La breve vida de José Ingenieros fue tan intensa que no sólo ejerció una marcada influencia sobre sus contemporáneos —los jóvenes, especialmente— sino que dejó una huella profunda en la cultura argentina. Quizá hoy sea uno de los grandes olvidados, en esta Argentina sospechosamente olvidadiza de quienes no buscaron los halagos fáciles y quemaron imperturbablemente la vida en su tarea. No son muchos los que recuerdan la intensidad de su vida, los muy diversos campos en los que abrió nuevos rumbos, la desusada originalidad de su pensamiento; ni ese ingente esfuerzo para poner de manifiesto la continuidad de la cultura argentina, dentro de cuyo amplio marco esperaba que se acumulara y fortaleciera la capacidad creadora de las generaciones sucesivas, más allá de las incidencias polémicas y de las modas ocasionales. Como otros disconformistas, tuvo una permanente actitud de generosidad y comprensión para aquellos con quienes disentía, sin perjuicio de que los combatiera con esa energía que le prestaba el vigor de sus convicciones. Menos generosos, espíritus dogmáticos y, sobre todo, mentes comprometidas con la sucesión de las modas intelectuales y de los “ismos”, procuraron silenciar su nombre y dar por extinguida su obra. Pero es injusto y falso. Hoy parece necesario recuperar a Ingenieros del olvido para afirmar que también él, el disconformista, pertenece a la tradición de la cultura argentina.
La Cultura Argentina se llamó, justamente, la vasta colección de obras de autores que él, a su vez, se propuso rescatar del olvido, en esta Argentina que cada cierto tiempo se pone un poco snob y desdeña el temperamento original que asume la plena responsabilidad de su pensamiento mientras sobreestima al imitador complaciente y al divulgador puntualmente enterado de la última novedad de cualquier parte. Conocedor de todas las modas gracias a su increíble capacidad de lectura, Ingenieros difundió y discutió las corrientes nuevas sólo cuando creyó que lo merecían; y juzgó obligación suya poner al alcance de las nuevas generaciones el vasto patrimonio cultural que la Argentina posee, aún no suficientemente valorado como un conjunto coherente incluso en la disidencia y menos aún, incorporado a la conciencia nacional como su propio e irrenunciable acervo.
Quien asumió la tarea de difundir el corpus de la cultura nacional no era, por cierto, un desocupado ni un amateur. Médico psiquiatra, trabajaba sin descanso en su profesión y se procuraba afanosamente el tiempo necesario para la lectura y para la investigación. Mente lúcida y organizada, escritor infatigable, sabía ordenar rápidamente su pensamiento y darle forma metódica y cuidadosa. Gracias a esa capacidad logró Ingenieros elaborar una obra ingente cuyo núcleo fueron los problemas de la psiquiatría y la criminología. Alrededor de ese núcleo se ordenaron otras preocupaciones intelectuales. De la psicología y la biología salió en busca de los caminos de la filosofía, y se introdujo en ellas con su habitual lucidez. Y por la incitación de sus preocupaciones sociales y políticas derivó hacia la sociología y la historia, referidas a la realidad argentina, con la que Ingenieros se sentía radicalmente comprometido. En todos esos terrenos innovó Ingenieros, suscitó nuevos puntos de vista, propuso nuevas pautas interpretativas y ofreció los primeros resultados de sus reflexiones con el brillo y la claridad que le eran propios.
En 1918, vieron la luz dos obras particularmente significativas de Ingenieros, ambas ajenas a sus preocupaciones fundamentales, o al menos, a sus preocupaciones científicas y profesionales. Una, las Proposiciones relativas al porvenir de la filosofía; otra, La evolución de las ideas argentinas. Ese mismo año Ingenieros prestó su adhesión al movimiento de la Reforma Universitaria que había estallado en Córdoba y pronunció su famosa conferencia del Teatro Nuevo en la que señaló la significación histórica de la Revolución Rusa. En plena madurez, Ingenieros definía inequívocamente su irrenunciable autenticidad y su vocación disconformista.
Espíritu formado en el rigor científico, quiso desbrozar el campo de la metafísica y establecer sus relaciones legítimas con la ciencia. Ninguna autoridad lo arredró y se atrevió a pensar con la libertad más absoluta sobre el contenido de una tradición filosófica más de dos veces milenaria. Tampoco lo arredraron los admitidos preconceptos que articulaban las interpretaciones corrientes de la historia argentina, y los enfrentó decididamente, primero en la Sociología argentina y luego en La evolución de las ideas argentinas. El fruto de su esfuerzo fue un nuevo y vigoroso planteo del proceso nacional, que dejó inconcluso, pero que aun así constituye un rico punto de partida para una comprensión bien encaminada de nuestro desarrollo histórico. Libre de compromisos, audaz en la expresión de sus más recónditas ideas, Ingenieros quiso ser auténtico en la verdad, desdeñando el cúmulo de las verdades convencionales y desafiando los peligros que entraña toda disidencia frontal.
“El autor ha escrito este libro —puntualizaba en la Advertencia de La evolución de las ideas argentinas— creyendo servir a los ideales que considera legítimos, sin ignorar que ello importa el sacrificio de algunas convicciones propias. Pocos hombres aman las verdades que perturban sus ideas o hieren sus intereses presentes; los libros que dicen alguna, sólo sirven a lectores jóvenes, no contaminados por la mentira o capaces todavía de repudiarla.” Y agregaba más adelante: “No desea presentarse como imparcial ante lectores que no lo son; en demasiadas páginas ha probado que pertenece al partido de los que buscan la verdad sin temor de encontrarla y de los que no envenenan las certidumbres grandes con dudas pequeñas”.
Auténtico y disconformista, José Ingenieros recorrió su destino entre la carcajada vital y la angustia metafísica. Nunca fue infiel a sí mismo, y tanto importa de él su obra como su vida. Porque una y otra fueron pensadas para dar cumplimiento a un principio moral del que nunca quiso apartarse. Una moral de pensador militante.