John Bagnell Bury ha prestado un valioso servicio a la cultura escribiendo su pequeño tratado sobre la libertad de pensamiento. Cada cierto tiempo, el problema vuelve a adquirir actualidad, y los esfuerzos por defender lo adquirido y ampliar las conquistas requieren el conocimiento de la secular batalla librada por el espíritu libre para emanciparse de la coacción del espíritu de autoridad. Bury quiso servir a esta necesidad, y lo hizo con energía moral, con probidad de estudioso y con profunda fe en la nobleza de su causa. Si nos infunde respeto como historiador, su figura de militante de la libertad provoca en nosotros profunda admiración y simpatía.
Fué Bury un historiador ilustre, sin duda uno de los más distinguidos en la Inglaterra del primer cuarto de este siglo. Había nacido en 1861 y comenzó su carrera docente en Dublin —donde había hecho sus estudios—, en el Trinity College. Llegado al más alto grado del profesorado, fue elegido en 1902 como” profesor regio de historia moderna de la Universidad de Cambridge, a la que estuvo vinculado hasta su muerte y en la que gozó del más alto prestigio. Su antecesor, Lord Acton, había recibido algunos años antes del Sindicato de publicaciones de la Universidad el encargo de preparar una” Historia moderna, proyecto en el que el ilustre historiador trabajó varios años hasta que su quebrantada salud lo apartó de la cátedra. Desde entonces Bury fue quien orientó las grandes colecciones históricas de Cambridge con su experiencia y su saber, al tiempo que trabajaba intensamente en sus investigaciones predilectas. Hombre de múltiples intereses y preocupaciones en el campo de la historia, la responsabilidad de imprimir una orientación precisa a los trabajos de conjunto le obligó a meditar profundamente sobre el saber histórico; y como no podía dejar de ocurrir, tratándose de un espíritu abierto y curioso, esa meditación lo condujo al examen de la realidad histórica misma —sustancia de la ciencia histórica— en la que comenzó a perseguir la huella de ciertas ideas fundamentales que eran sin duda caras a su espíritu. Asombra en Bury tanto como la intensidad de sus investigaciones, la vastedad de su labor.
Como investigador, su campo predilecto fue la historia de los últimos tiempos del Imperio Romano y la del Imperio Bizantino. Entre 1896 y 1900 emprendió la ardua tarea de editar la obra clásica de Gibbon,” Decline and fall of the Roman Empire, con un prólogo de inestimable valor y una copiosa cantidad de notas en las que ponía al día la información sobre el tema. El trabajo era ciclópeo, pues se trataba de reunir todo lo que se había aprendido sobre el vasto período que abraza la obra de Gibbon, y fue recibido con admiración y entusiasmo por los especialistas. Los historiadores generales, empero, criticaron su trabajo, sosteniendo que el añadido de nuevos hechos desvirtuaba la estructura de la obra; pero, independientemente de tales reparos, la edición de Bury permitió que volviera a circular el notable libro del pensador del siglo XVIII sin peligro de que los lectores modernos quedaran despitados con respecto al planteo actual del tema. La coronación de los estudios de Bury en ese terreno fue su” History of the later Roman Empire , publicada en 1923, una de las obras más significativas de la historiografía inglesa de este siglo.
Innumerables estudios monográficos publicó Bury a lo largo de su carrera de investigador. Pero el absorbente esfuerzo del especialista no neutralizó sus preocupaciones por los problemas generales de la historia y la vida, problemas cuya expresión sintética se halla encerrada en su” Historia de la libertad de pensamiento. Fue reveladora y significativa la lección con que inauguró su cátedra en Cambridge, en que se planteó el problema del conocimiento histórico. Tenía por entonces alrededor de cuarenta años y su formación doctrinaria había estado encuadrada dentro de los marcos generales del positivismo; pero no había sido sordo a las voces que ya se levantaban en Alemania e Italia contra aquella doctrina, sin que, sin embargo, se decidiera su espíritu en una u otra dirección. La historia —decía— es cosa diferente de la ciencia natural, y el pensar histórico ofrece a la humanidad inusitadas perspectivas. Pero concluía afirmando que la historia era una ciencia, “nada más, nada menos”, y podía deducirse del contexto que seguía aspirando para la historia a una condición semejante a la de las ciencias naturales.
