NICOLÁS KWIATKOWSKI
UNSAM-CONICET
En las últimas décadas, el interés por indagar las concepciones pasadas de los vínculos entre humanidad y naturaleza adquirió un cierto protagonismo en las preocupaciones historiográficas. Si bien existen algunos antecedentes muy ilustres de fines de la década de 1960, como las obras de Clarence Glacken (1967) y Robert Lenoble (1969), sobre todo a partir de la década de 1980 y con más fuerza en los años 1990, ese campo de investigaciones adquirió una vitalidad particular. Obras señeras como las de Keith Thomas (1983) y Harriet Ritvo (1987) fueron seguidas por contribuciones como las de Richard Grove (1995) y John MacKenzie (1998) para dar lugar a un espacio disciplinar por derecho propi o, con manifestaciones específicas como los animal studies, sus propios journals y series de libros en editoriales de prestigio en todo el mundo (Brill, Reaktion Books, Chicago University Press, Palgrave, Marsilio; entre nosotros, Adriana Hidalgo, etc.)
Los temas específicos han sido muchos: las cambiantes concepciones de la naturaleza y de sus relaciones con la humanidad, las formas de la intervención y el impacto humanos en los ecosistemas, incluyendo el modo en que la expansión imperial europea se relaciona con ellos, el peso simbólico de algunos aspectos peculiares (ciertos animales, plantas, paisajes) en distintos horizontes civilizatorios, los esfuerzos en pos de la conservación de la naturaleza en general y de algunas especies en particular, el estudio científico de plantas y animales y las formas de su exhibición en diferentes instituciones, etc. Por cierto, no fueron solamente historiadores quienes se interesaron por estos asuntos: también se inclinaron a estudiarlos antropólogos (Descola, 2013 [2005]), filósofos (Latour, 1993 [1991]; Derrida, 2008 [2002]) y otros especialistas (ya mencionamos a geógrafos, como Glacken). Los motivos de ese interés creciente no deberían sorprendernos demasiado. No solamente vivimos en una época en que las consecuencias de la acción humana en la naturaleza parecen cada vez más obvias, sino que además las exigencias de una acción política decidida para mitigarlas adquirieron notable centralidad. De igual modo, no pensamos hoy nuestras obligaciones para con otros seres vivos ni los posibles derechos de “animales no humanos” como lo hacíamos hace un puñado de años, y eso ha impulsado la reflexión respecto de las características de esos fenómenos en otros tiempos y lugares.
Si esa cronología y ese contexto son correctos, puede resultar de interés sondear la obra de José Luis Romero en busca del papel que el tema de la naturaleza tuvo en varios aspectos de su interpretación de la historia de Occidente en la larga duración, pero también en algunos caracteres importantes de su aproximación a la historiografía. La cuestión aparece con claridad en al menos tres tópicos, que se analizarán a continuación: 1. la naturaleza humana, 2. las concepciones de la naturaleza en la larga duración y las formas de conocerla, y 3. el papel de la naturaleza en el concepto de “vida histórica”.
1. Naturaleza humana
Romero abordó el tema de la naturaleza humana explícitamente en al menos un texto, consagrado a ese problema en el pensamiento griego clásico (Romero, 1940). Nuestro autor inaugura su exploración del problema con una cita de Heródoto (I, 131) según quien en Grecia, a diferencia de Persia, la concepción del hombre y la concepción de la divinidad no pueden buscarse separadamente, de modo tal que se concibe al hombre griego como naturaleza diferenciada de la del dios y la de la bestia. De esto se desprende una idea particular de la imperfección humana. Según Romero:
“Para el griego, vivir dentro de un orden moral no significa de manera alguna limitar la libertad del individuo: antes bien, significa alcanzar una específica libertad humana. Porque el prescindir del Ethos sólo es concebible cuando se aspira a libertar el Pathos de toda restricción, y dejar la conducta atada al solo impulso de la pasión. Pero esto es para el griego la aspiración más alejada de la libertad. Sin saberlo, por el predominio de la pasión se ata el hombre a una causalidad natural, que rebaja al ser humano hasta una comunidad con el ser irracional. De esta comunidad de naturaleza es, precisamente, de lo que el hombre quiere liberarse, así como de ese sometimiento a lo que hay de naturaleza en el hombre, que puede derivar de esa comunidad. El logro de esa libertad se obtiene por la creación de un ámbito de exigencias morales, propias de la naturaleza ética y de la naturaleza social del hombre”.
Quizás pueda resultar algo extraña esta separación tajante de ethos y pathos en el concepto de la naturaleza humana en el pensamiento griego, si consideramos la doble faz del problema indicada por Nietzsche con la dualidad entre lo apolíneo y lo dionisíaco, que Romero conocía muy bien (véase por ejemplo Romero, 1941, y Romero, 1952, cap. 3). Es posible que eso se explique en este ensayo por el intento de enfatizar el afán por el cosmos sobre el caos en el problema estudiado. En todo caso, como bien ha demostrado Santiago Peña, Romero volvería a abordar este asunto al aproximarse a la recuperación del mundo clásico en el mundo renacentista, cuando el ser humano aparece como objeto de reflexión sistemática y la civilización helénica se constituye en uno de los “fundamentos de nuestras ideas sobre el hombre y su naturaleza” (Peña, s/f, ¿2021?). Más adelante, tal cual detectó Peña y veremos luego, Romero atribuiría a Maquiavelo el [re]descubrimiento del hombre como ser natural: “lo esencial del hombre es que, por debajo de cuanto ha hecho de él un ser civilizado, subyacen y perduran sus caracteres primigenios, los instintos egoístas de conservación y los impulsos volitivos de dominio. Rigen para él, fundamentalmente, los principios que rigen la naturaleza porque es, ante todo, ‘naturaleza’ y todo lo demás en él es sobreagregado, resultado de una voluntad constrictiva” (Romero, 1943, cap. III).
