En la mágica corte de Alcina. Notas en torno a las reflexiones de José Luis Romero sobre la ópera barroca

FABIÁN ALEJANDRO CAMPAGNE
Universidad de Buenos Aires

1.

A fines de 1977 la revista Ayer y Hoy de la Ópera, bajo la dirección de Horacio Sanguinetti, iniciaba su existencia con un primer número plagado de firmas de reconocidos especialistas. En particular se destacaba el nombre del autor del primer artículo aparecido en aquel número fundacional: José Luis Romero. El modesto título del texto, “La ópera y la irrealidad barroca”, enmascaraba y disimulaba, un tanto púdicamente, un contenido plagado de reflexiones lúcidas, intuiciones sagaces y pinceladas de refinada erudición. De hecho, el artículo al que aludimos trasciende el acotado campo de las cavilaciones musicológicas para ingresar en la esfera de la historia sociopolítica de la temprana-modernidad europea. “La ópera y la irrealidad barroca” es, en efecto, una lúcida meditación sobre la historia del poder en la Europa del Barroco y una fina hermenéutica de los límites que constreñían la praxis política y la cosmovisión del estamento socio-profesional sobre el que las monarquías absolutistas se recostaron a la hora de regir los destinos de los territorios sobre los que reclamaban soberanía: la aristocracia y la nobleza. Utilizando como disparador aquel breve pero sustancioso ensayo de Romero, intentaré profundizar en la relación entre cultura del barroco, ilusión, irrealidad, artificio, máscara y fantasía. Para ello identificaré tres fenómenos de fuerte presencia en la cultura de los siglos XVII y XVIII, asociados por un hilo invisible que los atraviesa y condiciona a partir de los mismos supuestos y preconceptos. Romero identifica claramente a dos de ellos: el género operístico y la monarquía/corte absolutista. El tercero, la demonología radical, deriva de mi impronta como especialista y de mis intereses como investigador, orientados a la historia de las objetivaciones de la figura del demonio en el medioevo tardío y en la primera edad moderna.

2.

Una teoría del Barroco es una reflexión sobre las máscaras, escribió alguna vez Ángel Castellan.[1] Creando artificios, la sociedad europea, inmersa en una era de estancamiento y decadencia, se defiende. El Barroco es una cultura que consiste en la respuesta dada por los grupos activos en una sociedad que ha entrado en dura y difícil crisis.[2] La máscara protege. Desvía la atención. En ese sentido no es solo evasión: es refugio. Un locus detrás del cual replegarse, y desde el cual planificar el contraataque. La fachada pasa a ocupar el primer lugar y así la vida real de las criaturas, el ser en sí mismo, se torna evanescente.[3] Quizás porque la realidad resultaba insoportable se fabricaron realidades paralelas en las que buscar refugio, mundos ficcionales a los que sólo unos pocos privilegiados lograban llegar. Cabe sostener, con Fernando R. de la Flor, que con el barroco llegó el fin del régimen de lo natural, que es sólo el modo en que el mundo aparece a los necios, a los vulgares.[4] La realidad natural se transforma en una forma degradada del ser. Lo artificioso, paradójicamente, se convierte en la nueva realidad, refinada, autoconstruida, regulada, calculada, medida, producto del arte y de la ciencia, hija del ingenio técnico y del poder creador de la mente humana. Siguiendo la feliz reflexión de Adriana Rogliano, digamos que la exhibición del propio ser se torna incómoda. Un interminable juego de espejos reproduce las múltiples facetas en que queremos ser vistos. La necesidad del encubrimiento surge para posibilitar el proyecto existencial deseado: hace emerger la máscara.[5]        

3.

Así las cosas, resulta difícil imaginar un artefacto cultural más profundamente barroco que el género operístico. José Luis Romero lo refrenda con admirable economía de recursos: barroca fue, nos dice, la concepción de la declamación lírica, el marco palaciego en el que nació el género y el amor por la parafernalia escénica. Pero esencialmente barroco fue el medio de expresión, la voz impostada: “era a la voz a la que había que incorporarle una medida cuota de irrealidad, y en el mundo construido sobre el escenario sonó articulada en la artificiosa modulación del verso.”[6] Pero nuestro autor va aún más allá. No sólo la génesis, el origen, el nacimiento de este hiperbólico ejercicio de artes combinadas está permeado por un indisimulable ethos barroco. También lo estará su historia posterior. La ópera seguirá siendo barroca. De hecho, sigue siéndolo en nuestro mismísimo presente. En rigor de verdad siempre lo será, pues no puede ser otra cosa. Resulta apropiada al respecto la reflexión del crítico y ensayista Pablo Gianera en una nota periodística en la que también cita “La ópera y la irrealidad barroca” de José Luis Romero: “son innumerables las convenciones que la ópera nos obliga a aceptar. Tal vez por eso el filósofo Theodor W. Adorno escribió que, cuanto más cerca estaba de su propia parodia, más se aproximaba la ópera a su elemento más propio. Sería adecuado entender la ópera como la forma que, en un mundo desencantado, trata paradójicamente de conservar con sus medios el elemento mágico del arte.”[7] En la ópera los personajes están tan atravesados por emociones desmesuradas que no les alcanza la palabra hablada para expresarse: necesitan cantar para transmitir lo que sienten. Y necesitan hacerlo de manera inusualmente artificial, por medio de una escritura vocal que se solaza en las antinomias más brutales. La voz operística ama los extremos grave y agudo del registro de la voz humana, adora los contrastes dinámicos entre el fortissimo y los más delicados pianissimi, opone los tempi lánguidos de los fragmentos cantables a la endiablada velocidad de las arias de bravura con su interminable coloratura, enfrenta la soledad de las arias que los protagonistas cantan para lucimiento individual a la muralla de sonido de las abigarradas piezas concertantes que ponen en escena la totalidad de las fuerzas involucradas en el evento: solistas, coro y orquesta.[8] La irrealidad barroca, afirma José Luis Romero, es la impronta consustancial al género operístico y de la que no podrá nunca liberarse: “vibrará en la atmósfera de la ópera romántica, emergerá incontenible en Wagner y en Verdi, renacerá trasmutada en Fauré y Debussy, y hasta penetrará en ocasiones en un verista como Puccini. Sin duda, la esencia misma de la ópera quedó plasmada con un imborrable componente barroco.”[9]  Más adelante, en una reflexión aún más original si cabe y dicha como al pasar, Romero vuelve a proponernos una inusual pero más que plausible continuidad entre los paladines de la delicada ópera barroca y los de la heroica ópera romántica: “Orfeo evocaba al trovador enamorado de la lírica provenzal o germánica, y se adivina su supervivencia en más de un personaje wagneriano.”[10] Ingeniosa conclusión con infalible olfato histórico: ¿no son acaso el minnesänger Heinrich Tannhäuser y el meistersänger Walther von Stolzing robustos Orfeos decimonónicos, tan barrocos en su concepción y medios de expresión como los personajes de las óperas de Handel, Porpora, Hasse, Vinci o Vivaldi? Resulta sugestivo que entre los argumentos esbozados por los grupos conservadores que en 1913 trataron de impedir que la Salomé de Richard Strauss subiera a escena en el Teatro Colón de Buenos Aires, ocupara un lugar destacado el rechazo al descarnado naturalismo con el que Oscar Wilde abordaba la historia de la decapitación de Juan el Bautista, una perspectiva que ignoraba las convenciones de la irrealidad convenida que el barroco había alguna vez montado como barrera contra las perversiones y vulgaridades del realismo.[11] Así lo dejaba en claro un artículo publicado en el diario La Nación de la capital argentina, el 24 de junio de 1913: “podemos sin embargo considerar con alarma las tendencias actuales que llevan el arte hacia un mundo complicado de bajas pasiones, de sentimientos mezquinos y antinaturales, de ideas inconfesables, lejos de las serenas ficciones de la idealidad que fue en todo tiempo el orden natural en que el arte se ha desarrollado.”[12] La conclusión resulta transparente: muy poco barroca, demasiado realista. Para la mentalidad conservadora Salomé era una ópera que traicionaba sus orígenes, que se traicionaba a sí misma para transformarse en una negación del género, en una anti-ópera.

