Burguesía y renacimiento. 1960


¿Se tiene siempre presente la relación estrecha que guardan entre sí estos dos términos? Una sostenida incomunicación entre los campos de estudio perpetúa una imagen abstracta del llamado Renacimiento, como si se tratara de un proceso ajeno a las contingencias de la sociedad donde se desarrolló. No es inútil acercar el proceso estético e intelectual al cuadro de las situaciones reales. Ente 1480 y 1520 —cuando florecen Maquiavelo, Erasmo y Leonardo da Vinci— un largo proceso de cambios económicos y sociales ha comenzado a dar sus frutos: un “hombre nuevo”, el burgués, comienza a imponer sus modos de vida, las formas de su sensibilidad, sus interpretaciones del mundo. Es su estilo de vida lo que cuaja en un nuevo giro de la creación.

Tanto en el plano de la vida económicosocial como en el de la vida política, el mundo occidental recorría los últimos tramos del siglo XV afirmando inequívocamente, con su comportamiento, una nueva manera de concebir la realidad y la historia. La actitud de disidencia frente al orden cristiano feudal se resolvía en una actitud renovadora, que hacia el siglo XIV podemos llamar resueltamente burguesa; y esa actitud asumía la dirección de la vida económico social, bajo la tutela del poder político. Habría reacciones, vigorosas reacciones contra las últimas consecuencias del espíritu burgués: contra su filosofía de la vida, contra su hedonismo, contra su amor a las cosas del mundo, contra su imagen del destino del hombre sobre la tierra. Y la burguesía aceptó esas reacciones ocultando sus últimos principios —acaso inconfesados para ella misma— y sus últimas aspiraciones. Pero la realidad le pertenecía. No era posible retroceder ni modificar la dirección que la burguesía le había impreso a la vida, y había consenso general para aceptarla como un hecho consumado. Sólo debía encubrir sus impulsos secretos, sus ideales últimos, acaso aún imprecisos en su mente.

Lo que nadie podía negar era el ascenso de la burguesía a una situación de preponderancia social. Por el número de sus miembros, por las actividades que realizaba y los intereses que tenía en custodia, la burguesía constituía en casi todos los estados occidentales la fuerza más vigorosa. A veces la nobleza tradicional irrumpía con su antigua prepotencia, pero sus intereses limitaban su orgullo, y la burguesía tuvo buen cuidado de no disputarle los honores allí donde los mantenía desde siglos.

En España y en los estados periféricos del mundo occidental —Hungría, Bohemia, Rusia, los estados bálticos—, la burguesía chocó con dificultades para constituirse sólidamente. En Francia misma debió soportar el viejo prestigio de la aristocracia. Pero el tiempo estaba a su favor y muchas circunstancias le eran propicias. Los descubrimientos de tierras lejanas, las necesidades de la guerra, el desarrollo del fisco, todo prestaba oportunidad para que las clases que producían riqueza se afianzaran. En Italia, en Inglaterra, en los Países Bajos, en las ciudades alemanas y en aquellas que habían sufrido la influencia del Hansa Germánica —como Bergen o Novgorod— predominaba inequívocamente un nuevo espíritu económico que aseguraba a la burguesía un papel hegemónico. Decía Clemens Sander que, a partir de finales del siglo XV,

“príncipes, condes, nobles, campesinos, burgueses y sirvientes se habían acostumbrado a confiar todo el dinero que poseían a Ambrosio Höchstetter, que les pagaba un interés del 5%. Muchos peones de granja que no poseían más que 10 florines los habían confiado al banco de Höchstetter, quien pagó durante un largo tiempo los intereses de un millón de florines, que había recibido en depósito. Este capital le había servido para comprar y almacenar grandes existencias de mercaderías y provocar alzas de precios”.

Los grupos que por su acción canalizaban el nuevo espíritu económico constituían una suerte de nueva aristocracia, con nuevos principios morales. El lucro había puesto en sus manos posibilidades insospechadas, y su actitud varió entre una tendencia al lujo y al despilfarro y una tendencia a una economía casi sórdida. El lujo era a veces una expresión de poderío, un alarde de fuerza, que el rico quería hacer deliberadamente para dar trascendencia social a su riqueza; pero la economía —más exactamente, el espíritu de ahorro—, caracterizó más fielmente a la burguesía de este período. Si Lorenzo de Médicis se sentía obligado por sus gustos y sus deberes políticos a deslumbrar a sus conciudadanos con su munificencia, el honesto burgués que trabajaba en la elaboración de su fortuna, con el cuidado que un Cellini ponía en el labrado del metal, rechazaba todo gesto de exagerada prodigalidad y se imponía severas normas no sólo para sus inversiones, sino aún para sus gastos personales. Era el criterio que sostenía León Battista Alberti en Del governo della famiglia:

“¿Sabéis —se preguntaba— quiénes son las personas que más amo? Las que no gastan su dinero sino en las cosas más necesarias y suprimen lo superfluo; de ellas digo que son dueños de casa buenos y económicos.”

