Presentación
Luis Alberto Romero
José Luis Romero integró en 1929 el grupo fundador del Cine Club Argentino, que desarrolló sus actividades hasta 1931. Clara Kriger ha sintetizado la información, fragmentaria, sobre la actividad de José Luis Romero en la organización de los ciclos de cine, la presentación de los filmes y las conferencias.
Los tres textos provienen de versiones mecanografiadas, con muchas correcciones, tal como puede verse en los PDF de los originales. El primero, “Anotaciones ante la pantalla” corresponde probablemente a una versión preliminar de la conferencia de presentación de un ciclo de cine, desarrollado inicialmente en “Los Amigos del Arte” entre en 21 de agosto y el 27 de noviembre de 1929. La presentación se repitió el 16 de setiembre de 1929 en La Plata, y algunas de las ideas fueron glosadas en el periódico El Argentino, de La Plata, el 17 de setiembre de 1929.
Actitud ante el cine ruso es una conferencia correspondiente al tramo sobre cine ruso del ciclo antes mencionado, y Dos films rusos es la presentación de dos de los filmes programados.
En setiembre de 1930 José Luis Romero publicó en la revista Clave de Sol, que codirigía con Horacio Coppola y Jorge Romero Brest -ambos miembros activos del Cine Club- el artículo “Tres artes inquietas”, donde formula, en clave de historiador, las ideas referidas al cine, el teatro y la novela, y a las distintas concepciones acerca de la temporalidad. Ese artículo cierra esta aproximación inicial del Romero al cine, un tema que trató posteriormente en relación con la cultura de masas.
Índice
Anotaciones a la pantalla. c. 1929
Actitud ante el cine ruso. c. 1930
Anotaciones a la pantalla. c. 1929
El artista, como el filósofo o el hombre de ciencia, es por sobre todo un insatisfecho; hay en su vida una fisonomía de buscador de cosas inhallables, cuya más profunda y bella virtud es esa de saber que son inhallables y no renunciar por eso a la búsqueda. El pensador se agita alrededor de problemas que él sabe insolubles, pero cuyo planteo es seguro y preciso, o puede serlo, al menos. El artista en cambio, el legítimo artista, encuentra soluciones que lo son para problemas cuyo enunciado ignora y lo que es más fundamental, para problemas que no le interesa conocer. Así el pintor que realiza pictóricamente, aporta una solución a ese vago e ignoto problema de lo pictórico, pero sin que en su arte importe en modo alguno qué sea específicamente lo pictórico. Hay una especie de marcha a ciegas en el destino artístico de cada uno y solo quien se aleje de ese propio destino llegará a preguntarse qué sea la belleza plástica o pictórica. La cosa inhallable es para ellos, además, una cosa ignorada. Está sin embargo implícita en la historia de todas las artes, porque sólo el elemento puro, inalcanzablemente puro, se presenta como problemático, y sólo él le presta su eterna inquietud al artista. La problemática de las artes, podría decirse, es la persecución de su elemento puro.
En la hora artística actual, el cubismo es una heroica reivindicación de la pureza plástica. Tres renuncias: a la perspectiva, al color como color natural y al movimiento, suponen en el cubismo –en Picasso valdría mejor decir– la voluntad de hacer exclusivamente pintura. Lo puro pictórico, lo que por ser nada más que pictórico sea esencial, íntimamente pictórico, eso es lo que quiere llevase a la tela. El cubismo, diríase, es la crisis novecentista del problema pictórico.
Hay entonces en cada arte, previo a cada realización, como un a priori artístico, un problema de pureza, de exclusividad. Este problema, por ser último y definitivo, no tiene caracteres de apremio; sólo es legítimo y oportuno enfocarlo cuando se ofrece plenamente, sin restricciones, con una absorción de todas las posibilidades, esto es, cuando todo el arte se dirige vital, íntimamente hacia él, con una definitiva preocupación de logro último. Hasta hace muy poco, todas las artes se sentían definitiva y exclusivamente preocupadas por ese fin último: en todas ellas el problema de la dialéctica, del lenguaje, de la expresión diferenciada, había dejado de ser un problema artístico. Era solamente un problema de expresión personal.
En este terreno, la situación del cine es por el contrario muy difícil y muy compleja. Un medio mecánico –un ojo prehistórico, decía Gómez de la Serna, esto es, un ojo sin experiencia alguna– constituye el medio de expresión; parecería como si la sola mecánica bastara a determinar la pureza expresiva del cine. Nada más errado sin embargo. La cámara representa un papel elemental, algo como el molde de bronce que obtiene el fundidor. Pero este molde, como la película, ha exigido una elaboración previa, en la que radica la obra de arte. Hay que haber modelado antes el yeso, hay que haber estructurado antes ese mundo, más complejo que ningún otro que es el mundo enfocado por el cameraman, cuya esencia será la esencia misma del film. Lo otro, la filmación, eso sí es una función mecánica, subalterna, es vaciar el molde, verter en la materia definitiva ese mundo artísticamente concebido. Hay una subversión de valores en estimar en el cinema la filmación propiamente dicha, las tomas, los juegos de cámara, pensando que en ellos radica lo esencial del cine. Nada más inexacto. La técnica del cameraman es una técnica subalterna, que sólo interesa para la concepción artística por lo que pueda tener de personal y a la vez de fiel. La legítima técnica del cinema, la técnica que aún hoy se elabora y cuyo dominio implicará el dominio de la lengua cinematográfica, es la técnica de composición del mundo objetivo, de ese mundo que tenemos que articular, que proveer de sentido, de ese mundo cuyo correr nos pertenece y en el que podemos, a nuestro gusto, modular el tiempo, la intensidad, el devenir.
