La helenización del judaísmo en el siglo II a.c. 1945

LA HELENIZACIÓN DEL JUDAISMO EN EL SIGLO II A. C.

El proceso por el cual la cultura hebrea entra en contacto con la cultura griega, no es sino un aspecto del vasto drama de la acción de los macedonios en Asia. Desde Alejandro, con una intención muy definida y una voluntad harto resuelta, los griegos se proponen helenizar. La inspiración política de Alejandro es seguida por sus sucesores y, con variedad de matices, la acción ejercida sobre el hebraísmo fue la misma que se ejerció sobre las regiones de profunda cultura caldea o persa.

Helenizar debía significar, políticamente, dos cosas; sobre todo, era imponer un cierto tipo de cultura y de vida; pero en su sentido más elemental y más urgente, significaba uniformar, superponer, por encima del variado repertorio de culturas sometidas, una, a la que se le confería una dignidad oficial.

1. LA HELENIZACIÓN DEL ASIA

PERSIA Y EL ASIA HELENÍSTICA

El camino para este proceso de unificación, de creación de una zona de coincidencia entre las diversas nacionalidades fundidas en el Imperio, había sido preparado ya por los Aqueménidas, y los resultados obtenidos por ellos favorecieron en gran medida la organización de Alejandro. Tolerancia religiosa [1], elasticidad política, capacidad de diferenciación por debajo de una estricta organización burocrática muy centralizada, caracterizaron la obra administrativa de los Aqueménidas; gracias a esas características, los pueblos de cultura refractaria a toda asimilación profunda, pudieron encontrar en el Imperio persa un modus vivendi tolerable, y hasta ver, en algún momento, una promesa de liberación en su política, como la que Isaías creía ver en la de Ciro [2]. Pero al mismo tiempo, la organización imperial facilita el comienzo de una era de intercambio, de tráfico comercial, de conocimiento mutuo, que hace, en poco tiempo, de la época aqueménida, una etapa previa del proceso de internacionalización que caracterizará los siglos subsiguientes. Hasta un idioma común aparecerá en el Asia: el arameo, verdadero koiné, que resuelve el problema primero de la comprensión mutua entre los pueblos sometidos [3]. Sobre esta zona, preparada para una unificación cultural, se superpondrá, al finalizar el siglo IV, el helenismo, como nueva consigna. El camino para comprender la exigencia imperial de una unificación cultural, había sido activa e inteligentemente preparado por la política aqueménida.

LA POLÍTICA DE ALEJANDRO Y SUS SUCESORES.

Si Alejandro consideró necesaria, para los fines de su política una acción fuertemente helenizante, sus sucesores debieron extremar esta tendencia a riesgo de malograr su acción y acaso su poder. Para Alejandro sólo existía el problema de darle contenido consciente y vivo a una conquista que se nutría abundantemente desde el núcleo macedón de su Imperio. Para sus sucesores, el problema era el de justificar constantemente, por el helenismo, sus dinastías, extranjeras y conquistadoras en sus respectivos territorios, y defenderse de la lenta pero firme presión de la realidad oriental, sobre la cual trabajaban. El carácter no nacional de la monarquía fue el enemigo más poderoso de las dinastías fundadas por los generales macedónicos: para nacionalizarlas —escindidos del tronco patrio— era necesario hacer de su cultura helénica la nueva patria espiritual.

La acción helenizadora de las monarquías macedónicas fue, sin embargo, en general, episódica y formalista. Los matrimonios simbólicos que Alejandro había ordenado, como los cambios de las designaciones toponímicas, no podían llegar a tocar la fuerte estructura espiritual del hombre oriental y sólo podían crear una ilusión en el espíritu de los conquistadores. La acción más poderosa fue la que —a la larga— se ejerció con la creación de los grandes núcleos urbanos, verdaderos focos de irradiación de cultura helénica ante los cuales las creencias orientales se torcían ligeramente en el sentido helénico. Poco a poco, las costumbres y normas de vida practicadas en ellos iban adquiriendo vigencia social y eran imitadas; el escepticismo religioso griego creaba poco a poco en algunas minorías la capacidad para el pensamiento lógico y aun para el científico; recluido en los centros de población, el helenismo creaba un clima de minorías que satisfacía la exigencia política de la dinastía que los creaba, y desde allí tocaba secretamente el espíritu oriental, con más lentitud, pero también con mayor eficacia que cualquier acción formalista que el estado hubiera emprendido.

Las ciudades fueron así los principales puntos de apoyo de las monarquías macedónicas y la época posee una fiebre de fundación. Las pequeñas aldeas se reúnen o se despueblan para integrar grandes focos urbanos; según el ejemplo de Alejandro, Antígono funda varias Antigonias en su territorio y funda y restaura otras ciudades [4]. Seleuco Nicator fundó —según el testimonio de Apiano
[5]— no menos de sesenta ciudades, entre las cuales hubo cinco Laodiceas y nueve Seleucias. Antioquía del Orontes y Seleucia del Tigris — en los dos extremos de la más importante vía seléucida— debían ser los dos focos de irradiación de la nueva influencia.

La población de ambas ciudades era sumamente cosmopolita aunque predominaban los griegos traídos de diversos lugares; pero había también población siria y, sobre todo, judíos, según el testimonio de Josefo [6]. Si Antioquía era fundamentalmente una ciudad de lujo, Seleucia, desarrollada en cierto modo a costa de Babilonia, fue una ciudad de arte y de ciencia. La filosofía estoica encontró allí un hogar estimulado por Diógenes y por Apolodoro, y otras escuelas filosóficas encontraron cultores en ella. Las ciencias recogían allí la herencia caldea —la astronomía en especial— y se formaba una poderosa avanzada de la cultura griega, destinada a perdurar largo tiempo.

LOS CONTACTOS CON EL JUDAÍSMO: LA INFILTRACIÓN CULTURAL.

Esta lenta acción de infiltración espiritual ejerció una acción deletérea sobre las viejas culturas orientales; agotadas por una larga lucha, han perdido su contextura y su personalidad autónomas y no se organizan para resistir la agresión helénica; poco a poco, son absorbidas: elementos caldeos y persas integran, cada vez más, la cultura que se funde en estos nuevos hogares de sabiduría helénica, y la enriquecen a costa de perder su propia significación autonómica. Esta acción deletérea se ejerce igualmente sobre la cultura hebrea. Más que ningún otro pueblo, el hebreo se ha adherido a las nuevas ciudades porque desde antiguo se producía en su seno un movimiento de dispersión. Si en algunos casos ha consolidado su estructura espiritual y afirma su personalidad como pueblo, en general ha sido sensible a las nuevas influencias. En Alejandría y en las grandes ciudades del Asia seléucida, los hebreos han descubierto el vigoroso universo de las ideas griegas.

Un contacto superficial sería suficiente para explicar la adopción por los hebreos de algunas nociones científicas griegas, reveladas en el libro astronómico del Libro de Henoch [7] y aun para explicar ciertas asimilaciones mitológicas relativamente claras [8]. Pero es en la lenta compenetración de la filosofía griega y del pensamiento teológico hebreo donde más acabadamente puede observarse la acción de la cultura helénica sobre los contenidos espirituales judaicos. El proceso por el cual se produce no puede, naturalmente, determinarse con la precisión cronológica con que pueden señalarse las influencias políticas, pero puede advertirse que es en un plazo de tres siglos —en el cual se sitúa también el proceso de las reacciones políticas— en el que se sitúa la marcha espiritual que va desde los Profetas hasta Filón de Alejandría.

