Félix Lizaso
I
Entre la producción intelectual de la Argentina en el año 1946 se destacó de manera muy notada la aparición de un libro en que podía decirse que culminaban los mejores esfuerzos de un espíritu entregado honda y totalmente al estudio de la ciencia histórica: “Las ideas políticas en la Argentina”, por José Luis Romero.
De una formación sólida que le habla llevado no sólo a dominar las fuentes de la ciencia histórica, sino a hurgar en los procesos más especializados de la historiografía medieval, sobre todo en relación con el pueblo y el pensamiento español, su aprendizaje habla estado asistido de una frecuentación de las disciplinas filosóficas y el autor había tenido, además, la fortuna de considerarse discípulo, y aventajado discípulo, de uno de los hombres eminentes en el saber medievalista, como es el profesor don Claudio Sánchez Albornoz, creador en Buenos Aires del Instituto de Investigaciones Hispánicas.
Una serie de monografías fueron señalando la ruta del joven investigador y creador. Sus temas eran de una evidente especialización, que se hacía más clara a medida que aumentaba la profundidad de sus empeños. Así, entre sus trabajos de significación primera podemos citar los que llevan por titulo “La concepción griega de la naturaleza humana (1940), “Las concepciones historiográficas y las crisis” (1943), “La biografía como tipo historiográfico”, “Sobre la biografía española del siglo XV” y “La historia de los vándalos y suevos de San Isidoro de Sevilla”, en 1944. Pero son éstos sólo unos cuantos títulos. Muchos otros trabajos forman la amplia bibliografía de Romero, aunque nos limitamos a mencionar aquellos que conocemos del autor. Estos, y muchos más que no hemos mencionado, han sido recogidos posteriormente en volúmenes, Así, en el que lleva por titulo Sobre la biografía y la historia (Editorial Sudamericana, 1945), figuran, además de algunos de los ya mencionados, otros sobre el propio tema de biografía e historia, y los que titula “El despertar de la conciencia histórica’’ y “La llamada Edad Media”, trabajos muy esclarecedores de la concepción del autor y de sus puntos de vista para la indagación de las formas que adopta el conocimiento histórico, así como para la comprensión a fondo del “vasto mundo que se reúne, indiscriminado, en el concepto de Edad Media”. Otro libro de Romero, publicado igualmente en 1945, y que lleva por título La historia y la vida (Editorial Yerba Buena), recoge también parte de la labor inicial. pero ya madura, de este autor, que, por etapas rápidas, ha ido poniéndose en la primera fila de los historiadores de nuestra América.
Como se ve, son además temas que han ido elevándose de las medidas generales y corrientes a la búsqueda de fórmulas y leyes que expliquen un proceso o un momento de la conciencia histórica. Los temas nacionales han aparecido también con frecuencia en sus trabajos. Así recordamos un gran ensayo sobre la formación intelectual de Mitre.
Cuando en 1946 conocí personalmente a José Luis Romero tuve la impresión de encontrarme frente a uno de los espíritus más anhelosos de indagar las explicaciones que, en última instancia, han de servir de fondo a todas las angustias y dificultades de nuestro momento histórico. Le comprendí acuciado de esas inquietudes que han hecho vibrar las conciencias de los hombres más responsables de nuestra época. Y cuando más tarde tuve oportunidad de oírle referencias a sus recuerdos de Pedro Henríquez Ureña, a quien con respeto profundo llamaba maestro, y evocar sus largas conversaciones sobre los temas más palpitantes de la vida y la cultura, comprendí que el historiador estaba asistido espiritualmente por una inquietud de hombre y de poeta, vibrando ante las grandes y angustiosas interrogaciones de la existencia. Fue en esa oportunidad cuando pude leer el ensayo que le había consagrado, al cumplirse el primer aniversario de la muerte del gran espíritu, admirado e inolvidable. Lo tituló “En la muerte de un testigo del mundo”, y acertó a fijar cabalmente cómo aquel espíritu se mantenía alerta a tal punto sobre el panorama universal, tratando de distinguir en la lejanía con los datos inmediatos de sus conocimientos amplísimos, cumpliendo con la misión del perfecto intelectual. Y al revelarnos Romero toda la significación de Pedro Henríquez Ureña en el ámbito de una genuina conciencia de su tiempo, desvelado por el sino del mundo, nos dijo también cuál era su posición, la singularidad de su propio espíritu que, por las disciplinas históricas, ha alcanzado una gran sensibilidad para comprender el sentido de la vida de hombres y pueblos.