Hay aun que encontrar esa dialéctica del cine, esa dialéctica que por ser exclusivamente del cine, lo sea con toda pureza, con toda intensidad, con una última y definitiva comprensión. Este problema inmediato y gigante -quizá sólo gigante por inmediato– de la pura dialéctica, no puede empero aislarse de esa otra preocupación que abona para el cine la categoría artística. La verdad cinematográfica, el mensaje del cine, el contenido en fin del cinema, es un más alto problema en cuya complejidad y en cuyo futuro no hay para qué insistir; se encuentra la esencia misma del cine como arte, y comenzó a realizarse con la primera cámara. Allí se encuentra, latente y lejano, el problema del elemento puro, cuya inalcanzabilidad presta al cine una ingenuidad renovada y joven. Su persecución llena la más alta vida del cinema y en esa dramaticidad de la persecución se afirma su evolución artística.
Prematuramente quizá, este problema del cine ha sido ya intuido. Yo creo que es su magnitud y su premura lo que ha desviado a los cineastas. Nacidos en plena madurez espiritual, quisieron realizar todo su espíritu con este nuevo instrumento de la expresión, sin recordar que estaban en él todos los parti pris de la cultura más refinada y más sutil. Todo ese espíritu quería realizarse con normas viejas, con normas impuestas, aprovechando solamente las ventajas prácticas de la cámara, esas ventajas elementales de la ubicuidad o del ralentí. Había sin embargo un problema inmediato que resolver, y los cineastas más avisados lo entendieron así; era el de la legítima expresión del cinema o al menos de la posible expresión del cinema. Una vez más el problema dialéctico agitaba las artes, y la lengua del cine se había insinuado subrepticiamente y por azar. Había una imposición formal de emprender su depuración, de fijar el cómo del cinema. La dialéctica cinematográfica, problema primero del cine, se nos presenta aquí indisolublemente unida a esta época de su evolución.
En rigor, sólo ahora puede decirse que constituye una preocupación; más adelante, quizá parezca un exceso teórico o escolástico. Pero es que en realidad este problema, perteneciéndonos en absoluto, nos impone el deber de pensar en él, y aun cuando cabe esperar un futuro exento de tal preocupación, fuera ceguera, en el presente, no contemplarla en toda su complejidad. Esta complejidad, que es grande, determina caracteres nuevos en esta preocupación formal. La evolución de la dialéctica cinematográfica, sigue aquí un inverso camino. El problema no se ha planteado, como en otras artes, como la imposición o la exigencia de una lengua, en cuya evolución, el sólo actuar, el sólo expresar, bastaría para su progresiva constitución. Aquí, más que la urgencia de una lengua – ya que sin duda tiene el cine ya una lengua – se impone la necesidad, a corto plazo, de una lengua pura y dúctil, al mismo tiempo que diferenciada, capaz de expresar este nuevo contenido anímico, integral y distinto del cine. Podría decirse entonces, que no hay precisamente un problema de elaboración, como lo fuera el problema musical por mucho tiempo, un problema de creación de modalidades expresivas que respondiera a contenidos artísticos cuya formación era más menos paralela a la expresión misma; más bien debe afirmarse que un contenido pleno de vitalidad y de riqueza íntima, constituido, orgánico, está buscando en el cinema un medio de expresión que se le ha dado contaminado por influencias múltiples, por concepciones adultas y cumplidas en un sentido dado, por procesos de ya definida calidad. Y este problema no es de elaboración; es a la inversa un proceso de selección, de depuración, un proceso de valor.
En la dialéctica actual del cine, en efecto, puede el observador agudo percibir las más heterogéneas influencias. Pero hay sin duda en la preferencia por unas o por otras un índice claro para la afirmación de modalidades definidas. En tal sentido, cine europeo y cine americano, son dos conceptos con valor individual y distinto.