El orden y la distribución del tiempo, el cuidadoso cálculo de los riesgos y de las ganancias posibles, parecen modelar el genio económico del burgués de la época, al que Luca Paccioli enseñó a llevar la contabilidad por partida doble. Pero es menester no extremar este juicio. La tradicional tendencia del mercader de la Edad Media a la aventura no desapareció del todo. Ahora la aventura le ofrecía nuevas posibilidades: la aventura transoceánica, con sus insospechadas perspectivas, y la gran aventura especulativa sobre la base de los fuertes capitales acumulados, gracias al tráfico mercantil.

Son sintomáticas las palabras con que Pedro Martyr de Anglería describía los propósitos que Cristóbal Colón expuso a los Reyes Católicos:

“Cierto día Cristóbal Colón, varón de la Liguria, propuso y persuadió a los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, que por nuestro occidente descubriera pronto islas limítrofes, sí le facilitaban naves y las cosas pertenecientes a la navegación, con las cuales la religión podría fácilmente aumentarse, y obtener inaudita abundancia de margaritas, aromas y oro.”

En términos casi idénticos se expresará después Bernal Díaz en la Historia verdadera de la conquista de Nueva España, cuando decía que los conquistadores emprendían su aventura para “dar a luz a los que estaban en tinieblas y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente venimos a buscar”. Alentaban, pues, los viajeros, el vago designio de conquistar nuevas tierras para su fe y para su rey; pero el móvil inmediato que impulsaba a quienes se aventuraban a tan imprevisibles riesgos era sin duda de orden personal y resultaba de la combinación del espíritu de aventura individual con el de aventura económica. Movido por el afán de ver cosas extrañas —tan extrañas como las que se leían en el maravilloso viaje de Marco Polo—, el aventurero se lanzaba a tierras desconocidas y también con el afán de volver rico, gracias a un cargamento afortunado de especias, a un botín abundante o a un filón de metal precioso. Con un enorme riesgo y comprometiendo la vida misma, el aventurero jugaba a todo o nada.

Entre el aventurero y el metódico burgués, que calculaba pausadamente sus beneficios y sus inversiones, había sin duda una variada gama de hombres de empresa que orientaban su existencia según nuevos módulos. El lucro era su objetivo inmediato, y su atención se dirigía principalmente hacia los fenómenos de la producción. Para acrecentarla, para diversificarla, para obtener, en fin, mejores rendimientos, el hombre de empresa estimuló el análisis de los medios de producción y procuró acentuar el sentido técnico propio del hombre occidental. La técnica se había desarrollado tradicionalmente en relación con las necesidades de la guerra y con las exigencias del lucro. Esta relación es manifiesta en este período, pero acaso pueda decirse que el papel del lucro comenzó a acentuarse. Es sugestiva esta anotación de Leonardo de Vinci:

“Mañana temprano, 2 de enero de 1496, haré la correa de trasmisión de cuero y procederé a ensayarla… Cien veces en cada hora podré hacer 400 agujas, lo que hará un total de 40.000 en una hora y 480.000 en doce horas. Supongamos que tenemos 4.000 millares, los que vendidos a cinco sueldos por millar importan 20.000 sueldos: mil liras por cada día de trabajo; y si uno trabaja veinte días por mes, 60.000 ducados al año.”