4.

La ópera no es el único fenómeno barroco que queremos evocar en estas páginas. La monarquía y la corte absolutistas son también un constructo derivado de idéntica Weltanschauung. Es el otro engendro al que Romero dedica en su artículo de 1977 penetrantes ponderaciones. Y aquí, el autor de La revolución burguesa en el mundo feudal y Crisis y orden en el mundo feudo-burgués parece posar por un momento la mirada sobre un objeto de estudio alejado de los programas y de la mentalidad burguesa que tanto asociamos con su producción historiográfica mayor. La circunstancia sorprende a José Emilio Burucúa, que no deja de resaltar esta peculiaridad en un bello ensayo que dedica a Romero y a su artículo de 1977 sobre la ópera barroca: “no hay duda de que, en el sucederse de la argumentación y del relato, las operaciones de enmascaramiento se tornan cada vez más acciones de una nobleza abroquelada en sus ilusiones moribundas. De la burguesía, hay una sola mención.”[13] En efecto, partiendo de los orígenes del género operístico el análisis de Romero posa a continuación la mirada sobre la peculiar configuración política que se impuso en el Occidente europeo, de manera harto inestable, durante los siglos XVII y XVIII: la monarquía absoluta. Una monarquía entendida, un poco a lo Perry Anderson, como último refugio de una aristocracia en lenta agonía, decadente, desorientada, pero suficientemente fuerte aún como para diseñar una estructura de gobierno que le permitió subsistir como grupo de poder hasta el estallido de las revoluciones de fines del siglo XVIII y principios del XIX. En su lucha por detener el avance irrefrenable de la historia, la aristocracia  optó por sostener –con múltiples tensiones e incluso contradicciones– a la monarquía centralizada que a su vez se impuso la tarea de sostenerla a ella. Esta entente fue lacreadora de la corte moderna, epítome de lo que Romero llama irrealidad convenida, refugio del ideal nobiliario, “una ilusoria imagen que se esforzaba por negar la existencia de la realidad cotidiana” para reemplazarla por “una realidad tan embellecida como pudiera imaginarse, una realidad perfeccionada, noble, inmaculada”[14] (no estamos lejos aquí de las “ficciones de idealidad” que el crítico de La Nación no encontraba en la Salomé straussiana). A Romero le interesa particularmente la corte como proceso histórico pues fue en el marco de este espacio de sociabilidad nobiliaria, en esta esforzada ingeniería diseñada para “encubrir la imagen realista de la realidad”, que nació la ópera moderna, ella misma otro ejemplo evidente irrealidad convenida.

5.

