La dura tarea del hombre que se afana por indagar la verdad acerca del pasado se distingue de las labores que exigen otras maneras del conocimiento porque no está movida tan sólo por el deseo de descubrir cierto aspecto de la realidad. Si así fuera, la ciencia histórica no habría alcanzado esa suprema dignidad que la ata indisolublemente a la vida en los instantes decisivos. Sin duda, el apetito de conocer el pasado se despierta en otras zonas más profundas del espíritu que no son las del intelecto puro; una inquietud inevitable lo suscita, una inquietud que nace en las mismas fuentes que las preocupaciones últimas de la existencia, y que se patentiza cuando el espíritu se siente a sí mismo como conductor del propio destino y advierte la urgencia de tomar posición frente a un problema capital. Esa actitud, y sólo ella, constituye el momento primigenio del proceso interior que conduce al conocimiento histórico.
En sentido estricto, sólo es lícito llamar historiador, auténtico verdadero historiador, a quien se lanza a la pesquisa de los hechos movido por esa actitud. La vocación que la caracteriza esencialmente se manifiesta por un afán de comprensión profunda de una realidad que le atañe como individuo y en cuanto miembro de una comunidad; y exige la vigorosa y ágil captación de sus líneas directoras, de las que debe tratar de aprehender los rasgos que la vinculan a su propia inquietud como ser histórico. En virtud de esa vocación, el historiador moviliza una conciencia histórica, y la nutre con los elementos de conocimiento que, de otro modo, no son sino meros datos carentes de sentido.
Pero he aquí que, a veces, se cubre de soberbia el menester cognoscitivo y pretende afirmar que posee valor por sí mismo. Entonces, transformado en mera erudición, el saber histórico comienza a alejarse de su fuente vivificadora, y el que suele llamarse historiador se encierra en un tipo de actividad que niega y contradice la auténtica vocación de tal. Sumido en su gabinete de trabajo y ajeno a toda punzante interrogación sobre el sentido de la realidad que lo circunda, suele ofrecer una singular fisonomía de malabarista de datos objetivos, y parece con ello satisfacer cierto vago ideal de hombre de ciencia. Así, en efecto, evoca la figura del historiador quien quiere defender, polémicamente, su jerarquía como tal, porque ve en él tan sólo un hombre de saber, cuya labor debiera consistir –como la del físico o la del biólogo– en la simple indagación de una verdad pura y exenta de toda distorsión.
Esa imagen no es arbitraria; corresponde a una precisa concepción de la ciencia histórica, que se ha afirmado durante la última centuria y ha llegado a adquirir consenso favorable entre especialistas y aficionados, y se apoya en cierta indefinida certidumbre, robustecida por el desarrollo del espíritu científico, acerca de la posibilidad de alcanzar en ella un alto grado de objetividad. Si esta concepción fuera exacta, la misión del historiador parecería no ser otra que la de elaborar los materiales hasta lograr el dato objetivo, y aquella imagen, lejos de ser infiel, sería un paradigma tras del cual debería dirigir sus pasos el hombre ávido por conocer el pasado.
Sin duda la ciencia histórica no existe sino en la medida en que es posible construirla sobre los datos más certeros; pero la pregunta que surge en seguida es si, por ser cierta esta primera proposición, debe satisfacerse con la búsqueda de esos datos. La respuesta llega veloz si se piensa que el conocimiento del pasado no nace como una mera curiosidad intelectual sino como una exigencia vital que apremia al espíritu para que responda a las inquietudes del individuo como ser histórico. Entonces se advierte cómo es falsa aquella imagen del historiador concebido como mero erudito y comienzan a dibujarse los múltiples aspectos de su fisonomía, acentuada por los signos de una conciencia vigilante vertida sobre la maraña del tiempo para desentrañar su sentido.
Ciertamente, sólo cuando está animado y nutrido por una vigorosa conciencia histórica adquiere el conocimiento del pasado toda su dignidad y trascendencia. Sin ella, el caudal de saber permanece estático y alejado de la palpitante inquietud del hombre; e, inversamente, nada incita a movilizarlo cuando la realidad no suscita en el espíritu la viva inquietud que provoca la duda acerca del destino. En cambio, en los momentos decisivos, cuando se adivina que está en juego lo que constituye el signo de la propia individualidad histórica, entonces el caudal de conocimientos, tan abundante o escaso como sea, se estructura al llamado de una secreta voz, se carga de sentido inequívoco en la conciencia militante y se afirma como una actitud vital de profundas raíces en el pasado. En ese instante –y sólo acaso en ese– el conocimiento acumulado adquiere la plenitud de su valor y se conforma dentro de un sistema de proposiciones inequívocas y categóricas; pero también en ese momento se formulan los interrogantes fundamentales, pletóricos de angustia, tras los cuales correrá luego el mero afán de conocimiento, acaso olvidado de la fuerza que desencadenó su ímpetu, pero obediente a sus mandatos.