La técnica hizo por entonces considerables progresos. Las múltiples aplicaciones del vidrio modificaron sensiblemente las condiciones de vida. Se lo colocó en las ventanas para dejar pasar la luz, se lo utilizó para hacer botellas, a las que empezó a taparse con tapones de corcho, y sobre todo empezaron a hacerse anteojos; el hombre pudo acrecentar su tiempo de lectura y aprovechar cumplidamente la más notable de las invenciones mecánicas de la época: la imprenta de tipos movibles que, favorecida por el desarrollo de la industria del papel, dio lugar a la profusa circulación de un libro, a precio económico y destinado a tener gran difusión. Poco a poco cobraba la minería un notable desarrollo, a causa de la mayor demanda de metales y al uso de nuevos dispositivos para facilitar la extracción y elaboración, que fueron descritos por Georgius Agrícola en su trabajo De Re Metallica. Y la suma de pequeñas innovaciones que se introdujeron en la fabricación de navíos —como el mejoramiento de su diseño y el uso de dos y tres mástiles— así como el perfeccionamiento del arte de navegar en alta mar y contra el viento, dieron como resultado la posibilidad de las exploraciones ultramarinas con sus inmensas derivaciones.

Sin duda alguna se desarrollaba intensamente un activismo que reflejaba cierta peculiar idea de la vida, cuya fórmula parecía ser que el hombre es y vale por lo que hace. Su hacer ocurre en el tiempo y en el espacio, nociones que comenzaban a sufrir cierta transformación. Se piensa en la temporalidad de cierto modo cuando se juzga imprescindible el uso del reloj, y se vive la idea de espacio de cierta manera, cuando se lo proyecta en perspectiva, como comienza a hacerlo Piero della Francesca, pintor y matemático, cuando se buscan sus secretas armonías como volvió a hacerlo Luca Paccioli en La divina proporción, o cuando se lo cruza en escala antes inusitada como hicieron Colón y sus continuadores. Temporalidad y espacialidad serán ya problemas fundamentales de la filosofía y de la ciencia, hacia las que se proyectan a partir de la experiencia primaria del hombre nuevo.

En la renovación de la imagen de la vida histórica tuvo decisiva influencia la manera de entender la realidad social, que acusaron la burguesía y el poder político, éste último surgido de ella misma, en algunos casos, y en otros, solidario en gran parte con sus ideales y sus modos de vida aunque no compartiera su origen.

Si la política medieval erigió en regla —no por frecuentemente vinculada menos generalmente admitida— la de su dependencia de la moral, los signos del predominio del espíritu disidente se manifestaron en ese terreno a través del reconocimiento de un área propia de la política, independiente de la moral. Lo que empezó a preocupar a los políticos fue la realidad sobre la que el poder debe ejercerse, la realidad social, cuyas fuerzas se pretende captar, aprovechar o dirigir, según su propia ley. Independientemente de toda doctrina, la realidad social se comenzó a entender como el área sobre la cual se asienta cierta estructura de poder: improvisadas unas veces, como la que crearon los Sforza o los Médicis, o de raíz tradicional, como aquella de que se valieron los monarcas que erigieron su poder personal desde un trono antes vigilado por grupos sociales poderosos y de autoridad restringida, en virtud de tradicionales preceptos religiosos. Luis XI de Francia, Fernando II de Aragón y Enrique VII de Inglaterra ejemplificaron esta nueva actitud de la monarquía.

Ya era vieja en el siglo XV la tendencia de la monarquía a consolidar su autoridad, en una dirección que debía llevar al absolutismo. Pero sólo la renovación económicosocial provocada por el ascenso de la burguesía podía proporcionar una ocasión favorable para que esa tendencia se desarrollara con brío. A medida que la riqueza consolidó la posición de las nuevas clases en ascenso, la Corona contó con un apoyo cada vez más resuelto para su política centralizadora. Su objetivo fue limitar cuanto pudiera el poder político de la nobleza, hasta anularlo si fuera posible, y a ese fin ordenaron los reyes todos sus esfuerzos.

Quizá el caso más dramático fue el de Juan II de Portugal. A poco de subir al trono, en 1481, hizo disponer por las Cortes reunidas en Évora que prestasen nuevo juramento todos aquellos que ejercían alguna autoridad o habían recibido donaciones reales. No fue sino el comienzo. Con terrible energía se dedicó a poner coto a las funciones que ejercían los señores en su territorio, limitando sobre todo sus atribuciones judiciales, examinando sus títulos y vigilándolos para evitar que se sublevaran contra el rey. Cuando los levantamientos se produjeron, fue inflexible en el castigo, y entretanto, sus disposiciones de gobierno se orientaron hacia el establecimiento cada vez más firme de una autoridad monárquica más y más absoluta, ejercitada a través de oficiales reales y apoyada en la adhesión de las clases burguesas, que se favorecían con esa política antinobiliaria.