Al igual que la ópera, la monarquía y la corte temprano-modernas amaban el ilusionismo, la parafernalia teatral, el espejismo, el enmascaramiento, la artificiosidad, la máscara. Mazarino lo deja en claro en el Bréviaire des politiciens cuya autoría se le atribuye: “apprends à surveiller toutes tes actions et ne reláche jamais cette surveillance. Que ton visage n’exprime jamais rien, pas le moindre sentiment, sinon une perpétuelle affabilité.”[15] ¿Qué es la cortesía sino una perpetua afabilidad? Una estrategia de vinculación social que se asienta en la mesura, en un sentido de la discreción que llevaba al individuo a evitar los excesos y a abrazar la medianía, un concepto esencial en el sistema cortesano como lo fue el decoro en el sistema de Cicerón.[16] ¿Y qué es la cortesía sino una de las expresiones más acabadas de la máscara? En rigor de verdad, la totalidad del edificio absolutista y cortesano se basaba en la creación de la ilusión de un poder supremo que los monarcas no poseían. Este esfuerzo por fabricar el espejismo del poder absoluto se observa con claridad en los teóricos políticos al servicio de la corona francesa. Y no tanto en Bossuet y demás defensores del origen divino del poder regio cuanto en propuestas más secularizadas y desencantadas (en el sentido weberiano de la expresión), como la de Jean Bodin, verdadero polímata barroco en pleno Renacimiento tardío. A poco que se bucea en Les six livres de la République de 1576 se detecta que la tan mentada soberanía de los reyes absolutos lejos estaba de concebirse como una variante estilizada del despotismo oriental.[17] Frente a un único y aislado atributo definitorio del poder regio –la libertad de modificar ad libitum la ley positiva dictada por sus predecesores–, Bodin identificaba una amplia paleta de límites a la autoridad del monarca: la ley divina, la ley natural, el derecho consuetudinario, los pactos juramentados.[18] Sabemos actualmente que la imagen del monarca absoluto como autócrata debe menos al proceso histórico realmente existente que a las construcciones de filósofos ilustrados como Voltaire, historiadores positivistas como Ernest Lavisse e incluso a las diatribas de los revolucionarios de 1789 que buscaron legitimar el derrocamiento de la monarquía con la invención del mito de la tiranía regia.[19] La historiografía reciente muestra con claridad como incluso Luis XIV, símbolo máximo del monarca absoluto que impone su voluntad con la mera presencia de su majestuosa persona, basó su régimen en constantes y laboriosos ejercicios de negociación, concesión y cooptación, en particular con las élites regionales de las provincias periféricas alejadas del vórtice de poder parisino.[20] Fue esta debilidad privativa del poder absoluto que la tramoya escénica de la corte absolutista buscó disimular, invisibilizar, neutralizar, compensar, balancear. El ingente esfuerzo propagandístico del régimen luiscatorciano, basado en cientos de cuadros, medallas, frisos y esculturas, un programa coherente y ambicioso que Peter Burke reconstruyó en forma exhaustiva en uno de sus libros más reconocidos, buscaba precisamente crear y difundir una desmesurada imagen de fortaleza allí donde en realidad sólo existía una autoridad intrínsecamente endeble, frágil y amenazada.[21] Por ello la corte absolutista fue tan barroca como la ópera. Fue, de hecho, una ópera muda, un juego escénico aceitado, un enmascaramiento ensayado, una fenomenal ilusión óptica, la idealización artificialmente embellecida de un campo de poder atravesado por más rivalidades, disputas y disensos de lo que resultaba aceptable reconocer.[22] La corte absolutista era, en este sentido, la más suntuosa y ambiciosa de las máscaras diseñadas por la cultura del barroco. Nadie sintetizó con más eficiencia el barroquismo de la corte de Versalles, verdadera fábrica de fantasías, que William Thackeray, el satírico novelista y cronista victoriano. En The Paris Sketch Book, publicado en 1840, el autor de Barry Lyndon incluye un dibujo que alcanzaría enorme difusión y popularidad, en el que se observa al anciano Luis XIV luciendo su fastuoso atavío regio: tacones, peluca, manto, capa, espada, collares, vara de mando. Al lado de este dibujo Thackeray incluía otros dos: uno del mismo ropaje regio pero montado sobre un maniquí, y otro de Luis XIV en ropa interior y sostenido por un humilde bastón, desprovisto de los atavíos que fabricaban su majestad, de la indumentaria fastuosa que fungía como máscara creadora de ilusión: “and you see, at once, that majesty is made out of the wig, the high-heeled shoes, and cloak, all fleurs-de-lis bespangled. As for the little, lean, shrivelled, paunchy old man, of five feet two, in a jacket and breeches, there is no majesty in him, at any rate.”[23] La conclusión de Thackeray es impiadosa, lapidaria: son los peluqueros y los zapateros los que crean a los dioses que adoramos. Se trata, no hace falta decirlo, de los mismos artesanos que fabricaban los decorados y ropajes de los cantantes de ópera, para generar la ilusión de que el público tenía frente a sí, sobre el escenario, a los dioses y héroes de antaño.

6.

