NADIE podría negarle a Waldo Frank el título de poseer el mayor optimismo sobre el futuro de América, la más honda fe, la más fervorosa seguridad de su destino. Pero este destino en que él cree y espera, no es eslabón nuevo agregado a una cadena secularmente ininterrumpida; Waldo Frank cree en todo un mundo auténticamente nuevo, un mundo que realice plenamente ese complejo e impreciso ideal americano, multiforme e irrealizado.
Hay en su optimismo una lucidez meridiana; es a larga distancia, y no le impide la clara visión de la realidad: “lo único que por ahora existe —dice— es la frase nuevo mundo“; y luego, en otro lugar: “la historia del ideal americano es una historia de fracasos”.
No sería Waldo Frank auténtico hombre de América, si no fuera esta cadena de reveses su estímulo mejor. América es una palabra mágica; arrastra con su nombre no sé qué ímpetu de aventura, y hay en el hombre de América una innata capacidad de creación, de hacer donde antes nada había hecho, de luchar contra la resistencia de las cosas; hasta la empresa de crear nuestra América está saturada de este maravilloso impulso creador, y nada podrá desalentar a quien crea hondamente en el destino final de la aventura. Porque desalentarse sería renunciar al propio espíritu, sería desertar de la fe en América. Y la fe en América —futura América— es actitud ineludible, previa a todo pensar en su presente y su futuro.
Yo querría precisar los términos. Voy a hablar en general de los países del sur del continente, y aunque a veces las apreciaciones generales trasciendan de este límite, el tono general será así restringido. La vida en América ha sido jalonada por múltiples hechos que han creado momentos esencialmente irreductibles a líneas generales; el aspecto de muchos problemas es radicalmente distinto en estos países —Argentina, Brasil, Uruguay, etc.— del que presenta en México o Perú, y si acaso las conclusiones pudieran ser comunes, el rigor del planteo impide que puedan asimilarse los términos primeros.
Hoy es Hispano-América un producto nuevo en el mundo. Nunca se había intentado este trasplante integral de una cultura, de la cual se entregaban los marcos generales, sin asegurar la unidad racial; más aún, sabiendo inevitable la confluencia de tipos humanos. Acaso el colonizador pensara en la reducción del indígena al cuadro de vida occidental. Pero es más seguro que haya pensado, al menos después de los primeros ensayos, en la necesidad de su exterminio y en la anulación de su influencia. Hoy la adaptación del nativo parece una cosa irrealizable. América no es ya la tierra de donde debía nacer una raza engendrada por la mezcla del europeo y el indígena. América —hoy, en estos países— es una tierra donde se funden, con una minoría de nativos, los más diversos pueblos extranjeros, coincidentes todos en su superioridad sobre el indígena. Este, solo, no es ya factor de ninguna esperanza.
La unidad racial no está pues consumada. Falta aún mucho para consolidarla, y aunque su logro me parece indudable, lo diviso tan lejano como para que se intente pensar en algunos problemas, no atendiendo a la futura raza única de América, sino a esta población heterogénea, sin tradición étnica ni cultural, que hoy la puebla. Así creo que deben encararse sobre todo los problemas de educación. Esta ausencia de unidad racial explica a primera vista la ausencia de unidad espiritual. De esta última es sin duda una causa, aunque tiene otras no menos importantes.
Hoy, cuando termina el primer tercio del siglo XX, aparecen las cosas en tal estado. Pero esta situación, al menos en sus grandes líneas, no solo no es arbitraria, sino que fue estimulada y deseada por la generación de la época de la organización. En la Argentina, Alberdi y
Pero esta no se ha formado, no solo porque no habiéndose logrado la unidad racial es harto difícil que se consolide la espiritual, sino porque se olvidaba la característica modalidad del pioneer, esto es, del hombre trasplantado para vencer a la naturaleza. El europeo ha llegado, pero no trayendo toda su civilización, todo su viejo acervo cultural, para cederlo generoso a la nueva tierra acogedora. Ha llegado con el alma vacía, después de haber dejado diluirse en el aire marino el leve soplo de su espiritualidad. Él no era un producto valioso por sí solo. Su constitución social era tan rigurosa, que, abandonado, se vio incapaz de sobreponerse a esta primera actitud espiritual que provoca la actividad del pioneer. Él debía luchar contra la naturaleza; más rudamente aún, él debía conquistar el poderío, debía ganar dinero. Eso le exigía una decidida contracción a la obra y una buscada despreocupación de su espiritualidad. Y él accedió a la imposición de su aventura, se sumergió en la nueva empresa y se olvidó de su alma. Eso es el pioneer.