Quizá sean inexactas las asimilaciones que hace Josefo entre las diversas sectas judías y las escuelas filosóficas griegas, porque, de haberse dado en forma tan precisa, habría que suponer una previa predisposición semejante para los problemas filosóficos que, con respecto a los hebreos, no estamos autorizados a afirmar. Lo que, en cambio, resulta innegable, es la lenta infiltración, en los marcos de la teología hebrea, de algunos conceptos formales elaborados por las escuelas filosóficas griegas, y que, en Filón, condicionarán la concepción religiosa.

En realidad ya desde antes se advierte al pensamiento hebreo constreñido a presentarse bajo formas susceptibles de una comprensión general, en medios no hebreos. Es en la hipóstasis de la Sabiduría que encontramos en Jesús de Sirach y en el Pseudo-Salomón, donde más visible se nos da aquella constricción. Se ha discutido mucho si había en el primero una verdadera hipóstasis que autorizara a afirmar una influencia de la teoría platónica de las ideas. Quizás no haya, en efecto, un claro y consciente planteo filosófico, pero sólo hipostasiada podría la Sabiduría hablar como lo hace en el capítulo XXIV del poema del Siracida [9]:

“He salido de la boca del Altísimo

(la primera, antes que todas las criaturas,

(he hecho, en el cielo, una luz permanente)

y como una niebla he cubierto la tierra.

Tenía mi morada en las altas regiones

y mi sede sobre una columna de nubes.

Yo sola recorría la bóveda celeste

y paseaba por el fondo de los océanos.

………………………..

Entonces el Creador del Universo me dio sus órdenes:

el que me había creado, me asignó mi morada,

dijo: Es en Jacob donde debes quedar,

Israel será tu dominio.

Puede, eso sí, afirmarse, que la hipóstasis o la representación simbólica son procedimientos elementales y comunes aun entre los pueblos primitivos. Seguramente —como lo afirma Causse— la representación de la Sabiduría en el Siracida es sólo un intento de adaptar la exposición de la doctrina hebrea a los esquemas lógicos de sus oyentes griegos, y quizá sea exacto que no es imprescindible recurrir a influencias directas para explicarse la aparición de esta idea. En todo caso, es evidente que, como en los casos señalados anteriormente, hay un proceso de adaptación a una modalidad ambiente dentro de las posibilidades de la mentalidad hebrea [1′]. Ya dijimos como, al fin, era el espíritu helenístico el resultado de estas adaptaciones recíprocas de tendencias reductibles, en alguna medida, a formas comunes.

Pero si puede dudarse de la influencia directa del pensamiento filosófico griego en Jesús de Sirach, resulta imposible dudar en lo que se refiere a la Sabiduría del Pseudo-Salomón, obra llena de contenido filosófico platónico y estoico. La Sabiduría es allí, sin disputa, el antecedente del Logos filoniano. Pero ya no es eso sino uno de los elementos incorporados al pensamiento hebreo. A los estoicos se les pide su concepción del alma del mundo, que configura la naturaleza de la propia Sabiduría [11], pero también se le pide la tesis de la dignidad inherente a la naturaleza humana. Por su parte, se incorpora, de la filosofía platónica, la idea del cuerpo como prisión del alma, así como la idea de la preexistencia de ésta [12].

Reuss ha señalado todavía la enumeración de las cuatro virtudes cardinales, que se encuentra hasta en el De Officiis de Cicerón. La influencia no es, pues, negable, y es verosímil pensar que el proceso para llegar a esa correcta asimilación suponga un plazo de lenta y persistente infiltración.

Lo típico de la actitud hebrea fue, sin embargo, percibir el contraste de las dos culturas. Aun sujeto a su influencia material y quizá a su encanto, el hebreo reconoce en lo griego lo distinto de su raíz espiritual. La evidencia más absoluta se da en la oposición religiosa, y, más inmediatamente aun, en el culto de las estatuas, en el que el hebreo no veía sino una prueba de materialismo grosero [13]. Llamará a los griegos “hijos de la tierra” [14] para diferenciarlos de su propia prosapia espiritual, oponiéndolos a los “sabios” o “justos”, iluminados por la luz de Jehová. El sentido pánico de la vida y la orgullosa confianza en la razón humana, propia de los griegos, justificaba el estigma del salmista: eran los “insolentes”, y este duro epíteto recibirán también del Siracida [15], testigo de la creciente debilidad de sus correligionarios ante los avances del helenismo.

LA GENERACIÓN PERVERSA.

Porque simultáneamente con esta infiltración cultural del helenismo, una minoría hebrea se dejaba tentar por este alarde de modernismo, y, desde su elevada posición, se acercaba a la cultura griega, a sus costumbres, y quizá a los griegos dominadores del país. La fe ortodoxa, que había de mover a los Macabeos, la llamó, poco tiempo antes de Mathatias, la “generación perversa” [16]. Su acción no era un mero filohelenismo elegante e intrascendente; era una actitud militante y política, destinada a influir en la actitud de su pueblo con respecto al Imperio seléucida. Eran [17]

“los hijos inicuos de Israel y aconsejaron a muchos diciendo: vamos, y hagamos alianzas con los gentiles que están alrededor de nosotros, porque desde que nos separamos de ellos nos vinieron muchos males. Y pareció bien este consejo a sus hijos. Y algunos del pueblo se resolvieron y fueron a estar con el Rey: y les dio facultad de vivir según las leyes de los gentiles”.

La fe ortodoxa reservaba los más duros epítetos contra los apóstatas: Numerosas serán sus obras, pero todas sus obras serán abominación [18]; fue necesario renunciar al consejo de las minorías poderosas y agruparse alrededor de jefes humildes y seguros. Precisamente, fue entre las clases directoras entre quienes hizo más mella la nueva tendencia, y, en especial, entre el alto sacerdocio. Las grandes familias sacerdotales, ricas y poderosas, se adhirieron, quizá por un fenómeno de aristocracia, a la moda imperante en las grandes ciudades, en Antioquía, en Laodicea, en Apamea o en Seleucia. Todo un partido se formó, poco a poco, alrededor de ellos, y las altas figuras sacerdotales abandonaban, por las nuevas costumbres, las más firmes tradiciones patrias. Frente a ellos, la fe ortodoxa creaba un clima de espanto y de reprobación; después se sintió “separada” de los apóstatas, y, por último, originó de su seno un partido político. Desde sus claras metrópolis helénicas, los Seléucidas miraban sin comprender el extraño fenómeno judío.

1. LAS ETAPAS DE LA HELENIZACIÓN DE ISRAEL

LOS PROBLEMAS DF. LA DINASTÍA SELÉUCIDA.

En un momento dado, los Seléucidas se vuelcan sobre Israel con irritación: así, como un fenómeno repentino e inesperado, nos presentan los dos libros de los Macabeos los hechos que ocurren en Palestina a partir del segundo tercio del siglo II antes de J. C.

¿Fueron en realidad producto de una veleidad autocrática injustificada, como lo quiere el testimonio del Antiguo Testamento? Encuadrémolos dentro del panorama histórico de la época, y confrontémolos con otros testimonios.

Al comenzar el siglo II, Antíoco el Grande ha obtenido la Celesiria y la Palestina para el Imperio seléucida, pero subsistía el viejo y fundamental problema dinástico, el mismo que había movido, antes, a Antígono contra Lisímaco: evitar la separación de Asia y Macedonia. Antíoco III tiene sus ojos puestos en Europa [19], y allí busca sus alianzas para sus proyectos futuros. En ese momento, Roma hace su aparición en la política oriental y se opone terminantemente a la intromisión de Antíoco en Grecia, rechazándolo en las Termopilas [20]. La actuación de Roma, sin embargo, no se limita a eso. Los Escipiones trasponen con su ejército el Helesponto y rechazan las proposiciones de paz que Antíoco, perdido, les presenta. La guerra sobreviene y la batalla de Magnesia del Sipilo aplasta el poderío del restaurador de la dinastía seléucida.