2. Las concepciones de la naturaleza en la larga duración
2.a. Antigüedad
Ya en un texto generalista, publicado en 1945, sobre la historia de la Antigüedad y la Edad Media, Romero había prestado atención a las relaciones entre humanidad y naturaleza como elemento explicativo en la larga duración. En el capítulo sobre el paleolítico, nuestro autor plantea la visión tradicional del ser humano en la edad de piedra como uno enfrascado en la lucha por la existencia, capaz de sobreponerse a los desafíos de “la naturaleza que lo circundaba” a partir del uso de su inteligencia y echar, así, “las bases de una civilización” (Romero, 1945, cap. 3). Para el neolítico, en cambio, “algunos privilegiados” habrían logrado comprender el sentido de “ciertas leyes de la naturaleza”, cuyo secreto habrían conservado porque “constituía la base de su poder”. A partir de entonces, no solo pudieron “aprovecharse de la naturaleza” y “evitar sus mayores peligros”, como en el paleolítico, sino que también aprendieron “a producir a voluntad lo que antes debían encontrar al azar”, a partir de la invención de la agricultura y la ganadería (idem, cap. 4). Más adelante, Romero destaca la “divinización de las fuerzas de la naturaleza” entre los egipcios del Nilo (cap. 7), la “religión naturalística” de los medos y los persas (cap. 12) y la “adoración de las fuerzas de la naturaleza” entre los griegos de los tiempos más antiguos, luego desplazada por la antropomorfización de las divinidades (cap. 18).
El asunto reaparece en su análisis de la constitución del espíritu clásico, en el libro sobre el pensamiento histórico de la cultura griega, de Heródoto a Polibio (Romero, 1952, cap. 3). Allí, Romero considera que uno de los aspectos más significativos del “sistema de los ideales clásicos” es el rechazo “de la concepción mística de la naturaleza”, característico de ciertas actitudes religiosas. Esto implica, en los siglos V y IV a. de C., el surgimiento de una filosofía que aspiraba a proveer una explicación naturalista del universo o, lo que es otra expresión de lo mismo, una explicación mecánica de la naturaleza que, “excluyendo una voluntad sobrenatural, permitiera una comprensión racional de su secreto y liberara al hombre de la actitud sumisa y temerosa en que se hallaba frente al misterio”. Igualmente, se afirmaba así la convicción de que existía un orden universal, un cosmos comprensible mediante la razón humana que despojaba a la naturaleza de sus características caóticas o tumultuosas imperantes en las concepciones místicas. Si ese era el caso en el ámbito de la naturaleza, tampoco en el de la “vida humana”, histórica y social, ocurrían las cosas sin razón ni necesidad. La contracara del descubrimiento de un orden en la naturaleza es, entonces, el principio del descubrimiento del ser humano y sus órdenes. Seguramente podríamos hallar en esta formulación, in nuce, un argumento al que volveremos más adelante: el de la “vida histórica” como anverso de la “naturaleza”, como el equivalente conceptual para las ciencias humanas de esta última noción en las ciencias naturales.
Específicamente para el caso de Polibio, Romero encuentra un sistema coherente de ideas, según el cual “la vida de los hombres obedece en última instancia a la ley de la naturaleza”, criterio que le parece suficiente para deducir de él los principios explicativos del origen del poder. Sin embargo, pronto reaparece en el análisis del historiador de Megalópolis una “contradicción” que se nos había presentado casi superada. Por un lado, está la concepción de la vida histórica como regida por el mero azar o “arbitrio de los dioses”, con el telón de fondo de la permanente naturaleza “del hombre y las colectividades”. Por el otro, se insinúa la existencia de “un orden legal, dentro del cual se inserta el desarrollo histórico, según un curso necesario” (idem, cap. 11). La tensión entre un transcurrir histórico imprevisible y caótico, de una parte, y un decurso según “una ley inmutable de la que no es posible escapar”, de otra, vuelve a introducir la convivencia en el pensamiento griego clásico de una faz apolínea y una dionisíaca, en este caso en relación con la naturaleza… humana.
2.b. Naturaleza y humanidad en la Edad Media y el Renacimiento
Aclaremos, desde el inicio, que Carlos Astarita se ocupó de esta cuestión con gran profundidad en su ensayo sobre “José Luis Romero, medievalista” (Astarita, s/f). Es bien sabido que, para Romero, la Edad Media era la época de la génesis de la cultura occidental y, en tanto tal, encerraba “el secreto de una de las dimensiones posibles de nuestra cultura”, que persiste desde el Renacimiento “a pesar de los embates de la modernidad”. Se enfrentan así una “mentalidad naturalista”, alumbrada por Leonardo, Giordano Bruno, Maquiavelo, Rabelais, Galileo y Descartes, que Romero consideraba aún no realizada en su totalidad, y una “mentalidad teísta” de cuño medieval, que había logrado mantenerse a través de la modernidad (Romero, 1948). Es así que la tensión entre naturalismo y teísmo, y no el triunfo del primero sobre el segundo, sería la clave fundamental para la mejor comprensión del mundo moderno.