Era imposible que este hombre fuera el vehículo de civilización que Alberdi esperaba. No solo no lo fue, sino que se convirtió a poco en la rémora mayor, en el obstáculo más decidido, ya que la mejoración del panorama limitaba su aventura material. Pero era el caso que aquella generación no había previsto quién debía realizar la obra en caso de que el europeo inmigrado no la cumpliera; y se había dejado insoluble el problema. Hoy ha llegado la disolución racial —con su agregado forzoso: vacío de tradición cultural— y nadie está capacitado para decidir eficazmente en la encrucijada.
Pero este problema sufrió una vez más. Como en casi todas las conciencias había perdido presencia la cultura, su ausencia, su vacío, no se notó súbitamente, magnamente, sino que pasó desapercibido ante quienes veían el otro aspecto del problema: el racial. La grave cuestión de la futura posible conciencia cultural llegó a ser así un problema mínimo, un problema que apenas cabía dentro de otro que parecía fundamental: la nacionalidad.
La nacionalidad fue el máximo problema de los que sintieron estas fallas posibles del país surgido de la
Cuando se quiso robustecer la noción de la nacionalidad, fue forzoso romper, destruir la primitiva unidad espiritual, y como a este último aspecto apenas se le asignaba importancia, se lo dejó perder casi definitivamente, agravado el naufragio por el torrente inmigratorio. La conciencia de la nacionalidad sí pareció importante, y a su logro se dedicaron las generaciones a las cuales tocó organizar —jurídicamente, siempre— los países. En la Argentina, desde el 53 hasta fin de siglo. Veamos en qué forma se procuró lograr ese objetivo.
No había manera legítima de separar, de aislar los países de Hispano-América. Hacer un argentino o un uruguayo o un paraguayo, distinguiéndose uno de otro, era empresa magna, artificial, casi absurda, que implicaba la afirmación polémica de las nacionalidades. No era posible construir una conciencia argentina que fuese, independientemente de toda sugestión provocada, distinta de una conciencia uruguaya o paraguaya. No era posible agrupar calidades afirmativas que fundamentaran la separación jurídica. A que las hubiera, por el contrario, todo se oponía. Se oponía la raza, se oponía la historia, los intereses comunes, el espíritu. Pero se vivía entonces en la época de la afirmación de las nacionalidades. Se temía que ante la ola inmigratoria, no hubiera una conciencia nacional, una conciencia fuerte, —se entendía jurídicamente fuerte— que defendiera la integridad del país. No se pensó en la posibilidad de otra defensa, ni había en realidad elementos bastantes como para hacerla; solo se intentó —como que era la única posible— la defensa del estado, entregada al estado mismo.
Pero el estado casi no existía. Sobre todo no existía como conciencia colectiva. Había pues que fundamentarlo, y remediar la duda de los que no creían demasiado en estas nacionalidades, diciendo en voz muy alta todo lo que los demás no eran, para que surgiera así la existencia real de aquella de la cual nada se negaba. Había así una afirmación agresiva de la nacionalidad.
Se afirmó entonces el pasado, el presente y el futuro del país. Se entró a exaltar el tiempo heroico de los orígenes nacionales, se construyeron las leyendas de los padres de la nacionalidad, se afirmaron los destinos seguros a que se iba, exaltando como muestra el presente promisor de cada país. El optimismo era una institución oficial, destinada a crear en cada conciencia individual un razonamiento malsano, por el cual cada uno comprendiera las innumerables ventajas de ser miembro de tan excelente sociedad. Era un optimismo malsano, porque estimulaba un cálculo interesado de rendimientos, una seguridad para la vida inmediata, todo ello ostentado —en esa manera que en Europa se solía llamar americana— con un orgullo fatuo y una insolencia ingenua y superficial.
Se ha mentido así intencional, metódicamente, sobre el origen de las nacionalidades americanas, sobre el valor de los hombres, sobre la trascendencia de las actitudes. Se ha creado una historia destinada a separar lo que estaba radicalmente unido, lo que estaba tan fuertemente unido como para seguir estándolo, pese a esos esfuerzos. Hispano-América no era un conglomerado artificial como lo son algunos países, como son otros solamente pedazos de países. Era una fuerza espiritual poderosa, hoy subsistente gracias a su formidable vitalidad, pese a los ataques que contra su unidad espiritual ha llevado el formalismo jurídico de las nacionalidades afirmadas polémicamente.
