Renan y su ‘San Pablo’. 1945

Frente a una obra de Ernesto Renán, quizá más que en ningún otro caso, se torna imprescindible puntualizar qué valores se han tenido en cuenta para incorporarla a una serie que aspira a ofrecer un cuadro del pensamiento historiográfico. Porque, siendo innegable su significación dentro de la ciencia histórica del siglo XIX, pocos han sufrido como Renán los vaivenes del juicio y la inseguridad de la crítica, no siempre certera en la elección del punto de partida.

Esta circunstancia no es inexplicable sino que responde a la proteica naturaleza de su obra. Lo que hay en ella de evocación —una evocación en la que late la influencia de Michelet— ha atraído al lector apasionadamente, porque ha encontrado allí una resurrección vivaz de un pasado oscuro hasta entonces a sus ojos; pero lo que en ella hay de exégesis, de elaboración crítica, de construcción filosófica, ha parecido débil alguna vez a los que examinaban parcialmente los rincones de su creación, demasiado viva y ambiciosa para circunscribirse dentro de un reducido compartimiento de la ciencia. Así, al inmenso éxito inicial de Renán, renovado luego en más de una ocasión, pareció oponerse el severo juicio de los especialistas a quienes alarmaban los puntos débiles de su obra.

La consecuencia de este doble juicio ha sido la creación de una imagen convencional del viejo maestro, en la que predomina, como nota característica y peyorativa, un irreprimible diletantismo. Pero, sin duda, algo de profundamente injusto parece adivinarse en esta opinión, porque el lector reflexivo no se atreve, ante sus páginas, a aceptarla sin resistencia; una profunda sabiduría, ínsita en su prosa tan cuidadosamente burilada, llega gota a gota al espíritu del lector y lo mueve a dar por redimidas muchas culpas. Ya lo advirtió Unamuno, señalando que esa sabiduría “era aún mayor que la ciencia, con ser ésta tan sólida”. Y esa sabiduría esconde más de una intuición genial, más de un irrefutable planteo de problemas antes apenas entrevistos, más de una solución inequívoca para algún interrogante fundamental de nuestra cultura.

Hay, pues, que examinar con precaución aquel juicio. Como sustancia para realizar el examen ofrecemos al lector su hermoso San Pablo, una obra que, aun apartada de la extensa serie de que forma parte, tiene valor por sí misma, y permite poner de manifiesto el complejo haz de preocupaciones que vibraban en el espíritu de Renán y, lo que es más importante, la clave de su interpretación del problema que más profundamente lo inquietaba: el de las relaciones entre el complejo hebreo-cristiano y el complejo heleno-romano. Éste fue, en rigor, el tema secreto de su meditación, pese a no aparecer formulado, paladinamente sino en contadas ocasiones.

Este tema se insinúa acaso con mayor insistencia que en el San Pablo, en otros de los volúmenes de los Orígenes del cristianismo; pensemos, por ejemplo, en el Marco Aurelio y el fin del mundo antiguo. Pero en la obra que hemos elegido para incorporar a nuestra serie de Los historiadores ilustres, la preocupación por este tema coincide con la explicitación de otras tendencias características del tipo intelectual de Renán. En el San Pablo se patentiza con singular riqueza su multiforme personalidad, tan reacia a toda clase de determinaciones y encasillamientos. El hombre de sensibilidad estética —que tanto ha impresionado a Eduardo Fueter— se manifiesta en más de un pasaje con singular vigor, y se entrecruza en muchas ocasiones con el de agudo sentido filosófico y místico, pero sin que ninguna de esas dimensiones de su espíritu se afirme con decisiva superioridad. En cambio, se destaca con bien perfilada nitidez lo que parece en él más decisivo: la capacidad para evocar realidades extinguidas, para percibir el sentido de las mutaciones y de las interacciones, para captar las individualidades históricas y su significación, todo, en fin, lo que configura la vocación y la aptitud del historiador. Él mismo decía en un sugestivo pasaje de los Souvenirs d’enfance et de jeunesse: “La intuición del devenir, en la historia como en la naturaleza, fue desde entonces la esencia de mi filosofía”. Porque, en efecto, la dimensión predominante en Renán era el historicismo.