Poco después, en 188, el tratado de Apamea formaliza el despojo del Asia Menor, entregada por los romanos a sus aliados asiáticos [21]. Desde ese momento, la política seléucida pierde su norte; en lugar de crecer hasta la consolidación de su estructura imperial por la incorporación de provincias griegas, el Imperio sólo aspira ahora a retrasar la hora de la caída definitiva. La ambición romana no se percibe todavía en la corte de Antioquía, pero el inmenso peligro de la “orientalización”, de la disolución del Imperio en el complejo mosaico de las culturas subordinadas, sí se vislumbra como un riesgo inmediato, que exige urgente solución. En ese momento, después de la intromisión romana y de la definitiva separación del Imperio de su viejo tronco macedón, la dinastía emprende con violencia la tarea de “helenizar”, no ya con la antigua preocupación de encontrar en nuevas metrópolis el halago de la vieja cultura ancestral, sino movida por la necesidad de conjurar la influencia de las culturas conquistadas y sometidas, necesariamente creciente sobre los grupos griegos no renovados [22]. La ejecución de esta directiva política trajo a la dinastía seléucida la sublevación hebrea como seguramente provocó el movimiento antigriego de los Partos con Mitridates I.

Seleuco IV Filopator y Onías . — La política de afianzar la situación imperial implicaba no sólo la consigna de “helenizar” [23], sino también la de robustecer la situación interna del estado seléucida y sus resortes gubernativos. Una cuestión administrativa suscita —en tiempos del sucesor de Antíoco el Grande, Seleuco IV Filopator— el primer conflicto de importancia entre el estado seléucida y Jerusalén.

El texto del segundo libro de los Macabeos es transparente [24]. Un administrador del Templo de Jerusalén —Simón— denuncia al Gobernador de Celesiria y Fenicia que en el Tesoro del Templo había, además del dinero destinado a fines sagrados, grandes sumas. El gobernador trasmite la noticia al Rey y éste envía a su encargado de las finanzas, Heliodoro, para que haga la investigación pertinente.

Heliodoro pregunta al Sumo Sacerdote Onías si es exacto lo afirmado por Simón ( interrogabat autem, si veré haec ita essent — II, Mac., III, 9). Es evidente, pues, que no interesaba el saqueo del templo, lo cual, por otra parte era inconcebible si “Seleucus Asiae rex de redditibus suis praestaret omnes sumptus ad ministerium sacrificiorum pertinentes” (II, Mac., III, 3) ; lo que interesaba era, sencillamente, investigar una irregularidad en el manejo de los dineros públicos, ya que el Sumo Sacerdote mantenía la administración civil de la provincia. Por otra parte, parece que la costumbre de que los encargados de la recaudación no entregaran los fondos exigidos existía de antiguo, y Josefo conserva el recuerdo de una irregularidad semejante, cometida por otro Onías en las postrimerías de la dominación egipcia [25].

Frente a la pregunta de Heliodoro, el Sumo Sacerdote Onías sostuvo que el dinero era privado y que estaba allí en calidad de depósito, pero el enviado, de acuerdo con las órdenes recibidas, decide incautarse del dinero para lo cual debía forzar la entrada del Templo. La tradición habla luego de castigos milagrosos sufridos por el ministro sirio, quien se habría retirado sin recoger el dinero [26]. La acusación de Simón figura, sin embargo, recogida por el mismo cronista; Onías, provisorem civitatis, ac defensorem gentis suae (II, Mac., IV, 2) era llamado por Simón, “traidor”: andebat (Simón) insidiatorem regni dicere (loc. cit.,). La acusación es consecuente con la naturaleza de la denuncia primera. Para defender los intereses de sus compatriotas, el Sumo Sacerdote negaba las fortunas existentes e indicaba un censo seguramente muy inferior al que correspondería de saberse el monto de las riquezas particulares. Hecha la denuncia, Heliodoro comprueba en efecto la existencia de riquezas que se ocultaban o se disminuían, para que correspondiera un tributo más bajo. Onías, en efecto, defendiendo a los suyos, como nos dice el cronista del segundo libro de Macabeos, traicionaba al reino, que le confiaba la recolección de los impuestos.

La confiscación de esos dineros fue impedida a mano armada por los funcionarios del templo con la complicidad popular: un ardid más o menos feliz produjo temporalmente el resultado deseado. Poco tiempo después, Antíoco IV Epifanes reemplaza a Onías en el Sumo Sacerdocio por su hermano Jasón [27].

Como antecedente de la enérgica política de Antíoco IV, la revuelta organizada por Onías es importante. Entregada la administración de la región al Sumo Sacerdote como un hábil procedimiento político para no encender la resistencia religiosa, el Estado seléucida no podía soportar que traicionase su organización financiera. Constituía ésta un problema fundamental en el Imperio [28] y la situación creada después del tratado de Apamea agudizaba la necesidad de una organización rigurosa. El primer choque con el judaísmo es, pues, el resultado de un conflicto puramente administrativo, que, por llegarnos por una vía interesada, se nos presenta transformado en un problema religioso y de vasta trascendencia nacional. El propio cronista del segundo libro de los Macabeos nos da, sin embargo, los elementos de juicio para considerarlo en su verdadero carácter.

Antíoco IV Epifanes . — A este conflicto político-administrativo se vinculan los primeros hechos de Antíoco IV, sólo interesadamente unidos por la crónica a la ulterior persecución política y religiosa.

A su vuelta de Egipto, Antíoco entra en Jerusalén con sus tropas, dispuesto a que no se repitiera la resistencia contra sus recaudadores [29]. Del templo saca los objetos de metales preciosos y “el oro y la plata” [30]. La suma recogida así fue de mil ochocientos talentos [31]. Cumplida esta requisa, se vuelve el Rey a su capital, no sin castigar a la población y poner gobernadores que controlaran celosamente sus intereses reales.

Todavía debe enviar Antíoco una tercera expedición militar para cumplir la recaudación de los impuestos. Dos años después envía al princeps tributorum [32], con veintidós mil hombres, según el apasionado testimonio del segundo libro de Macabeos [33], quien dejó entonces guarnición permanente en la ciudadela [34], y encargó a su jefe el cobro de los tributos [35]. Sólo después de estos episodios —coinciden los dos libros en mostrar la posterioridad del hecho [36]— habría comenzado Antíoco IV Epifanes a poner en ejecución su plan de helenización del reino.

Antíoco IV Epifanes había llegado al trono en 175, después de haber vivido en Roma mucho tiempo, como rehén entregado por Antíoco III el Grande después del Tratado de Apamea. Admirador de las cosas griegas, su política se dirigió a impedir que su reino se orientalizara y a mantener un estrecho contacto con Grecia. Los griegos conocieron su generosidad y los santuarios y las ciudades recibieron sus donativos [37]. Se decía de él que, por incitación de Filónides, el filósofo amigo de Carneades y de Diógenes de Babilonia [38], habíase convertido a la filosofía epicúrea [39], y su tendencia a acrecentar las relaciones de su reino con los hogares de la cultura griega fue, sin duda, la que lo llevó a organizar los fastuosos juegos de Dafné, cerca de Antioquía, cuya descripción —que Polibio nos guarda [40]— muestra muy claramente la intención política que lo guiaba.