Volvió Bury sobre el problema en otros ensayos posteriores:” The Place of Modern History in the Perspective of knowledge (1909) y ” Cleopatra’s Nose (1916). A medida que transcurría el tiempo, Bury se inclinaba más hacia un contingentismo que se ha juzgado derivado de Cournot; pero la estructura de su espíritu no le permitía liberarse de su primitiva formación positivista, y, aunque entreveía la significación que tiene lo individual en la vida histórica, anotaba —restringiendo el alcance de su propia intuición— que con el correr del tiempo las circunstancias se tornan menos importantes en la historia, y que “la casualidad tiene menos poder sobre el curso de los sucesos”.
Dentro de esta orientación intelectual escribe Bury dos libros representativos:” Idea of Progress (1920) y” A History of Freedom of Thought (1913), que hoy vuelve a aparecer en español. Podría decirse acaso que la concepción historiográfica de Bury es indecisa —como en general lo fue en muchos historiadores de su tiempo— y que acaso le faltó mentalidad y preparación filosófica para afrontar con éxito y originalidad los temas teóricos de la gnoseología de la historia, que por entonces ocupaban a Rickert, Dilthey o a Croce. Pero aquellas dos obras, aunque acusan en parte esas fallas, están movidas por una profunda fe, fe en el hombre y en la libertad, que les asignan un especial valor.
>Bury se alista en las filas de los pensadores e historiadores ingleses que, ocupándose en general de la historia de las ideas, han representado la vanguardia del pensamiento libre contra la intolerancia. En su capítulo titulado “El progreso del racionalismo”, Bury nos ofrece un cuadro de la atmósfera intelectual en que se ha formado, o, mejor dicho, la que ha preferido entre las varias posibilidades que se le habían ofrecido. No se oculta allí su opinión acerca de las aportaciones doctrinarias de Comte, Spencer y Buckle, su adhesión a las conclusiones de Baur y Strauss, su solidaridad con los ensayistas que, después de 1870, dieron en Inglaterra la batalla contra la ortodoxia dogmática: Morley, Leslie Stephen, Holyoake, Lecky. La admiración que le producen los versos de Swinburne contrasta con la actitud que le inspiran las decisiones del Concilio Vaticano de 1870. Su bandera es, precisamente, la que sirve de título a su libro: la libertad de pensamiento.
El desarrollo de su breve ensayo está guiado por el propósito de señalar la lenta conquista del derecho a utilizar la razón contra los obstáculos opuestos por la intolerancia. En Grecia y Roma la razón aprende a ser libre y se opone con éxito a la presión que ejercen el Estado y la religión; pero en la Edad Media vuelve a estar aprisionada, esta vez con vigorosos lazos. Bury se detiene luego en el examen de las perspectivas que se abren al racionalismo con el Renacimiento y la Reforma, para explayarse luego en la descripción del progreso de la idea de tolerancia hasta desembocar en la idea de primado del racionalismo en el siglo XIX. Partiendo de la base de que ha sido el dogmatismo religioso el enemigo encarnizado de la razón, los triunfos obtenidos por él pensamiento libre en esa centuria alcanzan a sus ojos el carácter de un triunfo.
Bury escribe su libro en 1913. Constituye un curioso documento de época en cuanto revela el estado de ánimo predominante en Europa occidental antes de la guerra.
“La libertad de expresión se acepta en los países civilizados modernos como algo natural y parece una cosa perfectamente sencilla. Estamos tan acostumbrados a ella que la consideramos como un derecho natural”. Y agrega en otro pasaje: “Aunque la libertad de publicar nuestras opiniones sobre cualquier tema, sin consideración a la autoridad o a los prejuicios de nuestros vecinos, es ahora un principio reconocido…” Así opinaba un pensador inglés en 1913. Bury vivió hasta 1927 y acaso no sintió en Inglaterra que los tiempos cambiaban; pero no debió ocultarse a su penetrante mirada que las cosas cambiaban en otras partes. El capítulo que falta a su libro para actualizarlo no autorizaría a nadie a sentirse tan optimista como se sentía él en vísperas de la primera guerra mundial.
