo XII alcanzó gran desarrollo y cuyos productos eran transportados hasta la zona del Báltico por naves flamencas; pero Lübeck se apropió de este tráfico y transformó poco a poco a Brujas en una de sus principales escalas.
La vasta red marítima que Lübeck organizó –y que poco a poco adquirió la forma de la Hansa– asestó un rudo golpe a la hegemonía económica de los países escandinavos, y especialmente de Dinamarca, donde fue más notable el impacto ocasionado por la política de las ciudades alemanas. Creadora de un imperio marítimo en el siglo XI, Dinamarca había comenzado a declinar y se vio obligada a admitir la supremacía del Imperio Germánico en el siglo XII. El emperador Lotario recibió el homenaje del reino en 1135 y Federico I intervino en los conflictos internos con tan reconocido derecho que Waldemar I le envió una embajada “requiriéndole que se dignara enviarle la investidura de su reino y ratificar la elección que había recaído en él”. Gracias a eso, Federico I se atribuía el mérito de “haber devuelto Dinamarca al mundo Romano“.
Empero, Dinamarca estaba ya estrechamente unida a él, y cuando en 1181 la caída de Enrique el León relajó la autoridad del Imperio en el área báltica, Dinamarca pudo completar el proceso de recuperación que se había iniciado durante el reinado de Waldemar I. Había logrado éste la conquista de Rügen en 1168 y su hijo, Cnut VI, desafió al Imperio al subir al trono, en 1182, sometiendo a su influencia a Pomerania después de derrotar a los piratas que la poblaban y contenían el comercio danés. A medida que se acentuaba la crisis del Imperio, Dinamarca afirmaba su autoridad. Era un país ya identificado con la mentalidad occidental, tanto que el cronista Arnold de Lübeck podía escribir estas palabras refiriéndose a la época de Cnut VI: “Los daneses han hecho tantos progresos en el estudio de las letras porque los nobles del país envían sus hijos a París, no solamente para impulsarlos hacia el sacerdocio sino también para darles instrucción secular. De eso proviene que sobresalgan, por su conocimiento de la lengua de ese país, no solamente en las artes sino también en la teología. “ Y ese contacto quedó simbolizado en la alianza matrimonial de Felipe Augusto de Francia con Ingeburge, hermana de Cnut VI. Pero además se acentuaba la influencia de las costumbres y los gustos alemanes, que difundían los colonos emigrados y que aceptaban los daneses como propias de un mundo al que deseaban pertenecer. Todo ello acompañaba a una mayor madurez política de Dinamarca.
Cuando en 1198 la crisis alemana se agudizó por la querella entre Felipe de Suabia y Otón de Brunswick, Dinamarca intervino en la contienda buscando su propio provecho. Apoyó a Otón IV y buscó su propio campo de operaciones en el Holstein, donde derrotó al conde Adolfo III en 1201. Dos años más tarde, Waldemar II entraba en Lübeck, reconocido como rey de daneses y eslavos, y logró mantener su autoridad hasta que reaccionaron los señores de Holstein y de Mecklemburgo, encabezados por Enrique de Schwerin, veinte años más tarde. Entonces, en 1223, Waldemar fue hecho prisionero y los daneses fueron derrotados dos veces: en Lanenburgo en 1225 y en Bornhoved en 1227. Una vez más la querella entre alemanes y daneses evolucionaba en favor de los primeros, pese a la progresiva declinación del Imperio, por obra de los señores de las regiones fronterizas y de las ciudades hanseáticas.
Poco antes, algunos de esos señores habían fundado la Orden de la Espada bajo la dirección del obispo de Riga para combatir a los prusianos; pero la empresa no pudo avanzar hasta que, en 1226, recibió la Orden Teutónica la misión de conquistar la Prusia. Dos años después cruzaron los caballeros de la Orden el Vístula, fundaron Torun, y emprendieron la exterminación de los prusianos y la repoblación de la comarca. A lo largo de cincuenta años de dura lucha Prusia oriental fue sometida poco a poco, mientras los marqueses de Brandeburgo trabajaban en el mismo sentido en la región entre el Elba y el Oder; en 1231 sometieron el valle del Spree y en 1253 alcanzaron las orillas del Oder, donde fundaron la ciudad de Francfort, prosiguiendo luego la marcha hacia el este. De esa manera avanzaban las fronteras del área romanogermánica, amenazadas por entonces no sólo por las poblaciones radicadas de antiguo sobre sus límites sino también por los mongoles, que en 1226 habían llegado hasta Hungría, avanzando luego hacia Polonia y Silesia. La victoria que en 1241 obtuvieron en Liegnitz sobre los caballeros silesios que mandaba el duque Enrique el Piadoso, pareció poner en peligro el mundo cristiano; pero los mongoles se retiraron, y los señores alemanes lograron asegurar su frontera oriental.
La crisis política que siguió a la muerte de Federico II no comprometió, pues, la expansión del área romanogermánica hacia el este. La continuaron, intensificándola, ciertas fuerzas sociales que se desentendieron de las luchas por el poder interno, algunas de las cuales, como los grupos señoriales que desarrollaron la conquista y colonización de Prusia, poseían una posición definida en la sociedad tradicional; pero la asumieron resueltamente también otros grupos sociales de fisonomía menos definida que se desarrollaban especialmente al calor de la economía de cambio y de la vida urbana. La burguesía alemana, en efecto, se encontró, en la crisis del interregno, frente a condiciones de hecho que estimulaban y favorecían el desarrollo de su poder social y económico, y rápidamente aprovechó la oportunidad para extender sus actividades y apoderarse del control de la actividad económica, primero, y luego, en la medida en que las circunstancias se lo permitían, de la conducción de la política urbana. En ejercicio de esas nuevas posibilidades, la burguesía organizó prontamente una red económica que extendía su influencia mucho más allá de los límites políticos del Imperio, uniendo prácticamente toda el área atlántica.
Ya en 1230 Lübeck y Hamburgo formalizaron sus relaciones para proteger la navegación y unificar sus esfuerzos económicos; se agregaron a ellas, poco a poco, muchas ciudades del Báltico, del mar del Norte y del Océano Atlántico, en una asociación que luego constituiría la Hansa Germánica. De ese modo se aseguraron las ciudades alemanas del norte un papel decisivo en las relaciones comerciales de las ciudades escandinavas y bálticas con las ciudades romanogermánicas.
A medida que la organización fue consolidándose, se unieron a ellas las ciudades que, a causa de los conflictos internos del Imperio, se habían reunido en 1254 constituyendo la Liga del Rin.
De ese modo, al finalizar el siglo XIII cobraba forma cierto orden en el área atlántica. No fue un orden basado en la primacía política de ninguno de los reinos, porque ninguno de ellos tuvo las posibilidades de imponerla, sino que se constituyó sobre la base de la coordinación de los esfuerzos de las burguesías locales. En algunos casos, como en Flandes, la burguesía debía enfrentar a los señores y tuvo que desarrollar su actividad en medio de las dificultades que le oponía la diversidad de intereses que se movían a su alrededor, capaces de suscitar conflictos tan graves como los que se desarrollaron a lo largo de las luchas entre los Capetos y los Plantagenets; en otros, como en Inglaterra, Francia o los reinos escandinavos, la burguesía alternarse el apoyo y la hostilidad de la Corona o de los señores; y en otros, como en el Imperio, creció trabajosamente hasta hallar en una crisis del poder central la coyuntura favorable para desarrollar libremente sus posibilidades. Pero a despecho de los conflictos políticos, el orden económico del área atlántica aseguró la estrecha vinculación de regiones remotas, y aceleró el desarrollo de nuevas situaciones sociales y culturales.
III. LA ORDENACIÓN POLITICOECONÓMICA DEL ÁREA MEDITERRÁNEA
También fue la burguesía de las ciudades la que trató de imponer un orden en el desarrollo politicoeconómico del área mediterránea; pero sus esfuerzos, aunque tenaces y costosos, tuvieron un éxito parcial. Sin duda tenían las ciudades marítimas una idea exacta de las posibilidades que ofrecía el comercio mediterráneo y de las implicaciones políticas y militares que suponía el intento de aprovecharlas. Pero sus fuerzas tenían un límite restringido; unas veces por tratarse de repúblicas urbanas independientes –y en ese caso poseedoras de recursos limitados–, y otras por formar parte de estados territoriales cuya política general no podían establecer las minorías urbanas por sí solas, sino contando con la aprobación de los sectores aristocráticos y terratenientes. Por lo demás, el programa de expansión de cada ciudad o cada estado chocó con el de alguna potencia rival que aspiraba –con casi parejo potencial naval– a los mismos mercados y a la misma zona de influencia. El resultado fue una lucha constante entre todas las potencias marítimas y una sucesión de variadas alianzas para alcanzar un equilibrio de poderes. Ese equilibrio fue constitutivamente inestable, y la guerra, ocasional y permanente, fue la opción necesaria. Musulmanes y cristianos de las dos Iglesias se entrecruzaron en las alternativas de alianzas y enfrentamientos, en busca de una hegemonía que ninguna de las potencias marítimas pudo alcanzar.
La situación fue cobrando tirantez a medida que las posibilidades de expansión de la burguesía cristiana se hicieron mayores. Así sucedió a partir de los primeros triunfos de los cruzados en el Levante al comenzar el siglo XII y al producirse la crisis almorávide en el Magrib, muy poco después.
La insurrección de los almohades convulsionó el imperio de “las dos tierras” –Magrib y España–, desencadenando una larga guerra civil a partir de 1122. Debilitada la situación de los almorávides en África, los reinos de Taifas recobraron su independencia, y con ella su debilidad. Alfonso VII de Castilla pudo entrar en Córdoba en 1146 y conquistar al año siguiente la plaza de Almería con la ayuda de naves genovesas, pisanas y catalanas, mientras el rey Alfonso de Portugal se apoderaba de Lisboa y el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV tomaba Tortosa. Por su parte, Roger II de Sicilia procuraba poner pie en África para extender su influencia marítima en el Mediterráneo occidental. “Entre Roger, príncipe de Sicilia, y el emir Alí, príncipe del África propia –dice Ibn Alatir–, se había mantenido una aparente amistad, hasta que Roger ayudó a Râfi. Entonces los dos príncipes la quebraron. ” A partir de ese momento –1118– Roger se insinuó en la costa africana, y cuando el momento fue propicio –a partir de 1134– ocupó diversas ciudades y entre ellas Al Mahdiá, Trípoli, Cabes y Bona. Con ello creció tanto el poder marítimo de Roger que parecieron justificadas sus ilimitadas ambiciones, orientadas hacia la conquista de los señoríos latinos del Levante y acaso del mismo Imperio Bizantino. Contra éste se dirigieron los sicilianos en 1147 y se apoderaron de la ciudad de Tebas, hostigando al emperador entonces en conflicto con los cruzados. “Allí obtuvieron un gran botín y, como un insulto al emperador y en homenaje a su propio principie, llevaron cautivos a los operarios que estaban acostumbrados a tejer géneros de seda. Estableciéndolos en Palermo, la metrópoli de Sicilia, Roger los obligó a enseñarles el arte de tejer la seda a sus artesanos. Desde entonces ese arte, que antes sólo los griegos practicaban entre las naciones cristianas, comenzó a ser accesible al genio de Roma. “ La amenaza siciliana pareció tan grave que Conrado de Alemania y Manuel Comneno se aliaron contra Roger, “el enemigo de los dos imperios”.
Pero Sicilia no estaba sola en el Mediterráneo. Amalfitanos, pisanos, genoveses, provenzales y catalanes se aventuraban cada vez con más éxito por las dos áreas del mar. Pisanos y catalanes habían logrado la efímera conquista de Mallorca en 1115, preocupados por eliminar los focos de la piratería musulmana; igual designio reunió los esfuerzos de pisanos, genoveses y catalanes para colaborar en el asedio de Almería en 1147; y a medida que se poblaba el Mediterráneo de naves cristianas, crecía la seguridad del tráfico; con ello prosperaban las ciudades y se acentuaban las rivalidades entré ellas, asegurándose Pisa cierta hegemonía a raíz de su victoria sobre Amalfi en 1130. La fuente de su prosperidad residía en las estaciones de aprovisionamiento que los señoríos latinos les habían otorgado a los mercaderes en la costa levantina, donde pisanos y genoveses concentraban las mercancías que luego distribuían por los puertos occidentales. Entre esas estaciones, la que los genoveses habían establecido en San Juan de Acre era la más importante. Pero en 1123 los venecianos comenzaron a competir allí vigorosamente, enfrentándose primeramente con el Imperio Bizantino. Una flota veneciana de más de trescientos navíos apareció en Levante y derrotó frente a Ascalón a la escuadra egipcia, asegurando a los latinos el dominio del mar. La consecuencia de la victoria fue un tratado comercial suscripto en 1124 entre el dux Domenico Michiel y el reino de Jerusalén, por el que se concedían importantes ventajas a los mercenarios venecianos. Poco después emprendían el sitio de Tiro, y cuando fue tomada, “la ciudad se dividió en tres partes de las cuales dos fueron asignadas al rey de Jerusalén y la tercera a los venecianos, según las convenciones anteriores”.
La situación del Levante mejoró entonces para los cristianos; pero la competencia entre las distintas potencias marítimas comenzó a acentuarse. El reino de Sicilia y las ciudades marítimas italianas observaban con recelo al Imperio Bizantino, porque tanto Juan Comneno como su sucesor, Manuel, se mostraban dispuestos a asegurar su autoridad sobre los señoríos latinos, y a intervenir en la competencia comercial. Una tensión considerable existía entre los distintos estados cristianos que operaban en el Levante, en el momento de producirse la unificación de los estados musulmanes por obra de Zengi en 1128.
La ofensiva de Zengi culminó en 1144 con la caída de Edesa, cuya repercusión en el Occidente suscitó la infructuosa cruzada de Luis VII de Francia y Conrado III de Alemania. Ante el peligro, los francos de Antioquía habían obtenido el apoyo del emperador Juan Comneno, y cuando esta alianza se tornó imposible, el rey Fulques de Jerusalén no vaciló en aliarse con los musulmanes de Damasco. El fracaso de la segunda cruzada obligó a Balduino III a retomar en 1158 la política de la alianza con los bizantinos, imprescindible a causa de los peligros que entrañaba la amenazadora actitud de Nur Aldin, sucesor de Zengi. Todas las posiciones fundamentales de los cristianos en las rutas mediterráneas se vieron amenazadas, pues al mismo tiempo –entre 1158 y 1160– caía la dominación normanda en la costa africana: “Toda esta región –escribía Al Marrâkisî– fue conquistada, y expulsados los francos y enviados a sus tierras, como se ha dicho. Dios, por mano de Abd Almûmin, hizo limpiar el África propia de los infieles e hizo desaparecer en los enemigos el deseo de sojuzgarla. Despertó allí la religión, que se había oscurecido, e hizo resplandecer la estrella de la fe, ya escondida y eclipsada. Abd Almûmin cumplió de ese modo la conquista del África propia, que agregó al reino del Magrib, y reinó por el resto de su vida desde Trípoli de Berbería hasta Sûs Alaqsâ, en los países del Masmûd y en la mayor parte de la península española. Desde la caída de la dinastía de los Omeyas de España hasta la época de Abd Almûmin, nadie que yo sepa había reunido un imperio tan vasto. ”
En el Levante, la agravación creciente de los peligros llevó al rey Amaury de Jerusalén, en 1163, a una política de aproximación a los musulmanes de Egipto, buscando nuevos puntos de apoyo para la débil situación de los señoríos latinos; pero desperdició la posibilidad que se le ofrecía, precisamente cuando comenzaba a aparecer un nuevo peligro encarnado en Saladino, en cuyas manos cayó rápidamente el Egipto en 1169. Guillermo de Tiro, pocos años después, acusaba a Amaury por su torpeza y se lamentaba del cambio decisivo que se había producido en la situación: “¡De qué situación llena de dulzura y de tranquilidad fuimos arrojados a un estado lleno de agitación y de ansiedad por esta sed inmoderada de riquezas! Todas las producciones del Egipto y sus inmensos tesoros estaban a nuestra disposición; nuestro reino estaba en absoluta seguridad por esa parte, y no teníamos hacia el mediodía ningún enemigo que temer. Los que querían confiarse al mar encontraban las rutas aseguradas: nuestros cristianos podían llegar con plena seguridad al territorio del Egipto para sus asuntos comerciales, y tratarlos en condiciones ventajosas. Por su parte, los egipcios nos traían riquezas extranjeras y toda clase de mercaderías desconocidas en nuestro país, y cuando venían, sus viajes nos eran a la vez útiles y honorables. Además, las sumas considerables que gastaban todos los años entre nosotros beneficiaban al tesoro real así como a las fortunas particulares, y contribuían a su acrecentamiento. Ahora, por el contrario, todo ha cambiado; las cosas han tomado el peor aspecto y nuestra arpa no deja escapar sino sones dolorosos. Hacia cualquier lado que mire, no veo sino motivos de temor y de desconfianza. El mar nos rehúsa una navegación pacífica; todos los países que nos rodean obedecen a nuestros enemigos, todos los reinos vecinos están armados para nuestra ruina. “
Para responder a la nueva situación, el reino de Jerusalén volvió a buscar la alianza con el Imperio Bizantino en 1171, sin perder de vista la inquieta situación del Egipto; y al organizarse la conjuración fatimida y shiita de 1174 contra Saladino, buscaron los cristianos la manera de apoyarla. Mientras el rey Amaury procedía cautelosamente, Guillermo II de Sicilia se arriesgaba a cara descubierta, enviando una poderosa flota contra Alejandría. Sus esfuerzos fueron inútiles contra Saladino, porque a su llegada la conjuración interna en que se apoyaba había sido vencida; pero los sicilianos continuaron dominando las rutas marítimas, no sólo en relación con los musulmanes sino también en relación con los cristianos; hostiles siempre al Imperio Bizantino, se aliaron en 1174 a los genoveses y a los venecianos para presentar un frente poderoso contra los griegos. Génova, que compartía con Pisa desde 1162 los privilegios para el comercio que les había otorgado el emperador Federico I, competía sin embargo con ella en diversos mercados y concluyó por enfrentarla en un conflicto de irregulares alternativas que duró largo tiempo. Y detrás de cada una de las tres repúblicas marítimas que pugnaban por imponer su hegemonía, se alineaban las diversas ciudades italianas que por entonces desarrollaban una intensa actividad manufacturera y comercial y una incansable lucha para arrancarle al Imperio las libertades que necesitaban para ampliar su acción económica.
Se enfrentaban con las ciudades italianas, para competir con ellas, las ciudades catalanas y provenzales, estas últimas dentro del condado que desde principios del siglo XII estaba en manos de los condes catalanes. Marsella, especialmente, compitió con Génova y Venecia en los distintos mercados del Levante. La estrecha relación entre las ciudades catalanas y provenzales se afirmó aún más a partir de 1166, cuando el condado de Provenza cayó en manos de Alfonso II, rey de Aragón y conde de Barcelona. Una decidida política en el mediodía francés puso a Alfonso II en el camino de lograr una supremacía mediterránea bien definida. Con ella bloqueaba el acceso al Mediterráneo del reino de Francia, que desde 1154 ejercía autoridad sobre el vecino condado de Tolosa. Más audaz, la alianza angloaquitana se asomaba también al Mediterráneo buscando asegurarse algunas posibilidades a través de una política de alianzas matrimoniales.
Entretanto, la amenaza que se cernía sobre los señoríos latinos se fue haciendo cada vez más grave por la sostenida energía de Saladino. Aun poseyendo las líneas marítimas, los latinos carecían de fuerza numérica suficiente para hacer frente al nuevo estado musulmán unificado, y estaban, además, debilitados por las querellas internas. Los estados cristianos de Europa no respondían al llamado, y en el Imperio Bizantino, desde 1182, predominaba un fuerte sentimiento antilatino que hacía inútil cualquier esperanza de apoyo. Finalmente, la ofensiva musulmana culminó en 1187 con la toma de Jerusalén. “En seguida después de su victoria –escribía Jacques de Vitry– Saladino se dirigió a San Juan de Acre, que los habitantes le entregaron obteniendo garantía para sus vidas. De allí pasó a Berite, y los ciudadanos, reducidos a la desesperación, le entregaron también esa plaza sin la menor resistencia. También se apoderó de Biblos sin dificultad; y desde San Juan de Acre hasta Ascalón, ninguna ciudad marítima se atrevió a tentar el menor esfuerzo para defenderse. ” De ese modo, el comercio occidental perdió la mayoría de sus bases y se vio en peligro de perder todas sus posibilidades. Con todo –relata Guillermo de Nangis– “Guillermo, rey de Sicilia, hacía mantener el camino al mar libre y al abrigo de los piratas por el comandante de su flota y ayudaba muy generosamente a los cristianos de ultramar, tanto con el socorro de sus naves como por una gran abundancia de cosas de diversas clases”. Gracias a esa circunstancia pudieron tentar los reyes de Francia e Inglaterra la cruzada de 1190, que permitió recuperar la escala de Chipre y luego el puerto de San Juan de Acre; allí combatieron pisanos y genoveses, sin perjuicio de hostilizarse mutuamente hasta el punto de parecer inevitable su enfrentamiento. La posición de los cristianos mejoró considerablemente con la conquista del litoral palestiniano –desde San Juan de Acre hasta Ascalón– que logró Ricardo Corazón de León con la victoria de Arsuf y la reconstrucción de Jaffa y Ascalón. Hubo entonces una paz negociada entre cristianos y musulmanes en 1192 que permitió el reavivamiento de la actividad comercial en la zona comprendida entre Tiro y Jaffa, y la situación se estableció en alguna medida, sobre todo tras la muerte de Saladino en 1193.
Pero los estados musulmanes volvieron a quedar reunidos en manos de un solo señor en 1200, cuando Malik Aladil aseguró su autoridad sobre Egipto, Palestina y Damasco. La situación volvió a ser peligrosa e Inocencio III ordenó predicar una nueva cruzada; aceptada la invitación por los barones franceses, flamencos y piamonteses, recurrieron a Venecia para que proporcionara la flota necesaria para el transporte. Comenzó entonces una confusa negociación acerca del objetivo de la expedición. Por razones políticas y militares, los barones preferían atacar directamente a Egipto antes que comprometerse en una campaña difícil y poco promisoria en Siria; pero Venecia mantenía excelentes relaciones comerciales con Egipto para arriesgar sus beneficios en una guerra incierta. En esas circunstancias, Bonifacio de Monferrato llegó a Alemania al campamento de Zara y transmitió la proposición del emperador Felipe de Suabia, quizá aprobada por Inocencio III, en el sentido de intentar la conquista de Constantinopla con el pretexto de restaurar en el trono a Isaac Ángelo. Los enviados de su hijo Alexis, por entonces en Alemania, hicieron proposiciones ventajosas. “Si socorréis a este príncipe –dijeron, según el relato de Villehardouin– os hará el más ventajoso tratado que jamás haya sido acordado a nadie, y os prometo un socorro muy considerable para la conquista de la Tierra Santa. Primeramente, si Dios permite que lo restablezcáis en sus estados y en su herencia, volverá a poner todo el Oriente bajo la obediencia de la Iglesia romana, de la que está separado desde hace largo tiempo. En segundo lugar, como sabe que hasta ahora habéis empleado mucho de lo vuestro en esta empresa, y que estáis pobres, promete daros doscientos mil marcos de plata y víveres para todos aquellos de vuestro campo, tanto grandes como pequeños. Él mismo os acompañará en persona e irá con vosotros a Egipto; o si creéis que es más útil, enviará allí diez mil hombres a su costa y los mantendrá por espacio de un año; y mientras viva habrá quinientos caballeros para la guarda de la tierra de ultramar, que él mantendrá igualmente a su costa. ” La proposición dividió a los barones, pero el grupo que la aceptó recibió el apoyo de los venecianos, para quienes la recuperación de su influencia en Constantinopla –menoscabada por Alejo III– constituía una preocupación importante.
La alianza francoveneciana parecía, pues, tener la posibilidad de crear un foco poderoso en el Mediterráneo occidental que asegurara el control político y económico de la zona, con ventaja para Venecia y el Imperio Bizantino. Desde éste –tal como lo había propuesto el pretendiente– podría lanzarse una campaña decisiva sobre los estados musulmanes, y el plan parecía el más sensato de cuantos se imaginaron para operar en Siria, a causa de la proximidad y los recursos de las bases de operaciones. Pero el plan fracasó. El Imperio Latino creado en 1204 languideció en medio de terribles dificultades internas sin poder intentar siquiera la adopción de una política que lo condujera a la hegemonía. Sólo los venecianos hallaron nuevas oportunidades para su desarrollo comercial, pero contando con la renovada oposición de los genoveses, que lograrían finalmente una nueva base de operaciones en el Imperio de Nicea.
La frustración de la poderosa alianza de los barones con los venecianos y les bizantinos dejó abierto el camino para que otros intentaran crear una organización de poder en el Mediterráneo. Fue Federico II de Sicilia quien procuró hacerlo, contando con la experiencia marítima siciliana y con un estado más centralizado que los demás de Occidente, pero especulando además con un planteo diplomático y político más audaz que el que hasta entonces había servido de punto de partida para enfrentar la situación. Federico II, en efecto, aceptó intervenir en las querellas internas del mundo musulmán y a las embajadas de Malik Alkamil, sultán de Egipto, respondió enviando sus propios embajadores a El Cairo en 1227. “Este año –señala Al Maqrîzî– llegó un embajador del rey de los francos, con suntuosos presentes y rarísimos regalos destinados a Malik Alkamil. Había entre ellos varios caballos y entre éstos el corcel que solía montar el rey; y había estribos de oro con gemas incrustadas. Alkamil proveyó largamente a los gastos de los embajadores de Alejandría a El Cairo; no lejos de la capital salió a su encuentro y les hizo grandísimos honores; los albergó en la casa del visir Ibn Sakir y, por su parte, envió al rey de los francos espléndidos presentes, entre los que se admiraban objetos provenientes de la India, del Yemen, del Irak, de la Siria, de Egipto y de Persia; y valían el doble de los que le había mandado el emperador. ” El resultado de las embajadas fue la cruzada de 1228, a la que había incitado el papa y por cuyo retardo había excomulgado a Federico II.
Pero la difícil situación del emperador le impidió extremar sus posibilidades. “Después de largas pláticas –relata Abulfeda– Malik Alkamil, no viendo modo de librarse del tratado, concedió al emperador consignarle Jerusalén, a condición de que los muros fueran dejados en ruinas y que los francos no los restauraran; que no pretendieran ocupar la cúpula del monte ni la mezquita de Omar; que las aldeas dependieran del wali de los musulmanes, y que los francos no tuviesen otras que aquellas situadas sobre el camino de San Juan de Acre a Jerusalén. Cerrado al acuerdo en estos términos, los dos príncipes lo juraron y Jerusalén fue consignada al emperador en este año (1229). ” La situación así creada permitió cierto desarrollo comercial, que benefició preferentemente a los pisanos, adictos al emperador, en tanto que las demás repúblicas marítimas tomaban partido por sus enemigos.
El Papado logró, en efecto, que los genoveses y los venecianos, tan enconados entre sí, coincidieran en una política de hostilidad contra Federico II. Pero Pisa era por entonces suficientemente fuerte como para apoyar en el mar al emperador, y sus naves derrotaron en 1241 a las galeras genovesas, que conducían a los prelados convocados por Gregorio IX para un concilio en Roma: cerca de Giglio fueron capturadas numerosas naves genovesas. “Por esa captura –señala Villani– los pisanos fueron excomulgados y se les negaron todos los beneficios de la Santa Madre Iglesia, y comenzó la primera guerra entre genoveses y pisanos, en la que después Dios, por su juicio, hizo justa y áspera venganza de los pisanos por la fuerza de los genoveses. ”
Entretanto, Aragón había surgido como una fuerte potencia marítima. Apartada del Midi francés por la derrota de Pedro II en la batalla de Muret, en 1213, dejó al condado de Provenza en libertad para fijar su propia política, en la que incidieron los intereses de las ciudades marítimas y los proyectos mediterráneos del reino de Francia. Aragón, por su parte, buscó su camino en el mar y desde 1229 desarrolló, con Jaime I, una activa política marítima. Barcelona orientó la política de Jaime I. “Después de año y medio de haber dado cima a los negocios del condado de Urgel –cuenta la crónica que se le atribuye– estábamos Nos en Tarragona; y fue voluntad de Dios que, a pesar de no haber convocado cortes, concurriesen allí la mayor parte de los nobles de Cataluña . . . También estaba entre éstos Don Pedro Martel, ciudadano de Barcelona y muy experimentado marino, el cual nos convidó un día a comer a Nos y a todos los nobles que con Nos se hallaban. A los postres, habiéndose entablado conversación entre todos, preguntaron a Don Pedro Martel, que había sido cómitre de galeras, qué tierra era Mallorca y cuánta extensión podía tener aquel reino. ‘Alguna razón puedo daros, contestó aquél, pues he estado allí una o dos veces, y calculo que la isla tendrá trescientas millas de circunferencia. Hacia Levante y frente a Cerdeña, hay también otra isla llamada Menorca, y hacia Poniente otra que tiene por nombre Ibiza. Mallorca es cabeza de todas, y todos obedecen al señor que en ella reside. Hay además otra isla, llamada Formentera y habitada por sarracenos, que está situada cerca de Ibiza, y la separa de ella solamente un canal de una milla de ancho. ’ Acabado el banquete se presentaron ante Nos y dijéronnos: ‘Señor, hablando con Don Pedro Martel le hemos pedido noticias (y creemos que no os disgustará el saberlas) de una isla por nombre Mallorca, en la cual hay un rey que tiene además bajo su dominio otras islas llamadas Menorca e Ibiza. La voluntad de Dios no puede torcerse; y así quisiéramos que fuese de vuestro agrado pasar allá a conquistar aquella isla por dos razones: la primera por lo mucho que en ella ganaríamos nosotros y Vos; y la segunda por lo que se admiraría el mundo de que os fueseis mar adentro a conquistar un reino. ’ Plúgonos luego lo que nos proponían . . . ”
La toma de las Baleares dio al reino de Aragón grandes posibilidades económicas y fuerte prestigio político, que Jaime I acrecentó con la conquista del reino de Valencia en 1258 y de las ciudades más meridionales de la costa levantina. Para su programa mediterráneo, la pérdida de la influencia aragonesa en Provenza constituía un inconveniente grave, acentuado por la tendencia del conde Ramón Berenguer V a orientarse hacia Francia. Una política de alianzas matrimoniales decidió la suerte de Provenza, y Jaime respondió concertando el matrimonio de su hijo Pedro con Constanza de Suabia, hija del rey Manfredo de Sicilia. Así quedaron tendidas las líneas de una rivalidad profunda entre el reino de Aragón y el reino de Francia, este último representado por Carlos de Anjou, conde de Provenza por matrimonio desde 1246, y luego rey de Dos Sicilias desde 1266.
El ámbito de esta rivalidad sería el Mediterráneo occidental. En el ámbito oriental las cosas empeoraban para los cristianos. Mientras la anarquía se apoderaba de los estados latinos, el sultán Aiyub se apoderó definitivamente de Jerusalén en 1244 y aniquiló las últimas fuerzas cristianas en la batalla de Gaza. En cambio, Venecia mantenía activas relaciones comerciales con el Egipto y el sultán conservaba estrechas vinculaciones políticas con Federico II de Sicilia, hasta el punto de recibir de él informaciones acerca de los proyectos de cruzada de Luis IX de Francia. Esta diversidad de intereses –que correspondía a los antagonismos económicos y a la impotencia para resolver la lucha por la hegemonía– impidió también que el rey de Francia pudiera hacer en Egipto otra cosa que volcar las fuerzas francesas en una operación sin puntos de apoyo y destinada al fracaso.
Entretanto, hacia 1256, hizo crisis la rivalidad entre venecianos y genoveses, con intereses antagónicos en los mercados del Levante y vinculados a los dos sectores –latinos y griegos– que se disputaban el Imperio de Constantinopla. El conflicto comenzó en Acre; “en aquella contienda –relata Villani– los venecianos fueron superados por los genoveses, pero dos años después, esto es, en 1258, encontrándose en Acre la flota de los genoveses, que era de cincuenta galeras y cuatro naves, fueron derrotados por la flota de los venecianos . . . ” Poco después Constantinopla era tomada por las fuerzas de Miguel Paleólogo y, con los francos caían los venecianos de su posición de privilegio para ser reemplazados por los genoveses, de antiguo aliados al Imperio de Nicea. Se replanteaba entonces el problema de las relaciones entre el emperador de Constantinopla y los señoríos latinos, agravado ahora por la presencia de los mongoles, cuya presencia acentuaban las rivalidades tradicionales. Y en las bases marítimas de Tiro y Acre, pisanos, genoveses y venecianos agudizaban sus disputas procurando dañar sus recursos, sin atender a las necesidades de la defensa común.
La enconada lucha por la hegemonía se prolongó sin ofrecer, durante mucho tiempo, perspectivas de éxito definitivo para nadie; pero en el Levante, donde los peligros eran tan grandes e inmediatos, la lucha entre los rivales cristianos facilitó la acción de los musulmanes.
En 1268 el sultán Baibars se apoderó de Jaffa, primero, y de Antioquía después. Poco a poco se desmoronaban los restos de los antiguos señoríos latinos, que habían servido de base a las actividades marítimas de las ciudades occidentales. Acaso arrastrado por la política mediterránea de Carlos de Anjou, Luis IX de Francia tentó en 1270 la conquista de Túnez, que fracasó militarmente pero que dio lugar a un tratado por el cual Túnez se reconocía tributario del reino de Dos Sicilias. Frente a la pérdida de bases territoriales, también en el Levante se acentuaría la tendencia de las ciudades cristianas a comerciar directamente con los estados musulmanes.
En el ámbito del Mediterráneo occidental, la alianza entre Provenza y el reino de Dos Sicilias –ambos en manos de Carlos de Anjou– desencadenó el enfrentamiento con el reino de Aragón, cuya marina constituía una fuerza poderosa y en ascenso. Gracias a ella logró Pedro III establecer un protectorado sobre el reino de Túnez, con lo que anunciaba ya su desafío a Carlos de Anjou. El desafío adquirió forma definitiva al producirse –quizá con intervención aragonesa– la insurrección de Sicilia contra el rey Carlos en marzo de 1282. Juan de Prócida, en nombre de un sector de la nobleza siciliana, gestionó los acuerdos previos para posibilitar la conquista de Sicilia por el rey de Aragón, “y esto lo hará –habría dicho Juan de Prócida al papa según el Anónimo mesinés– con la fuerza de Paleólogo, si vos lo consentís, y con la fuerza de los sicilianos”. A partir de entonces quedó establecida una clara línea entre los antagonistas que disputaban la hegemonía mediterránea. El conflicto se generalizó en el mar y adquirió caracteres dramáticos. “En esa época –cuenta Villani– Pisa era una grande y noble ciudad de grandes y poderosos ciudadanos, entre los mayores de Italia . . . ; por su poderío eran señores de Cerdeña, de Córcega y de Elba, donde obtenían grandes ganancias para sí y para la comuna; y casi dominaban el mar con sus naves y sus mercancías, y en ultramar, en la ciudad de Acre, había muchos grandes y muchos emparentados con los grandes burgueses de Acre. Por lo cual, habían tenido desde tiempo atrás conflictos con sus vecinos genoveses por la señoría de Cerdeña; en el mar, los pisanos tenían a los genoveses por mujeres y en todas partes los sobrepasaban; en Acre los ultrajaban mucho, y con la fuerza de sus parientes burgueses de Acre deshicieron en batalla y por el fuego la (ruga) de los genoveses de Acre y los echaron de la tierra. Por lo cual los genoveses, viéndose superados, como eran por naturaleza muy orgullosos, para vengarse de los pisanos hicieron una flota de setenta galeras, y en el mes de agosto del año de Cristo de 1282 se acercaron a dos millas del puerto de Pisa. ”
La guerra entre las repúblicas marítimas, desarrollada al mismo tiempo en las dos áreas mediterráneas, se desenvolvió al mismo tiempo que la lucha de Aragón y sus nuevas dependencias sicilianas con Nápoles y Provenza, bajo la autoridad de Carlos de Anjou y apoyadas por Francia. En 1284 Génova aniquiló la flota pisana en la batalla de Meloria, y en el mismo año, y en los subsiguientes, los aragoneses, en oportunidades diversas, vencieron a Carlos de Anjou y a sus aliados franceses. Aragón pareció acariciar el sueño de la plena dominación marítima en el Mediterráneo, y el almirante Roger de Lauria pudo decir –según el testimonio de Bernat Desclot– estas orgullosas palabras al conde de Foix, después de su victoria naval de 1285: “No sólo pienso que ni galera ni bajel alguno se atreva a andar por los mares a menos que tenga el salvoconducto del rey de Aragón; y no sólo galera o leño, sino que no creo que ningún pez ose alzarse sobre el mar si no lleva un escudo con las insignias del rey de Aragón en la cola para mostrar salvoconducto de aquel rey de Aragón. ”
Solamente Génova conservaba y acrecentaba junto a Aragón su poder marítimo. En 1290 clausuró las bocas del Arno para anular el puerto de Pisa, y consumó su victoria en 1299, obligando a su rival a aceptar un tratado que limitaba radicalmente sus posibilidades comerciales. Un éxito semejante acompañó a los genoveses en su guerra contra los venecianos; vencidos éstos en 1298 en la batalla de Curzola, firmaron una paz con los genoveses por la que se comprometían durante trece años a no navegar con galeras armadas en el área de Constantinopla y Siria, “por lo cual –comenta Villani– los genoveses alcanzaron gran honor, mantuvieron un gran poder y una feliz situación, y fueron temidos en el mar más que ninguna otra comuna o ningún otro señor en el mundo”.
De ese modo, también en el área mediterránea se echaban las bases de cierto orden politicoeconómico al concluir el siglo XIII. También aquí fue alcanzado predominantemente por el esfuerzo de las burguesías urbanas, en conflicto a veces con los señores, pero en conflicto mutuo aún más intenso, hasta el punto de que no pudieron hallar una fórmula de entendimiento, pese a que la expansión económica las obligaba a enfrentarse con un enemigo común. Pero ni la aglutinación religiosa ni las evidentes ventajas de una política solidaria fueron suficientes para acallar las rivalidades suscitadas por el afán de monopolizar los mercados y las rutas. Como en el área atlántica, la burguesía asumió la responsabilidad de las actividades económicas, pero no supo o no pudo conciliarlas con ciertos objetivos políticos fundamentales que se relacionaban estrechamente con ellas. Ciertamente, no tenía la burguesía sino escasas posibilidades de influir en la conducción política, y de esa circunstancia derivó, seguramente, el desacuerdo entre las nuevas actividades económicas y las formas tradicionales de ejercicio del poder, sin cuya coincidencia era difícil o imposible un ajuste del orden politicoeconómico.