El testimonio del Antiguo Testamento que lo execra coincide sólo parcialmente con las fuentes griegas que poseemos; mientras los dos libros de Macabeos y el libro de Daniel [41] —como fuentes principales— nos lo presentan como un loco sanguinario y cruel, las fuentes griegas destacan más bien cierta incoherencia de su conducta. Ésta sería la causa del sobrenombre de Epimanes, el insensato, el alocado, con que se reemplazó —según Polibio [42]— su epíteto honorífico de Epifanes . el ilustre, que llevó desde el principio de su reinado. Su insensatez consistía, fundamentalmente, en perder, con cierta frecuencia, el empaque real; pero los hechos en los cuales se nos ejemplifica esta modalidad parecerían tener su explicación. El gusto por mezclarse en los últimos resabios de vida pública, bajar al ágora, intervenir en las elecciones de edil o de tribuno y aun ser elegido [43], era sólo una forma de expresar su adhesión a ciertas costumbres occidentales, poco de acuerdo con el concepto oriental de la monarquía, pero explicable en el antiguo confinado de Roma. Lo típico de su carácter, más que su locura o su ferocidad, sería —como lo dice Bouché-Leclerq [44]— una radical incoherencia, producto de su origen sirio-helénico y su formación romana. Partiendo de esta interpretación de su personalidad, es lícito sacar de la narración interesada de los dos libros de los Macabeos los caracteres peyorativos con que se define a Antíoco Epifanes, y tratar de ver en su política helenizadora no una acción antijudía, sino, más bien, una forma de su concepción política, tanto más justificada cuanto que la propia reacción hebrea debía terminar, a la larga, helenizándose.

LA HELENIZACIÓN SISTEMÁTICA.

Para realizar su acción sistemática de helenización, contaba la monarquía seléucida con la seguridad de tener partidarios en todas partes de su reino. La formación de grupos filohelénicos tenía su origen en la situación del habitante asiático dentro del orden político seléucida. El estado sólo conocía, en principio, el ciudadano de origen y de cultura griega, y el siervo, vencido y sin derechos. La política imperial procuraba —desde los tiempos de Alejandro— incorporar a los asiáticos al estado, en calidad, por ejemplo, de extranjeros domiciliados. Para obtener esta situación, era menester —tanto en Egipto como en Asia— acreditar una suficiente asimilación de la cultura griega, y esta cultura griega se impartía en los gimnasios y se oficializaba mediante la efebía. Las minorías antiguamente poderosas y ahora sometidas, que sabían que a cambio de esta asimilación a las costumbres griegas recobraban en parte su privilegiada situación, se inclinaban en todas partes a cumplir estas exigencias, y la monarquía, cuidadosa de no excederse en la concesión de los beneficios, vigilaba los gimnasios públicos. Los grupos filo-helénicos existían y se constituían dentro del estado, alimentándose por medio de estas instituciones de origen griego y controladas por el estado mismo [45].

Esta es la situación que —común seguramente a todos los pueblos sometidos— se adivina en los dos fragmentos de los libros de los Macabeos [46]. El gimnasio y la efebía no son sino los instrumentos de la oficialización de la ciudadanía para aquellos que concurren al primero y se inscriben después en la segunda. La autorización era indispensable para crearlos [47] y el grupo filoheleno judío procura forzar la voluntad real. Este hecho, por provenir del más retraído de sus dominios, debía estimular a Antíoco a emprender la imposición de su política helenizadora, puesto que le aseguraba la existencia de grupos favorables. La obra de la “generación perversa” habían dado sus frutos, y, sobre la base de esos grupos minoritarios [48], el estado seléucida se propone unificar sus dominios bajo el signo de la cultura griega.

El edicto real . — Tácito [49] nos confirma la existencia de un propósito, por parte de Antíoco, de suprimir toda superstición y de imponer la religión y las costumbres griegas. Después de volver del Egipto, Epifanes da en Antioquía un edicto estableciendo la unificación de costumbres, leyes y religiones en el territorio del Imperio. Sólo poseemos su contenido a través del primer libro de Macabeos y de algunas referencias más escuetas del segundo de Macabeos y de Josefo [50], pero en el primero de los textos nombrados es en donde una lectura minuciosa puede encontrar los elementos necesarios para reconstruir —por debajo de las glosas— el sentido exacto de aquel acto de gobierno.

En primer término, el edicto se dirige a todo su reino [51]; la expresión, que contradice el sentido beligerante del libro, se repite dos veces; es, pues, evidente que debía ser notorio el carácter universal del edicto; no había en consecuencia, una política antijudía como parecerían probarlo los comentarios del cronista.

El edicto establecía, como consigna general, el abandono de leyes, costumbres y religiones de cada país, “para que todo el pueblo fuese uno” [52]. El propósito es de alta política y el primer libro de los Macabeos no alcanza a ocultarlo, a pesar del uso interesado de sus testimonios; el segundo, en cambio, inicia la narración como si se tratara de una ofensiva concretamente reducida a Israel; la unificación del Imperio seléucida, en cambio, implicaba una actitud igualmente coactiva contra las provincias de cultura caldea o persa: era, pues, un plan general.

El edicto prohíbe, en concreto, el ejercicio de las religiones nacionales: prohíbe a los judíos los “holocaustos, sacrificios y propiciaciones” [53] la celebración del sábado y de las demás fiestas [54], y la circuncisión (55). En el futuro el Templo debía ser usado para los nuevos cultos [56], esto es, profanado, desde el punto de vista judío; en una fecha indicada —a los quince días del mes de Casleu— se colocó en el Templo una estatua de Zeus Olímpico [57] y en las demás ciudades y aldeas se levantaron aras para los sacrificios paganos.

Las leyes que habrían de observarse en el futuro serían las leyes y las costumbres griegas [58], y en materia religiosa se sacrificaría a la manera griega [59], con altares e imágenes, y con inmolaciones de animales. El culto real se observaría en Israel como en todas partes [60] y se celebrarían las fiestas de Dionisos con el ritual debido [61]. Con la estricta observancia de estas disposiciones, el seléucida se aseguraba la helenización formal de su reino, y aspiraba, quizá, a desterrar, como nos dice Tácito, las viejas supersticiones.

El cronista del primer libro de los Macabeos nos dice que todas las naciones acataron las disposiciones del rey Antíoco (Et consenserunt omnes gentes secundum verbum re gis Antiochi) [62], y que aun en Judá hubo quienes las aceptaron (Et congregati sunt multi de populo, ad eos, qui dereliquerant legem Domini) [63] ; (Et multi de populo Israel consentientes accesserunt ad eos) [64]. Es posible inclusive que haya sido la mayoría la que haya adoptado una actitud transigente; los enviados del rey debían coaccionar enérgicamente a las poblaciones[65] y la represión fue tan rápida como violenta[66]. Pero frente a la violencia del estado y la debilidad de sus miembros, la fe ortodoxa se estructura, se organiza, y provoca la formación de grupos de fieles, cuyo ímpetu dará al pueblo hebreo un instante fugaz de significación política.

LA REACCIÓN DE LA FE ORTODOXA HEBREA.

