La historia y la vida. 1945


Índice

Prólogo

Crisis y salvación de la ciencia histórica

La formación histórica

Las concepciones historiográficas y las crisis

Los tipos historiográficos

La previsión histórica

La historia y su consejo

Ideas para una historia de la educación


Prólogo

“Todo lo que se ha edificado contra la verdad ha sido edifica­do sobre la verdad misma”, escribía Tertuliano en el fragor de la con­tienda por la defensa de los ideales cristianos contra el paganismo. Y no se equivocaba, porque el espíritu suele apelar, a veces, a cierta diabólica destreza para cortar disimuladamente el hilo de lo verdade­ro y enhebrarlo en la acerada aguja que entreteje lo falso; porque es bien sabido que el espíritu es deleznable y sublime a un tiempo.

También ahora, en la renovada lucha de las doctrinas —luchas religiosas o filosóficas, sociales o políticas— podría repetirse el pro­fundo pensamiento del apologista, viendo cómo acude cierto fantas­ma de la verdad en ayuda de lo que la intuición, libre de toda clase de argumentos, reconoce como siniestramente falso. Parecería como si existieran —agazapadas bajo el manto venerable del tiempo— falanges de presuntas verdades históricas dispuestas a apoyar las actitudes con­tradictorias y las premisas encontradas con que aquéllas combaten.

Parecería que no carecen de ellas los que propugnan, a conciencia, el mal. Sólo congoja siente en el ánimo quien ama en la historia la exaltación de los valores supremos del hombre moral, y la ve esclava de la innoble pasión o del designio tortuoso y envilecedor.

Ciertamente, no es esta desnaturalización de la verdad histórica sino un ejemplo más en el eterno y reiterado drama de la verdad. Pero es cierto también que es, entre todas, la verdad histórica la que ha sufrido más el duro embate del espíritu relativizador, desde los sofistas hasta nuestros días; y es seguro que más veces haya servido a Calibán que a Ariel. Pero quizá no haya sido todo esto en vano; sin duda algún espíritu preclaro pudo grabar en la conciencia de una ge­neración la marca de su escepticismo radical con el formidable marti­llazo de su duda, pero, poco a poco, en el trabajoso tejer y destejer de la afirmación y la réplica, de las impugnaciones y los argumentos, se ha ido modelando un criterio de verdad cada vez más riguroso y más certero, con el que puede limitarse el área de la opinión irres­ponsable.

Pero no nos apresuremos. Si la verdad histórica ha parecido siem­pre instrumento dócil, no ha sido solamente porque su tesitura en cuanto verdad fuera constitutivamente más débil que la de otras ver­dades. Pareció instrumento dócil porque se usó más, y más capciosa­mente que otras, y en esto reside su singular significado. Porque, en efecto, prueba que importa mucho traerla a colación en el debate de las ideas y las actitudes, y que no es frecuente que se renuncie a bus­car y ofrecer su apoyo. De modo que si queda en pie la certidumbre de que aún hoy son insuficientes los criterios de verdad de que puede echar mano la ciencia histórica, no resulta menos evidente que hay en el saber que ella proporciona una forma de militancia que no poseen otras formas del saber. Y esa militancia, que —contra Nietzsche— podríamos definir como su importancia para la vida, proporciona a la ciencia histórica su más profunda y noble calidad.

Aquella cierta incertidumbre sobre la validez de la verdad histó­rica, y esta necesidad de acudir a ella para afirmar las ideas y las acti­tudes, han concurrido para dar origen a un singular tema de medita­ción. Políticos y poetas, filósofos y ensayistas de variadas preocupa­ciones y tendencias, han fijado alguna vez la atención sobre esta cu­riosa disciplina tan próxima a la inquietud del hombre, y, sea a la luz de su propia experiencia, sea inducidos por una doctrina, han esbo­zado una reflexión sobre lo que importa para la conducción de la existencia el divisar de lejos los cauces del presente.