CAPÍTULO II
LA EXPANSIÓN Y DIVERSIFICACIÓN DE LA ECONOMÍA
La expansión hacía la periferia del área romanogermánica fue, al mismo tiempo, causa y efecto de múltiples y complejos procesos. A ella se vincula la revolución comercial, el intenso cambio económico que alteraría profundamente las formas de vida tradicionales y que se inició, precisamente, en la periferia para proyectarse luego con distinta intensidad hacia las zonas interiores. Hubo transformaciones de importancia en las técnicas de la producción y hubo, sobre todo, alteraciones profundas en las formas de la vida económica, que se resistía a abandonar los módulos de la economía natural mientras se constituía pujantemente una economía de cambio.
Poco a poco predominó la segunda, sin que la primera desapareciera a pesar de que comenzó a declinar aceleradamente en algunos lugares. Las dos formas de actividad económica compitieron y provocaron el enfrentamiento de los sectores sociales que las desarrollaban: la vieja aristocracia terrateniente y los nuevos grupos sociales que comenzaron a prosperar al calor de las nuevas posibilidades de lucro y constituyeron la burguesía. Ese enfrentamiento conmovió la estabilidad del orden cristianofeudal y produjo una intensa crisis que se manifestó con formas variadas a partir del siglo XI y adoptó formas diversas durante los dos siglos siguientes hasta desembocar, en el siglo XIV, en una abierta impugnación de los principios en que aquel orden se apoyaba. A la expansión y diversificación de la economía había acompañado una expansión y diversificación de la sociedad, cuyos fundamentos comenzaron a ser revisados hasta en sus estratos más profundos. Quedaron, pues, sometidos a examen los principios radicales del orden tradicional, expresados en la fórmula cristianofeudal.
La expansión y diversificación de la sociedad provocó el acelerado desarrollo de la vida urbana, que respondía al espíritu y a las necesidades de la situación creada por la revolución comercial. Las ciudades crecieron por el esfuerzo de las nuevas clases que adquirían significación económica y social, pero las formas de vida que en las ciudades predominaban fueron las que contribuyeron luego a alentar, sostener y organizar a esas nuevas clases. Desde las ciudades se desafió a las concepciones tradicionales, aun cuando durante mucho tiempo ignoraron las nuevas clases en ascenso la verdadera magnitud de su desafío. La naciente burguesía, obrando como clase socioeconómica y sobre todo como grupo urbano, fue la que desató las profundas transformaciones sociales y culturales que se produjeron a partir del siglo XI.
I. ECONOMÍA NATURAL Y REVOLUCIÓN MERCANTIL
Diversas circunstancias produjeron durante el período feudal una creciente contracción de la economía. El proceso que condujo a ella se arrastraba sin duda desde mucho antes, y acaso pudiera decirse que escondía sus raíces en la desarticulación del orden económico Romano, cuyas partes, al separarse y evolucionar aisladamente, chocaron con múltiples obstáculos para hallar nuevas fórmulas de equilibrio. De entonces arrancaba el estancamiento o la declinación de las técnicas de producción y circulación de bienes: los métodos agropecuarios, el regadío, los procedimientos artesanales, las vías de comunicación, los transportes; y desde entonces habían comenzado a desaparecer los estímulos para la producción a causa de la desarticulación de los mercados consumidores y de la situación de las clases no poseedoras. Pero el problema se agravó en el área romanogermánica, a partir del siglo VIII, cuando dejó de integrarse dentro de la cuenca mediterránea. Las ciudades, que habían comenzado a languidecer desde los últimos tiempos del Imperio, acentuaron su declinación y abandonaron, poco a poco, la tarea de impulsar y ordenar la vida económica; y falta de ese impulso, la red comercial comenzó a desintegrarse, corriendo cada una de sus vías distinta suerte según su zona de influencia, pero sin posibilidades de sobrepasar los límites de un desarrollo local.
Esta situación se hizo aún más crítica a causa de las invasiones y las guerras feudales, que destruyeron la seguridad indispensable para el tráfico comercial. Y cuando la crisis de los poderes centrales permitió la formación de señoríos locales progresivamente autónomos, cada uno de ellos se fue convirtiendo en una unidad económica que las circunstancias empujaban hacia la autosuficiencia.
Poco a poco el sistema de la producción y el consumo comenzó a adquirir en los señoríos los caracteres de la economía natural. Ante la imposibilidad de abastecerse por medio de un tráfico regular, el señorío comenzó a asegurar su propia producción, cuyos límites quedaron fijados, al mismo tiempo, por la imposibilidad de vender con provecho los excedentes. Se produjo para el consumo, y salvo raras excepciones, sólo se enajenó parte de los bienes producidos por la vía del trueque. Así fue disminuyendo la producción en calidad y en cantidad, y la falta de estímulos contribuyó al desmejoramiento de las técnicas de producción. La circulación de dinero decreció fuertemente y sólo subsistió un tráfico comercial irregular y escaso dedicado a algunos pocos géneros, en cuya provisión, sin embargo, no podía confiarse. A falta de un mecanismo comercial compensatorio de los desniveles de la producción local, los fenómenos de escasez y de hambre se hicieron frecuentes, y la estagnación económica repercutió sobre todos los órdenes de la vida.
El desarrollo progresivo de la economía natural influyó en las condiciones de la vida social, acentuando una estratificación en la que se oponían las clases poseedoras y las no poseedoras. La falta de movilidad social contribuyó a la consolidación del orden cristianofeudal, que implicaba un principio de inmutabilidad de las estructuras sociales. Había, sin embargo, sensible movilidad en las aristocracias, cuyos miembros crecían o disminuían en poder y riqueza al compás de los cambios en la posesión de la tierra que provocaban las guerras feudales. Pero a medida que la situación se fue estabilizando –sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo X– los poseedores fueron asentándose en sus posesiones y comenzó a parecer que el orden triunfaba. Pero era sólo una apariencia. Si el tiempo contribuía a estabilizar la situación sobre la base de los señoríos –unidades más eficaces que los reinos– otras circunstancias contribuyeron a impedir que ese orden –apenas entrevisto pero que ya comenzaba a postularse como un orden necesario e inmutable– se consolidara. El poder ofensivo de los invasores había comenzado a ceder, pero el camino de las invasiones ofreció simultáneamente una amplia perspectiva de expansión hacia los focos de donde las invasiones habían partido; y esa perspectiva desencadenó el reflujo hacia la periferia del área romanogermánica.
Sin duda, fue la contracción económica lo que obligó a algunos grupos a buscar nuevos horizontes fuera del sistema de los señoríos tradicionales. Por lo demás, la incesante lucha y la sostenida defensa de las posesiones había creado una aristocracia dispuesta a aventuras más lejanas y a empresas de mayor aliento. La iniciación de la expansión hacia la periferia fue obra de señores y no de reyes, acaso porque en las áreas locales de los señoríos se sufrían más agudamente los problemas de la contracción económica, complicada con el crecimiento demográfico. Pero el movimiento que los señores desencadenaron tuvo consecuencias graves para ellos. La expansión hacia la periferia abrió insospechadas posibilidades económicas que, en cuanto comenzaron a utilizarse, provocaron una rápida y amplia expansión de la economía. Su primera manifestación fue el desarrollo de un tráfico internacional, que creó rápidamente los módulos para una economía de cambio; y el fenómeno fue tan intenso que constituyó una verdadera revolución mercantil.
Sin duda, las relaciones comerciales de carácter internacional se fueron estableciendo a favor de circunstancias locales aun mientras subsistían los enfrentamientos militares. El carácter esporádico de las guerras, las querellas intestinas que permitían la apelación al enemigo religioso contra el correligionario hostil y la simple posibilidad de lucro preferible al riesgo de operaciones peligrosas en el frente enemigo, permitieron que en los siglos X y XI se establecieran corrientes de intercambio muy activas, regularizadas luego a medida que se operaba el reflujo cristiano. Venecia comenzó a ampliar su red a fines del siglo X convirtiéndose en vía de salida para la creciente producción del valle del Po. Ibn Hawqal describía así las ciudades del sur de Italia a fines del siglo X: “El territorio de Calabria confina con los principados lombardos, el primero de los cuales es Salerno. Allí está Amalfi, la más próspera de las ciudades de los principados lombardos, la más ilustre a causa de sus condiciones, la más abundante y opulenta. El territorio de Amalfi limita con el de Nápoles, que es una bella ciudad, pero menos importante que Amalfi. La principal riqueza de Nápoles es el lino y los tejidos que se hacen con él. He visto allí piezas de ese tejido como no las he visto en ninguna otra parte; y en ningún otro taller del mundo he visto un artesano que sepa hacerlas: ellos han tejido piezas de cien dhira (de largo) por diez (de ancho), que se venden a cincuenta ruba la pieza, más o menos. ” Esos amalfitanos fueron los que, con otros lombardos –”cuando la ciudad santa (de Jerusalén) estaba todavía cautiva bajo el yugo de los sarracenos”– habían ido a Siria en la segunda mitad del siglo XI “llevando a esos países mercaderías extranjeras y habían llegado, a fuerza de tributos y presentes, a ganarse la benevolencia y el favor del príncipe”, gracias a lo cual habían podido construir el hospital de San Juan en Jerusalén. Y por esa misma época señalaba Ordrico Vital que en Inglaterra se veían “algunos lugares y algunas ferias llenarse de mercaderías francesas y de mercaderes”, que ahora remplazaban o competían con los mercaderes escandinavos que habían trazado en el mar las rutas del norte, desde ciudades tan remotas y tan activas como aquella Tunsberg del siglo IX de que habla Snorri Sturluson, a la que llegaban navíos de Dinamarca y de Sajonia.
El comercio de las dos grandes áreas marítimas a través de las cuales se operó la expansión hacia la periferia de la Europa romanogermánica, y con ella la expansión de su economía, se organizó como una vasta red, independientemente de los conflictos políticos. Las nuevas clases que surgían y se desarrollaban a favor de esa actividad se servían de los azares de la política o se desentendían de ellos, según las circunstancias, para extender y diversificar sus actividades mercantiles y manufactureras, y buscaron el modo de ordenar su actividad a través de organizaciones privadas. Las guildas y las compañías de mercaderes tuvieron su propia política dirigida hacia objetivos muy precisos e independientes del poder político. Gracias a esa organización lograron ordenar el mundo de la economía de cambio al lado del mundo de la economía natural que, por lo demás, no pudo resistir la competencia.
El esfuerzo mancomunado de los grupos mercantiles logró grandes triunfos. Pese a las dificultades prácticas, a las malas comunicaciones, a las expoliaciones de los señores cuyos dominios debían cruzar y a la inseguridad de los caminos asolados por bandoleros, los grupos mercantiles lograron vincular las rutas del comercio internacional con las rutas locales, a través de las cuales pudieron establecer una vasta red de distribución de los productos. Poco a poco lograron que los reyes y los señores les aseguraran un mínimo de seguridad y redujeran razonablemente los tributos que debían pagar por derecho de tránsito o de mercado. Y a medida que la red crecía y se entrelazaba, acrecentaron las posibilidades del intercambio y extendieron el mercado consumidor, tonificado, precisamente, por esas mismas clases que se formaban a favor de la expansión económica. A medida que se extendía la red interior se facilitaba la comunicación entre las grandes rutas internacionales que, en el siglo XII, coincidieron en las ferias de Champaigne, en territorio neutral y al margen de las luchas políticas de la época. En Troyes, en Bar-sur-Aube, en Provins y en Lagny, como en Brie –donde Salimbene había encontrado tantos mercaderes lombardos y toscanos–, los comerciantes que venían de Italia o de la costa del mar del Norte intercambiaban sus mercaderías –especialmente productos orientales por telas flamencas o pieles–, ajustaban sus cuentas y se separaban luego para distribuir en sus respectivas zonas de acción los productos extranjeros que habían adquirido.
A medida que el tráfico se fue haciendo más regular la producción se fue orientando hacia el mercado. La red de distribución aseguraba la venta de los productos en un ámbito muy amplio y complejo, y a la diversidad del mercado acompañó una creciente diversificación de la producción. Las manufacturas comenzaron a perfeccionarse gracias a la especialización de los artesanos, pero sobre todo gracias a la amplitud del consumo. Fueron, especialmente, las ciudades que concentraban y atraían considerables núcleos de población las que aseguraron la absorción de la producción, puesto que en ellas abundaban los compradores con dinero y con crecientes deseos de poseer bienes de uso que satisficieran sus deseos de bienestar y, más tarde, de lujo. Y fueron las ciudades también las que, al exigir vastas cantidades de productos alimenticios, estimularon lógicamente a la producción agropecuaria a incorporarse al mercado.
El vasto desarrollo comercial promovió una intensa circulación del dinero. Con todo, la escasez de moneda caracterizó las primeras etapas de la organización de la economía de cambio. Durante mucho tiempo los metales preciosos habían sido atesorados y sólo poco a poco comenzaron a volver a la circulación; pero aun entonces los problemas monetarios subsistieron a causa de la multitud de cecas y de la inseguridad con respecto a la ley de la moneda. El comercio internacional comenzó a atraer el oro del Oriente y la existencia de plata creció con el descubrimiento y la explotación de nuevas minas; todo ello facilitó las operaciones de compraventa, que empezaron también a beneficiarse con el desarrollo de la organización bancaria y crediticia.
La expansión de la economía constituyó, pues, una revolución mercantil. Pero no en todas partes alcanzó el mismo desarrollo. En rigor, se formó un área mercantil junto a la cual subsistió un área de economía natural, ésta en retroceso, sin duda, y aquélla en expansión. La economía se diversificó, y las dos formas de actividad económica compitieron durante el período feudoburgués, ocasionando complejos problemas el ajuste entre una y otra.
Reflejo de esa crisis fueron los conflictos sociales que se produjeron contemporáneamente.
II. LAS TRANSFORMACIONES TÉCNICAS
La expansión hacia la periferia, acompañada por la expansión económica y social, desencadenó también una nueva actitud operativa que se tradujo en numerosas conquistas técnicas. En todos los órdenes de la actividad, el contacto de hombres provenientes de una sociedad tradicionalista y caracterizada por la estagnación económica con formas distintas de la realidad natural y económica y con distintas situaciones sociales, obligó a resolver los problemas de supervivencia que se planteaban optando entre las actitudes tradicionales y otras nuevas que aparecían como más eficaces frente a las condiciones de la realidad. Técnicas económicas y técnicas sociales debieron ajustarse, pues, a las exigencia creadas por la expansión.
La posibilidad de explotar nuevas tierras –como las que los castellanos conquistaron a los musulmanes, o los ingleses a los irlandeses, o las que los alemanes arrancaron a los eslavos u otras poseídas de antiguo pero no explotadas– creó nuevas posibilidades para las clases desposeídas del área romanogermánica. Los hospites, los colonos, se instalaron en regiones vírgenes para iniciar la roturación de las tierras. Pero allí fue necesario que se les ofrecieran nuevas condiciones jurídicas, y la situación aconsejó que les fueran concedidas a despecho de la fisura que introducían en la organización agraria de las regiones cultivadas de antiguo. Ellos, por su parte, aplicaron al trabajo de las nuevas tierras una energía que no desplegaban los campesinos en las situaciones tradicionales, así como los métodos que aconsejaban las circunstancias, en parte tradicionales, pero adecuados a las nuevas necesidades de innovaciones y perfeccionamientos técnicos de diversa magnitud. Las tierras mediterráneas, para cuyo trabajo bastaba la tradicional técnica romana hecha rutina, eran muy diferentes de las tierras septentrionales más grasas, pesadas y húmedas; muchas de ellas, además, estaban cubiertas de bosques o de pantanos, de modo que antes de roturarlas había que ponerlas en condiciones con un pesado trabajo previo; y el problema de las comunicaciones o el de la distribución de las aguas suponía otras tantas labores que era necesario afrontar con recursos sugeridos por la propia necesidad.
Problemas semejantes plantearon las nuevas posibilidades artesanales. La abundancia de maderas duras en la Europa septentrional había permitido perfeccionar técnicas antes muy poco usadas; pero junto a ellas se produjo un nuevo desarrollo de las industrias metalúrgicas a medida que fue creciendo la demanda de productos manufacturados de mejor calidad. El hierro, el cobre y el latón se trabajaron cada vez más cuidadosamente. La manufactura textil obligó a una intensificación de la cría de la oveja y sugirió la posibilidad de aclimatar o desarrollar ciertas fibras textiles. Y la creciente demanda de productos alimenticios estimuló la producción de quesos, vinos, harinas o aceites. Innumerables perfeccionamientos o invenciones permitieron obtener más y mejores materias primas, y luego trabajarlas más rápida y acabadamente.
Finalmente, las condiciones de vida creadas en regiones recién ocupadas o en aquellas donde los cambios económicos produjeron transformaciones profundas y suscitaron urgentes necesidades de adecuación, provocaron la adopción de nuevas fórmulas sociales –originales en algunos casos y renovadas en otros– que hallaron pronto expresión jurídica a través de principios de derecho que conjugaban la costumbre y las nuevas necesidades con el apoyo de la jurisprudencia romana, puesta nuevamente en circulación.
A situaciones nuevas, las nuevas clases –y aun a veces las clases tradicionales– respondieron, pues, con una capacidad de cambio que se puso claramente de manifiesto sobre todo en la periferia geográfica, pero también en la periferia socioeconómica que se constituía alrededor de los núcleos de economía tradicional. Guibert de Nogent señalaba la incapacidad técnica de los caballeros que combatían en Siria, comparándolos con los romanos: “Pero como entre los nuestros –decía– no se encuentra casi ningún ejemplo de disposiciones, o más bien de habilidades semejantes, yo no diré que los hechos se hayan cumplido por el coraje de los francos sino más bien por la actividad y la fuerza de su fe. ” Sin embargo, en otros sectores sociales aparecería ya esa habilidad, que los caballeros encontraron en los marineros y en los Constructores de ingenios mecánicos, con cuyo auxilio pudieron construir las máquinas de sitio o hacer las obras de minas o de desvío de cursos de agua necesarias para apoderarse de las ciudades musulmanas fortificadas y defendidas con medios técnicos muy superiores a los que usaban los cristianos. Esa habilidad respondía a una nueva actitud –una actitud empírica y técnica– qué nació del enfrentamiento con situaciones nuevas, frente a las cuales el saber tradicional se mostraba impotente. La actitud empírica y técnica fue patrimonio de las nuevas clases, pero a medida que la expansión y diversificación de la economía desencadenó una situación de cambio, comenzó a difundirse como más eficaz, pese a la persistencia de la valoración negativa con que la estigmatizaban quienes se mantenían adheridos a la concepción tradicional de la vida.
La agricultura exigió la aplicación de nuevas técnicas no solamente cuando se quiso desarrollar en tierras antes no trabajadas sino también cuando se quiso acrecentar la productividad a causa de las exigencias del mercado. Para las nuevas tierras fue necesario utilizar instrumentos de gran resistencia: el hacha capaz de atacar árboles de madera dura, el arado y la reja de hierro de buena calidad, y en ellas hubo que experimentar la aclimatación de plantas. Para desecar los pantanos se requirieron obras de desagüe o endicamiento, necesarias también para disponer las corrientes como lo requerían los molinos de agua. Aunque conocidos de antiguo, los molinos de agua se difundieron y perfeccionaron mucho desde el siglo XI, a medida que aumentaba la demanda de harina, de vino y de aceite. Y poco después comenzaron a construirse los molinos de viento, que también se difundieron luego: “Los alemanes –dice Ambroise– hicieron el primer molino a viento que se hizo en Siria. ”
El trabajo del arado y la rastra en tierras pesadas requirió una fuerza de tracción superior a la de que habitualmente se disponía. Hacia fines del siglo X se inventó el collar de lomo de estructura rígida para enganchar los caballos, obteniéndose entonces un aprovechamiento total de la fuerza del animal gracias a ese nuevo método de enganche, que se complementó con el herrado de los caballos. El procedimiento pudo utilizarse también para mejorar los transportes. Se perfeccionó la narria, el carro fuerte con gran capacidad de carga, al tiempo que se inventaba la carretilla para el transporte liviano. Con todo, las cargas siguieron utilizando de preferencia la vía fluvial, poco utilizada entre los romanos y que se prefirió luego. Así se desarrolló de antiguo una industria de construcción de navíos; pero a partir del siglo XI las técnicas navieras se perfeccionaron mucho, sobresaliendo los talleres de Venecia, Pisa y Génova. De Génova vinieron a Galicia los artífices que construyeron dos naves para el arzobispo Don Gelmírez a principios del siglo XII, llamados porque allí “había constructores de navíos y marinos peritísimos que no cedían en ingenio al Palinuro de Eneas”, según cuenta la Historia Compostelana, y allí se construyeron en el siglo XIII las que Alfonso X de Castilla quiso confiar a su almirante Hugo Vento. Por entonces llamó la atención la nave que usó un embajador de Federico II para dirigirse a Alejandría, “llamada ‘Medio mundo’ –dice el Kitâb sîar–, de cuyo tamaño se hacía maravillas todo el mundo, diciéndose que llevaba trescientos marineros sin contar los pasajeros, y en el que había una inmensa carga de mercaderías: aceite, vino, queso, miel de abejas y otros productos”. Ya antes se había inventado, en el siglo XII, el timón de codaste, que acrecentó considerablemente la capacidad de maniobra de los navíos a vela, y poco después comenzaron a usarse las cartas marinas y la brújula.
Un conjunto considerable de transformaciones técnicas de gran importancia se aplicaron a las construcciones de distinta índole. “Alrededor de tres años después del año 1000 –escribía el cronista Raúl Glaber no mucho más tarde– las basílicas y las iglesias fueron renovadas en casi todo el mundo, sobre todo en Italia y en las Galias, aunque la mayor parte fueran aún suficientemente bellas como para no exigir reparaciones. Pero los pueblos cristianos parecían rivalizar entre ellos en magnificencia para levantar iglesias más elegantes las unas que las otras. Se hubiese dicho que el mundo entero, por una misma decisión, había sacudido los harapos de su antigüedad para revestir la veste blanca de las iglesias. Los fieles, en efecto, no se contentaron con reconstruir todas las iglesias episcopales sino que embellecieron también todos los monasterios dedicados a diferentes santos y hasta las capillas de las aldeas. ” Esta tendencia, advertida por los contemporáneos, no se manifestó solamente en la arquitectura eclesiástica sino también en la civil. Los castillos, las murallas y puertas de las ciudades, los edificios comunales y las viviendas privadas adquirieron durante el período feudoburgués un estilo definido y revelaron una creciente capacidad arquitectónica. Tanto en los edificios de estilo románico como luego en los de estilo gótico se utilizó la bóveda –de crucero o de nervaduras– cuyas formas adquirieron cada vez más audacia. Pilares, arcos, rosetones, requirieron también una extraordinaria maestría en el trabajo de la piedra, aptitud en la que sobresalieron aún más los imagineros que esculpieron los tímpanos, capiteles y estatuas. El conjunto de la construcción exigió un cuidadoso cálculo de las fuerzas y el uso de innumerables ingenios para acarrear y subir los materiales. El planeamiento y la dirección de los trabajos arquitectónicos correspondió a un tipo de técnico tan individualizado que, a fines del siglo XI, Ordrico Vital podía hablar de un arquitecto, Lanfred, “cuyo talento, superior al de todos los ingenieros que había entonces en Francia, merecía grandes elogios”.
Las mismas técnicas, y otras específicas, se aplicaron a la construcción de otras obras. El comercio requería el establecimiento de las comunicaciones y fue necesario construir puentes que planteaban difíciles problemas, hasta tal punto que su solución pareció tarea superior a las fuerzas humanas. Al relatar los hechos del año 1177 dice Guillaume de Nangis: “Vino a la ciudad de Aviñón un hombre joven, llamado Benito, que se dijo enviado del Señor para construir un puente sobre el Ródano. Se burlaron de él porque no tenía con qué ejecutar el proyecto y porque la anchura del río hacía creer que la cosa era imposible. Pero por la inspiración de Dios las gentes del lugar fueron excitadas a hacer lo necesario para la pronta ejecución de esta obra. ” Diques, esclusas –como las del puerto de Brujas–, canales de regadío y derivaciones para el agua que debía servir a las ciudades fueron obras frecuentes realizadas con preciso conocimiento de los problemas hidráulicos y constructivos que suscitaban.
Pequeñas soluciones para grandes problemas permitieron renovar la vivienda privada, especialmente las de las nuevas clases que no tenían muchas personas a su servicio. El invento de la chimenea doméstica con tiraje exterior permitió, en las regiones frías, circunscribir un espacio confortable para la vida de la familia; la industria del vidrio empezó a proporcionar la posibilidad de hacer ventanas que dejaran entrar la luz; y el invento de la vela de cera, que daba luz sin humo, completó el conjunto de medios técnicos para la organización del hogar burgués. Los vidrios de aumento aplicados ante los ojos “que se descubrieron hace poco –dice un documento de 1289– para la comodidad de los pobres viejos cuando se les debilita la vista” permitieron prolongar la vida útil de los hombres de estudio.
Las técnicas para la fabricación del vidrio y el desarrollo de la metalurgia permitieron no sólo proveer los instrumentos a ciertas manufacturas –como la destilación o la construcción de armas–, sino también mejorar los utensilios de uso doméstico. Hubo artesanos y comenzaron a diferenciarse los artistas. La ballesta requirió un ingenio creador, y luego artesanos eficaces para construirlas en gran número. El orfebre adquirió tal reputación que su nombre fue recordado por los cronistas, así como recordaban el de los ingenieros expertos en máquinas de sitio, como aquel Jocelin de Cornaut que era maistres engingnierres –según cuenta Joinville– en el ejército del rey Luis IX en Egipto.
El uso del martillo pilón acoplado a un molino de agua o el invento del reloj revelan cómo se fue adquiriendo un sentido especial para el uso de dispositivos mecánicos. La experiencia comenzaba a combinarse con la razón, ideando sistemas de fuerzas. Del mismo modo se combinarían una y otra vez en la organización de un sistema de contabilidad que permitiera estimar el curso de las operaciones mercantiles. Y del mismo modo obrarían para establecer un sistema de división del trabajo que acrecentara la capacidad de producción de cada operario y permitiera aumentar las utilidades de los productores.
Esta transformación técnica se produjo en el área mercantilizada, y contribuyó a subrayar sus diferencias con las áreas sometidas a una economía natural. Pero los nuevos métodos se difundieron rápidamente porque los nuevos técnicos –orfebres, arquitectos, obreros textiles, vidrieros, ingenieros de sitio, herreros, queseros, agricultores– fueron solicitados desde diversos lugares y viajaron frecuentemente de una parte a otra, estableciendo un intenso intercambio de ideas y de métodos. Hubo, con todo, zonas que no los requirieron porque deliberadamente querían mantenerse al margen de la transformación económica o porque eran insensibles a la significación de los cambios. Pero el área mercantilizada haría sentir pronto su superioridad y provocaría un marcado desnivel económico con las zonas que, habiendo sido nucleares, pasaban ahora a ser marginales.
III. NUEVAS FORMAS DE ACTIVIDAD ECONÓMICA
La expansión económica y los cambios técnicos trajeron consigo formas nuevas de actividad económica, cuyo ejercicio incidiría sobre el sistema de las relaciones sociales. Hasta en las áreas rurales repercutió rápidamente el nuevo estilo económico, estimulado por el acrecentamiento de la demanda y por el incentivo del lucro. Comenzó allí a desarrollarse la tendencia a enviar al mercado los excedentes de la producción, tanto de las tierras vilicarias como de las que trabajaban colonos, estos últimos urgidos a veces porque los señores comenzaron a requerir el pago en dinero de los tributos que se les debían. Las ciudades requerían crecidas cantidades de productos alimenticios –granos, hortalizas, vino, aceite, miel, frutos, quesos, aves, huevos, carnes de oveja o cerdo– que en el mercado se pagaban generalmente en dinero; pero subsistieron, especialmente en las áreas rurales, formas mixtas de pago: tres personas que cedían solidariamente un derecho podían recibir, la primera veinte sueldos y un jamón, la segunda una vaca con un ternero y la tercera seis corderos. Pronto comenzaría a organizarse el proceso de producción agropecuaria con vistas a su comercialización.
Más importantes fueron, naturalmente, las nuevas formas de actividad que aparecieron y se desarrollaron en el campo del comercio, de las manufacturas y de las finanzas. La revolución mercantil se desencadenó precisamente desde la periferia del área romanogermánica, y el primer paso –el más revolucionario de todos– fue el rápido desarrollo de un comercio internacional, montado en regiones fronterizas y sujeto a un régimen que lo independizaba de las alternativas de las luchas políticas y militares. Desde muy pronto comenzó a tejerse una red comercial que se perfeccionó y ajustó según sus propias necesidades y al margen de las situaciones políticas creadas, pero capaz de gravitar sobre esas situaciones y de contribuir a modificarlas si convenía a los intereses que esa red servía. Comerciantes anglosajones traficaban en el siglo X en el reino lombardo, y tanto desde Inglaterra hacia el norte como desde Venecia hacia el sureste partían vías de expansión que, de ocasionales, tendían a hacerse cada vez más regulares. Dentro de esa red y en relación con ella trató de ordenarse todo el tráfico mercantil. Si el mercader que se lanzaba hacia regiones extranjeras y ajenas a su religión y a sus costumbres configuraba un tipo nuevo de aventurero o de hombre de empresa, el que buscaba y establecía los contactos entre las grandes rutas marítimas para concentrar los productos del intercambio y difundirlos a través de los mercados ponía de manifiesto también una nueva concepción de la vida económica. Las ferias tornaron regular el aprovisionamiento de productos que antes sólo aparecían esporádicamente en las zonas interiores, y los problemas de organización administrativa, política, económica y financiera que suponían revelaban un cambio sustancial en la manera de entender la actividad comercial. Fue inevitable que se alteraran también las modalidades del pequeño comercio, que ejercitaba el mercader itinerante o el que estaba establecido en las tiendas urbanas.
En el campo del gran comercio, ciertos géneros alcanzaron un rápido y crecido desarrollo. Más que ninguno, el comercio textil evolucionó rápidamente hacia formas cada vez más complejas, con inversiones cuantiosas de capital y proyecciones sobre las relaciones económicas no sólo entre los diversos países cristianos, sino también entre ellos y las regiones musulmanas y bizantinas; y no solamente en el renglón de los tejidos de lana sino también en el de las sedas. De considerable importancia fue el comercio de los metales y de las armas; de la madera, en relación con la construcción y muy especialmente con la industria naviera; de los esclavos; del vino; de la sal; del aceite; de la cera; de las pieles; y la lista podría prolongarse a la luz de testimonios precisos que revelan la amplitud del comercio internacional.
Para enfrentar operaciones de tanto alcance se requirió cada vez más de un volumen de capital que sólo podía conseguirse reuniendo aportes individuales: así aparecieron nuevas formas de actividad económica alrededor de las compañías o sociedades que se constituyeron para financiar las empresas comerciales. Unas veces eran compañías compuestas por varios socios que aportaban distintas sumas y confiaban a uno la ejecución de la operación comercial; otras eran sociedades en las que un socio aportaba el dinero y otro la actividad mercantil: la típica commenda; en ambos casos se trataba de un contrato temporario y destinado al cumplimiento de una determinada operación; pero junto a ellas se organizó la sociedad estable, nacida de la compañía de familia –fraterna compagnia–, que reunió capitales diversos para el desarrollo permanente de un comercio internacional en vasta escala, que requería agentes en diversos lugares y directamente interesados en el éxito de las operaciones, para asegurar la eficacia de las determinaciones que deberían tomar autónomamente. Poderosas por los capitales reunidos y por la organización que controlaban, las compañías –temporarias o permanentes– modificaron la fisonomía de la actividad económica.
Al crecimiento de la demanda de artículos manufacturados respondió una oferta cada vez mayor, de la que formó parte no sólo el caudal de productos extranjeros que el comercio hacía circular por el área mercantilizada, sino también los productos que empezaron a fabricarse dentro de sus límites. Las artesanías progresaron con bastante rapidez porque se perfeccionaron las técnicas, pero sobre todo porque se modificaron las condiciones de la producción. Con el artesano que perfeccionó su oficio, pero que siguió adquiriendo la materia prima y produciendo en su casa para vender al comprador individual, comenzó a competir la organización empresaria, más o menos compleja, montada por quien invertía capital para adquirir materias primas y contratar el trabajo artesanal que permitiría acrecentar la producción. El taller colectivo le dio nueva fisonomía a la actividad artesanal. Maestros y oficiales se agrupaban en la corporación, aunque sólo el maestro gozaba de pleno derecho, y por medio de ella podía regularse la producción, fijar los precios y mantener el monopolio en beneficio de un grupo. Sólo al margen de esa organización –y, sin embargo, con bastante frecuencia– aparecieron artesanos extranjeros en ciertas ciudades o para ciertos trabajos, cuyas técnicas influyeron en la transformación de la producción.
Tanto para el desarrollo de la actividad comercial como para el de las manufacturas comenzaron a girar capitales cada vez más crecidos, cuya circulación imprimió nuevo carácter a la organización financiera. Ese capital tenía diverso origen; en parte provenía de los ahorros que lograban capitalizar artesanos y mercaderes, y en parte de las rentas de la tierra, cuyos señores comenzaron a lanzarlas al mercado para financiar empresas mercantiles. El vigoroso intercambio con el mundo musulmán desvió hacia el occidente el oro, del que Guillermo de Tiro decía que había en “Egipto y en los países vecinos una cantidad incalculable de primera calidad y de la más grande pureza”. Y toda esa masa de capital comenzó a ser objeto de un tráfico especial, en parte por la necesidad de resolver los problemas creados por la diversidad de monedas y por la inseguridad de sus valores, y en parte por el deseo de establecer un mecanismo de pagos que evitara el excesivo transporte de metales preciosos. El cambista resolvía los problemas de equivalencias y proporcionaba la moneda necesaria para hacer cada pago. Pero sus funciones comenzaron a diversificarse, porque se fue haciendo cargo de otros encargos, especialmente de la recepción de ciertas cantidades en un lugar para pagarlas en otro. La recaudación del “óbolo de San Pedro” o diezmo para la Cruzada puso a la Iglesia en medio de este tráfico, del que se beneficiaron entre otros los Spini, banqueros del papa. La posesión de gruesas sumas durante cierto tiempo permitió que los banqueros realizaran operaciones de crédito. “Cahorsini”, lombardos o judíos pasaban por ser los que con más asiduidad se dedicaron a las operaciones de crédito; pero muchos otros, y también los conventos, desarrollaron estas operaciones, y por eso decía San Bernardo que “en los países donde no hay judíos se experimenta el dolor de encontrar cristianos que superan a los judíos mismos en préstamos usurarios”. Y al lado de los particulares, las órdenes militares –la de los Templarios, la Teutónica– desarrollaron una amplia política de crédito de la que aprovechaban especialmente los reyes.
Las nuevas formas de la vida económica difundieron el uso del dinero, provocando con ello un impacto vigoroso sobre las costumbres, las formas de vida, los hábitos económicos y las ideas. Dentro del cuadro general de la crisis que describe Jacques de Vitry a principios del siglo XIII, señala especialmente el desarrollo de la usura y sus proyecciones, en las que puede verse bien ese primer impacto de la economía dineraria. “Los caballeros –dice– perdían sus patrimonios y sus más vastas heredades; los pobres eran despojados. ” Luego agrega refiriéndose a los usureros: “Esa raza de hombres, los más viles y reprobables, se había multiplicado en todas partes de tal manera que había inundado no solamente las ciudades sino también las campiñas. ” “Otros –dice más adelante– vendían sus mercancías a un precio elevado bajo pretexto de retardar la época del pago, o hacían adelantos sobre la época del pago y compraban a vil precio mercaderías a entregar más tarde. ” Refiriéndose a los señores expresa que “entregados a la prodigalidad y al lujo, hacían muchos gastos inútiles para sus torneos y sus pomposas vanidades mundanas, y contraían deudas con los usureros, en tanto que los comediantes y los bufones, los parásitos vagabundos y los histriones, perros de corte y aduladores, devoraban sus patrimonios despojándolos. ”
Fue ese mismo impacto el que provocó una creciente demanda de moneda y una serie de experimentos acerca de las condiciones de su circulación. La multiplicidad de acuñadores permitió que cada uno concibiera a su modo la función de la moneda, con lo que prosperó al principio la ingenua esperanza de obtener provecho de la falsificación o de la alteración de la ley. A principios del siglo XII el fenómeno fue general: en Inglaterra, en Normandía, en Francia, en Castilla; pero la experiencia comenzó a enseñar los inconvenientes de tal política monetaria, y desde mediados del siglo XIII comenzaron a acuñar moneda de oro de buena ley las ciudades de más alta responsabilidad económica de Italia, sin que ello fuera obstáculo para que se reincidiera en la mala práctica que le valió a Felipe el Hermoso el apóstrofe de Dante.
