Reflexionar sobre la naturaleza de la realidad espiritual de la Argentina contemporánea es para nosotros algo más que un ejercicio especulativo. El tema se nos aparece encadenado con las circunstancias de la existencia cotidiana, y el interrogante que entraña, el interrogante acerca de la atmósfera en que nos hallamos sumergidos, condiciona nuestra actitud y nuestro comportamiento; y no solamente el de cada uno de nosotros como individuo, sino también el de la colectividad como tal. Nos urge, ciertamente, precisar las nociones acerca de esa realidad y tomar conciencia de nuestra propia posición frente a ella.
Sin embargo, no debe esta urgencia movernos a una búsqueda superficial, porque los fenómenos que es menester observar para captar lo propio de una realidad espiritual no son de aquellos que se manifiestan en la superficie. La complejidad de esta clase de inquisiciones es tal que se debe emprenderlas con harta cautela para no incurrir en los vicios que suelen amenazarlas: falsas perspectivas, generalizaciones apresuradas y, sobre todo, simplismos fáciles que encierran siempre una parte de error aun cuando ofrezcan a primera vista cierta evidencia de verdad.
Tratándose de nuestra realidad espiritual, las dificultades se acrecientan. Para la determinación de su fisonomía carecemos de materiales suficientes, y es precaria la caracterización de los distintos elementos que la integran. Por otra parte, esos distintos elementos no poseen todos la misma dimensión histórica. Si algunos provienen de largos procesos históricosociales más o menos bien conocidos, otros resultan de fenómenos recientes, que no sólo no han sido estudiados sino que, además, suelen escapar a nuestra conciencia sin que advirtamos su grado de significación. Se trata de fenómenos que se han entrecruzado con aquellos otros procesos y han dejado como resultado nuevos elementos decantados en nuestra realidad espiritual. Es grave, pues, no llegar a tener conciencia de ellos y seguir creyendo que nos perpetuamos según una línea ininterrumpida de desarrollo.
Para adquirir conciencia de la mutación que ha importado aquel entrecruzamiento, y medir, además, las dificultades de la labor que nos aguarda, nada más aleccionador que volver a leer atentamente las obras fundamentales de nuestra literatura sociológica o aquellas que pueden considerarse reflejo fiel de nuestra realidad vernácula. Descubriremos entonces que, en general, nos revelan una Argentina ya hoy inexistente. Releamos a los viajeros ingleses de la primera mitad del siglo XIX, releamos las Memoriasde Paz o el Dogma Socialista de Echeverría; releamos la obra ingente de Sarmiento y Alberdi o las amables crónicas de Calzadilla o José Antonio Wilde: la comprobación aparecerá de inmediato a nuestros ojos. Salvo algún atisbo precursor —naturalmente, de Sarmiento— o alguna observación nostálgica —por ejemplo, de Mansilla—, nada nos habla estrictamente de nuestra Argentina, sino que, por el contrario, alude todo a una realidad espiritual tan diversa que nos cuesta trabajo reconocernos en ella. Se dirá que aquella literatura no podía darnos sino el reflejo de lo que entonces era la Argentina, y la observación será exacta. Pero lo importante es que esa realidad que refleja no difiere de la nuestra solamente en los matices propios de un desarrollo homogéneo, sino qué difiere en lo esencial, en cosas que tocan al fondo mismo de nuestro ser espiritual como colectividad, porque faltan en aquella etapa algunos elementos que sólo se han incorporado después, que se han originado más tarde, pero que hoy dan la tónica alterando y reduciendo fundamentalmente la significación de los que eran antes sustanciales y básicos. Para decirlo mediante una fórmula sintética, está en el Facundo, que reflejaba a mediados del siglo XIX toda nuestra realidad espiritual, solamente una parte de la realidad espiritual de nuestra Argentina, y no la decisiva. Es, pues, necesario un nuevo planteo y un nuevo examen de esa realidad, que no podrá aprovechar sino parcialmente de la elaboración sufrida ya por ese problema puesto que la materia misma ha sido sustituida.