Quizá enfocando su personalidad y su obra desde este ángulo cobre Renán su más justa fisonomía. El erudito —tan discutido y rectificado como se quiera— posee, con todo, suficiente categoría como para merecer el respeto de los lectores contemporáneos y de los venideros. Pero su erudición está al servicio de una concepción de vastísima amplitud, cuyo panorama abarca, con titánico poderío intelectual, muchos siglos y muchas leguas: es, pese a las apariencias, la totalidad de la historia. Para comprender esta realidad y explicar su desenvolvimiento, Renán apela a su vasto saber, pero no recurre menos a su profunda y certera intuición. Uno y otra le permiten acumular las referencias concretas que dan solidez a sus afirmaciones y las adivinaciones profundas que permiten revivir los enigmas de las personalidades individuales y colectivas que obran en la historia. Allí aparece el historiador de clara prosapia romántica, pero aporta también su caudal de datos y de reflexiones el hombre de sensibilidad filosófica y religiosa. Y cuando la composición de su vasto panorama o la concreta evocación de un episodio o de un personaje lo requiere, Renán sabe apelar al artista que yace contenido en el fondo de su espíritu, al artista capaz de crear las más claras imágenes sobre el fondo denso de su pensamiento.

Todo esto hace del San Pablo un libro particularmente característico y ejemplar, en el que se ponen de manifiesto, en reducida escala, como para un examen de laboratorio, las calidades —y los defectos— más peculiares de Renán. He aquí lo que explica su publicación en esta serie, que aspira a proporcionar un panorama completo del pensamiento historiográfico.

Orientada hacia un solo objetivo —la sabiduría—, la vida de Ernesto Renán ofrece un interés humano incomparable, que, por fortuna, puede satisfacerse en los documentos autobiográficos que él mismo nos ha dejado, con cierta ingenua coquetería espiritual que se acentuó en él en sus últimos años. Su correspondencia, y particularmente las cartas dirigidas a su hermana Enriqueta y a Berthelot, las páginas de sus diarios íntimos, y, sobre todo, ese finísimo manual de introspección que se llama Souvenirs d’enfance et de jeunesse, nos dan una imagen de su existencia, trabajada por el apetito cognoscitivo, y del proceso de su formación intelectual, que permite ahondar con seguridad en los abismos de su obra y de su pensamiento y ensayar un esbozo de interpretación profunda.

Todo en él y en su vida —en su vida sin más peripecias que las del espíritu— resulta curioso y significativo. Quizá el rasgo primero que haya que señalar sea el haber nacido en la Bretaña. Se ha insistido mucho sobre la trascendencia que tienen en Renán las particularidades raciales, y se han explicado por esa vía muchos rasgos de su carácter y de su actitud. Pierre Lasserre lo veía harto semejante a otras figuras ilustres del mismo origen —Abelardo, Chateaubriand, La Mennais— todas ellas “genios críticos, místicos, líricos, proféticos, más inclinados a la visión que a la acción, más deseosos de ampliar la imaginación que de servirse de ella para crear y constituir cosa alguna, llevando a sus exploraciones del mundo espiritual la espera ancestral de las tempestades y de los naufragios, que se admirarían de no encontrar en él y que ellos provocarían en caso de necesidad”. Todo eso explica ciertamente en alguna medida su tipo espiritual, pero no lo explica menos —señala Brunetière— la influencia monitora de su hermana Enriqueta, espíritu delicado y profundo al que estaba unido Renán por estrechos lazos de amor fraterno y de respeto discipular. A ella se debió, en efecto, el giro singular que tomó la vida de Renán al llegar a los quince años. En ese momento ingresa en el seminario de Saint-Nicolas du Chardonnet, que dirigía por entonces Dupanloup, y comienza sus estudios religiosos, que continuará luego en el más ilustre seminario de Saint-Sulpice. Allí se forma la más profunda capa de su personalidad, la que constituirá el núcleo alrededor del cual se insertarán nuevas influencias y tendencias, pero que seguirá siendo el elemento fundamental, del cual proviene cierto rasgo típico proveniente de aquella formación teológica.

Una crisis espiritual arranca a Renán de Saint-Sulpice. Él mismo la ha explicado con diversos matices. Pero fueron sin duda las fuerzas intelectuales las que obraron con más energía en su ánimo para independizarlo del dogma. Un entusiasmo incontenible por el espíritu científico —que quedó patentizado en ese magnífico evangelio del siglo XIX que se llama L’avenir de la science— modeló sus preocupaciones a partir de 1848. Se hizo filólogo, estudió las lenguas semíticas, la filosofía árabe, la arqueología fenicia, y adquirió con todo ello un profundo conocimiento de cuanto se refiere a la cultura del Oriente, con un método riguroso que provenía de su asiduo contacto con la ciencia alemana.

