De cómo el boxeador eligió la historia. [Entrevista de Rubén Tizziani]. 1976

¿La historia de las ciudades latinoamericanas es la historia de Latinoamérica?

Yo diría que es el meollo de la historia latinoamericana. Desde la conquista, las ciudades han sido los centros de decisión. Porque la conquista empezó con la fundación de ciudades. Y las ciudades eran lo positivo, puesto que era lo hispánico; y el campo era lo deprimido, puesto que era lo indígena. Es la época en que Fray Luis de León escribe aquello de “qué descansada  vida…” como reacción contra la vida urbana; pero lo hace pensando que el campo son los labradores españoles, los campesinos españoles en un ambiente tradicional hispánico.

¿Cómo, en Latinoamérica, iba a pensarse en el campo, que era el área de la gente deprimida, de la gente esclavizada, donde se vivía nada más que entre indios, mestizos y esclavos? No había, no podía haber una apelación al campo, que nunca tuvo en América la placidez que podía tener en Europa. Siempre ha sido una zona inquieta. Esa ha sido la zona inquieta. Las ciudades, en cambio, han sido los centros de organización, de intercomunicación de ideas, de formación de grupos coherentes y compactos.

¿Con eso tiene que ver el hecho de que el libro se refiera también a la historia de las ideas?

Naturalmente. O para decirlo con una palabra que yo no he querido usar para no darle un aire demasiado sofisticado al libro, la historia de las ideologías. Y no lo he puesto porque la gente entiende por ideologías sistemas de ideas organizadas, racionales, elaboradas intelectualmente, y en América latina las ideologías más definidas son ideologías absolutamente espontáneas que no han recibido una denominación ni pertenecen a la historia de la filosofía. En América latina ni el conservadorismo ni el socialismo ni el liberalismo son las verdaderas ideologías, vivas, operantes; son otras.

¿Cuáles?

Por ejemplo, la ideología urbana y la ideología rural. Son dos maneras de entender la vida que han estado en conflicto en América latina. No tienen nombre ni figuran en los tratados de las ideas políticas, y por eso no se extendió nunca en América latina.

Hay un preconcepto bastante difundido que asimila las ideologías urbanas a la cosa importada, la cosa europea y las ideologías rurales a lo autóctono, lo tradicional. ¿Tiene algo que ver con esto? Para ser más claro: ¿civiliza?

Claro, sí. El único hombre que ha visto claro el problema de Latinoamérica es Sarmiento. Es realmente un caso de genialidad. Toda la retórica y los bustos que se han hecho a Sarmiento es poco al lado de lo que se merece por su clarividencia desde el punto de vista sociológico. ¿Sociológico? Es una palabra idiota: de comprensión de la realidad. Porque, como dije antes, el campo ha sido en América latina la zona sometida. Las ciudades – es decir, los núcleos hispánicos o con influencia europea luego de la Independencia –, en cambio, han tenido todo en la mano. Han tenido la dirección política, la hegemonía social, y han tenido también la formación intelectual como para dar a sus ideas una formulación capaz de envolver a todo el mundo. Y además en las ciudades han creado los grandes proyectos acerca de lo que debía ser la vida en cada uno de los países americanos.

El campo ha sido el receptáculo de dónde cada cierto tiempo han salido irrupciones que trataban de recuperar un sentimiento autóctono de la vida: formidable, de enorme valor, de enorme importancia, pero que solo ha cuajado en una idea que, desgraciadamente, ha sido anacrónica: la idea del criollismo. Es el estilo de vida peculiar de América latina, que quizás hubiera sido una cosa formidable en el siglo XVI o hasta en el XVIII, pero no cuando Latinoamérica, después de la Independencia, se encuentra con el mundo mercantil ya perfeccionado y con el mundo industrial naciente. Frente a eso, la ideología del criollismo no es otra cosa que un sentimiento nostálgico.

Si tuviera que sintetizarla, ¿Cómo lo haría?

Yo diría que tiene un fondo de inmenso valor. Porque la ideología rural y criollista es la que ha definido en cierto modo las nacionalidades. Pero ha tenido un tremendo defecto, llamémoslo así: se ha manifestado de una manera ucrónica, es decir, ha aparecido cuando ese tipo de vida no va más en el mundo. Porque Artigas y Ramírez y López y después Varela y el Chacho – esto por citar ejemplos argentinos, pero podría hablarse de Páez, de Cipriano Castro y hasta, en última instancia, de Emiliano Zapata – aparecen cuando eso ya es utópico. Porque es una irrupción radical, nacida en el fondo visceral del hombre americano, cuando el problema de América es ver cómo se integra en un mundo que, desgraciadamente para esa concepción y quizás para el mundo – porque a lo mejor se podría decir que la industrialización es una cosa diabólica –, ya ha sido tomado por eso. Y se los traga. Como se tragaron a Emiliano Zapata, a Villa. Como antes se habían tragado a López, a Urquiza, a Páez, a todos los que, con el pretexto de reivindicar las esencias nacionales, han pretendido crear estados absolutamente imposibles en el siglo XIX.

Entonces, ¿Qué sentido tenían los nacionalismos tradicionalistas?

Un sentido profundo, metafísico, emotivo. Pero, desde un punto de vista pragmático, eran imposibles.

¿No es una concepción cipaya la que está planteando? Es decir, ¿desde qué punto de vista está diciendo eso?