El momento vivificador de la ciencia histórica, aquel que fija los rumbos de su meditación polarizando el acervo de conocimientos ya adquiridos y puntualizando lo que parece inexcusable saber, es pues, ese en el que la conciencia histórica, aun a riesgo de erigir sobre bases precarias un sistema interpretativo, despierta aguzada por las urgencias inmediatas y se conmueve ante las dudas que obscurecen la visión del propio destino. En ese momento la conciencia histórica apela a lo que sabe ya y no vacila en completar provisionalmente su panorama con datos apenas verosímiles, porque está segura de que su intuición le señala en el pasado lo valioso y lo significativo.
Esta etapa primera –el despertar de la conciencia histórica– se presenta, a los ojos de quien analiza la naturaleza de la reflexión sobre el pasado, como la instancia creadora en el proceso del conocimiento. Acaso carezca de valor a los ojos de quien sólo se afana por descubrir la marcha progresiva en la conquista de los datos; pero si no se olvida dónde hunde sus raíces ese afán de saber se advertirá en seguida que es esa instancia la que traza el surco para el mero conocimiento, cuyas conquistas sólo logran significación cuando germinan en él.
Momento primigenio, el despertar de la conciencia histórica acusa a un tiempo mismo los signos de la
Apasionada y militante, la conciencia histórica sólo despierta al llamado de graves contingencias. Mientras el monótono devenir no suscita en el seno de una comunidad el problema de su destino, nada mueve al espíritu a elevarse por sobre el presente para diseñar una ruta que comprometa su conducta. Por el contrario, cuando una circunstancia inusitada amenaza alterar las formas vernáculas de la existencia, el espíritu –el espíritu occidental, al menos– adquiere una poderosa tensión y se muestra apremiado por la necesidad de adoptar una decidida actitud frente a la realidad circundante, coherente con el sentido de su vida.
En el seno de la comunidad queda entonces planteada una situación de
Así, la
El despertar de la conciencia histórica es un fenómeno que arraiga en las circunstancias inmediatas, pero que no se produce sino cuando inciden sobre ellas ciertos interrogantes acerca del futuro. Sólo así, movido por tales contingencias, comienza el hombre a inquietarse por el pasado que, de otro modo, es sólo inerte realidad. Presente y futuro constituyen categorías decisivas de la preocupación por el pasado y configuran sus diferentes concepciones, que la conciencia histórica acuña, eligiendo y valorando en cada circunstancia lo que entonces atañe a la comunidad.
Por esta singular característica del momento primigenio y creador, la concepción del pasado suele revelar algunas notas diferenciadoras de extremada importancia. Porque puede ocurrir que en el momento en que despierta en una comunidad la conciencia histórica posea ya una nutrida tradición a la que acudir, pero puede suceder también que no tenga todavía sino un breve pasado, de desproporcionada significación con respecto al programa vital que la comunidad diseña por entonces. Empero, es en ese instante cuando es imprescindible para la comunidad adoptar una posición frente a la realidad, y en cualquiera de las dos circunstancias en que se halle se hunda en el pasado para desentrañar un sentido que justifique su aventura, sea empobreciéndolo y esquematizándolo para destacar una línea precisa, sea exaltándolo y enriqueciéndolo hasta proveerlo de una significación de la que originariamente carecía.
Podrían señalarse así dos formas típicas de acuñación del pasado según la relación que se establezca entre el programa de la comunidad y su fondo histórico. Unas veces se plantea la situación de
Esta diferencia de circunstancias en el momento en que despierta la conciencia histórica es la que señala una marcada desemejanza entre las tradiciones historiográficas de
En
He aquí, pues, señalado el camino real para la indagación de las formas que adopta el conocimiento histórico. Sin duda hay otras muchas rutas, pero es indudable que antes de intentar su análisis como mero saber es imprescindible ahondar en el complejo panorama de ese instante primigenio y creador en el que se desata el apetito cognoscitivo. Y en ese análisis del despertar de la conciencia histórica se hallarán, seguramente, los signos reveladores del rumbo que ha seguido la afanosa pesquisa del pasado.