A todo esto, mil encontradas influencias obraban en su ánimo. Los escritores románticos —Michelet, Lamartine, Georges Sand—, los hombres de ciencia, los filósofos y los sociólogos iban depositando en su espíritu, ávido de nuevos puntos de vista que enriquecieran el suyo propio, todo lo que podían allegarle desde sus campos de experiencia. Y Renán estudiaba y reflexionaba sin descanso, porque toda su vida no fue otra cosa que ejercicio de la inteligencia, y maduraba en obras en las que renovaba y enriquecía su concepción de los más graves y densos problemas de la cultura.

A medida que ahondaba en lo que era el núcleo de sus investigaciones, una incontenible admiración por la cultura, clásica —por la griega especialmente— anidaba y crecía en su espíritu, constituyendo así un polo de comparación y una piedra de toque para su concepción de las culturas orientales; este cotejo habría de condicionar su concepción, cuando, poco después de 1860, emprendiera la ingente labor de poner en orden y dar forma definitiva a sus estudios sobre los orígenes del cristianismo.

Para ese entonces, su obra era ya ingente y profunda. Había ya escrito —aunque lo conservaba inédito— L’avenir de la science, y había publicado Averroès et l’Averroïsme, la Histoire générale et comparée des langues sémitiques, el Essai sur l’origine du langage y sus primeros estudios sobre historia religiosa, así como las traducciones del Libro de Job y del Cantar de los Cantares. Además, en 1860, había iniciado las excavaciones en Fenicia, en cuyo curso había adquirido un conocimiento directo y minucioso del ambiente de la cuenca oriental del Mediterráneo.

Con todo este inmenso trabajo a la espalda, Renán emprende la vasta empresa de escribir una historia de los orígenes del cristianismo. En 1863 salió a luz la Vie de Jésus, cuyo éxito de público superó cuanto podía esperarse; se agotó la primera edición y se siguió reeditando durante bastante tiempo, porque los lectores veían allí una creación ornada con todos los encantos de la fantasía literaria que satisfacía su apetito novelístico. Su Jesús era un nuevo e inesperado Jesús, derivado en sus peripecias del cuarto Evangelio, pero humanizado y racionalizado en su personalidad hasta hacer de él un personaje próximo a la sensibilidad general de la época. No carecía de fundamento erudito, pero predominaban en él los rasgos de una concepción sutilmente arbitraria y preestablecida por la actitud espiritual del evocador, filólogo y artista a un tiempo.

Mientras preparaba el segundo volumen —Les apôtres— Renán visitó nuevamente la región del Mediterráneo oriental. Entonces se detuvo en Atenas, y de esta fecha —1865— es su Prière sur l’Acropole, testimonio de su ferviente entusiasmo por la cultura clásica: “Cuando vi la Acrópolis —dice— tuve la revelación de lo divino como la había tenido la primera vez que sentí vivir el Evangelio, divisando el valle del Jordán desde las alturas de Casyoun. El mundo entero me pareció entonces bárbaro. El Oriente me chocó por su pompa, su ostentación, sus imposturas. Los romanos sólo fueron soldados groseros; la majestad del más bello romano, de un Augusto, de un Trajano, no me pareció sino afectación al lado del aplomo, de la simple nobleza de esos ciudadanos tranquilos y orgullosos. Celtas, germanos, eslavos, se me aparecieron como una especie de escitas concienzudos, pero escasamente civilizados. Encontré nuestra Edad Media sin elegancia ni matices, manchada de pedantismo y de altanera mediocridad. Carlomagno se me apareció como un grosero palafrenero alemán; nuestros caballeros me parecieron palurdos de los que se habrían sonreído Temístocles y Alcibíades. Ha habido un pueblo aristócrata, un público compuesto íntegramente de conocedores, una democracia que ha captado matices del arte tan finos que apenas los perciben nuestros refinados. Ha habido un público para comprender lo que hace la belleza de los Propíleos y la superioridad de las esculturas del Partenón. Esta revelación de la grandeza verdadera y simple llegó hasta el fondo de mi ser. Todo lo que había conocido hasta entonces me pareció el esfuerzo infortunado de un arte jesuítico, un rococó compuesto de vacía pompa, de charlatanismo y de caricatura”. En este estado de espíritu prepara y compone al resto de los tomos de sus Origines du christianisme. En 1856 aparece Les apôtres y en 1869 Saint Paul. Luego, entre 1873 y 1881, ven la luz L’Antéchrist, Les évangiles, L’église chrétienne, y Marc-Aurèle.