En ese marco, para Romero, puede rastrearse en “la prehistoria del espíritu burgués” una presencia renovada de la naturaleza sensible, que nuestro historiador intuye en bestiarios, libros sobre la naturaleza y las maravillas del mundo, a partir de una recuperación de la tradición antigua (Plinio entre otros), renovada a partir de fuentes musulmanas. Brunetto Latini, Vicente de Beauvais, Tomás de Cantimpré y muchos más indican que, en los siglos XII y XIII, “las cosas de la naturaleza comenzaron a despertar una viva curiosidad”. No se trata solamente de un interés recobrado, sino también de un eje puesto en “el regocijo por la diversidad de lo creado”, vinculado con fines prácticos, por fuera del “misterioso encanto de la simbología” (Romero, 1954). En la Alta Edad Media, por lo demás, las formas de vida señoriales se volcaron a un naturalismo de nuevo tipo, que Romero considera refinado, inclinado por ejemplo al goce como un ideal de vida, al amor como absoluto. Se trataba de un sistema diverso del anterior, “ingenuo y espontáneo de la vieja aristocracia, que solo se sentía realizada en la hazaña”. La cortesía consideró al amor como una experiencia humana y natural capaz de producir “un enajenamiento rayano en lo sobrenatural” (Romero, 1959). Una vez más, para Romero, esa presencia de la naturaleza se ve acompañada por “la presencia del hombre”, no ya como héroe o santo, sino como “ser de carne y hueso con un destino terrenal”, al que se asigna valor aunque sea ajeno a la trascendencia (Romero, 1954): el naturalismo trasmutado que yacía en la concepción cortés de la vida no conocía otra felicidad posible que la de este mundo (Romero, 1959). Las tradicionales vida activa y vida contemplativa, que tanta preocupación causaron en el tardomedioevo y el Renacimiento, pueden concebirse también en relación con determinadas actitudes respecto de la naturaleza.
En el cuarto capítulo de la primera parte de La revolución burguesa en el mundo feudal, la frontera entre la realidad natural y la sobrenatural se analiza con mucho detalle(Romero, 1967). Romero asume allí la existencia de un orden cristianofeudal, postulado como ecuménico, que configuraba una imagen de la realidad, válido tanto para quienes podían “elegir una forma de vida” cuanto para quienes ésta les venía impuesta. Notemos al pasar que esta presunción de la existencia de una cultura unitaria para toda la sociedad de un tiempo y un lugar determinados puede parecer algo extraña, tras un largo tiempo de interés historiográfico por las relaciones entre cultura popular y cultura de elite, por las culturas de clase y, más recientemente, aquellas de identidades más fragmentarias, que puso en cuestión la posibilidad de hablar de una “visión de mundo” común. Pero era bastante normal en la historiografía de hace medio siglo, cuando Jacques Le Goff podía definir las “mentalidades” como el nivel “de lo cotidiano y de lo automático (…), lo que César y el último de sus legionarios, san Luis y los campesinos de sus tierras, Colón y el marinero de sus carabelas tienen en común” (Le Goff, 1974).
Más allá de esta discusión, para el autor, “el hombre [del orden cristianofeudal] percibía la inequívoca regularidad de la realidad natural en la que se insertaba su vida, y se adecuaba a ella en su acción cotidiana” pero confiaba también “en la realidad de las cosas que no conocía empíricamente”, en lo que constituía una confusión de elementos reales e irreales (Romero, 1967, 184 y ss). Eso hacía posible que se creyera en animales fabulosos o razas monstruosas, que se buscara a gigantes o enanos en diversos lugares de la tierra, que fuera posible esperar que algunas personas predijeran el futuro o que los demonios tentasen a los humanos para inducirlos al mal y los ángeles y santos los protegiesen. Los prodigios y maravillas se proyectaban a lugares lejanos, pero también los lugares cercanos, donde imperaba la regularidad natural, podían estar llenos de misterios: la realidad natural estaba saturada de elementos sobrenaturales y se buscaba la coherencia entre ambos órdenes. Para la “mentalidad cristiano feudal”, entonces, la causa profunda de la realidad “no pertenece al orden de lo natural, sino de lo sobrenatural, al milagro, al prodigio” (Romero, 1987, III, 1). Para Romero, “la experiencia primaria de los hombres, que viven de y en la naturaleza, aunque naturalmente existe, es invalidada por un sistema interpretativo apoyado en un elemento autoritario, sea de naturaleza carismática o simplemente mágica. La experiencia está sumida en un sistema de pensamiento en el que la causalidad es sobrenatural” (Romero, 1987, III, 1). Nuevamente, puede que estas distinciones lleven al lector a recordar la acusación de Foucault a los historiadores, quienes presuntamente tendrían “una idea muy estrecha de lo real” que excluye a lo imaginario (Foucault, 1980, 15), pero esa invectiva, hasta donde sé, no se publicó sino en 1980 de manera que no podemos conocer cómo habría respondido nuestro autor a esa observación. En todo caso, la distinción real-irreal parece más un modo de hablar que, sin embargo, considera a lo irreal como parte importante del universo histórico digno de consideración.