La libertad de pensamiento ha sufrido, en efecto, en la primera mitad del siglo muy rudos embates. Lo que parecía en sus comienzos una fortaleza conquistada definitivamente se transformó de pronto otra vez en un territorio duramente disputado. Pero los términos del problema se alteraron sustancialmente en este período, y quien continúe la indagación emprendida por Bury deberá tener sumo cuidado en precisar los caracteres de esa alteración.
Si quisiéramos describir sintéticamente el tema de este libro, podríamos decir que se trata de la lucha entre el pensamiento religioso dogmático y el pensamiento libre, racional y científico. Ese problema era el que preocupaba eminentemente a los espíritus del siglo XIX y muy particularmente a quienes participaban en alguna medida del pensamiento de Comte. Esta lucha fue ganada en lo fundamental, y el optimismo de Bury es justificado. Pero a pesar de esa victoria, muy pronto se advirtió que el pensamiento libre era violentamente hostilizado en otros sectores. No fue el dogmatismo religioso el que se opuso; fue otra autoridad la que se arrogó el derecho de legislar sobre el pensamiento, de cohibirlo, de impedir su expresión. Esa autoridad fue el Estado.
En los países democráticos que mantuvieron los principios del liberalismo, esa autoridad no se hizo notar, excepto en algún caso a que aludiremos más adelante. Pero allí donde el Estado adoptó los rasgos que definen al totalitarismo, la vieja intolerancia reapareció con los mismos caracteres que tuvo en épocas remotas, acentuados en algunos casos por las posibilidades que ciertas técnicas les prestaron. Esa intolerancia tiene muchos aspectos que es necesario considerar con atención, porque corresponden a ciertas peculiaridades específicas de la situación social y espiritual del mundo contemporáneo.
El Estado liberal se constituyó en el mundo moderno siguiendo la huella del pensamiento de Locke; pero es innegable que todo el sistema de normas que lo caracteriza está destinado a contener la vigorosa tendencia que acusa el Estado occidental a convertirse en el “Leviatán” de Hobbes. Asentado sobre cierta realidad social, cuyos componentes se ordenan de cierta manera, el Estado liberal pudo mantener su vigencia y la plenitud de sus principios mientras aquella realidad conservó su equilibrio. Pero una vez alterada la estabilidad de sus bases, el sistema de normas del Estado liberal perdió su plena eficacia. Según las circunstancias, se debilitó como estructura jurídica o, por el contrario, trató de fortalecerse, abandonando o limitando el alcance de algunos de sus principios. La sombra del “Leviatán” volvió a levantarse sobre el horizonte, y de pronto, en algún lugar de Europa, lo que parecía una sombra se convirtió en una realidad terrible y amenazante.
Rusia ofreció el primer espectáculo de esta mutación al producirse la revolución de 1917. La palabra “dictadura”, que en el mundo moderno había tenido siempre un sentido peyorativo, adquirió de pronto un valor positivo. La revolución instauró la “dictadura del proletariado”, de acuerdo con la doctrina revolucionaria que parecía ponerse en movimiento; y al socaire de ese principio, el Estado —que teóricamente debía marchar hacia su desaparición a medida que la revolución se consumara— adquirió un desarrollo monstruoso y un poderío aplastante. Todo quedó sometido a su jurisdicción: la vida económica ante todo, pero tras ella todas las formas de la vida —la vida privada inclusive—, y en seguida la vida intelectual. A los ojos de muchos, sólo bajo un régimen más o menos semejante de dirección estatal podrían resolverse los graves problemas que suscitó la posguerra, y al lado de la dictadura soviética parecieron pueriles e inoperantes todos los demás regímenes que coexistían con él en el mundo.