Sólo después de terminar esta magna empresa, y cuando ya pasaba los sesenta años, Renán escribe su Histoire du peuple d’Israel, libro ejemplar por su solidez y por su poder de evocación, pese a los defectos que la crítica erudita ha señalado no sin justicia. Y en sus últimos años, cuando su prestigio era ya inmenso, cuando su voz ejercía en la Francia de la tercera república tal influencia que Thibaudet pudo compararla a “toda una posteridad”, Renán acometió resueltamente una obra puramente literaria, lo que era en él, seguramente, un afán reprimido desde su juventud, y de la, que forman part los Souvenirs, Le prêtre de Némi, el Dialogue des morts, L’Abbesse de Jouarre y muchas otras páginas de distinta jerarquía. Así acabó sus días en plena y renovada actividad del espíritu, ornado por una aureola de sabiduría y de esprit que evocaba en sus contemporáneos el recuerdo de Montaigne, como lo evoca aún ahora más de una de sus páginas, rebosantes de ironía y de profundidad.

Sin duda, el núcleo de la obra de Renán está caracterizado por su preocupación por las culturas semíticas, cuyo proceso de formación, cuyas formas definitivas y predominantes influencias ha estudiado con ahínco, aunque, a veces, con restringido sentido crítico y con apasionada limitación. Pero para alcanzar a comprender el sentido que entraña la interpretación que él propone en su obra fundamental como historiador —los Origines du christianisme—, es imprescindible tener presente que Renán, a quien apasionaban los problemas de su tiempo, se siente atraído radicalmente por una cuestión que el Romanticismo había planteado y que Renán recogió, considerándola fundamental para toda conciencia de sensibilidad histórica: la de los orígenes y la constitución de la cultura europea.

Bien mirado, sus Origines du christianisme podrían ser definidos, con una larga perífrasis que caracterizaría a su temática, como una historia de la formación e influencia del cristianismo, de su difusión paulatina, de su entrecruzamiento con los ideales heleno-romanos, y de su constitución definitiva como iglesia dentro del ámbito del Imperio Romano. De la importancia asignada a los diversos elementos que intervienen en este proceso proviene el hecho de que se apartara de la postura propugnada por el Romanticismo, al que en tantos otros aspectos sigue fiel. Pero Renán no exalta la Edad Media, sino que la fustiga hasta renegar de ella. La cultura europea —piensa— es, en efecto, cristiana, pero no arranca expresamente del tipo de religiosidad que conoció la Edad Media, sino que resulta del proceso de fusión del cristianismo con la romanidad. Sentada esta convicción primera, Renán la afirma y robustece acentuando la significación de los valores clásicos. Si en la Vie de Jésus exalta las formas religiosas del hebraísmo en cuanto tienen de camino trazado para el advenimiento de la doctrina cristiana, a partir de Les apôtres y cada vez con mayor insistencia, Renán sobreestima la tradición heleno-romana, la influencia que ejerce sobre el cristianismo, la trascendencia que poseen los moldes que ofrece a la nueva fe y en los que el cristianismo se funde para acercarse al tipo de la cultura occidental, y, finalmente, cómo la domina tras haberse identificado con ella.

Así concebido el proceso de la cultura europea, Renán coloca los acentos de su estimativa según principios que difieren totalmente de la tradición romántica. La Grecia aparece ornada con los caracteres de potencia creadora de las formas más altas de la espiritualidad, y Roma, aunque con, muchas restricciones, como su legítima heredera, en la que señala morosamente los momentos de suprema dignidad.

Allí se plantea el conflicto entre romanidad y cristianismo. Pero Renán utiliza, para explicar este fenómeno, un principio interpretativo harto diferente del que había usado, por ejemplo, Chateaubriand en Les martyrs o en Le génie du christianisme. Para él hay allí un auténtico fenómeno de contacto de culturas, y se esfuerza por señalar con pulcritud y profundidad cómo era imposible la comprensión y la coincidencia, teniendo en cuenta las radicales diferencias de ideales que separaban al cristianismo de la romanidad: eran dos concepciones del mundo y de la vida en flagrante conflicto. De allí en adelante, el proceso que Renán señala con profunda agudeza no es meramente el de la difusión del cristianismo, sino el de la progresiva adaptación del cristianismo a las formas mentales y vitales del Imperio Romano, proceso en el que discrimina sabiamente los caracteres de las dos mitades del mundo romano —oriental y occidental— y en el cual va señalando etapas y matices con observaciones de alto y duradero valor, para concluir, finalmente, en el Marc-Aurèle et la fin du monde antique, con un cuadro de apretada síntesis en el que se iluminan los últimos jalones a la luz de un examen magistral.