Para Romero, se buscaba ajustar ambos universos en una misma lógica explicativa: “era el hábito reiterado de interponer entre el sujeto y el objeto del conocimiento una interpretación adquirida en virtud de la cual la realidad natural no parecía sino un conjunto de signos a través de los cuales se expresaba una realidad no sensible pero que constituía el verdadero ser”. El conocimiento adquirido exclusivamente por los sentidos no era fiable, no bastaban la experiencia ni la razón para comprender las explicaciones últimas de ese mundo complejo, que sólo podían alcanzarse por revelación divina, mediante “sueños y visiones” u otras formas de iluminación. Todo esto disuadía “al hombre de la ilusión de conocer directamente la realidad” natural. En ese marco, continúa la historia, el hombre descubría mediante los sentidos que era parte de la realidad natural, pero encontraba igualmente que la realidad sobrenatural se filtraba en la experiencia inmediata y aprendió a despreciar lo que había en él de naturaleza. Lo sobrenatural era eterno, lo natural era efímero; el cuerpo (material, vil) pertenecía a este campo de lo mortal, el alma (inmaterial, noble) a aquel de lo trascendente (Romero, 1967, I, 4.2). Así, las concepciones de lo natural y lo sobrenatural aconsejaban un desprecio del mundo y una separación de él, llevaban a la idealización de la actitud del anacoreta.
La aparición de la burguesía, sostiene Romero, a partir de una “revolución burguesa” en los siglos XI y XII, implica el desarrollo de experiencias sociales nuevas y la disociación, por primera vez, de la relación entre realidad e irrealidad. Aparece entonces “un nuevo principio de explicación causal, la causalidad natural”. Ocurre entonces que se procede a “desglosar la realidad natural o sensible como realidad cognoscible, y separar la irrealidad, o si se prefiere la realidad sobrenatural, admitiendo que no es cognoscible por las mismas vías que la realidad natural” (Romero, 1987, III.1). En la tercera parte de La revolución burguesa…, Romero narra el surgimiento de una “nueva imagen de la naturaleza, del conocimiento y de Dios” (Romero, 1967, 426 y ss). El despliegue de la economía dineraria y de la vida urbana llevaron al quiebre de los vínculos de dependencia personal característicos de la época feudal. Una consecuencia necesaria de todo ello fue un alejamiento de la naturaleza, que se volvió así un mundo separado del humano-urbano. Así, “el hombre nuevo comenzó a gustar del espectáculo que la naturaleza ofrecía, pero trató también de conocer sus secretos” por medio de nuevas formas de indagación, que modificaron también la imagen de sus relaciones con Dios. De un mundo cristianofeudal en el que la naturaleza era “el imperceptible ambiente en que transcurría la existencia del señor y el campesino”, que “no se contemplaba ni se trataba de conocerla” sino que “simplemente era vivida”, pasamos a un escenario en el que la distancia física y la independencia adquirida respecto de la naturaleza permiten una disociación creciente que produce una nueva imagen de ella. Se la percibe entonces como un mundo ajeno, encantador, emocionante, disfrutable y cognoscible. El conocimiento directo de tierras distantes también contribuyó a esa transformación, pues la naturaleza dejaba de ser monótona, uniforme, y pasaba a ofrecer nuevas sorpresas; también llevó a descartar los prodigios antes imaginados. Ese nuevo mundo natural podía, entonces, ser objeto de admiración estética, de exaltación poética y de conocimiento empírico.
Se trata, en suma, del surgimiento de una nueva mentalidad, estrictamente burguesa, que se desarrolló a partir de nuevas formas no feudales de vida surgidas en las ciudades estado italianas primero, de Flandes y Alemania luego. De allí provienen la nueva imagen de la naturaleza (y con ella la transformación técnica) y la nueva imagen del ser humano y de la sociedad (puesta de manifiesto en la organización y el gobierno de las ciudades) (Romero, 1969). Resuenan aquí, por supuesto, las ideas de Burckhardt en La cultura del Renacimiento en Italia: recordemos que el historiador suizo dedicó la cuarta parte de su obra al “descubrimiento del mundo y del hombre” (Burckhardt, 1984 [1860]), una fórmula probablemente tomada de la Historia de Francia de Michelet (Michelet, 1855, IX, 8). En su Estudio de la mentalidad burguesa, Romero intenta periodizar este proceso de cambio. Entre el siglo XI y el siglo XIV, “las formas típicas del pensamiento [burgués] no han surgido aún de manera consciente”; se trata en cambio de una etapa de “acción espontánea y experiencia”. En una etapa posterior, entre el siglo XIV y el XVIII, “la mentalidad burguesa toma conciencia de sí misma” y se convierte en ideología. Es entonces que la naturaleza comienza a gobernar el mundo profano, que funciona como un sistema mecánico, “totalmente desligado de cualquier idea moral o trascendente”. Es el período que va “desde la etapa originaria hasta la eclosión de la mentalidad burguesa madura”. Un componente importante de esta etapa es “el retorno de la actitud que tenía el hombre antiguo frente a la naturaleza y el retorno de su sensibilidad”, recuperadas e imitadas, pero de una forma original, en Italia en los siglos XIV y XV (Romero, 1951). En el siglo XVIII se produce una “revolución ideológica”, aquella de la Ilustración, cuando se crean no solamente estructuras políticas y económicas nacionales, sino que también aparece un desarrollo notable del conocimiento científico, que “repercute en la esfera de las ideas sociales y religiosas: todo el desarrollo de la física y la astronomía […] conmueve las creencias tradicionales”. Quizás más importante para nuestros propósitos, a partir de ese momento “la naturaleza empieza a escribirse con mayúscula”, adquiere una existencia propia. Podía creerse que había sido creada por Dios, pero tenía sus propias leyes (Romero, 1987, II, 2 y 3).