La reacción se produjo de dos maneras muy distintas. En quienes más poderosa era la fe, la persecución religiosa produjo como consecuencia la huida desesperada al desierto, donde, a costa de renunciar a la vida dentro del Estado, podrían mantener su libertad de conciencia[67]. Desde los comienzos de la presión seléucida se produce este éxodo de los apegados a la Thora [68]; eran los que estaban dispuestos a morir antes que violar los preceptos de la ley [69], hasta el punto de no defenderse del ataque de las fuerzas reales que los perseguían en día sábado [70]. Lo característico de este grupo —que se llamará de los Hasidim, los piadosos— es que su resistencia es puramente pasiva y que sólo se preocupan de su libertad para cumplir la Thora. Junto a ellos, ante la imposición seléucida, otro grupo adopta una actitud beligerante: para obtener la libertad de conciencia no hay más remedio que luchar por la libertad nacional. Huyen a los montes [71], se guarecen en lugares seguros, y deciden combatir al rey por las armas. Cualquiera que nos venga a hacer la guerra en día sábado, combatamos contra él [72], dirá su jefe, Mathatias; porque más importante que el sábado era para este grupo la vida, revelando así una divergencia fundamental con los Hasidim, para quienes nada se sobreponía al estricto cumplimiento de los preceptos de la ley. Muy pronto, esta divergencia debía separar los dos grupos de fieles y oponerlos como enemigos.

El movimiento del grupo beligerante fué encabezado por Mathathias, de la familia de los Asmoneos, y fué secundado rápidamente por la nación. Arrastrados por los acontecimientos, los Hasidim se pliegan a ellos [73], pero desde el primer momento se subraya su desconfianza por el carácter nacional y militar del movimiento. La lucha tenía para los Hasidim un objetivo inmediato y único: evitar que las fuerzas reales les impidieran el cumplimiento de la Thora. Para el jefe asmoneo, en cambio, el momento parecía llegado para levantar el reino de Jerusalén: es el tiempo del castigo y de la ruina, y la ira de la indignación , dirá Mathathias a sus compañeros al morir [74]. Una literatura apocalíptica e inflamada [75], colaboraba en esta tarea de levantar al pueblo hebreo como para que cumpliera una aventura heroica, y de la vetusta y rica tradición se exhumaba el recuerdo de un pasado militar glorioso que se proyectaba ahora hacia una esperanza mesiánica. La guerra debía ser el destino de la nación.

LA DISOLUCIÓN DE LAS REACCIONES DE LA ORTODOXIA.

Lo que se constituía —bajo la apariencia de una defensa de la fe— era una auténtica monarquía militar. A la muerte de Mathathias, Judas Macabeo se hace cargo del mando del ejército y moviliza la nación entera hacia la guerra:

“Acrecentó la gloria de su pueblo y se vistió de coraza como un gigante y se guarneció de sus armas de guerra para combatir y cubría los reales con su espada” [76].

Judas Macabeo se reveló como un hábil caudillo y como experto general. El débil poderío del rey de Siria se ve amenazado por este nuevo príncipe guerrero, que vence a sus generales, que desafía su poderío y que no se desanima ante las derrotas. El poder y la autoridad se concentran poco a poco en sus manos, y el pueblo hebreo, polarizado un instante alrededor de su fe atropellada, configura poco a poco un estado nacional, simbolizado en una autocracia militar: signo de los tiempos, en el clima helenístico la presunta teocracia debía ceder el paso rápidamente a un régimen de ese carácter.

Los reyes y los poderosos. — La defensa beligerante de la fe judía exigía a los nuevos caudillos poseer el doble control del sacerdocio y del estado. Lo poseyeron desde los días de Mathathias, pero, en la marcha hacia la desvirtuación de su misión —que comienza con el propio Mathathias— arrastraron al sacerdocio hacia una situación que debía alejarlos de los verdaderos celadores de la fe. Desde entonces, los más severos fieles de la Thora vieron en los reyes y en los sacerdotes sus nuevos enemigos: eran los reyes y los poderosos [77], y en este último término, encerraban a los miembros de la clase sacerdotal, pertenecientes al partido de los Saduceos, ricos e influyentes aliados de los príncipes, que se alejaban de los inflamados Hasidim, siervos de la Thora.

La aspiración del Hasidim era obtener del estado una absoluta indiferencia en materia de fe. Pero la monarquía macabea fincaba su acción, precisamente, en la defensa de la fe, y no podía abandonar —sin grave riesgo para su autoridad— esta bandera por cuyo prestigio había obtenido, primitivamente, el consenso unánime.

En rigor, la posición de los Hasidim era rigurosamente exacta. Antes de morir Mathathias, ya el poder se orientaba hacia fines muy distintos de los que decidieron su erección como caudillo popular. Con Judas Macabeo no hay ya ninguna duda sobre la naturaleza de su poder, y el mismo cronista del primer libro de los Macabeos da los elementos de juicio para caracterizarlo.

A la muerte de Antíoco IV, su hijo Antíoco V Eupator y su ministro Lycias, deciden —ante el peligro de un conflicto de corte— devolver a los judíos la libertad religiosa [78]. Por amor de sus leyes, que hemos despreciado, se han irritado y hecho estas cosas, le hace decir el cronista hebreo al ministro sirio. Desde ese momento la sublevación nacional no tendría ya sentido. El cronista lo comprende en cierta medida, porque, a partir de ese pasaje, el primer libro de los Macabeos no vuelve a nombrar el conflicto religioso. Pero los Macabeos no piensan en declinar su poder político militar y comienzan a jugar la carta de su autoridad y de su fuerza en el mezquino y oscuro juego de la política de la decadencia seléucida. Demetrio I Soter, hijo de Seleuco, que reemplaza a Antíoco Eupator, reitera —ante otro conflicto con Alejandro Bala— la autorización otorgada por su antecesor a los judíos para vivir según sus leyes [79]. Pero esta concesión ya es puramente formal; los Seléucidas no podrían repetir el intento autoritario de Antíoco Epifanes, porque el Sumo Sacerdote judío es ahora quien contribuye a poner y quitar reyes en Antioquía.

La preocupación de los Macabeos será, en adelante, la de asegurar su sucesión dinástica y la de acrecentar su poderío económico, político y militar. Judas no sólo combate contra las tropas de su rey: ahora se lanza contra las regiones circunvecinas y se anexa ciudades y territorios; combate en Idumea [80] y en Galaad [81], mientras su hermano Simón domina la región de Galilea [82] ; Jonathaás sitiará Gaza [83] y se lo verá recorrer los desiertos y los oasis, desde Arabia [84] hasta Damasco [85], en tiempos en que su hermano Simón llegaba hasta Ascalón y Jope [86], en procura del mar.

Cuando Simón llega al poder, se plantea para su reino el viejo problema económico y político de la salida al mar, y —como un nuevo dinasta—, se lanza sobre los puertos del Mediterráneo: el cronista del primer libro de Macabeos está orgulloso de aquella consolidación del nuevo reino y señala la trascendencia: y tomó a Jope, que sirvió de puerto y entrada para las islas del mar [87].

Y ensanchó los términos de su pueblo, y se hizo dueño del país [88]. Simón es ya, indudablemente, un soberano helenístico. El problema de la fe ha sido olvidado definitivamente y el cronista del primer libro de los Macabeos refleja bien la naturaleza del nuevo estado judío; en un breve fragmento dice por qué es feliz el nuevo reino:

“los ancianos estaban todos sentados en las plazas, y trataban de los bienes de la tierra, y los jóvenes iban con vestidos preciosos y con vestiduras de guerra. Y distribuía víveres por las ciudades y les ponía orden para que fuesen otras tantas fortalezas de manera que la fama de su gloria llegó hasta las extremidades de la tierra” [89].