En la dialéctica actual del cine, en efecto, puede el observador avisado percibir las más mezcladas influencias. Pero hay sin duda en la preferencia por unas u otras un índice claro para la afirmación de modalidades definidas. En tal sentido, cine europeo y cine americano, son dos conceptos de distinta calidad. El cine europeo, más denso, más cuidado en sus imágenes, percibió más claramente y con una mayor rapidez, un futuro imperativo del cinema, el imperativo formal. A este primer interrogante, planteado quizá demasiado pronto, en ese periodo en que en las artes sólo vale la experiencia personal y nunca la experiencia transmitida, el cine europeo contestó prontamente, intentando una solución. Desde ese instante, la producción europea busco en todas las afirmaciones del arte occidental aportes para la incipiente expresión diferenciada del cine. La plastica ofreció a los cineastas del viejo mundo una solución accesible y la plástico –no se diga que sin elaboración–constituyó la principal raíz de la expresión cinematográfica europea. Pero no hay que insistir demasiado en el error europeo. El film europeo, sin despreocuparse de todos los otros aspectos, se impuso la limitación de definir su lengua, tratando de encontrar una forma rigurosa y legítima. Este esfuerzo depurador, no es entonces en Europa un producto de azar, determinado por la capacidad o por la especial sensibilidad de un Griffith o de un Lubitsch, sino que es el resultado de una voluntad sistemática de forma, traducida en intentos varios, sobre cuya calidad no es justo opinar a esta altura de la vida del cine.
Griffith o Lubitsch no definen ni singularizan al film americano, aun cuando sus films lo sean en un todo. El cine americano ha tenido una muy distinta intención, y la expresión formal – deliciosa y poética en Y el mundo marcha [The Crowd] o Soledad – es una modulación personal, es casi una estilización impuesta por el espíritu ágil y joven de la flapper americana o de la intensa, cambiante vida yankee, sin duda la más cinematográfica de todas las vidas. La vida yankee, un fenómeno nuevo, un matiz tan sugestivo dentro de esta moderna reacción vital, ha sido para el americano el tema constante, la incitación permanente para la creación cinematográfica.
En ella ha encontrado el cineasta el despertar de un nuevo matiz dentro de esa gama innumerable de matices que la vida ofrece a las artes. Un matiz ágil, lírico, que es a la vez profundo y dramático. Esa realidad americana sobre la cual construyó el cine americano sus más bellas producciones – Soledad, Y el mundo marcha– ha impuesto al estilo del cine americano un signo especial; en él es necesario advertir una sobreestimación de lo dinámico, de lo que transcurre en el tiempo, del suceder, en una palabra. Esta sobreestimación, (sobre la que volveré más adelante), implica en el cine americano una disminución del preocuparse por la dialéctica cinematográfica. El cine americano procede – he aquí la paradoja – sin apresuramiento, pensando que la lengua propia del cine ha de formarse por propia gravitación, por mecánica expulsión de los falsos factores.
Este distingo no es una matización sutil; es una clara separación de los caminos que quizá con un poco de apresuramiento, sería bueno determinar ya.
Maurois hacía notar ya, que desde las catedrales góticas, el cine era el primer caso de un arte que fuera popular. Esta observación del escritor francés se me antoja ligera y superficial. Es necesario reparar que ante todo, previamente a toda especialización o tendencia, el cine constituye un medio de expresión de extraordinaria capacidad. Con él pueden cumplirse innumerables fines, de los que no serían los menos importantes el didáctico o el científico. Parejamente, el cine, que no responde a esas preocupaciones, tiene en su trayectoria tonos diversos: no hay entonces que perseguir la categoría artística como elemento consustancial a todo film: sería como perseguirla en todo papel impreso, por el hecho de haber allí palabras. En esta diversidad tonal del cine me parece que estriba la radical diferencia del cine europeo con el americano, como así también entre muchos films de semejante origen. En el film europeo, aquella obsesión, diríase, de la forma pura, responde a una imposición estética, considerada como directora de toda producción. En América, en cambio, la preocupación artística, la pura estética no constituye en forma alguna el canon a seguir. El film americano tiene un destino cercano, que puede ser cualquiera de los caracteres tipológicos que la vida americana ha diseñado con precisión: el Babbit según la caracterización de Sinclair Lewis, la flapper, el financista de Wall Street, en fin. Para todos ellos, el film es la escapatoria sentimental, espiritual, no práctica de su vida. Hay entonces una distinta dirección en ambos cinemas, que no debe perderse de vista en la valoración cinematográfica. En el cine europeo, la categoría artística, obrando activamente sobre su desarrollo ha impuesto un ritmo lento, trabajoso, minúsculo, para dar tiempo a la consolidación de la forma artística, proceso este lento y difícil. El americano, en cambio, lleno de una savia nueva y rica, se acerca a nosotros a decirnos una íntima verdad. Hay en su mensaje una riqueza bárbara, aportando toda la juventud de su empuje vital.
De este cine sí pudo decir Maurois que es esencialmente un arte popular. Lleva en su contextura todas las posibilidades artísticas, y no puede dudarse de que lo sea. Pero a este destino ha de llegar, a bien seguro, por un camino que no perturbe su presente, que lo deje cumplir la misión, inmediata y profunda. Esa misión inmediata y profunda que los europeos con muchos siglos de cultura a la espalda no tienen que entregar al cinema. El cine yankee, espontaneo, fresco y joven ha heredado el democrático destino del folletín.