Para Romero, la idea de que la realidad sensible es natural y no está “infiltrada de sobrenaturalidad” es un componente fundamental de la mentalidad de la burguesía, hasta el punto de que la adopta “como una teoría, casi como una ideología”. Emerge un principio realista de interpretación del mundo, por el cual se aspiraría a comprender la realidad a partir de lo sensible y no a partir de los ideales, los mitos o los símbolos: “llegado a un punto, el científico dice ‘desde aquí no sé más, es posible que sea obra de Dios’”. Así, “lo propio de la mentalidad burguesa es percibir la naturaleza como algo que está fuera del individuo, que es objetiva y que puede ser conocida”, de manera que el individuo se convierte en sujeto que conoce y la naturaleza en objeto conocido. El ser humano se separa de la naturaleza como la realidad sensible se separa de la sobrenatural. Pero como consecuencia de todo esto la naturaleza no solo puede ser conocida, y por ende dominada, sino que también su belleza puede ser admirada. Arte y ciencia cruzan sus caminos: el “paisaje es una naturaleza vista analíticamente y reconstruida luego sintéticamente, a través de un proceso mental: así lo dice Leonardo, que da la receta para pintarlo”. Todo esto “conforma una idea de la naturaleza absolutamente distinta de aquella en que era simplemente concebida como creación divina, en la que el hombre constituía un elemento creado más” (Romero, 1987, III, 2).
2.c. Oriente y América en relación con la idea de naturaleza de la burguesía europea
El surgimiento de una nueva idea de la naturaleza y el de una nueva relación entre ser humano y mundo natural en la época burguesa no son, para Romero, procesos que puedan comprenderse prestando atención solamente al mundo europeo. Las experiencias individuales y colectivas vinculadas con el conocimiento de otros contextos fueron también fundamentales para estos devenires. Así, por ejemplo, nuestro autor pensaba que “el emigrante conoció nuevas naturalezas y cada una de ellas le propuso sus problemas particulares. Una nueva tierra, un nuevo bosque, un nuevo mar, suscitaron una insaciable curiosidad urgida por la necesidad del aprovechamiento y muy pronto se conformó una nueva actitud cognoscitiva, basada primero en la experiencia y, muy pronto, en la repetición metódica de la experiencia, esto es, en el experimento de alcance científico” (Romero, 1943, introducción a la ed. de 1970).
Con las cruzadas y el contacto con Oriente; con la extensión de la frontera alemana hacia el este, con el avance hacia el sur en España e Italia, “la expansión geográfica y política contribuye a formar una imagen del mundo radicalmente diferente”. No se trata solamente de un contacto súbito con otras culturas, sino también con un mundo natural que permite “comprobar por una parte la existencia de una naturaleza absolutamente homogénea, y por otra, diferente y diversa pero incluida dentro del orden natural. Los cruzados, como luego lo harán Vasco da Gama o Colón, en las Indias de Oriente y Occidente, descubren que la naturaleza es muy variada, con paisajes cambiantes, plantas y animales diversos y exóticos, pero pertenecientes siempre a ella, y que lo distinto no es sobrenatural —el mundo de los gnomos, los dragones, los gigantes— sino simplemente diferente y real. Lo maravilloso irreal deja paso a lo asombroso”. Esas experiencias fortalecen la idea de la naturaleza como ajena al individuo, como objeto posible de conocimiento, como espacio a dominar y someter (Romero 1987, III. 2).
Pero además de todo esto, ya mucho antes de preocuparse por el modo en que la experiencia del conocimiento de tierras distantes afectó la comprensión de la naturaleza característica de la mentalidad burguesa, Romero había detectado el impacto que esa nueva concepción del mundo había tenido en el continente americano. En un texto de 1943, el autor sostenía que la americanidad, manifestada “en el hecho mismo del descubrimiento y la conquista, nace del fervor renacentista por la acción y por la aventura, y este fervor cuaja con ella desde el primer día en América”. El “escenario abierto” del continente americano era un espacio de posibilidades para la “voluntad descubridora” característica del Renacimiento. En América, la acción “se manifestó en el esfuerzo heroico y esforzado por la posesión de la tierra en lucha simultánea con el aborigen y con la naturaleza, seguro de que el primero no poseía los caracteres con que él concebía la humanidad o, al menos, los que configuraban el tipo del dominador, y de que la segunda se hallaba totalmente virgen”. En ambos campos, la consecuencia fue una organización y una explotación “sistemática y creciente”: “los ideales de vida correspondían así al sentido de la aventura y de la acción y surgían como florescencia del ejercicio acendrado del dominio de la naturaleza en un ámbito virgen a toda experiencia de cultura” (Romero, 1943b). Hoy, resulta por cierto muy difícil aceptar esta idea de una América prehispánica carente de cultura.