Era un caso semejante al de Luis XI de Francia, a quien el rey de Portugal imitaba. Los grandes señores que por la extensión de sus posesiones, por su prestigio y por la fuerza de la tradición gozaban de una situación excepcional dentro de la monarquía —como Carlos el Temerario, duque de Borgoña— fueron reducidos implacablemente, al tiempo que el resto de la nobleza sufría las consecuencias de una política pertinaz, destinada a socavar su poder. Enrique VII, vencedor de los York en 1485, organizó su Estado de manera que nada escapara a la autoridad del rey. Y los monarcas de Aragón y Castilla, Fernando e Isabel, contuvieron también a los señores grandes y pequeños que hacían alarde de su independencia.

Así procedían los reyes que poseían el poder por herencia y acerca de cuyos Estados decía Maquiavelo en El Príncipe:

“Empezaré por decir que hay muchas menos dificultades en conservar los estados hereditarios acostumbrados a la familia de un príncipe, que los estados nuevos, pues basta para conseguirlo que el príncipe no se aparte del camino seguido por sus antepasados y se amolde a los acontecimientos; es decir que, con ordinaria destreza, se mantendrá siempre en sus estados, a no ser que una fuerza infinitamente superior le despoje de ellos; y aun en semejante caso podrá recuperarlos, a pocos reveses de fortuna que padezca el ocupante.”

Mayor fue la preocupación de los nuevos príncipes por el ejercicio absoluto de su autoridad. Los señores de los Estados italianos, los reyes que conquistaban nuevos señoríos y todos los que por la fuerza lograban encaramarse en el poder, pusieron de manifiesto de manera aún más explícita que los reyes la tendencia general de la política de la época. La fuerte sacudida que experimentaba el orden social había conmovido el sistema de principios jurídicos, éticos y políticos que prevaleciera hasta poco antes, y que ya en crisis se mantenía sólo como una vaga retórica. De hecho, la política adoptó un marcado realismo. Su norma fundamental fue la de que todo se justificaba frente a la necesidad de conquistar, de conservar o de acrecentar el poder. La moral se separaba de la política, al tiempo que se revisaban los tradicionales fundamentos del poder. Si quien podía esgrimirlo a su favor no desdeñaba apoyarse en el derecho divino, la opinión profunda parecía ser la de que sólo la fuerza eficaz legitimaba el poder, aun cuando a fuer de profunda, se mantuviera esa opinión convenientemente velada. Algo semejante ocurría con respecto a los límites del poder. Los deberes y obligaciones de los príncipes con respecto a los súbditos estaban en relación con las posibilidades de opinar que poseían los distintos grupos sociales frente a la corona. Pero la alteración del equilibrio entre las distintas clases alteró también esas posibilidades y la monarquía pudo prescindir sin riesgo de la consulta cuando suponía que se opondría a sus designios. Mientras aparecían nuevos principios que permitieran la expresión regular de la opinión pública, el poder político concentró en sus manos todas las atribuciones, limitó — hasta anular en algunos casos— los cuerpos colegiados, como ocurrió con el parlamento inglés y los estados generales franceses, y consideró generalmente el poder no como una carga —según la concepción medieval— sino como un privilegio. Más allá de toda retórica, más allá de toda apelación moral, el poder fue el premio de la eficacia política: un premio que se traducía en privilegios y bienes. La realidad renovada no encontraba todavía su propia ley interna y manifestaba libremente sus impulsos y tendencias.

De hecho, la vida y en especial la vida política, se desenvolvía según esos impulsos y tendencias. No faltó quien los repudiara enérgicamente; pero no faltó tampoco quien percibiera agudamente el sentido profundo que tenían esas formas nuevas y lo afirmara poniéndolo al descubierto. El poder cada vez más extendido de los reyes pareció a algunos legítimo, y a otros ilegítimo, pero casi todos convinieron en que descansaba solamente en la eficacia que poseyera en relación con la realidad social.

En los Estados Generales del reino de Francia, reunidos en Tours al subir al poder Carlos VIII en 1484, un diputado por Borgoña, Philippe Pot, dijo entre otras cosas:

“El Estado es la cosa del pueblo. El pueblo soberano crea a los reyes mediante un sufragio. Son reyes no para sacar provecho del pueblo y enriquecerse a expensas de él, sino para, olvidando sus intereses, enriquecerlo y hacerlo feliz. Si alguna vez hacen lo contrario son tiranos.”