Quizá a primera vista parezca esta influencia literaria, sufrida por el cine de América, tan censurable como lo era para nosotros la influencia plástica en el cine de Europa. Son, sin embargo, radicalmente distintas. El cine tiene entre sus notas típicas, un dinamismo medular que es necesario precisar; porque nada tiene que ver con el correr de las imágenes. En el espectador de un film, como en el lector de una novela, existe una conciencia del transcurrir en el tiempo, de manera tal que los objetos que se contemplan llevan en sí mismos una calidad temporal, semejante a ese secreto fluir de años que tienen los viejos monumentos y los árboles centenarios. Parejamente, las imágenes de la pantalla, aún aquellas que circunstancialmente tengan una absoluta quietud, aquellas en que el cine no agrega nada a la fotografía, porque no hay movimiento espacial alguno, están para el espectador y por su sola vertebración en la película, animadas por un acontecer, por la gravitación de un pasado y de un futuro.
Este dinamismo, que yo llamaba medular porque es uno sólo con la esencia misma del film, reclama para el cine de una más estrecha alianza con la literatura que con la plástica. La literatura le ha prestado hasta hoy gran parte de su contenido y a expensas suyas ha construido el cine las más densas de sus producciones. Y no puede decirse, que sea el elemento literario quien haya trabado el libre desarrollo del cine, obstaculizando su marcha hacia una depuración de su dialéctica; la literatura, es necesario distinguir, sólo ha tomado contacto con el cine –un contacto legítimo– en esa faceta común del devenir. La forma cinematográfica, la expresión pura es un fenómeno paralelo pero independiente y su logro nada tiene que ver con estas relaciones de estricta esencialidad. En esta faceta común, tiempo, devenir, suceder, el cine tiene un sentido nuevo, pero riguroso; tergiversarlo, o apenas confundirlos, es trascender de la esfera del cine; entonces sí puede decirse que el cine haya tomado con las otras artes que también transcurren el tiempo, contactos legítimos. Todas ellas, reaccionan ante esa categoría de manera diversa, adaptando a su especial sentido del tiempo toda su acción, haciendo surgir de él toda su dramaticidad. El ritmo del cinema, en nada semejante al de la novela o el teatro, es la más importante y más radical conquista del cine. En este sentido sí puede hablarse de una influencia del cine sobre el arte contemporáneo, entendiendo la imposición de un tiempo distinto al teatro y a la novela de hoy.
Qué sea este tiempo sui generis del cine, es cosa sobre la que es difícil teorizar. El cine tenía a su disposición recursos ilimitados para superar esas limitaciones que, en el teatro por ejemplo, encuadran la expresión teatral; en última instancia, el teatro está condicionado por una escena de duración limitada, a la que hay que referir todo pasado que importe a la acción. Este pasado nos llega en forma espuria, estilizado podría decirse, para conformarlo a la realidad presente, que como posterior que es, debe traer ya implícita aquellas notas que importen ahora a la acción. De tal manera, este presente que contemplamos en el escenario tiene para el espectador dos dimensiones distintas: una, presente, en la cual se atribuye a cada acción su duración real; y paralelamente, una serie de supuestos que un artificio técnico trae al espectador, y que sólo tienen para este un valor de referencias literarias. Hay así dos tiempos: uno real y otro proyectado, que es necesario reducir en el espíritu a un tiempo común y patrón. Vale decir que desde el punto de vista del teatro puro, del sólo teatro, la acción no se nos da en el tiempo, sino condicionada por el tiempo, por un tiempo convencional, que al dar al hecho presente su legítima duración, deforma todos los hechos no presentes, proyectándolos en un sistema de tiempo estilizado y literario.
La novela, en cambio, posee una especie de omnipresencia, que le permite, en tiempo y lugar, adjudicar una misma dimensión a todos los sucesos, aquellos que interesan actualmente a la acción y aquellas que sólo guardan con ella una remota relación. De tal manera, hay en la novela un ritmo uniforme, que encuadra en un mismo sistema de tiempo y en una misma categoría dramática toda la acción, sin recurrir a artificios, y con sólo cumplir la modalidad literaria que le es peculiar-.
El cine comparte las dos posiciones, y ha sabido, a pesar de eso, no conformarse con soluciones híbridas o de transición; llevando el mundo de la imagen al tiempo, proyectando los objetos reales con su legítima duración, ha conseguido crear para ellos un tiempo propio, un ritmo de vida peculiar, un suceder sin limitaciones en su expresión dramática.
