Maquiavelo y el realismo republicano en José Luis Romero

LEANDRO LOSADA
(CONICET/UNSAM)

En 1943, José Luis Romero (1909-1977) publicó Maquiavelo historiador[1]. Es un texto importante por varias razones. Por un lado, se conecta con inquietudes, temas y preguntas persistentes en la obra de Romero; en especial, las características y propósitos del trabajo del historiador, la aparición y singularidades de la mentalidad burguesa, y los principios sustantivos y las relaciones históricas entre liberalismo y republicanismo.

Por otro lado, es un trabajo relevante en otro marco, el de las recepciones y lecturas de Nicolás Maquiavelo en la Argentina, y por dos motivos. En primer lugar, para el momento en que Romero publicó su libro, Maquiavelo era una rareza en el ámbito intelectual argentino. Había referencias y alusiones dispersas (motivadas por las disputas políticas antes que por la reflexión desapasionada), y, en especial a partir de la década de 1920, artículos o textos breves que habían propuesto interpretaciones sobre el pensamiento del florentino. Pero, con excepción de un volumen compilado por Mariano de Vedia y Mitre en 1927, Maquiavelo historiador es el primer libro publicado por un académico argentino íntegramente dedicado al estudio del autor de El Príncipe[2].

En relación con esto, y en segundo lugar, Romero propuso una lectura de Maquiavelo diferente, y en algunos casos, opuesta, a otras que ya circulaban en la Argentina, así como a arraigadas tradiciones de lectura en el pensamiento político occidental, por ejemplo aquella que asociaba a Maquiavelo con el mal, en el sentido más amplio e inclusivo del término, el “maquiavelismo”[3]. La singularidad de la lectura de Romero se deriva de los motivos ya señalados, las preguntas y las inquietudes desde las que se acercó y leyó a Maquiavelo: la historiografía y el oficio del historiador, la mentalidad burguesa, el liberalismo.

Romero abordó a Maquiavelo desde una perspectiva integral, si vale la expresión. En su libro, el interés no es solo, ni principalmente, la interpretación doctrinaria de la obra maquiaveliana (sobre la cual, de todos modos y como se verá, hay una toma de posición). Maquiavelo es, para Romero, mucho más que un nombre en la historia de las ideas políticas. Es un símbolo de la consolidación de la mentalidad burguesa en tiempos del Renacimiento y es a partir de esa característica desde la que, en Maquiavelo historiador, se postula por qué fue un punto de inflexión en el pensamiento occidental (Maquiavelo como ruptura con el pasado es una premisa y una perspectiva constante en el libro de Romero). En esta dirección, el aporte sustantivo de Maquiavelo, para Romero, fue su concepción de la política y la perspectiva de análisis propuesta para abordarla, el realismo político.

Para Romero, el realismo de Maquiavelo reflejaba la afirmación del “hombre instalado eminentemente en la realidad sensible”.[4] Desde este punto de vista, Maquiavelo ejemplificaba (incluso más, condensaba) la superación de la mentalidad cristiano-feudal por la mentalidad burguesa. El florentino no era un “antiguo”, sino que expresaba la configuración del “hombre moderno” y la negación del trascendentalismo medieval por la afirmación de una visión profana de la realidad sensible.[5]

En segundo lugar, el realismo había significado llamar a “las cosas por su nombre precisamente en el momento en que triunfaba el compromiso de omitirlo”. El realista Maquiavelo había llevado adelante una operación de desenmascaramiento, de impugnación de velos e imposturas: “Ha desafiado la política de enmascaramiento y ha desplegado todas las posibilidades de la mentalidad burguesa […]. Mente lúcida, desvaneció la tupida red de convenciones y extremó la actitud burguesa fundamental que había sido el entendimiento directo de la realidad”.[6]

Es necesario resaltar las implicancias de estas concepciones del realismo para aprehender su significado, pues suponían disonancias o discrepancias importantes con formas asentadas de pensar a Maquiavelo. El florentino en tanto que expresión de la mentalidad burguesa suponía atribuirle dos rasgos principales, modernidad y profanidad. La modernidad de Maquiavelo, desde ya, no era una originalidad o un descubrimiento de Romero. La importancia de su intervención radica en otros acentos.