Es significativo que al margen de su peculiar actividad, en una pausa de su labor, un espíritu reflexivo se haya detenido a meditar sobre la trascendencia de un saber al que no dedica su atención pre­ferente. El filósofo o el poeta, el político o el ensayista no dedican sus horas al estudio, a la investigación o a la reflexión sistemática sobre la vida histórica; sin embargo, en cuanto hombres de inquietud espiritual no pueden sino sentirla próxima a su propia inquietud, y en cuanto arquitectos de las ideas no pueden prescindir de manejar sus contenidos.

Y al contacto con ellos, y al descubrirlos, pletóricos de viva ex­periencia humana, el espíritu reflexivo se sorprende ante la ciencia histórica como no podría ocurrirle frente a ninguna otra, y, a veces, sucumbe a la tentación de expresar sus cavilaciones con mayor o me­nor hondura.

No son pocos los ejemplos que podríamos hallar de esta tangen­cial preocupación por la historia, desde Cicerón hasta Nietzsche. Pero no abundemos sobre este tema; que nos sirva tan sólo el enunciarlo para justificar el que, a su tiempo, abandonen alguna vez los historia­dores su específico menester y se lancen a perseguir por la vasta pra­dera de las ideas generales ésta —escurridiza como corza ligera— de la significación de la historia para la vida, que tanto venablo ha recibido. Porque no es cuestión baladí, y es justo que quien insume su vida en el rudo ejercicio de conquistar la verdad histórica procure averiguar qué botín ofrece su conquista.

Tampoco son escasos los ejemplos de historiadores a quienes preocupara este problema, y desde Tucídides hasta Burckhardt es posible señalar en sus páginas más de una observación aguda y suges­tiva. Y pues ello puede también servir de justificación, bien vale la pena intentar un ligero examen de las motivaciones íntimas que pro­vocan, en unos y en otros, este constante retomo al mismo tema.

No nos engañemos; en el fondo de esta preocupación por justi­preciar la trascendencia de la historia para la vida no hay sino un intenso y vigoroso interés por la vida misma, asunto último y decisivo de la meditación del hombre. Frente al destino individual o social, la conciencia exige una respuesta al lacerante problema del sentido de la existencia. Y aquel a quien no le ha sido dado el refugio de una actitud profundamente mística o metafísica, no puede sino buscar en el piélago de la experiencia histórica los signos que manifiesten ese sentido.

Concebida bajo esta especie de historicidad, la existencia se descubre realizada en el tiempo y adquiere corporeidad en el presen­te, fuente de esa experiencia primera de la realidad histórica. El pre­sente, tan efímero e inasible como se quiera, es, sin embargo, el con­torno de esa única vivencia que proporciona al hombre la certeza de su realidad; y es esta fuerza secreta y misteriosa que da la convic­ción indubitable de ser, la que incita al hombre a instalarse en el pre­sente —su mundo— con prometeico señorío para regir en él su propio sino.

Pero quien advierte la historicidad de la existencia, advierte con ello que el presente es efímero e inasible, y que su reflexión llega sobre él cuando ha perdido su intransferible matiz de realidad. Cuan­do, en efecto, quiere girar sobre su conciencia y erguirse vigilante, su propio presente, el que alimenta su actividad intelectual y propor­ciona sus experiencias, ese presente es ya pasado y ha cedido el lugar a un presente virgen que le suscita nuevos interrogantes. Este proceso —amargo y vivaz— incita al hombre a cavilar sobre una vida que ad­quiere, más y más, la dimensión histórica.