Este tiempo no importa nunca si es o no arbitrario; se ha desprendido de toda obsesión horaria, y no tiene más control que el que resulta del momento emocional. Podrá [ocurrir] a veces que una acción se realice en su ritmo real, marcando su justo compás: pero no es eso lo que importa ni cabe preocupación ninguna en tal sentido. Lo que sí importa, lo que gradúa y mide la duración de cada sucesión orgánica de imágenes, es la calificación que quiere atribuirse a cada imagen, calificación que cambia con extraordinaria sensibilidad toda fluctuación de la velocidad. Una escena cualquiera, de cualquier película, se transformaría esencialmente acelerando su acción o retrasándola. Es que en realidad, el tiempo cinematográfico no se mide con el reloj, que es un instrumento desprovisto de imaginación. La medida precisamente tiene su origen en un análisis psicológico de nuestra reacción, de esa reacción que es generalmente un fenómeno ajeno al film, lleno de resonancias en nuestra experiencia personal. Todos hemos opinado alguna vez sobre los minutos que parecen siglos. Yo creo que esta frase – tan intrascendente en la conversación de todos los días- definiría, sólo en un campo de lo elemental graficidad el tiempo del cinema. El tiempo del cinema sería esa cualidad de más duración o de más brevedad que la importancia de cada cosa nos sugiere. Es entonces un tiempo subjetivo, que nada tiene que hacer con normas prefijadas, ni con cuadrantes minuciosos. Más bien es nuestro tiempo; ese tiempo con que medimos nuestra vida de la que hemos dicho indistintamente y con una absoluta y constante sinceridad, que es breve y que es larga.
Yo sólo quisiera poner algún ejemplo: La vida en el acorazado Potemkin, representaba para Serguéi Eisenstein dos calidades distintas de situaciones: por una parte aquellas accionadas por una ansiedad singular, dentro de cuya amplitud cabían matices exquisitos: la escena del fusilamiento en masa, los preparativos para el ataque, el pedido de solidaridad a los hermanos de otras naves. Por otra, las escenas en donde el agotamiento físico o al abatimiento ha impuesto una lentitud que podríamos llamar fisiológica. A Eisenstein le interesa ese paroxismo de vitalidad y rebeldía sobre el que ha concebido el poema extraordinario que se llama “Potemkin”. Su tema constante es, pues, crear imágenes tales que más que una acción signifique un estado. Y bien, Eisenstein crea esas imágenes más sobre la base de nuestra emoción que sobre las imágenes mismas, calificando esas acciones que no son por lo general fundamentales, sino simbólicas, con esa nota temporal con [que] está recargada nuestra propia emoción. Hay así en Potemkin crescendos emocionales logrados con una gran pureza, en los que el ritmo cinematográfico incorpora un elemento poético indiscutible.
Casos muy distintos pero igualmente ilustrativos, serían los de esas otras dos películas a las que he hecho alusión aquí varias veces porque las estimo singularmente significativas. Y el mundo marcha y Soledad.
Estas dos películas americanas transcurren en dos periodos que tienen diametralmente opuesta duración humana: una vida y un día. La primera, de King Vidor, desarrolla la existencia toda de un pobre hombre, lleno de sinceridad y sin sentido práctico alguno. La segunda de Paul Fejos, es por el contrario medio día, un medio día de fiesta de uno cualquiera de los muchachos trabajadores de Estados Unidos. Hay sin embargo en ambas una igual selección de momentos, para conseguir una unidad con valor propio. Yo creo que ambos lo consiguen. Soledad por una parte presenta en esencia todo el monótono vivir, cotidianamente repetido, de este muchacho sin preocupaciones trascendentales. Esta esencia se aparece en la sucesión de las cosas de todos los días, minuciosamente realizadas, con una aguda sensación de minutos, esos minutos que se escapan por las mañanas cuando uno se ha levantado tarde. Esos minutos que aun sintiéndoselos gravitar, dejan entrever su absoluta intrascendencia futura. De pronto, este muchacho, aburrido por esta tarde ociosa del sábado, encuentra en una kermesse a una muchacha, de una idéntica fisonomía espiritual, esto es, igualmente aburrida. Desde el momento en que se encuentran –valdría mejor decir, para interpretar la hondura psicológica de Paul Fejos, desde el momento en que se descubren- la vida de estos dos muchachos ha cobrado un sentido nuevo, capaz de torcer toda su trayectoria futura. Y desde este momento también, los momentos que Paul Fejos descubre vienen cargados de una distinta calidad temporal. Estos minutos no tienen ya la vacía fugacidad de los que faltaban para la hora de entrada en el taller; tienen la hondura de los que bastan para torcer o enderezar una vida, esos minutos locos, de los cuales no supimos nunca decir si no eran nada más que minutos. Soledad, película americana, es una fantasía poética y angustiosa sobre estas dos clases de minutos.
Quizá estos dos ejemplos basten para ilustrar este sentido nuevo del tiempo que ha introducido el cine, y que tan ampliamente ha obrado sobre la literatura y el teatro contemporáneo; no habría sino recordar [ilegible] para sentir toda la generosidad de esta influencia. Quizá tan grande que más que un sentido cinematográfico del tiempo, valdría la pena pensar ya en un sentido moderno, nuestro, del tiempo.
Actitud ante el cine ruso. c. 1930
Cine ruso es, para el espectador desacostumbrado, una creación revolucionaria que ha trascendido – acaso la única desde el nuevo ambiente logrado hasta las viejas sociedades burguesa, serias y secretamente temblorosas. Es, en fin, un fruto exótico.