Finalmente, fue también ese impacto el que incitó a reyes y señores a conmutar por dinero los derechos que poseían o los tributos que les eran debidos: veintiuna libras y un palafrén por los derechos que un caballero tenía sobre unas tierras o la sexta parte de un áureo por los diezmos y obligaciones que los judíos le debían a un obispo. El autor del Dialogus de Scaccario señalaba las circunstancias que condujeron a ese cambio en tiempos de Enrique II de Inglaterra: “Nuestros padres nos han referido que en la constitución original, después de la Conquista, el rey no recibía de las tierras de la Corona ninguna cantidad de oro o plata sino solamente víveres, con los que se satisfacían las necesidades cotidianas de la casa real; y los oficiales debían saber cuánto debía recibirse de cada tierra. Pero para las soldadas y recompensas de los caballeros y otros gastos necesarios, se reunía moneda acuñada proveniente de los beneficios de la jurisdicción del rey, o de pagos voluntarios por privilegios, o de ciudades y aldeas cuya actividad no era la agricultura. Este sistema subsistió a través del reinado de Guillermo I y hasta la época de su hijo Enrique; de manera que yo he conocido personas que habían alcanzado a ver los productos alimenticios que, desde las tierras de la Corona, eran traídos a la corte en las épocas establecidas; y los oficiales de la casa del rey sabían exactamente trigo de qué condado o qué diversas clases de carne, o qué otras cosas necesarias debían entregársele. Pero en tanto que el pago de cada clase de productos era hecho en su correspondiente medida, los oficiales se las acreditaban al sheriff en términos de moneda. Por una cantidad de trigo suficiente para cocer pan para cien personas, acreditaban un chelín; por una res de buey, un chelín; por un carnero o una oveja, cuatro peniques; por forraje para veinte caballos, cuatro peniques. Pero andando el tiempo, cuando el rey Enrique estaba empeñado en reprimir una rebelión armada en cierto lugar del otro lado del mar, se hizo imperiosa para él la necesidad de moneda acuñada para llevar a cabo su propósito. Al mismo tiempo, una multitud de afligidos campesinos acosaba a la corte –o, lo que era más enojoso, al rey mismo cuando iba en camino– mostrando sus rejas de arado como una muestra de la depresión agrícola; porque ellos sufrían inconvenientes considerables por tener que traer los productos alimenticios de sus propios hogares a todas partes de Inglaterra. El rey oyó sus lamentos con simpatía y, después de consultar a su consejo, envió a través del reino unos comisionados a quienes tenía especialmente por sabios y prudentes. Hicieron ellos una gira por las tierras de la Corona y vieron por sí mismos, e hicieron una estimación de la cantidad de productos alimenticios pagados por cada una de ellas, y expresaron el valor en términos de moneda. ”
Sin duda, el uso del dinero desarrollaba un nuevo sistema de valoraciones. La nueva riqueza soportaba las impugnaciones que respondían a las formas tradicionales de vida, pero en el plano de la realidad conquistaba rápidamente un fuerte prestigio. De buen o mal grado se reconocía la creciente fuerza del dinero, hasta el punto de poder decir el poeta Marcabrú refiriéndose a la elección imperial de Lotario II: “La Gallardía se resquebraja y la Vileza se amuralla y no quiere recoger en su recinto a Alegría. No me parece que ni Derecho ni Razón se mantengan firmes mucho tiempo desde el momento en que, por dinero, un miserable llega a ser emperador. “ El poder político –reyes y señores–, que empezó por expoliar a las nuevas clases mercantiles, advirtió muy pronto que no sólo debía abstenerse de perturbar sus actividades comerciales, manufactureras y financieras, sino que le era muy provechoso protegerlas y estimularlas. Numerosas disposiciones reales y señoriales contribuyeron a asegurar progresivamente la paz del mercado y el libre ejercicio del tráfico; hasta el punto de que, en una tregua militar, se exceptuara de las prohibiciones de tránsito establecidas, a los mercaderes, que “podrán ir y venir según los usos legítimos de los antiguos tiempos”. No obstante, el poder político actuó en ocasiones contra los comerciantes, pero fue generalmente contra un sector de ellos y en beneficio de otro sector, o sea ejercitando una cierta política mercantil que muy pronto estrecharía la solidaridad entre el poder político y la nueva riqueza. Esa solidaridad contribuyó a realzar la significación social de las nuevas clases, cuya actividad crecía y provocaba en su seno una diversificación progresiva entre sus diversos grupos.
CAPÍTULO III
LA EXPANSIÓN Y DIVERSIFICACIÓN DE LA SOCIEDAD
I. CRECIMIENTO DE POBLACIÓN Y MOVILIDAD
Al desarrollo de la vida económica acompañó un proceso de expansión y diversificación de la sociedad. Si aparecieron nuevas perspectivas y pudieron ser aprovechadas, fue porque con su esfuerzo densos grupos sociales contribuyeron a provocarlas e impulsarlas; y la constitución de esos grupos se produjo a través de una intensa crisis social.
Sin duda la progresiva contracción económica que prestó su singular fisonomía al período feudal coincidió con un proceso de decrecimiento demográfico, perceptible desde mediados del siglo VI y vinculado a las epidemias que recorrieron el mundo en ese siglo. Pero desde mediados del siglo X comenzó a producirse un cambio. De manera visible, aunque en proporciones muy difíciles de establecer, el cuadro de la población se tornó distinto, y diversos signos comenzaron a revelar que la población crecía y desbordaba los cuadros económicos y sociales tradicionales. La población de Inglaterra, que alcanzaba a 1.100.000 habitantes en 1086 según los datos consignados en el Domesday Book, llegó a ser de 1.900.000 alrededor de 1200 y de 3.300.000 en 1300. En proporción análoga, aunque menos segura, creció la población de Francia, calculada en 4.000.000 para fines del siglo XI, en 900.000 para 1200 y en 12.000.000 para 1300. Diversos hechos parecen demostrar que por todas partes se producía un fenómeno semejante.
Si creció la tasa de natalidad, como parece casi seguro, los efectos se advirtieron prontamente en diversos fenómenos económicos y sociales. Todo el período feudoburgués estuvo convulsionado, por una parte, a causa de un intenso trasiego de poblaciones que emigraban y redistribuían, escapando de los estrechos marcos en los que estaban encerradas y en busca de horizontes más amplios; y por otra, a causa de un movimiento no menos vivo de individuos aislados que aspiraban a encontrar mejores condiciones de vida alejándose de los lugares donde habían nacido. Para nutrir a las viejas y a las nuevas poblaciones se necesitaron obviamente mayores cantidades de alimentos, que hubo que obtener mejorando los métodos de producción y, sobre todo, entregando al trabajo vastas extensiones de tierra que hasta entonces habían permanecido incultas. Pero fue particularmente importante el nacimiento de nuevas agrupaciones urbanas y el aumento de la población de las ya existentes, revelado no sólo por la evidencia de su creciente densidad demográfica sino también por la reiterada necesidad de levantar nuevos muros que abarcaran los suburbios que se constituían junto a los antiguos. Los reclutamientos militares, las cargas impositivas y, muy especialmente, la organización eclesiástica, desarrollada a través de territorios progresivamente más extensos y mediante la creación de nuevas y numerosas parroquias, correspondían a las necesidades de núcleos sociales cada vez más numerosos y distribuidos en áreas geográficas más extensas.
Hubo, pues, crecimiento de población a partir de mediados del siglo X y a lo largo del período que transcurre hasta mediados del XIV. Pero ese crecimiento de población fue acompañado por una intensa aceleración de la movilidad ecológica y social, y acaso este hecho –más evidente y mejor documentado, por lo demás– explique más profundamente el tono de los cambios sociales y culturales de la época. Los que consiguieron escapar de los cuadros de una ordenación social que los anulaba como sujetos de voluntad y de aspiraciones, ascendieron socialmente y se transformaron en nuevos consumidores, en sostenedores de opiniones personales, en miembros de grupos que procuraban cierto tipo de acción, en sujetos, en fin, económica y socialmente activos; y esto, algunas veces en el mismo ámbito donde antes actuaban como miembros inertes de la comunidad, pero más frecuentemente en otro distinto hacia el que emigraban precisamente para empezar una vida nueva. El caso de los ascensos y descensos de clase impresionó sobre todo a aquellos que observaron la suerte de quienes tentaban fortuna en los grandes centros mercantiles –Ricordano Malespini y Giovanni Villani entre ellos– porque en ellos fue más visible el triunfo o la caída; pero no fue seguramente menos significativo el caso de los que, fieles a sus hábitos, se desarraigaron sólo para volver a tomar la azada en otras tierras, aunque hubiera que defenderlas también con la espada frente a los enemigos fronterizos; o el de los que renovaron sus formas de vida en sus mismas ciudades. Unos y otros compensaban el riesgo con las perspectivas de alcanzar la fortuna y, sobre todo, con la esperanza de escapar de la masa de los individuos económica y socialmente inertes, para adquirir una personalidad individualizada.
Tanto la transformación de los grupos rurales tradicionales como el desarrollo de los grupos urbanos, renovaron la fisonomía de la sociedad y multiplicaron la eficacia de innumerables individuos, más en número que un siglo antes, sin duda, pero sobre todo, más en cuanto eran capaces de hacer y producir, como miembros individualizados y activos de la comunidad. Resultado del doble fenómeno cuantitativo y cualitativo fue la progresiva formación de la sociedad feudoburguesa.
II. LA TRANSFORMACIÓN DE LOS GRUPOS TRADICIONALES
En las áreas rurales se insinuó primero y se acentuó después un proceso de cambio en los comienzos del período feudoburgués. Mientras la aristocracia terrateniente procuraba institucionalizar su situación, consolidar sus privilegios y, sobre todo, asegurar la patrimonialidad de sus tierras y el derecho de herencia para los hijos, todo el sistema social comenzó a resquebrajarse en el momento mismo en que se intentaba estabilizarlo definitivamente. La sacudida se notó particularmente en los sectores subordinados, que resistieron pasivamente a ese intento de consolidación escapando de él todos aquellos que hallaban una oportunidad favorable y aprovechando las nuevas oportunidades que ofrecían otras actividades económicas ajenas al ámbito rural para emanciparse. Al cabo de poco tiempo, el movimiento de liberación de los siervos y la renovación de las condiciones económicas del ámbito rural terminarían por suprimir el distingo jurídico que separaba a siervos y libres en la población campesina, reuiniéndola toda ella en una sola categoría de rustici. Pero entonces los límites que antes separaban a los distintos grupos se hicieron confusos. Los “pobres”, las “gentes del común”, los que nada poseían, comenzaron a merecer de los poseedores y poderosos una atención de que antes no habían gozado: hubo hospitales para los enfermos, casas para leprosos –de las que en 1225 había dos mil en Francia–, refugios para los peregrinos; y los reyes comenzaron a pensar que la protección de los pobres constituía uno de sus deberes. Los ostensibles fenómenos de ascenso de clase disolvían la noción de connaturalidad de la condición social, y los límites y distingos entre los grupos tendían a atenuarse. Son muy significativas las palabras que el senescal Juan de Joinville dirigió al capellán del rey Luis IX de Francia, Roberto de Borbón, cuando éste le reprochó que viviera con más lujo que el rey: “Maestro Roberto, yo no merezco reproche por vestirme de verde y con pieles de marta cebellina porque este vestido es el que me dejaron mi padre y mi madre; pero sí lo merecéis vos, porque sois hijo de villano y de villana y habéis dejado el vestido de vuestro padre y de vuestra madre y estáis vestido con una tela de pelo de camello más rica que la del rey. ” Ciertamente, mientras los sectores subordinados se abrían paso y sus miembros se deslizaban individualmente hacia los numerosos caminos de ascenso social que las circunstancias les ofrecían, la antigua aristocracia tendía a retraerse y cerrarse, precisando sus caracteres de clase.
Así se constituyó la nobleza de los milites, de los caballeros, porque –como decía Guibert de Nogent–, “el caballo denota la gloria de este mundo”. Mientras procuraban asegurar la dependencia de todos los demás sectores, los milites se definieron, en cuanto a clase jurídica, como hombres sin dependencia. Una tierra –más o menos extensa y sobre la que podía ejercer el caballero mayor o menor autoridad– le aseguraba una riqueza relativa, que acaso fuera menester acrecentar, extendiendo las posesiones o modificando las formas de la explotación. Como clase, la nobleza necesitaba perpetuarse y trató de lograrlo cerrando sus filas; y aunque no lo logró del todo, porque no pudo resistir los embates de la intensa movilidad que agitaba todo el orden social, procuró al menos transformar en hereditarias tanto las posesiones como las dignidades. Y procuró afirmar su condición de élite a través de un género de vida capaz de probar que sus miembros poseían indiscutible superioridad por sus gustos y su refinamiento, además de la que les daba la posesión de la riqueza y el poder.
Guillermo el Rojo, rey de Inglaterra, “gustaba de rodearse pomposamente de una multitud de caballeros . . . a quienes favorecía mucho en su fasto mundano”, señala Ordrico Vital, agregando que “olvidaba proteger a los paisanos contra los caballeros”. Guibert de Nogent dice que Eduardo el Confesor “conocía el gusto de los franceses por la elegancia de las maneras”, por lo cual mandó como enviado a un capellán que, cuando llegó a ser obispo de Laon, “puso sus esperanzas de éxito en su opulencia . . . de la que sabía hacer uso para dar suntuosos banquetes”. La vida cortés adquiría un perfil preciso y regías definidas. Servía de fondo para una literatura refinada y enmarcaba la existencia cotidiana de los señores que, como decía Jacques de Vitry en la primera mitad del siglo XIII, “entregados a la prodigalidad y al lujo, hacían muchos gastos inútiles para sus torneos y sus pomposas vanidades mundanas”. Y las nuevas e ingentes exigencias de dinero para atender a las necesidades del boato exterior solían resolverse cediendo a la tentación de los negocios y aceptando nuevas formas de actividades económicas ajenas a la tradición rural.
Pero a pesar de su tendencia a delimitarse como clase, la nobleza no llegó a ser un conjunto social homogéneo. Por lo pronto quedó incluido en sus filas un vigoroso sector eclesiástico, constituido en parte por miembros de familias aristocráticas y en parte por familias que ascendían al calor de la fortuna alcanzada por uno de sus miembros –pontífice, cardenal, arzobispo o abad–, ya mucho antes de la época de Nicolás III, a quien Salimbene y Giovanni Villani consideraban como de los primeros que practicaron el nepotismo. Pero sobre todo se distinguieron en su seno grupos bien definidos, de alta nobleza unos y de baja nobleza otros. Príncipes, barones, ricos-omes, capitaines, Ritter, knights, son hombres poderosos, de linaje y generalmente con funciones políticas y administrativas: valvasores, infanzones, fijosdalgo, son gente de nobleza menor, que como grupo constituían un sector menos cerrado que la alta nobleza. Con ellos se vincularon, en efecto, quienes lograron ascender a la caballería desde estratos más bajos. No todos aquellos a quienes se ofrecía esa perspectiva rechazaron la posibilidad, como lo hizo el soldado a quien Federico Barbarroja ofreció, por su heroísmo, el cinturón de la caballería. Por lo general la buscaron y la aceptaron, y el mismo Otón de Freisinga que recordaba aquel caso, señalaba que las ciudades lombardas “no desdeñaban otorgar la caballería o grados de distinción a jóvenes de condición inferior y aun a trabajadores que se ocupan de viles artes mecánicas”. El caso fue frecuente. A principios del siglo XI, Conrado II “hizo caballeros por su mano a muchos ciudadanos de Florencia, y los puso a su servicio”; mucho más tarde, en la segunda mitad del siglo XIII, Carlos de Valois hizo lo mismo buscando el apoyo de las ciudades del centro de Italia; también en Francia, en la época de Felipe III y de Felipe el Hermoso, fue corriente el hecho; y en Flandes el conde Gui de Dampierre hizo caballeros, en la batalla de Courtrai, a Pierre le Roy “con más de cuarenta de la comuna“, prometiéndoles que si vencían daría carácter hereditario a su nueva condición. La incorporación de estos nuevos caballeros, junto con la de los ministeriales que alcanzaban esa dignidad, abrió las capas inferiores de la nobleza, y facilitó no sólo su aproximación al patriciado burgués en operaciones mercantiles conjuntas sino también su vinculación por la vía de matrimonios mixtos.
Simultáneamente se vio hostigada la nobleza por diversas circunstancias: los grupos urbanos la presionaron en algunos lugares, como en Florencia, donde los nobles se quejaban ante Federico Barbarroja de que la comuna les había tomado los castillos y fortalezas, en tanto que en otros la tentaban con incitaciones económicas para que enajenara sus heredades o modificara el régimen de explotación. En esos casos, y en otros similares que comprometían también los fundamentos de la estabilidad de la nobleza, ella misma unas veces y el poder real otras buscaron la manera de contener el proceso de cambio mediante constituciones o privilegios que, generalmente, aseguraban a los feudos su carácter de irrevocables, hereditarios e inviolables, al tiempo que legislaban para asegurar que no se dividieran o enajenaran, y para refirmar las prerrogativas de los señores frente a las presiones de los distintos grupos sociales.
Pero si pudo intentarse fijar por un acto jurídico la condición de la nobleza, o pudieron sus miembros adoptar un género de vida que demostrara la peculiaridad de su condición, nada pudo impedir que su estructura interna se sacudiera. Se conmovieron las capas inferiores de la nobleza misma, y se conmovieron todos los sectores dependientes ante la perspectiva de que se rompiera el esquema tradicional de la sociedad, liberándose sus miembros de la tutela personal e intentando la aventura individual hacia la riqueza.
El fenómeno extremo y más visible de esa mutación fue el desarrollo de la tendencia a la manumisión de los siervos, estrechamente relacionado con la progresiva extinción de los latifundios dominicales y con el desarrollo de los arrendamientos y la tributación en rentas o servicios. Al cambio de situación jurídica siguió cierto ascenso en la condición social de los manumitidos, no tanto porque mejorara la propia sino porque se operó una asimilación con la de los colonos libres. Todos juntos se confundieron poco a poco en la condición de rustici, y todos coincidieron en cierto tipo de dependencia –variable, desde luego, pero semejante en lo fundamental– y al mismo tiempo en cierta tendencia a aprovechar las perspectivas que ofrecían las nuevas situaciones económicas.
Conmovida por la nueva y promisoria inseguridad –que había sustituido a la dura seguridad del paternalismo señorial– la vasta clase de los rustici o campesinos constituyó un sector revolucionario, dispuesto a debilitar con su evasión el orden tradicional y a robustecer las nuevas formas de relaciones económicas introduciéndose en ellas y logrando una condición diferente de aquella en que había estado hasta entonces.
Dadas las coyunturas económicas favorables, sólo era necesario para que la revolución se desencadenara la aparición de coyunturas sociales y políticas adecuadas. No faltaron éstas. Los períodos de minoridad real, los de guerras civiles, los de conflictos jurisdiccionales, permitieron las migraciones individuales o colectivas más o menos numerosas, como las permitieron en esfera más reducida los conflictos locales. Producida la ruptura de los vínculos tradicionales con el señor y la tierra, todo campesino desarraigado podía comenzar su aventura personal, emancipado de las cargas que antes lo fijaban en su status.
Con todo, la posición de los que habían sido siervos siguió siendo en algunos casos más difícil que la del campesino libre. Era reivindicable si su señor lo descubría y él no podía demostrar que había obtenido su franquicia. En Champaña, si el señor encontraba a su antiguo siervo bajo la jurisdicción de otro, podía reclamarlo según la fórmula que establecía el Ancien Coutumier, “Señor, este hombre es couchanz et levanz (esto es, siervo) ante mi justicia; no lo debéis escuchar porque no viene a vos por falta de justicia o porque yo haya hecho un mal juicio. En vista de eso, solicito que me lo enviéis. ” Sólo estaba seguro si podía probar que había sido manumitido, por lo general mediante una carta, cuyo texto podía asemejarse al de la carta otorgada por Emma de Dummart: “Sepan todos, presentes y futuros, que yo, Emma de Dummart, con el consentimiento de mis herederos, he dado libertad a mi siervo Guillermo, hijo de Balduino; y le he garantizado, y por esta carta lo confirmo, que será libre de toda servidumbre para ir y venir libremente o para irse donde desee como un hombre libre. Y por esta libertad y su confirmación Ricardo, hijo de Hugo, me ha dado por él quince chelines de plata. Y si alguno lo disputa, yo y mis herederos lo garantizaremos contra cualquiera. ” Pero como la inestabilidad sociopolítica lo permitía y las ocasiones abundaban, individuos o grupos emigraban desafiando el riesgo de ser reivindicados si alguna vez los colocaba la mala fortuna frente a su antiguo señor. Este riesgo los amenazaba cualquiera fuera el estado que hubieran alcanzado. La reina Urraca pretendía que tres canónigos de la catedral de Santiago de Compostela eran siervos suyos y debían servirla como tales, y el asesinato del conde Carlos de Flandes fue motivado por la pretensión de reivindicar como su siervo al preboste de la colegiata de San Donaciano de Brujas. Más fácilmente, pues, podía cuestionarse la libertad de quien sólo había llegado a ser pequeño propietario, rico comerciante o simple artesano. De cualquiera de ellos podía decir su señor como llegó a decir de André du Marais el abad de Vézelay: “es mío desde la planta de los pies hasta el extremo de la cabeza”.
Liberados de manera formal, individualmente muchas veces y otras en conjunto, como en León en 1020, en Santiago de Compostela en 1105, o en Florencia en 1289; o simplemente atenuadas sus obligaciones y cargas como en el caso de las villeneuves de Lorris en 1155 o de Beaumont-en-Argonne en 1182, los antiguos siervos adquirieron no sólo nuevas posibilidades de ascenso económico sino también de ascenso social, estas últimas por la vía de los matrimonios. La costumbre y la legislación procuraron regular las nuevas situaciones. En Flandes se estableció que el caballero que casara con mujer sierva perdería su libertad un año después; en Inglaterra se fijó el principio de que el hijo de siervo heredaba tal condición aunque su madre fuese libre; pero en Francia solía admitirse el principio contrario; y en Champaña se preveía el caso de la mujer sierva que casara con hombre libre y el de la mujer noble que casara con siervo. Eran las situaciones reales las que sorteaban y sobrepasaban las prescripciones tradicionales, a favor de la movilidad social que estimulaban las nuevas oportunidades económicas. Y junto a los casos en que se lograba hacer valer el peso de la costumbre o de la ley, otros muchos –seguramente muchos más– aseguraban la renovación de los cuadros sociales creando una rica variedad de situaciones.
Sin duda, la más segura vía de ascenso fue la de los ministeriales, siervos por su origen, pero emancipados de hecho o de derecho y situados en posiciones privilegiadas por el favor de sus señores y las funciones que desempeñaban. El caso de los Erembauld de Brujas alcanzó extremada notoriedad por su participación en el asesinato del conde Carlos de Flandes; pero fueron innumerables los que aprovecharon esa vía para ascender de clase, especialmente en el Santo Imperio y en Francia. Llamados para el ejercicio de una función –ministerium–, para manejar la administración de la castellanía o para servir como tropas auxiliares, los siervos que pudieron aprovechar la proximidad del señor, su confianza o las oportunidades que esas circunstancias les deparaban, alcanzaron cierta fortuna y desde el siglo XI mejoraron pronto de condición social, sobre todo en relación con el poder de mando que adquirieron de los señores. Poco más tarde alcanzaron la independencia y la categoría de vasallos; sobre todo los que cumplían funciones administrativas en la castellanía, relacionadas con la administración del dominio, con los mercados y ciudades, a favor de las cuales crecían en influencia y riqueza. Y también ellos, por la vía del matrimonio unas veces, por el acceso a las dignidades eclesiásticas –antes vedadas a los siervos– o por la consolidación de su posición vasallática, lograron constituir un escalón nuevo en la nueva sociedad que se diversificaba.
Para aquellos que no poseían más haber que su experiencia de labradores pero que aspiraban a salir de la dependencia sin cambiar de actividad, la roturación de nuevas tierras promovidas por los señores –en tierras de su propio señorío o en regiones alejadas que habían conquistado por la fuerza– ofreció una posibilidad nueva y atrayente. Unas veces fue la perspectiva de obtener más ganancias con una mayor producción lo que indujo a algunos señores a promover la explotación de bosques o tierras bajas antes no cultivadas. El crecimiento de las ciudades, sobre todo, aumentaba la demanda de productos alimenticios, y parecía asegurar una venta beneficiosa de los productos. Para llevar a cabo esa empresa se ofrecían ciertas ventajas a los labradores por la vía de franquicias diversas. Otras veces eran los propios reyes los que procuraban desarrollar los cultivos en zonas no productivas, estableciendo entonces poblados nuevos con franquicias formalmente otorgadas. En ocasiones fueron los monjes, especialmente los cistercienses, los que atrajeron a los campesinos para trabajar tierras incultas en los alrededores del monasterio, situado siempre en regiones poco pobladas. Y muchas veces fueron los reyes y señores que conquistaban y sometían las tierras periféricas los que trataron de atraer nuevos colonos, que tenían que trabajar en condiciones de peligro y sin descuidar la vigilancia de la tierra que se le concedía ad populandum.
Ese proceso de incorporación de vastas extensiones a las tierras arables se produjo en Castilla y Aragón, en Alemania, especialmente más allá del Elba, en la costa del mar Báltico, en Polonia, Bohemia y Hungría, además de las innumerables regiones vecinas a tierras ya cultivadas que se roturaron en Italia, Francia y Países Bajos. En todas estas regiones surgió una clase de campesinos –generalmente conocidos con el nombre de hospites– que alcanzó una situación social y económica distinta y mejor que aquella que tenía en los lugares de donde emigraba para ocupar las nuevas tierras. Por medio de las cartas pueblas, fueros, cartas de franquicia o estatutos, adquirieron sus miembros un status de libres, amplia liberación de cargas tributarias y de obligaciones y, con frecuencia, ciertos derechos para la administración de la nueva comunidad que constituían. Hecho importante, las franquicias concedidas a los pobladores de las nuevas aldeas rurales influyeron decisivamente en la exigencia de ventajas análogas por parte de los antiguos colonos de los señoríos tradicionales. Así se desarrollaba otro grupo social que quebraba el antiguo ordenamiento.
Pero a pesar de todas estas vías de salida que se ofrecían a quienes estaban disconformes con la condición que les imponía la situación agraria tradicional, hubo muchos que pretendieron escapar de ésta sin seguir ninguna de aquéllas. Incapaces de someterse a nueva disciplina o atraídos por la esperanza de una libertad sin límites ni frenos, o acaso obligados por la dificultad de encontrar posibilidades socioeconómicas adecuadas a su condición, a su capacidad, a sus aspiraciones y a sus esperanzas, muchos escaparon del orden tradicional y buscaron su camino luchando contra él. Numeroso e incontrolado, el sector de los bandoleros y los mercenarios reflejó exactamente la profunda transformación que sufría la sociedad agraria, adoptando una posición marginal y quebrando de diversas maneras el orden vigente.
Entre los campesinos, no faltó quienes abandonaran los campos para refugiarse en los bosques y dedicarse al robo, y a veces después de haberse refugiado en alguna aldea y haber perdido el bienestar que habían alcanzado, como los que escapando del burgo de Vézelay “habían ocupado el bosque vecino y habían construido cabañas; y desde allí, entregándose al bandolerismo, despojaban a los viajeros y peregrinos”; o como aquellos que, dejando Sahagún, se dedicaron a “robar, acechar y aguardar en los caminos públicos, despojar y aun matar a los peregrinos que iban a Santiago y a cualquiera otros caminantes”. El siglo XII parece haber sido el período en el que alcanzó mayor desarrollo este proceso social, precisamente al acentuarse el impacto de la economía dineraria sobre la sociedad agraria tradicional; y fue entonces cuando crecieron los grupos que se ofrecieron como soldados mercenarios, los cotereaux, o brabançons de las fuentes inglesas y francesas, los birkebeiner de que habla Snorri.
Pero el fenómeno de desajuste social que desarraigó a tantos hombres fue anterior y tan complejo como profundo. Ya en el siglo XI, las grandes aventuras expansivas, como la de Roberto Guiscardo, la de Guillermo el Conquistador, la de Rodrigo Díaz de Vivar, la primera Cruzada y otras aventuras menores, movilizaron y absorbieron nutridos grupos sociales que buscaban en la guerra nuevas perspectivas; y los componían no sólo campesinos sino, sobre todo, caballeros cuyo horizonte se cerraba en sus regiones de origen. Caballeros fueron también los bandidos que asaltaban mercaderes y despojaban peregrinos, y aun los que no vacilaban en emprender arriesgadas aventuras de saqueo, protegidos en lugares estratégicos. Uno de ellos fue el que en Italia cayó en manos de Federico Barbarroja y justificó así su conducta: “Escuchad, nobilísimo emperador, la suerte de un hombre infortunado. Soy por nacimiento un galo, no un lombardo; aunque por mi situación soy un pobre caballero, por mi condición soy un hombre libre. Por accidente y no deliberadamente, he llegado a unirme a estos ladrones, con el propósito de remediar mi falta de tierra. Me prometieron que me conducirían a ciertos lugares donde mi necesidad se viera satisfecha. Yo, pobre desgraciado, ingenuamente les creí. Fui conducido y extraviado por hombres malvados hacia esta desgracia. ”
Análogas razones movieron a los caballeros que se desarraigaron en el siglo XII y en el XIII y provocaron la expansión hacia la periferia del área romanogermánica: hacia las tierras más allá del Elba, hacia Siria musulmana, hacia Dalmacia y Constantinopla en la cuarta Cruzada, hacia la frontera de las Taifas hispánicas, hacia las Baleares, Sicilia y Grecia, a donde se dirigieron los catalanes. El designio era inocultable, y hasta los livonios descubrieron que el obispo Bertoldo abandonaba su patria y venía a tan lejanas regiones porque era pobre. Aun a sabiendas de los riesgos, todos, grandes y pequeños, buscaban en medio de la crisis de desarrollo que agitaba el área romanogermánica un camino para escapar de los límites tradicionales y alcanzar, de cualquier manera y en cualquier parte, una posición abierta hacia el ascenso económico y social.
III. EL DESARROLLO DE LOS GRUPOS burgueses
Más atractiva que el bandidaje, la guerra o el trabajo de la tierra fue para algunos la emigración hacia las ciudades, donde con menos riesgo podían alcanzar mejores condiciones de vida y mayores riquezas. Pero era una decisión que importaba aceptar un camino y requería una nueva actitud mental: estos rasgos caracterizaron a los que la adoptaron.
El cambio económico exigía de quienes lo aceptaban cierta comprensión de un nuevo tipo de proceso; mercado, oferta y demanda, diferencias entre precio de costo y precio de venta, medios de pago, créditos, eran mecanismos a los que había que ajustarse si se decidía escapar de la economía rural para ingresar a la nueva economía mercantil; y para lograrlo se necesitaba una nueva actitud mental: la actitud mercantilista, que el biógrafo del monje Godric expresaba de esta manera a principio del siglo XII, relatando los hechos de su juventud: “Así, habiendo pasado en su casa apaciblemente los años de la niñez, comenzó a cultivar durante la adolescencia los caminos más prudentes de la vida y a emprender a fondo, cuidadosamente y como persona experimentada, los ejemplos seculares de la Providencia. No se dedicó a las faenas de la agricultura sino que se empeñó preferentemente en ejercitarse en los rudimentos de la adquisición, lo que es propio de las inteligencias más agudas. Así es que, estimulado por el celo de los mercaderes, comenzó a ocuparse frecuentemente de la venta de mercancías; al principio, por cierto, con cosas muy pequeñas y de muy poco precio, comenzó a aprender el arte de obtener ganancias; después, poco a poco, a desarrollar las capacidades que había mostrado en su adolescencia para lograr ganancias mayores. ” Movidos por esos deseos y confiados en semejantes aptitudes, emigraron de sus tierras muchos rustici y se lanzaron unos a los caminos para comprar y vender, y otros a las ciudades donde se asentaron desde un principio para comerciar, muchas veces fabricando los productos que luego se ofrecerían en venta.
A veces, si las condiciones lo exigían y eran satisfactorias, fundaron espontáneamente los mercaderes y artesanos nuevos poblados en las riberas marítimas o fluviales, en cruces de caminos, al lado de los muros de abadías o castillos o en cualquier otro lugar favorable; pero no desdeñaron instalarse en las viejas ciudades condales o arzobispales, y allí entraron en contacto con los pobladores de la ciudad señorial: ministeriales, censuales que ejercían funciones administrativas o de servicio y, al mismo tiempo, desarrollaban ciertas actividades económicas, rurales en parte, pero comerciales y artesanales también, con las que muchos de ellos estaban lo suficientemente familiarizados como para poder intensificarlas cuando la ocasión se tornó propicia. Junto a ellos, que disfrutaban de las ventajas de su antiguo arraigo y, en ocasiones, del favor señorial, se instalaron los inmigrantes, unidos todos en un mismo designio pero distintos en su condición y sus actitudes.
Para la ciudad señorial a cuyos muros se acogían –adentro unos, afuera otros–, los inmigrantes fueron todos advenae, extranjeros, puesto que eran ajenos a la jurisdicción urbana que se había ido precisando. De La Rochela recordaba el cronista que la había poblado “una multitud de nativos y extranjeros venidos por tierra y por mar de todas partes del mundo”. Muy lejos, en Sahagún, Alfonso VI de Castilla erigió una villa, “para lo cual ayuntáronse de todas partes del universo burgueses de muchos y diversos oficios, a saber: herreros, carpinteros, sastres, peleteros, zapateros, escutarios y hombres enseñados en muchos y diversos artes y oficios, y además personas de diversas y extrañas provincias y reinos, a saber: gascones, bretones, alemanes, ingleses, borgoñones, normandos, tolosanos, provenzales, lombardos, y muchos otros negociadores de diversas naciones y extrañas lenguas; y así pobló e hizo la villa no pequeña”; y el cronista ponía en boca de la reina Urraca estas palabras de reproche de los burgueses que más tarde se rebelaron: “Mi padre el rey don Alfonso . . . honoríficamente os trató, y como fuéseis muy pobres, de oro y plata os enriqueció y os hizo resplandecer en todas las riquezas. “ El cronista del monasterio de Vézelay recordaba, por su parte, que “un gran número de individuos corrieron de todas partes hacia la iglesia, y tanto por su afluencia como por la abundancia de las riquezas que ellos llevaban, hicieron que el burgo de Vézelay fuera ilustre y considerable”.
Así se constituyó un nuevo sector social, al que le proporcionaba cierta homogeneidad el designio que movía a sus miembros, pero que estaba constituido –como señalaba el conde de Nevers en las palabras que el cronista le atribuye– por “hombres que no llevan el mismo género de vida, no tienen las mismas costumbres, sino que son en su mayor parte extranjeros que llegan de un lado y de otro, trayendo disposiciones muy diversas y se conducen más bien según su capricho que de acuerdo con la ley”. La ciudad los acogía porque eran un factor de desarrollo y de riqueza y se desentendía del origen de cada uno, hasta el punto de que la ciudad de San Quintín declaraba expresamente que “la ciudad está abierta a todos: de cualquier parte que venga, si no es ladrón, podrá vivir en la comuna, y desde el momento en que haya entrado nadie podrá ponerle mano o tratarlo con violencia”. Pero lo que cada uno traía –como tradición y como fortuna– debía influir en la evolución de los distintos grupos en que se escindiría la masa de los inmigrantes.
Hubo, ante todo, los que llegaron a la ciudad ya con una actitud mercantilista, con experiencia de los negocios o los oficios y con dinero, y los que, por el contrario, llegaron movidos solamente por un incentivo impreciso y tuvieron que hacer su aprendizaje y reunir sus primeras monedas. Y no todos los que ya poseían una actitud mercantilista tenían un mismo estilo; junto a los que llegaban dispuestos a radicarse y transformarse en ciudadanos estaban los que pertenecían a colectividades bien definidas y no fácilmente asimilables: rusos y daneses en Lübeck, alemanes en Praga, musulmanes en las ciudades húngaras, francos en Santiago de Compostela, mozárabes en Toledo, judíos y lombardos en casi todas partes. Los que no poseían aún una actitud mercantilista, rustici en su mayoría, arrastraban su condición jurídica y sólo descansaban si habían obtenido franquicias expresas del señor o del rey; los que habían escapado de un señorío –siervos o censuales– confiaban en lograr con el tiempo seguridad para su nuevo status de libres, obtenido de hecho pero amenazado durante mucho tiempo por la posibilidad de una reivindicación señorial.
Un cierto grupo, generalmente conocido con el nombre de patriciado, se desprendió de todo el conjunto de la población urbana y adquirió desde principios del siglo XII una singular posición de predominio en todas las ciudades, semejante a la que gozaban desde antes los sectores más ricos y poderosos de Venecia. Pero este grupo no se constituyó sólo con inmigrados sino, generalmente, con un grupo de éstos agregado a otros sectores que poseían mayores recursos iniciales para desarrollar nuevas formas de actividad económica.
En las viejas ciudades, sobre todo, ministeriales y censuales poseían cierta masa de capital acumulado que les permitió incorporarse a empresas mercantiles en busca de mayores ganancias. Sin duda se asociaron o compitieron con los inmigrantes que se habían radicado junto a los muros de la ciudad, pero frecuentemente en mejores condiciones que ellos para impulsar sus operaciones y lucrar. No fueron los únicos, sin embargo. Más aún que ellos, estaban en condiciones de intentar nuevas formas de actividad económica ciertos nobles vecinos de la ciudad, algunos de los cuales, especialmente los valvasores y los de mediana nobleza, no vacilaron, en algunas ciudades, en instalarse en ellas aun manteniendo sus propiedades rurales. Vinculados a ellas –nobles, propietarios rurales, ministeriales– los más afortunados o los más ricos de los inmigrantes acrecentaron sus negocios, no sólo por el mayor capital disponible, sino también por las garantías y privilegios de que pudieran aprovechar. Poco después esta alianza había plasmado un grupo socioeconómico de definida fisonomía.
Sin duda, el fenómeno adquirió distintos caracteres según las regiones. Salimbene señalaba como un hecho notorio que en Francia los milites o nobiles “residen en sus villas o posesiones”, en tanto que en Italia se radicaron muchos de ellos en las ciudades conviviendo con los burgueses. También en Castilla y en Alemania prevaleció en la nobleza cierta tendencia a no abandonar sus posesiones rurales, pero en las regiones donde se desarrolló una importante actividad mercantil –Inglaterra, Países Bajos de Francia y del Imperio, Renania, Dinamarca, Aragón– algunos nobles se mezclaron en diferente medida en las empresas lucrativas y por ese camino se estableció una vinculación con los grupos prósperos de comerciantes extranjeros que concluiría por consolidar una alianza.
La situación fue diferente en las ciudades nuevas, surgidas de la nada y pobladas exclusivamente por inmigrantes. Quizá en ellas el patriciado se constituyó, bajo distintas normas, según el libre juego de la fortuna. Pero en el caso particular de las ciudades de frontera, especialmente en las que surgieron al este del Elba o en las regiones ibéricas conquistadas a los musulmanes, los pobladores que llegaron primero fueron favorecidos con un status especial que les permitió el uso de armas y caballo, y esa situación permitió un principio de diferenciación social que se consolidó con el tiempo: tal fue el caso de los caballeros villanos en Castilla o de los infanzones de carta en Aragón, cuya actividad, por lo demás, fue predominantemente rural.