El discurso tenía un contenido menos revolucionario de lo que parece a primera vista; correspondía al punto de vista que el movimiento conciliar había sostenido con respecto a la organización de la Iglesia y aun en el terreno político se habían sostenido ya análogas ideas. El principio del origen popular del poder se oponía a la noción de derecho divino de los monarcas. Y la idea de que la autoridad era otorgada a los reyes para servir a sus súbditos, coincidía en parte con la tradición medieval. Sólo que en la vida política se había abandonado, reemplazándola precisamente por la que Pot combate, esto es, la idea de que el poder es un privilegio del que lo ejerce.

Ese privilegio debía permitirle al que lo poseía todos los goces y satisfacciones. Pero determinaba una preocupación sustancial: la de conservar el poder, preocupación que para otros justificó el abandono de todos los deberes con respecto a los súbditos. Así decía Maquiavelo en El Príncipe:

“Hay tanta distancia entre la manera como se vive y aquella en que se debiera vivir, que quien quiera dar por real y verdadero lo que debería serlo pero por desgracia no lo es, corre a una ruina inevitable, en vez de aprender a preservarse, porque el hombre que se empeña en ser simplemente bueno entre tantos que no lo son, tarde o temprano perece. Es, pues, preciso que el Príncipe que quiera sostenerse aprenda a poder dejar de ser bueno, para serlo o no serlo según la necesidad lo requiera.”

Maquiavelo transformó el poder en una finalidad en sí mismo, y desdeñó las obligaciones que para otros comportaba su ejercicio. Esta actitud era, por lo demás, la que predominaba entre los reyes y señores de su tiempo, y, en rigor, el pensador florentino no hizo sino teorizar sobre un hecho de realidad que él observaba a su alrededor. Más decisiva es la importancia que Maquiavelo atribuyó a la realidad, al ser de las cosas, más que al deber ser. La suya era la típica actitud de la burguesía que quería operar sobre la realidad, para lo cual aspiraba a conocerla y a penetrar su propia ley interna.

Una actitud semejante revelaba su contemporáneo Leonardo de Vinci, a quien no le atraía tanto la realidad social como la realidad natural. De esta observaba en su Tratado de la pintura que sólo podía conocerse mediante los sentidos:

“Mas me parece que sean vanas y llenas de errores aquellas ciencias que no nacen de la experiencia, madre de toda certidumbre, y que no acaban por experiencia, es decir, que ni en su origen ni en su medio ni en su fin pasan por ninguno de los cinco sentidos.”

Ciertamente no concluía allí, por cierto, su exigencia gnoseológica. Su empirismo conducía a una abstracción, abstracción matemática que permitía hallar finalmente los principios generales que se esconden tras los hechos y demostrarlos acabadamente: de aquí su estrecha relación con los matemáticos, con Luca Paccioli, especialmente. Pero Leonardo insistía en el valor de la experiencia, porque “no hay cosa alguna que nos engañe más que fiamos de nuestro juicio, sin ninguna otra razón como prueba la experiencia“. Sólo el camino del experimento al principio le parecía válido.

Como Maquiavelo proclamaba la necesidad de atenerse a los hechos, Leonardo sostenía la necesidad de atenerse a las cosas. La experiencia, “madre de toda certidumbre”, ofrecería al que así lo hiciera, la posibilidad de obrar sobre hechos y cosas con eficacia, porque conocimiento y acción parecían encadenarse. Cosa curiosa, también parecían encadenarse para Leonardo conocimiento y creación estética — fruto de imitación creadora— cuyo simiente sólo podía hallarse en el seno de la naturaleza. Allí buscó su inspiración Leonardo pintor, cuando pintaba flores con tenaz reiteración o cuando componía paisajes en los que el agua en movimiento ofrecía innumerables fisonomías. “Curiosidad y ansia de belleza: he aquí las dos fuerzas esenciales del genio de Leonardo —dice Walter Pater en su profundo estudio sobre el artista—; curiosidad a menudo en conflicto con el ansia de belleza, pero creando en íntima unión un tipo de gracia singular y sutil.”

Belleza y gracia animadas por un vivo deseo mundano de goce y por un sentimiento de aristocracia caracterizan la pintura de Botticelli —de la Primavera y del Nacimiento de Venusº—, a través de cuya grácil armonía de paños y movimientos se advierte la sorprendente revelación del espíritu griego. Angelo Poliziano, que acaso inspiraba al artista, se deleitaba en transportar al verso italiano las figuras y las fábulas de la filosofía helénica, pero —como en la poesía de Sannazaro— el paisaje se introducía a pesar de las convenciones de la poesía cortesana, alentada por Lorenzo de Médicis, en cuyos Cantos Carnavalescos se juntaban también un convencionalismo formal y una vigorosa intuición de la naturaleza.

