Considerada a la distancia —a tan larga distancia como la modernidad ha puesto entre ella y nosotros—, la concepción medieval de la vida puede parecemos hoy total y ajustadamente ordenada dentro del vigoroso y perfecto esquema teórico cuya definitiva construcción se debe a Santo Tomás o a Dante Alighieri. Pero la excesiva distancia —como la excesiva proximidad— puede ser peligrosa para una recta comprensión histórica, y conviene de tiempo en tiempo acercarse de nuevo a los testimonios directos de la vida cotidiana para comprobar la fidelidad de aquellos esquemas; ocurre a veces que, sin ser falsos en principio, suelen llegar a ser falsas las inferencias que se desprenden de ellos por el progresivo empobrecimiento de los elementos de realidad que los animan y su creciente deformación.
Si realizamos esa labor con respecto a la realidad de la vida medieval, si nos sumergimos en el espíritu de sus crónicas y sus biografías, si analizamos el contenido de sus tradiciones, si cotejamos todo eso con el contenido de las más altas creaciones de su cultura, advertiremos que la concepción de la vida que obraba en el hombre medieval, la que realmente lo movía y lo guiaba, se agita por ciertos impulsos que no siempre encuentran en aquellos esquemas un ajuste preciso. Sin duda no los niegan, sino que, por el contrario, admiten una lejana correlación. Pero las concepciones reales se alteran y deforman si intentamos explicarlas a la luz de tales esquemas, velando su verdadera significación y estilizando hasta la abstracción su propia realidad.
Este género de accidentes es el que han sufrido los elementos patéticos que se insertan en la concepción medieval de la vida; predominaban en las formas históricas de esa concepción, y fueron poco velados y reducidos en su significado en la medida en que contradecían ciertos esquemas reveladores del orden absoluto. Sin embargo, el Romanticismo los había destacado —sin duda por afinidad— y había hecho camino para rever más de una afirmación inexacta a fuerza de ser empobrecida; pero luego la reacción antirromántica volvió a provocar su desestima para destacar, en cambio, aquellos otros elementos que configuran una concepción de la vida susceptible de ser fácilmente encuadrada dentro de un “orden” universal. Lo patético parecía oponerse al orden, y de esa manera se insinuaban dos tipos de interpretaciones de lo medieval.
No es esta la ocasión de intentar siquiera una doctrina de la conciliación posible de tales interpretaciones, que a mi juicio se integran sin excluirse. Pero puesto que parece afirmarse cierta tendencia a restaurar la primacía del “orden” medieval, acaso sea útil señalar cuáles son y cómo se manifiestan los elementos patéticos que obran en la concepción medieval de la vida para corregir un enfoque que se torna cada vez más defectuoso en la medida en que se hace más polémico. Porque si, ciertamente, es característica de la Edad Media la tendencia al “orden” universal —implicado en el fundamento teológico de la concepción de la vida— es precisamente porque ese “orden” absoluto se erige en ideal frente al orden frustrado en la realidad histórica.
Una vivencia profunda de la idea de orden hubiera debido proporcionar al hombre de la Edad Media una sensación de seguridad radical frente a la irrupción de los elementos pasionales que imprimen su signo en el destino individual. Empero, el distingo entre el destino terrenal y el destino ultraterrenal no podía sino provocar una trágica diversificación en la actitud frente a lo pasional. Si en el orden de lo eterno se esfuma y desaparece toda contingencia emergente de los impulsos primigenios, en el orden terrenal humano esos impulsos afirman su irresistible primacía y exigen una determinación de la conducta moral frente a ellos. Constituyen una forma de azar en el curriculum vitae , y este azar se encadena o no, según la firmeza de las convicciones, con el designio divino del que es escenario el mundo terrenal. ¿Pero, y si no es testimonio del inescrutable designio de Dios sino simplemente azar y contingencia, mera resonancia de aquellos impulsos primigenios que obran en lo humano? Según una u otra respuesta, la perplejidad del hombre medieval se orienta o no hacia la idea de orden; pero en todo caso la fe no lograba siempre borrar el aire trágico que proporciona a la existencia la irrupción de lo pasional, y la vida adopta cierto curioso tono que proviene de la sensibilidad, que no ajustándose siempre a la noción intelectual de orden, se manifiesta en una zozobra que solo podía superar el místico. Piedra de toque, la percepción del patetismo de la vida y la actitud que frente a él se adopta constituye un precioso instrumento para alcanzar a comprender la efectiva y real concepción de la vida propia del hombre medieval.