Por un lado, en que puede definirse como una argumentación personal, enhebrada entre una lectura directa de la obra de Maquiavelo (la edición que se cita de sus obras completas es la de Guido Mazzoni y Mario Casella, Tutte Le Opere Storiche e Letterarie Di Niccolo Machiavelli, Firenze, Barbera, 1929[7]) y bibliografía especializada que sugiere elecciones deliberadas al momento de abordar al florentino (pues, por ejemplo, no predominan títulos que adhieran a la caracterización de su pensamiento como “maquiavelismo”), aunque tampoco era absolutamente desconocida para quienes ya se habían acercado a la obra del autor de los Discursos en la Argentina. Es decir, la singularidad del texto de Romero no es haber basado sus argumentos en bibliografía desconocida en el país, sino en edificar a través de ella una lectura personal. Entre los principales autores referidos por el historiador se cuentan, de hecho, especialistas insoslayables sobre el florentino, y, además, italianos, como Francesco Ercole, Felice Alderisio, Federico Chabod, Francesco de Sanctis o Pasquale Villari (este último había resaltado el republicanismo de Maquiavelo y su carácter de precursor del patriotismo italiano en su obra de tres volúmenes publicada entre los años 1870 y 1880).[8]

Por otro lado, en las lecturas locales de Maquiavelo habían prevalecido, en general, dos acentos: negar su modernidad, o reconocerla, pero repudiarla. La primera perspectiva tenía antecedentes nada menos que en la Generación del 37. Para Domingo Faustino Sarmiento, por ejemplo, Maquiavelo había sido un símbolo de un momento histórico signado por la corrupción y la violencia (así era retratada la Italia renacentista, al menos en lo referido a su vida política), y por ello, distante en su moralidad pública a un siglo XIX definido por el progreso y la convergencia entre política, moral y justicia. En otra dirección, Juan Bautista Alberdi había concebido a Maquiavelo como un idealizador de la Roma republicana, entendida como un orden social y político marcado por el militarismo y la postergación de las libertades individuales en nombre del bien público; en suma, un símbolo de la “libertad de los antiguos” opuesta a la “libertad de los modernos”. Fuera por ser un nostálgico de la antigüedad o un arquetipo del Renacimiento, Maquiavelo no había sido un moderno[9].

Por otro lado, había quienes habían reconocido la modernidad de Maquiavelo y por las mismas razones que Romero, es decir, por representar la superación histórica de una concepción del mundo según la cual la vida terrenal estaba supeditada a una autoridad trascendente. En ello, sin embargo, no había nada a rescatar. Por el contrario, Maquiavelo, en tanto responsable protagónico de los inicios de la Modernidad e incluso de algunos de sus epígonos, como el liberalismo, era objeto de ataque y de repudio. Así lo habían sostenido autores católicos como Tomás Casares, Julio Meinvielle o Faustino Legón[10]. En oposición a esta lectura, la profanidad de Maquiavelo y la afirmación del hombre en la realidad sensible que su obra exponía, lejos están de ser concebidas como un problema en el libro de Romero.

En otro sentido, el realismo entendido como operación de desenmascaramiento, también se distinguía de lecturas arraigadas, y conocidas y desplegadas en la Argentina hasta el momento de la aparición de Maquiavelo historiador. En primer lugar, y como ya se apuntó, de aquellas que asociaban a Maquiavelo con el “maquiavelismo”, es decir, con la mentira, el engaño o la hipocresía, y que había tenido exponentes en figuras ubicadas en tradiciones políticas opuestas, desde Sarmiento a autores católicos como los citados en el párrafo anterior. Para Romero, Maquiavelo no había ocultado la verdad o enseñado la mentira, sino que había retratado la realidad sin argucias ni dobleces. El florentino no era sinónimo de simulación o de perfidia; por ello, era sorprendente -e infundado- constatar “el curioso destino de su pensamiento, definido con el rótulo de maquiavelismo”[11].

A su vez, la lectura de Romero tampoco asociaba el realismo con una concepción de la política que, por concebirla autónoma (de la religión y de la moral), como “cosa en sí” y despojada de eufemismos, entendiera que su significado profundo era la lucha descarnada por el poder, la violencia o, en una expresión usual entonces, una “política biológica”, de supervivencia del más fuerte. Semejante concepción, también conocida en la Argentina, había sido aludida con acentos positivos (pues permitía desmontar los ecumenismos del cristianismo o del liberalismo, como había afirmado Leopoldo Lugones), así como con rechazo y repudio, en tanto otorgaba legitimidad a los autoritarismos (razón por la cual, ciertamente, Lugones también había celebrado a Maquiavelo, al entenderlo como un padre intelectual del fascismo)[12].