El tercer fenómeno cultural que alcanza su apogeo en la era del barroco es la demonología radical. En rigor de verdad, y a diferencia de lo sucedido con la ópera y con la corte absolutista, la demonología positiva no fue una creación de la Europa del Seiscientos. Su gestación comienza en la segunda mitad del siglo XIII, en tiempos de la escolástica madura. Como tal, debe mucho a la reinvención de la angelología cristiana ensayada por Tomás de Aquino, que otorgó consistencia filosófica a muchas de las futuras acciones que el imaginario del sabbat atribuirá a las brujas y brujos de mediados del siglo XV en adelante.[24]  También abrevó en las sutiles conceptualizaciones de los teólogos de las generaciones inmediatamente posteriores a la del Aquinate.[25] Pero fue en el período que se inicia circa 1580, y en particular en las primeras décadas del siglo siguiente, que la demonología tardo-escolástica desplegó todas sus armas y alcanzó su máximo esplendor. Fue entonces que la represión judicial de la brujería creció hasta niveles extremos nunca antes vistos, en particular en los principados eclesiásticos del sudoeste del Sacro Imperio, en Lorena, en el Franco Condado, en los Países Bajos Españoles y en las provincias vascas franco-españolas.[26] También durante aquellos años se publicaron los más influyentes tratados demonológicos, firmados por autores como Jean Bodin, Peter Binsfeld, Nicholas Remy, Henri Boguet, Martín Delrío, Pierre de Lancre y Jacobo VI, entre muchos otros.[27] Este desmadre de la caza de brujas, la represión masiva de un crimen imaginario, requiere para su explicación identificar múltiples factores causales. Pero quiero aquí detenerme en uno que me interesa particularmente: la afinidad entre demonología radical y ethos barroco. Aunque nacida mucho antes del 1600, la ciencia del demonio escolástica insistió ad nauseam en el carácter ilusorio de la mayoría de los portentos que usualmente se atribuían a Satán y a los espíritus caídos. En este sentido, la demonología radical no contradice ni se opone a la demonología de los Padres de la Iglesia. ¿Acaso San Agustín no comparaba ya en el siglo V a los demonios con los actores y tramoyistas teatrales?[28] Para neutralizar el riesgo de maniqueísmo, los pensadores cristianos dejaron en claro que una distancia ontológicamente inconmensurable separaba a la divinidad de las entidades angélicas intermedias. Aún cuando poseedores de portentosas habilidades derivadas de sus naturalezas, los ángeles y demonios tenían vedada la esfera del milagro, la violación de las leyes naturales, un expediente que la teología ortodoxa atribuía monopólicamente a un único agente: la divinidad. Satán podía manipular las fuerzas naturales pero jamás violar las leyes que constriñen su funcionamiento. Para los referentes del mainstream demonológico, los espíritus caídos no podían resucitar muertos, aunque podían introducirse en cadáveres para generar la sensación de que recuperaban vida; no podían hacer desaparecer objetos o personas, pero podían por medio de artilugios ópticos generar la sensación de que ello sucedía; no podían otorgar vida a objetos inertes, pero eran capaces de moverlos gracias a la virtud del movimiento local que les fue concedida, generando la impresión de que los mismos deambulaban;  no podían adivinar el porvenir ni conocer hechos futuros contingentes, pero en función de su experiencia, agudeza y velocidad eran capaces de predecir con un alto grado de probabilidad eventos que aún no habían ocurrido; no podían mantener coito con seres humanos, pero eran capaces de adoptar falsos cuerpos aéreos para manipular la sexualidad humana y generar la sensación de que cohabitaban con hombres y mujeres; no podían acelerar procesos biológicos, envejeciendo o rejuveneciendo súbitamente personas o animales superiores, pero tenían a su alcance la facultad de crear ilusiones que hicieran creer que dichas transformaciones efectivamente acaecían.[29] En síntesis, si existía para la teología ortodoxa una criatura que basaba su accionar cotidiano en el engaño, el espejismo, la fantasía, las apariencias, el encubrimiento, la simulación, los trucos y los artilugios, ése era el demonio.[30] ¿Es dable imaginar un ser más afín al espíritu barroco que el diablo de la demonología radical escolástica? Satán, carente de cuerpo, espíritu puro como todas las entidades angélicas, inteligencia separada en cuyo ser no existía grado alguno de materia, era en sí mismo una máscara peligrosa y perfecta. Incorpóreo, invisible, impalpable, no podía comunicarse con los humanos sin adoptar una falsa apariencia que pudiera ser percibida por los sentidos externos del hombre. Sin sus máscaras, el demonio no tendría manera, razonaban los teólogos tardo-medievales y temprano-modernos, de dejarse ver, de hacerse oír, de irrumpir en el orden de la materialidad.[31] Como la ópera, como la corte absolutista, los diablos dependían del artificio para producir efectos, necesitaban de disfraces y caretas para generar impacto, requerían de una parafernalia escénica para engañar la vista del público. No por casualidad Pierre de Lancre, el último gran demonólogo de la Edad Moderna, le puso como título al ambicioso, desmesurado y oceánico tratado que público en 1612, Tableau de l’inconstance des mauvais anges et démons. La inconstancia a la que se refería este magistrado civil del Parlamento de Burdeos (que unos años antes había sido comisionado para extirpar la brujería del Labourd, generando con ello, por efecto contagio, el estallido del caso de las brujas de Zugarramurdi al otro lado de los Pirineos) es la inestabilidad intrínseca de los demonios, carentes de forma, capaces de adoptar cualquier apariencia, mutantes esenciales, máscaras efímeras.[32] Le diable-Protée, en la feliz expresión acuñada por Sophie Houdard.[33]

7.

A modo de coda, resumamos lo hasta aquí dicho recurriendo a una ópera. ¿De qué otra forma, si no, podríamos concluir estas notas? Necesitamos una ópera que ponga en escena una corte absolutista. Una ópera que, además, incluya en su trama ilusiones, engendros y falsas apariencias diabólicas. En síntesis, una obra artística que reúna los fenómenos barrocos sobre los que hemos estado reflexionando. ¿Existe una ópera semejante? La respuesta es afirmativa. Aunque para hallarla debamos trasladarnos al Londres hannoveriano de la década de 1730. Por aquellos años, la ópera italiana que Handel contribuyera a instalar en la capital inglesa en 1711 con el estreno de su Rinaldo, se hallaba en su apogeo.[34] A falta de uno, dos eran los teatros que ofrecían este exótico espectáculo asociado con el lujo y el boato, la ópera seria barroca, que durante casi tres décadas hipnotizó a la nobleza británica con sus castrati y sopranos italianas, con sus suntuosos trajes y disfraces, con decorados magníficos y relucientes, con argumentos enrevesados y laberínticos, con una maquinaria escénica deslumbrante.[35] Es importante aclarar que, aún cuando contaban con el mecenazgo regio, las óperas serias que se montaban en la primera mitad del siglo XVIII en Londres no eran ya parte del entramado cortesano. Eran producidas por compañías comerciales privadas, empresarios que arriesgaban su capital y el de sus accionistas con el objetivo de ofrecer a un público ávido, espectáculos en extremo onerosos y de compleja logística.[36] Surgida de la corte absolutista, la ópera barroca había comenzado a convertirse en un espectáculo al que los palacios ya no lograban contener. En esta capital aburguesada y alejada de las todavía solemnes y sombrías cortes continentales, George Frideric Handel estrenó el 16 de abril de 1735 la ópera Alcina, no sólo la máxima creación handeliana sino una de las más grandes muestras del género anteriores a Mozart. En tanto empresario que organizaba piezas de teatro musical por su cuenta y riesgo, Handel atravesaba momentos difíciles por entonces. La mala relación que mantenía el rey Jorge II con Federico de Hannover, el Príncipe de Gales, comenzaba a afectar severamente la actividad artística londinense. Para contrariar a su padre, patrocinador de Handel, el heredero al trono decidió crear una segunda compañía de ópera italiana. Así fue que a la Royal Academy of Music, asentada en el King’s Theatre de Haymarket, regenteada por Handel y avalada por la Corona, le surgió una peligrosa e inesperada rival: The Opera of the Nobility.[37] Apadrinada por el primogénito del Rey, la nueva compañía logró en 1734 arrebatarle a Handel su sede histórica, el King’s Theatre. También le quitó a sus principales cantantes italianos, entre ellos el legendario castrado Senesino y la gran soprano Francesca Cuzzoni. Como compositor principal The Opera of the Nobility contrató al napolitano Nicola Porpora, quizás el único músico operístico en toda Europa capaz de competir con Handel en fama, prestigio y virtuosismo, un legendario maestro de canto que conocía como nadie las posibilidades de la voz humana. Como cantante estrella, el nuevo emprendimiento logró seducir con astronómico salario a un antiguo discípulo de Porpora, al más importante cantante europeo del momento: el castrado Carlo Broschi, más conocido como Farinelli.[38] Sin teatro, con el mejor soprano del momento en el bando contrario y con la presencia del único compositor que podía opacar sus logros, la suerte de Handel parecía echada. Pero el sajón reaccionó a tiempo. Consiguió para sus artistas y sus producciones el flamante teatro que el empresario John Rich acababa de erigir en Covent Garden, a la vera del terreno en el que antiguamente se inhumaban los restos de los monjes de la abadía de Westminster. Inaugurado el 7 de diciembre de 1732 con una comedia de William Congrave, Covent Garden pasó a ser el teatro londinense de mayor tamaño y mejor equipamiento.[39] Rich ofreció también a Handel un coro y una compañía de danza, inexistentes en el teatro rival. Y aún cuando la mayoría de los cantantes con que contaba eran ingleses, fue posible contratar algunos artistas italianos de renombre, entre los que cabe mencionar al castrato Giovanni Carestini, menos célebre y carismático que su declarado enemigo, Farinelli, pero igualmente talentoso.[40] Fue en este contexto, estimulado por la competencia impertinente que suponía el emprendimiento apañado por el levantisco hijo del monarca reinante, que Handel logró inspirarse como nunca antes para crear su opus magnum: Alcina.  La ópera utilizó un libreto anónimo, que en realidad no era sino una adaptación del escrito en 1728 en Roma por Riccardo Broschi, titulado L’isola di Alcina.[41]Por un curioso scherzo del destino, el creador de la trama a partir de la cual Handel compondría su mejor música era el hermano de Farinelli, la estrella con la que Porpora y el Príncipe Federico pretendían poner fin al reinado del alemán en Inglaterra. La nueva ópera de Handel tuvo un éxito extraordinario para los estándares de la época. Se representó dieciocho veces en 1735 y en otras cinco oportunidades al año siguiente. De hecho, comenzar la temporada de 1736 con la reposición de Alcina fue una exigencia del Príncipe y de la Princesa de Gales, deseosos de volver a ver escenificada una de las más grandes óperas italianas que Londres había conocido hasta el momento.[42]  En un período en el que no existía aún el concepto de repertorio operístico y en el que se esperaba que los músicos compusieran constantemente obras que, tras su estreno y una serie inicial de funciones, debían reemplazarse al poco tiempo por nuevas creaciones, veintitrés funciones suponían un triunfo casi apoteótico.[43] La calidad de la música que compuso Handel para su nueva ópera generó un entusiasmo generalizado. La dibujante y pintora Mary Delany, que pudo presenciar un ensayo en casa del propio compositor cuatro días antes del estreno en Covent Garden, dejó el siguiente testimonio: “Yesterday morning my sister and I went with Mrs. Donellan to Mr. Handel’s house to hear the first rehearsal of the new opera Alcina. I think it is the best he ever made, but I have thought so of so many, that I will not say positively ‘tis the finest, but ‘tis so fine I have not words to describe it.”[44]