Este punto de vista condiciona su caracterización de la Edad Media, tan cristiana y espiritualmente rica como se quiera, pero oscura y negativa en cuanto ignora o contradice la tradición intelectual de la Antigüedad. En cambio, el Renacimiento y la modernidad vuelven a adquirir una significación afirmativa que el Romanticismo implícitamente trataba de disimular; y el conjunto de los ideales modernos, que estaban en debate desde principios del siglo XVIII, con motivo de la polémica sobre germanismo y romanidad, retorna al primer plano de la estimación para robustecer la tradición liberal, que Renán contribuye a rehabilitar siguiendo las inspiraciones de Michelet.

Renán es, como historiador, un brote del romanticismo, pero con todas las restricciones que debían crear las duras contingencias de la vida política y las profundas transformaciones espirituales en un espíritu alerta como el suyo. Todavía tiende a seguir con estrecha sujeción sus crónicas, —que no otro valor tienen en sus manos los Evangelios y las epístolas. También quiere él evocar y revivir las viejas figuras y las escenas del pasado, sacando de esos textos los rasgos ocultos que guardan. Pero dentro de esa línea general, su posición lo conduce a una actitud cientificista y liberal, la misma que condicionaba su imagen de Jesús, la misma que lo había apartado del seminario de Saint-Sulpice, la misma que lo separaba de la Iglesia católica, tan complicada en la oscura reacción del segundo Imperio.

Su idea directora es la libertad. Sus héroes son los héroes de la acción, del pensamiento, de la fe, pero sólo cuando son, antes que nada, rebeldes que se sublevan contra toda coerción. Acaso yace en el fondo de su espíritu —y él lo confiesa— cierto aire de aristocracia. Pero Renán sabe que el mundo está dominado por las masas, y que, en cuanto atañe al plano de lo real, es menester atenerse a otras reglas que no son las que él propiciaría en el plano de lo ideal. Entonces aparece como un demócrata, y justifica cada régimen según el margen de independencia individual que tolera. Porque de ese modo, los héroes, levadura de la humanidad y simiente del futuro, surgirán pese a todas las luchas y dejarán su estela para que lo sigan los que sepan oír y ver.

Todo esto revela que Renán es un espíritu dotado de profunda visión histórica. Su virtud fundamental es tratar de descubrir en la realidad los caracteres de sus mutaciones; esta realidad —realidad de la fe, del pensamiento y de la acción— deviene y se transforma, y es necesario, si se pretende comprenderla, sorprender los procesos mediante los cuales se elaboran sus formas sucesivas.

Este historiador tiene, sumidas en los abismos de su espíritu, otras potencias que pugnan por salir a la luz cada vez que la ocasión se torna favorable. El erudito, el religioso, el metafísico, el hombre de sensibilidad plástica y literaria, todos ellos —todos menos el hombre de acción— trataron de manifestarse alguna vez y de ser, entonces, el auténtico Renán. Pero a lo largo de su laboriosa existencia es el historiador el que predomina con su segura actitud y su constante vigilia. Acaso este punto de vista aclare su personalidad más que otros. Y acaso aquellos defectos que tantas veces se han señalado en su labor —crítica escasa, erudición ligera, subjetivismo acentuado— no sean otra cosa que el resultado de un consciente esfuerzo por arrojar en cierto momento algún lastre para no perder la agilidad imprescindible para una rauda visión. No sería la primera vez —ni la última— que se pusiera de manifiesto esta íntima contradicción que se esconde en la entraña de la ciencia histórica, y Renán la sufre, y se subordina a ella en holocausto a su legítima y auténtica vocación. Léase el San Pablo con esta certidumbre, y quizá se renueve en el lector el antiguo fervor que despertaba este espíritu extraordinario, francés y universal por su agudeza y su profundidad, por su elegancia y su vigor.

Esta edición reproduce una traducción española realizada en Buenos Aires por Ricardo Fors y Tesandro Santa Ana. Vio la luz inmediatamente después de aparecer la primera edición francesa y refleja —en el cuidado de los traductores y en alguna de las notas— el profundo entusiasmo que la obra produjo en los círculos cultos de la época. Al reeditarla, ha sido revisada para mejorarla en cuanto ha parecido necesario, pero se ha mantenido su estilo por tratarse de un trabajo estimable y serio.