Frente a todo esto, entonces, Romero sostuvo que el realismo implicaba antes que nada una epistemología, un estudio de la política apegado al rigor empírico, y era gracias a éste que había podido llevar adelante la operación de desenmascaramiento en la que había consistido su obra. El florentino había enarbolado un “empirismo radical”. Ese era el sentido de su invocación a la “veritá effetuale”.[13] Desde este punto de vista, Romero tuvo un juicio positivo de un rasgo que otras lecturas habían objetado o desdeñado. En algunos casos, y en el marco de otra discusión perdurable, la relación entre el florentino y el surgimiento de un estudio científico de la política, porque el apego empirista era precisamente la razón que excluía a Maquiavelo de la ciencia política, en tanto le había impedido la abstracción necesaria para identificar principios generales o universales (ese era, por ejemplo, el juicio de Arturo Sampay). Según otras voces, como Tomás Casares, Carlos Astrada o Enrique Martínez Paz, el empirismo maquiaveliano había sido un falso realismo, al basarse en una concepción o en una ontología discutible de la política, que la separaba de una dimensión ética, proviniera ésta de la religión o de la filosofía[14].

La ponderación del realismo de Maquiavelo en Romero tenía, con todo, sus límites. Y estos tenían que ver con la concepción de la sociedad que lo sostenía, y con sus implicancias para el trabajo del historiador. Con relación al primer punto, aquello que había hecho célebre y rupturista al florentino, el reconocimiento y la postulación de una “total autonomía” del “obrar político”, decantaba en una “sobreestimación del fenómeno político”, en una “subordinación de todos los otros planos [de la vida social] al plano político”.[15] La objeción de Romero a la centralidad y a la autonomía de la política como clave explicativa de la vida social podría atribuirse a su sensibilidad e interés por aquella forma de historia en la que fue un referente insoslayable, la historia social.

La atención de un historiador social a un autor célebre por otorgar autonomía a la política es una de las razones que hacen relevante a Maquiavelo historiador, y probablemente subyace a algunos de los comentarios que atraviesan sus páginas sobre temas y argumentos clave de la obra del florentino, como el conflicto. Es de destacar, de hecho, que Romero viera en Maquiavelo un autor atento al conflicto, ya que había sido hasta entonces una de las facetas de su obra poco advertidas (con excepciones) en la Argentina[16]. Sin embargo, en la lectura del historiador, el conflicto entre los “grandes” y el “pueblo” no fue entendido como el resultado de pasiones políticas contrapuestas (la de dominar frente a la de no ser dominado), sino en clave materialista: “la hostilidad natural entre los nobles y el pueblo” era una lucha que enfrentaba a “los que desean adquirir y los que quieren conservar”. Desde esta perspectiva, el conflicto social revelaba la prevalencia de los intereses particulares, la “conciencia egoísta” y la “desaparición del ideal del ‘bien común’”[17].

En segundo lugar, el rigor empírico propuesto por Maquiavelo, vinculado a ese movimiento más amplio que el florentino condensaba, la ubicación de la reflexión sobre los asuntos humanos en el marco estricto de la realidad sensible, había tenido una implicancia decisiva, concebir al hombre como artífice de su destino. A raíz de ello, el realismo de Maquiavelo había supuesto un punto de inflexión, pues había habilitado las condiciones para identificar lo “individual histórico”, y, más aún, para forjar la conciencia histórica. Profanidad, empirismo e historicidad componían, de esta manera, los pilares del realismo maquiaveliano: “El saber histórico es, pues [para Maquiavelo], antes que nada, un saber vital, imprescindible e irrenunciable, inherente al hombre y atado indisolublemente a su más específica actividad, que es el cumplimiento de su voluntad de dominio, manifestada en su obrar político”.[18]

Es importante destacar el énfasis de esta apreciación. En otras lecturas, la asociación de Maquiavelo con una torsión antropocéntrica de la concepción de la realidad había tenido diferentes proyecciones. Por ejemplo, ver en la obra del florentino una exaltación de las figuras “fuertes” o “excepcionales” (y desde allí, la legitimación del autoritarismo); o concebirlo como un autor de la incertidumbre, pues, al derribar los absolutos heredados del cristianismo y a la vez no proponer una filosofía de la historia situando al hombre en el centro del escenario, Maquiavelo había delineado una visión de las cosas de este mundo definida por la carencia de certezas[19].