8.

El argumento de Alcina está inspirado en los cantos VI y VII del Orlando Furioso de Ludovico Ariosto, apenas dos de los cuarenta y seis que conforman el extenso poema épico que comenzó a ver la luz en diferentes versiones entre 1516 y 1532.[45] La historia, ambientada en una idealizada e irreconocible Europa carolingia, es relativamente simple. Alcina es una poderosa hechicera que, valiéndose de los poderes que obtiene invocando a los espíritus perversos, seduce a jóvenes guerreros a los que transporta a su mágica corte, en una isla de fantasía ubicada en coordenadas geográficas inespecíficas.[46] Cuando se cansa de los amantes a los que ha encantado con sus poderes, los transforma en objetos inermes o en fieras que quedan para siempre atrapadas en el diabólico reino de la maga. Cuando comienza la ópera, no obstante, la trama sufre un giro inesperado: Alcina se ha enamorado profundamente de Ruggiero, el último caballero al que ha hechizado.  Nublado su entendimiento por los encantamientos de su captora, Ruggiero sólo percibe a su alrededor fastuosos palacios, hermosos jardines, ejércitos de sirvientes y cortesanos. Su antigua prometida, Bradamante, logra ingresar en el mágico reino de Alcina. La acompaña quien había sido preceptor de Ruggiero, Melisso, un sabio conocedor de las artes de la hechicera y el único capaz de hallar los instrumentos para neutralizarlas. A principios del segundo acto, Melisso hace entrega al obnubilado Ruggiero de un anillo mágico que restablece sus facultades cognitivas. Gracias a su viejo maestro, las ilusiones de la maléfica se desvanecen: el caballero ya no ve un lujoso palacio y un acogedor oasis, sino un árido y desértico terreno, la verdadera apariencia de la isla, del reino, de la corte de Alcina una vez privada de los simulacros de ficción construidos por sus maleficios. El hombre tampoco siente ya amor, deseo o atracción por su carcelera. La seducción deja de surtir efecto. La magia blanca había pulverizado la máscara y el engaño diabólicos construidos por la magia oscura de la hechicera. A partir de dicho momento su poder inició un irremediable proceso de colapso. Al final del acto II, en una bóveda subterránea, Alcina invoca cual nigromantesa a sus espíritus, que ya no la oyen ni le responden. Su vara mágica está irremediablemente averiada. En el acto III, para que Ruggiero no pueda escapar la maga rodea la isla con monstruos y guerreros, que no obstante resultan impotentes e incapaces de lograr su cometido. Como si se tratara de una tramoya escénica defectuosa en un teatro derruido, los trucos ya no convencen a los espectadores. No engañan a nadie. Por último, en el momento culminante de la ópera Ruggiero y su prometida Bradamante destruyen la urna de la que dependía parte de la capacidad de Alcina de fabricar ilusiones. Como consecuencia de este golpe de efecto final, el palacio de la hechicera y todo lo que lo rodeaba se derrumba y esfuma en el aire. Los antiguos amantes transformados en objetos y animales recuperan su forma humana. La formidable protagonista ha sido derrotada.  Cabe subrayar que, a diferencia de otras hechiceras de la ópera seria del período, Alcina se muestra vulnerable desde el inicio de la obra.[47] Alguna vez despótica soberana absoluta de sus dominios, desde el momento en que Ruggiero recupera su capacidad de ver la realidad Alcina comienza a perder autoridad, poder de mando, capacidad de disciplinar, fuerza para atemorizar, vigor para someter. Su ley ya no se cumple. En varias oportunidades suplica en vano, humillada, a Ruggiero para que no la abandone. Pero su dominio no alcanza a doblegar ya la voluntad del hombre al que idolatra y ama. Debilitados sus encantamientos, no posee las herramientas para manipular el libre arbitrio del guerrero que ya no la desea, que no siente por ella más que desprecio y rechazo. Hasta allí, hasta el sagrado santuario de la libertad individual, no llegan las prerrogativas de la soberana absoluta.