Este ascenso de ciertos sectores inmigrantes acompañó al ascenso de los ministeriales y permitió una equiparación con los rangos menores de la nobleza. Así como se desvanecía el recuerdo de la condición servil, se esfumaba del mismo modo el origen de los nuevos grupos familiares, muchos de ellos fundados en alianzas matrimoniales entre personas de clases diversas y constituidos poco después en verdaderos linajes urbanos. Los Erembauld de Brujas –de origen ministerial– habían logrado casar a las mujeres de su familia con caballeros de alto origen. Las mujeres nobles de Parma solían casarse con los ricos burgueses de San Donino. Y el Coutumier de Champagne establecía que la mujer burguesa que se casara con hombre noble adquiría los derechos de la gentis fenme. Al cabo de algún tiempo, sólo la memoria de algún curioso o de alguien particularmente interesado conservaba el recuerdo de los orígenes sociales de cada linaje. Dino Compagni prevenía sobre esa situación recordando que los ciudadanos poderosos de Florencia “no eran todos nobles de sangre, sino que por otras causas eran llamados ‘grandes’ “ La reina Urraca –según la Historia Compostelana– recordaba que de “todos los cónsules y demás que en España tenían principado”, su padre Alfonso VI a unos “de pobres que eran los había enriquecido mucho y a otros habíalos ennoblecido, elevándolos de su humilde nacimiento”. Werimbold, el omnipotente patricio de Cambrai, había amasado una notable fortuna, pero se recordaba que había sido sirviente de otro mercader; se recordaba igualmente que Guillermo de Montreal, burgués de Vézelay y riquísimo porque “no se aplicaba más que a extender sus propiedades en detrimento de los pobres y, abusando de su señor, devolvía treinta contra ciento y recibía cien dineros por uno, con lo que aumentó inmensamente sus bienes y ganó sumas incalculables”, había sido “siervo por su condición y por sus costumbres”; Salimbene señalaba que el poderoso Manfredo Pelavicino, de Parma, había llegado a ser “rico e ilustre porque poseía muchos pozos de sal”; Giovanni Villani, perspicaz y agudo observador de los hechos sociales, señalaba que en Pistoia “había un linaje de nobles y poderosos que se llamaba de los Cancellieri, aunque no de gran antigüedad, originario de cierto Micer Cancellieri, que fue mercader y ganó bastante dinero, y que de dos mujeres tuvo varios hijos, quienes por su riqueza fueron todos caballeros y hombres de bien y de valor, los cuales tuvieron muchos hijos y nietos, de modo que en este tiempo llegaban a cien hombres de armas, ricos, poderosos y de alta calidad, no sólo los mayores de Pistoia, sino de los más poderosos linajes de Toscana”, y refiriéndose a esta región se esmeraba en relatar el origen, el ascenso y la caída de numerosas familias, glosando sin duda no sólo las mismas noticias, sino también los mismos juicios que inspiraron las duras reflexiones de Dante.
Existían esos linajes en todas las ciudades: familias ricas y poderosas cuyas generaciones heredaban y acrecentaban la riqueza, el poder y la influencia, como ocurría con los linajes nobles. A diferencia del inmigrante originario, la aventura del ascenso de clases no constituyó ya una aventura individual, sino una empresa colectiva, asegurada por las alianzas. Y este sector, constituido por nobles, ministeriales y mercaderes de bajo origen, se ordenó asumiendo cuanto pudo los rasgos característicos de la nobleza. Todo favoreció esta alianza. Los mayors de Lincoln eran, en el siglo XIII, al mismo tiempo, comerciantes y grandes propietarios, tal como ocurrió en otras ciudades inglesas, donde, además, los mercaderes reclamaban el título de barones, que les fue concedido por la Corona a los de Londres y Hastings. A intereses comunes correspondió cierta solidaridad, acaso simbolizada en las palabras del poeta del Nibelungenlied cuando describía el duelo por la muerte de Sigfrido; lloraban los caballeros y las damas, y el rumor de los lamentos llegó desde el castillo hasta la ciudad de Worms, emplazada a su lado, y que era en el siglo XIII, al escribirse el poema, una de las más poderosas ciudades comerciales del Rin. “Los burgueses de noble corazón corrieron al castillo. Unieron sus lamentos a los de los extranjeros, porque estaban cruelmente afligidos . . . Las mujeres de los estimables burgueses mezclaron sus lágrimas a las de las damas. “ Y esa solidaridad se trasuntó en la identificación del género de vida.
El patriciado buscó el lujo como signo ostensible de su posición social, pero fue sobre todo porque los sectores nobles que lo componían tradujeron sus formas de vida a un nuevo sistema, caracterizado por la abundancia de bienes y de dinero para adquirirlos; el hábito de esos grupos de gastar limitó y contrarrestó el hábito del ahorro y la acumulación propio de los mercaderes, y configuró un género de vida que los más altos sectores mercantiles aceptaron y desarrollaron para asegurar su integración y afirmar su ascenso social. Nobleza cortés y patriciado comenzaron a identificarse por el género de vida, y acaso también por la creciente primacía de una actitud profana; y pese a la construcción de catedrales y a la dotación de monasterios, acaso valiera para muchos lo que Salimbene dice del señor de Cremona, Pelavicino, que “amaba más las comodidades temporales que la salud del alma”.
Junto al patriciado se constituyeron otros grupos que alcanzaron en las ciudades gran poder socioeconómico aunque no poseyeran una influencia decisiva. Comerciantes, grandes empresarios, banqueros o rentistas que se enriquecían después de largos años de trabajo o acaso de dos generaciones de esfuerzos acumulados llegaban a constituir un sector importante que, mientras reservaba sus ambiciones de disputar el poder al patriciado, se contentó con gozar de la influencia y del prestigio que le daba el dinero. También alcanzaron influencia, si no prestigio, los grupos marginales dedicados al comercio del dinero, lombardos, cahorsinos y judíos preferentemente, protegidos por el poder público unas veces, perseguidos luego y expulsados más por razones económicas que morales. El clero secular de las ciudades y los frailes de las órdenes que establecieron sus conventos dentro de ellas llegaron a constituir un sector numeroso e influyente también en la vida urbana. Próximos a todas las clases sociales por sus funciones, sus opiniones poseían una gravitación que nadie podía ignorar y que se transmitía a través de la jerarquía eclesiástica, pero también a través de la feligresía por la vía del sermón o del confesionario; y el fraile mendicante que visitaba casa por casa llegó a ser un eficaz instrumento para la formación de las corrientes de opinión. Todo contribuía, pues, para que seculares y regulares se situaran entre los grupos de más poder social. Por su parte, la burocracia constituyó poco a poco una clase social de caracteres definidos, influyente por sus funciones, como lo fue cada vez más la de los que ejercían profesiones liberales –jueces, notarios, médicos, farmacéuticos– que no por azar integraban en Florencia el grupo de las Artes mayores, y la de los que ejercían la alta enseñanza en studia y universidades.
Pese a la tendencia del patriciado a cerrar sus filas, quizá poco a poco pudieron llegar a incorporarse a él nuevos comerciantes ricos. En cambio, para los grupos que estaban por debajo de éstos y que no poseían prestigio social, el acceso fue difícil o imposible, y se hallaron muy pronto frente a una valla que contenía su tendencia al ascenso.
A todos ellos solía confundírselos en una vaga designación indiferenciada: plebe, popolo minuto, menues genz, que aludía precisamente a su falta de prestigio y significación. Los pequeños comerciantes, los artesanos y los que ejercían ciertas profesiones menores constituían el grupo más importante de ese sector, en el que los carniceros o taberneros pudieron aspirar en algún momento y en algunas ciudades a ejercer cierta influencia. Pero en rigor más influyente fue a la larga, y como conjunto, el grupo de los asalariados, especialmente en las ciudades donde había alcanzado gran desarrollo la manufactura textil o la metalúrgica, porque aun careciendo cada uno de sus miembros de fuerza y de prestigio personal, el conjunto que integraban alcanzó pronto una considerable gravitación que le permitió imponer en alguna medida sus puntos de vista sociales y políticos.
Cada uno de sus miembros, sin embargo, sufrió las duras condiciones impuestas por una organización rígida y vigorosa. Sometido a la amenaza del hambre o de la desocupación, el asalariado vivía bajo el peso de la angustia, de la fatiga y de la miseria, como declaraba la tejedora a quien Chrétien de Troyes hacía decir en Yvain: “Siempre tejeremos telas de seda y no por eso estaremos mejor vestidas; siempre seremos pobres y estaremos desnudas y siempre tendremos hambre y sed; jamás podremos ganar tanto como para poder comer mejor. Tenemos pan constantemente: por la mañana poco y por la noche menos; porque por el trabajo de nuestras manos ninguna tendrá para vivir más que cuatro dineros de libra; y con eso no podemos tener bastante carne ni tela suficiente, pues quien gana en su semana veinte sueldos no está libre de preocupaciones. Y bien, sabedlo, pues, todos: que no hay ninguna entre nosotras que gane más de veinte sueldos. ¡Con esto sería rico un duque! Y nosotras estamos en gran miseria, pero se enriquece con nuestro salario aquel para quien nosotras trabajamos. Velamos gran parte de la noche y trabajamos todo el día para ganar eso. Se nos amenaza con retorcernos los miembros si reposamos, de modo que no osamos descansar. ”
Profundamente diversificados, los grupos que se habían desprendido de la vieja organización rural para probar fortuna emprendieron, pues, diversos caminos: unos prefirieron seguir trabajando la tierra, aunque en nuevas condiciones, y otros adoptar nuevas formas de vida en las ciudades y emprender nuevas actividades. Pero unos y otros quebraban igualmente el orden tradicional y comenzaban a elaborar nuevas actitudes sociales. No con la misma decisión e intensidad, sin embargo. Fue en la ciudad –señorial primero y burguesa después– donde maduró rápidamente la revolución burguesa.
TERCERA PARTE
La formación del mundo feudoburgués los cambios sociales y políticos
CAPÍTULO I
LOS ENFRENTAMIENTOS SOCIALES
I. EXPANSIÓN, DIVERSIFICACIÓN Y crisis
La expansión y diversificación de la economía y la sociedad desencadenó una crisis profunda que, con distintos grados de intensidad, se hizo notar en toda el área romanogermánica y en la periferia que se incorporó a ella. La revolución mercantil renovó las situaciones sociales y, a medida que las creaba, provocaba conflictos y enfrentamientos de diversos caracteres y movidos por distintos y ocasionales pretextos. Un sentimiento general de inestabilidad comenzó a cundir, precisamente cuando, en el siglo XI, empezaba a institucionalizarse el orden cristianofeudal.
La peculiaridad del cambio consistió en la constitución progresiva de un nuevo sector económico que podía desarrollarse al margen de las condiciones vigentes en el tradicional sector de la economía rural. Distinta de ésta por sus tendencias internas, por el tipo de relaciones que instituía y por los grupos sociales que la impulsaban, la economía mercantil pudo organizarse en poco tiempo. Las viejas aristocracias juzgaron que era una economía marginal por el hecho de que eran marginales los grupos sociales vinculados a ella; la vieron crecer como una actividad extraña y, mientras sólo unos pocos de sus miembros advirtieron que era urgente incorporarse a su proceso, la mayoría de ellos se mantuvo indiferente y apegada a sus formas tradicionales de acción aunque ocasionalmente tratara de compartir los beneficios mediante el expolio de los mercaderes. Pero los nuevos grupos mercantiles pudieron sobreponerse a tales obstáculos y su actividad creció con tal ímpetu que entre los siglos XI y XII lograron constituir, junto al sistema económico agrario pero independiente de él, un sistema económico mercantil. Así se desencadenó el cambio, mediante la yuxtaposición de dos sistemas económicos que entrañaban dos sistemas sociales.
El sistema socioeconómico tradicional sufrió, pues, una sacudida, Desde entonces perdió su cohesión y las dos tendencias que se manifestaban en su seno se desarrollaron con distinto ritmo y sentido. La situación había surgido de manera espontánea y nadie poseía ideas suficientemente claras ni experiencia suficientemente decantada como para definir el fenómeno y definir, en consecuencia, cada una de aquellas tendencias. Pero independientemente de que faltara una teoría del proceso, cada uno de los grupos sociales adheridos a una u otra tendencia vivía activamente las peripecias con que se manifestaba en cada momento y lugar. Y reaccionaba frente a ellas según las exigencias de las circunstancias inmediatas.
Como conjunto, la vieja aristocracia tardó mucho en descubrir la significación que tenía el hecho de que se desarrollara un nuevo tipo de actividad económica al lado de la tradicional, que ella controlaba. Era, sin embargo, una actividad que tendía necesariamente a instrumentalizar en su provecho el fruto de la economía agraria; pero acaso el sentimiento de la inmensa superioridad que la vieja aristocracia descubría en sí misma con respecto a las nuevas clases mercantiles, y sobre todo la seguridad que le otorgaba la posesión del poder político, le impidieron alarmarse y comprender el extraordinario fenómeno que se desarrollaba delante de sus ojos. La concepción cristianofeudal había arraigado vigorosamente en las conciencias y con ella una imagen estática de la vida social que ocultaba la posibilidad de cualquier cambio.
Distinta actitud se manifestó en las nuevas clases. Surgidas con el cambio mismo, descubrían en cada momento todo lo que en el orden tradicional les era hostil y particularmente todo lo que constituía un obstáculo para el desarrollo de sus actividades económicas y para su propio desarrollo y ascenso. Las caracterizó una audacia extraordinaria y una vigorosa imaginación, pero sobre todo una vasta capacidad para entrever las infinitas posibilidades que se abrían ante sus ojos. Para desarrollarlas necesitaban arrasar con incontables limitaciones de todo tipo, institucionales unas y nacidas otras de arraigados prejuicios que hallaban respaldo en la convicción generalizada de la inmutabilidad del orden establecido. Pero las nuevas clases no vacilaron en enfrentarlas. “Tal es la costumbre del pueblo: amar siempre lo que está por venir”, decía el cronista de la Historia Compostelana. Y, efectivamente, las nuevas clases amaban lo que estaba por venir, puesto que lo que constituía el orden tradicional era, frente a sus posibilidades, un sistema de obstáculos.
El sentimiento de su inadecuación dentro del tradicional sistema económico, social y político creció rápidamente y se tradujo en actitudes disconformistas que muy pronto se hicieron visibles. Si hasta entonces la riqueza había sido patrimonio de los grupos que poseían, precisamente por eso, prestigio social y poder político, los nuevos ricos comenzaron a romper de hecho el viejo esquema. Una vez enriquecidos, aspiraron a que su riqueza les diera a ellos lo que antes había dado a los demás. Para los testigos de ese cambio de actitud el hecho revelaba solamente una desviación moral. “La abundancia de bienes –escribía el monje Hugo de Poitiers– engendra siempre en los espíritus depravados la insolencia. Cuando un hombre puede más por sus riquezas que lo que puede otro por los dones de la naturaleza, se eleva por encima de los hijos de los reyes; olvidándose de sí mismo, muy pronto se yergue y, avanzando al abrigo de la oscuridad de su condición, se glorifica de sus riquezas particulares. ” Pero las nuevas clases que ascendían en distinto grado hacia la riqueza sentían la legitimidad de sus aspiraciones y las ostentaban y defendían. Desafiaban el orden constituido, y con él desafiaban oscuramente las ideas que lo sustentaban, reclamando un ajuste de las situaciones institucionalizadas a pesar del respaldo carismático con que contaban. Vagamente, las nuevas clases insinuaban su aspiración a establecer un orden profano, en el que las normas siguieran el juego de la mudable realidad.
La riqueza dio relieve a las nuevas clases. Constreñidos dentro del orden tradicional, los grupos subordinados carecían totalmente de significación y no participaban en el juego de las fuerzas sociales y políticas; pero desde que, para ciertos sectores salidos de su seno, comenzó a abrirse la posibilidad de alcanzar la riqueza, se hizo visible su creciente importancia. “Como por todas partes –le hacía decir un cronista de mediados del siglo XII al conde de Nevers– el populacho es más numeroso y, en consecuencia, más fuerte que la clase noble . . . la autoridad misma del príncipe no puede reprimir los movimientos populares. ” El “populacho” que comenzaba a adquirir importancia como factor inexcusable de la vida social y política era, sobre todo, el de las ciudades, cuyo intenso desarrollo atraía la atención de quienes se alarmaban por la situación de crisis. Generalizando sobre esa nueva experiencia hacía decir Guillermo de Tiro a un orador: “Se sabe que ocurre con mucha frecuencia que un populacho desenfrenado se entrega imprudentemente y sin reflexión al tumulto y a toda clase de desórdenes; pero también se sabe –y este antiguo uso está confirmado por una larga experiencia– que en todas las ciudades bien organizadas la prudencia de los principales ciudadanos reprime el ímpetu del pueblo y pone un freno a la audacia que no reconoce límite. Si fuera de otro modo, la condición del pueblo sería mucho mejor que la de los nobles; si los grandes no tuvieran la esperanza de poder compensar las faltas de un pueblo desconsiderado, habría que preferir la confusión habitual de una multitud imprudente a la experiencia de los sabios. ” En las ciudades, efectivamente era donde se advertía con más nitidez el nuevo estado de ánimo de las clases en ascenso. Lo que había constituido hasta entonces un sistema invariablemente acatado se transformó de pronto en objeto de toda clase de agresiones. Para las nuevas clases, la necesidad se transformó en una ley más poderosa que cualquier uso o convención, y ninguna consideración fue suficiente para deponer la agresividad contra las formas tradicionales de autoridad. Reunidos sus miembros en la plaza pública o en el seno de sus organizaciones privadas, las clases populares adquirieron en la ciudad conciencia de su fuerza y según los casos rogaron o exigieron el establecimiento de nuevas normas, sin pensar que podían conmover la totalidad del orden tradicional.
Las clases privilegiadas acudieron al principio de autoridad para defenderlo. “En la obstinación de su espíritu –decía Galbert refiriéndose a los rebeldes de Brujas– se habían levantado criminal y orgullosamente con las armas en la mano contra la autoridad que Dios les había impuesto. Pues, como dice el apóstol, es necesario que todo el mundo se someta a los poderes superiores. ” Como poco antes el arzobispo de Reims en su sermón contra los rebeldes de Laon, el cronista aludía aquí a los textos de San Pedro y San Pablo que otorgaban respaldo sagrado al poder constituido; pero el compromiso que entrañaba esa apelación –paralela a la que, frente a Milán, haría más tarde Federico Barbarroja a los textos jurídicos– testimoniaba no sólo sorpresa y temor, sino también impotencia frente a una actitud inexplicable a la luz de los principios tradicionales. Eran esos principios, precisamente, los que consideraban caducos las nuevas clases, no teóricamente y a conciencia, sino simplemente en cuanto rectores de su comportamiento en cada caso y frente a las necesidades nuevas impuestas por su forma de vida.
Fue esa actitud, espontánea, irreflexiva, ajena a consideraciones doctrinarias y de largo alcance, movida sólo por necesidades imperiosas, la que desencadenó los enfrentamientos sociales que comenzaron a producirse desde las postrimerías del siglo XI. Había tras ellos, en todas las regiones donde se operaba la revolución mercantil, causas comunes que provocaban fenómenos análogos; pero en cada caso adoptaron modalidades peculiares. Menos violentos y frecuentes donde las posibilidades económicas se presentaban más promisorias y donde las constricciones fueron menores, se desarrollaron en cambio tumultuosamente cuando la resistencia contra las nuevas aspiraciones fue enérgica. Pero sobre todo estallaron cuando las ocasiones fueron propicias y el orden tradicional se mostró debilitado por alguna circunstancia especial. Aprovechando una fractura, los enfrentamientos sociales irrumpieron cuando los conflictos internos del orden tradicional proporcionaron la oportunidad de tomar partido sin revelar explícitamente los objetivos de los grupos disconformistas. Las nuevas clases carecían de la fuerza y de la claridad ideológica necesarias para desafiar abiertamente al orden tradicional. Pero éste ofreció las oportunidades favorables para que las nuevas clases se atrevieran a reivindicar sus aspiraciones sin tener que asumir las responsabilidades de una iniciativa revolucionaria.
Sin duda fue la crisis religiosa la que más contribuyó a crear una atmósfera favorable para la libre expresión de las tendencias disconformistas de las nuevas clases. El desarrollo del movimiento reformista de Cluny y la difusión de la Pataria trajeron consigo una enérgica ofensiva contra la iglesia feudal. La acusación de simonía y nicolaísmo conmovió la fortaleza de los obispos en cuanto jefes de la Iglesia, pero no la conmovió menos en cuanto eran ellos señores de las ciudades. La querella de las investiduras agudizó el conflicto, sumando las diferencias políticas a las religiosas y la polarización de güelfos y gibelinos concluyó por radicalizar las posiciones y transformarlas en irreductibles. A lo largo de ese proceso, los frentes opuestos se constituyeron con grupos de muy diversa extracción y de distintas tendencias; pero la interferencia de los antagonistas sociales fue permanente y, entremezclados con las disidencias religiosas, se ventilaron cuestiones de influencia y de poder entre las élites tradicionales y los nuevos grupos en ascenso. También pudieron éstos aprovechar los conflictos jurisdiccionales entre señores eclesiásticos y señores laicos, para tomar partido, a veces escudados en la defensa de la fe o de la justicia y a veces simplemente sumados a una de las facciones en desembozada lucha por el poder.
También las circunstancias económicas coadyuvaron a precipitar los enfrentamientos sociales. Contribuyó a ello, en primer término, la tendencia general al desarrollo mercantil que predominó en muchas regiones desde el siglo XI, puesto que fue ese desarrollo el que suscitó las nuevas clases, pero no contribuyeron menos las variaciones ocasionales de ese desarrollo. Inundaciones o terremotos, sequías o granizos destruían o reducían la producción y alteraban las posibilidades de consumo. Las fluctuaciones de los precios también lo tornaba incierto. La escasez, el hambre y las epidemias solían azotar a las poblaciones y además de la naturaleza, los hombres contribuían a la destrucción talando los campos sembrados, incendiando los graneros y matando los animales. La necesidad creaba la desesperación. Unos se enriquecían especulando con la miseria de los demás, y los más miserables escapaban de sus tierras, y unas veces se incorporaban a la población de una ciudad, en tanto que otras se quedaban en los caminos saqueando a los transeúntes. La conmoción, con sus fenómenos correlativos de enriquecimiento y empobrecimiento, con la quiebra de la autoridad tradicional, permitía que los grupos mejor constituidos y más homogéneos por sus intereses definieran sus objetivos fundamentales y procuraran alcanzarlos por la vía de la rebelión, apoyados por la masa de los descontentos y los desesperados. La línea de desarrollo mercantil continuaba, pero en cierto lugar y en cierto momento había sufrido una alteración cuya respuesta era una crisis localizada y un enfrentamiento entre determinados grupos sociales.
Las guerras y la anarquía proporcionaron, finalmente, las condiciones favorables para un desafío de las nuevas clases a los sectores privilegiados. Las guerras de la frontera con pueblos no cristianos, las que se suscitaban entre reinos, señoríos o ciudades, o las guerras civiles desatadas durante una minoridad real, por una disputa por el trono o por la insurrección de un sector de la aristocracia, creaban situaciones propicias para que se fortalecieran los nuevos grupos urbanos y, a veces, para que fueran intencionalmente fortalecidos por uno de los poderes beligerantes con la esperanza de obtener su ayuda. Cuando la guerra, especialmente la interna, creaba un vacío de poder, los nuevos grupos manifestaban su eficacia ordenándose rápidamente para ocuparlo en defensa de sus intereses. Y el juego con los bandos en lucha permitía obtener ventajas o justificar una política oportunista.
Desencadenada la lucha, el objetivo podía ser solamente lograr algunas normas o disposiciones concretas para facilitar y favorecer las nuevas actividades económicas o garantizar la seguridad de las personas; pero también podía ser, secreta o desembozadamente, llegar a conquistar o a compartir el poder. Y triunfante, o vencidos, los nuevos grupos imponían en alguna medida sus puntos de vista, en cuanto representaban la línea de un desarrollo que ofrecía inusitadas perspectivas no sólo para sus miembros, sino también para todos los que se incorporaran de alguna manera al proceso; reyes, señores, clérigos, rústicos, para todos se ofrecía alguna oportunidad en una economía abierta que engendraba una sociedad también abierta. Múltiples y diversos, los primeros enfrentamientos sociales entre los siglos XI y XIII perseguían un nuevo ajuste de las relaciones sociales, acorde con las situaciones creadas por la revolución mercantil y burguesa; en medio de tales agitaciones podía decir nostálgicamente Salimbene: “Por eso es bueno estar en el cielo, donde no hay partidos ni divisiones ni ambiciones, donde todo se tiene en común y es poseído en común por todos. “
II. LOS MOVIMIENTOS ANTISEÑORIALES
1. Los grupos disidentes
Los enfrentamientos sociales fueron inevitables a partir del momento en que empezaron a constituirse, en las áreas mercantilizadas, nuevos grupos que desencadenaron tensiones antes desconocidas. En general, los nuevos grupos se agregaron a comunidades ya constituidas, pero permanecieron al margen de ellas y emprendieron la aventura del ascenso económico y social manteniéndose ajenos al orden jurídico y político tradicional: por eso sus miembros fueron considerados advenae, extranjeros, en todos los lugares donde se establecieron. Impregnado de los problemas europeos, el arzobispo Guillermo de Tiro escribía en la segunda mitad del siglo XII estas palabras para definir la condición de los ciudadanos de la Antioquía musulmana: “La gran mayoría de sus habitantes eran cristianos, pero no poseían ninguna especie de poder. Se dedicaban al comercio y a la práctica de todas las artes mecánicas; los turcos y los infieles eran los únicos que tenían el derecho de combatir y de ocupar todas las dignidades; los fieles cristianos no podían llevar las armas ni mezclarse en nada que se relacionara con las cuestiones militares. ” Con las mismas palabras hubiera podido definirse la situación de las nuevas clases en ascenso, yuxtapuestas al orden tradicional, en las regiones mercantilizadas del área romanogermánica. Extranjeros, ajenos a la vida política, faltos de un status que les proporcionara seguridad, podían parecer a quienes estaban consustanciados con la mentalidad tradicional, equiparables a los siervos, a los rustici. Fue precisamente entonces cuando se suscitó “el gran debate sobre libertad y servidumbre” que escondía no sólo el problema personal de quienes buscaban la libertad individual, sino también el problema general de los grupos que procuraban incorporarse al orden político, y no al tradicional, sino a uno nuevo en el que se les reconociera su nueva significación económica y social.
Pero la conquista de ese nuevo orden político no sería fácil. Los grupos sociales que se constituían progresivamente al calor de la economía mercantil eran efectivamente advenae, extranjeros o extraños a los grupos de la comunidad tradicional. Lo percibían no sólo a través de la situación de dependencia política en que se hallaban, sino especialmente a través de las relaciones de orden jurídico y judicial; lo percibían a través del contraste entre las formas de actividad económica, puesto que la de ellos carecía de prestigio social; pero podía, además, ser un hecho real, ya que con frecuencia sus miembros eran recién llegados a la comarca o ciudad donde se habían instalado, provenientes de lugares lejanos. Podían ser mozárabes o francos en las ciudades leonesas, castellanas, aragonesas, o navarras, alemanes o daneses en las ciudades al este del Elba o del Báltico; lombardos, frisones, provenzales, venecianos o catalanes en diversas regiones; y podían ser gentes de tradición religiosa distinta de la cristiana –judíos, musulmanes, persas, bizantinos, armenios– cuya diferenciación era aún más acentuada.
Fueron estos nuevos grupos sociales, extraños en diversa medida a las comunidades tradicionales, los que crearon algunas veces las nuevas tensiones sociales, adoptando una posición de disidencia frente a la situación predominante. Constituidos por individuos que habían buscado aisladamente evadirse de su antigua condición, adquirieron cohesión a medida que sus miembros alcanzaron cierta conciencia de grupo; y, antes que nada, fue la percepción de su exclusión de la comunidad tradicional lo que contribuyó a crearla. Era un sentimiento negativo, sin duda, pero el tiempo le fue agregando elementos positivos.
El sistema de coacciones con el que se beneficiaba la clase señorial dibujaba la fisonomía de los adversarios. Los grupos disidentes comenzaron a adquirir conciencia de grupo cuando, además de excluidos de la comunidad tradicional, se sintieron expoliados por las clases privilegiadas. “Mutuos furores –decía Guibert de Nogent en el sermón que pronunció ante el pueblo de Laon– han animado a los señores contra los burgueses y a los burgueses contra los señores. ” Los odios hicieron su parte. Pero acaso contribuyó más a vigorizar la conciencia de grupo la posesión en común de ciertas normas y la coincidencia en ciertos valores. Quienes dependían de su trabajo, de su éxito y de su enriquecimiento para perfeccionar su ascenso social y mejorar sus condiciones de vida adquirieron del trabajo, del éxito y de la riqueza una nueva idea. Se desarrolló en ellos una mentalidad mercantil, y quienes la adquirieron comenzaron a regirse por valores desusados hasta entonces, cuya defensa contribuía a estrechar sus filas. Las clases privilegiadas fueron a sus ojos clases ociosas, y el ocio adquirió para ellos los caracteres de un valor negativo. Fueron valores positivos, en cambio, otros: la riqueza, en primer lugar; pero, además, nuevos principios morales relacionados con su actividad, como la honradez, que tendería a confundirse con el honor burgués. “Se ordena –decía un bando escabinal de Douai de 1230– que si burgués o burguesa de esta ciudad huyera de ella por deudas que tuviera con hombre o mujer de la ciudad, sea expulsado definitivamente de ella si no se presenta ante el consejo de los escabinos. ” Muy pronto las actitudes espontáneas se habían transformado en normas expresas que revelaban el vigor de la conciencia de grupo.
Pero la conciencia de los grupos disidentes se fortaleció, sobre todo, en la acción militante. La diferenciación entre lo lícito y lo ilícito comenzó a oscurecerse. Para los grupos disidentes, lo ilícito, en relación con las normas tradicionales, comenzó a transformarse en lícito si estaban por medio sus formas de vida y de actividad, su seguridad, su ascenso económico y social. Como el derecho tradicional consagraba su dependencia y su inmovilidad, se levantaron contra él y se dispusieron a conseguir, pacífica o violentamente, el reconocimiento de nuevas normas que eran ajenas a aquél o lo contrariaban. Y en ese enfrentamiento, la conciencia de grupo se fortaleció y adquirió cada vez más una vigorosa consistencia.
La necesidad de la acción y sus riesgos obligó a que la conciencia de grupo tomara forma manifiesta en un juramento que unía indisolublemente a quienes formaban parte de aquél. En 1076 los ciudadanos de Cambrai “juraron una conspiración sigilosamente preparada desde mucho tiempo y una comuna deseada de antiguo” y poco después los de Saint-Quentin “juraron firmemente mantener esa comuna y confirmaron por juramento guardarla y conservarla”; a principios del siglo XII, los ciudadanos de Santiago de Compostela, “instigados por aquellos que he llamado enemigos domésticos del prelado –dice el cronista de la Historia Compostelana–, hacen cierta conspiración a la que dan el nombre de hermandad, y para confirmar y consolidar esta conspiración, líganse todos mediante juramento, con el objeto, se entiende, de ayudarse los unos a los otros contra cualesquiera hombres, de guardarse y defenderse unánimemente, y de que si alguno de ellos recibiese daño o agravio de algún poderoso, o de otro que no perteneciera a la liga, le ayuden los demás cómplices según su posibilidad”; y a fines de ese siglo, en 1188, la Carta de la Amistad de la ciudad de Aire proclamaba que “todos aquellos que están comprendidos en la Amistad de la ciudad han confirmado por la fe y el juramento que cada uno prestará ayuda a los demás como un hermano, en lo que es útil y honesto”.
El juramento transformaba a los grupos disidentes –o, mejor al sector militante que se constituía en su seno–, de un confuso conglomerado, en un grupo compacto, orgánico y definido en cuanto al conjunto de sus miembros y a los objetivos de su acción. Pero no sólo era la acción política lo que había conducido a esa definición; también las necesidades de la acción económica habían contribuido a ello; las guildas de mercaderes –como la de Saint Omer de fines del siglo XI– agrupaban de manera personal a un número definido de comerciantes que contraían estrictos compromisos. Desde el momento en que alguno ingresaba a ella, su acción se mancomunaba con la de los demás, y no sólo se aseguraba los beneficios de la ayuda mutua sino que se obligaba también a obrar de consuno con sus compañeros. El grupo no sólo cobraba conciencia de tal sino que, además, desembocaba en una organización institucional. En cierto modo, era una organización partidaria dentro de una lucha política y económica, y el mismo carácter asumieron las sociedades que, con sentido aún más restringido, constituyeron los grupos más ricos y más decididos en diversas ciudades: la Cofradía del Espíritu Santo en Marsella, la Asociación de Nuestra Señora de los Ardientes en Arras, la Cofradía de los Demoiseaux en Tournai, la Sociedad de los Cruzados en Parma, la Credenza de los cónsules y la de San Ambrosio en Milán, y, finalmente, las órdenes y artes de las ciudades toscanas. Guildas, hansas y corporaciones revelarían la misma tendencia y el mismo espíritu. Los grupos disidentes, decantados y organizados, oponían sus opiniones y su voluntad a la de los grupos tradicionales, originando tensiones sociales antes desconocidas.
2. Las nuevas tensiones sociales
Las relaciones entre los grupos tradicionales y los que se les yuxtapusieron adquirieron caracteres diversos, según las peculiaridades de los grupos disidentes.
Los grupos que se instalaron en determinadas regiones respondiendo al llamado de reyes y señores, adquirieron una situación especial y ajustaron a ella su comportamiento. Algunos fueron convocados para poblar zonas recién conquistadas que era necesario, en primer término, defender militarmente, y recibieron en cambio tierras que tenían que trabajar para mantenerse; otros fueron llamados exclusivamente para promover el desarrollo económico, unas veces para el desbrozamiento de tierras incultas y otras para la activación mercantil; pero todos recibieron bienes o franquicias que los pusieron desde el primer momento en una situación de privilegio. Así ocurrió con los campesinos alemanes que poblaron Transilvania y otras regiones húngaras desde la época de Esteban I y con los del mismo origen que fueron llamados a las regiones al este del Elba y a Bohemia. Como hospites adquirieron un status no sólo superior al que poseían en su lugar de origen sino superior también al de los rustici autóctonos. Cosa semejante sucedió con los campesinos que recibieron cartas de franquicia en las zonas rurales francesas que requerían ser desbrozadas, como la de Lorris en la época de Luis VI y las de Prisches, Breteuil, Beaumont, Miles de Bellesfontaine o Bruyères, todas en el siglo XII; y lo mismo con los hombres que repoblaron Castilla, León, Galicia, Navarra y Aragón, cuyas franquicias quedaron acreditadas en documentos como el fuero de León de 1020 o las cartas de Fresnillo o de Oviedo, también del siglo XII, entre tantas.
En ningún caso se distinguieron de manera excluyente los objetivos, y la promoción del desarrollo trajo consigo tanto nuevos asentamientos en tierras como actividades mercantiles más intensas. Es significativo el caso de Ávila, poblada por orden de Alfonso VI a fines del siglo XI. “En la primera puebla –dice el cronista– vinieron gran compañía de hombres buenos de Cinco Villas y de Lara, y algunos de Covaleda; y los de Covaleda y de Lara venían delante y tuvieron sus aves a entrante de la villa, y aquellos que sabían catar de agüeros entendieron que eran buenos para poblar allí, y fueron a poblar en la villa lo más cerca del agua; y los de las Cinco Villas, que venían en pos de ellos, tuvieron esas mismas aves; y Muño Echaminzuide, que venía con ellos, era más acabado agorador y dijo, por los que primero llegaron, que tuvieron buenas aves pero que erraron en posar en lo bajo cerca del agua y que serían bien andantes en hechos de armas, mas en la villa, que no serían tan poderosos ni tan honrados como los que poblasen de la media villa arriba, e hizo poblar allí a aquellos que con él vinieron . . . Y entretanto vinieron otros muchos a poblar Ávila y señaladamente infanzones y hombres buenos de Estrada y de los Brabezos, y otros hombres buenos de Castilla, y éstos ayuntaron con los sobredichos en casamientos y en todas las otras cosas que acaecieron. Y porque los que vinieron de Cinco Villas eran más que los otros, la otra gente –que era mucha– que vino a poblar en Ávila llamáronlos serranos; pero Dios dio a todos grande y buena andanza en aquella población. Y la mucha gente que nombramos después metiéronse a comprar y a vender y a hacer otras baratas y ganaron grandes algos; y todos los que fueron llamados serranos trabajáronse en pleito de armas y en defender a todos los otros. ” Las tensiones sociales comenzaron muy pronto allí; y de la misma manera comenzaron en otras partes por análogas o parecidas circunstancias; y a esas tensiones hubieron de agregarse las que se suscitaron a la larga entre los pobladores que habían recibido privilegio y los que seguían regidos por la antigua costumbre.
Este contraste se dio más claramente en las ciudades donde ciertos grupos fundamentalmente mercantiles de origen extraño fueron instalados para intensificar la vida económica. Guillermo el Conquistador llamó a Inglaterra a mercaderes judíos y francos que adquirieron gran importancia en ciudades como Londres o Norwich; los grupos sociales a los que se incorporaban eran ya conflictuales por la yuxtaposición de elementos ingleses y daneses, pero las tensiones internas crecieron al sumárseles nuevos grupos extranjeros protegidos por el rey. En Castilla hubo ciudades cuya población fue hecha casi exclusivamente por judíos, como Tlascla, Frómista o Carrión; pero en numerosas ciudades de todos los reinos ibéricos fue normal –hacia mediados del siglo XI y principios en el XII– que la corona llamara a francos y judíos para que se instalaran en los suburbios de antiguas ciudades ya pobladas. Así ocurrió en ciudades aragonesas y navarras como Jaca y Pamplona. Alfonso el Batallador concedió a esta última en 1129 una “carta de donación y confirmación para vosotros los francos todos que pobléis el llano de San Saturnino de Iruña; os concedo y doy que tengáis tales fueros en todas vuestras haciendas y en vuestros juicios como aquellos con que fueron establecidos los pobladores de Jaca”; y poco antes, Alfonso VI de Castilla había concedido en 1118 un fuero “a todos los ciudadanos de Toledo, esto es, mozárabes, castellanos y francos”. Situación semejante se creó con los grupos mercantiles alemanes que se instalaron en las ciudades húngaras, como Buda o Gran, o en las de Bohemia, como Praga.