Con Simón, los tres hijos de Mathathias han llegado al poder. El prestigio del viejo tronco patricio y la decisión de los herederos [90] les aseguraron la sucesión. A la muerte de Simón, había de ser su hijo Juan Hyrcan quien lo reemplazara, después de haber sido, durante la vida de su padre, su colaborador militar. La sucesión dinástica quedó así asegurada y no fué discutida.

En esta política, la casa de los Macabeos no podía ser acompañada por los fieles de la Thora, que circunstancialmente se habían unido a ella esperanzados en la obtención de la libertad de conciencia. Los Hasidim no querían reyes ni política nacional, sino precisamente, desprendimiento de toda preocupación mundana. La unión de lo político y lo sacerdotal, con vistas al robustecimiento de la autoridad real, les repugnaba y en el transcurso del gobierno de Judas se suscitó la divergencia entre la monarquía y ellos.

Cuando en 162 Demetrio I Soter se hace cargo del trono de los Seléucidas, designa para Judea, en acto de soberanía indiscutible, un sumo sacerdote, Alcimo. Los Hasidim, considerando que era del linaje de Aarón, lo reconocen y aceptan, pero Judas Macabeo no parece dispuesto a renunciar a la autoridad de hecho que poseía, y que en cierto modo le había conferido Antíoco V Eupator, y lo resiste. Los Hasidim se separan entonces de él, y, desde ese momento, constituirán, frente a la monarquía, un polo opositor.

La efímera alianza anterior de los fieles queda así escindida. Los reyes y los poderosos, con sus preocupaciones mundanas, con su interesado manejo del Templo y con su íntima contaminación de helenismo, se opondrán ahora a estos fieles que sólo aspiran a mantener el minucioso cumplimiento de su vieja Ley; sin saberlo, también éstos están contribuyendo a caracterizar la tormentosa época en que viven; porque esta discriminación de lo íntimo individual y lo político-social colectivo —que más tarde se hará patente con los fariseos— significa una zona fundamental de coincidencia con las renunciantes filosofías pos aristotélicas; unos y otras contribuyeron en gran medida a crear el ambiente necesario para la aparición de los grandes imperios, cuya condición de existencia era la amplia tolerancia de las diversas nacionalidades y la prudente libertad del individuo, desconectado del pequeño grupo social circundante, y entroncado, en cambio, en el vago e impreciso universo de la humanidad, organizada bajo poderes autocráticos.

Constituidos en jefes políticos indiscutidos de su pueblo, los Macabeos comienzan a contar en el juego político de los dinastas seléucidas. Después de Antíoco Epifanes, los discutibles y controvertidos derechos de unos y otros al trono crean una larga serie de pretendientes, cada uno de los cuales busca las alianzas que pueden proporcionársele. Los Macabeos juegan hábilmente con su poder y, en la medida en que la dinastía se hace más grotescamente débil, la nueva casa real crece en independencia y en poderío. La serie de las concesiones arrancadas a los reyes y pretendientes, como precio o como recompensa por su ayuda, comienza ya en tiempos de Jonathás y de los conflictos de Alejandro Bala con Demetrio I. En la puja de los dos príncipes por obtener el apoyo del Macabeo, obtiene éste del rey legítimo la autoridad para levantar un ejército y tomar Jerusalén como capital [91]; del pretendiente, recibe la investidura de sumo sacerdote y el derecho de ser llamado amigo del rey, recibiendo, al mismo tiempo el vestido de púrpura y la corona de oro [92]; del rey legítimo, como contraproposición, consigue la casi total liberación de tributos, la evacuación de la ciudadela de Jerusalén, el restablecimiento de la autoridad del sumo sacerdote, así como la reiteración expresa de la autorización para vivir según sus leyes [93]. Entre los dos —como para ejercitar su nueva situación con más libertad— Judas elige a Alejandro Bala y lo ayuda a conquistar el trono.

Ya en el poder, Alejandro Bala se ve obligado a otorgar a su aliado nuevos privilegios, que prueban que éste sólo en la forma mantiene su situación de príncipe vasallo; el rey lo hace sentar a su lado, lo viste de púrpura, y lo hace particeps principatus [94].

Del sucesor, Demetrio II —a pesar de haber reemplazado por la violencia a su antiguo aliado— obtiene Jonathás la confirmación del reconocimiento de su autoridad y de las concesiones que le habían sido hechas [95], pero, a pesar de eso, el Macabeo apoya al nuevo pretendiente, Antíoco, hijo de Alejandro Bala, tutelado por Tryfón. De esta alianza, Jonathás obtiene para su hermano Simón, el gobierno de las provincias de la costa, desde Tyro hasta Egipto [96], con lo cual el nuevo estado judío alcanza una salida al mar, satisfaciendo así una exigencia del desarrollo material que revela claramente la índole de las preocupaciones de la monarquía, fundada, antaño, para la defensa de la Thora.

Simón se aparta del rey Antíoco y vuelve a aliarse con Demetrio; la débil situación de éste le obliga a legitimizar definitivamente las concesiones de hecho que la dinastía macabea había obtenido, y el año 170 de la era seléucida le es quitado el yugo a Israel; Simón comienza a fechar sus documentos desde el año uno de Simón, Sumo Sacerdote, Gran Caudillo y Príncipe de los Judíos [97], y Antíoco Sidetes concede a la monarquía hebrea el derecho de acuñar moneda [98]. Con Juan Hyrcán, hijo y sucesor de Simón, nada impide que desembozadamente se presente el estado judío como un estado nacional, y la monarquía militar de los Asmoneos, como otra de las que surgían de la desmembración del viejo tronco de Seleuco.

La oposición de los fariseos. — En ese momento adquiere fisonomía definitiva la antigua oposición de los Hasidim, cada vez más separados de la dinastía macabea desde la escisión en tiempos de Judas. El movimiento disidente ha encontrado su expresión en una secta religiosa, cuyo nombre define su tendencia: son los fariseos, los “separados”, que se caracterizan por su decisión de mantenerse al margen del estado nacional judío. Su única preocupación es el estudio y el cumplimiento de la Thora. La asiduidad de su contacto enseña a los fariseos todo lo que hay de implícito en la Ley y que es necesario extraer de allí mediante una sostenida labor exegética. Para eso es necesario dedicar la vida a la meditación. Con el tiempo, los fariseos han ido acumulando un saber de detalle, de comentarios y de glosas, que se trasmite por tradición oral, y que constituirá los Midrash Halakah; en estos comentarios se han ido filtrando influencias extrañas; en contacto con babilonios, con persas y con griegos, el escriba ha ido asimilándose insensiblemente nuevas ideas, que luego ha creído ver implícitas en el texto escrito de la ley. Esta tradición oral ha ampliado, pues, la Thora, en cuanto a su contenido. Pero el comentario expreso, y el cumplimiento de las nuevas prescripciones así obtenidas, ha extendido también su esfera de acción; para el escriba todo está previsto en la Ley, en forma más o menos directa, y la solución de todos los problemas de la conducta cotidiana es menester buscarla en función de su exégesis.

Esta concepción de la Thora ponía en manos de los fariseos el control de la vida judía. El pueblo veía en ellos los virtuosos y su prestigio era muy grande, pero creció más todavía cuando se definió su actitud prescindente en la vida política. Frente a la desenfrenada carrera de los Macabeos hacia la monarquía militar y autocrática, los fariseos significaban la tradición ortodoxa en materia religiosa, y el pueblo volvió a separarse de los sacerdotes y aun del Templo, que estaba en manos de la alianza de los reyes y los poderosos —esto es, de los caudillos y de los saduceos— para apoyar la actitud prescindente de los fariseos.

