Referida a la Universidad, la palabra “Reforma” ha llegado a tener un significado casi místico. Independientemente de su misión, el universitario de espíritu inquieto y moderno, el universitario sensible a las incitaciones del mundo, se siente llamado a preocuparse por la institución donde se ha formado, la institución que lo cobija, donde enseña o aprende. Y esa preocupación lo mueve a desear su reforma antes que ninguna otra cosa. Querer reformar la universidad es ahora el signo del amor a la Universidad. Ser reformista es estar insatisfecho. Nadie quiere una Universidad reformada: se quiere intensamente una Universidad reformista, en trance de reforma. Yo diría que el más genuino significado de la Reforma radica en la dimensión de su perpetuidad. Una Universidad en perpetua reforma: tal es el anhelo del universitario inquieto y moderno de nuestros días. He aquí una actitud espiritual que merece un examen.
Una universidad que se quiere reformar es una Universidad que no satisface, que se desea ver organizada y dirigida de otra manera, cuyos fines y cuyo funcionamiento parecen esencialmente perfectibles y cuya vocación educacional debe responder a los llamados de la hora. Tal es la idea de la Universidad que se hace todo reformista en este continente – porque bueno es señalar que el reformismo universitario es un fenómeno propio de nuestro continente – ¿Cuál es el fundamento de esa idea?
Acaso no se haya reparado suficientemente en que la Universidad latinoamericana es una institución a la que se le exige mucho más que a la Universidad europea o norteamericana. Son éstas exclusivamente centros de estudio, hogares de formación profesional y humanística, centros de investigación: en ellas lo fundamental es cumplir rigurosamente con las labores específicamente universitarias de enseñar, de aprender, de investigar. Y nadie podría exigirles más, ni sería necesario, porque otras necesidades de la vida social y espiritual de la comunidad la satisfacen otros órganos, y en ocasiones la colectividad misma como conjunto dotado de sensibilidad para la canalización y la formación de las corrientes de opinión.
Pero si las universidades europeas o norteamericanas son diferentes de las nuestras, es porque las sociedades son distintas también, porque la realidad de que se nutren es distinta. En aquellas sociedades, la Universidad no tiene otra misión que organizar el saber sistemático; pero es porque todas las otras formas de saber se elaboran intensa y continuamente en el crisol de una sociedad coherente: las corrientes de opinión, las respuestas a las situaciones reales, los sistemas de valores que requieren rápido ajuste en situaciones fluidas como las que caracterizan a la sociedad contemporánea. Ahora bien, en casi todos los países de América Latina la sociedad no es coherente; está integrada por grupos que no están suficientemente articulados; son grupos yuxtapuestos más que elementos de un todo orgánico, de manera que la comunicación entre ellos es difícil, y la formación de corrientes de ideas que circulen con fluidez por entre los grupos es compleja, lenta y difícil.
De aquí el problema que se suscita en los grupos más lúcidos cada vez que se advierten cambios en las situaciones reales, porque no se advierten simultáneamente las respuestas imprescindibles en el campo de las ideas y las opiniones, no se descubren las rápidas y ágiles variaciones de matiz en los sistemas de valores. Las corrientes de opinión circulan dificultosamente en una sociedad que es fluida para los cambios de situaciones pero que no es suficientemente articulada para la comunicación de las reacciones intelectuales y sentimentales frente a aquellos cambios. A veces las mutaciones son muy lentas, y por lo mismo ocurre que en cierto momento irrumpen con ritmo violento y catastrófico. Los grupos lúcidos y sensibles se caracterizan en Latinoamérica por su constante insatisfacción frente a lo que les parece insensibilidad de las mayorías, y que no es en rigor sino dificultad en la elaboración de corrientes de opinión que arraiguen rápidamente en la conciencia común. La consecuencia es manifiesta: una nueva necesidad aparece en la comunidad, que consiste en que alguien se encargue de promover esas corrientes de opinión que la comunidad no engendra sola, como lo hacen otras comunidades más homogéneas y mejor articuladas. Y los grupos lúcidos y sensibles parecen reconocer que no hay en Latinoamérica otro órgano para esa función que la Universidad.
Éste es, en mi opinión, el fundamento de lo más revolucionario y original que hay en el movimiento latinoamericano de la Reforma universitaria, que es la exigencia de lo que se ha llamado “la función social de la Universidad”. ¿Acaso no es una función social la elaboración de nuevos caudales de conocimiento sistemático por la vía de la severa investigación? Sin duda son estas eminentes funciones sociales. Empero no parecen suficientes en Latinoamérica, y se le exige más a la Universidad. Es, por cierto, un acto de fe, de conmovedora fe en la juventud, de conmovedora fe en el saber, de conmovedora fe en el desinterés que parece habitar en un grupo caracterizado por la juventud y el saber como es la comunidad universitaria; es un acto de fe éste mediante el cual se le confía a la Universidad el papel de promotora de los movimientos de opinión que la constante mutabilidad de la sociedad en nuestros países requiere para ajustar su desarrollo.