Los ensayos posteriores dedicados a ese examen, los de Agustín Álvarez, Joaquín V. González, José Ingenieros o Alejandro Korn, no pudieron ser sino aproximaciones al tema, y, en realidad, solamente la Radiografía de la Pampa de Martínez Estrada puede considerarse como un esfuerzo fructífero para ahondar en él. En aquellos casos, el enfoque estaba limitado por la falta de la necesaria perspectiva, porque los elementos que debían ser tomados en consideración no estaban suficientemente visibles e individualizados. En cambio, desde principios de siglo hasta nuestros días ha sufrido la realidad espiritual argentina una transformación tan acelerada que comenzamos a ver ahora con caracteres de evidencia lo que antes sólo aparecía oscuro y confuso.
No obstante, la sensación que perdura en el ánimo del observador sigue siendo la de que la realidad espiritual argentina es inasible y proteica. Por la heterogeneidad de los elementos que integran su fisonomía, resulta frecuente que la circunstancial preeminencia de alguno la altere hasta diferenciarla notoriamente en una fase con respecto a otras anteriores. Y precisamente por mostrarse así, proteica, por la coexistencia inestable de elementos diversos, se presenta al observador como inasible en su verdadera esencia, oculta tras su constante variabilidad. Estamos, pues, en posesión de un dato que puede servirnos de punto de partida: nuestra realidad espiritual se caracteriza, en primer lugar, por su bajo índice de coherencia interior, consecuencia, en términos generales, de la mera yuxtaposición de mentalidades diversas y recíprocamente reacias a su fusión.
Si queremos explicarnos este fenómeno, debemos reconocer, en el proceso de formación de nuestra realidad espiritual, una línea de fractura que nos importa mucho determinar. Y no sólo precisarla en el tiempo sino también sobre el proceso mismo y a la luz de sus antecedentes y consecuencias en todos los aspectos de nuestra existencia como colectividad. Hoy tiene la Argentina una fisonomía juvenil, casi adolescente, que proviene de la evidencia con que nos manifiesta sus potencias y virtualidades, al mismo tiempo que nos asombra con la ausencia de una dirección definida en el camino hacia el delineamiento de su personalidad espiritual. No es esto sino el resultado de su falta de coherencia interior, que mantiene en constante inestabilidad aquellas potencias contenidas.
Pero este aire juvenil de la Argentina no es sino un fenómeno de hace poco tiempo. La Argentina era un país maduro antes de producirse esa fractura que advertimos a cierta altura de su desarrollo histórico, esto es, mientras existió una Argentina criolla identificable por un definido estilo cultural. Durante varios siglos se había mantenido una misma línea en su desarrollo económico, una misma línea en su estructura social y moral, una misma línea en su concepción política, tan profundas como parecieran las diferencias que separaban a los distintos grupos en que se escindía. A través de tan largo plazo, una colectividad numéricamente reducida había logrado elaborar y arraigar un estilo de vida, un estilo criollo, que era versión americana de una originaria concepción hispánica de la vida. Pero en cierto momento ese proceso se interrumpe. Llevada por Rosas a sus últimas consecuencias, la Argentina criolla se frustró por su inadaptación a un mundo que se empequeñecía y no toleraba una unidad nacional hermética en una situación que permitía y exigía su participación en la actividad internacional. Un año después de la derrota de Rosas en Caseros, Estados Unidos obligaba al Japón a abrir sus puertos al comercio occidental. Acaso tenga un significado semejante la acción que condujo a la caída de Rosas, ya que la Argentina criolla se frustra precisamente porque él quiso asegurar su perduración incomunicándola en el seno de un mundo que se transformaba aceleradamente.
Cuando se produjo esta crisis, la dirección del país pasó a manos de quienes, sosteniendo un punto de vista opuesto, consideraban necesaria y urgente una transformación radical de nuestra realidad económica y social, para que la Argentina no repitiera el extravío del criollismo y se incorporara al área del mundo occidental con todos los riesgos y ventajas que ello suponía. Es en ese momento cuando comienza a abrirse la grieta que interrumpe nuestro desarrollo histórico, cuando comienza a gestarse una nueva realidad espiritual; porque una mentalidad universalista se ha propuesto ahogar la mentalidad criolla, y ha suscitado, frente a estas dos que se batían frente a frente, una tercera mentalidad, propia de la nueva realidad económica y social que se constituía: la mentalidad aluvial.