9.

Alcina quizás sea la última gran obra maestra de la ópera barroca. No sólo barroca en tanto creación artística considerada en si propia. Sino barroca en tanto pieza plagada de trucos escénicos destinados a recrear efectos especiales: deliciosos jardines que se transforman en páramos, palacios encantados que se derrumban, ruinas que son tragadas por el mar circundante. Al decir de Winton Dean, uno de los máximos expertos en la producción operística handeliana, nuestro compositor “was able to exploit the fresh resources –ballet, chorus, the spectacular scenic effects associated with Rich’s pantomimes– acquired with the move to Covent Garden, with the result that in a good performance Alcina appeals equally to the eye, the ear and the imagination, forming a deeply satisfying fusion of opera’s component arts, music, drama, dance and spectacle.[48] Estamos ante la apoteosis del artificioso género teatral creado a comienzos del siglo XVII en la Toscana italiana. Barroca es también la corte de la soberana Alcina, plagada de falsedades y artificios creados por la prestidigitadora para ocultar la debilidad de su autoridad y la fragilidad de su poder. Después de todo, el suyo demostró ser un imperio tan precario como la frágil humanidad del caricaturesco Luis XIV recreado por los dibujos de Thackeray, aquel anciano que adquiría una apariencia patética una vez privado de sus ropajes, tacones y peluca. Y barroco también es, por último, el accionar de los demonios familiares de la bruja, hábiles para producir mirabilia pero jamás miracula, incapaces de crear lo que no existe, espíritus que sólo podían fabricar simulacros y falsos decorados, que poseían la misma solidez que el aire del que en última instancia estaban fabricados los falsos cuerpos que asumían. En la Alcina handeliana encontramos superpuestos los engaños de una maquinaria escénica operística, que recrea los artilugios de una corte absolutista, que descansa sobre las apariencias fabricadas por los diablos al servicio de una reina otrora poderosa, que concluyó su gobierno derrocada por una revolución desatada por súbditos en quienes los antiguos trucos dejaron de surtir efecto. Caída la venda de los ojos de sus vasallos, la isla de Alcina fue percibida como lo que era, como un yermo patético, estéril, inculto y poco atractivo.

10.

La posibilidad del colapso de la irrealidad barroca a la que José Luis Romero dedicara tan agudas reflexiones en su artículo de 1977, fue escenificada en 1735 sobre el escenario de un teatro londinense, que puso su moderna tramoya al servicio de la recreación de un argumento que mostraba las debilidades connaturales del poder soberano, de la corte absolutista y de una autoridad que fundaba su derecho a gobernar en supuestos apoyos y legitimidades suprahumanas. Todavía en 1735 era en el acotado universo de la escena teatral que este temido desenlace se exponía y se imaginaba. Un par de décadas más adelante, sin embargo, la misma escena se repetiría, pero esta vez en el marco de una auténtica corte regia, de hecho, en la más ostentosa y paradigmática de las curias absolutistas: el 5 de octubre de 1789 miles de ciudadanos parisinos marcharon hacia el Palacio de Versalles, invadieron sus sacrosantas estancias, profanaron con su presencia sus estilizados salones y obligaron a los soberanos reinantes, epígonos de la arcaica monarquía absoluta francesa, a abandonar su refugio dorado.[49] Como la isla de Alcina, el palacio soñado por Luis XIV sucumbía a la determinación de una turba soliviantada que súbitamente descubría que detrás de la imponente imagen de la corte regia no había más que manipulación, mentira y una arcaica mise-en-scène inoperante. Ante la rasgadura del velo de temor reverencial que durante casi un milenio protegió a sus predecesores, Luis XVI y María Antonieta, ella misma confesa fanática de la irrealidad convenida del género operístico, habrán invocado de seguro demonios de la ilusión y del enmascaramiento que, como los de Alcina, resultaron impotentes para detener el irrefrenable avance de la historia.

Buenos Aires, 4 de noviembre de 2021


[1] Ángel Castellan, “Programa para un estudio del barroco”, en Idem, Algunas preguntas por lo moderno, Buenos Aires, Tekné, 1986, p. 137

[2] José Antonio Maravall, La cultura del barroco. Análisis de una estructura histórica, Barcelona, Ariel, 1980 (1975), p. 55

[3] Ángel Castellan, “Programa para un estudio del barroco”, p. 146

[4] Fernando R. de la Flor, Pasiones frías. Secreto y disimulación en el Barroco hispano, Madrid, Marcial Pons, 2005, p. 129.

[5] Adriana Rogliano, “En torno de las máscaras barrocas”, Arte e investigación. Revista científica de la Universidad de Bellas Artes UNLP, 3:3 (1999), p. 79.

[6] José Luis Romero, “La ópera y la irrealidad barroca”, Ayer y hoy de la ópera, 1 (1977).  El texto completo puede consultarse en https://jlromero.com.ar/textos/la-opera-y-la-irrealidad-barroca-1977/. Cito a partir de esta última versión.

[7] Pablo Gianera, “¿Cuánto artificio podemos soportar?”, La Nación, 29 de septiembre de 2016.

[8] Para una aproximación a la voz operística véase Arturo Reverter, El arte del canto. El misterio de la voz desvelado, Madrid, Alianza, 2019, pp. 103-183.

[9] José Luis Romero, “La ópera y la irrealidad barroca”, p. 1.

[10] Ibid., p. 10.