Protegidos por el poder público, que esperaba de ellos una acción económica que activara la vida mercantil, los grupos extranjeros que se instalaron junto a las colectividades compactas y homogéneas por su composición social y su tradición cultural crearon un polo de tensión social. La riqueza que los miembros de los grupos extranjeros lograban y los privilegios de que gozaban, los enfrentaron con los grupos tradicionales y pronto aparecería la tendencia a lograr una unificación de los derechos. Distinta situación se creó en las ciudades fundadas por mercaderes que emigraban hacia regiones habitadas por poblaciones de escaso desarrollo económico, social y político, que quedaban sometidas o diezmadas por la acción militar. Tal fue el caso de Lübeck, fundada en 1143 por el conde de Holstein, Adolfo II, o el de Riga, fundada alrededor de 1200 por el obispo Alberto de Büxhovden. “Pero el obispo –relata el cronista Enrique de Livonia–, conociendo la maldad de los livonios y viendo que, sin peregrinos, no podía hacer progresos entre ese pueblo, envió a Roma al hermano Teodorico de Treiden en busca de cartas que autorizaran una expedición. El enviado confió el asunto que se le había encargado al santo papa Inocencio y, gracias a su bondad, obtuvo las cartas que deseaba. Ante la solicitud y la insistencia de Teodorico, el venerable obispo de Roma declaró estrictamente prohibido bajo anatema a todos los mercaderes usar el puerto de Semigallia. Los mismos mercaderes se regocijaron de lo que había sido hecho y, por un decreto común, colocaron ese puerto bajo su propio interdicto. Si por razones comerciales alguno de ellos se atrevía a ir allí, debía ser privado tanto de sus bienes como de su vida. Cuando dos años después de la construcción de la ciudad (de Riga) quisieron algunos violar su promesa, fueron primeramente reconvenidos buenamente por los mercaderes para que no fueran a Semigallia. Pero ellos, desoyendo el mandado apostólico e ignorando el decreto común de los mercaderes, remontaron el río Duina en sus barcos. Los otros mercaderes, viéndolos tan recalcitrantes, tomaron otros barcos y los atacaron. Finalmente apresaron a dos, el capitán, especialmente, y el piloto del barco, los sometieron a una muerte cruel y forzaron a los otros a volver. En el tercer año de su consagración (1201), el obispo dejó en Germania los rehenes que había tomado y volvió a Livonia con los peregrinos que pudo conseguir. La ciudad de Riga fue construida en el verano siguiente en un espacioso territorio cerca del cual había una adecuada bahía para barcos. Entretanto, los kurs, habiéndose enterado de la llegada del obispo y de los comienzos de la ciudad, no por miedo a la guerra sino más bien por el llamado de Cristo, enviaron mensajeros a la ciudad en procura de paz. Con el consentimiento de los cristianos, confirmaron la paz con efusión de sangre según la costumbre pagana. También los lituanos, por designio de Dios, vinieron a Riga aquel mismo año pidiendo la paz. Cuando hubo sido concertada, entraron en una alianza amistosa con los cristianos. En el invierno siguiente, descendieron por el Duina y se dirigieron a Semigallia. ” El vigor, la organización y la actitud decidida de los grupos que poblaron esas ciudades de avanzada permitieron que se impusieran sobre las poblaciones autóctonas. Rostock, Stralsund, Danzig, Reval, Narva, fueron ejemplos de lo mismo. Pero a medida que pasaba el tiempo, la acción de los grupos extranjeros contribuía a que se constituyeran grupos autóctonos de tendencias económicas semejantes, con los que se establecerían tensiones de índole e intensidad diversas; sumadas a las que los oponían a los grupos tradicionales, causarían enfrentamientos y choques sociales y políticos.
Distintas fueron las tensiones que se produjeron entre los grupos tradicionales y los nuevos grupos que se constituyeron en muchas ciudades por el aflujo espontáneo de individuos que emigraban de su lugar de origen en busca de libertad y de una ocasión favorable para ascender económica y socialmente. Rustici de comarcas más o menos lejanas, buscaban en las ciudades el aire que hacía libres a los siervos, y, sobre todo, las ocasiones favorables para el ejercicio de las manufacturas y del comercio. Eran extranjeros, ajenos a la comunidad tradicional, pobres y sin prestigio social, pero al cabo de poco tiempo llegaron a adquirir sus actividades tal importancia que el conjunto de inmigrantes individuales se transformó por la fuerza de los intereses comunes en un grupo compacto y de acción solidaria. La acción de ese grupo provocó situaciones conflictuales muy intensas y en relación con los grupos tradicionales, reacios a admitir que se habían incorporado a su propia vida y que ellos mismos no podían ya prescindir de su actividad. Esa circunstancia aceleró el proceso en virtud del cual las tensiones sociales se transformaron en tensiones políticas, en desembozadas luchas por el poder, sobre todo en aquellas ciudades –preferentemente obispales– en las que el poder señorial estaba montado sobre un vigoroso aparato administrativo.
La lucha por el poder probaba que los grupos inmigratorios poseían ya considerable cohesión y conciencia de grupo; pero su desarrollo mismo las acentuó aún más y contribuyó a acelerar su integración en el seno de la comunidad tradicional cuyo poder disputaba. Quedaron, sin embargo, al margen de este esfuerzo de integración social y de redistribución del poder los grupos económicos constituidos como factorías y cuyos miembros no poseían la voluntad de radicarse definitivamente en la ciudad. Tal era el caso de los cahorsinos y los lombardos influyentes y poderosos en muchas ciudades por su gravitación en la vida económica, pero contra los cuales obraba cierto movimiento de resistencia social a su integración. Algo semejante, aunque con distintos caracteres, ocurría con los judíos y musulmanes. Protegidos también por reyes y señores en muchos casos, y beneficiarios de buena parte de la actividad económica de la ciudad, se acogían a un status especial que, en ciertas ocasiones, quedó formalizado en documentos oficiales. Así ocurrió también, especialmente, con los comerciantes extranjeros que se organizaban en guildas, como los de Saint-Omer o los de Colonia que viajaban a Londres, a quienes Enrique II acordó notables privilegios. Tales grupos eran ajenos a la comunidad, pero como en otros casos, al estimular y desarrollar la vida económica contribuyeron a suscitar la formación de grupos autóctonos de sus mismas tendencias y caracteres que, a la larga, verían en ellos intrusos indeseables; las tensiones sociales así nacidas desembocaron en la orden de expulsión que cayó sobre ellos muchas veces.
Inversamente algunas circunstancias contribuyeron en ciertas ocasiones a disminuir las crecientes tensiones sociales entre los nuevos grupos sociales y el poder señorial que defendía sus propios intereses y los de quienes estaban adheridos a él por vínculos económicos, sociales y políticos. Unas veces las circunstancias permitieron que los nuevos grupos compraran por dinero ciertos privilegios a los que aspiraban vehementemente. Los vizcondes de Marsella o los canónigos de Laon consideraron que se beneficiaban con lo que recibían de los burgueses y no se preocuparon de las posiciones que perdían. Otras veces, el poder señorial consideró necesario vincular a su causa a los nuevos grupos y no vaciló en otorgar o en ofrecer concesiones. Si se asociaba de algún modo a las actividades mercantiles y percibía algunos beneficios directos o indirectos de ellas, consideraba que estaba en su interés favorecer a los grupos burgueses; así ocurrió con los condes de Champagne, a quienes las ventajas que producían las ricas ferias internacionales movieron a hacer “comunas de burgueses y campesinos, en los cuales (el conde de Champagne) confiaba más que en sus caballeros”. Pero si el poder señorial temía que, en circunstancias difíciles de guerra, los nuevos grupos sociales se inclinarán por el adversario, solía apresurarse a conceder a aquéllos los privilegios que le habían sido solicitados o los que creía que podían servir para atraerlos a su causa. Así lograron una carta favorable los burgueses de Dijón en 1183, o los de Colonia en 1247, o los de las ciudades de las regiones disputadas por Capetos y Plantagenets en época de Luis VII, Felipe Augusto o Enrique II.
Pero el desarrollo creciente e incontenible de los grupos patricios, y el crecimiento de sus ambiciones, introdujeron en muchas ciudades un fermento que, llegada la ocasión favorable, debía provocar una acentuación de las tensiones hasta límites intolerables. En ese instante, los movimientos insurreccionales fueron inevitables, y el grado de violencia que alcanzaron probó la magnitud de los intereses que estaban en juego.
3. Los movimientos insurreccionales
Los más graves conflictos sociales estallaron en ciudades y regiones donde la revolución mercantil alcanzó cierta intensidad, aun cuando esta circunstancia no fue la única que los suscitó. Las ciudades italianas, las de los Países Bajos y las del valle del Rin transformaron sus sistemas socioeconómicos tan rápida e intensamente que ya en el siglo XI hicieron crisis las tensiones internas provocando enconados motines. Eran ésas las regiones de más intenso desarrollo mercantil. También lo fueron algunas zonas de Inglaterra, de Escandinavia y del Báltico, del este de Alemania, de Francia y de los reinos ibéricos, y también en ellas se produjeron algunas veces conflictos violentos. Pero tanto en los lugares de más avanzado desarrollo mercantil como en los de menos, las tensiones derivaron hacia la violencia generalmente cuando el poder tradicional adoptó una actitud rígida.
Ése fue el caso, en primer término, del Imperio. Tanto los emperadores que acariciaron la ilusión de fundar un poder teocrático como los que buscaron consolidar su autoridad apoyándose en las tradiciones jurídicas romanistas, pretendieron conservar su situación en Italia sin atender al intenso cambio que se producía y que debilitaba visiblemente a las fuerzas sociales que los apoyaban. Algo semejante ocurrió con el Papado en la ciudad de Roma, mientras que, en otros lugares, las circunstancias lo llevaron a apoyar a las nuevas clases en busca de aliados en su conflicto con los emperadores. También adoptaron una actitud rígida en un principio la mayoría de los señores eclesiásticos; por la fuerza de su tradición autoritaria, y sobre todo, por las posibilidades que les ofrecía una burocracia bien organizada, procuraron no sólo mantener el orden político tradicional sino, además, beneficiarse con la expoliación de aquellos que promovían las nuevas actividades mercantiles y manufactureras; en cambio, los señores laicos se mostraron generalmente más flexibles, no sólo por la precariedad de la organización administrativa de sus dominios sino también por el impacto que, en los sectores sociales que constituían su apoyo, provocaron las nuevas perspectivas económicas.
Acrecentadas las tensiones sociales, delimitados y definidos los grupos adversarios, sólo fue necesaria una circunstancia cualquiera para que se produjera el enfrentamiento y se desencadenara la insurrección de los descontentos. Esa circunstancia se presentó en cada caso con distinta fisonomía y de acuerdo con las situaciones locales. Algunas veces fue una irrupción general provocada por la desesperación y sin objetivos muy precisos. Pero en el seno de las nuevas clases en ascenso había grupos socioeconómicos muy definidos cuyos objetivos eran muy definidos también. Roto el equilibrio tradicional, la insurrección estalló para satisfacer anhelos inmediatos y específicos.
A veces la circunstancia desencadenante fue la opresión jurídica en que se hallaban ciertos grupos, sobre todo en vista de las nuevas posibilidades de desarrollo que se le abrían y que sólo en otras condiciones podían aprovechar. Los valvasores de Milán que se rebelaron en 1035 soportaban el yugo del arzobispo y de los capitanei, mientras crecía a su lado una burguesía mercantil que se enriquecía; liberados, sus perspectivas crecieron sin límites. La situación fue análoga en muchas otras ciudades italianas sometidas al poder imperial y, directamente, a los señores eclesiásticos y a los milites alemanes o partidarios del Imperio. Contra ellos se rebelaron esas ciudades por la misma época, y Conrado II tuvo que reducirlas, no sin dificultades. “Los ejércitos de la plebe hicieron estragos en los alemanes y un panadero mató él sólo a ocho”, dice un cronista refiriéndose a la rebelión de los parmenses. Tan definidos caracteres tuvieron las rebeliones que el cronista Wipo pudo decir: “En la misma época en tiempos recientes, hubo en Italia una inmensa e inaudita confusión a causa de las conjuraciones que hizo el pueblo contra los príncipes. Pues se conjuraron todos los valvasores de Italia contra los grandes, los simples soldados contra sus señores y todos los pequeños contra los grandes . . . “
Cuando se difundió el movimiento reformista en el seno de la Iglesia, las conmociones religiosas arrastraron, confundidas con ellas, las conmociones sociales. La prolongada revolución patarínica de Milán, entre 1057 y 1077, sacudió todo el orden social de la ciudad, y cosa semejante ocurrió en otras numerosas ciudades de otras regiones, por entonces y más tarde. Pero abundaron los movimientos insurreccionales que se desataron por problemas concretos, cuando la tensión social se polarizó alrededor de una circunstancia decisiva para la actividad de alguno de los nuevos grupos. La confiscación de un barco de un rico negociante por el arzobispo de Colonia suscitó en 1074 una vigorosa insurrección. El derecho de los tintoreros a usar las aguas de un río, cuya utilización reivindicaba el capítulo de los canónigos de Beauvais para sus molinos, provocó un agrio conflicto en 1099. Y la prohibición de viajar establecida por el conde de Flandes movió a los mercaderes de Brujas en 1127 a rebelarse contra él. Los nuevos grupos burgueses aspiraban a gozar de libertad de movimiento, a reducir el monto del telonio, a contar con seguridad en las ferias, a explotar los molinos o los lagares, a evitar las expoliaciones. Cuando una disposición señorial, nueva o tradicional, se oponía a esos u otros designios concretos, y los ruegos no tenían acogida, la rebelión estallaba, y tras el objetivo inmediato surgían las múltiples aspiraciones que escondían en su pensamiento los nuevos grupos en ascenso.
Esas aspiraciones eran difusas, pero tendían a precisarse y definirse. Si alguno de los nuevos grupos sociales alcanzaba en alguna parte ciertos privilegios, sus vecinos comenzaban a pensar en imitarlos. El ejemplo de Venecia, gobernada por los mercaderes, estuvo presente sin duda en la mente de los burgueses de las ciudades italianas que tenían relaciones con ella, y la comuna de Laon se estableció sobre el modelo de las de Noyon y Saint-Quentin. Procuraron las ciudades inglesas obtener de su rey los mismos privilegios que, como duque de Normandía y conde de Anjou, había otorgado a las ciudades de sus dominios franceses; y las ciudades castellanas, leonesas y gallegas situadas sobre el camino de Santiago vieron sucederse análogos movimientos imitativos. El ejemplo se constituía en un sistema de esperanzas que sólo requería, para que se intentara transformarlo en realidad, una coyuntura favorable.
Esta coyuntura fue, con frecuencia, proporcionada por un conflicto entre los poderes tradicionales, que abrió la posibilidad de obtener el apoyo de uno de ellos contra el otro. La larga querella entre el Papado y el Imperio permitió a la burguesía de las ciudades italianas contar con el apoyo de un poder equivalente a aquel con el que tenía que enfrentarse. Cuando se entabló el conflicto entre los sectores reformistas del clero regular y los sectores del clero secular adheridos a la concepción feudal de la Iglesia, los nuevos grupos sociales en ascenso formaron en la retaguardia de los primeros y lograron su apoyo. Un conde –como el de Nevers– o un rey –como el de Aragón– podían decidir a los burgueses a enfrentar el poder señorial con alguna probabilidad de triunfo; y ese apoyo disipaba los temores, aglutinaba las voluntades y también desencadenaba la acción insurreccional.
Faltos de conciencia de grupo, los insurrectos podían ver en la insurrección tan sólo una oportunidad para el saqueo, para la satisfacción de venganzas personales, o acaso para eliminar por el asesinato al funcionario, ejecutor visible de los actos de expoliación, o al propio señor, conde u obispo. Pero en el seno de los nuevos grupos sociales, y en el momento en que aparecían coherencia y decisión suficientes como para enfrentar los poderes tradicionales, hubo sectores que tenían, al menos, clara conciencia de sus aspiraciones más vehementes y de sus necesidades inmediatas. La insurrección fue muchas veces un método desesperado para forzar la decisión del poder señorial sobre un problema concreto y a veces insignificante. Pero predominaban en su ánimo ciertas preocupaciones de carácter general, cuya expresión era un anhelo de libertad y seguridad. “Si os declaráis por nosotros –decía a los burgueses de Vézelay el conde de Nevers–, si os asociáis a nuestro poder, no tendréis que cuidaros más de los vanos ruegos de los monjes ni de los frívolos socorros del abad; y teniendo desde entonces en plena seguridad y libertad la facultad de ir y de volver adonde queráis, gozaréis de una seguridad perpetua tanto para vuestras personas como para vuestros bienes. ” De este modo los incitaba a la rebelión prometiéndoles paz y tranquilidad, como prometía “a vuestros mercaderes y a los de todo Flandes, la paz y libre tránsito para sus negocios” el conde Thierry de Alsacia, dirigiéndose a los burgueses de Brujas en 1128.
La aspiración a la libertad no era difusa. Consistía en el anhelo de libertades concretas frente a prohibiciones o constricciones taxativas. Para lograrlas podían los burgueses rogar humildemente al señor u obtener graciosamente de él alguna concesión a cambio de fidelidad o de servicios; pero cuando se quebraba el marco jurídico hasta entonces considerado inviolable y se alteraban las tradicionales relaciones de dependencia, no vacilaban en conquistar por la violencia aquello que buscaban. “Pues nos excomulgáis sin haberlo merecido –dijeron los burgueses de Vézelay al prior–, obraremos como excomulgados, y en consecuencia, desde este momento no os pagaremos más ni los diezmos ni el censo ni las otras rentas ordinarias. ” Y cuando consultaron al conde de Nevers sobre dónde molerían su grano y dónde cocerían su pan, el conde contestó: “Id y calentad el horno con su madera y haced cocer el pan. Si alguno quiere oponerse, quemadlo vivo; y si el molinero quiere hacer resistencia, aplastadlo vivo bajo la muela. ”
Pero el conjunto de libertades a que aspiraban los burgueses configuraba una nueva situación social y jurídica de los nuevos grupos en ascenso: si la alcanzaban, la relación tradicional con el poder señorial quedaba alterada sustancialmente; y junto con esas aspiraciones apareció, en unos pocos al menos y acaso oscuramente, el designio de participar cuanto fuera posible en el ejercicio del poder. Con esto la insurrección perdía carácter ocasional y se transformaba en un intento revolucionario dirigido a la transformación del orden socioeconómico y político. Tal fue el significado de la comuna. Más allá de las franquicias arrancadas a quien poseía el poder, ciertos grupos burgueses comenzaron a perseguir el poder mismo para establecer, desde él, el orden que más les conviniera. “Bajo pretexto de defender la justicia –dice el cronista de la conspiración compostelana de 1116–, los conspiradores, asociándose a ellos gente del clero y del pueblo, oprimen a unos y levantan a otros; renuevan leyes y plebiscitos; asumen el poder de toda la ciudad; destruyen palacios; llegan a amenazar de muerte a algunos. El obispo, contento con sólo la apariencia del nombre, y cediendo de momento a las circunstancias, aunque no aprueba sus hechos ni sus designios, tampoco los vitupera; bástale con que le llamen señor estos conspiradores y que le consulten sobre algunos asuntos. Solamente fuera de la ciudad conservaba el poder de costumbre. Por lo demás ni el tiempo ni las circunstancias permitían ejercer la potestad dentro de la ciudad. ¡Tanto era lo que había prevalecido la conspiración de los traidores!” Este designio político le daba a los movimientos insurreccionales un carácter revolucionario en la medida en que suponía la revisión del orden tradicional. La comuna fue consentida u otorgada cuando el poder señorial o real no podía evitarla; pero fue estigmatizada violentamente por quienes descubrieron el trasfondo revolucionario que tenía; y cuando las circunstancias fueron propicias, fue desvirtuada o suprimida por las mismas razones. Procurarla abiertamente o tratar de recuperarla si se había perdido, constituían actos que revelaban una clara conciencia de grupo en los sectores que se empeñaban en ello.
En rigor, al dejar de lado la solicitación de franquicias y exigir la comuna, el movimiento burgués se radicalizaba. Si los defensores del orden tradicional percibieron rápidamente las implicaciones de las nuevas actitudes políticas de los grupos burgueses, éstos se encontraron de pronto frente a ciertas situaciones que los condujeron necesariamente a aceptar esas implicaciones y a desafiar revolucionariamente el orden tradicional. Quien pretendía participar en el poder, negaba tácita o expresamente el orden constituido y necesitaba muy poco para descubrir que, en el fondo, aspiraba a sustituirlo por otro.
Rápidamente lo descubrieron los grupos burgueses de las ciudades italianas que se enfrentaron con el Imperio. Había dentro de ellas fuertes tensiones sociales provocadas por el desarrollo mercantil y manufacturero, que se manifestaron expresamente unas veces e indirectamente otras a través de los conflictos religiosos, pero que se agudizaron por los rozamientos entre la aristocracia civil y eclesiástica de origen alemán por una parte y la población italiana sometida por otra. Cuando los grupos burgueses intentaron en las ciudades italianas obtener mayores franquicias primero y coparticipación en el poder después, el poder señorial en peligro atrajo hacia sí el apoyo de todo el sistema imperial. Evitar o rechazar la lucha significaba aceptar o esquivar las últimas consecuencias del enfrentamiento; pero las comunas italianas las aceptaron y, tras el castigo y el despojo primero, y la definición de su posición en Roncaglia después, arrostraron la decisión final y lograron triunfar en Legnano.
Por su parte, los grupos burgueses de la ciudad de Roma llegaron a descubrir muy pronto –acaso por una vía estrictamente intelectual– que les era necesario sustituir el poder pontificio por un poder civil. Lo que deseaban espontáneamente los grupos burgueses parecía aconsejarlo la tradición centenaria de la antigua Roma, y escudados tras ese ejemplo, enfrentaron el orden constituido cuya cabeza era nada menos que la cabeza del poder espiritual. Los grupos burgueses buscaban una escisión entre la esfera sagrada y la esfera profana, y reivindicaban el ejercicio legítimo del poder civil; pero el supuesto entrañaba una definición más ajustada de la crisis que sustraía al orden tradicional sus fundamentos absolutos. Y de la misma manera implicaba una radicalización de las posiciones la lucha generalizada contra los señoríos eclesiásticos, que pretendían escudarse en su naturaleza sagrada para resistir a la presión de los nuevos grupos sociales en ascenso, cuyos objetivos requerían un reajuste de la organización institucional. Quienes desafiaban al Papado y al Imperio y arrostraban el peligro de quedar fuera de la ley y fuera de la comunión, percibían el alcance de los pasos que daban, puesto que la derrota significaba el arrasamiento de la ciudad y acaso la muerte. La respuesta consistía en proponer un nuevo sistema de relaciones económicas, sociales y políticas, distinto del tradicional y sólo por eso ya revolucionario en relación con un sistema fundado implícitamente en la inmutabilidad de tales relaciones; pero revolucionario además porque descansaba en otro sistema de fundamentos cuyo rasgo predominante era la profanidad.
Con otros rasgos se produjo en otras áreas el proceso de radicalización de los movimientos antiseñoriales. Si en Venecia pudo precipitarse mientras declinaba el poder del Imperio Bizantino y antes de que adquirieran vigor el Imperio Germánico y el Papado, en el ámbito de los reinos feudales se desarrollaron al compás del ascenso del poder real. En Francia, Países Bajos, Castilla, Aragón, Portugal, Provenza o el reino de Germania, los movimientos burgueses se enfrentaron con poderes intermedios que la monarquía sólo en cierta medida tenía interés en respaldar, puesto que constituían también para ella adversarios declarados o en potencia. Los movimientos antiseñoriales se radicalizaron frente a esos poderes intermedios, pero, a diferencia de lo que ocurría más tarde, no se vieron precisados a enfrentarse con el poder real, en el que la burguesía descubría un poder análogo por su naturaleza y sus tendencias a aquel que aspiraba a ejercer dentro de su propia área de influencia. Frente a los señores, la radicalización significó excluirlos del poder o compartirlo con ellos, sin que necesariamente se creara –como ocurría en las ciudades italianas bajo autoridad del Imperio o del Papado– un vacío de poder que planteara el problema de la fuente de soberanía. Por eso los movimientos antiseñoriales concluyeron como tales en esa etapa y prepararon el camino para un ordenamiento de las ciudades dentro del cuadro de la monarquía.
En lo que se mostraron radicales los movimientos antiseñoriales en esas áreas fue en el sistema de garantías que procuraron formalizar. La simple exclusión de los milites del poder urbano, la delimitación de las obligaciones de los burgueses con respecto a ellos, las garantías y los derechos de los ciudadanos y los mecanismos mediante los cuales participarían en el gobierno, fueron objeto de cuidadosa reflexión, partiendo de la experiencia y tratando de corregir las costumbres mediante dispositivos reglamentarios sugeridos por aquella. De esa experiencia y de esa reflexión nacieron cartas, estatutos, fueros o constituciones en las que no se especificaba la totalidad del sistema político que se pretendía poner en vigencia, sino sólo aquello que constituía una innovación, o que se deseaba establecer taxativamente. Así reguladas las relaciones económicas, sociales y políticas, las partes contratantes admitían implícita o explícitamente el principio de que era lícito modificarlas de acuerdo con las cambiantes circunstancias.
De esas cartas, estatutos o fueros, no todos significaron un triunfo pleno de los nuevos grupos sociales ni consignaron la totalidad de las exigencias que constituían sus aspiraciones. Algunos fueron documentos transaccionales, otorgados sin lucha y, generalmente, parcos en concesiones. Así fue, por ejemplo, la carta que otorgó el conde de Dreux en 1180: “Yo, Roberto, por la paciencia de Dios, conde de Dreux y de Braine, hermano de Luis, ilustre rey de Francia, he querido por medio de caracteres escritos notificar a todos –presentes y futuros– que, habiendo surgido un desacuerdo entre yo y mis burgueses de Dreux, hemos convenido en este acuerdo, a saber, que les hemos concedido tener la comuna que tuvieran en los días de mi padre y que nosotros les hemos confirmado por juramento yo, Inés condesa de Braine, mi esposa, y Roberto, mi hijo. “ Pero otros documentos fueron la consecuencia de enconados conflictos y consignaron las condiciones impuestas por la más fuerte de las partes. Los nuevos grupos sociales escapaban poco a poco –aunque con dificultades e intermitencias– al poder señorial, aunque poco a poco se deslizaron hacia la esfera de influencia de la corona o buscaran otra forma de gobierno fuerte, como la signoria italiana.
Tan dispares como fueran los resultados de los movimientos antiseñoriales, y tan fragmentarias y ocasionales como resultaran las disposiciones consignadas en las cartas, fueros o estatutos, los movimientos insurreccionales de los siglos XI, XII y XIII respondieron a una ideología revolucionaria cuyos rasgos, desdibujados en un principio, se fueron precisando poco a poco. Cuando los burgueses de Sahagún se preguntaban: “¿Quién dio que el abad o los monjes se enseñoreen a tantos nobles barones y tan grandes burgueses? ¿Quién dio, asimismo, que ellos debieren poseer tales e tan grandes tierras, campos e viñas e guertos?”, cuestionaban, en el fondo, todo el sistema tradicional, todo el conjunto de fundamentos y de hechos que componían el orden cristianofeudal. Consciente o inconscientemente, todos los movimientos antiseñoriales implicaban en alguna medida poner en discusión los fundamentos del orden cristianofeudal, sobre todo en cuanto orden universal, sagrado, inmutable y eterno. Ni los principios, ni las instituciones en las que habían cuajado, ni las personas que representaban a las instituciones, quedaron libres del ataque de los nuevos grupos sociales que, tratando de mejorar su condición, promovían el cambio de la situación tradicional. Poco a poco, la promoción del cambio dejó de manifestarse bajo la forma de una simple reacción y cobró intencionalidad y sentido. El cambio debía conducir a un nuevo sistema de relaciones, en el que los nuevos grupos se insertaron entre los grupos tradicionales dislocando el antiguo equilibrio. Para alcanzarlo era menester poner en funcionamiento innumerables mecanismos económicos, administrativos, jurídicos y políticos que operaron ese dislocamiento y que, poco a poco, integraron un conjunto orgánico de disposiciones; si pudo hablarse de un jus mercatorum fue porque un sistema institucional nuevo se opuso a otro que no satisfacía las necesidades de los nuevos grupos sociales. Pero ese sistema institucional, aún incipiente, estaba sostenido por ciertas actitudes que entrañaban otro aspecto del cambio. Lo vivificaba una nueva mentalidad que se manifestaba al mismo tiempo en otros aspectos de la vida. Los defensores del orden cristianofeudal percibieron de inmediato que tras las más moderadas aspiraciones de los nuevos grupos sociales se escondía una actitud revolucionaria.
4. La actitud señorial
Ciertamente, aun antes de que los nuevos grupos sociales hubieran adquirido clara conciencia de sus designios últimos, ya los defensores del orden tradicional habían comenzado a adivinarlos y a desentrañar su sentido. Quien pretendía escapar a las obligaciones que ese orden le imponía, se preparaba para violarlo primero, y para modificarlo después; la aspiración a la formación de comunas representaba el último paso de ese proceso, en cuanto significaba inequívocamente la decisión de alcanzar el poder. Los eclesiásticos –celadores conscientes del orden constituido y con frecuencia víctimas de las pretensiones burguesas– fueron los que llegaron primero a la médula del problema y los que se apresuraron a denunciar el sentido general de los movimientos sociales.
A principios del siglo XII, Raúl, arzobispo de Reims, fue a Laon para purificar la iglesia que había sido escenario de algunas de las escenas de la insurrección burguesa de 1112. Guibert de Nogent, cuyo relato es una execración de la comuna, dice que el arzobispo “celebró el oficio divino en memoria de todos, y en medio de las lágrimas y de la extremada pesadumbre de sus parientes y aliados, suspendió el sacrificio de la misa para pronunciar un discurso sobre esas execrables instituciones de comuna en las que se ve a los siervos, contra toda justicia y todo derecho, sustraerse violentamente a la legítima autoridad de los señores. ‘Servidores, dijo, sed sumisos a vuestros amos, ha escrito el apóstol, con toda suerte de respeto; y para que los servidores no argumenten sobre la dureza y avaricia de sus amos, que escuchen además estas otras palabras del apóstol: sed sumisos no solamente a aquellos que son buenos y dulces sino también a aquellos que son rudos y rigurosos. También los cánones castigan con anatema a aquellos que, bajo pretexto de religión, impulsan a los servidores a que desobedezcan a sus señores, o a huir a cualquier lugar que sea, y con más razón, a resistirlos por la fuerza. Por esas razones tampoco debe admitirse, ni en la clericatura, ni en las órdenes sagradas, ni en ninguna congregación de monjes, sino gentes libres de toda servidumbre; y si por azar se reciben en ellas algunos siervos, de ninguna manera se los puede retener contra la voluntad de sus señores cuando éstos los reclamen. ’ Esos argumentos los hizo valer el prelado frecuentemente en discusiones, fuera ante el consejo del rey, fuera en diversas asambleas públicas”.
Las primeras reacciones señoriales hicieron, pues, hincapié en el problema social y jurídico de la libertad, que constituía el primer paso en la lucha por el ascenso social de los nuevos grupos. Pero cuando esos grupos comenzaron a ejercer el gobierno, las críticas se dirigieron a la forma de conducir los asuntos públicos y a los nuevos criterios utilizados, injustos para los críticos a la luz de las normas tradicionales. En la dieta de Roncaglia, en 1158, el arzobispo de Milán exaltó las ventajas de la política imperial de Federico I aludiendo a los gobiernos de las comunas: “Nosotros sabemos a qué gobiernos injustos, arrogantes y crueles hemos estado sometidos algunas veces. Sabemos que bajo tal arbitrario predominio el inocente ha sido tan maltratado como el culpable. Recordamos las prescripciones del rico, perpetradas sin que las justificara la comisión de un crimen; magistrados y sacerdotes removidos por perversos y vergonzosos acuerdos; y muchos otros actos que decretó la codicia de los gobernantes y que se llevaron a cabo impíamente delante de nuestros ojos. Por eso ‘alegrémonos, regocijémonos y honremos a Dios’, que después de tales conmociones ha cernido sobre nosotros una serena paz, puesto que vuestra voluntad es, serenísimo señor, más bien preservar y proteger vuestro reino por la justicia que acrecentarlo por medio del crimen y quedar manchado con la sangre de vuestros súbditos. ” Tras la retórica, que el cronista imitaba de Salustio, las ideas expresadas aludían directamente a una nueva distribución del poder cuya consecuencia había sido el traspaso de ciertas jurisdicciones y el debilitamiento del poder de los antiguos grupos privilegiados.
Ya a comienzos del siglo XIII, Jacques de Vitry declaraba abiertamente en un sermón cuál había sido la política de los grupos burgueses frente a los grupos privilegiados, y acusaba los golpes sufridos por estos últimos: “Pues si los ladrones y usureros están obligados a devolver lo que han quitado, cuánto más estas violentas y pestíferas comunas, que no sólo oprimen y debilitan a sus vecinos nobles despojándolos de la jurisdicción sobre sus hombres sino que también, como es evidente, usurpan los derechos de la Iglesia y destruyen y menoscaban su libertad por medio de inicuos estatutos, en contra de las disposiciones canónicas de los padres; en ninguna parte se lee que se atribuya a los laicos, aunque sean religiosos, autoridad para disponer de las facultades eclesiásticas. Existe la necesidad de atender a ellos, pero no tienen la autoridad de mandar. ” En un mundo que se secularizaba, los grupos privilegiados tradicionales peligraban en la medida en que se reconociera la legitimidad del cambio.
Pero tanto sus intereses inmediatos como la certidumbre de la legitimidad de sus derechos, abonada por la doctrina que ahora utilizaban polémicamente, movían a los grupos privilegiados a resistir. Se apeló a todos los recursos. Se acusó de herejía o inmoralidad a los insurrectos para hacer recaer sobre ellos no el peso de la responsabilidad política sino la mácula del estigma moral y religioso, y mientras se exaltaban las virtudes de la nobleza heredada, se procuraba rebajar el valor del trabajo y de la riqueza. Y al margen de la argumentación doctrinaria, se defendieron con las armas las posiciones heredadas y se pusieron en funcionamiento todos los recursos que ofrecía el poder constituido.
Unas veces se recurrió al arma de la excomunión; otras se buscó replantear el sistema tradicional no sobre la base de los fundamentos sagrados del orden constituido sino de los fundamentos seculares del derecho Romano. Y cuando esto no bastaba y el equilibrio de las fuerzas lo permitía, se recurrió al castigo, a la reivindicación de los siervos, a la anulación de las concesiones otorgadas y hasta a la formación de un nuevo frente políticosocial apelando al apoyo de los rustici, ajenos al proceso de cambio y que mantenían su antigua adhesión a los milites y a la Iglesia.
Con esta última actitud la nobleza acusaba su debilidad. Estaba entrando, en efecto, desde el siglo XII, en una crisis que la obligaba a apretar sus filas y que le imponía la necesidad de revisar su posición en el conjunto social y político, ahora más complejo. Para ponerse a salvo buscó nuevos apoyos y concluyó por admitir la posibilidad de aunar esfuerzos con algunos de los nuevos grupos sociales.
III. TRIUNFO Y DIVISIÓN DEL patriciado
En diversa medida y con distinto alcance, los movimientos antiseñoriales triunfaron en muchas ciudades, y donde no llegaron a triunfar promovieron algunos cambios en las relaciones entre los señores y el patriciado que acrecentaron considerablemente las posibilidades de acción de este último. Pero el patriciado, beneficiario en última instancia de las intensas conmociones sociales, no era un grupo compacto y homogéneo. A medida que alcanzó mayor influencia comenzó a advertirse que los distintos sectores que lo integraban no tenían intereses idénticos ni las mismas orientaciones políticas.
Sin embargo, la aproximación de algunos sectores de la nobleza a la burguesía había sido un fenómeno espontáneo. Una vez a la vista las nuevas posibilidades que abría la economía mercantil, las capas inferiores de la nobleza optaron en muchos casos por aprovecharlas; y esta circunstancia, dada la actitud de los sectores más rígidos de la clase terrateniente, provocó aquella aproximación, que se consolidó tanto a través de las sociedades en comandita como de los matrimonios mixtos. Era una alianza funcional, basada en la existencia de adversarios y de intereses comunes. Y la ciudad en expansión, renovada por el desarrollo económico y transformada en una patria nueva cuyo destino estaba en sus manos, se transformó en un patrimonio común que anudaba los vínculos y tendía a conservarlos a pesar de las disidencias que se insinuaban en el seno del patriciado. Victorioso en Montaperti, en 1260, el orgulloso Farinata degli Uberti probó su lealtad, a “la noble patria”, como le hace decir Dante Alighieri, oponiéndose a la destrucción de Florencia proyectada por los gibelinos triunfantes, actitud que movió a Giovanni Villani, güelfo fervoroso, a calificar al soberbio noble gibelino como “un buen ciudadano”.
Pero esa alianza espontánea y funcional comenzó a debilitarse cuando el patriciado alcanzó el poder o llegó, al menos, a compartirlo. Desde entonces, y en el ejercicio del gobierno, los distintos sectores que lo componían trataron de asegurar su preeminencia dentro del sistema político, defender sus intereses económicos y proteger las posiciones que ocupaba cada una de las familias dentro de su seno. Estos objetivos crearon innumerables problemas colaterales en relación con los fines que, en conjunto, perseguía el patriciado. Cuando las crónicas contemporáneas entremezclaban los conflictos económicos, sociales y políticos con las rivalidades familiares o personales, reflejaban fielmente la situación de una sociedad en la que nacientes tendencias individualistas no habían llegado a invalidar las posibilidades de acción de los grandes grupos tradicionales. Se sumaron a esos factores de disociación del patriciado las presiones externas, que atraían a los diversos grupos de la ciudad hacia alianzas económicas o políticas cuyo funcionamiento acentuaba las tensiones internas. Estas tensiones fueron, finalmente, las que pusieron en peligro la hegemonía del patriciado frente a sus viejos y a sus nuevos adversarios.