II
La dedicatoria de este libro dice con toda claridad la profunda huella que en el espíritu de José Luis Romero dejó aquella conciencia desvelada por todas las inquietudes de la cultura que fue Pedro Henríquez Ureña. El hecho mismo de que consagre a su memoria este libro, el más logrado y entrañable del autor, denota la solidaridad intelectual que lo unía al maestro. Ya lo dicen terminantemente sus palabras: “A la memoria de Pedro Henríquez Ureña, maestro y amigo, con cuyo consejo se escribieron muchas páginas de este libro”. El autor de Literary Currents in Hispanic América había encontrado un discípulo digno de considerarlo tal, y sin esfuerzo concebimos el íntimo goce de su espíritu prestando todo su don de claridad y de síntesis al esfuerzo de articulación de las ideas del discípulo.
Ya desde la “Advertencia” el libro abre al lector su propósito y su método. Quiere ofrecer un “texto ordenado, preciso y sintético, que dé una visión panorámica de las ideas políticas argentinas a los lectores de América”. Para lograr esto buscará la mayor claridad posible en la expresión, limpiando el texto de notas y, en cambio, incluyendo en él las transcripciones imprescindibles.
Con especial interés precisa el punto de vista adoptado, que no es exclusivamente el de las ideas políticas como exposición del pensamiento doctrinario, las ideas políticas puras y originales propias del ámbito de la especulación. Ese plano de las ideas claras y precisas es solo punto de partida y referencia, desde el cual desciende hasta el fondo oscuro de los impulsos elementales y las ideas bastardas, que entran en gran medida a formar ese sedimento del que han de nutrirse las propias ideas claras y distintas. Este pensamiento sirve de fundamento al criterio: “La vida social es resultado de la convivencia de quienes poseen muy variados patrimonios intelectuales, y sería un peligroso criterio histórico no apreciar la significación de ciertos aportes de opinión, porque nunca fueron expuestos con claridad y con plena conciencia”.
Ya estas indicaciones nos sugieren que el autor no trata de hacer una historia doctrinal, afirmada sobre acuerdos y textos ya fijados, sino una investigación guiado por su propio instinto y sentido para buscar un acomodo entre tales ideas consagradas y el resultado de sus pesquisas y análisis, fijando las características y el sentido de la evolución de “la estructura económica y social en que hunde sus raíces el mero fenómeno político”. En esta indagación sus propios hallazgos han acusado discrepancias con normas ya hechas para apreciar criterios con que se han tratado las realidades y fenómenos de la vida argentina. Por de pronto rechaza la periodización habitual establecida, fundado en la observación del proceso de transformación de aquella realidad social. Y concibe y adopta el que considera que puede ajustarse con mayor fidelidad al curso que ha seguido la formación del país.
El plan de la obra va a adaptarse a ese nuevo ritmo de periodicidad que le parece más apropiado para señalar etapas netamente definidas en el desarrollo histórico argentino. Son tres esas etapas: la era colonial, la era criolla y la era aluvial, en. que aún se encuentran. Las tres partes en que la obra está dividida corresponden a cada uno de esos periodos. Una breve síntesis se destaca al comienzo de cada una de ellas, fijando de un modo preciso y vigorosamente expresado el sentido y carácter, revelando sus modalidades y tendencias.
Por su forma y su contenida merece que señalemos unas frases en que el autor, al presentar la constitución de la era colonial, fija el proceso de elaboración de dos principios políticos destinados a tener larga vida: el principio autoritario y el principio liberal, los cuales afloran a la vez que se inicia el “proceso de superposición de cierta estructura institucional sobre una realidad que apenas la soporta”. Este doble juego de principios, cuya imposición va a sufrir la colonia, no es, sin duda, privativo de la realidad argentina en la época colonial. Con variantes en los procedimientos y en las circunstancias seguramente podremos hallarlo en todas las colonias de Hispanoamérica. Y con mayor precisión vamos a verlo, con esta frase que ejemplifica y da sentido a tal realidad: “Ese duelo entre dos principios y ese otro entre la realidad y la estructura institucional, se perpetúan y constituyen el nudo del drama político argentino; la cambiante fisonomía de ese drama aparece descrita a lo largo de los períodos siguientes, y el autor ha procurado mostrar los múltiples matices con que se ofrece en cada etapa”.