No es este lugar apropiado para describir la influencia que, en el campo de la teoría del Estado, tuvo la crisis política desencadenada por la primera guerra mundial y la revolución rusa, pero bastará citar el nombre de Carl Schmitt para que se advierta la significación del viraje operado en la política doctrinaria durante la posguerra. En el campo de la realidad, aparecieron durante esa época, en oposición de hecho con la doctrina del Estado soviético, otros tipos de Estado que coincidían con aquél, al menos, en su propia sobreestimación: el Estado fascista italiano, el Estado portugués, el Estado nacionalsocialista alemán y el Estado nacionalsindicalista español. Todos ellos —y algunos otros que intentaron imitarlos— se diferenciaban entre sí por diversos matices; pero desde el punto de vista que aquí nos interesa, se asemejaban en cuanto sostenían su identificación con cierto tipo de pensamiento, frente al cual toda heterodoxia se transformaba automáticamente en deslealtad o traición.
En este punto nos enfrentamos con la fisonomía peculiar que toma en este medio siglo el problema de la libertad de pensamiento. Quien se opone a ella no es ahora ni el dogma religioso ni la opinión pública consustanciada con él, sino el poder público mismo, identificado con cierto sistema de ideas, a cuyo servicio pone toda su fuerza. En principio, pues, el pensamiento que se ve hostigado por la fuerza del Estado es el pensamiento político o aquellas ideas que tienen alguna relación con la política práctica. No necesita ser demostrada la afirmación de que no es posible discurrir en Rusia acerca de las ventajas dellaissez faire, laissez passer, como no lo era en la Alemania nacionalsocialista sostener la superioridad de la raza judía o la inexistencia de razas puras en Europa. En cuanto el pensamiento tenía alguna relación con el sistema de los dogmas del Estado, su expresión era lícita sólo cuando coincidía totalmente con ese dogma.
Se relaciona con este principio el establecimiento de los llamados “partidos únicos”, como el comunista en la Unión Soviética, el fascista en Italia o el nacionalsocialista en Alemania. La expresión contiene una ” contradictio in adiecto. Los partidos políticos se habían constituido en el mundo moderno como resultado de la coexistencia legal y legítima de diversos grupos de opinión acerca de los problemas de la convivencia, tal como se daba en los regímenes liberales. Pero el Estado totalitario rechazó esa posibilidad, y el partido que había logrado conquistar el poder creía legítimo —dentro de su sistema de pensamiento— suprimir a todos los demás y asimilarse al Estado mismo. Desde entonces, todo otro grupo de opinión quedaba disuelto, y quien pretendiera manifestar una disidencia debía enfrentarse no con un grupo político sino con el Estado mismo.
La otra expresión de aquel principio fué la creación de los ministerios de propaganda o las organizaciones similares destinadas a modelar la opinión pública. Una mentira repetida muchas veces equivale a una verdad, solía decirse en la Alemania de Hitler. A diferencia de los Estados democráticos y liberales, que ofrecían información para que el ciudadano forjara sus propias opiniones, los Estados totalitarios descubrieron que podían difundir directamente las opiniones, acuñadas en fórmulas que satisfacían los requisitos psicológicos para ser aceptadas, y que podían difundirse ampliamente y llegar a todos los sectores. Al lado de la interdicción estatal de exponer ideas disidentes con respecto a los dogmas del Estado, el método de modelar la opinión pública permitía aprovechar y estimular la pereza intelectual. El método es diabólico. Aprovechando el conocimiento de ciertas técnicas psicológicas y las oportunidades que ofrecen la prensa y especialmente la radiotelefonía, se ataca la libertad de pensamiento no sólo mediante la constricción de los que quieren pensar sino también favoreciendo la tendencia del hombre-masa a no hacerlo.
De este modo se podía lograr indirectamente un resultado de incalculables consecuencias: oponer a la opinión disidente, además del aparato estatal, la muralla de la opinión de masas condicionada por la propaganda organizada, tal como se oponía en otro tiempo a los llamados librepensadores los grupos fanatizados.