También el tema de las tensiones entre campo y ciudad en el ámbito latinoamericano, central para la comprensión de la historia del continente desde el punto de vista de Romero, se vincula en su análisis con la cuestión de los vínculos entre humanidad y naturaleza. No se trata solamente de dos realidades históricas y sociales distintas, sino que además estas han engendrado mentalidades divergentes, lo que para Romero constituye “un problema heredado” en Latinoamérica, pues existía ya en Portugal y España. Fue precisamente en la época de la conquista de América, prosigue el argumento, que se desarrolló “una vasta literatura nostálgica que suele llamarse bucólica o pastoril, de remota inspiración helenística y tradición virgiliana. La evocación de los encantos de la vida en el seno de la naturaleza, entre bosques, fuentes y mansos rebaños, libre de los sobresaltos de la vida urbana, al margen de las falaces ambiciones que agitaban las cortes y ciudades, […] se transformó en materia convencional de una nutrida literatura”. Era esta una expresión literaria de la divergencia creciente entre dos ideologías, la rural, campesina o noble pero hostil al cambio, y la urbana, que cuestionaba la “vida natural y espontánea” y abrazaba el cambio. Ambas ideologías pasaron al Nuevo Mundo, donde “las tierras tenían dueños y fue necesario conquistarlas sometiéndolas y procurando que quedaran en ellas para que las trabajaran al servicio de sus nuevos señores”, al tiempo que estaban “poco urbanizadas fuera de las dos grandes ciudades de Tenochtitlan y Cuzco”. De tales conflictos surgió en América una “ideología rural popular”, propia de los vencidos, que mutó en rebeldía o en resignación. Fue en ese contexto que se desarrollaron “procesos de mestizaje y aculturación sin reservas” y, en consecuencia, “una concepción de la vida híbrida, […] que se organizó alrededor de un sentimiento casi feroz: el de la libertad individual en medio de la naturaleza”. Fue, en cambio, sostiene Romero, de la burguesía urbana y su ideología que nacieron la revolución de independencia y sus esquemas ideológicos, pero su tibieza provocó el desafío emancipador de las masas rurales (Romero, 1978). Respecto de este tema y de las posibles relaciones entre estas elaboraciones de Romero y la obra de Raymond Williams, puede consultarse con provecho el texto de Alexander Betancourt Mendieta (2001).
2.d. Ciencia natural en Argentina
En el apartado anterior, quedó claro que las formas en que se construía el conocimiento acerca de la naturaleza y los descubrimientos puntuales en ese campo eran, para Romero, una parte importante del abordaje de la cuestión de las relaciones entre humanidad y naturaleza en la larga duración en Occidente, aunque no agotaban el tema, que tenía otras ramificaciones de importancia. Sin embargo, el problema específico de la historia de las ciencias naturales despertó el interés de nuestro autor en más de una ocasión. Así, por ejemplo, en El desarrollo de las ideas en la sociedad argentina del siglo XX, el asunto aparecía repetidamente. En el primer capítulo de esa obra, Romero insiste en que “las proyecciones del pensamiento teórico europeo se advirtieron también […] en el campo de las ciencias naturales, son de el evolucionismo darwiniano comenzaba a adquirir el valor de una explicación universal”. Nuestro historiador destacaba el papel de Florentino Ameghino en la introducción y defensa del darwinismo a partir de inicios de la década de 1880, frente a la “doctrina creacionista, que defendía el sabio director del Museo de Buenos Aires, Carlos Burmeister”. La construcción de instituciones científicas había sido, para Romero, fundamental en ese desarrollo: la Sociedad Científica Argentina (1872), la Academia de Ciencias de Córdoba (1873), el museo mencionado, que Ameghino dirigiría a partir de 1902, el Museo de La Plata (1884), fundado por Francisco Moreno, etc. Por supuesto, Romero incluía también en el avance del cientificismo el papel de José María Ramos Mejía (Romero, 1965, I, 4). Ameghino reaparecería en el capítulo siguiente (II, 6); también merecían consideración las ideas de Alejandro Korn respecto del realismo y la capacidad humana de someter a la naturaleza a partir de “el instrumento de esta liberación”, conformado por la combinación de la ciencia y la técnica (III, 5).
3. “Vida histórica” y “naturaleza”
Conocemos de sobra que el concepto de “vida histórica” era central para la historiografía de José Luis Romero, quien preparaba antes de fallecer una teoría general de esa noción, a la que se había aproximado en varias ocasiones. Un artículo esclarecedor de Daniel Bernardo Sazbón se ha ocupado de establecer con precisión los vínculos de ese concepto con el historicismo alemán, en particular con la obra de Wilhelm Dilthey (Sazbón, s/f ¿2021?). Luis Alberto Romero también delineó las muchas dimensiones del concepto y su vínculo con pensadores como Weber, Simmel, Durkheim, Cassirer y Ortega y Gasset, pero siempre dentro de una concepción historicista. Para Luis Alberto, Romero creía que “la ciencia histórica no podía aspirar a un conocimiento objetivo de acuerdo con el paradigma de las ciencias naturales. El rigor es condición necesaria del saber histórico, tanto en la búsqueda de datos como en su análisis, pero la comprensión implica necesariamente una dosis de subjetividad y compromiso, implícita en toda conciencia histórica” (Romero, 2005 [1976]). Aun intentando no repetir aquí esos descubrimientos, resulta necesario establecer algunas precisiones respecto de las relaciones entre “vida histórica” y “naturaleza”.
En un artículo de 1975, publicado tres años después, Romero afirmaba que todo el conjunto de las “ciencias antroposocioculturales” necesitaba un concepto básico, equivalente “en alcance y significación” a cuanto la “naturaleza” significa, al menos desde el siglo XVII, para las ciencias biológicas: la “vida histórica” debía representar ese papel. Esa idea no debía contener solamente “la determinación temporal del pasado” y la “vida histórica vivida”, sino también la “vida histórica viviente”, de manera que abarca tanto el pasado como el futuro y la instancia subjetiva del presente. Se trata, en suma, de “una temporalidad experiencial del devenir biológico del individuo, del devenir social de los grupos y del devenir de la creación cultural”.