En efecto, la aparición de un capitalismo extranjero que removió toda nuestra estructura económica, el dislocamiento de la estructura social por obra del aporte inmigratorio, y luego, su progresiva reordenación a través de las conmociones provocadas por los ascensos y descensos de grupos, trajeron como consecuencia inmediata una rápida y sustancial alteración de nuestra realidad espiritual. Treinta años después de haberla propugnado, quienes habían defendido la necesidad de transformar radicalmente el país apenas lo reconocían, y miraban atónitos su propia obra, sin que faltara en alguno el gesto de horror o de arrepentimiento. Pero el movimiento era ya irreprimible. La Argentina había jugado su destino, y estaba lanzada en un proceso que habría de permitirle un ascenso vertical como potencia económica, aunque a costa de tener que padecer un largo período de inestabilidad interior. De ese proceso nos hallamos a medio camino, y cuanto nos sucede no es sino manifestación de esta lenta búsqueda de nuestro propio equilibrio. Quizá lo alcancemos un día, pero entretanto debemos acostumbrarnos a pensar en que nos es forzoso vivir dentro de un complejo incoherente, y en que urge discriminar cuáles son los elementos que lo integran: porque nos es imprescindible saber cómo debemos ordenar la conducta para contribuir a la afirmación de lo que consideremos digno de predominar en última instancia.
Actualmente, la mentalidad predominante en la compleja realidad argentina es la que corresponde a la masa aluvial. Reparemos en lo que esto implica. Mentalidad de masa, ha roto todos los diques que pudieran limitarla y no reconoce los valores sostenidos por las minorías con que se enfrenta sin someterse; y como mentalidad aluvial, corresponde a un conjunto indiscriminado y resulta de la mera yuxtaposición de elementos que provienen de distintos orígenes, sin excluir los tradicionales criollos. Esta mentalidad aluvial se ha impuesto por su volumen sobre el país; ha sepultado la de las antiguas minorías e ignora la de las nuevas, aun las que provienen de su propio seno. Y como la masa aluvial ha crecido vertiginosamente, su mentalidad suele conquistar hasta aquellas minorías que, por no resignarse a languidecer en la ineficacia histórica, intentan actuar e influir sobre la masa traduciendo sus ideales a la mentalidad aluvial. Por su carácter de forma mental predominante, es ésta, pues, la que debe constituir el tema primero de todo análisis de nuestra realidad espiritual.
Los primeros resultados del predominio de la mentalidad aluvial en la vida argentina fueron los que motivaron las sagaces observaciones de Agustín Álvarez, de Joaquín V. González, de José Ingenieros y, sobre todo, de Ezequiel Martínez Estrada, que tan agudamente ha señalado muchos de sus rasgos decisivos. Con esos materiales y otros que puedan agregarse es posible intentar una caracterización de esa mentalidad aluvial.
Ante todo, hay que detenerse en sus manifestaciones primarias, en las que no siempre se ha advertido el valor significativo que encierran. Puede afirmarse que el tango y el sainete constituyen expresiones fielmente representativas del folklore aluvial, y no es lícito omitir su análisis si queremos llegar a saber cuáles son los caracteres de la mentalidad que representan. Sin duda alguna, el folklore aluvial expresa sus impulsos profundos, y la masa aluvial prueba con su adhesión que lo considera como su expresión propia, en tanto que contribuyen a difundirlo e imponerlo los más poderosos medios educativos imaginables: las revistas, el teatro, el cinematógrafo y la radiotelefonía. Valdrá la pena, pues, escrutar lo que expresa.
Un análisis superficial nos revelará que ese folklore pone de manifiesto una concepción de la vida en la que predomina cierta bondad elemental, cierto desborde de los sentimientos, cierto patetismo auténtico aunque un poco superficial. Sin embargo, no parece haber en ella un definido y claro contenido moral, por el contrario, se insinúa cierta amoralidad radical, que se refleja en una filosofía del éxito; y este éxito inmediato a que se aspira no se proyecta sino en determinados planos: en el de la lucha por el ascenso social o en el de la lucha por la riqueza. Por lo demás, esa filosofía del éxito como regla para la vida pública se corresponde con el predominio que, en el campo de la vida interior, se reconoce a ciertas formas de sensualidad, en las que el amor se confunde con la aventura liviana y elegante, rodeada de cierta atmósfera de lujo y poderío. Todo ello no encubre sino un marcado hedonismo, la esperanza de una felicidad fácil y sin proyecciones de ningún orden, accesible por caminos que no exijan esfuerzos. Y como necesario contraste, acompaña a esa esperanza siempre frustrada, un fondo melancólico que asciende rápidamente a la superficie y precipita al individuo hacia el escepticismo y la amargura. Hay, tras la esperanza de satisfacer los apetitos, una confesada ignorancia de toda forma de reposo y la certidumbre de la absoluta vaciedad de la vida.