Donde dice argentino pongamos por ejemplo cubano, y sin duda nos maravillaremos de encontrar infinitas peripecias que sólo con cambios externos de nombres, lugares y fechas nos servirían a maravillas. Acaso sea esta una de las características de esta obra, sobre todo en sus dos primeros períodos: las eras colonial y criolla, que convienen con las de muchos otros países de nuestra América.
III
La “era colonial” es, de las tres en que se divide el libro, la que aparece con perfiles más nítidos tanto por razón de la más lejana perspectiva, como por el gran don de síntesis con que el autor ha recortado, sobre el tiempo, los contornos de los sucesos y ha reducido a fórmulas su contenido histórico. A semejanza de lo que sucedió en Cuba, el pasado aborigen casi careció de significación en la Argentina. En el más remoto fondo se extiende el largo proceso de la colonia, de la que al mismo tiempo parten los asientos de la nacionalidad, presentes siempre en su desenvolvimiento de siglos, al punto de que sus estructuras se amplían y perfeccionan pero conservan sus características. Así, el autor nos dirá que “no sólo se conforma entonces la realidad social de la futura Argentina, sino que se estructura también su actitud espiritual frente a los más graves problemas de la existencia colectiva”.
Si es evidente que nos sería imposible comprender nuestra propia realidad actual sin el conocimiento de etapas previas a partir de la conquista —colonización, factoría, primeras protestas, luchas por la independencia—, de igual manera la realidad argentina arranca de la era colonial en los aspectos distintivos y característicos, tales como estructura económicosocial, formas de vida y contenidos espirituales, que plasman en un periodo de más de dos siglos, sin perder, no obstante los movimientos renovadores, sus característicos valores.
Dos épocas bien precisadas constituyen esa era colonial: “la época de los Austria” y “la época de los Borbones”. La primera comprende los últimos tiempos del siglo XVI y se prolonga todo a lo largo del siglo XVII, y en ella cuajan y se afianzan ciertas modalidades del espíritu colonial que perdurarán pese a los embates de nuevas concepciones.
Conquista y colonización se realizan “bajo el signo renacentista de la aventura”, por una España que había creado, de su orgullo y de su grandeza, una “conciencia vigorosa de la gloria hispánica, inserta en la gloria imperial, pero reconcentrada dentro de ella para afirmar su singular significado”. Las conquistas que se suceden de nuevos países de América robustecen la creencia en una misión de España, que en Felipe II se circunscribe como misión de hispanidad y catolicismo. Las inmensas riquezas que llegan de América van a servir para alimentar las implacables e incesantes guerras contra los enemigos de España y de su fe. El camino del desastre, apenas alumbrado por victorias sin resultados decisivos, comienza a verse claro por hombres como Antonio Pérez, el antiguo privado de Felipe II, que desde su retiro advertía los desastres a que conducían tales empresas. Mas las palabras proféticas del autor de Norte de Príncipes, como las de otros muchos espíritus previsores de su tiempo, cayeron en el silencio que se había hecho en torno a una actitud política caracterizada por “el primado del espíritu autoritario”. La doctrina del poder absoluto, quintaesencia de aquella acentuación de lo hispánico y lo católico, va a tener su más alto mantenedor en Francisco Suárez, creador de una metafísica de la escolástica y del absolutismo teocrático. Y, como dice el autor, arraigó de tal manera esa política de principios rigurosos, que descartó “como anticatólica y antiespañola, la política de la realidad”, pretendiendo ignorar sus circunstancias para someterla incondicionalmente “a la rigidez de las normas morales y a las leyes que de ellas parecían desprenderse inequívocamente”. Los errores y fracasos que acarreó la implantación de esa política en América, donde la realidad era nueva y apenas conocida, dio lugar a incesantes frustraciones en la economía y al creciente aumento de vicios condenados por la Ley, pero inevitables en una realidad a la que no se quería descender.