Era este nacionalismo combativo el más encarnizado enemigo de la unidad espiritual. Sobre este nacionalismo se quería construir la cultura popular y la escuela pública fue —para su desgracia— el vehículo más importante de esta afirmación polémica de la nacionalidad.
Toda la enseñanza popular en Hispano-América se ha construido, no sobre las calidades realmente existentes, sino sobre la anulación de toda posible competencia, aun cuando se sea consciente de que aquello que se olvida es decisivo en la formación de una conciencia americana legítimamente construida. El nacionalismo en la enseñanza no quiere decir solamente la exacerbación de la historia nacional hasta lo absurdo, hasta la sobreestimación de lo más abyecto en la precaria vida de América. Quiere decir más. Quiere decir que debemos ignorar, porque la enseñanza oficial lo evita taxativamente, las figuras cumbres del pensamiento de América y aún de la acción. En los colegios secundarios se enseñan las literaturas nacionales. Pero en la Argentina se ignora quién es Montalvo; el adolescente cansado de oír hablar de Alberdi y
Las literaturas nacionales no tienen sentido en América. En cada país no hay sino figuras de un gran movimiento de pensamiento originado en Europa y sentido en forma americana. Es pues absurdo querer organizar literaturas nacionales. La literatura de Hispano-América es la manera de sentir, de mirar el pensamiento occidental; no ha sido hasta ahora, al menos, otra cosa, y eso es absurdo separarlo con límites jurídicos o dividirlo en función de la obra de los padres de la patria.
La vida de América en su más complejo panorama, resulta así ignorada por quienes más seguros debían estar de la continuidad del espíritu americano. Pero el espíritu americano fue tenue planta que se dejó abandonada y fue pisoteada por el bárbaro. Nada se sabía, nada se esperaba del espíritu americano, y la idea de que existía algo que se llamaba con esas palabras, se diluyó en la idea más tangible, más real, más positiva, de una patria de límites precisos, una frontera natural, un pasado convencional y contrahecho, y un desprecio, un olvido sistemático de todo lo que no se ha podido hacer entrar en ese compartimento jurídico del auténtico ideal americano.
Todo, todo se ahogó en Hispano-América bajo el peso de la nacionalidad. Hay que reconstruir, pues, el ideal americano en Hispano-América, hay que fortalecerlo creando la problematicidad, de tal manera que el optimismo no inmovilice la acción, alejando el nefasto espectro del todo cumplido; hasta hay que crear la modalidad del americano, pero con una serie de problemas más precisa, más real, no tan ilusoria como la de los que querían resolver todo con la presencia de un elemento extranjero, y con una aspiración de unidad menos estrecha, más generosa, que trascienda del plano político, el único en que hasta ahora se han creído posibles las relaciones en América. No hay enemigos en Hispano-América, hay víctimas de un juego absurdo de oposición y distanciamiento, de un juego miserable que ha hecho quebrar en pedazos la unidad originaria del espíritu americano, su típico sentido de los problemas comunes, su característico impulso para la formación de un ser nuevo: América. Hay que dolerse de este extravío de los espíritus de América, que porque debieron afrontar problemas inmediatos, perdieron elevación y generosidad para los problemas perdurables. Hay que retomar meticulosamente la tradición —auténtica tradición— de América y separarla de los espíritus negativos. Hay que volverse a Rodó y a Waldo Frank y decirles que la joven América ha entendido la voz de orden: hay que crear la nueva idea del americano.
La nueva idea. América tuvo una realidad tan evidente, que durante largo tiempo la idea de americano se sobreponía a la más restringida de hombre de un país de América. Aquellos dos hombres que se encontraron un día trayendo las patrias del sur y del norte para reunirías en un esfuerzo heroico, no quisieron nunca romper sino conservar el hogar común, mejor aún, el impulso común. No hay ejemplo de que en el período de la formación de las nacionalidades se haya evitado, se haya olvidado la comunidad primera. Y hasta hay en la Constitución que en 1819 se dictaba en la ciudad de Buenos Aires, un artículo que expresaba rotundamente el sentido indeciso de la nacionalidad frente al categórico de continentalidad: “Todo americano es ciudadano.”