Estos caracteres de la concepción aluvial de la vida se revelan en el folklore a través de los temas y los tipos que prefiere. Ambos manifiestan la persistente preocupación por sobreponerse a las dificultades prácticas de la vida y por conseguir un ascenso dentro de las jerarquías sociales reconocidas; y debe señalarse que, para lograr estos objetivos, no suelen ser impedimento los escrúpulos de carácter moral. Si nuestro folklore gira en tan gran medida alrededor de los temas del lujo y del ocio, es porque las formas de vida caracterizadas por el lujo y el ocio atraen la atención y se erigen en ideales como propias de las clases superiores; pero parece no vacilarse demasiado en imitarlas aun cuando sea en un plano irregular de vida. Pues debe observarse que el tipo predominante de nuestro folklore aluvial no es el hombre o la mujer de la clase económica y socialmente mejor colocada, sino el hombre o la mujer que, sin poseer sus recursos ni sus ideales de vida, imitan las formas externas que caracterizan a aquéllos y tratan de hacer lo que ellos hacen: gastar sin tasa, vestir con lujo, acudir a determinados lugares cargados de prestigio social, despreciar, en fin, todos los menesteres propios de quien debe dedicar su vida al trabajo.
Al lado de éstos, el folklore aluvial toma los tipos del suburbio, y no pocas veces los del hampa, porque surge de un fondo sentimental y revela marcada predilección por lo pintoresco. Esta misma tendencia se advierte en las manifestaciones más elaboradas de la mentalidad aluvial. La poesía de Carriego o de Almafuerte, el teatro de Florencio Sánchez o de Gregorio de Laferrère, el cuento y la novela de Fray Mocho o de Roberto Payró recogen, con más moderación en las formas pero no con menos crudeza interior, los mismos elementos que ha recogido el folklore aluvial, para trabajarlos literariamente y proveer de categoría a los mismos temas y tipos. También allí se manifiesta, con caracteres semejantes aunque con diversa apariencia, aquella concepción de la vida que reflejaba el tango o el sainete popular, y unidos todos los materiales que es posible extraer de tan ricas canteras acaso sea lícito intentar un esquema de cuáles son los caracteres que identifican la mentalidad aluvial.
Se nos manifiesta, ante todo, su carácter híbrido, resultante de los elementos extranjeros y criollos que la constituyen y que coexisten en ella sin que se resuelva predominio alguno en uno u otro sentido. Por otra parte, como surgida al calor de los fenómenos migratorios y de concentración de población, la mentalidad aluvial se muestra asimilada en muchos de sus rasgos a los de todas las poblaciones cosmopolitas. Es esencialmente urbana, en cuanto posee típicos ideales de confort, de refinamiento y de lujo; y de este rasgo se desprende otro estrechamente vinculado con él: cierta franca disposición favorable hacia todos los intereses universales y hasta para los ideales de ese tipo. Este tono urbano acarrea, en cambio, una afirmación de lo multitudinario; la mentalidad aluvial tiende a favorecer los procesos de indiscriminación individual y de despersonalización, exaltando a su vez lo común e indiferenciado.
Por el origen social de los grupos que la han elaborado, la mentalidad aluvial se manifiesta fuertemente materialista. Lo que interesa de modo primario es el poder económico, la riqueza en cualquiera de sus grados, y, en forma subsidiaria, la posición social a que la riqueza da derecho. Regida por las circunstancias originarias de su advenimiento, la mentalidad aluvial apenas reconoce espontáneamente otras categorías que las que provienen de la riqueza. Puede hacerse afirmación expresa de lo contrario bajo formas retóricas, o aun reconocer en alguna medida cierta significación para otros valores; pero en el fondo, lo único que se reconoce como valor legítimo es aquello que se relaciona con lo económico: tan estimable como pueda ser en lo personal un artista o un investigador de problemas teóricos resulta un ser incomprensible para la mentalidad aluvial. Sin embargo, ciertos aspectos nos la muestran como caracterizada por un tono sentimental que proviene de lo pasional y lo nostálgico oculto en las tradiciones que han concurrido a conformarla. La mentalidad aluvial es sensible y responde con prontitud al llamado de los sentimientos. Y si ese carácter no trae aparejado un disloque eventual de las formas sociales es porque está constreñido con firmeza por un profundo formalismo que complementa aquel otro rasgo en una combinación de veras curiosa: retórica y sentimental es como la mentalidad aluvial se nos aparece fundamentalmente.