La enérgica coacción que se realiza contra las ideas políticas constituye, pues, el episodio fundamental de la ofensiva contemporánea contra la libertad de pensamiento. Pero no es el único. El Estado totalitario percibe muy sutilmente —como la Inquisición en otro tiempo— las raíces de la heterodoxia que se hunden en otros campos del pensamiento. Ciertas actitudes intelectuales o determinadas formas de sensibilidad literaria despiertan sus sospechas, porque pueden esconder —y generalmente esconden— el germen de una idea que, generalizada o desenvuelta, alcanza en última instancia una proyección política. Entonces se proyecta también hacia ellas la interdicción, inexplicable aparentemente —injustificada políticamente en ocasiones porque el diagnóstico no siempre es justo— pero siempre apoyada en una raison d’état cuyos secretos resortes no pueden ser conocidos por quienes sufren sus efectos. Así aparecen las censuras que vetan tal o cual libro, tal o cual corriente de pensamiento, siempre sin dar explicaciones, sin permitir que se ventile libremente el problema teórico que se esconde en la oposición contra el dogma estatal. Y así se termina en la quema de libros, porque las ideas parecen arder más que el papel en que se estampan.
Esta política de los Estados totalitarios contra la libertad de pensamiento ha infectado el mundo contemporáneo. El miedo a las ideas ha cobrado insospechado vuelo, y hasta las palabras deben medirse. En ocasiones ese miedo ha ganado inclusive a algunos Estados democráticos. “Sólo le tengo miedo al miedo”, dijo Roosevelt en una ocasión memorable. Y el miedo ha producido en su país una ola de resistencia al pensamiento libre que hoy se identifica como “macarthismo”. No es el único, ejemplo de deserción de los principios de la libertad de pensamiento en los países democráticos y liberales. A veces en ocasiones señaladas, a veces permanentemente y en relación con ciertos niveles del pensamiento, el Estado democrático se cree autorizado para ejercer una suerte de autoridad sobre las ideas, sobre su circulación y difusión. Parecería como si los seculares argumentos contra la intolerancia se hubieran olvidado, como si los temores afectaran la médula del cuerpo social, no su cerebro.
Sería ocioso señalar los esfuerzos que ha hecho el pensamiento libre en este siglo contra el principio de autoridad. Como la autoridad ejercida sobre el pensamiento libre proviene de la misma autoridad política, la batalla a favor de la libertad de pensamiento se confunde con la batalla a favor de la libertad, de la libertad sin especificaciones. Piénsese en los militantes de la lucha contra Mussolini e Hitler, en los movimientos democráticos contra el absolutismo soviético, en la sostenida resistencia del pensamiento español libre, y se tendrá en ellos la figura de los nuevos defensores de la libertad de pensamiento. ¿Quién considera ya necesario abundar sobre el derecho mismo de pensar libremente, de expresar libremente las ideas? El principio está demostrado y sólo queda levantar la acusación contra los que lo desvirtúan, las más de las veces subrepticiamente, disimulando el turbio espanto que desata en los espíritus dogmáticos la audacia del pensamiento incoercible. Acaso Bury no escribiría hoy aquellas frases con que expresaba en 1913 su optimismo por las conquistas logradas por el pensamiento libre. Pero tampoco es lícito dejarse ganar por el pesimismo, porque el principio —como todos los principios que se apoyan en la libertad— no ha podido ser herido por las armas del Estado totalitario. Se lo viola, pero no se lo ha podido arrancar de las conciencias. Hay, sí, conciencias en las que aún no ha arraigado, acaso aturdidas por la reiteración de las consignas antidemocráticas. Pero arraigará algún día, cuando a la urgencia de las reivindicaciones económicas, suceda la urgencia de las reivindicaciones éticas y políticas del hombre. La lucha por la libertad de pensamiento debe proseguir y será a veces cruel; pero ha de ganarse con sólo luchar por ella con firmeza, como luchan inevitablemente, contra toda esperanza, aquellos en quienes late una conciencia libre.