Hubo, pues, en el medio siglo que precede a la elección imperial de Carlos V y al estallido de la Reforma protestante, una enérgica afirmación de la nueva imagen de la realidad —simultánea, por cierto con su no menos vigorosa negación por otros sectores—, y de los principios que estaban escondidos en ella. Pensadores políticos, artistas y científicos en ciernes, a veces con intención polémica, acentuaban el valor de esa concepción del mundo y la vida que se insinuaba hacía ya tiempo, y luchaban por sobreponerse a los modelos tradicionales. La realidad —el mundo de los hechos y las cosas— golpeaba sus sentidos y su mente y se juzgaba digno de la inteligencia —en todos sus niveles— aceptarla y reconocerla sin deformaciones preconcebidas. Así lo observaba Erasmo en el Elogio de la locura, curioso e insustituible testimonio de este período.

A lo largo de una prolongada travesía, desde Roma hasta Londres, Erasmo escribió su libro en 1509. Siguiendo la tradición burlesca de Luciano y Apuleyo y la huella de la sátira medieval, el sosegado humanista del Enchiridion —publicado cinco años antes— se enfrentaa con la sociedad y la despedaza sin escrúpulos ni prejuicios. Monjes, alquimistas, teólogos, prelados, médicos, mercaderes y príncipes, todos caen bajo su regocijada y penetrante mirada. A diferencia de otros no teme a la verdad. “El hombre —dice— está hecho de tal modo que las ficciones hacen en él mucha más impresión que la verdad”. Pero él quiere liberarse de ese estigma de la especie y sacude con brío cuanto puede enturbiar su vista. La locura y la sabiduría combaten ante sus ojos en descomunal batalla, y toda la historia y la vida reflejan para él las alternativas del conflicto. Pero la locura parece vencer siempre: tal es el mundo.

“Se ve de ordinario a los sabios vivir envueltos en la pobreza, el hambre y el dolor, vivir oscuros, despreciados y detestados por todo el mundo. Los locos, por el contrario, nadan en la opulencia, gobiernan los imperios, en una palabra, gozan de la más feliz y floreciente suerte. Ciertamente, si hacéis consistir vuestra felicidad en agradar a los soberanos y en ser admitidos en el brillante cortejo de los príncipes y los cortesanos, ¿de qué os servirá la sabiduría? ¿Queréis haceros ricos? ¡El provecho que sacaréis del comercio si, fieles a las leyes de la sabiduría, no osáis cometer un falso juramento o un perjurio, si enrojecéis de ser sorprendido en mentira, si ocupáis vuestra mente con todos los escrúpulos que los sabios han creado acerca del robo y de la usura! ¿Ambicionáis las dignidades y las riquezas de la Iglesia? ¡Ah, amigos míos! Un asno o un buey las atraparía antes que un hombre de espíritu y buen sentido. ¿Queréis vivir en el imperio de las voluptuosidades y los placeres? Las mujeres que generalmente lo gobiernan, son devotas de los locos y huyen del sabio como de una bestia horrible y venenosa. En una palabra, id por donde queráis, entre los papas, entre los príncipes, entre los jueces, entre los magistrados, entre los amigos, entre los enemigos, entre los grandes, entre los pequeños, por todas partes veréis que nada se obtiene sin dinero contante y sonante; y como los sabios desprecian el dinero, no es extraño que todo el mundo los evite.”

Como testigo de la verdad Erasmo fue riguroso e insobornable, pero a diferencia de Leonardo y Maquiavelo no se inclinó decididamente a favor de las nuevas tendencias que impulsaban a la realidad, y de las que se complacía en destacar las consecuencias más odiosas. Su juicio era predominantemente moral, y su actitud entre intelectual y religiosa. En rigor podría decirse que lo hallamos a medio camino entre los que acentuaban el valor de la nueva concepción de la realidad y la vida histórica y los que se levantaron contra ella con enardecido celo, en defensa de las concepciones tradicionales.

Animaba a los primeros un decidido espíritu burgués, que suponía una actitud revolucionaria; a los segundos un nostálgico deseo de sustraerse a todo cambio. Entre unos y otros, el llamado Renacimiento osciló tímidamente, y manifestó sus dudas en un encubrimiento de sus tendencias profundas.