No tardaron en aparecer, ciertamente, las tensiones sociales. La burguesía constituía un sector socioeconómico muy elástico que crecía continuamente por la inclusión de nuevos individuos que engrosaban las filas de los sectores inferiores y casi marginales; pero éstos, naturalmente, presionaban de diversas maneras sobre los sectores de la alta burguesía que definían cada vez más exactamente sus propios intereses. Finalmente sería esa presión la que decidiría al patriciado a estrechar sus filas, sin perjuicio del juego que procuraran hacer sus grupos internos para predominar en su seno.
En el curso del siglo XII se acentuó progresivamente esa tendencia del patriciado tanto en las ciudades italianas como en las flamencas. La reforma constitucional veneciana de 1172, el movimiento de los Uberti de 1177 en Florencia, la sanción de la Gran Carta de Siena en 1186, así como las cartas obtenidas por Arras en 1194 y luego por Ypres, Gante, Douai y otras ciudades de Flandes condujeron al patriciado a una posición de privilegio; y en mayor o menor medida, trató de cerrar el paso a los nuevos grupos que se incorporaban a la actividad económica de la burguesía y procuraban tener acceso al poder político.
Pero a pesar de esta tendencia a la aglutinación subsistían los matices entre los diversos sectores del patriciado, y las diferencias que los separaban de acuerdo con sus intereses siguieron ahondándose. En última instancia, eran tensiones sociales las que oponían al patriciado y a los nuevos grupos en ascenso. Pero eran tensiones claramente políticas las que aparecieron en el seno de los grupos de la nobleza incorporados al patriciado y, particularmente, las que surgieron entre los sectores de la nobleza y de la burguesía que lo constituían.
Aunque a los ojos de los burgueses pudiera aparecer decidida y resuelta la actitud de la nobleza que se había incorporado a las ciudades, su condición fue de constante inestabilidad. Inclinada unas veces a aproximarse cada vez más a los sectores mercantiles, procuró otras reconcentrarse y acentuar sus rasgos de grupo social superior dentro del complejo patricio. Pero aun proponiéndose esto último, no pudo lograrlo siempre a causa de las ambiciones de poder. La historia de las luchas entre güelfos y gibelinos ponía de manifiesto la interacción de distintos factores en el desarrollo de la política de los grupos nobles. Cuestiones personales, rivalidades familiares, exigencias de las alianzas externas, influyeron sobre las situaciones políticas aliviando o acentuando las tensiones e imprimiéndoles ocasionalmente nuevos rumbos. Unida por sus intereses y por sus prejuicios, la nobleza se dividió muchas veces en grupos facciosos que se combatieron encarnizadamente, sin perjuicio de que pactaran la paz cuando les conviniera o cuando se alteraran las condiciones ocasionales que habían provocado la escisión. Pero este juego, en el que las ambiciones de poder se superponían a los intereses de grupo, determinó una política de aproximación o de alejamiento con los sectores de la burguesía; y en este vaivén, la burguesía se vio arrastrada también a situaciones de conflicto interno que provocaron la división entre los grupos que aspiraban al poder.
Las luchas políticas, las disputas por la posesión y el ejercicio del poder, quebraron la unidad del frente patricio aun antes de que se hubiera consolidado del todo. Contribuyeron a esa quiebra las luchas entre los grupos patricios de ciudades rivales, cuyas facciones se enfrentaron con un encarnizamiento sin límites. Pero no contribuyó menos a provocarla y a acentuarla luego la progresiva importancia que adquirieron los nuevos grupos sociales en ascenso. Entablado el desafío, tanto los sectores nobles como los sectores burgueses trataron de adecuar su conducta a la aparición de ese nuevo factor de poder, con el que podían jugar unos u otros para ponerlo a su servicio y ensanchar su base de sustentación.
Pero los nuevos grupos sociales constituidos después de la formación del patriciado se sintieron condenados a una suerte de dependencia económica y de marginalidad social y política. Las tensiones crecieron y muy pronto comenzaron los enfrentamientos con el patriciado.
IV. LOS movimientos antipatricios
1. Los nuevos grupos
La constitución de los nuevos grupos, naturalmente enfrentados con los sectores que poseían ya prestigio y poder, resultó de un lento proceso de desarrollo económico y diferenciación social. A medida que se acentuaba la concentración urbana y surgían nuevas posibilidades de trabajo, adquirían cohesión ciertos sectores en los que se aglutinaban gentes de escaso relieve y modesta condición económica. Fue un proceso lento que no atrajo la atención de los observadores hasta que se manifestó a través de irrupciones violentas. Giovanni Villani, que se extiende en el relato de los movimientos flamencos de 1302 “porque fueron nuevos y maravillosos y nosotros nos encontrábamos en aquel tiempo en el país”, parece haber percibido las variaciones que se producían en el conjunto social, y distingue, frente a los “grandes burgueses“, los “artífices y el popolo minuto ;“; y Dino Compagni señala que, en 1300, la ciudad de Florencia estaba dividida en “hombres grandes, medianos y pequeños”. Aun imprecisa, esta clasificación tripartita parece insinuar la percepción de los fenómenos de movilidad social, cada vez más acentuados, que se operaban desde el siglo XII. Constituido el patriciado, quienes quedaron fuera de sus filas pero aprovecharon de algún modo las nuevas posibilidades económicas, se situaron con respecto a aquél en posición de combate, en la medida en que el patriciado había procurado fortalecer sus alianzas con algunos sectores nobiliarios y, sobre todo, en que pretendía monopolizar la riqueza y controlar su desarrollo. Así se comenzaron a delinear los nuevos grupos.
La división tripartita insinuada por Dino Compagni –nada original y de reminiscencia clásica– no carecía de fundamento. Allí donde se había consumado la revolución mercantil, los sectores económicamente más poderosos, tanto de origen noble como de origen burgués, formaron un sector bien definido. Pero a su lado se constituyó inmediatamente, casi por exclusión, un segundo sector de los que se vieron reducidos a una suerte de medianía por la acción de los más ricos; fueron los pequeños mercaderes que siguieron trabajando con sus manos y los que ejercían diversas profesiones liberales de algún relieve pero de escaso rendimiento. Estos grupos medios crecieron en número; pero sobre todo crecieron las aspiraciones de sus miembros, más allá, por cierto, de lo que autorizaba su poder económico, precisamente porque el número de ellos parecía justificar y acrecentar las moderadas aspiraciones individuales. Eran grupos inestables, con escasa conciencia, porque sus diversos estratos e individualmente sus miembros confiaban en la posibilidad de desprenderse del conjunto para mejorar de condición. Algunas veces sus sectores más ricos no vacilaban en unirse a los patricios contra los grupos más humildes, como ocurrió en Huy en 1299 según cuenta el cronista Jean de Hocsem; y sólo cuando culminaron los excesos de las plutocracias urbanas cerraron sus filas y modificaron su actitud.
Finalmente, constituyó un tercer sector el conjunto de los asalariados y la vaga masa de gentes sin oficio que se formó en todas las ciudades, especialmente en las más populosas. Este sector sólo adquirió características definidas en aquellos lugares donde una vigorosa organización empresaria conformó su fisonomía. La industria textil y algunas veces la industria metalúrgica o la naviera crearon en ciertas ciudades un proletariado bien diferenciado, y ese núcleo sirvió para aglutinar a las clases populares sin perjuicio de que sus aspiraciones concretas pudieran no hallar eco en el resto de las gentes humildes. Por esto último, el tercer sector pareció a veces escindido. El proletariado dependiente de los grandes empresarios tenía la posibilidad de aglutinarse aprovechando en alguna medida la organización de las corporaciones o cofradías, y poseía objetivos claros que se relacionaban no tanto con el poder como con sus necesidades inmediatas y sus relaciones con los empleadores. El resto carecía totalmente de cohesión y sólo podía obrar por vía tumultuaria aprovechando la fuerza de su número y sobre todo su irresponsabilidad.
Como conjunto de desposeídos, el tercer sector hallaba un elemento aglutinante en su lucha contra los poseedores. La riqueza injustamente distribuida era un tema que podían suscitar fácilmente los demagogos, los que aspiraban a movilizar las masas populares en favor de alguna causa y, además, los religiosos que se sentían movidos por una concepción evangélica. Guillermo Cornelius en Amberes y Lamberto el Tartamudo en Lieja predicaron en el siglo XII contra la riqueza, y el último, sospechoso de heterodoxia, se quejó ante el papa de que se le reprochara que su predicación tuviera éxito “entre los tejedores, los peleteros y no entre los grandes, como si las actividades manuales imprescindibles para las necesidades humanas fueran cosas vergonzosas”. Ya en el siglo XIII, los franciscanos abundaron en ese tipo de prédica y contribuyeron a robustecer un estado de ánimo que, de hecho, creaban las condiciones económicas y sociales. La ayuda mutua, ejercitada a través de las cofradías, y las experiencias políticas realizadas al calor de las incitaciones de quienes buscaban su apoyo, dieron al tercer sector una fisonomía cada vez más precisa, y lo predispusieron a defender sus propias reivindicaciones.
2. Las insurrecciones populares
Las nuevas reivindicaciones se relacionaban, por una parte, con las necesidades primarias de los más humildes y, por otra, con las aspiraciones de los que se iban incorporando al grupo de los ricos sin poder alcanzar al mismo tiempo la participación en el poder. En todos los casos las tensiones se fueron agravando, especialmente desde mediados del siglo XIII, con la particularidad de que los grupos en conflicto se definieron cada vez más según su nivel económico. Philippe de Beaumanoir describía la situación con absoluto rigor en un pasaje de sus Coutumes de Beauvaisis: “Hemos tenido en las buenas villas muchas luchas de los unos contra los otros, unas veces de los pobres contra los ricos y otras de unos pobres contra otros cuando no se podían poner de acuerdo para elegir un maire o un procurador o un abogado. Vemos varias buenas villas en las que ni los pobres ni los medianos participan en la administración de la ciudad, sino que está toda ella en manos de los ricos a causa de que las gentes del común les temen por su riqueza o por su linaje. De ese modo ocurre que unos son maires o jurados o tesoreros y al año siguiente eligen a un hermano o a un sobrino o cualquier pariente cercano, de manera que en diez o doce años todos los ricos tienen en sus manos las administraciones de las buenas villas. ” Aunque con sus infinitos matices, esta situación era general y desembocó en violentas insurrecciones populares dirigidas contra el patriciado.
Más de una vez habían aparecido antes brotes de este tipo, semiocultos en las peripecias de los movimientos antiseñoriales. En las postrimerías del siglo XII la constitución de la Credenza di S. Ambrogio en Milán reveló la presencia de fuertes tensiones entre los grupos intermedios y los que se afianzaban en el poder bajo la forma de patriciado feudoburgués, y en Inglaterra el movimiento que encabezó Guillermo de la Larga Barba durante la época de Ricardo Corazón de León movilizó millares de artesanos incitados por la apelación del caudillo a los principios evangélicos de reivindicación de la pobreza. Estos movimientos parecieron acentuarse en el siglo XIII. La convulsión general que desencadenó en Flandes la aparición del falso Balduino en 1225, a quien los grupos populares “llamaron emperador”, adquirió desde el primer momento el carácter de un movimiento insurreccional de la plebe urbana. No tuvo, sin duda, objetivos definidos de orden político, pero lo alimentaba el resentimiento de los pobres contra los ricos y expresaba las vagas aspiraciones a un cambio que trajera consigo el mejoramiento de las condiciones de vida de los más humildes y la limitación del creciente poderío económico y político de los grupos patricios. Análogo carácter tumultuario e indefinido parece haber tenido el movimiento social que estalló en Francia en 1251 cuando llegó la noticia de la prisión del rey Luis IX en Egipto. Como en el caso flamenco, las clases populares expresaron a través de su adhesión al monarca –esta vez legítimo– su odio contra las clases poderosas. El movimiento alcanzó un extraordinario desarrollo y, desde Italia, Salimbene percibió su gravedad; aglutinó a los “pastores”, esto es, a las masas rurales, y a la población más humilde de las ciudades, coincidencia que señalan Salimbene y Guillaume de Nangis; y depositando su confianza en la protección paternal de la corona, irrumpió con violencia contra la nobleza, los ricos, los judíos y el clero, en particular contra los monjes mendicantes. Fue, pues, éste también, un movimiento difuso en el que, aprovechando una coyuntura favorable, la vasta masa de los desposeídos manifestó violentamente su protesta sin determinar sus fines ni tratar de alcanzar una organización que le asegurara el éxito. La consecuencia fue el aniquilamiento de los insurrectos.
Más definido carácter tuvieron otros movimientos de alcance más reducido. Mientras se producían en algunos lugares agitaciones tumultuarias, en ciertas ciudades se producía el ordenamiento riguroso de los oficios. En su seno tendía a robustecerse la posición de los ricos empresarios o de los maestros; y paralelamente progresaba la diferenciación de los asalariados dependientes de unos y otros en distinta medida. Las cofradías de pequeños artesanos y asalariados comenzaron a desarrollarse y a cobrar importancia, otorgando a sus miembros una fuerza con que antes no contaban. Gracias a ella pudieron desafiar a los poderosos grupos que controlaban la riqueza y el poder político. Algunas veces su arma fue la huelga, especialmente en las ciudades de Flandes y del país de Lieja, a partir de 1245, luego del movimiento popular de ese carácter desencadenado en Douai. Otras veces fue directamente la violencia, como en Beauvais, donde en 1233 “estalló un conflicto entre los burgueses; los más humildes se rebelaron contra los más ricos, a consecuencia de lo cual gran número de ricos fue muerto y un número aún mayor de pobres fue apresado y encarcelado en diversos lugares del reino”; el obispo Milón apoyó el movimiento popular y no vaciló en enfrentar al propio rey. Cosa semejante ocurrió en otras ciudades por la misma época, y en algunas, como en París en 1250, fue muy vehemente la oposición entre maestros y compañeros.
Los enfrentamientos, cualquiera fuera su grado de violencia, provocaron reacciones diversas. Algunas veces, como en las ciudades al sur de Francia, condujeron a un reajuste en las relaciones de poder, que se manifestó en la incorporación de los minori a los consejos. Pero más frecuente fue que las tensiones aumentaran, desencadenando enérgicas medidas de represión por parte de los sectores patricios. Una medida sintomática fue la obligación de que los asalariados residieran fuera de los muros, tal como se dispuso en varias ciudades brabanzonas desde 1252; también se recurrió a la prohibición de que se reunieran, de que llevaran armas y, especialmente, de que se organizaran en cofradías, como expresamente lo señala el Código de las Siete Partidas; pero lo más significativo fue la constitución del Hansa de las XVII ciudades en los Países Bajos, cuyos miembros se coligaron en ella desde principios del siglo XIII para asegurarse la reciprocidad de las medidas defensivas tomadas contra los asalariados.
A partir de mediados del siglo XIII las insurrecciones populares antipatricias se hicieron más frecuentes y más graves. Allí donde había importantes sectores de asalariados el proceso se aceleraba, porque las masas se aglutinaban más rápidamente y adquirían más pronto mayor audacia; y se aceleró particularmente donde los grupos populares encontraron un jefe resuelto, como ocurrió en Lieja en 1253. Henri de Dinant fue la cabeza del movimiento. Su origen patricio revelaba el extraño juego de las condiciones económicas y sociales, de las coyunturas de hecho y de las ambiciones individuales, todas esas circunstancias, favorecidas por la crisis del Imperio, desataron un movimiento que enfrentó a las clases populares con el príncipe, lo escabinos y muy pronto con todo el patriciado hasta alcanzar los caracteres de una verdadera lucha de clases; a los actos de violencia se sumaron medidas de gobierno muy definidas destinadas a traspasar a las clases más ricas las mayores cargas impositivas. Llegado a este punto, Henri de Dinant se quedó solamente con el apoyo de los grupos populares y el movimiento concluyó en un fracaso.
La inquietud que había comenzado en el país de Lieja repercutió en toda la extensión de los Países Bajos y en Francia; por la misma época se advirtieron extraños movimientos en Italia, donde la caída de Federico II fomentó o desencadenó rebeliones de diverso tipo; y en 1263 la guerra de los barones permitió que los oficios de Londres se rebelaran contra los patricios. Algunos años más tarde las tensiones se acentuaron. Hubo serios conflictos en Caen, Orleáns y Beauvais hacia 1270, y poco después, en 1274, estalló uno gravísimo en Gante, donde los tejedores y bataneros resolvieron primero abandonar el trabajo y luego la ciudad misma. Por un momento pareció que la intervención del conde de Flandes contribuiría a debilitar el poder del patriciado, pero éste resurgió, y la insurrección empezó de nuevo en 1280. Esta vez fue un movimiento de vasto alcance en todo Flandes –en Douai, Ypres y Brujas, especialmente– que repercutió en Francia –en Provins y Ruán– y en el país de Lieja, particularmente en Dinant; la violencia, el pillaje, los conflictos callejeros, provocaron una reacción igualmente violenta del patriciado que, estimulada por tensiones insuperables, se convirtió en una acción política definida cuyos términos entrañaban una alianza de las clases altas amenazadas contra las amenazantes clases asalariadas.
Durante toda la mitad del siglo XIII se habían producido también movimientos análogos en diversas ciudades italianas: Parma, Siena, Novara, Pistoia, Brescia, Pisa; y allí, como en otras áreas mercantiles, la situación se tornó más tensa en el último decenio del siglo. Mientras se agitaban las ciudades de Valenciennes, Ruán y Reims, se preparaba el vasto movimiento que encabezaría Giano della Bella en Florencia. Ajenas al poder, las artes menores –y más aún las clases populares– creyeron hallar una coyuntura favorable para destruir el monopolio que el patriciado poseía de la riqueza y del poder, y recurriendo a la fuerza lograron la sanción de los Ordinamenti della giustizia. Con ello las tensiones adquirieron nuevos matices que condujeron poco después a la querella entre los blancos y los negros, llena de implicaciones sociales y políticas. La polarización se extremaba. Esto exactamente ocurrió en Flandes. Las luchas de Douai entre 1296 y 1298 dieron el triunfo a los pequeños burgueses, pero las fuerzas rivales defendieron sus posiciones y trataron de robustecer las alianzas entre los grupos patricios. Algunas veces las implicaciones que traían consigo los enfrentamientos provocaron extrañas respuestas. En Huy, en 1299, el obispo se unió a las gentes de oficio contra los ricos, precisamente cuando el conde de Flandes procuraba también el apoyo de las clases populares contra el rey de Francia, cuyo auxilio requerían los patricios. Fue en las ciudades flamencas donde la situación se hizo más crítica. Patricios y franceses polarizaron los odios de los distintos sectores populares, que se aglutinaron y hallaron un jefe eficaz en el príncipe Guillaume de Juliers. El 17 de mayo de 1302 la insurrección popular estalló en Brujas con terrible violencia y pocos días después los clauwaerts dominaban gran cantidad de ciudades flamencas. La reacción no se hizo esperar y el ejército señorial del rey de Francia llegó en apoyo de los patricios; pero en la batalla de Courtrai el ejército popular, compuesto por campesinos, bataneros, tejedores y tintoreros, lo derrotó completamente y su victoria abrió una nueva etapa en el proceso de las luchas sociales. La revolución de las gentes de los oficios triunfó en muchas ciudades y los gobiernos oligárquicos cedieron el paso a una nueva organización política. Cualquiera fuera el destino de los nuevos regímenes, las conmociones producidas en las zonas mercantilizadas modificaron de raíz su situación social.
Con distintos caracteres, con distintos grados de violencia, todos los movimientos que se produjeron desde la segunda mitad del siglo XIII revelaron la existencia de un proceso de agudización de las tensiones sociales. Grupos que antes carecían de influencia comenzaron a lograrla, conmoviendo las situaciones establecidas, unas desde tiempos remotos y otras a partir de los procesos que llevaron al patriciado al poder, y tales movimientos ponían de manifiesto los cambios sustanciales que se estaban produciendo en el ordenamiento social.
Sin duda, los excesos del patriciado, encaramado en el gobierno allí donde pudo vencer la resistencia de la vieja nobleza o aliado a ella cuando lo juzgó más ventajoso para sus intereses, fueron causa suficiente para desencadenar toda suerte de agitaciones populares en el siglo XIII y en la primera mitad del XIV; pero esos fenómenos respondían a causas más profundas; el crecimiento demográfico de algunas regiones y la concentración de la población urbana contribuyeron en buena medida a provocarlos; pero sobre todo fue la cohesión alcanzada por ciertos grupos sociales dependientes y la peculiaridad de las circunstancias políticas y económicas lo que más contribuyó a llevar las tensiones hasta un punto límite.
Un conjunto de factores políticos se combinó, en efecto, de tal manera en la segunda mitad del siglo XIII que el sistema de las relaciones económicas establecido en los últimos tiempos se vio comprometido. La crisis del Imperio a partir de la muerte de Federico II en 1250 –y aún antes– modificó considerablemente la situación de las ciudades de Italia y de Alemania, creando perspectivas nuevas tanto para los grupos poseedores como para los grupos dependientes. Efecto semejante tuvieron para Inglaterra y Francia las condiciones creadas por el tratado de París de 1259, por una parte, y los reiterados conflictos, más o menos ocasionales, que volvieron a enfrentar a los dos reinos. Esta última situación repercutió en los Países Bajos, donde, además, el conflicto entre el rey de Francia y el conde de Flandes reflejó una crisis latente desde mucho antes y contribuyó, además, a acentuarla. Más lejos, la caída del Imperio Latino de Oriente en 1261 alteró el sistema de posibilidades de los diversos grupos económicos occidentales, y consecuencias semejantes tuvo la progresiva pérdida de territorios en el Levante, que culminó en 1291. Finalmente, la retracción de los musulmanes en la península Ibérica y las posibilidades de expansión económica hacia el este de Europa que se fueron acentuando cada vez más modificaron también el cuadro económico general.
A los factores políticos se sumaron los de índole económica, vinculados en diversa medida con ellos. El desigual desarrollo de las distintas regiones y ciudades, y el crecimiento también desigual de los diferentes sectores de la producción, provocaron sucesivos reajustes en las relaciones recíprocas y, naturalmente, crisis de variada intensidad. Quizá los fenómenos más visibles fueran los que derivaron de la decadencia de las ferias de Borgoña, de los cambios producidos en las rutas comerciales, por razones económicas unas veces y por razones políticas otras, y del cese repentino de ciertas formas del tráfico mercantil. Todo ello alteró en uno o en varios lugares el ritmo de la actividad, y con él alteró la situación de los distintos grupos sociales. No menor influencia llegaron a tener otros hechos: la adopción de la moneda de oro y el creciente desarrollo de la política fiscal en diversos reinos y ciudades provocaron alteraciones importantes en la economía, que debían repercutir sobre las relaciones sociales.
Todos estos factores contribuyeron, directa o indirectamente, al desencadenamiento de las insurrecciones populares, que en cada lugar y en cada circunstancia adoptaron distinto carácter, pero que en todos respondieron a situaciones básicas semejantes. El enfrentamiento de las clases populares con el patriciado fue un fenómeno general europeo porque derivó de circunstancias comunes; pero en cada caso tuvo una fisonomía local, en la que es necesario separar lo que le asignaba un carácter accidental de lo que era reflejo de una situación general. Por encima de las causas profundas hubo en cada caso coyunturas favorables a una resolución de las tensiones sociales a través de la violencia, y en ellas operaron circunstancias locales que pudieron parecer causa suficiente de los conflictos; y, ciertamente, sin ellas las tensiones hubieran podido mantenerse sin interrupciones violentas, porque el proceso económico era lento y, sobre todo, lo suficientemente novedoso como para que resultara difícil que quienes sufrían más sus consecuencias adoptaran una actitud positiva y organizaran una acción dirigida a operar sobre las causas profundas de la situación. La coyuntura fue, pues, considerada generalmente como causa, y la acción fue orientada con frecuencia hacia los factores ocasionales que la provocaban.
Una veces fue un vacío de poder, que incitó a los más audaces a intentar el asalto; otras fue el juego de las alianzas entre grupos disidentes o resentidos, favorecidas por odios facciosos que solían heredarse de padres a hijos; en alguna oportunidad fueron verdaderos conflictos generacionales, que revelaban una economía en contracción incapaz de ofrecer cabida a las nuevas promociones; y si alguna vez consistió en un súbito estallido de desesperación, en más de una oportunidad éste fue desatado por un hombre o un grupo que aspiraba a polarizar las fuerzas de los descontentos en su propio provecho. Pero la coyuntura despistaba a los insurrectos acerca de los mecanismos que movían la crisis, y la consecuencia fue una extremada variedad en los objetivos de los movimientos populares. El objetivo era el poder, puesto que desde él imponían los grupos patricios las medidas que oprimían a las gentes de humilde condición. Los pequeños artesanos y los asalariados deseaban romper el cerco de las oligarquías y llegar a participar del gobierno en alguna medida. Pero si la decisión era firme, y era firme la sed de venganza, casi nunca se definió claramente el uso que se proponían hacer del poder. La redistribución de las cargas impositivas, la fijación de condiciones precisas para el ejercicio de las funciones públicas o las garantías otorgadas a los pequeños contra los abusos de los grandes eran, entre otros, objetivos frecuentes; pero, en cuanto a la modificación de la situación de las clases dependientes, no tenían más valor que la muerte del odiado enemigo o la confiscación de sus bienes.
La novedad más significativa apareció en la estrategia de las insurrecciones populares. Independientemente de los actos ocasionales de violencia, de los motines populares y de las acciones de guerra, las clases populares encontraron un método propio de lucha que se dirigía a los más caros intereses del patriciado. La reacción natural de abandonar el trabajo cuando la jornada se hacía insoportable o los salarios eran absolutamente insuficientes comenzó a transformarse en una forma organizada de acción: la huelga. Philippe de Beaumanoir caracterizó esta manera de actuar diciendo que consistía en una “alianza hecha en provecho común cuando los obreros prometen o se ponen de acuerdo en no trabajar a un precio tan bajo como antes, y aumentan su salario por propia determinación, conviniendo en no trabajar por menos y decidiendo entre ellos penas y amenazas contra los compañeros que no se atengan a lo resuelto”. En aquellas ciudades donde florecían industrias que concentraban un importante sector de asalariados la huelga adquirió una gran importancia como medio de lucha, no sólo porque paralizaba la producción y amenazaba las ganancias de los empresarios, sino porque contribuía a amalgamar a los trabajadores y a organizarlos para la acción. Así ocurrió en Arras o en Gante, por ejemplo, después de 1274.
Pero en algunos casos la actitud de los sectores asalariados fue aún más radical. Además de abandonar el trabajo, resolvieron abandonar la ciudad misma y provocar una verdadera secesión. Los grupos patricios se aliaron entonces para tratar de evitar que los fugitivos de una ciudad fueran recibidos por las otras; pero el intento polarizó los distintos sectores y evidenció la profundidad de las diferencias que los separaban y oponían. De allí en adelante la lucha debía ser frontal, excepto cuando aparecieron fórmulas en las que las oposiciones se enmascararon. Y aun se extremó más otras veces la radicalización. De la defensiva pasaron las clases populares a la ofensiva y no vacilaron en rebajar la condición ciudadana de los patricios sometiéndolos a estrecha vigilancia –como en Florencia– ni en desafiar a las fuerzas de quienes hasta entonces las monopolizaban, como en Flandes. A través de la acción de quienes más resueltamente enfrentaron el orden establecido se traslucieron los rasgos de la concepción política que animó a las clases populares.
3. La ideología revolucionaria
Ciertamente, la concepción política de los grupos revolucionarios no consistió en una doctrina abstracta. Fue más bien un conjunto de ideas y sentimientos que arrancaban de algunas aspiraciones concretas en relación con las condiciones en que se desenvolvía la convivencia de los distintos grupos sociales. Lo que le dio unidad fue, sin duda, un vago sentimiento de clase que opuso la pequeña burguesía, subsidiariamente apoyada por sectores populares más humildes, a la gran burguesía. Los insignes de que habla Jean de Hocsem son, como los nobili grandi e possenti o los grandi borghesi de que habla Giovanni Villani, los ricos patricios que monopolizaban a un tiempo el poder político y el poder económico. Frente a ellos se unieron los artefici minuti, los populares, denso conjunto muy coherente en la oposición, pero en cuyo seno ejercía supremacía el sector de la pequeña burguesía. El enfrentamiento acumuló odio y violencia porque la opresión de los menos ricos pareció haber alcanzado extremos intolerables, y desencadenó una actitud desafiante que no reconoció límites. Las clases populares rompieron el acuerdo con respecto al orden constituido y descubrieron que no las atemorizaban los ricos y que su poder no era intangible. Y cuando triunfaron, introdujeron ciertas modificaciones en el orden vigente que constituían una revolución y que fue sentida como tal por los contemporáneos. “Entonces fue transformado el Estado y el gobierno de Gante”, decía el cronista de los Annales Gandenses refiriéndose a los cambios que siguieron a la conmoción producida por los “maitines de Brujas“; y Villani señalaba la trascendencia de los cambios que se produjeron en Florencia desde 1293 diciendo que “estas innovaciones en el pueblo y estos cambios en el gobierno fueron muy importantes para la ciudad de Florencia y tuvieron después muchas y diversas consecuencias para bien y para mal de nuestra comuna“. Más radical fue el cronista florentino al apreciar las consecuencias de la batalla de Courtrai: “De esta derrota –escribió– salió muy disminuido el honor, estado y fama de la antigua nobleza y el valor de los franceses, pues la flor de la caballería del mundo había sido derrotada y humillada por sus vasallos y por la gente más vil que hubiese en el mundo, tejedores, fulones y de otras viles artes y oficios nunca ejercitados en la guerra, tanto que por su desprecio y por su vileza los flamencos eran llamados por todas las naciones del mundo conejos hartos de manteca; pero por esta victoria ganaron tanta fama y ardor que un flamenco a pie con una pica en la mano se hubiera enfrentado con dos caballeros franceses. ”
Los movimientos antipatricios se asemejaron a los movimientos antiseñoriales en que no se proponían soluciones generales y abiertas a situaciones futuras, sino, simplemente, respuestas inmediatas a las necesidades de cierto grupo socioeconómico en una determinada situación. Pero el contexto era distinto. Si los grupos antiseñoriales habían necesitado quebrar un esquema tradicional para poder desarrollar una inusitada actividad que entrañaba cambios sustanciales en el orden socioeconómico y en las formas de mentalidad, los grupos antipatricios participaban del orden vigente –en cuanto orden urbano, mercantil y burgués– y aspiraban solamente a que participaran del poder político, del poder económico y de los privilegios que ambos entrañaban, nuevos grupos que habían ascendido después de que adquirieran el monopolio los grupos que ahora constituían el patriciado. La actitud de los grupos antipatricios podría parecer, por eso, escasamente revolucionaria. Lo era, sin embargo, en grado sumo, porque constituía la primera afirmación de la necesidad de ajustar periódicamente los mecanismos de poder en una sociedad de gran movilidad social. Si los primeros grupos burgueses que se enfrentaron con el poder señorial pudieron pensar que se incorporaban de alguna manera a la élite manteniéndola cerrada para el futuro, los nuevos grupos en ascenso se encargaron de demostrarles que el proceso de movilidad social que ellos habían iniciado era incontenible. Quizá también pensaron estos últimos que se incorporaban a una élite que volvería a cerrarse después de su ingreso. Pero la reiteración de la experiencia abría definitivamente el camino para incesantes revisiones.
Que movía tales convulsiones cierto sentimiento de clase parecen probarlo tanto la vehemencia antipatricia de los Ordinamenti della giustizia como la coincidencia y solidaridad de idénticos sectores en diversas ciudades frente a una emergencia determinada. Y que los grupos antipatricios contenían sectores que aspiraban a fijar su situación parecen insinuarlo hechos tan significativos como la elevación al rango de caballero de Pierre Le Roy y algunos de los suyos en Courtrai. Pero de todos modos la situación había conducido en muchas ciudades a enfrentamientos que no podían resolverse sino por la derrota de uno de los bandos; y donde el movimiento antipatricio se radicalizó pudo advertirse que el objetivo final era el aniquilamiento o la sumisión de los grupos patricios que monopolizaban el poder político y económico.
El objetivo inmediato de casi todos los movimientos antipatricios fue la revisión de la política económica y especialmente fiscal de las oligarquías urbanas. Una coyuntura muy compleja había conducido al establecimiento del patrón oro, al reajuste de las exportaciones y las importaciones a través de la devaluación de la moneda y, naturalmente, en muchos lugares a un intento de extremar los mecanismos impositivos por parte del fisco. Cuando las clases populares consideraron en cada ciudad que nuevas tributaciones eran intolerables el malestar explotó allí con violencia y alrededor de ese problema. En Ruán, en 1292, “el pueblo menudo se sublevó a causa de las exacciones llamadas maltôte . . . “, relata Guillaume de Nangis; y en las ciudades flamencas, en Gante, en Lieja y en Brujas, la irritación ante la imposición de un nuevo impuesto fue lo que desencadenó el gran alzamiento popular. Pero no era sólo eso. Si la pequeña burguesía se decidió a enfrentar violentamente al patriciado fue porque, además de pretender que no se la explotara, comenzó a tener aspiraciones a cumplir un papel activo en la conducción de la economía. El principio de que ningún impuesto podía ser establecido sin su consentimiento empezó a abrirse paso, y a su lado se insinuaron otros tan radicales como ése, vinculados a la vigilancia de los precios y los salarios y, más aún, a la orientación de la actividad económica, problema que entrañaba en ocasiones una revisión de la política internacional. Unos y otros respondían a la idea de que nuevos sectores sociales –la pequeña burguesía especialmente– debían comenzar a participar en la dirección de la vida pública; y no sólo en cuanto a la orientación y vigilancia de la vida económica, sino también en cuanto al ejercicio del poder político.
La participación de nuevos sectores en la conducción de la economía –anhelo derivado, por lo demás, de la angustiosa crisis– se concretó a través de algunos cambios políticos. Después de la batalla de Campaldino, en 1289, el temor de que i grandi abusaran de los popolani, haciéndolos cargar con el peso de los gastos de guerra, originó en Florencia un acercamiento entre las siete artes mayores y las cinco siguientes, según explica Giovanni Villani, quien agrega luego que fue aquello “casi un comienzo del popolo (o constitución popular) del que después se tomó la forma del popolo que comenzó en 1292″. Algo parecido ocurrió en Flandes, donde la situación financiera alcanzó tal gravedad que fue menester acceder a la formación de nuevas magistraturas –los XXII de Douai y los XXIV de Arras– para reordenarla con la intervención de la pequeña burguesía.
Pero estos cuerpos tuvieron, naturalmente, compromisos y responsabilidades políticas. Para acompañar el ascenso al poder de los nuevos grupos pareció imprescindible en algunas ciudades recurrir a la fuerza militar organizada. Unas veces fueron los ejércitos populares, constituidos al calor de la rebelión misma y faltos de elementos y de preparación, que se sometieron a un mando experimentado capaz de aprovechar sabiamente sus peculiaridades: tal fue el caso del ejército popular de Brujas, confiado a la conducción de Gui de Namur y de Guillaume de Juliers; y otras fueron los ejércitos organizados según la ley como fuerzas regulares para apoyar las magistraturas populares, como el de los mil infantes creado en Florencia –luego aumentados a cuatro mil– en relación con la nueva política suscitada contra los grandes.
Es claro que sólo la decisión de llevar hasta sus últimas consecuencias una política de reformas fundamentales podía animar tales propósitos. Esa política consistía en imponer una forma institucional que incluyera y representara a los distintos grupos de poder, esto es, el patriciado y los oficios. Tal fue el objetivo del movimiento florentino de 1282, a partir del cual se acrecentó la tendencia de las artes a participar en el gobierno, y tal fue también el objetivo de los movimientos de otras muchas ciudades, especialmente Lieja y las de Flandes y Brabante. Douai lo alcanzó en 1297 y Arras en 1302; Lieja reformó en 1303 la composición del consejo de los jurados, que en adelante se compondría de patricios y de gentes de los oficios por mitades; y en casi todas las ciudades flamencas y brabanzonas se intentó al menos, después de Courtrai, establecer regímenes semejantes.
Este objetivo constituyó una revolución y nadie pudo confiar en que se alcanzaría sin luchas. Para asegurarse su conquista y la permanencia de las instituciones que se establecieran según los nuevos designios, se recurrió en algunos casos, como en Florencia, a la creación de instituciones revolucionarias, como la del gonfaloniero de justicia, cuya misión era defender el nuevo orden desde el Estado mismo. Los ejércitos populares –como el de Florencia o el de Lieja– respondían al mismo propósito. Pero la singularidad de las fórmulas institucionales las hizo inestables y poco eficaces.
Efectivamente, tras las fórmulas institucionales se ocultaba un principio político tradicional que consistía en la organización del poder para la defensa de los privilegios de grupo. Las revoluciones antipatricias movilizaron vastos sectores populares, pero se dirigían a incluir entre los grupos privilegiados a uno de aquéllos, a la pequeña burguesía, a los artesanos y pequeños empresarios, a los comerciantes y acaso a algunos sectores de asalariados muy reducidos. Una vez logrado ese objetivo, los demás grupos populares debían abandonar a los que habían sido su vanguardia y pasaban, desde el momento mismo de su triunfo, al bando enemigo. Por eso se tomó tan débil la posición de los oficios, y sus conquistas fueron cuestionadas una y otra vez cuando se descubrió que estaban solos.
La ideología revolucionaria que impulsó a los movimientos antipatricios estaba, pues, limitada por una concepción económica y política que se había elaborado en los albores de la nueva sociedad burguesa y a la luz de las primeras experiencias de la economía monetaria. Los grupos que en cada etapa reivindicaban los derechos que les había otorgado su ascenso aspiraban también a contener el fenómeno de movilidad social que los había empujado hacia él, para no tener que compartir el privilegio alcanzado. Pero el proceso social y económico era incontenible. Cuando se advirtió, comenzó a pensarse en la necesidad de detenerlo en el plano político, y la reacción inevitable fue la instauración de un poder fuerte.
V. LA REACCIÓN: REYES, OLIGARQUÍAS Y SEÑORES
Quienes más pronto y más intensamente sintieron el peligro que entrañaba la agudización de los enfrentamientos sociales fueron los grupos patricios, en cuyas manos estaba la mayor suma de riqueza y los más importantes medios de producción. Quizá no se les ocultaba que la inquietud de las capas menos pudientes provenía, en alguna medida, de la contracción económica que, de distintas maneras, se insinuaba desde el siglo XIII en muchas regiones; pero precisamente porque eran quienes mejor podían prever los alcances de la crisis, los grupos patricios reaccionaron enérgicamente frente a las primeras consecuencias de los enfrentamientos sociales.