Este tono patético de la vida medieval está muy lejos de ser inexplicable. Si se lo siente latir con punzante espontaneidad, se adivinan las formas en que se canaliza. Sobrevive en él la tradición de la baja romanidad, lo acentúa la preeminencia que adquiere la sensibilidad hebreo-cristiana y contribuye luego a intensificarlo, en los últimos siglos de la Edad Media, la influencia celta y musulmana.
Si la romanidad clásica hereda algún rasgo de la concepción apolínea griega y lo afirma dentro de cierto esquema intelectual al que sirve de sostén la naturaleza ecuménica del imperio, lo cierto es que en las formas reales de la concepción de la vida predominarán los elementos de raíz dionisíaca legados por la tradición helenística. La sensibilidad que nos revela Petronio es una especie de contrafigura de la que ponen de manifiesto Teócrito o Bion; pero en el fondo, las mismas violentas irrupciones de lo pasional, el mismo amor incontenido por los goces de la vida, el mismo lacerante temor frente al infortunio y el dolor. Y en la imagen de Laocoonte o en la de Niobe se advierte la misma preeminencia de lo patético que nos revela el Ovidio de los Tristes o el Virgilio de las Eglogas.
Esta sensibilidad, ante la que sucumbió el impulso heroico de la vieja tradición latina, se acentuó aún más durante los últimos siglos del imperio y concluyó por dar la tónica de la vida. Por su predominio se contrajo el pensamiento especulativo a la consideración de los problemas éticos para dilucidar en el alto dominio de la teoría las cuestiones que asaeteaban la existencia cotidiana. Todas las formas de la vida denotaban ese desborde de lo pasional y probaban que se advertía en lo patético una dimensión connatural de la vida. Para algunos, la solución fue refugiarse en las religiones de salvación que por entonces se ofrecían a sus inquietudes; para otros, en quienes obraban más activamente los esquemas racionales, la aspiración fue determinar los frenos que la razón podía poner al pathos desencadenado. Este era el sentido del estoicismo, en el que se renueva la antigua búsqueda de la catarsis, que si constituye un esfuerzo de afirmación de lo racional entraña al mismo tiempo la clara conciencia del desborde de lo pasional en las formas reales de la existencia. Esta constatación es aún más clara en el epicureismo, que procura cohonestar el dolor emergente del desborde de lo pasional sin negar el valor de algunas de sus formas.
Así conformado, el tono patético de la vida se acentúa con el aporte de la tradición hebreocristiana. La Antigüedad no había sabido precisar sus ideas acerca de otra vida y otro mundo, y solo hallaba, frente al dolor que amenazaba y hacía presa del hombre, la posibilidad de contrarrestarlo o soportarlo resignadamente. Pero cuando se aprende a distinguir entre un mundo en el que el dolor es constitutivo y otro en el que es posible evitarlo si se ajusta la existencia terrena a determinadas normas, el sentimiento frente al patetismo de la vida se modifica sustancialmente. El dolor se justifica y, sobre todo, cambia de sentido en la medida en que se corresponde con la esperanza de una eterna beatitud.
La tradición hebreocristiana, en efecto, aporta al ámbito de la romanidad no solo la noción de que la vida terrena es escenario del inescrutable designio divino sino también la de que se manifiestan en él las influencias demoníacas de que son testimonios los desbordes de la pasión; por esta última circunstancia, el dolor es castigo, pero por la otra es prueba y ejercicio, y, en fin, condición inexcusable para gozar de la felicidad eterna: solo el valle de lágrimas prepara al hombre para alcanzar la beatitud.
Empero, tan consoladora como sea esta correlación entre dolor y felicidad, el sentimiento de que el primero es constitutivo de la vida terrenal mantiene todo su vigor. La imagen del cristiano se adivina acentuada en alguna medida por la forzosidad del sufrimiento, y se refleja en ella la de Job, espejo del sufriente. Era este, sobre todo, ejemplo de la actitud que convenía frente al dolor. Ahora parece injustificado buscar los medios para evitarlo. Si es menester dominar las pasiones, no es tanto por alejar el dolor terrenal que emana de ellas como para alcanzar la felicidad que es premio de la virtud. Y cuando la fuente del dolor no es el desborde de las pasiones, sino otra que escapa a la voluntad del individuo, sólo cabe la resignación esperanzada que nace de la certidumbre de que el dolor es prenda de salvación; por eso, llevada esa certidumbre al paroxismo, el dolor se torna deseable y se lo busca con fruición bajo la forma de martirio.