La estrecha intolerancia de éstos los llevó a romper sus relaciones con los saduceos, en el reinado de Juan Hyrcán [99]. Desde ese momento, lo que había sido un desacuerdo intrascendente, se tornó una polémica airada y luego una lucha cruel, con persecuciones y venganzas [100]. Los dos partidos llevaron sus disidencias al campo teórico, en tanto que se manifestaban hostilmente en la práctica. Los saduceos negaban doctrinariamente la angelología, la demonología, la resurrección, la inmortalidad personal y la predestinación[101], y hacían una activa propaganda de sus ideas. Los fariseos poseían, en la enseñanza, el medio más eficaz de propaganda, pero contrarrestaban la propaganda escrita de los saduceos con otra literatura de combate. En su apoyo, la fracción más extremista del grupo fariseo, los celotas, producían una literatura inflamada, de tipo apocalíptico, incitando a la conquista beligerante de la paz religiosa y a la espera atenta del reino mesiánico [102].

Desde el reinado de Juan Hyrcán [103], las dos posiciones se tornaron irreductibles. La monarquía, apoyada en los ricos y en los saduceos, adoptó rápidamente el modus operandi de las monarquías helenísticas, y comenzó a actuar en el manejo de la política internacional de la manera propia de la época. El testimonio bíblico sólo nos auxilia, en esta parte, recordándonos las persecuciones de Alejandro Janeo a los fieles de la Thora [104]. Las fuentes concurrentes nos muestran la conducta de los dinastas, las preocupaciones de sus cancillerías y los resultados de su política, como caracterizado por los rasgos que definirían la del brillante Demetrio Poliorcetes o la del siniestro Ptolomeo Filopator. Ya hemos visto cómo el cronista del primer libro de Macabeos no se atreve, después de mediada su narración, a hablar de problemas religiosos y de defensa de la fe. La curva de la conducta de la dinastía asmonea ha sido violenta en el sentido indicado por las costumbres y las exigencias de la época helenística, y muy poco tiempo ha durado la ilusión de una restauración del viejo hebraísmo. En lugar de eso, la dinastía ha demostrado la imposibilidad de resistir la influencia deletérea del clima de la época.

La restauración del viejo hebraísmo parecería que se hubiera dado en la constitución del grupo fariseico. No sería posible ya adherir a la tesis de Josefo, quien traduce la posición religiosa de los hebreos a tendencia filosófica de tipo griego. El contenido de su doctrina era, sin discusión, producto de un sincretismo, en el que, si lo griego entraba, era solamente integrando un más complejo encuentro de tendencias y de doctrinas. Pero en su oposición a la actitud helenística de los reyes y los poderosos no hacían sino responder con una actitud helenística, aun cuando su origen fuera radicalmente hebreo.

Los fariseos postulan el aislamiento político, la retirada de la vida pública y la reclusión para el cultivo del alma. Dos siglos antes, el fiel cumplía en el Templo su misión, apenas conmovido por las oscilaciones de la doctrina entre la tendencia ritualista de los sacerdotes y el ímpetu místico de los Profetas. Hoy, la constitución de una monarquía militar que pretendía defender la Ley y que, en consecuencia, aspiraba a controlar su cumplimiento, ataba al fiel a un poder terrenal, y le hacía aspirar a un poder político que, fuera el que fuere, no interviniera en los problemas de la fe. Si la monarquía asmonea no podía renunciar a este control del que emanaba su fuerza, los fariseos no podían dejar de aspirar a reemplazarla por un poder neutro en materia religiosa. La autonomía de conciencia, la íntima libertad individual, era para el fariseo —como lo era para el escéptico o el epicúreo— el más alto deseo y la última aspiración; tras ella se desvanecían las tradicionales concepciones de pueblo elegido y de nación de Jehová; sin el estricto cumplimiento de la Thora todo eso era pura ficción para el fariseo, y, para lograr su libertad interior, termina por renunciar a su libertad política como pueblo.

El rechazo de toda aspiración nacional debía desembocar en una adhesión a la forma imperial, forma estrictamente política, por entonces en un proceso de crecimiento acelerado, en cuya vastedad se anegaba la pequeñez de las discusiones doctrinarias, y en cuyo seno —desligado de toda preocupación de poder— encontraría el hebreo piadoso la paz religiosa. En la pax romana buscó la paz de su conciencia y la obtuvo, hasta el día en que la fracción de los exaltados quiso restaurar la independencia nacional. Jerusalén fué destruida y la tesis de los fariseos triunfó en su más íntimo sentido. Perdida la ciudad de Sión, sólo quedaba a los judíos dispersos el cuidado del monumento vivo de su fe, la Ley, que encerraba lo único que al fariseo le interesaba de su antigua comunidad social. Sólo entonces, sin la tentación del suelo patrio y de la independencia nacional, se elevaría el Imperio judío del espíritu. Daniel lo había dicho con frase enigmática y terrible:

“Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo y sobre tu santa ciudad para acabar la prevaricación y concluir el pecado y expiar la iniquidad; y para traer la justicia de los siglos y sellar la visión y la profecía y ungir el santo de los santos” [105]

Por sobre la ruina de Jerusalén comenzó la silenciosa labor de las sinagogas, y los fariseos extendieron por las metrópolis helenísticas su sabia enseñanza, edificando a un tiempo mismo a las comunidades judías y a los simpatizantes griegos, asiáticos o romanos que se acercaban a las sinagogas. Dentro del panorama helenístico, su acción y su influencia representan a un tiempo mismo la ancianidad de la doctrina y la modernidad de la actitud social.

Notas:

1 El conocido pasaje de Herodoto, III, 38, muestra el criterio persa para resolver el problema de la religión de los pueblos sometidos.

2 Isaías, XLV, 1 y ss.

3 Una visión muy justa del problema en Causse, Les dispersés d’Israël, p. 58 y ss.

4 Estrabón, XIII, c. 593, 604; XII, c. 565; Diodoro, XX, 47.

5 Apiano, Sir., 57 y ss.

6 Sobre la población judía de Antioquía: Josefo, Ant., XII, 119 y ss. Sobre la de Seleucia del Tigris: XVIII, 9.

7 Henoch, LXXIV, 13-16; LXXVIII, 9; Martin, Le livre d´Henoch, Int., p, CIV-CVO

8 Henoch, X, 12; XVII, 5 y ss.

9 Jesús Sir., XXIV, 3 y ss.

10 A. Causse, Israel et la vision de l`humanité, Paris, 1924, p. 142; GUIGNEBERT, Le monde juif vers le temps de Jésus, p. 124, ve en la Sabiduría del Siracida la primera etapa del proceso por el cual se llega a Filón y luego al IV Evangelio. En sentido contrario, PRAECHTER, Das Altertum (En UEBERWEG, Geschichte der Philosophie, I. p. 569, y ZELLER, Die Philosophie der Griechen, Dritter Teil, zweite Abteilung, zweite Hälfte, p. 229, y nota 4 (Ed. de 1868).

11 El pasaje VII, 22, donde más claramente se observa la profunda concepción del filósofo, ha dado lugar a una disputa previa. De su comienzo se dan dos lecciones distintas:

“Hay en ella (en la Sabiduría) un espíritu inteligente…” o “Ella es un espíritu inteligente…”

Reuss prefiere la primera —que es la más antigua— pero no por razones provenientes del análisis del texto, sino precisamente, porque en ella se da en forma menos definida la hipóstasis de la Sabiduría: es, pues, una opinión proveniente de un parti-pris sobre el fenómeno mismo. En una aclaración final, Reuss sostiene que los epítetos con que se caracteriza a la Sabiduría en ese pasaje, podrían adaptare indistintamente al espíritu considerado como emanación de la divinidad o a los efectos de ese mismo espíritu. Reuss, Philosophie religieuse et morale en la Bible, traduction nouvelle avec introduction et commentaires, 6me. partie , p. 531, nota 1.