En Romero, en cambio, atribuir a Maquiavelo el señalamiento de la capacidad de agencia no se conectaba con el autoritarismo, ni con una concepción del presente y del futuro enmarcada por una sombría incertidumbre. Más bien, el antropocentrismo de Maquiavelo se relacionaba con una noción de historicidad y de conciencia histórica que, en lugar de destacar la omnipotencia de la voluntad o la incertidumbre, resaltaba la indeterminación. Esta era otra de las razones por las cuales Romero se distanciaba del “maquiavelismo” como clave de lectura. A su entender, la cifra del pensamiento del florentino no estaba en la contraposición entre entre virtú y virtud moral, sino entre virtú y esa otra noción distintiva de Maquiavelo, fortuna; es decir, “entre la voluntad humana y las fuerzas que son ajenas a su potestad”.[20]

La objeción de Romero a Maquiavelo en este contexto, en consecuencia, no radicaba en sus propuestas, en el significado y en el alcance del realismo, sino en la aplicación que había hecho de él. Si era visible su atención a la “veritá effetuale” en sus escritos políticos, no era así en sus textos históricos. Esto era el resultado de haber puesto su trabajo de historiador al servicio de una empresa política, la unificación de la península itálica. Estos sesgos también recorrían sus estudios sobre la antigua Roma, en los que “se guía no por el deseo de lograr una imagen fiel [del pasado] sino por el a priori de un ideal político que lo subordina a sus fuentes”.[21] Ese ideal político era la república, frente a la cual el imperio se recortaba como una “secuela decadente”.[22] En suma, según Romero, Maquiavelo había estado atravesado por una “contradicción inmanente” entre los “dos polos de su espíritu: el histórico y el sistemático”, de la cual salían “un historiador frustrado” y, a la vez, un triunfante “teórico del Estado moderno”.[23]

Teniendo en cuenta esta afirmación, el título del libro adquiere un sentido peculiar. Maquiavelo, vinculado a la historia (y a la historiografía), por haber postulado la conciencia histórica y el rigor empírico, fue, a la vez, un historiador frustrado, por subordinar sus estudios del pasado a un objetivo de su presente, es decir, por carecer de objetividad. Al respecto, y por caminos diferentes, Romero llegaba a conclusiones similares a las que en su momento formularan autores como Carlos Astrada (que había definido a Maquiavelo como un “militante” de la unificación italiana, y había visto en ello un problema para sus propósitos teóricos) o Arturo Sampay, para quien la centralidad de su compromiso político no lo hacía referente ni fundador de la ciencia política (sí, en cambio, de la teoría del estado -otra coincidencia con Romero-, pero porque la teoría del estado era concebida por Sampay como un campo menor de la ciencia política: si ésta se dedicaba a “la esencia y propiedades universales del Estado”, la teoría del Estado se abocaba a “la realidad concreto-histórica”)[24].

Por último, Romero también dejó apreciaciones sobre el significado político-doctrinario y sobre las proyecciones políticas del pensamiento de Maquiavelo. En este campo, entre las disímiles lecturas que hubo de la obra del florentino desde el siglo XVI, habían prevalecido dos opciones: entender que Maquiavelo, en especial a través de El Príncipe, había legitimado el poder arbitrario y acuñado la noción de razón de Estado, y proponer que el florentino había sido, en cambio, un baluarte del republicanismo y de la libertad. Paralelamente a las opciones que se le atribuyeron en lo referido a formas de gobierno y de ejercicio del poder, y sobre todo en discusión con quienes acusaban a Maquiavelo de ser cómplice de las tiranías y del poder personal, también había una extendida tradición de lectura según la cual el objetivo último del florentino había sido proponer la unidad política italiana (un modo de conectarlo, asimismo, con la libertad en clave de autodeterminación), y para ello, la conformación de un poder centralizado, motivo por el que había sido un pionero de la Teoría del Estado[25].