Para defenderse de un ataque que nadie llevaba, Europa le negó sus pantallas. América, más generosa, le dejó lucir su vivo ritmo joven, y hemos sido todos espectadores de este nuevo arte, difícil y fácil a un tiempo. Del contagioso veneno de la revolución social, no nos llegó – digámoslo– sino la evocación artística; nadie salió del cinematógrafo revolucionario vibrante y todos seguimos viviendo –bien a nuestro pesar – el inevitable presente. Pero el espectador desacostumbrado – aquel incapaz de ver sin saber y opinar de antemano– siguió con honda seriedad llamándole film revolucionario, film de propaganda, film construido para una disolvente y siniestra acción social.
Corresponde a quien quiera lealmente ver cine, lograr frente a este film una actitud pura: es grave acusación para una obra artística, suponerla o pensarla nacida de un hacer y no de un sentir o creer. Y decir de una obra artística moderna –que es decir insegura acerca de su definitivo derrotero– que es sólo eventual y pasajero medio de acción, es acusarla radicalmente de no ser. Se acusa al film de ser obra de propagación ideológica; se le acusa de no ser por sí mismo un valor, y no ser sino instrumento de una causa mejor; se lo acusa en fin, de ser útil y no fin. Pero esto no debe ni alarmar demasiado, ni ser tomado con excesiva seriedad. De muchas cosas valiosas en sí mismas, que no tienen que referir su mérito a instancia alguna, se ha dicho muchas veces esa injusticia: que servían para la educación del hombre, que contribuían a formar la conciencia humana, que ajustaban las relaciones entre los hombres. Se dijo de la historia, de la filosofía; hasta se dice aún alguna vez de la cultura en general, pensándola como institución accidental, sin categoría, como agradable adorno de un cuerpo normal y un alma convenientemente inhumana. Después de dar por no existentes afirmaciones de tal calidad, podemos libremente ocuparnos del agobiado cine ruso, y tratar de determinar cuál es la actitud pura que ante este nuevo hecho, esta nueva realidad, corresponde adoptar.
Muy poco se ha construido en arte sobre fenómenos sociales. La sensibilidad del espectador tradicional esta apenas hecha para atisbar el fondo de cada hombre –de cada hombre de carne y hueso, diría Unamuno– problemas morales, crisis del espíritu individual. Y estos problemas no pueden, claro es, suscitar resonancias sino de conciencias, resonancias que sólo se perciben en lo más hondo de cada cual, sin otra posibilidad de propagación que la comunicación expresa y buscada de los individuos.
Pero cuando se crea sobre el hecho social, cuando es lo social la substancia de la obra artística, además de la resonancia inmediata que se logra en cada conciencia, se provoca un categórico llamamiento al sentir que es en cada uno sentir colectivo. Nos vemos objeto de arte, utilizados en la creación, pero no en cuanto somos como conciencia, sino en cuanto formamos parte de un grupo social, en cuando coexistimos y estamos en relación con otros hombres.
Poco se ha construido, decíamos, en arte sobre el hecho social y no estamos ciertos de haber llegado a poseer íntimamente ese sentido. Del cine ruso, sin embargo, podemos y debemos afirmar que está paladinamente en tal plano, destinado en consecuencia a provocar la doble resonancia y a volvernos al plano real de la vida social, del que solemos desertar, un poco irresponsablemente. Antes de afirmar la finalidad expresa de propaganda o acción social, conviene volver al punto de partida y pensar si no es el hecho social la base y la sustancia del film ruso; siendo así no es sino justa y coherente la duplicidad de proyecciones –de conciencia y sociales– y lo que se creía finalidad perseguida resulta secuencia natural de la sustancia artística.
De querer buscar puntos de referencia, no creo que se hallara ninguno como el que nos da la enervante novela de Rivera, La Vorágine. Toda la creación artística –una creación evidente y magnífica – se ha realizado sobre un problema social, agudo e insistente, quedando relegado a un plano intrascendente todo problema de conciencia. Si la resonancia que provoca una novela como La Vorágine es harto distinta de la que provoca Hamlet o Werther, no debe buscarse la razón en otra cosa que la substancia misma de la obra. Nada más absurdo que culpar al novelista de agitador social porque la novela suscite agudos y graves problemas sociales. Si suscita reacciones en nosotros, sólo es debido al vigor de la creación, de la exaltación que de lo social se hace en la novela. Nos hemos acostumbrado a llamar revolucionaria a toda literatura que trabaje sobre lo social y pasamos sin volver la cabeza sobre las crisis que pueda provocar la lectura de Hamlet o Werther: pero eso es por aquella atávica despreocupación animal del padre aquel a quien Sócrates reprochaba que, preocupándose por quien fuera el médico que cuidara la salud corporal de su hijo, no miraba quien cuidara la salud de su alma. Ni esta ni aquella literatura tiene por qué ser revolucionaria. Se limita la primera a exaltar un hecho social, pero en el mismo plano que la otra ponía de manifiesto un fenómeno de conciencia individual. Si tal literatura resulta de tono revolucionario, es porque nuestra sociedad es tal, que la sola disección de su anatomía suscita aspiraciones impostergables de una nueva justicia. La acción social, la propaganda, sería sólo la resultante natural de esa exaltación, de ese desnudar el fenómeno social para dejarlo con los legítimos tonos de luz y sombra que tiene.