Bolívar lo había presentido y había procurado llevar a la realidad su propósito. Alberdi intentó luego la misma empresa, que en Chile apoyaba el ministro Montt. Fue entonces cuando
Había pues la urgencia de reconstruir, al menos en un mínimo de eficacia, la vieja unidad, la única posible unidad. Pero aún esta era ya apenas posible. La vida política parece como si tuviera a veces vida autónoma y creara entes independientes de todas las otras realidades. Eso parecían los países de Hispano-América, entidades políticas que se empeñaban en no ver las auténticas necesidades sociales. La realidad, la realidad política, se empeñaba en negarse a toda solución. Pero había una cosa, que era el motor de toda esta vaga aspiración, que no podía evitarse. Era la solidaridad espiritual: no ya América como ser social, sino el americano, el hombre que sentía que en toda la extensión del continente encontraba seres con la misma aptitud joven que él. De estos hombres él se sentía compañero, amigo, sentía la obligación de ayudar y ser ayudado. Era a ese deber subconsciente al que se faltaba cuando no se probaba con inútiles utopías siquiera, el llegar a una solidaridad americana.
Este sentido americano que existía indudable en la época posterior a la Independencia, fue perdiéndose poco a poco por el propósito deliberado de construir una nacionalidad jurídicamente fuerte para resistir el embate de la ola inmigratoria. Entonces fue necesario romper la base espiritual que era la única unidad legítima en América, para crear las conciencias nacionales, para afirmarlas como se pudiera, anulando todo lo que por excesivamente general y amplio excediera el restringido concepto defensivo de la nacionalidad.
Pero señales han sido percibidas de que la nueva época va llegando. Se empieza a sentir la quiebra del nacionalismo defensivo y se alcanza la promisora luz de un nacionalismo creador. Y dice Waldo Frank, gran soñador: “Si hubiera en el Perú, en la Argentina, en Mexico, en los Estados Unidos, por ejemplo, hombres capaces de desarrollar sus propias cualidades esenciales, ellos darían inevitablemente valores y la vida misma a sus países, volviéndolos organismos creadores. Y esas naciones, a través de una honda expresión individual, se encontrarían inevitablemente en consonancia con otras naciones de América. Porque como ya dije, el verdadero conocimiento propio, sea social o personal, destruye el egoísmo, destruye el aislamiento.»
Ese nacionalismo creador a que hemos de ir si no queremos agotarnos en absurda lucha contra fantasmas, va a ser superado prontamente. Todo aquel que se sienta legítimamente americano, esto es, hombre nuevo, deberá indefectiblemente contribuir al abatimiento y la elevación.
Porque si algo será característico del americano futuro, de ese que llevamos en potencia los americanos de hoy, será el no saberse restringido por cosa alguna, y menos por marcos tan mezquinos como los de las patrias artificiales. “Lincoln, dice el pensador americano, puso de manifiesto nuestra fe en la capacidad que tiene todo americano de crecer espiritualmente fuera de los límites impuestos por las circunstancias, circunstancias de lugar, económicas, de temperamento.” El americano no podrá admitir otra conciencia que la de americano, y esa no se limita con conceptos estrechos. Es algo más que una postura accidental, es una manera definitiva de sentirse ante la vida. “Amigas y amigos, terminó Frank su mensaje a la Argentina, yo creo en este nuevo mundo como un destino posible del hombre. Creo en el pasado del hombre solo como un acervo de la humana promesa. El hombre tiene ante sí al nuevo mundo: los americanos sobre todo, a la vez jóvenes y frescos, recreados y teniendo adicta la cultura más antigua del mundo, llevamos en nosotros al nuevo mundo.”
América debe cumplir el magnífico presagio de su más fervoroso obrero. Este americano cuya nueva noción anunciaba Rodó y que hoy precisa Waldo Frank, será quien recomponga la legítima unidad de América. Esta conciencia americana es demasiado compleja, demasiado fina para que pueda componerse, aislada, en múltiples lugares. No hay además razón de que así sea. No hay sino una conciencia americana y solo se podrá lograr por la integración de los espíritus creadores. Crear esa conciencia americana, superior a toda convención falseada, es la más imperiosa aventura que se ofrece hoy al hombre de América. Es también aquella para la cual el profundo y venerado maestro a quien solían llamar Próspero, exigía la activa revelación de fuerzas nuevas. “Yo creo que América necesita grandemente de su juventud.” Así decía ya el filósofo a quien protegía la broncínea serenidad de Ariel.
La necesita sobre todo porque nada hay tan doloroso como el fracaso de las más promisoras esperanzas. El tiempo —gran artífice— suele olvidar a los que no coadyuvan al logro de su fin esencial. Hay pues que procurarlo sin esperar su obra paciente y larga.