La tradición estoica y la hebreocristiana se fundieron poco a poco y configuraron una concepción de la vida fuertemente caracterizada por lo patético. Luego, en los últimos siglos de la Edad Media, la tradición celta incidió en el mismo sentido. También el celta descubría que la vida era esencialmente dolor y pesadumbre, porque sentía predominar en ella los elementos pasionales, de cuyo libre juego se derivaban uno y otra. Y sintiéndose impotente para dominar esa fatalidad propia de la naturaleza humana, se dejaba arrastrar por ella y refugiaba su esperanza en un mundo feérico, regido por fuerzas distintas de las que obraban en el mundo real y al que esperaba tener alguna vez acceso. Entretanto solo era posible esperar, y esta espera lo sume en dolorosa melancolía, la saudade . Si hay acaso alguna posibilidad de conquistar ese mundo, es solo por el esfuerzo casi sobrehumano, por la hazaña heroica, de la que se imagina como premio la conquista de un bien desconocido.
Fundidas estas tres tradiciones, la Edad Media elaboró una concepción de la vida presidida por un sentimiento profundamente patético. Si residía en ella cierta básica certidumbre de que los elementos pasionales son consustanciales con la vida terrenal, y que, parejamente, el dolor es inseparable de ella, las actitudes a que esa certidumbre daba lugar eran diversas y de distintos caracteres. Es importante destacar el hecho. Frente al dolor, el hombre medieval no adopta solamente la típica actitud cristiana sino que, junto a ella, conoce y prefiere a veces otras que provienen de las diversas tradiciones que sobreviven o se incorporan al ámbito espiritual de Occidente. De tal modo, vista desde este punto de vista parcial pero ejemplar, la Edad Media muestra su naturaleza plural y multiforme; se tratará, en una última instancia, de poner en relación todas las formas de vida coexistentes, y así se constituirá, en la lejanía, el ideal de un orden absoluto; pero es claro, tras un atento examen, que es solo un ideal resultante de la inmediata experiencia de que el orden no se da en las formas reales de la vida. Tal es, sobre todo, la enseñanza de Dante Alighieri. Si en un plano rigurosamente doctrinario Santo Tomás de Aquino puede afirmar la existencia de ese orden, Dante, poeta de su propia experiencia terrenal, distinguirá el mundo de la realidad y el mundo ideal hacia el que quiere verlo trascender. La aspiración al orden no es el orden mismo. Y la variada gama de reacciones que el hombre medieval adopta frente al patetismo propio de la vida constituye una demostración significativa de ello.
En la medida en que el dolor proviene de los desbordes de la pasión, su ejemplar dramaticidad se refleja, sobre todo en el que nace del amor. Como en la leyenda de Tristán, se lo ve surgir como un sentimiento impetuoso e irrefrenable, que triunfa de cuanto el hombre puede hacer para evitarlo o contenerlo. Y una vez nacido, se lo siente como constante inquietud y zozobra, como dolor múltiple y renovado. Unas veces es la angustia amarga de estar lejos del ser amado, como en los hermosos versos de Bernardo de Bonaval:
A dona que eu amo teño por señor;
amostrádema, Deus, se voso pracer for,
se non dádeme a morte!
Otra es la pesadumbre de no ver correspondido el amor, como cuenta la leyenda de Iseo la de las Blancas Manos, o como relata el Iais de Lanva l, en el que María de Francia expresa el dolor de la reina rechazada por el caballero:
La roine s’en part atant;
En sa chambré en vet plorant.
Molt fu dolente et corocie
De ce que si l’ot avilie.
En son lit malade coucha;
Y tras este dolor que acompaña por donde quiera al sentimiento amoroso, se vislumbra el espectro de la muerte, atraída por cierta misteriosa afinidad; parece como si tuviera carácter de condensada experiencia el verso que Dante pone en boca de Francesca y Paolo:
Amor condusse noi ad una morte .