Desde el punto de vista de un historiador objetivo que sabe que corre el riesgo del pobre Maquiavelo y, en general, de todos los analistas rigurosos y objetivos de los fenómenos políticos. Consiste en suponer que uno es partidario de lo que ve. Pero la misión del historiador es decir lo que ve, lo que es, lo que existe. Y esto es lo que existe. Nadie tiene por qué decir que yo soy partidario de eso. Yo digo que eso es lo que es.

Si me pueden acusar de cipayo por eso es como acusar al pobre Maquiavelo de maquiavélico. El no era maquiavélico. Era un observador profundo, finísimo, sagaz y valiente que descorrió la cortina y le dijo a muchos de los que dicen que no son cipayos pero que frecuentemente lo son más que él, que estaban confabulados en una utopía. Y políticamente es mucho más eficaz tomar nota y hacerse cargo de la realidad tal como es y proponer una transformación a partir de lo que es, que encerrarse en una utopía nostálgica.

Según eso un historiador sería alguien que analiza los procesos políticos y sociales y no hace otra cosa que emitir diagnósticos.

En realidad la cosa es más profunda. Se trata de ver al revés de la trama. Eso: un historiador es el que descubre el revés de la trama, el que no se satisface con un sistema organizado de apariencias, en dónde parece que cada cosa encuentra su explicación en el mismo nivel superficial en que se halla la cosa que quiere analizar. Porque sabe que lo que quiere analizar no tiene su raíz ni su causa en algo que pertenece a ese mismo nivel, sino en algo mucho más profundo, mucho más complicado. Y esto es una tarea de creación intelectual. Porque el revés de la trama es tan complejo, ha sido ocultado deliberadamente, enmascarado metódica y minuciosamente de tal manera, que descubrirlo es como penetrar en un mundo onírico. Pero si la historia existe y tiene valor, no es por describir exactamente los fenómenos de la realidad aparencial o fáctica, como suele decirse. El historiador adquiere profundidad y grandeza, y su obra tiene caracteres de creación cuando es capaz de pasar del plano de la realidad al plano de todo el sistema profundo de los procesos sociales y políticos. Que es, en última instancia, el mismo proceso profundo de la personalidad.

Es decir, que el historiador vendría a ser una especie de psicoanalista.

Sí, con la diferencia de que el sujeto de investigación es una sociedad.

¿Todo eso que estamos diciendo vale solo para el pasado?

No. El sentido de la historia es fundamentalmente prospectivo. La historia tiene sentido solo para aquel capaz de darse cuenta de que el pasado forma una línea coherente con el presente y con el futuro. Para aquel que está en condiciones de analizar un proceso en una enorme curva, de la cual el pasado es una parte y el futuro su continuación. Así que la historia es pura prospectiva. Claro, uno no puede decir qué va a resolver mañana el general Videla; esto no es cosa de historiadores. Pero si uno piensa no en la superficie de los fenómenos históricos, sino en el trasfondo, en lo que yo llamo el revés de la trama, entonces ve que eso se mueve tan despacio, que no es muy difícil establecer la proyección. El historiador se mueve en el largo plazo: identifica su pasado en el largo plazo y eso le está dando la dirección de una curva que le identifica, con absoluta claridad, el futuro en el largo plazo. No mañana, ni pasado, ni el otro. Pero en el largo plazo sí, totalmente. Yo me siento una especie de Casandra. Primero porque creo que soy capaz de imaginar una curva. Y segundo porque estoy acostumbrado a pensar que quien ve eso no es creído, como Casandra.

José Luis Romero se define como un europeísta, es decir, un historiador de Europa que, además, empezó trabajando sobre temas de historia antigua. 

-En eso influyó mucho Arturo Marasso y un poco Leopoldo Lugones .Yo lo tenía de profesor a Marasso, que dictaba historia antigua y latina en la escuela Mariano Acosta. Era un profesor increíble: absolutamente loco y absurdo, pero uno de los tipos más captadores y sugestivos que he conocido. Entonces, cuando Marasso me vio leyendo la historia de Curtius, me dijo que en la Biblioteca del Maestro, que dirigía Leopoldo Lugones, tenían un libro famoso de Joseph Vedier que se llamaba Los Fenicios y la Odisea. Y fui a la biblioteca a pedirlo. Pero ese libro, como casi todos los de la colección helénica, estaba en el despacho del director, seguramente persuadido de que no había ningún otro argentino a quien le interesaba todo eso. Y entonces a mí me ocurrió esta cosa que no le ha ocurrido a mucha gente: fue él quien me lo entregó. Y me dijo: “¿y usted por qué se interesa en esto?” Le expliqué más o menos la cosa, y el hombre muy entusiasmado me dice: “Cuando venga a buscar otra cosa, no lo pida allí, véame en mi despacho”. Y he estado por lo menos tres veces en su despacho de la biblioteca, hablando de cosas griegas.

Era muy prócer, ¿no? No digo él, sino para el resto del país.

En aquella época los prestigios literarios eran muy reducidos. Para el mundo de mi hermano, que era hombre de la revista “Nosotros”, Lugones era la gran figura del modernismo en la Argentina, ¿pero a cuántos en el país eso les decía algo? A treinta tipos. Así que no era lo que hoy es Borges. Lugones iba por la calle y no “se paraban pa´mirarlo”. Había, eso sí, treinta personas que sabían que era un gran poeta, un formidable poeta. Y a veces treinta personas es bastante ¿no?