Tal es el legítimo y sólido fundamento de la llamada función social de la Universidad, en el sentido que le da a esta expresión la Reforma universitaria. Si nunca se halla a la Universidad suficientemente reformada, sino que se aspira a una perpetua reforma, no es porque se pretenda transformar perpetuamente la organización del gobierno universitario o los métodos de enseñanza y de investigación. Estas cosas no tienen por qué modificarse perpetuamente. Lo que sí parece imprescindible es que la Universidad no permita el esclerosamiento de su estructura intelectual y, menos aún, el de su estructura como grupo dentro de la comunidad. Se necesita que la Universidad mantenga su extrema agilidad y su permanente contacto con la sociedad, que sea sensible a sus cambios, que no los rechace en nombre de intereses constituidos o de normas académicas demasiado estrechas; que por el contrario extreme la sensibilidad de sus antenas para que nada se le escape, puesto que de esas transformaciones viven nuestras sociedades heterogéneas, y en ellas va buscando su personalidad y su estilo espiritual. De la Universidad – que es exquisita conjunción de desinteresada juventud y desinteresado saber – deben surgir los movimientos de opinión sobre las cosas de la vida, sobre los problemas de la convivencia, sobre los problemas de la espontánea creación de cultura que toda sociedad cumple, y que sería nefasto rechazar en nombre de convencionales módulos culturales de vigencia universal, que hay que respetar, pero que no pueden respetarse tanto como para que comprometan la creación peculiar de cada sociedad.
Es cierto que esta creación peculiar es a veces primaria, confusa y carente de esos rasgos que proporcionan a la creación una vigencia universal. Pero así ha nacido toda creación y toda cultura: entre el barro y la escoria, y sólo los buriles y los cinceles del tiempo han logrado pulirla, y liberarla de las toscas rebarbas y de las groseras aristas, hasta alcanzar su perfil purísimo y su valor eterno.
A esta creación singular de nuestras sociedades heterogéneas debe atender la Universidad, al tiempo que colabora en la creación universal, sujeta a los cánones universales, y trasmite ese saber que constituye el patrimonio universal. Difícil tarea, sin duda; pero precisamente por ser difícil convienen los espíritus lúcidos e inquietos en que sólo puede cumplirla la Universidad, esa exquisita conjunción de desinteresada juventud y de desinteresado saber. Difícil tarea que requiere en los universitarios el uso simultáneo de dos sistemas de trabajo muy distintos, de dos especies de instrumentos muy diversos, y que sin embargo deben ser utilizados por las mismas manos y dirigidos por los mismos espíritus.
Los instrumentos y los sistemas de trabajo apropiados para la investigación y la trasmisión de ese saber sistemático que coincide con el caudal universal del conocimiento no pueden ser otros que los que han probado ya su eficacia, porque no nos es dado improvisar en tal terreno, y nuestra misión no es sino agregar nuestro esfuerzo al que realizan todas las otras universidades del mundo. En este aspecto, nuestras universidades tienen que parecerse cuanto sea posible a las más ilustres, y extremar las exigencias de rigor en el ejercicio de su misión científica y pedagógica.
Pero los instrumentos y los sistemas de trabajo apropiados para cumplir la específica función social de la Universidad ni pueden ser imitados ni pueden ser prescriptos de antemano. Se necesita primero fijar las condiciones de la realidad, establecer los puntos de incidencia que la Universidad puede aprovechar, medir las posibilidades de actuar que les son dadas y sólo entonces plantear la metodología de esa acción.
La función social de la Universidad no se cumple en un ámbito universal e impreciso, sino que el circunscripto ámbito de influencia al que llega cada una de ellas. Es acción sobre el medio ambiente inmediato. Este medio ambiente debe ser conocido cuidadosamente.
Tampoco se cumple por intermedio de seres abstractos o genéricos, sino a través de un tipo humano especial, que es el que constituye la fuerza humana de cada Universidad; también este tipo humano debe ser estudiado y conocido con la mayor exactitud.
Cuando este conocimiento se haya alcanzado, habrá llegado la hora de obrar; con estos elementos humanos, se puede incidir sobre esa realidad de cierta manera para lograr determinados fines. Dos fundamentalmente son éstos: extender la acción social y extender la acción cultural de la Universidad. Extender la acción social y cultural no significa solamente realizar obras y difundir conocimientos. Hay algo más importante aún: hay que suscitar intereses, crear vocaciones, infundir energías, provocar entusiasmos, estimular la capacidad de tantos seres humanos como se pueda para que alcancen conciencia de sí mismos.
¿Sería demasiado audaz intentar una fórmula sintética de lo que es la extensión universitaria, de lo que debe ser la acción social y la acción cultural de la Universidad, en lo más profundo? Es responder a una exigencia de nuestras sociedades heterogéneas. Es conocerlas. Es ofrecer a aquellas a quienes se dirige las palabras desconocidas para expresar sentimientos bien conocidos. Es, sobre todo, desmasificar al hombre-masa, contribuir a individualizarlo, y al mismo tiempo ayudarlo a fundirse en una sociedad articulada en la que la comunicación sea tan fluida como los cambios situacionales. Esto es, en cierto modo, lo que la Universidad debe hacer por intermedio de aquellos que, por un privilegio todavía raro, logran llegar hasta las aulas. Es lo que, movidos por un sentimiento moral, deben hacer éstos con los que no pueden llegar por el azar de las condiciones sociales.
En el seno de sociedades como las nuestras, fundadas en el privilegio, la Universidad constituye una isla de privilegiados. Pero lo son de una especie peculiar, estos privilegiados que defienden lo que se llama la reforma universitaria. Son los privilegiados que quieren rendir cuentas de sus privilegios. La reforma es como la catarsis. Y la acción social es el rito supremo de esta creencia, de esta fe, apoyada en el más generoso y noble de los ideales.