Hay que poner al servicio de este nuevo ideal todos los elementos que antes se había hecho servir al viejo; pero no porque se los tuerza hasta hacerlos seguir sus líneas, sino porque su libre curso, dejado correr, determina en seguida tal dirección. Pues que eso es lo que siente en última instancia el hombre de América, solo a eso debe dirigirse la educación en este aspecto, solo eso debe enseñar la historia, si se dice de ella el todo y la verdad.
La historia de las escuelas, la de las primarias sobre todo, da en cierto modo la pauta para la corrección; hasta podría decirse que ha habido por parte del niño una corrección implícita en su falta de interés.
Yo creo que siempre ha habido engaño en lo que de la historia ha podido interesar al niño. La historia habitual, la historia grande que se le enseña, historia compleja de relaciones sociales, económicas, espirituales, se compone de problemas que en modo alguno pueden llegar al alma del niño. Son problemas de hombres, como son problemas de hombres los intereses de patria. El niño no puede sentir esas relaciones por la misma razón que no busca en los diarios las grandes cuestiones del presente. Todas las grandes cuestiones que la historia usual le enseña, le resultan así absurdas, injustificadas, y no puede unir la idea de mérito humano a una cosa que él solo siente como sin sentido. Se malogra así el objeto buscado —que era la afirmación de una serie de cosas comunes que constituirían la patria— y se impide el acercamiento al alma del niño con aquellas ideas que le son accesibles. Doble fracaso, pues. El niño reacciona siempre igual. Cree que aquello que le dicen es cierto, y hasta tiene por eso cierto respeto. Pero él no lo siente, no lo puede sentir desde que son situaciones espirituales incompatibles con el alma del chico. Él guarda de la historia nacionalista de las escuelas un recuerdo artificial, recuerdo de una forma que le fue impuesta, dentro de la cual no hay recuerdo alguno que depositar.
Yo creo que hay que acercar el pasado a los niños en la medida que estos lo pidan y lo admitan. Si no se puede traer a ellos las grandes ideas, las grandes líneas del desenvolvimiento histórico, es necesario conformarse y no intentar acercarlas artificiosamente. Pero debe pensarse en que progresivamente, a medida que van apareciendo en el niño y el adolescente sentimientos y reacciones, pueden acercársele las del pasado que respondan a aquellos sentimientos y reacciones. El niño desde temprano sentirá el valor y la audacia. Pero no sentirá que el valor y la audacia son mejores cuando las ejercita un héroe nacional. Desde temprano sentirá la bondad y la maldad elementales, aunque no le interese la determinación política del actor. Solo así habrá que acercarles el pasado, cuando se esté seguro de la incorporabilidad de esas categorías. Después, cuando el adolescente empiece a sentir las primeras preocupaciones por el cuerpo social, solo entonces será la hora de que se le enfrente ese grupo de problemas. Y las grandes líneas del desenvolvimiento de la humanidad, solo podrán acercársele cuando el hombre empiece a apuntar en el alma del adolescente.
Entiéndase que digo las grandes líneas. La historia nacionalista en América ha tenido esta particularidad. Como la vida propia empezaba en el siglo XIX, la única historia que conocía el muchacho medio, era la de ese producto especial —el siglo XIX— que solo se comprende como resultado de un largo andar. En Europa, una historia nacional se corrige perpetuamente con las relaciones de tiempo y lugar, aparte de que ella en sí misma abarca períodos fundamentales. En América, por el contrario, todo lo que enseña la historia nacional, induce a error con respecto al desenvolvimiento histórico de la humanidad. Aquí se le habla al niño de la libertad, como si fuera a priori indispensable en la vida humana, siempre reconocido; pero de la lucha por la libertad, o de los momentos en que la libertad no interesaba, nada se dice y nada se sabe. Aquí la historia nacional obliga a suponer a la técnica maquinista como condición justificadora del mundo. Pero de las épocas más armoniosas de la humanidad, de las que lograron su armonía sin el maquinismo, nada sabrá el muchacho americano. De las conquistas de los elementos, no podrá tener idea; de la evolución del derecho individual, nada podrá saber; todo lo ignorará con respecto a la historia del poder.
Todo esto agrava fundamentalmente la enseñanza nacionalista en América. Si en todas partes es nefasta, lo es más donde por su limitación restringe hasta el absurdo la historia de las posibilidades humanas. La historia que deberá enseñarse en América, bajo cualquier régimen, deberá dar la comprensión de los valores universales, la superación de toda limitación artificial y el sentido americano de la vida. Pero acaso todo esto sea posterior a la transformación del régimen actual, y habrá que esperar ese momento cercano de la historia del mundo.