En el fondo, coincidían así la concepción melancólica y fatalista del celtismo y la concepción cristiana del pecado. La lujuria era, sin duda, el más característico y significativo de los pecados capitales, y el que ponía de manifiesto más claramente sus proyecciones sobre el contorno social. Una vez manifestado, una vez que el amor irrumpía violando alguna de las convenciones que reglaban la vida social, aparecía ante la conciencia el vivo sentimiento de la culpa. Entonces volvía a renovarse todo el patetismo que el hombre medieval anidaba en su corazón, torturado por la certidumbre de que no estaba a su alcance cegar las fuentes del pecado. Su culpa individual no era, en última instancia, sino un reflejo o una parte de esa culpa con que cargaba la humanidad desde el primer pecado, y la vida de cada uno, como la vida de la especie, no podía ser otra cosa que un constante esfuerzo por expiarla. Tiembla la voz de Santa Catalina de Siena cuando dice: “Por todo lo cual quiero que las penas sean mi sustento, bebida las lágrimas, y ungüento el sudor mío. Las penas quiero que me engorden, las penas que me curen, las penas que me den luz, las penas que me den sabiduría, las penas que recubran mi desnudez, las penas que me despojen de todo amor propio, espiritual y temporal” .
Esta actitud mueve la aspiración mística que conduce al abandono del mundo, como lo hace la eremita, que aun en el desierto y entre cilicios sigue descubriendo la asechanza del pecado. Y mueve también la espera, temerosa y esperanzada a un tiempo, de los tiempos de universal expiación que anunciaba el Apocalipsis. Nada más significativo que esta inquietud; se difundió a través de los numerosos comentarios que se escribieron sobre el texto, de Juan el Teólogo, entre los que cobra particular significación, en el siglo XII, los de Joaquín de Fiore, a quien Dante llamó varón profético; se grabó en los espíritus por las imágenes esculpidas en los capiteles que ornaban las catedrales románicas y góticas; y acaso dio sus frutos impulsando el espíritu de cruzada y los movimientos místicos de variado tipo que aparecen desde el siglo XI.
También giró la idea de la culpa alrededor de la experiencia del dolor corporal. El cuerpo era imagen de lo perecedero, de lo que habiendo sido hecho de barro debía volver a ser polvo, de lo que parecía esencialmente impuro y deleznable. La vida y la poesía de la Edad Media agitan constantemente los temas del dolor corporal; el ciego y el leproso son acaso los ejemplos más característicos, y esta obsesión alcanza su grado más dramático en el de la herida incurable, como cuando revive el viejo tema de Filóctetes en el rey del Graal, Anfortas, “el viejo rey que no podía ni sanar ni curar”. Como el dolor moral, este dolor del cuerpo patentizaba la mezquindad de la naturaleza humana, sometida a toda suerte de infortunios, y preparaba al hombre para vivir en constante interrogación acerca de cómo era menester vivir para que la existencia fuera tolerable.
Aquí se suscita el problema decisivo. Si todo contribuía a destacar el tono patético de la vida, si todas las tradiciones concurrían a señalarlo, ¿prevaleció en el hombre medieval únicamente la actitud frente al dolor que se derivaba de la concepción cristiana de la vida? Sin duda se manifestó de manera casi predominante en ciertos grupos, pero es innegable que se manifestaron también otras actitudes, que provenían de otras concepciones sobrevivientes o incorporadas luego al ámbito de la cultura occidental.
La actitud típicamente cristiana, en la que se había fundido la que emanaba del estoicismo, consideraba el dolor como connatural al hombre y propugnaba un abandono radical a todo lo perecedero. Es lo que movía a San Agustín a decir en las Confesiones: “He aquí mi corazón ante vos, Dios Mío. Podéis ver en él si mi memoria es fiel, vos, mi esperanza, que habéis purificado mi corazón de tales afecciones…” . Así desprendido de todo lo que ataba a la tierra al hombre, se paliaba el dolor de los males que no podían sino ser esperados, mientras el ánimo se confortaba con una dulce espera en medio del dolor. Esa espera, precisamente, proporcionaba el único consuelo a que el hombre parecía poder aspirar, y que provenía de la fortaleza de su propio ánimo. Era necesario saber aprovechar la lección del apóstol, como aconsejaba San Jerónimo: “Sano, doy gracias al Creador; enfermo, también bendigo la voluntad de Dios; porque cuando estoy débil soy fuerte, y la fuerza del espíritu se perfecciona en la debilidad de la carne”. El apóstol sufre él también lo que no quisiera, y por tres veces conjura al Señor para que lo liberte; pero le es respondido: “Mi gracia te baste, porque la fuerza se perfecciona en la debilidad” .