Así, el presente se hunde a cada instante, inevitablemente, en el pasado, y la conciencia del presente —que era su conciencia de la vida— se torna muy pronto pura conciencia histórica. Frente al hom­bre reflexivo se yergue el pasado —el remoto, y ese otro inmediato, en el que acaba de insertarse lo que aún parece presente en la con­ciencia— con la ciclópea figura de un monstruo enigmático, especie de esfinge tebana a la que el hombre —Edipo renovado— debe inquirir en el instante decisivo sobre el secreto de la vida. También entonces la ley inexorable es conocer o morir; pero el conocer atrae con irre­sistible poderío al hombre reflexivo, porque la esfinge del pasado le ofrece, a cambio de la muerte, una esperanza de salvación, cara al hombre y a la que el hombre no quiere renunciar. Algo hay en los profundos estratos del alma que robustece la certeza de que no nos es indiferente lo ocurrido, de que no se ha desligado, pese a su imagen mortecina, de lo que somos y lo que hemos de ser, de que sólo allí reside la clave del enigma del sino.

Sin duda no está errado quien afronta la dramática inquisición. Lo pretérito, lo presente y lo porvenir apenas son, en el infinito del tiempo, segmentos arbitrariamente separados en una línea natural­mente ininterrumpida; la vida histórica es, en su esencial estructura, un desarrollo continuo y coherente, y la historia es como el huso en el que se envuelve poco a poco el hilo tenue de la vida vivida, sin que lo amenace —a lo que sabemos— una cruel Átropos como la que ame­naza la existencia individual. De esta radical continuidad y coheren­cia de la vida histórica arranca la certeza de que es posible —deshi­lando en la conciencia el hilo del huso— desentrañar el sentido de lo que adviene y aun algo —incierto e impreciso— de lo que está todavía impreciso e incierto en el vellón virgen esperando la mano diestra que lo hile.

Pero he aquí que la faena se hace ardua. El pasado no interroga, como la esfinge, sino que espera ser interrogado, y es necesario que la angustia haya dibujado en el espíritu la forma de lo que quisiéramos saber para poder lanzarse en busca de respuestas. Y no basta tampoco luego escucharlas, porque, como las voces de la sacerdotisa délfica, las respuestas pueden parecer tan sólo desvaríos. La interrogación del pasado exige más cautela que la que suele usarse, y más saber que el que a veces parece suficiente: se muestra enigmático y reticente, mu­chas veces equívoco o contradictorio, otras insensible a nuestro cla­mor. No es, pues, prudente acercarse a él con ánimo desprevenido, porque no es fácil partear una verdad del turbio rimero de los testi­monios.

En efecto, el pasado es apenas el espectro de una realidad sumida ya en la nada, de la que sobrevive tan sólo su recuerdo. In­completo, desvaído o desfigurado por mil razones diferentes, vela el recuerdo la realidad pasada al tiempo que la evoca. Quizá una vez, de improviso, acierta a tropezar quien se acerca al pasado con un sig­no dramático y elocuente, capaz de suscitar por sí solo aquella rea­lidad extinguida; pero otras muchas veces debió contentarse con el vestigio pálido y escueto, y aun aquella vez queda en su ánimo la duda sobre el alcance de su validez y de cómo sería necesario corre­gir la visión si se poseyeran otros testimonios concurrentes.

Así surge en el que es capaz de observar esa singularidad del pasado la angustiosa pregunta de cuál es la verdad histórica, ese sabio consejo que debe aprestarse a escuchar el hombre que descubre su historicidad y quiere conformar a ella su actitud. Quien en un rapto de entusiasmo ingenuo y previo a toda ordenada meditación afirma­ba la validez de la historia para la vida, daba por resuelto el problema de la obtención de la verdad histórica, y, al terciar en la disputa so­bre su misión, solía ignorar la incertidumbre que late en el proceso de su conocimiento. Pero, sin duda, si ahonda en el tema y lo mueve una recta intención, no tardará en advertir que no es sólo el problema de su finalidad el que suscita la historia, y que es menester atender a otros no menos graves. Porque si pudo pensar que aquella verdad que quería evocar estaba dada, se sorprende de pronto con que es necesario poseer cierto arte de mago capaz de suscitar lo inerte; y acaso entonces comience a meditar sobre el camino que puede con­ducir a la verdad.