Este y no otro es el caso del film soviético. La propaganda, la subalterna acción proselitista del film ruso sería una posibilidad remota o al menos mediata: hay, sí, una exaltación –violenta y exacerbada– del hecho social. La acción social, la propaganda, esto es el llevar al espectador a una más segura conciencia del problema social –no de la solución bolchevique– eso es un producto del impulso creador, como aquel que hace encontrar a un espíritu torturado la raíz de su tortura en unas palabras de Shakespeare o de Goethe.
Hablamos sin duda de film ruso con un poco de arrojo, sólo a través de lo que conocemos en Buenos Aires, y a juzgar por el espíritu de esa producción conocida. Digamos El acorazado Potemkin, o La madre, o Iván el terrible.
Para el cineasta ruso, de cada conciencia solo vale lo que hay en ella de social: una crisis como la de 1917 me parece que basta para justificar tal sentimiento. De aquí que todo film ruso haya hecho reposar su trama sobre una cuestión social, que puede ser actual o ideológicamente contemporánea, o pasada y sólo de evocación de ese sentir social, del que solo ahora se tiene plena conciencia. De lo primero sería ejemplo El fin de San Petersburgo (Poudovkine) y de lo segundo Iván el Terrible (Taric) o Potemkin (Eisenstein). Pero el artista ruso tiene una creación que hacer alrededor del tema social. Potemkin es [no solo] una descripción histórica sino una alta y legítima creación artística. Hay un mundo de expresiones creadas en el film, de una pureza cinematográfica tan grande que se ha independizado del relato primero. En Potemkin, la sublevación no está cumplida por marineros hambrientos y castigados, sino por unos ojos amenazadores y una piel curtida, por un cañón prometedor y un silbato de alarma. La paz no es un acuerdo expreso sino una comunicación espiritual, íntima y sutil, que a pesar de serlo, Eisenstein ha cinematografiado evidente, como implícita en la sombra de la nave que desfila. Todo esto es otro mundo que no el de unos marineros que se rebelan. Yo no acierto a pensar en el hecho mismo, sino en una exaltación épica de un sentido social apuntando en unas almas desnudas y agitadas. Nada más épico que el cine ruso. Cada fisonomía que se nos aparece en un primer plano claro y preciso, se nos da animada de toda una conciencia social que despierta, de toda una extraordinaria fraternidad humana. Aquí el problema de conciencia es sólo ese: dejar el paso libre a este nuevo sentido que llega, joven y vacilante. Como creación artística – violenta y genial – Potemkin parece la más alta y poderosa exaltación de una capacidad humana; pero de una capacidad radical, entresacada de un recóndito y desconocido rincón del alma humana. Todo el sentido de lo épico que tiene el cine ruso está dado por la hiperbolización del nuevo instinto social de que hoy se siente el hombre animado.
Esta es la honda verdad que lleva escondida el cine soviético. Hay una fe divina en la capacidad humana de amar, de llegar a una espontánea y vibrante solidaridad. Hasta podría ensayarse el decir que hay una evangélica confianza en el alma humana, en el fondo del cine ruso.
No veo cómo poder evitar – ni creo que importe – lo contagioso del entusiasmo y de la fe. A nosotros, occidentales del siglo XX, no se nos había aparecido nunca el hecho social tan evidente y tan nuestro como ahora, en el cine soviético. Desde Platón y los Evangelios hasta nosotros, muchas veces se había intentado sacudir al hombre del marasmo social en que vivía. He aquí una vez más, nuestra vez.
Casi todo el cine que se ha hecho, yanqui o europeo, cuando lo ha sido con seriedad, se ha querido basar sobre la experiencia psicológica. Es el caso de Carlitos [Chaplin]. Yo creo que la obra de Carlitos es de tipo parejo a la de los grandes clásicos del espíritu, Shakespeare o Goethe. En ella, todo está referido a la íntima y radical complejidad del alma humana que se busca a sí misma. Tal como estaba referido en Hamlet o Werther.
En cambio, en el film ruso, por sobre todo lo que haya de polémica artística, hay un hecho radical innegable: el hecho social, no usado doctrinariamente – excepto en La línea general – sino exaltado puramente, hasta a veces con absoluta prescindencia de la tendencia soviética. Hay en la generosidad de la exaltación una aptitud para la comunicación espiritual; pero es hija legítima de un impulso creador, no buscado efecto sectario. Tal como hay una pauta en todo lector de Shakespeare o de Goethe para la búsqueda de su propia alma.
Pero si hubiera alguna duda sobre la legitimidad del artista ruso en cuanto a la voluntad artística, sólo bastaría para disiparla pensar en qué films tienen una concepción cinematográfica –errada o no– tan consecuente consigo misma como lo es el cine ruso con la suya. No hay infidelidad alguna a su concepción y todo ha sido hecho entrar en tal marco creador.