La aparición de nuevos grupos que aspiraban al poder había desembocado en la instauración de regímenes institucionales en los que se buscaba dar representación equilibrada a los diversos sectores; pero las fórmulas halladas en la mayoría de las ciudades no lograron adquirir solidez, acaso porque la composición de esos sectores era muy heterogénea. En tanto que algunos de ellos estaban constituidos por un reducido número de personas que concentraban una gran parte de la riqueza y poseían muy clara idea de sus designios y de las maneras de alcanzarlos, otros eran muy numerosos pero carecían de suficiente poder económico y de la necesaria experiencia política como para dar consistencia efectiva al poder social que iban logrando. Esa heterogeneidad impidió que las fórmulas políticas lograran eficacia y los nuevos regímenes fueron tan débiles como inestables.
Esa inestabilidad política contribuía a ensombrecer las perspectivas económicas. Por eso preocupaba a la alta burguesía urbana; pero también le preocupaba porque no podía prever si llegaría a superarse mediante el establecimiento de regímenes más estables pero en los que ella perdiera la hegemonía en provecho de los grupos medios en ascenso; y, ciertamente, no se le ocultaba que el ambiente de conmoción estaba creando las condiciones favorables para que recuperaran su autoridad los poderes políticos contra los que antaño se había levantado el patriciado: reyes y señores.
Puestas entre dos fuerzas, las oligarquías patricias identificaron con precisión sus necesidades urgentes. Si querían conservar sus privilegios económicos, debían prevalecer inequívocamente, ante todo, sobre los demás grupos burgueses en ascenso. Todo indicaba que era ése el enemigo más peligroso. Pero, en términos generales, la necesidad primordial era concluir con la inestabilidad política, y en relación con ella debieron establecer qué precio era prudente pagar por la instauración de un poder político fuerte. Esto era, sin duda, la condición fundamental para que pudieran desenvolverse las actividades económicas, ya bastante comprometidas por la naturaleza de su propio proceso. Pero si la preocupación fue la misma en todas partes, las soluciones debieron ajustarse tanto a las distintas tendencias de las oligarquías patricias como a las circunstancias que en cada caso condicionaban sus decisiones.
La solución óptima para el patriciado era, sin duda, la asunción de todos los poderes y el establecimiento de un régimen oligárquico que asegurara, desde el poder político, el mantenimiento del control de la economía. Pero era la solución más difícil de alcanzar. Se oponía a ella el mismo proceso socioeconómico, la presencia de grupos ya constituidos que, aunque no tuvieran fuerza efectiva para imponerse, la tenían sobrada para obstaculizar los designios del patriciado, y la presencia expectante de reyes y señores, que habían declinado ocasionalmente su autoridad, pero que nunca habían abandonado su propósito de reasumirla. Este cuadro obligó al patriciado a optar.
Allí donde el patriciado comprendió que la instauración de un régimen oligárquico era imposible, optó por ceder el ejercicio del poder político a quien le ofreciera algunas garantías. Necesitaba un poder fuerte, y unas veces toleró o apoyó el de quien podía ejercerlo con algún viso de legitimidad y otras lo promovió confiándolo a quien pudiera darle lo que necesitaba: orden y paz en la vida pública, limitación autoritaria de las luchas por el poder y restricción de las aspiraciones políticas de los grupos socioeconómicos en ascenso. El patriciado renunciaba, pues, al ejercicio del poder político directo, en la seguridad de que podría ejercer una parte de él a través de su poder económico, que, en cambio, conservaba intacto.
En ciertas etapas de los procesos locales, el patriciado logró en más de una ciudad imponer transitoriamente su óptima solución. Trabajaron en favor de ella las asociaciones de lucha en que se agruparon para defender sus privilegios, favorecidas por la ventajosa situación de sus miembros; pero en la mayoría de los casos debieron ceder frente a circunstancias adversas. En las florecientes ciudades de la Hansa germánica perduró más tiempo un sistema que, acaso por ser un poco más elástico, garantizó la situación predominante del patriciado comercial; pero fue en Venecia donde alcanzó su plenitud, a partir de la decisión que adoptó el Gran Consejo a propuesta del dux Pedro Grandenigo en 1297; mediante la “serrata del Consiglio” el número de personas con plenos derechos políticos quedó definitivamente restringido, y sólo aquellos que pertenecían a la oligarquía pudieron elegir y ser elegidos. Las instituciones representativas de esa oligarquía concentraron un fuerte poder político y económico y, tras el fracaso de los intentos revolucionarios de Marino Bocconio en 1299 y de Bajamonte Tiépolo en 1310, consolidaron la hegemonía de un pequeño grupo sobre un conjunto social muy vasto y complejo.
En ciertas ciudades, la oligarquía hostigada descubrió a su alcance la ayuda y la amenaza a un tiempo del poder real. En Francia, en Castilla o en Inglaterra el reino se constituía con fuerza progresiva, organizaba su régimen administrativo y fiscal, acentuaba su fuerza militar y delineaba firmemente su jurisdicción. El ámbito mismo del reino, como área territorial sometida a una misma jurisdicción, ofrecía posibilidades crecientes para la ordenación de una economía que, por su volumen, sobrepasaba cada vez más los límites urbanos. Esta perspectiva, unida a las posibilidades de poder que por su magnitud ofrecía el reino y a los intereses comunes que tenían el fisco real y la alta burguesía, proponía una alianza que el patriciado consideró, a veces, como la más ventajosa entre las opciones posibles. El patriciado facilitó entonces la inocultable política expansiva de la monarquía, que procuraba regularizar la situación de las ciudades que habían logrado en otro tiempo más autonomía de la que ahora parecía lícito mantener. Una sabia política de conservación de libertades y garantías económicas a cambio de restricciones políticas permitió a la monarquía en muchos casos resolver el problema de las oligarquías en peligro, atrayéndolas a su lado y ofreciéndoles la seguridad que deseaban a cambio de la renuncia al ejercicio de poderes políticos.
Cosa semejante ocurrió en ámbitos más restringidos con los señores. Los príncipes alemanes –beneficiarios del estatuto imperial de 1231 y vencedores de las ciudades en 1338–, el conde de Provenza, el duque de Borgoña o los “delfines” que rescataron su autoridad desde fines del siglo XIII, ofrecían a las burguesías en peligro una garantía de seguridad que no podían adquirir por sí mismas. También ellos poseían extensa autoridad territorial y suficiente poder militar como para restaurar el orden, y podían apoyarse además en el prestigio social de que gozaban, prestigio no extinguido a pesar de los enfrentamientos y capaz de obrar como fundamento suficiente de una autoridad restaurada mediante sutiles adecuaciones a las nuevas circunstancias.
Reyes y señores acudieron en auxilio del patriciado, y consintió éste de buen grado en otorgarles su apoyo y acatar su autoridad, juzgando que la abdicación de poder político que ese acatamiento entrañaba era un buen precio a cambio de las ventajas socioeconómicas que se aseguraba. Reyes y señores, por lo demás, no habían abandonado nunca sus pretensiones a recobrar su autoridad, de modo que la adecuación fue suave y rápida y los resultados inmediatos y eficaces.
Más turbulenta fue la aparición de las nuevas señorías allí donde, como en las ciudades italianas, no había un poder señorial legítimo que atrajera el respeto y la confianza de todos los sectores patricios. Güelfos o gibelinos, los patricios buscaron apoyo en el emperador o en el papa, o en el rey de Dos Sicilias, o indirectamente en señores que los representaran o siguieran su política. Cuando el orden fundado en el equilibrio de los distintos grupos sociales pareció comprometido o difícil de sostener, las comunas ensayaron un tipo de autoridad unipersonal ajena a las facciones, encamada en el podestá. Con él se insinuaba una nueva concepción del Estado, del poder equidistante apoyado en normas objetivas; pero al agudizarse la lucha de las facciones, la autoridad unipersonal que sobrevino fue la del señor comprometido con una de ellas, como la de Ezzelino da Romano o la de Ugolino della Gherardesca. Poco a poco, sin embargo, el tipo de poder personal empezó a adquirir en las ciudades italianas rasgos nuevos. Lo alcanzaban quienes tenían –como decía Salimbene de Uberto Pelavicino– “apetito de dominar sobre todos los hombres”. Quien podía alcanzarlo –por la fuerza militar con que contaba y por el apoyo de un grupo suficientemente fuerte– procuraba conservarlo, atendiendo sin duda a los intereses de los grupos más ricos, pero procurando ampliar la base política que le servía de sostén. A la efectiva defensa de los intereses de la gran burguesía –que también para el señor significaba riqueza– agregó una vaga protección de otros sectores más indefinidos y manejables, que con muy poco podían ser convocados a la plaza e inducidos a expresar tumultuariamente su devoción al que mandaba. Y a medida que la conducción de los intereses públicos dejaba entre los dedos del señor dinero, influencia y poder, la señoría logró cierta independencia que la indujo, poco a poco, a convertirse en un poder equidistante y protector de todos los sectores por igual. La idea romana de la república servía para tonificar esta política, en virtud de la cual el poder de los señores adquirió cierta legitimidad, y muchos de ellos pudieron transmitir su autoridad a sus hijos, fundando dinastías que, sólo por haber logrado instaurarse y perdurar, cobraron un nuevo principio de legitimidad.
La instauración de la nueva señoría en las ciudades italianas, precisamente donde más agudos y más largos habían sido los conflictos sociales y políticos, significó el fin de los procesos de libre juego de las fuerzas económicas y sociales. Desde entonces los poderes fuertes regularon en alguna medida las fuerzas que trataban de manifestarse en distintos sentidos, según el juego de sus diversos intereses y según las distintas situaciones provocadas por la actividad económica.
CAPÍTULO II
EL REORDENAMIENTO POLÍTICO
I. LAS PROYECCIONES POLÍTICAS DEL cambio SOCIOECONÓMICO
Los enfrentamientos sociales, con su secuela de decisiones irreversibles y de violencias, sacudieron el régimen político tradicional, y con él, los principios que lo sustentaban. Sin duda, contribuyó a provocar esa conmoción el profundo cambio económico que se operaba, con la consiguiente alteración de las relaciones entre los grupos sociales. Pero la experiencia de las luchas que enfrentaron al patriciado con los señores fue la que incidió más fuertemente sobre la situación de los señores que ejercían el poder.
La intangibilidad del poder señorial quedó destruida. Cuando se colmaban las tensiones, en el pequeño ámbito de la ciudad se enfrentaban físicamente quienes representaban las fuerzas disidentes y en ascenso, con quien constituía la expresión corpórea del poder tradicional. El enfrentamiento adquirió muchas veces inusitada violencia: hubo agresiones físicas, persecuciones grotescas, premeditados y metódicos actos de barbarie, refinadas venganzas. Acompañaron o siguieron a esos hechos, cuando las fuerzas disidentes triunfaron parcial o totalmente, actos políticos de tan inequívoco sentido como podía ser el enjuiciamiento de la legitimidad de la autoridad, el intento de limitarla o compartirla, o finalmente la expulsión de quien la ejercía. Tales actos resolvieron de hecho, en cada caso, las tensiones existentes, pero provocaron situaciones inéditas que abrían vastas e imprevisibles perspectivas. Se insinuó una especie de caos, y como tal fue sentido por muchos contemporáneos, porque tras los hechos de violencia no sólo quedó abierta la posibilidad real de sustituir una autoridad por otra sino que quedó cuestionado el principio teórico que servía de fundamento a toda autoridad.
No otra cosa entrañaba el ejercicio de la violencia y su convalidación posterior mediante actos políticos. Pero no hubiera podido ocurrir nada de todo ello si no hubiera estado resquebrajada la estructura política tradicional y debilitados sus órganos. Cuál debía ser la actitud de los poderes tradicionales frente a las nuevas situaciones, constituía un problema que admitía diversas respuestas. A principios del siglo XIII, el cronista francés Rigord explicaba en estos términos la derrota sufrida en Alarcos por Alfonso VIII de Castilla a manos de los almohades: “Se debe atribuir este desastre a la conducta del rey Alfonso, que oprimía sin piedad a los caballeros para acrecentar el poder de los campesinos; de ese modo, sus empobrecidos caballeros carecían de caballos y de armas, en tanto que los campesinos, que no estaban acostumbrados a las armas, huyeron precipitadamente ante los almohades, que corrieron en su persecución e hicieron una horrible carnicería. ” Su continuador Guillermo le Breton glosaba la misma interpretación y señalaba, en otro pasaje, la soberbia actitud de los caballeros al descubrir tropas mercenarias y comunales en el ejército que Felipe Augusto condujo a Bouvines. Eran los signos de una crisis. A la luz de los principios tradicionales, la autoridad reconocía ciertos fundamentos y contaba con determinados apoyos; pero la realidad social había modificado las relaciones entre quienes ejercían el poder y quienes debían reconocerlos y apoyarlos, precisamente porque comenzaban a aparecer fuerzas nuevas que aspiraban a ejercer en alguna medida el poder y ofrecían su apoyo a otro precio y en otras condiciones distintas de las tradicionales. Desafiado de este modo, el poder político debía calcular su actitud frente a los diversos grupos sociales –viejos y nuevos– si quería ser eficaz frente a las nuevas situaciones, y decidirse a aceptar la presencia y la legitimidad de los derechos argüidos por los nuevos sectores en ascenso. Los viejos y los nuevos grupos sociales, ambos en crisis pero con distinto pasado y distintas perspectivas, oponían sus intereses, y con su enfrentamiento forzaban un reordenamiento político.
La crisis de los grupos sociales que tradicionalmente detentaban el poder se originó precisamente al establecerse nuevas situaciones económicas, y al constituirse otros grupos sociales que los desafiaron. Desde ese momento se planteó a la aristocracia tradicional un variado conjunto de problemas. El primero –por su alcance y significación– fue el inevitable y forzoso deslizamiento de la economía tradicional hacia las formas propuestas y desarrolladas por los nuevos grupos sociales. Hablando del conflicto entre el monasterio de Vézelay y los burgueses que se habían rebelado contra él, Hugo de Poitiers pone en boca del conde Nevers una frase reveladora: “Solicitó, finalmente, una entrevista con el rey, y cayendo a sus pies le suplicó muy insistentemente que perdonara a sus miserables desterrados y perdonara al monasterio mismo, porque si el burgo era destruido, el monasterio caería también en la desolación. ” La interdependencia entre los grupos tradicionales y los nuevos grupos se acentuó rápidamente y los primeros tuvieron que adecuarse a situaciones nuevas que entrañaban ciertos cambios en el sistema de las relaciones; los viejos y los nuevos grupos sociales se vieron enfrentados y debieron buscar una fórmula transaccional que les permitiera coexistir, pero entretanto los diversos sectores de los grupos tradicionales se desplazaron en distintas direcciones y con diferente sentido en busca de aquella fórmula, y suscitaron con ello problemas internos que asumieron caracteres de verdadera crisis.
Mejor situada para percibir las cambiantes circunstancias y más ágil para adoptar nuevas actitudes, la monarquía provocó la alteración del régimen de sus relaciones con la clase señorial. Mediante el sistema de las ayudas, Felipe Augusto forzó poco a poco a los señores a pagar impuesto de la misma manera que los burgueses, aunque el mecanismo y el monto fueran diferentes. La clase señorial comenzó por entonces a inquietarse en toda Europa, porque esa política fiscal comenzó a desarrollarse, desde fines del siglo XII, junto con la política de centralización administrativa. La crisis de 1198 lo puso en evidencia en el Imperio, pero fue en la rebelión de los barones ingleses de 1215 donde el conflicto quedó más en evidencia. La monarquía feudal trataba de transformarse en un poder erigido por sobre los distintos grupos sociales, y los antiguos privilegiados perdían fuerza en tal circunstancia. Dos veces, en 1226 y en 1241, los barones franceses se rebelaron contra la monarquía procurando recuperar sus antiguas posiciones, y lo mismo hicieron los señores ingleses en 1242 y 1258. Con mayores posibilidades, Federico II acentuaba su autoridad e imponía su doctrina a través de la constitución de Melfi, al tiempo que Fernando III de Castilla y Jaime I de Aragón se valían de las condiciones creadas por la conquista para buscar nuevos apoyos y establecer nuevas normas. La clase señorial, impotente o menos apta para adecuarse a los cambios, se encerró en todas partes en una política de resistencia contra la monarquía sin vacilar ante el riesgo de desencadenar la guerra civil, como en Francia, Inglaterra y Castilla, o en rebelarse contra la misma Iglesia, como hicieron los señores ingleses en 1215 o los franceses en 1247.
Sin duda, no toda la clase señorial adoptó la misma actitud frente a las nuevas situaciones. Grupos nuevos y menos fuertemente adheridos a las concepciones tradicionales aceptaron el desafío impuesto por los cambios socioeconómicos y respondieron tratando de adecuarse a ellos. Pero esta actitud no hizo sino acentuar la crisis interna de la clase señorial, puesto que vastos sectores de ella –y generalmente los más influyentes por su poder político y militar– persistieron en sus actitudes consuetudinarias y comenzaron a adoptar una posición polémica en defensa de los principios y valores tradicionales. Frente al comportamiento hostil de estos sectores y al comportamiento transaccional de los otros, los nuevos grupos burgueses hallaron la manera de sortear la oposición que ambos les ofrecían sin que sus adversarios lograran otra cosa que distorsionar en alguna medida su línea de ascenso. Pero, de todos modos, probó la clase señorial que no tenía la posibilidad de contener el desarrollo de las nuevas actividades económicas ni de impedir la creciente gravitación de los grupos que las ejercitaban.
Estos grupos, en efecto, no ocultaban su aspiración a participar del poder político. Pasaron, sin duda, por pruebas durísimas y probaron que no sólo no constituían una unidad sino que, por el contrario, se componían de sectores con intereses encontrados; pero pese a todo persistieron en sus afanes y obtuvieron éxitos progresivos que permitieron que algunos de sus sectores alcanzaran fuerte gravitación en el seno de la comunidad.
Fue la riqueza en primer término, y luego la influencia que la riqueza otorgaba en cuanto confería el control de las actividades económicas, lo que impulsó y justificó el designio de los grupos burgueses de llegar al poder. Se constituyeron como grupos de presión, cuyo comportamiento podía decidir sobre la fortuna de los otros sectores, y operaron con acentuado realismo, con agilidad y con inteligencia para adecuarse a las cambiantes situaciones y a las diversas presiones. Fue esta última aptitud la que valorizó su influencia y le dio eficacia. Frente a un sistema jurídico y político inadecuado a sus intereses, sostenido no sólo por los grupos sociales adversos sino también por un sentimiento mayoritario de resistencia al cambio, los grupos burgueses supieron encontrar las sinuosidades por donde introducirse en él, y alterarlo radicalmente, casi siempre sin provocar una reacción frontal. Impusieron nuevas normas ajustadas a sus necesidades y lograron que se desvanecieran las antiguas, de modo que nuevos regímenes políticos suplantaron poco a poco a los tradicionales o se constituyeron por sobre sus debilitadas estructuras. Una actitud empírica predominó en esta busca de nuevas fórmulas para enfrentar nuevas situaciones. Pero lo que permitió que esas fórmulas se impusieran fue la circunstancia de que se lanzaran desde las ciudades –que representaban fielmente las nuevas situaciones–, desde las cuales podía hacerse pesar la fuerte influencia de los grupos burgueses y desde donde era posible imponer, por la sola gravitación de sus formas de vida, un nuevo sistema para el ordenamiento de la convivencia.
La ciudad burguesa constituyó la gran creación de los nuevos grupos sociales en ascenso: fue el crisol donde se elaboraron las nuevas formas de vida y surgieron los rudimentos de las normas que debían regirlas. Fue un ámbito cerrado por murallas en cuyo seno un grupo social, cuyos miembros habían logrado desligarse de sus viejos vínculos de dependencia, comenzó a establecer un nuevo sistema de lazos que lo aglutinara. La ciudad burguesa reconoció la coacción de las normas tradicionales, pero se dispuso a introducir entre sus meandros los dispositivos necesarios para forzarlas y hacerlas entrar dentro de un nuevo sistema en el que se integraban con otras nuevas que modificaban su sentido. Gracias a ese proceso –tortuoso, empírico, ajeno a toda preocupación trascendental– la ciudad burguesa elaboró un conjunto de hábitos políticos que poco a poco comenzaron a poner de manifiesto ciertos principios y tendencias que estaban en la raíz de sus actitudes. Esos hábitos políticos empezaron a institucionalizarse y no se tardó en contar con un esquema de los mecanismos de poder, construido sobre la experiencia y cuya eficacia se había probado.
La ciudad burguesa transfirió luego en alguna medida su esquema político a las jurisdicciones territoriales: reinos y señoríos. Si la burguesía organizó sus formas de vida dentro del marco urbano, sus actividades económicas trascendieron muy frecuentemente esos límites. Las necesidades fundamentales que la burguesía sintió en las ciudades –seguridad, libertad, protección económica– comenzó a percibirlas muy pronto en áreas más extensas, dentro de las cuales se proyectó su actividad mercantil. También allí requirió medidas de protección o de control indirecto de los mecanismos que regían la producción o el comercio; pero en tanto que en la ciudad la burguesía formaba un grupo compacto capaz de imponer sus designios, en las áreas territoriales carecía de fuerza y necesitaba obtener el apoyo de los poderes políticos constituidos. Esta circunstancia determinó un cambio de actitud de la burguesía frente a reyes y señores.
A favor de las soluciones a que aspiraba la burguesía obró la coincidencia de algunos de sus intereses con los de los poderes territoriales. A medida que crecía el volumen de la economía monetaria, crecían las necesidades de dinero de aquellos poderes y surgía la posibilidad de delinear una política favorable al mismo tiempo a la burguesía mercantil y al poder político territorial. Pero en la medida en que este último consintió en delinear y poner en funcionamiento esa política, comenzó a abandonar sus concepciones tradicionales y a aproximarse a aquellas otras que había puesto en vigor la burguesía. Principios fiscales y administrativos de un nuevo tipo empezaron a impregnar la política real y señorial, y a medida que esos principios arraigaban, se consolidaban las áreas económicas territoriales que la burguesía proyectaba a causa de su ininterrumpida expansión.
En cierto modo, esta transferencia de los esquemas políticos de la burguesía urbana al ámbito de los reinos y señoríos aceleró –si es que no los determinó– ciertos cambios profundos en la actitud de los poderes políticos territoriales –reyes y señores– frente a las diversas clases sociales: la significación que alcanzaban progresivamente los grupos burgueses los movió a ciertas concesiones que, indirectamente, entrañaban un reconocimiento del papel que desempeñaban en la sociedad. Con ello los poderes políticos territoriales estimulaban un reajuste de las relaciones entre las diversas clases que, por lo demás, los cambios socioeconómicos provocaban espontáneamente, y que se expresó en ciertas fórmulas con las que llegaría a institucionalizarse. Un nuevo orden político –el orden feudoburgués– comenzaba a constituirse.
II. EL DESARROLLO DE LA CIUDAD burguesa
La ciudad constituyó el ámbito –circunscripto y preciso– dentro del cual la burguesía elaboró y experimentó una forma de vida y de convivencia desusada, nueva en relación con las formas de vida propias de las zonas rurales, audaz en relación con los esquemas tradicionales de la población de esas regiones, y que constituía un desafío a las tradicionales clases dominantes y a su sistema de valores. La ciudad fue el instrumento útil y el cuadro necesario para el desarrollo del cambio de las formas de la vida social y de la mentalidad de un grupo que adquiría caracteres de disidente. Fue inevitable que se viera en ella una creación original, hasta tal punto que a veces se la imaginó como una entidad personalizada, con extraños e insólitos caracteres que le proporcionaban una fisonomía exótica y casi irreal. Deformadas por un prejuicio que se inclinaba al descubrimiento de lo inusitado y lo maravilloso, las descripciones de las ciudades y de la vida de sus moradores se ajustaron a ciertos moldes que configuraron un esquema arquetípico; pero no solamente porque las distancias y la transmisión oral de los relatos desvanecieran las diferencias y las peculiaridades, sino porque, independientemente de los rasgos locales, se hacía evidente la similitud de las formas y de las actitudes propias de la ciudad y de la vida urbana.
Esa imagen se enriqueció a través de la fantasía de quienes hacían de la ciudad el escenario de un relato que quería ser sorprendente y maravilloso. Las ciudades donde Gonzalo de Berceo sitúa los milagros de la Virgen eran ricas, nobles o buenas, como Toledo –”un famado logar”–, Colonia, Roma, Pavía, Pisa o Bourges. Las que quedaron grabadas en el recuerdo de Chrétien de Troyes, observador y viajero, estaban colmadas de bienes y habitadas por prósperos moradores que gastaban generosamente su dinero, como aquella donde vivía el rey Lac, o constituían una activa colmena, “poblada de gente muy agradable, y los bancos de oro y de plata cubiertos de monedas, y las plazas y las calles llenas de buenos menestrales entregados a diversos oficios”, como aquella donde llegó Gauvain Maudrane tenía muros de mármol gris y verde, torres majestuosas y puentes movibles, según el poeta de Gui de Bourgogne, a quien, sin embargo, más sorprendía en Montergueil la abundancia de cendales y brocados de seda que fabricaban las bellas sarracenas. Y las que estaban a la orilla del mar o de un río navegable, veían surcar las aguas que lamían sus murallas por “los grandes navíos clavados de hierro y las galeras llenas de riqueza que hacen la opulencia de los habitantes de la buena ciudad”, como decía entusiasmado Bertrand de Bar.
No dejaron de estimular la idealización de las ciudades burguesas las reminiscencias de las grandes urbes musulmanas y bizantinas, que pasmaron a quienes las veían con ojos educados en el espectáculo de las pequeñas ciudades de Europa occidental. Palermo, “estupenda”, “la más bella ciudad de Sicilia” según Ibn Gubayr, acudió a la memoria del poeta de Gui de Bourgogne cuando su personaje tuvo que fingir un origen extraño, y la llamó “la admirable ciudad”. Antioquía, Alejandría y Damieta atrajeron la atención de Guillermo de Tiro y Salónica sorprendió a Villehardouin; pero la revelación más extraordinaria fue Constantinopla para los guerreros de la cuarta Cruzada, testimoniada por Villehardouin y Clari. El esplendor, la grandeza, la actividad, pero sobre todo el lujo y las formas de vida, revelaron un sistema de costumbres y de valores que comenzaba a ser familiar en las ciudades occidentales aunque en una escala muy reducida. Acaso por eso se tornó un ideal no inalcanzable, y su sombra flotó sobre un mundo que marchaba hacia una actitud cada vez más sensual y refinada.
Esa tendencia hacia el refinamiento y la sensualidad definió en cierto modo la vida urbana, y en consecuencia conformó la imagen de la ciudad como un centro profano. Frente a la esforzada tensión en que debía vivir el guerrero y frente al ascético renunciamiento del monje, el burgués oponía su opulencia, su desenfado para gastar el dinero en la adquisición de bienes que le proporcionaran prestigio y goce personal, y su ostentosa decisión de disfrutar de la amable convivencia dentro de las convenciones de la “urbanidad”, que importaba no sólo las satisfacciones primarias del lujo sino, también, las que proporcionaba la alegría de las fiestas o la frecuentación de las especulaciones intelectuales o la creación artística.
Todo este conjunto de nuevas preocupaciones expresaba el designio radical de la burguesía de hacer de la ciudad un ámbito ajeno a las contingencias y determinaciones de la naturaleza. La ciudad debía tener los caracteres de un oasis. La vivienda urbana aislaba a su morador de la oscuridad y del frío, como la organización urbana procuraba independizarlo de las incertidumbres de la escasez regulando el aprovisionamiento y los recursos necesarios para sobrepasarla. La ciudad fue, pues, lo contrario de la naturaleza, y la vida urbana fue lo contrario de la vida natural. Por eso la ciudad fue percibida como una creación humana opuesta al orden de la naturaleza: era inevitable que tal creación suscitara encontradas opiniones.
Quizás las más expresivas fueran las estrictamente antitéticas. Brunetto Latini escribía en Li livres dou tresor que “desde que la gente comenzó a crecer y a multiplicarse y se arraigó el pecado del primer hombre en su linaje, y empeoró duramente el siglo de modo que los unos codiciaban las cosas de su vecino y los otros, por su orgullo, sometían a los más débiles al yugo de la servidumbre, convino forzosamente a aquellos que querían vivir en su derecho y evitar la fuerza de los malhechores que se reuniesen en un lugar y bajo un orden. Desde entonces comenzaron a fundar casas y a delimitar ciudades y fortalezas y a cerrarlas con muros y fosos; y desde entonces comenzaron a establecer sus costumbres y sus leyes y los derechos que eran comunes para todos los burgueses de la ciudad. Por eso dice Tu lio que una ciudad es un conjunto de gentes que habitan en un lugar y viven bajo una ley”. Era una opinión optimista, de acuerdo con la cual la ciudad constituía, ciertamente, un orden distinto del orden natural, pero eficaz para prevenir el pecado, los vicios y la maldad del hombre. Frente a ésta circuló la opinión de quienes, reconociendo en la vida urbana un orden ajeno y contrario a la naturaleza, advertían, como Ruperto de Deutz, que la ciudad constituía de una manera cada vez más vigorosa un orden profano. “No son las piedras ni las murallas lo que odio, sino la injusticia que reina en ellas”; porque hasta en los oscuros subsuelos de los castillos habitan “gentes de vida dudosa, de condición desconocida, sin reputación”; de modo que el incendio que destruyó su propia ciudad le pareció un “juicio de Dios”. Además de ser ajena al orden natural, la ciudad era un ámbito profano, y el predicador concluía su examen señalando que ni Abraham, ni Isaac ni Jacob “construyeron ciudades ni castillos; por el contrario, huyeron de las ciudades para morar en cabañas, y construyeron lo más opuesto a las ciudades y a los castillos: un altar en honor de Dios”. Esa peligrosa creación tenía un notorio y significativo origen: según el Génesis, Caín fue el primero que construyó una ciudad, y acaso esta persistente idea de la ciudad maléfica por su profanidad fue la que inspiró al poeta del Gui de Bourgogne el ruego que puso en boca de Carlomagno para que Dios destruyera la ciudad de Luiserne, por cuya posesión luchaban dos de sus caballeros.
Pero el impulso que determinaba la concentración urbana era absolutamente ajeno a cuantas consideraciones pudieran hacerse acerca de sus caracteres y consecuencias. Unas veces lo canalizaba la voluntad unipersonal del rey o del magnate que deseaba robustecer sus posesiones y otras se canalizaba espontáneamente por las necesidades de ciertos grupos sociales. Al producirse la expansión hacia la periferia y los cambios económicos desde las postrimerías del siglo X, las aglutinaciones sociales hallaron en el castillo de los señores el modelo de lo que debía ser su ambiente y su medio. Igual papel desempeñó el monasterio fortificado, y dentro del castillo o el monasterio, bajo la protección de sus muros, o a su lado, con la esperanza de guarecerse en ellos, se congregaron los grupos sociales de gentes indefensas que se ganaban la vida sin intervenir en las luchas por el poder que conmovían a los privilegiados. Llegar a contar con un recinto fortificado donde poder morar en seguridad fue para ellos una aspiración vehemente, en un mundo inseguro y amenazante; y pronto llegaron a poseerlo en muchos lugares, como en Verdun, donde Richer cuenta que, ya a fines del siglo X, había un “recinto cerrado de los mercaderes que, rodeado de un muro como una ciudadela, está separado de la ciudad por el curso del Mosa, aunque unido a ella por dos puentes tendidos sobre el río”.
Ya en las postrimerías del siglo IX y en los primeros tiempos del X la erección de ciudades fue una de las preocupaciones primordiales de los reyes: en dos extremos del área romanogermánica lo revelan las expresas manifestaciones de la Crónica de Alfonso III de Asturias, al referirse a Ordoño I, y las de Enrique I de Alemania, en relación con las numerosas fundaciones y repoblaciones que hicieron. Todavía, a fines del siglo XII, Luis VII de Francia podía dejar el recuerdo predominante de que “bajo su reinado fue construido un gran número de nuevas ciudades y fueron agrandadas otras antiguas”. Y en la segunda mitad del siglo XIII, Eduardo I de Inglaterra alcanzó fama de sabio monarca por haber erigido numerosas ciudades no sólo en Inglaterra sino, sobre todo, en las regiones fronterizas de Gales y Gascuña. Intenso y generalizado, el fenómeno del desarrollo urbano testimoniaba visiblemente el profundo cambio económico y social que se operaba.
Y no pasó inadvertido. Junto a los testimonios ya indicados obran los innumerables documentos de población y fundación; pero la conciencia del hecho queda aún mejor probada en la atención que los cronistas le prestaron. La Crónica anglosajona hace girar la historia del reinado de Eduardo el Viejo, de principios del siglo X, alrededor de los episodios de reconquista de ciudades, de su repoblación, de la erección de murallas y fortalezas, de la ordenación de la vida urbana; y la misma actitud tiene el redactor de la Primera Crónica general de España cuando relata los reinados de Fernando I y Alfonso VI. Muchas ciudades fueron, efectivamente, refundadas sobre la planta de antiguas poblaciones ocupadas por invasores, que al ser reocupadas, quedaban situadas en zonas de frontera y requerían, por una parte, especiales dispositivos de defensa, y por otra, una prudente y eficaz política de población y reactivamiento económico. Pero en el desarrollo urbano del área romanogermánica aparecieron otras situaciones que adquirieron distinta significación.
La más compleja fue la de las ciudades de vasto desarrollo mercantil que habían estado en poder de bizantinos y musulmanes y cayeron luego en poder de los cristianos. Incorporadas hasta entonces a un área económica muy circunscripta y organizadas según tradiciones muy definidas, las ciudades conquistadas –como Constantinopla, Acre, Antioquía, Palermo, Sevilla o Lisboa– fueron reordenadas según las necesidades y los principios de sus nuevos señores. La sorpresa que suscitó en ellos la magnificencia y la actividad económica de las viejas urbes no impidió que se tomaran rápidas medidas de gobierno ajustadas a las nuevas necesidades. Algunos sectores de población, más o menos extensos, fueron expulsados, y en consecuencia ciertos campos de la economía se debilitaron o se extinguieron. Inversamente, las menos complejas, por lo menos en un principio, fueron las situaciones de las ciudades nuevas. Las que se constituyeron espontáneamente –como el burgo cuya formación recuerda Salimbene diciendo simplemente que “andando el tiempo se congregaron las gentes para habitar allí”– crecieron con suma lentitud; la ciudad, que era al principio “pequeña y débil” y en la que “vivían pocos hombres”, como decía de Riga a principios del siglo XIII Enrique de Livonia, fue aumentando poco a poco de población y a medida que se desarrollaba iba ajustando sus mecanismos sociales y sus posibilidades económicas. Las que, por el contrario, fueran fundadas mediante actos formales del poder señorial, recibieron desde un principio un ordenamiento al que debieron ajustarse sus poblaciones, puesto que la erección de la ciudad solía tener una finalidad preconcebida. Tal fue el caso típico de Alessandria, cuya fundación relata así un cronista florentino del siglo XIII: “En esta época las ciudades de Milán, Cremona y Piacenza hicieron una ciudad contra Pavía, que tenía guerra con ellas; y para que fuese famosa por su nombre se la llamó Alessandria por el nombre del papa Alejandro. Después dicho papa, a pedido de los lombardos, le dio obispo; y privó al obispo de Pavía de la dignidad de la cruz y del palio debido a que estaba de parte del emperador contra la Iglesia y siempre se mantenía junto a los reyes antiguos que perseguían a la Iglesia. ” Cosa semejante ocurrió con las ciudades que fundaron sobre las fronteras o en las regiones de reciente conquista tanto los reyes castellanos como los emperadores y señores alemanes; y algo análogo pasó con las que en el siglo XIII fundaron Luis IX de Francia –como Aigues-Mortes–, Federico II –como L’Aquila–, Manfredo –como Manfredonia–, Alfonso X –como Ciudad Real– y Eduardo I de Inglaterra tanto en Gascuña como en Gales.
Pero cualquiera fuera su origen, la ciudad reveló que la aglomeración urbana tenía siempre tendencias coincidentes y definidas. Quienes espontáneamente o en virtud de una incitación atendible se congregaban en poblados buscaban primordialmente cierta seguridad para su existencia y nuevas posibilidades de ganarse la vida y mejorar su condición social. La primera instancia de las aglomeraciones urbanas fue, sobre todo, defensiva, y por eso el muro y las torres constituyeron los símbolos de la ciudad. Enrique I de Alemania, a principios del siglo X, no sólo se preocupaba de que se erigieran murallas sino que prohibió que se celebraran mercados o asambleas fuera de sus límites. Reyes y señores de toda la Europa cristiana dedicaron sus mayores esfuerzos a fortificar las ciudades; los burgueses reclamaban constantemente que se hicieran “cavas, cercas y puertas bien firmes”, como las de Sahagún, y los que se adentraban en regiones hostiles no vacilaban, como hizo el monje Meinhard en Livonia, en traer de muy lejos albañiles que supieran levantar sólidos muros para que las gentes vivieran “como hijos de Dios”. El muro garantizaba la seguridad frente a los inesperados ataques que pudieran venir de fuera; pero la tendencia a consolidar la ciudad era tan fuerte que no se manifestó solamente en la busca de una protección exterior sino también en los esfuerzos por asegurar la paz interior. La paz del mercado fue la exigencia más urgente de los burgueses, pero la paz general fue su preocupación constante. Un régimen jurídico –que tenía que ser original y adecuado a las nuevas situaciones– y una policía urbana que atendiera tanto a los problemas de interés público, relacionados con la actividad comercial y manufacturera, como a los problemas de la vida cotidiana, fueron los objetivos que persiguieron quienes se encerraron dentro de los muros de las ciudades para desarrollar un nuevo tipo de vida fundado en el trabajo y orientado hacia la tranquilidad y el goce.