En páginas muy llenas de acentos vitales va Romero siguiendo los pasos que marcan el nacimiento y el auge de las poblaciones junto al Río de la Plata, con sus alternativas y crecimientos, y, especialmente, el auge de Buenos Aires, según fue más segura la idea de su importancia. La política colonizadora utilizó principalmente la encomienda junto a la otra política de catequesis, puesta en manos de los religiosos, para dar por resultado la imposición de la cultura hispánica, como única forma de existencia posible.
Especial interés hallamos en la presentación de los conflictos derivados del respeto teórico a la autoridad autocrática de la Corona, mantenido idealmente, y el status peculiar que la realidad, por su misma fuerza, fue favoreciendo. La llanura originó en quienes la poblaron una psicología peculiar y un tipo de vida impuestos por el desamparo y la necesidad de bastarse a sí mismos, de modo que la fuerza individual era la sola protección del legítimo derecho y aun de la propia vida. He aquí una nueva afirmación del espíritu autoritario, aunque en esfera distinta. “De este modo, en dos esferas harto diferentes y desde dos puntos de vista radicalmente opuestos, el espíritu autoritario se afirmaba en la vida colonial y cristalizaba como actitud política”. De esta dualidad de autoritarismo se engendran conflictos a que el autor alude con estas palabras: “Las innumerables leyes escritas se violaban a cada instante; pero la ley de la llanura indómita no se violaba jamás”. Es que la realidad acabó por dictar la ley y la práctica, por sobre las menudas prescripciones, aunque la prudencia aconsejaba pregonar la sumisión a las leyes. Con esa máscara de sumisión el español violaba las leyes que entorpecían el logro de sus apetitos. Así cuajó una concepción autoritaria del poder público que, conteniendo la libre iniciativa, forzaba a ésta a desenvolverse al margen de la ley.
De las contradicciones intrínsecas entre el autoritarismo real y la política de los principios, entre un autoritarismo estatal y un autoritarismo individual, obra de las circunstancias, el autor cree haber hallado el resquicio por donde sorprender el secreto de la conformación del espíritu político argentino.
El sistema autoritario descartaba la posibilidad de cualquier otra forma política, aunque, por imperio de las realidades, había creado una situación de hecho que concedía al colono una independencia casi absoluta. El reaccionarismo en esta primera época de la colonia parecía responder a este postulado: “sólo lo que existe parece tener derecho a existir”.
IV
La doble acción de los hechos y de las ideas se conjugan para producir modificaciones profundas en los destinos políticos de Europa, a fines del siglo XVII y principios del XVIII. Entre los primeros sobresale el estremecimiento que llega a todos los reinos europeos por la decapitación del soberano de Inglaterra, y la subsiguiente Declaración de Derechos. Pero tal vez más que esos acontecimientos que conmueven las bases del absolutismo, tendrán repercusión las doctrinas de Locke, que empiezan a recorrer el mundo, y en las que hablaba de incompatibilidad de la monarquía absoluta con la sociedad civil, dando base a las teorías de Rousseau y Montesquieu, y al clamor que va extendiéndose contra el absolutismo imperante.
En España, la era de los Borbones se inicia cuando, al término de la guerra de sucesión que había provocado el testamento de Carlos II, advenía al trono Felipe de Anjou, que reina como Felipe V. Las inquietudes que conmovían la Europa y que hasta entonces habían hallado un valladar infranqueable en el absolutismo de los Austria, comienzan a penetrar en España, gracias al deseo ostensible de asimilar al régimen los principios económicos, administrativos y políticos que en otros países estaban ya en acción. Se quería, además, sacar a España del marasmo en que la había sumido el largo y desastroso reinado de Carlos II.
Espíritus progresistas, que habían sentido la influencia del pensamiento ilustrado y que ansiaban que España entrara en esa corriente renovadora, van a tener influjo en los destinos de su patria. Y ese espíritu renovador y progresista va a dejar sentir su influencia bienhechora en las propias colonias de América, aunque hallará la resistencia tenaz de los grupos retrógrados hechos a las viejas concepciones teocráticas. El ambiente espiritual va a ser otro: a la concepción de la vida que el absolutismo de los Austria había impuesto, seguirá el liberalismo a que dará vida el despotismo ilustrado de los Borbones.