[11] El escándalo provocado por las primeras representaciones porteñas de la Salomé straussiana nada tuvo que envidiarle al que la misma ópera provocó durante su primera puesta vienesa. Claudio Daniel Couto, Genio musical y política. Los alemanes no comunes en el Teatro Colón, 1933-1955, Buenos Aires, Biblos, 2014,p.89.

[12] Silvia Glocer, “Salomé: la frontera entre el marco y el exceso”, en Luiz Guilherme Goldberg (ed.), Anais do  II Simpósio Internacional Música e crítica: a crítica musical periodista no Brasil e na Argentina, Pelotas, Universidad Federal de Pelotas, 2019, p. 62. Disponible en: http://wp.ufpel.edu.br/criticamusical/anais

[13] José Burucúa, “José Luis Romero: encubrimiento, enmascaramiento”, p. 2, en https://jlromero.com.ar/temas_y_conceptos/jose-luis-romero-encubrimiento-enmascaramiento/. Consultado el 20 de octubre de 2021.

[14] José Luis Romero, “La ópera y la irrealidad barroca”, pp.  5-6.

[15] Jules Mazarin, Le Bréviaire des politiciens, edición a cargo de Florence Dupont y Giovanni Macchia, Langres, Café-Clima, 1984,p. 20.

[16] Peter Burke, Los avatares del cortesano. Lecturas y lectores de un texto clave del espíritu renacentista, Barcelona, Gedisa, 1998 (1995),p. 30.

[17] Mario Turchetti, “Jean Bodin théoricien de la souveraineté, non de l’absolutisme”, en Adriano Prosperi, Pierangelo Schiera y Gabriella Zarri (eds.), Chiesa cattolica e mondo moderno. Scritti in onore di Paolo Prodi, Bologna, Il Mulino, 2007, pp. 437-455; Luc Foisneau, “Sovereignty and Reason of Sate: Bodin, Botero, Richelieu and Hobbes”, en Howell A. Lloyd (ed.), The Reception of Bodin, Leiden, Brill, 2013, pp. 323-342; Lucien Bély (dir), Dictionnaire de l’Ancien Régime, Paris, Quadrige-PUF, 2006 (1996), artículos “Absolutisme” (Monique Cottret), “Droit divin” (Jean Barbey), “Lois fondamentales” (Francis Garrison), “Majesté” (Monique Cottret), “Monarchie” (Jean Barbey) y “Raison d’État” (Monique Cottret), pp. 8-9, 436-437, 753-757, 787-788, 846-849, 1047-1048.

[18] Bodino, Los seis libros de la República, traducción de Pedro Bravo, Gala, Barcelona, Hispamérica, 1985, libro I, capítulos 8 y 10, pp. 79-95.

[19] Joël Cornette, “Monarquía absoluta y absolutismo en Francia. El reinado de Luis XIV revisitado”, en J. Albareda Salvadó y M. Janué i Mired (eds.), El nacimiento y la construcción del estado moderno. Homenaje a Jaume Vicens Vives, Valencia, PUV, 2011, pp. 91-110; Francesco Benigno, Las palabras del tiempo. Un ideario para pensar históricamente, Madrid, Cátedra, 2013, pp. 199-222; Fanny Cosandey y Robert Descimon, L’absolutisme en France. Histoire et historiographie, Paris, Seuil, 2002, pp. 273-297; Jeans Ivo Engels, “Dénigrer, espérer, assumer la réalité. Le roi de France perçu par ses sujets, 1680-1750”, Revue d’histoire moderne et contemporaine, 50:3 (2003), pp. 96-126; Denis Richet, La Francia Moderna. El espíritu de las instituciones, Madrid, Akal, 1997 (1973), pp. 47-71; Pierre Goubert, El Antiguo Régimen 1. La sociedad, Madrid, Siglo XXI, 1980 (1969),pp. 11-41.

[20] Marie-Laure Legay, “La centralización a la francesa: ¿un modelo de gobierno local?”, en Anne Dubet y José Javier Ruiz Ibáñez (eds.), Las monarquías española y francesa (siglos XVI-XVIII). ¿Dos modelo políticos?, Madrid, Casa de Velázquez, 2010, pp. 159-171; William Beik, Absolutism and Society in Seventeenth-century France: State Power and Provincial Aristocracy in Languedoc, Cambridge, Cambridge University Press, 1997 (1985), pp. 3-33.

[21] Peter Burke, La fabricación de Luis XIV, Madrid, Nerea, 1995 (1992), passim.

[22] Sobre la corte bárroca véase Jacques Revel, La corte, lugar de memoria”, en Idem, Un momento historiográfico. Trece ensayos de historia social, Buenos Aires, Manantial, 2005 (1993), pp. 143-194; Emmanuel Le Roy Ladurie (avec la collaboration de Jean-François Fitou), Saint-Simon ou le système de la Cour, Paris, Fayard, 1997; Emmanuel Le Roy Ladurie, “La corte que rodea al rey: Luis XIV, la princesa palatina y Saint-Simon”, en Julian Pitt-Rivers y J. G. Peristiany (eds.), Honor y gracia, Madrid, Alianza, 1993, pp. 77-110

[23] W. M. Thackeray [Mr. Titmarsh], The Paris Sketch Book, Londres, Smith, Elder and Co., 1866, p. 434.

[24] Maaike van der Lugt, Le ver, le démon et la vierge. Las théories médiévales de la génération extraordinaire, Paris, Les Belles Lettres, 2004, pp. 273-279;Tiziana Suarez-Nani, Les anges et la philosophie. Subjectivité et fonction cosmologique des substances séparées à la fin du XIIIe siècle, Paris, Vrin, 2002,pp. 27-53; Dyan Elliott, Falle Bodies: Pollution, Sexuality, and Demonology in the Middle Ages, Philadelphia,University of Pennsylvania Press, 1999, pp. 127-155;Charles Edward Hopkin, The Share of Thomas Aquinas in the Growth of the Witchcraf Delusion, Philadelphia, AMS Press, 1940, passim.

[25] Alain Boureau, “Introduction”, en Pierre de Jean Olivi, Traités des démons. Summa, II, questions 40-48, Paris, Les Belles Lettres, 2011, pp. IX-XXI; Idem, Satan hérétique. Histoire de la démonologie (1280-1330), Paris, Odile Jacob, 2004, passim.