No es cosa fácil lograr la certeza de que poseemos la imagen ver­dadera y pura de la extinguida realidad que constituye el pasado his­tórico. El riesgo es grave, si queremos acudir con su consejo a socorrer la angustia de la vida; porque es con la falsa, con la aparente, con la cercenada verdad con lo que se ha construido todo lo que ha sido erigido contra la verdad. Y si la ciencia histórica puede ofrecer los frutos de una experiencia secular en la dura labor de lograrla, es nefasto —y pueril— acudir a cierto realismo ingenuo para apoderarse de una imagen conveniente de la realidad extinguida que satisfaga las exigencias de una toma de posición. Por eso el espíritu reflexivo que gusta inclinarse sobre el pasado para descubrir su significado para la vida, no tarda en levantar el manto que esconde otros secretos de la historia: su singular manera de conocer la realidad y sus caminos rea­les para llegar a establecer lo verdadero.

Sólo después de tomar conciencia de estos arduos problemas puede considerarse capacitado el espíritu reflexivo para meditar con eficacia sobre la misión de la historia. Sólo después de haber adqui­rido tal prudencia le será lícito acudir a auscultar el presente virgen y llevar consigo el auxilio de su saber madurado en experiencia. Aho­ra está a salvo de los fantasmas que constituyen la vanguardia de la realidad extinguida y puede acariciar la certeza de no construir con la verdad nada contrario a la verdad misma.

Esta prudencia es exigible hoy más que nunca a los espíritus reflexivos, a los que aman en la historia la exaltación de los supremos valores del hombre moral, porque, sin duda, comenzamos a retornar hacia la historia: a recrearla bajo las inspiraciones preclaras de los me­jores espíritus y de las más fundadas doctrinas, a recorrerla con la conciencia vigilante para interrogarla y respondernos, a vivirla, toni­ficados por su sabio consejo. Signo de vejez, se ha dicho alguna vez. Signo de honda y decisiva crisis, podemos afirmar. Porque en las crisis se impone la exigencia de no marchar a ciegas y de detener con frecuencia el paso para elegir uno entre los múltiples caminos que se ofrecen a nuestra planta; y hoy, como antes muchas veces, la duda acosa y el espíritu reflexivo quiere apelar a todo el poder de su capa­cidad intelectiva para fijar el rumbo. La crisis es grave y peligrosa y el retorno a la historia —que es su signo— es también, por fortuna, su clave. Que viva, quien quiera salvarse, en actitud histórica, a semejanza del piloto que trepa al más alto mástil cuando el peligro acecha, para mirar de lejos más allá —y más acá— de la vida.


Nota del editor

En este volumen José Luis Romero reunió una serie de textos publicados anteriormente, que se incluyen por separado.

Romero, José Luis. La formación histórica. Instituto Social de la Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 1933. [Versión modificada: Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1936.]

Romero, José Luis. “Sobre la previsión histórica”. En Nosotros, nº 42-43, Buenos Aires, septiembre-octubre de 1939.

Romero, José Luis. “Ideas para una historia de la educación”. En Revista de Pediología, nº 1, Buenos Aires, agosto de 1937.

Romero, José Luis. “El consejo histórico”. En Saber Vivir, nº 1, Buenos Aires, octubre de 1941.

Romero, José Luis. “Crisis y salvación de la ciencia histórica”. En De Mar a Mar, nº 5, Buenos Aires, febrero de 1943.

Romero, José Luis. “Las concepciones historiográficas y las crisis”. En Revista de la Universidad de Buenos Aires, 3ª época, año 1, nº 3, Buenos Aires, julio-septiembre de 1943.

Romero, José Luis. “Sobre los tipos historiográficos”. En Logos, nº 3, Buenos Aires, 1943.

Todos los textos fueron incluidos en  Romero, José Luis. La vida histórica. Ensayos compilados por Luis Alberto Romero. Buenos Aires, Sudamericana, 1987.