La renovación de las ideas es el signo de la nueva época, que se extiende a todo lo largo del siglo XVIII, hasta el reinado de Carlos IV. Para nosotros es bien conocido ese influjo bienhechor que llegó a nuestra colonia por razón de tales cambios, desde la instauración del gobierno de don Luis de las Casas, que coincidió con los beneficios espirituales y culturales que nos prodigó el Obispo Espada.
Se extiende por España un entusiasmo inusitado por el pensamiento científico, —que Romero señala citando escritos de Gaspar Melchor de Jovellanos—, por la economía y aún por la educación. Este progresismo cristaliza, en la fundación de numerosas “Sociedades de Amigos del País”, que de España se propagan por casi todas las colonias de América. Sin embargo, la base en que se asentaba la nueva época borbónica no había dejado de ser absolutista, sólo que los principios habían sufrido una transformación. Entre el absolutismo medievalizante de los Austria y el absolutismo ilustrado de los Borbones “había un abismo considerable que residía, sobre todo, en la suplantación de las fuerzas espirituales que servían de respaldo doctrinario a uno y otro”. Y agrega, para confirmar su aseveración: “Así, el fundamento teológico del poder temporal, que tanta fuerza tenía durante la época de los Austria, comenzó a debilitarse y dejó el paso a una concepción cada vez más laica del poder civil”.
Pero la reacción se ha mantenido en acecho, y ya el reinado de Carlos IV significa un retroceso, que culminará en la increíble reacción de las aclamaciones a Fernando VII, representada por el célebre grito de “¡Vivan las cadenas!”, con que vitorearon su regreso al trono. Por cierto que un cubano ejemplar había tomado asiento en las Cortes en que se había acordado su destitución: Félix Varela. El regreso del monarca al trono significó su condena a muerte, que le obligó a vivir en el extranjero por todo el resto de su gloriosa vida.
En las colonias rioplatenses las influencias liberales habían favorecido —como sucedió entre nosotros— la creación de una atmósfera de rebeldía en pequeños sectores donde ya se evidenciaba la existencia de un grupo con marcados matices criollos. Al mismo tiempo, se había iniciado un florecimiento, como consecuencia del crecimiento de las poblaciones y el aumento de los recursos económicos. Aumenta sobre todo la riqueza agropecuaria en asombrosas proporciones. De ahí que se haga notar que “sólo cultivan la tierra los que no pueden proporcionarse tierras y ganados para ser estancieros o no encuentran otro modo de vivir”. La agricultura, así relegada a último término en un principio, irá ganando terreno, estimulada por el Estado y por las facilidades para el comercio. Factor decisivo será, como lo fue para todo el mundo la dominación inglesa en La Habana, que tantas excelentes disposiciones útiles al libre comercio hubo de poner en práctica.
Buenos Aires aumenta su importancia al proclamársela, en 1776. cabeza de un nuevo virreinato que incluía al Paraguay. Tucumán y Cuyo. La transformación que en lo económico venía operándose influirá en las aspiraciones sociales y políticas. La gente comenzará a reflexionar sobre las aspiraciones y las realidades, y algunas mentes empezarán a considerar las ventajas de una independencia política.
Por ese camino se acentuaba la “progresiva diferenciación”, que culminaría en dos grupos fundamentales: el de los españoles y el de los criollos, en cada uno de los cuales prevalecía una afinidad capaz de mantenerlos unidos a pesar de todas las diferencias.
“El reformismo liberal de los Borbones —asienta Romero— contribuyó más que ningún otro factor a formar una conciencia, emancipadora y revolucionaria entre los criollos”.
V
El movimiento liberal criollo comienza a perfilar sus características. La eliminación de los jesuitas, el más firme puntal de la concepción autoritaria en la Colonia, favorece su florecimiento, permitiendo la circulación de obras modernas, sobre cuya lectura el clero reaccionario mantenía celosa vigilancia. Y contribuye también a fortalecer el ansia de los criollos de llegar a dirigir sus propios destinos, la importancia que adquiere el Virreinato del Río de la Plata, favoreciendo los perfiles de su personalidad e incipiente conciencia política.