Con estos y otros rasgos, la mentalidad aluvial constituye en la realidad espiritual argentina de nuestro tiempo el dato más significativo. Su efectivo predominio está limitado tan sólo por otras formas mentales que se le oponen y resisten, pero que, siendo propias de minorías, se mantienen desconectadas de ella. Una es la mentalidad criolla y otra la mentalidad universalista.
La primera se ha acuñado durante la era criolla, esto es, hasta producirse aquella fractura en nuestro desarrollo histórico. Antes de ese momento fue la mentalidad predominante y pretendió ahogar a la naciente mentalidad universalista que se formaba en su propio seno; pero fracasó a la larga, y fue, a su vez, vencida, retrocediendo desde entonces cada vez más. Sin embargo, ha permanecido arraigada en algunos grupos ya minoritarios, fiel a su estilo, pero estilizándose en medida creciente bajo la presión de un sentimiento nostálgico. Acaso su fuerza resida, sobre todo, en que ha logrado hacer arraigar la idea —hasta en el seno de sectores típicamente aluviales— de que se consustancia con la nación misma; gracias a esta convicción bastante difundida, conserva cierto prestigio y se ha rodeado de cierta aureola defendida por una intangibilidad de tipo casi místico. Está apegada a la tradición vernácula de origen español, y en defensa de esa tradición se ha tornado xenófoba, hostil a la masa aluvial, autoritaria, intolerante y, a veces, agresiva.
Esa mentalidad criolla, tras haber sostenido una larga lucha con la naciente mentalidad universalista, tuvo que afrontar el choque con la mentalidad aluvial a medida que se iba constituyendo. Se ha manifestado este conflicto, en su forma más notoria, como una defensa de la tradición criolla frente a todo posible ataque o menosprecio; pero no está menos claro en la afirmación polémica de ciertas formas de vida económica, de ciertos valores y cierta concepción de la existencia humana, en una decisión inequívoca de procurar el enclaustramiento argentino para impedir su disolución en lo universal que afluye por todas partes. Acaso extrañe que esta mentalidad —ahora minoritaria y, además, expresión de una realidad ya inexistente— posea suficiente fuerza para contener y delimitar el imperio de la mentalidad aluvial; pero no debe olvidarse que la mentalidad criolla es, en nuestra Argentina, la única que posee estilo, esto es, una fisonomía coherente y un firme arraigo en su paisaje. Tan hostil como pueda sentirla la mentalidad aluvial, lo cierto es que ésta acusa el elemento criollo que hay en ella y manifiesta a las claras la admiración que siente por aquélla debido a su coherencia, a su estilo. Más aun, sintiéndola enemiga, la mentalidad aluvial apela a la mentalidad criolla cada vez que se siente amenazada de disgregación o acusada de hibridez, y obtiene de ella, ciertamente, un apuntalamiento transitorio pero todavía eficaz, como si el coeficiente de dilución de lo criollo no sobrepasara todavía la proporción capaz de asegurar su actividad.