En esta discusión, en la Argentina había estado extendida la asociación de Maquiavelo con la tiranía y la arbitrariedad, en una línea que se remontaba (una vez más) a la Generación del 37. Fue a partir de los años 1920 cuando, a raíz del ingreso de Maquiavelo en la enseñanza universitaria de manera sistemática, semejante interpretación comenzó a revisarse. Se ha visto líneas arriba que incluso críticos u objetores de Maquiavelo (Sampay, por ejemplo) lo incluyeron entre los teóricos del Estado moderno. Por su parte, sin sustituir la vinculación Maquiavelo/Razón de Estado/Tiranía, cobró fuerza su concepción como autor republicano.

Ahora bien, qué republicanismo era el de Maquiavelo fue asimismo objeto de controversia. Como se dijo más arriba, Alberdi, de hecho, lo había considerado un enemigo de la libertad moderna por ser expresión de un republicanismo apegado a la “libertad de los antiguos”. Una conclusión similar se reeditó en los años 1920 y 1930 entre publicistas antiliberales, que reivindicaron a Maquiavelo por las mismas razones que Alberdi lo había rechazado, es decir, por ser representante de una vertiente no liberal de la tradición republicana. Frente a esto, hubo quienes afirmaron, como Mariano de Vedia y Mitre, que el florentino había delineado un republicanismo convergente con el liberalismo[26].

Las afirmaciones de Maquiavelo historiador vuelven a tener acentos singulares cuando se las sitúa en este contexto, y su posición al respecto puede inferirse de argumentos ya expuestos. En breve, para Romero el florentino había sido un teórico del Estado, no un apólogo del poder de los tiranos, y eso se relacionaba con el objetivo político que, a la vez, subyacía a sus imperfecciones como historiador, la búsqueda de unidad en Italia. Al mismo tiempo, Maquiavelo había sido un republicano, de implicancias nocivas, sin embargo, para la libertad.

El primer punto se advierte en cómo Romero entendió la figura del príncipe. A través de él, Maquiavelo había retratado un arquetipo conocido: el gran legislador, fundador del Estado (“es en el fondo, el sabio de la tradición griega, el rey-filósofo a que aspiraba Platón”), cuyas leyes “educaban” a los individuos promoviendo el bien común e inhibiendo las pasiones egoístas. El príncipe “garantiza el ‘vivere civile’ y previene la natural tendencia humana a la ‘corrupción’, que no es sino la prevalencia de los impulsos egoístas sobre las exigencias del ‘bien común’” (el fenómeno que, como se citó anteriormente, el conflicto exponía con nitidez).[27] El príncipe era una figura constructora, no destructiva, ni había sido delineada por Maquiavelo para celebrar la acumulación de poder[28].

Respecto del segundo punto, según Romero las simpatías políticas de Maquiavelo eran indudablemente republicanas. Caracterizarlo como republicano y no como apólogo de la tiranía no conducía, empero, a exaltar las proyecciones políticas del pensamiento del florentino. Así era porque Romero advirtió cómo la libertad de la patria, entendida como bien común, podía ser invocada para socavar las libertades individuales:

La astucia, la hábil ocultación de los designios, el uso de la fuerza, el engaño, adquieren categoría de medios lícitos si los fines están guiados por la idea del “bien común”, noción que encierra la idea de patriotismo, por una parte, pero también las anticipaciones de la moderna raison d’état. Pero no sólo es lícita la sumisión de los criterios morales corrientes; es lícito también subordinar a los fines políticos todas las formas de vida que, en otras circunstancias, han podido ser consideradas como fines en sí; ante todo, la libertad, de la que supone Maquiavelo que basta una apariencia inoperante para satisfacer al pueblo, tal como debía pensar Cosme de Médicis [sic]; porque la libertad del individuo puede ser considerada como una manifestación de la “conciencia egoísta o utilitaria” y no moral, la cual debe ser sometida a las exigencias del “bien común” mediante la coacción del Estado.[29]

El republicanismo de Maquiavelo era el elemento de su obra que podía conducir al autoritarismo, o, al menos, a legitimar el ejercicio arbitrario del poder. En otras palabras, si Maquiavelo podía ser considerado el autor que había señalado la “fecundidad del mal”[30], no lo era por sus postulados a favor del príncipe, tampoco por la separación entre política y moral (menos aún por haber sido el padre intelectual del fascismo -juicio que, ante todo, habría carecido de historicidad para Romero-), sino por su republicanismo.