Formado al margen del desarrollo urbano y social de las ciudades, distantes de las funciones públicas, el criollo desenvolvió sus actividades lejos de las centros en que su inferioridad se le hacía patente. Le creció así un espíritu indómito junto con un sentimiento de inferioridad social, del que deriva un sentido de clase, que le servirá de norte tanto en las luchas por la independencia como en la guerra civil. El crecimiento de estos grupos se hace pujante. También en las ciudades se formarán núcleos criollos, urbanos por su tipo de vida y liberales por su espíritu, que sumarán sus esfuerzos a los de los otros sectores criollos. Su triunfo significó la primera etapa de la historia argentina propiamente dicha. Todo este proceso está estudiado y presentado con maestría singular por el autor. Vemos cómo surge la burguesía criolla, que se hace fervorosamente liberal, porque el liberalismo era el único escape a los problemas del momento y constituía un cuerpo de doctrinas en que iban cuajando las aspiraciones que ya tomaban forma en los espíritus más audaces.
A definir los caracteres del movimiento liberal criollo contribuyen más que la “Declaración de los Derechos del Hombre”, que sólo ayuda a la formación de un programa político, las invasiones inglesas de 1806 y 1807. La participación del grupo criollo en ese episodio fue decisivo, y determinó no sólo “un fenómeno social de avance hacia un primer plano”, sino que dio lugar a un entendimiento entre la masa popular y la minoría burguesa directora, que desde ahora quedó reconocida con tal carácter. “De este modo —concluye Romero — se insinuó con caracteres cada vez más netos una noción de nacionalidad asentada en el principio del nacimiento en la tierra y de adhesión a sus formas de vida: eso era el criollismo; eso era la patria”.
Junto a esa noción de nacionalidad, la conciencia criolla venía trabajada por un ideal casi siempre impreciso en las mentes, pero que conllevaba la promesa de “un mundo libre y feliz, en el que el individuo gozaba del progreso indefinido y de la libertad más amplia”.
Era la concreción del espíritu liberal en la tierra argentina.
“Y era, también, la señal de que había un clima propicio para que fraguara la nueva era, la “era criolla”, a cuyo inicio daría vida el movimiento revolucionario de 1810.
En la mente de los hombres que han ido concibiendo el movimiento estaba la idea de una ordenación del país, en lo político, en lo social y en lo económico. El problema básico habría de ser el problema social, y la revolución emancipadora pareció teñirse de ese tono, desde el momento en que su finalidad primera era “provocar el ascenso de los grupos criollos al primer plano de la vida del país”. La revolución, planeada por los grupos ilustrados, o sea por las minorías, necesitó, para robustecerse y dar solidez al movimiento, contar con los grupos de las provincias, formados por la masa rural. Acudieron al llamamiento, pero se encontraron condicionados por los principios ya cuajados del régimen político-social, en los que ejercían hegemonía los grupos cultos de formación europea, y dentro de los que no se les había tenido en cuenta.
Así vemos cómo se echaron las bases de un duelo que va a ser la causa de las futuras discordias, “duelo entre el sistema institucional propugnado por los núcleos ilustrados, de un lado, y los ideales imprecisos de las masas populares, por otro”.
Breve fue el episodio de la emancipación, y tras el triunfo, las diferencias entre ambos grupos se hacen más sustanciales. Romero dedica muchas y penetrantes páginas al proceso a que da lugar esa pugna de dos concepciones, una que da carácter nacional a la patria, que es la de los grupos ilustrados de Buenos Aires, y la otra, localista, que mira hacia la pequeña patria, concepción de los grupos criollos que representan las masas populares. He aquí una síntesis de ese planteamiento: “La masa criolla coincidía con el grupo ilustrado en el sentimiento emancipador y en el afán de lograr su exaltación a la dirección del país; pero disentía radicalmente en cuanto a la organización política del nuevo Estado”. Así se unía y se disgregaba la masa de los hijos de la patria”.