[26] Thomas Robisheaux, “The German Witch Trials”, en Brian P. Levack, The Oxford Handbook of Witchcraft in Early Modern Europe and Colonial America, Oxford, Oxford University Press, 2013, pp. 179-197; Robin Briggs, The Witches of Lorraine, Oxford, Oxford University Press, 2007;Brigitte Rochelandet, Sorcières, diables et bûchers en Franche-Comté aux XVIe et XVIIe siècles, Besançon, Cêtre, 2007, passim; Lou Anne Homza, Village Infernos and Witche’s Advocates: Witch-Hunting in Navarre, 1608-1614, Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 2021, passim.

[27] Wolfgang Behringer, Witches and Witch-Hunts: A Global History, Cambridge, Polity Press, 2004,p. 102.

[28] Fabián Alejandro Campagne, “Demonology at a Crossroads: the Visions of Ermine de Reims and the Image of the Devil on the Eve of the Great European Witch-Hunt”, Church History, 80:3 (2011), p. 476.

[29] Fabián Alejandro Campagne, “Witchcraft and the Sense of the Impossible in Early Modern Spain. Some reflections based on the Literature of Superstition (c.1500-1800)”, Harvard Theological Review,96: 1 (2003), pp. 42-48.

[30] Stuart Clark, Vanities of the Eye: Vision in Early Modern European Culture, Oxford, Oxford University Press, 2007,pp. 123-160.

[31] Walter Stephens, Demon Lovers: Witchcraft, Sex, and the Crisis of Belief, Chicago, The University of Chicago Press, 2002,pp. 58-86.

[32] Thibaut Maus de Rolley y Jan Machielsen, “The mythmaker of the sabbat: Pierre de Lancre’s Tableau de l’inconstance des mauvais anges et démons”, en Jan Machielsen (ed.), The Sciences of Demons: Early Modern Authors Facing Witchcraft and the Devil, London, Routledge, 2020, pp. 283-297;  Gerhild Scholz Williams, Defining Dominion: The Discourses of Magic and Witchcraft in Early Modern France and Germany, Ann Arbor, The University of Michigan Press, 1999, pp. 89-119.

[33] Sophie Houdard, Les sciences du diable. Quatre discours sur la sorcellerie (XVe-XVIIe siècle), Paris, Cerf, 1992,p. 163.

[34] Jane Glover, Handel in London: The Making of a Genius, Londres, Picador, 2018,pp. 25-79; Kaylyn Kinder, Eighteenth-Century Reception of Italian Opera in London, M.A. diss., University of Louisville, 2013, pp. 21-25

[35] Michael Burden, “Opera, Excess, and the Discourse of Luxury in Eighteenth-Century London”, XVII-XVIII. Revue de la Société d’études anglo-américaines des XVIIe et XVIII siècles, 71 (2014), pp. 232-248.

[36] Suzanne Aspden, “Managing Passions: The Business of Opera in Eighteenth-Century London”, Journal of the Royal Musical Association, 128:1 (2003), pp.123-136.

[37] Robert D. Hume y Arthur Jacobs, “London”, en Stanley Sadie (ed.), The New Grove Dictionary of Opera, Nueva York, Macmillan, 1997, vol. III,p. 7

[38] Thomas McGeary, “Farinelli and the English: ‘One God’ Or the Devil?”, Révue LISA-LISA e-journal, 2:3 (2004), pp. 19-28.

[39] Robert D. Hume, “Covent Garden Theatre in 1732”, The Musical Times, issue 1678, dec. 1982, pp. 823-826.

[40] Elisabeth Forbes, “Carestini, Giovanni”, en The New Grove Dictionary of Opera, vol. I, p. 731. La estadía de Carestini duró, sin embargo, poco tiempo. Finalizada la existosa serie de funciones de la ópera Alcina, el castrato retornó a Italia, por razones que no han podido hasta ahora dilucidarse. Véase Frédéric Delaméa, “Giovanni Carestini ou ‘l’absolue perfection du chant”, en Philippe Jaroussky, The Story of a Castrato: Carestini, London, EMI records Ltd, 2007, p. 20.

[41] Winton Dean, Handel’s Operas, 1726-1741, Woodbridge, The Boydell Press, 2006, p. 315.

[42] Thomas McGeary, The Politics of Opera in Handel’s Britain, Cambridge, Cambridge University Press, 2013,p. 165.

[43] David Vickers, “Handel’s Alcina”, en Handel, Alcina, Hamburgo, Deutsche Gramaphon GmbH, 2009, p. 15.

[44] Ivan A. Alexandre, “A Necromancer amid his own enchantments”, en George Frideric Handel, Alcina, Paris, Erato Disques SAS, 1999, p. 17.

[45] Para una síntesis más detallada del argumento que la que ofrezco yo en el presente artículo véase Winton Dean, Handel’s Operas, pp.312-315.

[46] Sobre el tópico de las islas mágicas o islas de los demonios en el imaginario cosmográfico renacentista y temprano-barroco véase Frank Lestringant, “L’île des démons dans la cosmographie de la Renaissance”, en Grégoire Holtz y Thibaut Maus de Rolley (eds.), Voyager avec le diable. Voyages réels, voyages imaginaires et discours démonologiques (XVe-XVIIe siècles),Paris, Presses de l’Université de Paris-Sorbonne, 2008, pp. 99 y ss.

[47] Janie Brokenicky, A World of Seclusion: Alcina, Gretchen, and Lily, Master of Music diss., Kansas State University, 2012, pp. 7-8

[48] Winton Dean, Handel’s Operas, p. 317.

[49] Jean-Clément Martin, La Revolución Francesa. Una nueva historia, Barcelona, Crítica, 2013 (2012), pp. 162-165; Peter McPhee, La Revolución Francesa, 1789-1799. Una nueva historia, Barcelona, Crítica, 2003 (2002),pp. 76-78; Denis Richet, “Journées révolutionaires”, en François Furet y Mona Ozouf (eds.), Dictionnaire critique des la Révolution Française. Évenements, Paris, Flammarion, 2007 (1992), pp. 208-210; Simon Schama, Ciudadanos. Crónica de la Revolución Francesa, Buenos Aires, Vergara, 1990 (1989),pp. 456-469.