Así preparado, el cristiano no podía temer la muerte. Si entrañaba un innegable dolor, traía consigo el incomparable consuelo de ser aurora de una nueva vida. Aquella fortaleza de ánimo llevaba a la conciencia a no desear la ignorancia del momento del tránsito supremo, porque a la alegría infinita de esperar la presencia de Dios se unía la posibilidad de prepararse dignamente para el instante decisivo. Y el cristiano que veía a su alrededor el desborde del pathos terrenal y el olvido de la última instancia, creía necesario agitar ante los ojos de los que lo rodeaban todo cuanto pudiera ser un memento mori : nadie faltaba en la gran fiesta de la danza macabra.
Porque, en efecto, quien vivía profundamente la actitud cristiana no podía sino dolerse de que su actitud —la única que provenía de una recta fe— no fuera totalmente compartida. El mismo panteísmo cristiano de Francisco de Asís y de los místicos franciscanos incluía algunos elementos que entrañaban cierta disidencia respecto de la fe ortodoxa. Gozo de vivir, gozo de sentirse creado, gozo de compartir el aliento divino con la creación toda. Ese sentimiento, expresado con la más elevada ternura por el Himno al sol de Francisco, o por las canciones de Jacopone da Todi, era en el fondo profundamente cristiano, pero incluía también los signos de una superación del puro y estricto patetismo cristiano, derivada de la alegre exaltación vital que lo alimentaba.
También la esperanza céltica animaba en muchos espíritus. Había, para refugio de ella, otros mundos que no eran empero extraños a la vida real, sino concretos y presuntamente alcanzables: países que están en la tierra, lejos, ciertamente, más allá de los mares, pero en los que es seguro que la vida se desliza feliz, hay bálsamos eficaces para las heridas del cuerpo y armonías misteriosas que saturan el alma de misterioso goce. Allí donde el secreto de la felicidad se esconde, allí aguarda al hombre la extraña aventura gracias a la cual podrá conquistarla. Pero, sin duda, quien se aferra a esta esperanza apenas comparte la del Paraíso cristiano, y es seguro que busca otro camino menos áspero para mitigar su desconsuelo. Porque del mundo feérico del celta quizá se pueda retornar a la tierra, a gozar de aquella inefable alegría de estar vivo redimido de los infortunios pasados, y acaso es en esta esperanza del retorno después de la muerte donde anida la nostalgia céltica, la saudade . Se opone su incertidumbre llena de dulzura a la severa certeza del cristiano, y se ocultan tras esta diversidad de esperanzas harto distintas metafísicas. Y no nos extrañemos, porque es aún más diferente de la cristiana la que se oculta en otras reacciones del hombre medieval frente al descubrimiento del dolor como dimensión inexcusable de la vida.
Hay también, en efecto, en el repertorio de las actitudes medievales, una vigorosa superviviencia del epicureismo pagano. Quien crea que era puramente intelectual el que caracterizaba a Farinata y a los que lo acompañaban en el círculo infernal en que los halla Dante, busque su correspondencia en el claro espejo que proporcionan Boccaccio, el Arcipreste de Hita o Chaucer. Allí se advierte cómo se pretendía ahogar el dolor en la alegría sensual de vivir, acaso porque la mera experiencia humana enseñaba con demasiada intensidad que acecha al hombre una múltiple variedad de sufrimientos, y no alcanzaban las convicciones cristianas para aplacar el ininterrumpido temor del mal que se agazapa en la existencia cotidiana. Entonces, como en un rapto, como obedeciendo a un impulso incontenible, el hombre se lanzaba a satisfacer todo lo que quería o lo que soñaba, y, si en el fondo creía, dejaba librada su suerte a la eventualidad de un arrepentimiento y un perdón postreros.
Porque, en efecto, todas estas variadas reacciones, despegadas de la pura actitud cristiana, no suponen, empero un olvido absoluto de cierta concepción que constituye la atmósfera inevitable del hombre medieval. De algún modo se procura encerrar esas reacciones variadas dentro de esa atmósfera, y poco a poco se constituye, en el plano intelectual, un esquema de firme base sobre el cual se sustenta la idea de un orden. Pero es imprescindible no olvidar esta circunstancia: se trata de un esquema elaborado intelectualmente, que se aprende y se repite aunque no se sienta con íntima vigencia. Es un orden ideal, de base lógica, y en el que se llevan a sus últimas consecuencias los principios doctrinarios, con prescindencia de las formas contradictorias de vida.
El sentimiento de la significación y gravedad de lo patético y las variadas reacciones que frente a ello se manifiestan son prueba suficiente de cómo ese orden es una ideología, acaso la sublimación de un ideal de vida, pero no la expresión fiel y directa de una realidad.