Después de esto, poco importa que por la bravura y el fervor, el film ruso tenga una especial aptitud para movilizar la acción social. La acción social es un fantasma que sólo asusta a los buenos burgueses, esos que bautizan los libros buenos con malas palabras. Lo que hay de primariamente importante frente al cine soviético es disociar dos ideas harto distintas para que subsistan unidas: la revelación del fenómeno social, del instinto social, con todo el fervor con que un Eisenstein puede hacerlo, y la acción de partido, aspecto intrascendente que, de existir en el film ruso, es sólo mezquino reducto en el frente artístico de la creación.
Dos films rusos. 1930
Constituyen la primera parte del programa dos films rusos, dirigido uno por Pudovkin, el genial realizador de La madre y la Tempestad amarilla y otro por [Yuri] Tarich, director menos conocido entre nosotros. El espectador atento podrá obtener de la comparación de estos dos films resultados provechosos para la definición y caracterización del film soviético; bastará con dirigir la atención a aquello que en ambos es privativo de ese cine.
Los films de Pudovkin, como los de Eisenstein, están constituidos esencialmente por imágenes cinematográficamente realizadas, cuyo valor primordial se manifiesta al sucederse, al encadenarse; cada imagen significa muy poco; cada imagen, es en sí, un dato, un elemento. El valor cinegráfico de esas imágenes reside en la composición, en la sucesión: el valor cinegráfico se realiza sólo en virtud del ritmo cinematográfico. El mérito extraordinario de los dos directores nombrados consiste, primero, en descubrir aquellas imágenes que en la visión cinematográfica vean acrecido su valor moral: esto es, que sean fotogénicas; y después, en encadenarlas en forma tal que el sentido individual de cada imagen se esfume en beneficio del sentido total del film. En esto, Pudovkin y Eisenstein son maestros.
Para ellos, pues, el film sólo importa por su realización, por su transcurso; su objeto es emocionar cinematográficamente con imágenes exclusivamente cinematográficas; con imágenes de las cuales sólo importe el devenir, el suceder.
Frente a la concepción de estos dos directores, Tarich realiza la suya en Iván el Terrible. Aquí el director cuenta con el sucederse de las imágenes, con el devenir cinematográfico; su concepción es en esto concordante con la de Eisenstein y Pudovkin. La divergencia reside en el distinto valor que se le atribuye a la vertebración del film: en aquellos, sólo se tiene como objetivo la emoción cinematográfica; en Tarich las imágenes sirven a un argumento.
Prácticamente Iván el terrible es un film de estructura casi perfecta y hay que admirarlo por la perfección con que articula imágenes de gran pureza cinematográfica con un desarrollo dramático; pero en un campo teórico, y sin entrar a valorar la calidad de su realización, es justo decir que los films más puros son aquellos en que lo específicamente cinematográfico no se subordina a ningún desarrollo temático.
La coordinación de los dos elementos, valor cinegráfico y valor dramático, aunque desvirtúa un poco la experiencia rusa de cine puro, demuestra un fino instinto organizador en el director; en films como La madre o El acorazado Potemkin, lo fundamental son los primeros planos, primeros planos de interés aunque no lo sean visuales; primeros planos, puede decirse que son imágenes que han perdido estructura, composición para aumentar sus posibilidades fotogénicas. Tarich aprovechó esos primeros planos, no en la forma absoluta y fundamental en que lo hace Pudovkin o Eisenstein, sino como elementos destinados a dar calidad cinematográfica a lo que sólo tenía calidad dramática. Observaremos en el 3° acto de Iván el Terrible una escena en que un Boyarín hace azotar a un aldeano. Prácticamente en una realización vulgar, sólo interesaría esta escena como parte del desarrollo del argumento; Taric la enriquece y la transforma; la visión de primer plano subraya cinematográficamente la acción, y para el espectador sagaz, desplaza de la primera línea de interés el contenido para dejar lugar a las imágenes puras, extraordinariamente logradas. Podría decirse entonces que hay una información del argumento, cinematográficamente construida, en tanto que en el film vulgar el argumento está realizado en forma teatral o literaria o híbrida.
Este argumento es una cuestión histórica: Iván IV, llamado “el terrible”, es a mediados del siglo XVI el unificador de la Rusia feudal y el film es una reproducción de la época de este soberano despótico; pero el film soviético tiene un principio social por norma y esta paradoja de revivir la época más antiproletaria debe tener un oculto significado; a fuerza de tanto destacar cada carácter, Taric logra una unidad de tipo, una uniformidad racial que trasunta sin duda un propósito de educación social: la intención de destacar por contraste la vida proletaria en toda su fuerza, con todo su vigor. Esta realización histórica es paradojal: es mostrar una época de absolutismo con criterio soviético.
Este aspecto social, característico de toda la producción rusa, tanto como el elemento histórico, impide atribuirle a este film, categóricamente, absoluta vigencia dentro del cine puro. Es, de cualquier manera, una obra de arte.