En esta dirección, Maquiavelo historiador puede situarse, en una dimensión sincrónica, en un corpus particular del ensayo político argentino de los años de 1930 y 1940, aquel que se detuvo en la historia de la Roma republicana y de sus principales estudiosos e historiadores, como punto de mira para pensar la tradición republicana en un momento pautado por su crisis e impugnación en la Argentina (y, desde ya, no solo en la Argentina). Romero puede inscribirse en estas coordenadas, por el libro aquí analizado, pero también por una obra publicada un año anterior (basada en su tesis doctoral de 1938), sobre la crisis de la República en tiempo de los Gracos[31]. En una dimensión diacrónica, Maquiavelo historiador fue una primera escala de un interés perdurable de Romero por el florentino, y a partir de él, sobre el realismo y fenómenos políticos que incluyeron desde el republicanismo hasta el cesarismo, tal como puede constatarse en sus libros clásicos de los años 1960 y 1970, La revolución burguesa en el mundo feudal, Crisis y orden en el mundo feudoburgués y Estudio de la mentalidad burguesa.

Volviendo al libro de 1943 y los ejes argumentales aquí destacados, Romero, más cerca de Alberdi que de otras voces contemporáneas del liberalismo local (como el citado Mariano de Vedia y Mitre), advirtió las diferencias y las tensiones entre liberalismo y republicanismo, y vio en ello un motivo de inquietud (no de celebración, como fue el caso de los autores antiliberales entusiasmados con el republicanismo -y con el lugar de Maquiavelo en él- precisamente por identificar también sus oposiciones con el liberalismo). Por ello, la intervención de Romero es una voz singular en el marco de este debate de la Argentina de los años 30 y 40. Frente a quienes exaltaron el republicanismo antiliberal, o, desde un lugar opuesto, confiaron en la convergencia entre republicanismo y liberalismo, el estudio de Maquiavelo condujo a Romero a destacar la posible proyección autoritaria y antiliberal del lenguaje republicano. Sólo por esta razón (que no invalida o subordina otras ya señaladas, como las consideraciones acerca de los propósitos y características del trabajo del historiador, o los dilemas entre presentismo e historicismo), la lectura de Maquiavelo historiador sigue siendo un ejercicio intelectual estimulante para pensar problemas persistentes de la vida pública argentina.


[1] José Luis Romero, Maquiavelo historiador, Buenos Aires, Signos, 1970 [1943]. Sobre este mismo texto, véase la contribución, también disponible en https://jlromero.com.ar/ , de Constanza Cavallero, “El “gran historiador frustrado”. Maquiavelo según José Luis Romero”: https://jlromero.com.ar/temas_y_conceptos/el-gran-historiador-frustrado-maquiavelo-segun-jose-luis-romero/

[2] Leandro Losada, Maquiavelo en la Argentina. Usos y lecturas (1830-1940), Buenos Aires, Katz, 2019.

[3] Véase Claude Lefort, Maquiavelo. Lecturas de lo político, Madrid, Trotta, 2010.

[4] Romero, Maquiavelo historiador, p. 14.

[5] Ibid., pp. 9-13.

[6] Ibid., p. 18.

[7] Ibid, p. 56, nota 1.

[8] Lefort define a Villari como “uno de los intérpretes más serios”, ibid., p. 65. El libro es: Pasquale Villari, Maquiavelo. Su vida y su tiempo, México, Biografías Gandesa, 1953 (la edición original se publicó en tres volúmenes, entre 1877 y 1882). Sobre la gravitación de De Sanctis en la recepción argentina de la literatura italiana, Alejandro Patat, Un destino sudamericano. La letteratura italiana in Argentina (1910-1970), Perugia, Guerra, 2005. Por lo demás, cabe señalar la ausencia de alusiones en el texto de Romero a Benedetto Croce, teniendo en cuenta que fue una referencia de otros trabajos del historiador argentino y un autor preocupado por la relación entre política y moral a través de Maquiavelo, en conexión con el escenario político italiano durante el fascismo. Véase por ejemplo Benedetto Croce, “Maquiavelo y Vico. La política y la ética”, en Ética y política, Buenos Aires, Imán, 1952  (su publicación original fue en 1924).

[9] Losada, Maquiavelo en la Argentina, pp. 23-39.

[10] Losada, Maquiavelo en la Argentina, pp. 100-115.

[11] Romero, Maquiavelo historiador, p. 18.