Sin embargo, los paralelos entre “vida histórica” y “naturaleza” no terminan allí. Romero sostenía que así como la naturaleza tiene “tres reinos reales”, la vida histórica tiene “tres reinos conceptuales”. Aclaremos aquí que la definición de los reinos ha cambiado a lo largo de la historia del pensamiento occidental. Entre Aristoteles y Linneo, se concibió la existencia de dos reinos en los que se organizaba la vida (el animal y el vegetal), a los que Linneo agregó un tercero por fuera de la vida, el de los minerales. En 1866, casi un siglo después de la muerte de Linneo, Ernst Haeckel propuso que se sumase un reino adicional entre los seres vivos, el de los Protista, “organismos neutrales” o “formas primitivas”, unicelulares, que no eran animales ni vegetales. El siglo XX vio emerger diversas teorías posteriores, con una categoría por encima de los reinos (llamada “imperio” o “dominio”) y entre cuatro y ocho reinos de seres vivos. En todo caso, como decíamos, Romero acepta la división más tradicional, de Linneo, en tres reinos (animal, vegetal, mineral), y concibe la existencia de tres reinos conceptuales de la vida histórica: el del sujeto histórico (individual o colectivo), el de la estructura histórica y el del proceso histórico (Romero, 1978 [1975]).
En una conversación apenas posterior con Félix Luna, Romero insistió con la analogía entre “vida histórica” y “naturaleza”, al tiempo que provee algunas precisiones. Allí, el autor compara al historiador con “un médico que estudia la etiología de una enfermedad y de los medios terapéuticos para curarlo”: la comprensión de la “vida histórica” sería a los practicantes de nuestro oficio lo que el conocimiento de la biología del ser humano sería a los seguidores de Hipócrates y Galeno. Romero agregaba además, que la noción de “naturaleza” es una secularización de la idea de “creación divina”, de manera que la “vida histórica” representaría el mismo papel en lo referido al ser humano como criatura: “el continuo de fenómenos relacionados con la existencia, el comportamiento y la creación del hombre, siempre incluido el momento que cada uno llama ‘su’ presente”. Cuando Luna preguntó a Romero si esa no era una operación semejante a la de Taine, Romero respondió con una negativa que recuerda al Vico de la Scienza Nuova (1725): Taine buscaba usar la metodología de las ciencias naturales en las humanas porque las suponía idénticas, nuestro historiador opina lo contrario, que existe un modo de existencia específico del ser humano en sociedad, tal como se articula en el tiempo, que está a nuestro alcance y solo puede comprenderse con métodos específicos (Luna, 1976).
Todo esto parte, quizás, de una evaluación algo optimista de los consensos en la física y la biología. Para Romero, “la vida histórica es algo absolutamente objetivo y constituye el tema de la ciencia histórica. Es como la materia para las ciencias físicas o la vida para la biología. Sería el equivalente exacto. Si a un físico se le preguntara de qué se ocupa, diría ‘Me ocupo de la materia’, y tendría que explicar a que está llamando materia’” (Luna, 1976). Sin embargo, sabemos que los físicos están de acuerdo en que la mecánica cuántica funciona bastante bien para explicar el comportamiento de partículas muy pequeñas, mientras que la teoría de la relatividad general de Einstein se aplica a partículas más grandes. Ambas teorías son incompatibles y Einstein buscó en vano una forma de unificarlas. Esa divergencia no implica que el trabajo de los físicos haya encontrado barreras imposibles de superar. Todos ellos se ocupan de la “materia”, sí, pero con teorías específicas para explicar el comportamiento de diferentes clases de partículas. Algo semejante puede decirse, hoy, de la teoría de la evolución darwinista y la “síntesis moderna” de Huxley, ambas en discusión, entre especialistas dedicados a estudiar el problema con la biología molecular como foco principal, desde la década de 1960. ¿Podrían, entonces, todas las “ciencias antroposocioculturales” tener éxito en encontrar una teoría y un objeto unificados cuando parece que las ciencias “de la materia y de la vida” no lo están? ¿Sería eso deseable? Para todo lo demás, al menos desde Marc Bloch hasta Carlo Ginzburg, hemos tenido respuestas diversas a la pregunta sobre el carácter científico de la historiografía en comparación con el de las ciencias de la naturaleza (Bloch, 1950 [1914]; Ginzburg, 1979). Ideas que podrían, quizás, compararse con las de Romero en algunos pasajes de su De Heródoto a Polibio. Pero eso queda fuera de los alcances de este ensayo.