12 REUSS, op. cit., p. 512.

13 Compárese Isaías XL, 18-20 y XLIV, 9-17, con Sab. Sal., XII, 23-XIV, 11.

14 Henoch, C, 6-7, en el mismo sentido que Esdrás, IV, 4, y I Macabeos, I, 46.

15 Jesús Sir., XXXII, 20 (XXXV, 18 Ed. Oxford).

16 Henoch, XCIII, 9 (Apocalipsis de las Semanas) : “En seguida, en la séptima semana, surgirá una generación perversa: numerosas serán sus obras, pero todas sus obras serán abominación”.

17 I Macabeos, I, 12 y ss.

18 Henoch, loc. cit.

19 RADET, L’histoire des Seleucides , en Journal des Savants, 1913, p. 301.

20 Livio, XXXV-XXXVIi COLIN, Rome et la Grèce , p. 187 y ss.

21 Polibio, XXIV-XXVII; Livio, XXXV11I, 38; COUN, op, cit., p. 190-4.

22 RADET, Loc. cit.

23 “Helenizar” debe tomarse no solamente en el sentido de imponer las costumbres y la cultura helénicas, sino también en el sentido que había tenido, siglos antes, su homóloga “laconizar”, esto es, de adhesión a lo griego en forma más o menos formal.

24 II Macabeos, III, 2; IV, 10.

25 Josefo. Ant., XII, IV; Renán, Histoire du peuple d’Israël , T. IV, p. 273.

26 II Macabeos, III, 24-29.

27 II Macabeos. IV. 7-10.

28 La organización política y económica del Imperio se basaba sobre la buena organización financiera. Ver Herodoto, III, 89; Jouguet, El Imperialismo macedónico y la helenización del Oriente, p. I. La centralización financiera era el principio elemental y básico de todo intento organizador en materia económica y política de tipo imperial.

29 El autor de II Macabeos se siente obligado a explicar por qué no fué castigado Antíoco como lo había sido Heliodoro, ante la evidencia de la diferente actitud observada por los judíos frente al ministro que llegaba en cumplimiento de una misión civil y a] rey que quería respaldarla militarmente. Para justificarlo, el cronista alude a los muchos pecados del pueblo elegido. II, Macabeos, V, 17-20.

30 I Macabeos, I, 2 I-24

31 II Macabeos, V. 21.

32 I Macabeos, I, 30.

33 II Macabeos, V, 24.

34 I Macabeos, I, 35-36.

35 II Macabeos, IV, 28; según I Macabeos, I, 35-36, sólo después de la expedición punitiva de Apolonio habría quedado guarnición en la ciudadela de Jerusalén: no podía, entonces, estar encargado el jefe del cobro de los tributos antes de la insurrección de Onías. El anacronismo debe resolverse, a mi juicio, a favor del I Macabeos: la guarnición es posterior al movimiento de Onías y sólo después de este hecho —y como consecuencia de él— tuvo el jefe de aquélla la misión de cobrar los tributos.

36 Surge del orden de la narración en el I Macabeos y está expresamente indicado en II, Macabeos, VI, I.

37 Polibio, XXVI, 10; XXVIII, 18.

38 El filósofo estoico Diógenes, llamado de Babilonia, era, en realidad, de Seleucia.

39 Bouché-Leclerq, Histoire des Seléucides, p. 284.

40 Polibio, XXXI, 3.

41 Daniel, XI, 21.

42 Polibio, XXVI, 10.

43 Polibio, loc. cit

44 BOUCHÉ-LECLERQ, op. cit., p. 282.

45 Sobre esto, un utilísimo pasaje de JOUGUET, Helenización del Oriente , ed. esp., p. 473, que cita en su apoyo DITTEMBERGER, Orientis Graeci inscription selectae , 46, nota 3; Jouguet no tiene presente el ejemplo hebreo que dan los libros de los Macabeos del fenómeno que él describe.

46 I Macabeos, I, 15 y II Macabeos, IV, 9 y 12.

47 JOUGUET, loc. cit.

48 El cronista del primer libro de Macabeos afirma la existencia de estos judíos helenizantes. I, Macabeos, I, 14.

49 Tácito, Hist., V, 8.

50 Josefo, Guerras de los Judíos, I, 14.

51 I Macabeos, I. 43 y 53

52 I Macabeos, loc cit.

53 I Macabeos, I, 47.

54 I. Macabeos, I, 48.

55 I. Macabeos, I. 51.

56 I. Macabeos, I, 49.,

57 I. Macabeos, I. 57; II, Macabeos, VI, 22.

58 I. Macabeos, I, 46.

59 I. Macabeos, I, 50.

60 I. Macabeos, I, 61 ; II Macabeos, VI, 7.

61 II Macabeos, VI, 7.

62 I Macabeos, I, 44.

63 I Macabeos, I, 55.

64 II Macabeos, II, 16 19, 23.

65 I Macabeos, I, 46, 53; II, 17; II Macabeos, VI. I.

66 I Macabeos, I, 58-61 y 63-66; II Macabeos, VI, 10-11 y 18-31: VII, passim.

67 I Macabeos, II, 29-30.

68 I Macabeos. I, 40 y 56.

69 I Macabeos, I, 65-66.

70 I Macabeos, II. 31-38.

71 I Macabeos, II, 28; II Macabeos, V, 27.

72 I Macabeos, II, 41.

73 I Macabeos, II, 42.

74 I Macabeos, II, 49.

75 El libro de Daniel constituye —quizá con algunos de los Salmos— la literatura característica de esta época.

76 I Macabeos, III, 3.

77 Es la fórmula que usa el libro de Henoch para unirlos en su juicio condenatorio: XXXVIII, 5; XLVIII, 8; LXII passim.

78 I Macabeos, VI, 59.

79 I Macabeos, X, 37.

80 I Macabeo,, V, 3 y 65.

81 I Macabeos, V, 9, 24 y 53.

82 I Macabeos, V, 14 y 21-23.

83 I Macabeos, XI, 61.

84 I Macabeos, XII, 31.

85 I Macabeos. XII, 32.

86 I Macabeos, XII, 33.

87 I Macabeos, XIV, 5.

88 I Macabeo», XIV, 6.

89 I Macabeos. XIV, 9-10.

90 I Macabeos, XIII, 1 y ss.

91 I Macabeos, X, 6 y 10.

92 I Macabeos, X, 20.

93 I Macabeos, X, 25 y ss.

94 I Macabeos, X, 62-66.

95 I Macabeos, XI, 32 y ss.

96 I Macabeos, XI, 59.

97 I Macabeos, XIII, 42.

98 I Macabeos, XV, 6.

99 R. TRAVERS HERFORD, Les Pharisiens, p. 40 y ss.

100 Varios pasajes del libro de Henoch son testimonios de esta polémica: C, 7; CIII, 12-15: Libro de las Parábolas (XXXVII-LXXI), passim.

101 GUIGNEBERT, op. cit., p. 210.

102 R. TRAVERS HERFORD, op. cit., p. 216 y ss.

103 Intencionalmente lo llamo “reinado” —como llamé antes el tipo de autoridad de Simón— para caracterizarlo intrínsecamente y no según el proceso formal que lo llevaba a no reivindicar la monarquía.

104 Henoch, loc. cit.

105 Daniel, IX, 24.