Hostil desde antiguo a la mentalidad criolla y hostil pero esperanzada frente a la mentalidad aluvial, completa el panorama espiritual de nuestra Argentina la mentalidad universalista. También es, en principio, una mentalidad de minoría, pero, a diferencia de la criolla, tiene en la masa aluvial muchas posibilidades de arraigo. Más aun, cada vez que tienden a desglosarse de la masa aluvial algunos grupos que necesitan acusar su diferenciación, su personalización, el tránsito que se opera en ellos de la mentalidad aluvial a la universalista es evidente. Sus directivas han sido dadas por las minorías de formación europea que siempre conoció el país, pero sus ideales de tipo universalista están como implicados en las capas profundas de nuestra masa aluvial. A veces, para defender el carácter riguroso de su concepción, la mentalidad universalista se esfuerza por mantenerse alejada de la realidad inmediata, sin hacer concesiones, o tratando de hacerlas tan insignificantes como pueda. Porque, en efecto, el primero de los peligros que corre es el de desvirtuarse por la gravitación de los elementos informes que integran esa realidad. Pero este no es, con todo, el más grave. La acosan las otras actitudes que obran en nuestra realidad espiritual. Frente a la mentalidad aluvial —nacida de su impulso— siente la diversidad de ciertos ideales y el diverso grado con que se expresan otros, porque en ésta predominan los ideales inmediatos y restringidos en tanto que en la mentalidad universalista predominan los ideales mediatos y universales en todos los grados. Por otra parte, frente a la mentalidad criolla el choque es mucho más profundo; mientras ésta tiende a cerrar el desarrollo espiritual argentino dentro de cierto esquema rígido, la mentalidad universalista tiende a abrirlo para que entre en contacto con las más diversas corrientes espirituales. Son, pues, formas mentales antinómicas que se oponen en casi todo, aunque coinciden en padecer ambas la obsesión de lograr un estilo para nuestra vida espiritual. Sólo que mientras la mentalidad criolla no admite otra posibilidad que la de restaurar el vernáculo estilo criollo, la mentalidad universalista espera poder configurar cierto matiz argentino del espíritu occidental.
Así deslindadas las tres mentalidades que obran en nuestra realidad espiritual, puede advertirse que hay entre ellas una relación de yuxtaposición, que puede tornarse, empero, relación de efectiva beligerancia. Cada acto de nuestra conducta individual y colectiva, además de expresar este conflicto latente, suele incidir en su desarrollo de una u otra forma. Será útil, pues, intentar un balance del potencial que esconden las fuerzas en presencia.
Puede afirmarse, sin temor a errar, que la mentalidad criolla corresponde a una Argentina que ya no existe ni puede volver a existir. La misma rigidez y perfección de muchos de sus ideales no es sino prueba de ello: fórmulas precisas, pero inertes y absolutamente inadecuadas a la realidad renovada. Sin embargo, entraña la mentalidad criolla algunos elementos que es menester salvar: los que enraízan en la tradición de nuestra existencia campesina y en la tradición moral española, que de alguna manera pueden constituir bases firmes, siquiera por algún tiempo todavía, para nuestra ordenación espiritual.
Por su parte, la mentalidad aluvial corresponde a una Argentina que todavía no ha madurado ni ha perfilado su fisonomía, y que, en la medida en que logre hacerlo, dejará de ser esencialmente aluvial. Por eso es imprecisa e imprecisable, pero también por eso rebosa de virtualidades y promesas. Y acaso cuando haya nacido de su seno una mentalidad definida se conserven, como es de desear, su empuje, su capacidad para imaginar y construir, su orientación hacia las formas universales que caracterizan el espíritu occidental.
Finalmente, la mentalidad universalista reside en esos grupos harto numerosos y diseminados por el país que constituyen lo que Eduardo Mallea ha llamado “la Argentina invisible”; están dispersos, pero aguardan ese momento de concentración que suele seguir a ciertas crisis en el cual sus ideales pueden alcanzar una súbita gravitación social. Esa mentalidad opera silenciosamente la transformación del país, sin que el país se entere y a pesar del país mismo. Sólo es necesario que no se aleje excesivamente de la realidad circundante para impedir que se forme un abismo entre ella y la masa aluvial, puesto que su éxito depende de su conquista, y de su éxito la única renovación que, a mi juicio, puede esperar el país.
Mientras esta renovación no ocurra, nada importante ocurrirá en la Argentina. Las minorías que hoy podrían orientar a la masa padecen la congoja dé no sentirse respaldadas por ella. Pero esta situación no puede durar, y el proceso de acomodación entre masa y minoría ha de producirse en un plazo más o menos breve, a medida que el conglomerado aluvial se decante. A medida que esa decantación se produzca —esto es, a medida que se disgregue la masa aluvial para dar lugar a grupos homogéneos—, la mentalidad aluvial irá decantándose también en formas orgánicas que no tienen otra posibilidad, a mi juicio, sino seguir la huella de la mentalidad universalista. Eso será la esperada maduración del país. Gracias a ella, esta virtualidad que es hoy la Argentina llegará poco a poco a tornarse una realidad definida: acaso la que soñaron quienes desencadenaron este gigantesco experimento y para cuya realización final ha sido imprescindible esta larga y dolorosa etapa de nuestro desarrollo espiritual.