4. Naturaleza e historiografía
El muy temprano interés de José Luis Romero por las concepciones de la naturaleza, sus cambios y relaciones con otros aspectos de la experiencia humana en el pasado es un aspecto interesante y original de sus indagaciones. Como se indicó al inicio, algunos de sus contemporáneos se interesaron por el mismo problema, también con gran profundidad y erudición. Así, por ejemplo, en 1967 Clarence Glacken publicó Huellas en la playa de Rodas, donde buscaba distinguir las categorías prevalecientes a la hora de definir el vínculo del mundo humano con la naturaleza en la civilización occidental desde la antigüedad hasta el siglo de las Luces. Para Glacken, el Renacimiento habría sido la época en la que los estudiosos de la naturaleza aprendieron a distinguir con claridad el paisaje intocado del paisaje modelado y modificado por el ser humano, así como las distintas proporciones entre lo salvaje y lo cultivado que se encuentran en los casos concretos. Aparentemente, en el contacto con el Nuevo Mundo, los europeos tuvieron una experiencia directa de los vastos espacios despoblados o habitados por grupos humanos dispersos (las selvas, sabanas, estepas, altas cumbres, altiplanos, etc.). No parecería caprichoso ligar esta forma de contacto con el mundo natural a la toma de conciencia sobre las posibilidades de explotación intensiva y sistemática de los recursos naturales (minería, plantaciones). Dos años después, Robert Lenoble publicó su Esquisse d’une histoire de l’idée de nature (1969), donde sostenía la idea de que el Renacimiento fue la época en la cual saber natural y saber artístico alcanzaron su mayor aproximación, al punto de que los procedimientos del uno se extrapolaban en el otro e incluso, en algunas ocasiones, como fue el caso de la perspectiva, los dispositivos de observación y construcción del conocimiento intelectual y de la obra artística se identificaban de modo absoluto. Es evidente la posible articulación de ambas obras con las preocupaciones de Romero y la semejanza de algunas conclusiones. El hecho de que no encontremos referencias a ninguno de los dos autores en las obras publicadas del historiador argentino indica, quizás, las dificultades del desarrollo de la profesión en un contexto periférico y en una época en que, comparativamente con la nuestra, el acceso a las novedades era más arduo (aunque eso implicara la ventaja de que muchas novedades insustanciales, que no es el caso, rara vez distrajeran la atención).
Romero jamás tuvo, en cambio, siquiera la posibilidad de conocer otros abordajes que seguramente le habrían resultado interesantes o, al menos, lo habrían incitado al debate. En 1983, Keith Thomas publicó Man and the Natural World, texto exquisito en el que estudia el proceso de domesticación intensa de plantas, bosques y animales que habían permanecido en muchos casos salvajes durante la larga Edad Media, en la Gran Bretaña de 1550 a 1750. El movimiento trajo aparejado, en el plano de las ideas y nociones, el despuntar de un empirismo que reconoció la facultad humana de captación, descripción y aprehensión de la naturaleza, al mismo tiempo que mantuvo los lazos de intimidad y familiaridad que habían anudado lo humano y lo no humano desde los orígenes de la civilización. Poco después, gracias a ese impulso, al de la obra de Harriet Ritvo (1987) y a otros especialistas como John MacKenzie (1998), se propuso el llamado “giro animal”, orientado no solamente a una exploración de las nociones de humanidad, animalidad y naturaleza, sino también a enfatizar aquellos procesos que las ponen en contacto e hicieron posible que se las pensara como dos caras de una misma moneda.
Más tarde, en 2005, Philippe Descola, publicó (en francés) Más allá de naturaleza y cultura. El antropólogo francés buscaba allí trascender y relativizar la oposición, básica en la modernidad occidental, entre esas dos ideas. Según Descola, la comprensión de esos vínculos difícilmente pueda basarse en una cosmología que depende de un contexto específico como el nuestro, pues la separación entre naturaleza y cultura no es universal, tal como supusieron los filósofos europeos desde el siglo XVII, sino que sólo tiene sentido para los modernos. Ese naturalismo, lejos de ser la vara con la que puedan medirse y juzgarse otras culturas, es una entre varias expresiones posibles de esquemas más generales que gobiernan la objetivación del mundo y de los otros. Para demostrarlo, Descola procede al análisis comparativo de lo que denomina cuatro regímenes ontológicos que han gobernado la concepción de las relaciones de identidad y diferencia entre seres humanos y otros seres. Los esquemas no siempre se basan en la idea de que cada uno de esos grupos se desarrolla en mundos que no se comunican entre sí o de acuerdo con principios separados. Los cuatro regímenes son: el animismo, el totemismo, el analogismo y el naturalismo. El animismo se caracteriza, ante todo, por la atribución a humanos y no humanos por igual de una misma interioridad.
Romero, o al menos un Romero temprano, probablemente habría rechazado este último argumento. En un artículo titulado “De qué se trata la historia”, publicado en La Vanguardia en 1939, nuestro autor universalizaba sin medias tintas la distinción entre naturaleza y cultura. “Hubo un instante de la historia del hombre -sostenía- en que éste comprendió que no le bastaba lo que la Naturaleza le ofrecía: ni la caverna para vivir, ni el guijarro para defenderse, ni la caza para alimentarse. Ese día el hombre comenzó a crear. Su imaginación concibió proyectos y sus manos realizaron obras. De esta doble labor del cerebro y la mano, salieron las chozas que reemplazaron a las cavernas, los cuchillos y las hachas pulidas, los tejidos, la alfarería; los animales dejaron de ser cazados para ser domesticados y criados, y los vegetales comenzaron a ser plantados. Esta labor constante de creación no había de detenerse nunca más: lo propio de hombre será, desde entonces, crearse su mundo, su contorno, su ambiente. Frente a la Naturaleza o, por mejor decir, por encima de ella, el hombre crea la Cultura. La Cultura es la mole inmensa de la creación humana, acumulada desde los días de la primera choza y el primer cacharro de barro hasta los tiempos del cemento y el petróleo” (Romero, 1939). Desde el hombre de las cavernas hasta el de la sociedad capitalista contemporánea, para Romero, la oposición naturaleza-cultura todo lo permea: “[todos esos productos] constituyen la Cultura, radicalmente distinta de la Naturaleza en que no es, como ésta, recibida pasivamente por el hombre, sino que es, por el contrario, dolorosa y trabajosamente creada por él” (idem). Se trata de una concepción que, en un texto posterior, Romero identifica también en el pensamiento de Alejandro Korn (Romero, 1956 [1941]). Ese “proceso creador de la cultura” es, para Romero, el tema de la ciencia histórica.
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