[12] Losada, Maquiavelo en la Argentina, pp. 70-88.

[13] Romero, Maquiavelo historiador, p. 112.

[14] Losada, Maquiavelo en la Argentina, pp. 119-129.

[15] Romero, Maquiavelo historiador, pp. 74-75.

[16] Mariano de Vedia y Mitre, profesor de Derecho Político en la Universidad de Buenos Aires entre la década de 1920 y 1940 y pionero en la enseñanza universitaria del florentino, había detectado y otorgado importancia a este tema. Véase Leandro Losada, “Republicanismo y liberalismo en la Argentina. Mariano de Vedia y Mitre, lector de Nicolás Maquiavelo (1920-1950)”, Ayer. Revista de historia contemporánea, vol. 119, núm. 3, 2020, pp. 109-134.

[17] Maquiavelo historiador, pp. 80-81.

[18] Ibid., p. 118. Véanse Omar Acha, La trama profunda. Historia y vida en José Luis Romero, El Cielo por Asalto, Buenos Aires, 2005, pp. 24-27; Julián Gallego, “De Heródoto a Romero: la función social del historiador”, en José Emilio Burucúa, Fernando Devoto y Adrián Gorelik (eds.), José Luis Romero. Vida histórica, ciudad y cultura, San Martín, UNSAM, 2013, pp. 165-184; Cavallero, “El ‘gran historiador’”.

[19] Respectivamente, Leopoldo Lugones, “Elogio de Maquiavelo”, en Repertorio Americano, T. XV, n° 19, 19/11/1927, pp. 297-301. Originalmente publicado en La Nación, 19/6/1927; Juan Agustín García, “La actualidad de Maquiavelo”, en Anales de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales. Tomo tercero. Tercera Serie, Buenos Aires, 1917, pp. 99-102.

[20] Romero, Maquiavelo historiador, p. 93. Más en general, pp. 89-96.

[21] Ibid., p. 104.

[22] Ibid., p. 107.

[23] Ibid, pp. 125-127.

[24] Arturo Sampay, Introducción a la teoría del Estado, Buenos Aires, Politeia, 1951, p. 370. Un énfasis relacionado con este tipo de evaluaciones, fue el de situar a Maquiavelo como autor del “arte de gobierno” antes que de “ciencia” política”, precisamente por el estatuto poco científico de sus textos. Asimismo, la asociación de Maquiavelo con el “arte de gobierno” estuvo recubierta de una valoración positiva, en tanto actividad creativa al alcance de figuras excepcionales, inimitables, registro que motivó una apropiación aristocratizante de la obra del florentino. Ver por ejemplo (además del texto de Lugones ya citado): Marcelo Sánchez Sorondo, La clase dirigente y la crisis del régimen, Buenos Aires, Adsum, 1941.

[25] Véase “Special Issue: Machiavelli’s Prince”, in The Review of Politics, vol. 75, nro. 4, 2013, especialmente, Giovanni Georgini, “Five Hundred Years of Italian Scholarship on Machiavelli’s Prince”, pp. 625–640.

[26] Losada, Maquiavelo en la Argentina, pp. 88-100; 141-179.

[27] Romero, Maquiavelo historiador, op. cit., p. 73.

[28] Ibid., p. 93. Más en general, pp. 89-96.

[29] Romero, Maquiavelo historiador, op. cit., pp. 77-78.

[30] La expresión es de Pierre Manent, Historia del pensamiento liberal, Buenos Aires, Emecé, 1990, pp. 33-53.

[31] José Luis Romero, La crisis de la República Romana. Los Gracos y la recepción de la política imperial helenística, Buenos Aires, Losada, 1942. Respecto de ensayos y textos dedicados a la historia romana entre los años 1920 y 1940, véanse, entre otros: Leopoldo Lugones, “Historia del dogma”, en Boletín de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, año 1, nº I, 1921, pp. 1-112; Ernesto Palacio, Catilina contra la oligarquía, Buenos Aires, Rosso, 1935; Ernesto Palacio, Historia de Roma, Buenos Aires, Albatros, 1939; Joaquín Díaz de Vivar, Ideas para una biología de la democracia, Buenos Aires, La Facultad, Buenos Aires, 1937; Julio Irazusta, Tito Livio. O del imperialismo en relación con las formas de gobierno y la evolución histórica, Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1951.