Pero a medida que las aglomeraciones urbanas adquirieron desarrollo se hizo patente que la actitud defensiva que había promovido la concentración originaria dejaba paso a otras tendencias cada vez más activas. La aglomeración urbana reveló ante todo una tendencia a la concentración social. Frente al grupo rural, disperso e impotente, se organizaron los grupos urbanos, pequeños, compactos a fuerza de coincidir sus miembros en ciertos fines de los que dependía su existencia, y profundamente solidarios en la medida en que el destino común comprometía el destino de cada uno de sus miembros. La ciudad alojó, pues, un grupo primario, en el que todos los miembros se sintieron corresponsables de su conducta colectiva. Dentro de los estrechos límites del muro, el vínculo primario se robusteció a través del contacto cotidiano. En las calles, en la plaza o en el mercado, en la iglesia, en la taberna, o en el edificio comunal, la relación continua entre las personas permitió que se creara una imagen de cada uno de los miembros de la colectividad, y con ella, uña posibilidad de prever su conducta y de juzgarla luego mediante el consenso de la opinión. La vida privada se hizo inocultable y las hablillas que circulaban de corro en corro ventilaban todos los secretos, de modo que la convivencia quedaba fundada en un conocimiento cabal de cada uno de los miembros del grupo. Ciudades pequeñas por su extensión –puesto que muchas no llegaban a las cincuenta hectáreas– adquirieron su fuerza gracias a este vigor de los vínculos primarios, y pudieron parecer ciudades populosas, como se decía casi convencionalmente de todas las que tenían cierta importancia, no sólo por el espectáculo que ofrecía una concentración de varios millares de personas –y en ocasiones de tres o cuatro decenas de miles–, sino también por la concentración de las actividades que desplegaban, a causa de las cuales coincidían pequeñas multitudes en los muelles, en los mercados o en las plazas.
Durante largo tiempo no comprometió esta cohesión ni la diversidad de origen de los distintos grupos ni siquiera la división en partidos o facciones que se operó en su seno. Había en las ciudades clases sociales distintas, sectores de privilegiados que luchaban entre sí por el poder, a veces grupos nacionales o religiosos que conservaban una cierta marginalidad; pero durante algún tiempo la ciudad logró mantener un principio de cohesión capaz de sobreponerse a esas diferencias. Su manifestación inequívoca fue un orgullo local, a veces casi feroz, que por una parte tonificaba la solidaridad interior y por otra desencadenaba odios irreprimibles contra las ciudades rivales. Sólo cuando la diferenciación económica alcanzó ciertos límites llegó a quebrarse aquel principio de cohesión, y comenzó a ponerse en práctica el mecanismo de la expulsión de los disidentes; pero aun así subsistió, aunque condicionada, la tendencia a la concentración social, en la medida en que la ciudad necesitaba aumentar el número de ciudadanos solidarios para poder así acrecentar su riqueza y poderío.
La tendencia a la concentración de la riqueza fue también característica de las aglomeraciones urbanas. La ciudad fue el ámbito donde se desarrolló y sistematizó la economía de mercado, y las formas de vida urbana fueron mecanismos adecuados para estimularla. Cualquiera fuera la escala originaria de la producción de artículos manufacturados o de las transacciones comerciales, el mercado local y más aún la feria regional o la internacional crearon la jerarquía inflexible de la riqueza. Mientras algunos artesanos siguieron fabricando sus productos con escasa ganancia y algunos mercaderes vendiendo en pequeña escala sus mercaderías, el mercado y la feria contribuyeron a la aparición de núcleos de concentración de riqueza. Quienes los controlaban acumularon un fondo de maniobra que les permitió influir sobre todos los aspectos de la vida económica de la ciudad y, además, acumular fortunas privadas que, reinvertidas, acrecentarían las posibilidades de influencia. Esos sectores que acumulaban capital y orientaban a los diversos sectores económicos ejercían la mayor autoridad sobre la ciudad, y en virtud de ello la ciudad poseía, hacia fuera, una determinada significación como potencia económica, que se manifestaba a través de cierta orientación de su política y a través de una cierta magnitud de sus operaciones. Desde fuera, la ciudad aparecía como un foco de concentración de riqueza, y según el uso que se supiera hacer de ella, adquiría la ciudad ese singular prestigio que solía expresarse con el uso de la palabra “opulenta” cuando quería clasificársela. La abundancia de bienes, pero, sobre todo, una ingente masa de capital disponible, permitía que la ciudad gravitara sobre su contorno, tratando de someterlo a sus propios intereses y transformándolo en su área de influencia. El signo de tal influencia fue su inclusión dentro de un sistema bancario o la imposición de la propia moneda.
Esta rápida y creciente concentración de la riqueza –en una ciudad y en pocas manos dentro de ella– provocó el asombro de los contemporáneos. No otro es el significado de las palabras con que el cronista de la Crónica General habla de Sevilla, o de las que Guillaume le Breton aplica a Angers, Gante, Gravelines, Beaume, Ypres, Arras, Brujas, Lille o Douai, o de las que William Fitzstephen o William of Malmesbury usan para referirse a Londres o de las que Giovanni Villani escribe de Pisa o de Florencia o de las que Martino de Canale refiere a Venecia. Pero esta concentración de la riqueza acusó prontamente una decidida tendencia a derivar hacia una concentración del poder. De la actitud defensiva pasaron aquellas ciudades que tuvieron fuerza suficiente para ello a una actitud ofensiva, saliendo de los muros tras los que se habían protegido para imponer su autoridad o su influencia sobre todo el ámbito que cedía a sus presiones. En realidad, la ciudad ejercitó su poder, fundamentalmente, para imponer su política económica. Controlar un paso, un puerto, un cruce de caminos, constituyó la garantía para que la ciudad orientara la circulación de sus productos, asegurara su influencia sobre los mercados y, sobre todo, consolidara la gravitación de los grupos económicos de una ciudad sobre los de otra. Por esta vía, la política económica se confundió con la política general y orientó la lucha por el poder de los diversos sectores urbanos. Era inevitable que, también por esa vía, influyera sobre el delineamiento de las nuevas áreas económicas para urbanas y sobre el desencadenamiento de los conflictos que enfrentaron a unas ciudades con otras.
Estas actitudes revelaban que la sociedad urbana tendía a desarrollar una nueva forma de vida. Tanto las formas de acción económica como las formas de acción política estaban determinadas por actitudes originales que desafiaban en alguna medida las normas tradicionales, pero que correspondían a situaciones nuevas y, aunque miradas con sospecha por ciertos sectores, se sustentaban en el consenso de vastos grupos cada vez más influyentes. Nuevas formas de asociación daban a estos grupos una sólida posición dentro de la sociedad, y reordenaban el mecanismo de las influencias recíprocas según esquemas inéditos, muy ajustados a las nuevas situaciones. Pero fue sobre todo en el campo de la vida intelectual y en el de ciertas formas de convivencia social donde más claramente se advirtió que una nueva concepción se imponía.
Originalmente cultivadas en los ambientes eclesiásticos, las disciplinas del pensamiento comenzaron poco a poco a difundirse entre otros sectores de la sociedad urbana. Las artes liberales, así como la medicina, el derecho, la teología y la filosofía, comenzaron a preocupar a las nuevas generaciones de familias burguesas; y el ejercicio de esa actividad intelectual creó pequeños círculos de muy alto prestigio que atrajeron el respeto de más vastos sectores. Las especulaciones teóricas comenzaron a transferirse a los ambientes burgueses desde otros ámbitos más restringidos, y conformaron relaciones de convivencia inusitadas, en escuelas como las que hicieron la fama de Laon, de París, de Bolonia o de Londres. Pero también otras tendencias condujeron a que se dibujaran nuevas formas de convivencia. Cuando William Fitzstephen describía la ciudad de Londres a fines del siglo, juzgaba necesario dar cuentas de cuáles eran los entretenimientos a que se entregaban los habitantes de la ciudad, y señalaba que “es conveniente que toda ciudad sea no sólo un centro de provecho e importancia sino también de placer y diversión”. La observación del cronista inglés cobra valor si se la relaciona con la que inserta en su descripción de Milán un siglo más tarde Bonvesin della Riva: “Es evidente, después de todo lo que se ha dicho, que en nuestra ciudad hay una vida maravillosa para aquellos que tienen bastante dinero, todas las comodidades para el placer humano se sabe que están aquí a mano. ” Todos los que se acogían a la vida urbana deseaban, sin duda, lograr el apoyo que importaba la vida dentro de una comunidad compacta, soslayar las amenazas de la naturaleza inclemente, atenuar la dureza de su trabajo y acrecentar sus ganancias; pero a medida que algunos comenzaban a poseer cierta riqueza comenzaba a despertarse en ellos el deseo de disfrutar del ocio como lo hacían las clases nobles. Los miembros de la guilda mercantil de Saint-Omer reglamentaron cuidadosamente la potatio en la que se congregaban sus miembros para solazarse. En las numerosas posadas y tabernas de la ciudad se reunían también a beber de ordinario los burgueses; pero cuando llegaban ciertas ocasiones, se organizaban fiestas suntuosas, festines en los que se danzaba y cantaba, y en los que se desplegaba un lujo deslumbrante; una victoria militar o la llegada de un señor benévolo podía ser la ocasión de regocijos populares; en las festividades religiosas las representaciones y procesiones se combinaban con fiestas privadas menos piadosas; y en la primavera –cuando las calendas de mayo– se detenían todas las actividades ordinarias para dar paso a la exaltación popular, a la que prestaban su calor los jóvenes, que consideraban como un derecho propio gozar de la libertad y de la alegría, como lo señalaba Galbert. Todo eso era lo que un viejo cronista del siglo XI llamaba “urbanas delicias”, en busca de las cuales los burgueses trataban de comprar el ocio con la riqueza.
Todas esas tendencias que caracterizaron la vida de las aglomeraciones urbanas se intensificaron y diversificaron a medida que se acentuó el crecimiento de las ciudades. Una vez asentadas, y cuando su prosperidad fue segura, las ciudades vieron crecer su poder de atracción. Mientras más pobladas y ricas fueron, más seductoras se hicieron para las poblaciones rurales y aun para las de ciudades más pequeñas, que aprovecharon la primera ocasión para incorporarse a ellas. Las ciudades crecieron demográficamente por el constante aflujo de gentes que procuraban acogerse dentro de sus muros para gozar de las posibilidades que ofrecían, pero crecieron también, hasta mediados del siglo XIV, por la disminución de la mortalidad que resultó de la elevación de los niveles de vida. Y este desarrollo demográfico suscitó luego renovados problemas que modificaron la fisonomía de las aglomeraciones urbanas.
El testimonio de Dante sobre los cambios operados en la vida florentina es muy significativo. La aglomeración urbana se había constituido en virtud de una decidida aspiración a establecer grupos compactos, aptos para el ejercicio de la protección mutua y, en definitiva, montados sobre la existencia de vínculos primarios. Pero la misma eficacia del experimento burgués desencadenó un movimiento destinado a desnaturalizarlo. El alto crecimiento vegetativo de la población urbana y la incorporación de nuevos moradores atraídos por los halagos que la ciudad ofrecía, transformó prontamente la composición social de la ciudad: los grupos primarios fueron superados por la ola demográfica y poco a poco se vieron envueltos o disueltos en el seno de una sociedad que pareció multitudinaria. La acentuada movilidad social que provocaba la actividad mercantil mezcló los grupos sociales y alteró su fisonomía, creando nuevos grupos inestables. Tales hechos repercutieron sobre las diversas formas de la vida urbana.
Quizá la más difusa de las repercusiones fue el desvirtuamiento de las normas morales. Mantenidas en un principio sobre la base del interés común y de la responsabilidad de cada uno, exigible a través del trato directo y personal, se hicieron cada vez más tenues en la medida en que el grupo social se hizo menos compacto y coherente. Grupos advenedizos o marginales comenzaron a buscar su propio provecho desentendiéndose del interés colectivo, acaso porque el interés colectivo parecía ser, cada vez más, el interés de los grupos originarios y compactos. Diversificada la sociedad, el sistema de normas morales debía modificarse y adecuarse a una sociedad que se hacía multitudinaria.
No menos graves fueron los problemas de hecho que creó esa sociedad. El del abastecimiento alcanzó considerable gravedad. Una correcta relación entre el ámbito urbano y su contorno rural aseguraba a la ciudad sus provisiones; pero a medida que la ciudad crecía ese equilibrio comenzó a alterarse y fue necesaria una vigilancia cada vez más estricta de las ferias y mercados, del tráfico de productos alimenticios, de los precios y de la calidad. Para una población de algunas decenas de miles de habitantes, las posibilidades de abastecimiento que aseguraban los recursos técnicos eran limitadas; y una mala cosecha o una desviación más o menos especulativa del tráfico podía originar la escasez y el hambre, con su corolario de carestías y malestares sociales. Algo semejante ocurrió con la salubridad. La presencia de médicos y boticarios aseguró a un gran número un mejor cuidado de la salud individual; pero la salud pública se vio cada vez más amenazada por la promiscuidad, la escasa ventilación, la falta de agua y las dificultades para la eliminación de residuos y aguas servidas. Aun con mejores recursos para atender su salud, la población urbana se encontró más indefensa frente a los peligros de una epidemia; y este riesgo creció a medida que la población se estrechó dentro de los muros que constituían el signo de la seguridad que todos anhelaban.
Para beneficiarse en alguna medida, aunque fuera escasa, con las ventajas que ofrecía una aglomeración urbana, no vacilaron los que no pudieron acogerse a los muros de la ciudad en recostarse sobre ellos. Aparecieron suburbios y arrabales, barrios de extramuros cuyos habitantes, sin embargo, integraron la comunidad urbana, y que al cabo de algún tiempo lograron en muchas ciudades que se construyera un nuevo muro que encerrara el conjunto de las viejas y las nuevas circunscripciones. A veces el proceso volvió a repetirse íntegramente y se erigieron sucesivos recintos. Pero a medida que crecía la población y se convertía en muchedumbre surgían nuevas necesidades prácticas para resolver los problemas de la aglomeración urbana. Las necesidades de la defensa, del comercio y del abastecimiento eran, generalmente, las más importantes. Los muros se integraron con torres, sobre los ríos fue necesario construir puentes, las calles comenzaron a ser pavimentadas, y los mercados –centros vitales de la ciudad– comenzaron a ser mejorados para que vendedores y compradores pudieran realizar cómodamente sus transacciones.
El crecimiento de la ciudad fue el testimonio de su riqueza. Las clases pudientes comenzaron a levantar sus casas con tal apariencia que quedara de manifiesto su riqueza y con tales comodidades que pudieran satisfacer sus anhelos de bienestar y goce; y los sectores de menos recursos procuraron imitarlas en la medida de sus posibilidades. La ciudad creció en un principio sin orden ni concierto, pero a poco comenzaron a establecerse algunas normas que rigieran su expansión y permitieran sobrellevar el proceso de desarrollo demográfico. Algunas ciudades trataron de defender los espacios libres, otras reglamentaron la edificación y todas procuraron prever los riesgos de incendio. Para expresar la potencialidad de la comunidad toda, los edificios públicos cobraron también valor de signos. La catedral, las iglesias, los edificios comunales, las lonjas, las sedes de los gremios o corporaciones, los hospitales y conventos, las torres del reloj comunal, todo lo que representaba el espíritu de la comunidad urbana, recibió el apoyo de todos para que exhibiera el máximo esplendor y expresara el poderío y la solidaridad de quienes habitaban dentro de los muros. La ciudad percibió que era una entidad física y, al mismo tiempo, una comunidad social, inseparables las dos. Pero el proceso en virtud del cual se había constituido revelaba inequívocamente que tendía a ser además una comunidad política.
III. EL ORDEN POLÍTICO urbano
La comunidad social que habitaba la ciudad se había organizado a lo largo del tiempo como consecuencia de complejos y entrecruzados procesos socioeconómicos. No tuvo la misma estructura en todas las ciudades ni sus distintos elementos conservaron la misma significación en toda las épocas. Pero, en cuanto sociedad urbana constituida sobre una economía de mercado, adquirió en todas partes ciertos rasgos precisos que se reflejaron en una dinámica política bastante homogénea.
La diferencia entre las ciudades de Italia y las de Francia –que tanto llamó la atención a Salimbene– fue el resultado de procesos socioeconómicos diversos en una y otra comarca: mientras que en las italianas coexistían nobles y burgueses, en las ciudades francesas sólo vivían burgueses. En general, y aunque los hechos no fueran tan categóricos, es innegable que el proceso de la ordenación política urbana varió según la magnitud de la influencia de los sectores nobiliarios y según el tipo de nobleza que los constituyera. La actitud política de los distintos grupos burgueses variaba cuando los sectores nobiliarios entraban en juego, y crecían sus propias posibilidades de acción tanto como las de la nobleza. No fueron escasas las coaliciones de esta última con algunos grupos burgueses contra otros, y esta posibilidad acentuó las fricciones que suscitaba entre ellos el juego de la extremada movilidad social.
Esta influencia que conservaron los sectores nobiliarios allí donde su poder y el número de sus miembros era considerable se apoyó, sobre todo, en la perduración de su prestigio social. Pero, aun siendo grande, generalmente no alcanzó a neutralizar la presión de la burguesía, que procuraba alcanzar objetivos muy concretos y ajustados a las necesidades reales. La burguesía en su conjunto fue, efectivamente, un grupo de presión, a favor del cual obraba la evidencia de que la mayoría de sus demandas tendían a convalidar situaciones de hecho inocultables. Tras esas demandas se alinearon en un principio todos los sectores burgueses, porque a todos beneficiaba, aunque en distinta manera, la supresión de ciertas cargas o el establecimiento de ciertas reglas fijas en relación con la paz pública, la seguridad de las personas o el trámite judicial. Si más tarde comenzaron a abrirse brechas profundas entre los distintos grupos burgueses fue porque, sobrepasada la instancia en que la lucha común no tenía más objetivo que los derechos individuales, sobrevino una etapa en la que comenzó a disputarse el poder político.
Si la burguesía toda operó frente al poder señorial como un grupo de presión compacto y solidario, sólo algunos sectores lograron transformarse en grupos de poder político. Seguros de su riqueza, de su prestigio y de su poder social –este último robustecido con la aparición de nuevos sectores que dependían económicamente de ellos– los grupos de poder político procuraron transformar en privilegio propio las ventajas que la burguesía toda había ayudado a conquistar actuando mancomunadamente como grupo de presión. Se trataba de constituir el cuerpo político urbano, y en un principio sólo llegaron a formar parte de él reducidos sectores. Pero la lucha recomenzó varias veces. Para que se incorporaran al cuerpo político urbano nuevos sectores a los que otorgaban derechos su ascenso económico y el poder del número dentro del estrecho ámbito de la ciudad, la presión de los grupos de mediana y pequeña fortuna se hizo cada vez más fuerte y se sucedieron largas y violentas luchas. El resultado fue vario, pero el designio de constituir un cuerpo político cerrado, si fue alcanzado en algunas ciudades, no fue nunca estable. Le faltaba un principio de justificación, puesto que el derecho de los primeros grupos que habían alcanzado el poder no difería del que podían argüir en su favor los grupos que ascendían en riqueza y en número y quedaban al margen de él.
Con todo, si el ordenamiento del cuerpo político fue un proceso agitado y confuso, la organización del sistema constitucional alcanzó formas precisas y definidas. Al servicio de los grupos de poder, cualesquiera fuesen, trabajaron nuevas minorías de legistas, de expertos en cuestiones administrativas, con cuyo saber y experiencia las instituciones adquirieron creciente perfeccionamiento para responder a las necesidades de las colectividades urbanas y a sus tendencias predominantes. La estructura del cuerpo político se mantuvo en constante revisión, pero el sistema institucional adquirió eficacia suficiente como para satisfacer a esa estructura variable, en la que los nuevos grupos no diferían sustancialmente de los antiguos en sus objetivos y aspiraciones, sino que aspiraban, simplemente, a participar con ellos en el poder.
1. El cuerpo político urbano
Sólo a través de un proceso tortuoso y confuso pudo organizarse y definirse poco a poco, en el seno de la sociedad urbana, lo que había de ser el cuerpo político de la ciudad. Si dentro del tradicional orden cristianofeudal no ofrecía dudas la determinación de quienes participaban legítimamente en el ejercicio del poder político, en el naciente orden feudoburgués el problema quedó planteado desde el primer momento, sin que existieran pautas reconocidas para delimitar, en el seno de la inestable muchedumbre que habitaba dentro de los muros de la ciudad, el grupo de los que debían participar en su gobierno. El establecimiento de esas pautas no podía ser fácil y suscitó numerosos conflictos, en ocasiones muy violentos. Quizá en un principio pareció en alguna ciudad que la definición precisa de quiénes eran los que debían gozar de derechos políticos era algo obvio; pero en todas partes se descubrió prontamente, y a costa de duras experiencias, que no solamente no era obvio sino que cualquier pauta que se estableciera entrañaba la acentuación de las tensiones sociales propias de una sociedad de gran movilidad. En rigor, ninguna pauta destinada a aquel fin logró el consenso general, y sólo prevalecieron criterios ocasionales, que intentaban en vano legitimar situaciones de hecho.
Quizá las dificultades que tuvo la sociedad urbana para inscribir en su seno un cuerpo político definido provinieran de que sus miembros tuvieron que luchar ahincadamente durante mucho tiempo por la conquista de sus derechos civiles. La constitución del cuerpo civil de la ciudad fue un proceso largo y difícil, pero en su transcurso no se resolvieron solamente los problemas vinculados con los derechos y garantías individuales sino que, de soslayo, se fueron ventilando otros que tenían incidencia sobre la condición política de los habitantes de la ciudad. Así entrecruzados, los dos grupos de problemas fueron haciéndose camino mientras cobraba importancia creciente la significación del burgués individualizado, sujeto de derechos civiles en cuanto persona, y miembro de un grupo cuya presión podía impulsarlo hacia la participación en el poder.
En primer lugar fue necesario precisar quiénes eran, en derecho, moradores de la ciudad. Centro de atracción espontánea, la ciudad necesitó en cierta etapa estimular el crecimiento de su población para alcanzar el nivel de desarrollo que hiciera eficaz la acción común. Para crear ese estímulo se apeló a diversas medidas, comenzando por la apertura de la ciudad casi sin condiciones a todos los que quisieran radicarse en ella. Así lo dispusieron los Établissements de Saint-Quentin a fines del siglo XI, al declarar que “igualmente hemos establecido que quienquiera que entre en nuestra comuna nos dará ayuda de lo suyo; sea por causa de huida, por temor de los enemigos, o por otra falta, con tal de que no esté acostumbrado a las maldades, podrá entrar en la comuna porque la puerta está abierta para todos. Y si su señor hubiera retenido indebidamente sus cosas y no le quisiera reconocer su derecho, nosotros haremos justicia; y averiguaremos según nuestro poder todas las cosas que le fueron quitadas y tomaremos garantía por las cosas perdidas. Y para ir y venir ante su señor, nosotros lo conduciremos por salvoconducto allí donde tenga derecho a ser convocado”. En el mismo sentido decían antes que “cualquiera que lo desee y de cualquier parte que venga, salvo que sea ladrón nocturno o diurno, podrá vivir en la comuna; y desde el momento en que haya entrado en la ciudad nadie podrá apresarlo ni tratarlo violentamente si no es por la justicia común de los escabinos”. Gracias a estas garantías ofrecidas a todos creció el conglomerado urbano, integrándose con gente de toda condición.
Generalmente se entendió que las franquicias eran tan amplias que no quedaban excluidas de ellas los siervos, como expresamente lo establecía el fuero de Oviedo de 1145 al aclarar que todos los pobladores de la ciudad serían libres “aunque sea siervo fiscal del rey o de cualquier servicio que sea”. Lo importante era la voluntad de ser solidario con el resto de los moradores y la decisión de afincarse en el recinto urbano. Esta última actitud parecía quedar probada si se residía un cierto tiempo de manera continua dentro de la ciudad. Los Établissements de Rouen, de fines del siglo XII, lo admitían al establecer que “nadie debe permanecer más de un año y un día en la ciudad si no es jurado de la comuna. Durante ese tiempo, y antes de haber jurado, no podrá gozar de ninguna de las libertades de la ciudad”. Pero otras cartas establecían de manera directa la necesidad de esa residencia: la de Arras de 1194 declaraba que si un forastero viniera a residir en la ciudad debía presentarse a los escabinos “y después de permanecer libremente y sin oposición durante un año y un día, será burgués y tendrá la ley de la ciudad”; y en la de Lincoln de 1160 manifestaba el rey que “si alguien hubiese permanecido en la ciudad de Lincoln durante un año y un día, sin reclamo por parte de ningún reclamante, y hubiese adoptado las costumbres y fuera capaz de demostrar por medio de las leyes y costumbres de la ciudad que el reclamante hubiese estado en tierra inglesa sin reclamo contra él, en lo futuro permanecerá como en el pasado en paz, en mi ciudad de Lincoln, como mi ciudadano”. Una vez afincado, pues, las libertades le eran garantizadas. Pero esta garantía fue ofrecida con mucha más firmeza a los que habían sido expresamente convocados para que se incorporaran a la vida ciudadana, o a los que era necesario proteger para que no la abandonaran: por eso Alfonso VII de Castilla concedió en 1118 un fuero explícito “a todos los ciudadanos de Toledo, esto es, castellanos, mozárabes y francos”, y Alfonso I de Aragón otorgó en 1129 una carta de donación y confirmación “a todos los francos que poblaren el llano de San Saturnino” o sea Pamplona, repitiendo el acto que había hecho en favor de los que se establecieron en Jaca.
La actitud más amplia fue la de aquellos señores que, movidos por determinados intereses, extendieron los beneficios a todos los moradores de la ciudad, como hizo el nuevo conde de Flandes, Guillermo Clitón, en 1127. “A todos aquellos que habitan y que en lo futuro habitaren dentro de los muros de Saint-Omer –decía en la carta otorgada poco después de la crisis suscitada por el asesinato de Carlos el Bueno– los declaro libres de capitación, es decir, del censo por cabeza, y de los derechos de procuración. ” Esto suponía una homologación de toda la población que, naturalmente, sólo tenía sentido en aquellas ciudades donde la población era homogénea. Admitidos sus miembros de manera formal, las disposiciones igualitarias tendían a fortalecer los vínculos que los unían, ya muy fuertes, sobre todo si existía una comuna jurada. Esos vínculos eran contractuales, de modo que para quebrarlos se requería también un acto formal. El fuero de Fresnillo establecía que quien “quisiera irse a otras tierras, viva un año con su mujer y sus hijos y hagan en su casa humo, y quien no tenga mujer, hágalo y luego venda su heredad y sus casas a los hombres de Fresnillo y sus villas”. Ese plazo probaba la decisión de apartarse voluntariamente del grupo urbano. Cuando eso ocurría, el burgués dejaba de gozar de las franquicias de la comuna; pero con el fin de que no hubiera dudas sobre el alcance de su decisión, solía exigírsele que no regresara por un tiempo, como lo señalaban los Établissements de Rouen de 1170: “y no podrá volver a entrar allí sino después de haber permanecido fuera un año y un día”, con lo cual quedaba obligado a nuevo juramento si quería ingresar otra vez a la comuna. Distinta era la situación si quien salía revelaba una actitud equívoca. Los Établissements de Saint-Quentin lo establecían categóricamente: “Si algún jurado –decía– sin previa declaración pública, por enojo o por desprecio de la comuna o para perjudicarla, quiere excluirse maliciosamente de la comuna, se abatirá su casa; y si place al maire y a los jurados, será expulsado de la ciudad para siempre. ” Estas penas podían ser aplicadas también a los ladrones o a los que no pagasen sus deudas.
En última instancia, la condición de morador, en derecho, de la ciudad, quedó establecida por las libertades y derechos concretos de que gozara. Esos derechos suponían ciertas garantías fundamentales, expresamente otorgadas por el señor, y además ciertos deberes, todo progresivamente conquistado por las clases en ascenso, y cuidadosamente fijado. Diversas causas concurrieron para que los señores accedieran a tales reclamos: la necesidad de mejorar la productividad de sus tierras, la imposibilidad de oponerse a incontenibles fenómenos sociales de ascenso de clases y de concentración urbana, la presión de la nueva economía dineraria, las exigencias políticas y militares que obligaban a contar con el apoyo de las nuevas clases. Todo ello condujo al otorgamiento expreso de los derechos, libertades y garantías que las nuevas clases reclamaban, más fáciles de acordar en un principio porque consistían fundamentalmente en concesiones de tipo económico que, en última instancia, no parecían perjudiciales para la clase señorial ni comprometían su autoridad.
Los derechos y garantías relacionados con las prestaciones y los impuestos fueron los primeros en ser reclamados y concedidos. El ajuste de las relaciones entre el señor de la tierra y quien la trabajaba fue entendido como un problema de interés común, y resuelto en consecuencia sobre la base de la concesión de ciertas franquicias que aseguraban la permanencia del campesino en su parcela y del morador en su villa. Así como el fuero de Oviedo de 1145 preveía la situación de los siervos, la carta de Beaulieu de 1007 aseguraba a todos los habitantes del burgo franco que estableció allí el conde Foulques Nera la liberación de toda servidumbre. Lo mismo establecían las cartas pueblas acordadas por reyes y señores en León, Castilla y Aragón a los que se afincaban en las nuevas ciudades, y las cartas otorgadas en el siglo XII a las villeneuves del Gatinais y Champagne que siguieron el modelo de la de Lorris de 1155, las de Bourgogne que siguieron el modelo de la de Beaumont de 1182, las de Normandía que siguieron el de la de Breteuil o la de Hainaut que siguieron el de la de Prisches. Pero además los documentos legales que encararon la solución de los problemas suscitados por el cambio socioeconómico no se limitaron a otorgar vagamente la franquicia o la libertad. Establecieron cuidadosamente los términos de esas franquicias, las condiciones en que se acordaban y los requisitos a que debía ajustarse el cumplimiento de las obligaciones que subsistían. Por ese camino desaparecería poco a poco la arbitrariedad del sistema tradicional.
Numerosos documentos especificaban claramente los impuestos que quedaban extinguidos. El fuero de Castrojeriz de 974 establecía que los “varones de Castrojeriz no den portazgo, ni montazgo, ni traman, y no tengan sobre sí ni mañería, ni fonsadera ni facendera”. Un siglo más tarde el fuero de Fresnillo prohibía al sayón del rey que entrara en la villa “por ninguna caloña, ni por homicidio, ni por hurto, ni por fornicación, ni por fonsadera, ni por anubda, ni por annalia, ni el decano del obispo entre en vuestras heredades por ninguna caloña, porque todos sois libres e ingenuos íntegramente”; y del mismo modo, la carta de Laon de 1128 liberaba “a todo hombre de la mano muerta”.
Singular importancia cobró la especificación de los derechos extinguidos en relación con la actividad comercial. Solía establecerse una vaga garantía en favor de los mercaderes para asegurarles que no serían expoliados, como lo estatuyó el privilegio de Barbastro de 1100. Pero más importante fue la determinación expresa de que no se les cobrarían algunos impuestos tradicionales. La carta que Enrique I otorgó a la ciudad de Londres aproximadamente en 1130 establecía que “todos los hombres de Londres queden libres y absueltos; y que sus mercancías queden exentas de todo peaje, derecho o tránsito, recargo o cualquier otro impuesto aduanero en toda Inglaterra y sus puertos de mar”, las cartas de Nieuport y la de Saint-Omer eximían expresamente a los mercaderes del telonio y de los otros derechos que podían entorpecer las transacciones, y la que Federico II otorgó a Lübeck suprimía numerosos impuestos, especialmente el Ungelt, y prohibía que se les cobrara derechos a los burgueses de la ciudad en la aduana de Oldesloe.
Pero el signo más claro de que comenzaba a operar una nueva concepción del impuesto fue el reconocimiento de que podían fijarse expresamente condiciones con respecto a su naturaleza y formas de percepción. Una cierta orientación de la política económica de la ciudad podía originar un sistema fiscal en virtud del cual quedaran libres de gravámenes ciertos productos, como fue acordado por el conde Alfonso de Toulouse en 1141 a los tolosanos para el tráfico del vino y de la sal. En otro aspecto, una determinada concepción social podía fijar estrictamente cuál era el sector de la población que debía pagar los tributos. A fines del siglo XII, la comuna de Noyon estableció un impuesto que estaban obligados a pagar “todos los que tienen casa en la ciudad”; en tanto que el fuero de Cuenca declaraba categóricamente que “quienquiera que tenga casa en la ciudad y la pueble, está exento de todo tributo”. Este sentimiento igualitario quedaba aún más expresamente señalado en el texto del fuero de Belorado de 1116: “Y el que fuera morador o poblador de Belorado, francos o castellanos, caballeros o villanos, tenga un solo deber: el de dar la pena pecuniaria. “ Por lo demás, la tendencia a suprimir la arbitrariedad del impuesto podía manifestarse de otro modo. La carta de Laon de 1128 establecía el pago de una talla, pero agregaba: “y no pague ninguna otra talla, a menos que poseyera fuera de los términos de la paz alguna tierra por la que debiera talla, y entonces den talla por ella según su valor”; y la carta de Abbeville de 1184 declarará que les burgueses no debían pagar al rey Felipe Augusto sino tres ayudas: una por su rescate, otra por el matrimonio de su hija y otra para armar caballero a su hijo, en términos análogos a los que en 1215 establecería Juan sin Tierra en la Carta Magna.
Pero en la Carta Magna aparece embarcada esta limitación dentro de una concepción jurídica también nueva. El fisco podrá percibir otros impuestos, pero para ser establecidos será necesario el consentimiento de quienes deben pagarlo: “No se establecerá en nuestro reino auxilio ni scutage alguno sin el consentimiento de nuestro común consejo del reino”, indicándose luego de manera precisa que concurrirán a las reuniones de ese consejo, y para ese fin, no sólo los señores sino también los representantes de la ciudad de Londres, los de los barones de los Cinco puertos y los de todas las ciudades, distritos y aldeas. Este principio expresaba la tendencia a condicionar el sistema fiscal dentro de un cuadro de prescripciones definidas, y arrancaba de una concepción contractual de las relaciones sociales. El obispo Théoduin de Lieja declaraba en la carta que otorgó a los burgueses de Huy en 1066 que “dicha ciudad, para obtener los privilegios de franquicia, me ha dado primero, para subvenir a las necesidades de la Iglesia, el tercio de todos sus bienes muebles; y luego, para que esos privilegios fuesen más extensos, los ha dividido por mitades”. La concepción contractual desembocó en una técnica jurídica más acorde con el carácter de derecho público que tenían las disposiciones fiscales. Las cartas establecerían las instancias jurídicas necesarias para asegurar el cumplimiento de las prescripciones que fijaban, tal como lo hacía la de Laon de 1128 cuando decía: “Establecemos que los censuales personales (capite censi) paguen a sus señores un censo por su persona, y si en el tiempo fijado no pagasen, enmiéndenlo según la ley a que están sometidos, a menos que, requeridos por los señores, les entreguen algo. Y sea lícito a sus señores llamarlos a juicio por sus delitos, y lo que se juzgue obténganlo de ellos”. Tan severo como pudiera ser el régimen, constituía un dique a la arbitrariedad y revelaba una nueva concepción social: quien trabajaba y producía con bienes de otro no podía ser gravado más allá de lo previamente prescripto y aceptado.
Algo semejante ocurrió con respecto al uso de los medios de producción. En la carta de Dreux de 1180, establecían categóricamente los condes que “hemos concedido a los burgueses que no forzaríamos a nadie de su comuna a usar de nuestros molinos ni a cumplir con otras obligaciones”, pero más adelante afirmaban de manera no menos rotunda que “dichos burgueses estarán obligados a prensar la uva en mis lagares”. Lo importante era no sólo la libertad sino, más aún, la regulación expresa de las obligaciones. A medida que se desarrollaba la economía dineraria adquiría más importancia la libre determinación del productor o del mercader, que tendía a especular con la oferta y la demanda. El libre uso de la propiedad fue otra de las preocupaciones fundamentales de los burgueses. La carta de Saint-Quentin declaraba que “cualquiera que tenga su tierra dentro o fuera del burgo, la habite si lo desea; que no deje de habitarla ni de edificar piso sobre piso porque se lo prohíba cualquiera, sea un hombre poderoso o no”; y referido a las carretas y caballos, la carta de Dreux coincidiría con la Carta Magna inglesa en el principio de que no podrían ser tomados por la fuerza a los burgueses. Pero esa libertad no podía sobrepasar ciertos límites, puesto que la comunidad como tal tenía estrictas exigencias. Fue indiscutible el derecho de establecer principios reguladores de la actividad privada, que si bien eran limitativos de la libertad individual, eran garantías de los derechos de la comunidad. Así, la comuna de Toulouse y el conde Raimundo V fijaron en 1181 el salario de los maestros albañiles y carpinteros, el precio del salmón y los beneficios a que tenían derecho los carniceros y los revendedores de madera. De ese modo, quienes moraban en la ciudad disfrutaban del amparo de la colectividad y ejercían sus actividades dentro de un marco de vigilancia que los protegía y los obligaba a un tiempo. Sólo por la seguridad que ofrecía esa vigilancia recíproca podían gozar los burgueses del privilegio y la obligación de acuñar y vigilar su propia moneda. Típico derecho señorial, su transferencia a los burgueses hacía de éstos un sector privilegiado, gracias a la posibilidad de usar en el sentido que más favorable le pareciera tan poderoso instrumento de influencia económica. “Concedemos, además –decía Federico II en la carta otorgada a Lübeck–, que los burgueses en la ciudad misma pueden acuñar una moneda con nuestra imagen y nombre, que habrá de valer para el tiempo de nuestra vida y de la del rey Romano Enrique, nuestro ilustre y queridísimo hijo, por lo cual ofrecerán todos los años sesenta marcos de plata en nuestra corte. ” Si los burgueses lograban mantener el valor de la moneda, la ciudad se beneficiaría. Por eso recomendaba muy especialmente el conde de Flandes a los de Saint-Omer “que los burgueses mantuvieran la moneda estable y buena durante toda mi vida, de lo que la ciudad obtendrá ventajas”. Pero el beneficio era importante, sobre todo, para el burgués que adquiría por ese medio el control del principal instrumento de su actividad económica.
Todos los derechos y garantías que las nuevas clases en ascenso reclamaron en relación con impuestos y prestaciones, así como las normas para asegurar la libre actividad económica, tenían como finalidad asegurar la libertad individual. El mismo objeto tuvieron las prescripciones que se establecieron en materia procesal y penal. El conjunto de tales normas ordenaba la sociedad urbana como un cuerpo civil, pero, de hecho, la