Esas dos tendencias aparecen estudiadas a todo lo largo de su proceso histórico en dos extensos capítulos de la obra: uno que lleva por título “La línea de la democracia doctrinaria: irrupción y crisis del pensamiento liberal y centralista”, y el otro “La línea de la democracia inorgánica: irrupción y triunfo del sentimiento autoritario y federalista”. En ambos se desarrolla el movimiento de fuerzas encontradas que condujo a la guerra civil y al triunfo de los ideales federales, del que se derivó la autocracia. Una tercera tendencia conciliatoria surge al término de las contiendas, con el triunfo de Rosas, en quien encarnaba el sentimiento autoritario latente en los repliegues del alma criolla. Tras el triunfo del federalismo (1835) se hizo patente las ventajas de esa política conciliatoria. Y correspondió a la joven generación de 1837 el mérito de haber descubierto ese camino, que cristalizará en la Constitución Nacional de 1853, un año después de la caída de Rosas. “El pensamiento conciliador y la organización nacional” es el título de este capítulo, en que se refleja un fecundo y constructivo período de la nación argentina, desarrollado con unidad de miras desde 1862 hasta 1880. En esta fecha, dice Romero, entra en juego una nueva realidad social. “La inmigración europea y la intensa transformación económica hirieron de muerte a la Argentina criolla y tornaron difícil el normal funcionamiento del sistema institucional creado a costa de tantos esfuerzos y tanta sangre. Así, hacia 1880, concluye la era criolla, en cuyas últimas etapas se había gestado la segunda Argentina”.
La fisonomía, pero también la economía, de la Argentina criolla, étnica y socialmente homogénea, sufre profunda transformación a causa de la corriente inmigratoria que ha venido efectuándose y adquiere caracteres de aluvión. De ahí que el autor titule así la tercera y última, parte de su libro: La era aluvial. Una nueva realidad social se superpone a la. constituida por la sociedad criolla, con caracteres de conglomerado, esto es, “de masa informe, no definida en las relaciones entre sus partes ni en los caracteres del conjunto”. El primer signo de esta era, señala Romero, es un nuevo divorcio entre las masas y las élites. El sistema institucional establecido por los grupos liberales perdió vigencia y dejó de ser adecuado a la realidad. La tradición liberal fue perdiendo su carácter y haciéndose aristocrática y conservadora, frente a una nueva masa en la que se habían desvanecido sus características criollas, aunque afirmando la tendencia popular y democrática. En dos capítulos complementarios estudia estas posiciones surgidas de “La conformación de la Argentina aluvial”: uno presenta “La línea del liberalismo conservador”, transformación de la élite republicana hacia una organización cada vea más oligárquica, y el otro “La línea de la democracia popular”, nacida como una aspiración en el seno del conglomerado criollo-inmigratorio. La lucha entre esas diversas corrientes llega hasta nuestros días y asistiendo precisamente a sus últimas etapas. Ahora el problema parece planteado entre un “nacionalismo” aristocrático y fascista y cierta demagogia totalitarista, como consecuencia de las transformaciones sufridas por los sectores conservadores, que antes fueron liberales, y los núcleos populares, que también fueron antaño democráticos. Así planteada la contienda, de la que dependerá el curso histórico que siga la Argentina, el autor epiloga su libro con el capítulo “Los interrogantes del ciclo inconcluso”, del que destacamos estas hermosas palabras: “Hombre de partido, el autor quiere, sin embargo, expresar sus propias convicciones, asentadas en un examen del que cree inferir que sólo la democracia socialista puede ofrecer una positiva solución a la disyuntiva entre demagogia y autocracia; esta disyuntiva parece ser el triste sino de nuestra inequívoca vocación democrática, traicionada cada vez que parecía al borde de su logro”.
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Sólo hemos podido seguir las líneas principales de esta obra fundamental para el conocimiento de la historia de las ideas políticas en una de las grandes naciones de nuestra América. Pero no cerramos esta reseña sin decir que el libro de José Luis Romero ha sido considerado como obra de importancia capital por las más destacadas figuras de la cultura de su país, que en un acto de altísima espiritualidad ofrecieron a su autor uno de los más rotundos testimonios de cariño y admiración por “su señera labor intelectual y el respeto que inspira su clara posición en el civismo argentino”