El despertar de la conciencia histórica. 1945

La dura tarea del hombre que se afana por indagar la verdad acerca del pasado se distingue de las labores que exigen otras maneras del conocimiento porque no está movida tan sólo por el deseo de descubrir cierto aspecto de la realidad. Si así fuera, la ciencia histórica no habría alcanzado esa suprema dignidad que la ata indisolublemente a la vida en los instantes decisivos. Sin duda, el apetito de conocer el pasado se despierta en otras zonas más profundas del espíritu que no son las del intelecto puro; una inquietud inevitable lo suscita, una inquietud que nace en las mismas fuentes que las preocupaciones últimas de la existencia, y que se patentiza cuando el espíritu se siente a sí mismo como conductor del propio destino y advierte la urgencia de tomar posición frente a un problema capital. Esa actitud, y sólo ella, constituye el momento primigenio del proceso interior que conduce al conocimiento histórico.

En sentido estricto, sólo es lícito llamar historiador, auténtico verdadero historiador, a quien se lanza a la pesquisa de los hechos movido por esa actitud. La vocación que la caracteriza esencialmente se manifiesta por un afán de comprensión profunda de una realidad que le atañe como individuo y en cuanto miembro de una comunidad; y exige la vigorosa y ágil captación de sus líneas directoras, de las que debe tratar de aprehender los rasgos que la vinculan a su propia inquietud como ser histórico. En virtud de esa vocación, el historiador moviliza una conciencia histórica, y la nutre con los elementos de conocimiento que, de otro modo, no son sino meros datos carentes de sentido.

Pero he aquí que, a veces, se cubre de soberbia el menester cognoscitivo y pretende afirmar que posee valor por sí mismo. Entonces, transformado en mera erudición, el saber histórico comienza a alejarse de su fuente vivificadora, y el que suele llamarse historiador se encierra en un tipo de actividad que niega y contradice la auténtica vocación de tal. Sumido en su gabinete de trabajo y ajeno a toda punzante interrogación sobre el sentido de la realidad que lo circunda, suele ofrecer una singular fisonomía de malabarista de datos objetivos, y parece con ello satisfacer cierto vago ideal de hombre de ciencia. Así, en efecto, evoca la figura del historiador quien quiere defender, polémicamente, su jerarquía como tal, porque ve en él tan sólo un hombre de saber, cuya labor debiera consistir –como la del físico o la del biólogo– en la simple indagación de una verdad pura y exenta de toda distorsión.

Esa imagen no es arbitraria; corresponde a una precisa concepción de la ciencia histórica, que se ha afirmado durante la última centuria y ha llegado a adquirir consenso favorable entre especialistas y aficionados, y se apoya en cierta indefinida certidumbre, robustecida por el desarrollo del espíritu científico, acerca de la posibilidad de alcanzar en ella un alto grado de objetividad. Si esta concepción fuera exacta, la misión del historiador parecería no ser otra que la de elaborar los materiales hasta lograr el dato objetivo, y aquella imagen, lejos de ser infiel, sería un paradigma tras del cual debería dirigir sus pasos el hombre ávido por conocer el pasado.

Sin duda la ciencia histórica no existe sino en la medida en que es posible construirla sobre los datos más certeros; pero la pregunta que surge en seguida es si, por ser cierta esta primera proposición, debe satisfacerse con la búsqueda de esos datos. La respuesta llega veloz si se piensa que el conocimiento del pasado no nace como una mera curiosidad intelectual sino como una exigencia vital que apremia al espíritu para que responda a las inquietudes del individuo como ser histórico. Entonces se advierte cómo es falsa aquella imagen del historiador concebido como mero erudito y comienzan a dibujarse los múltiples aspectos de su fisonomía, acentuada por los signos de una conciencia vigilante vertida sobre la maraña del tiempo para desentrañar su sentido.

Ciertamente, sólo cuando está animado y nutrido por una vigorosa conciencia histórica adquiere el conocimiento del pasado toda su dignidad y trascendencia. Sin ella, el caudal de saber permanece estático y alejado de la palpitante inquietud del hombre; e, inversamente, nada incita a movilizarlo cuando la realidad no suscita en el espíritu la viva inquietud que provoca la duda acerca del destino. En cambio, en los momentos decisivos, cuando se adivina que está en juego lo que constituye el signo de la propia individualidad histórica, entonces el caudal de conocimientos, tan abundante o escaso como sea, se estructura al llamado de una secreta voz, se carga de sentido inequívoco en la conciencia militante y se afirma como una actitud vital de profundas raíces en el pasado. En ese instante –y sólo acaso en ese– el conocimiento acumulado adquiere la plenitud de su valor y se conforma dentro de un sistema de proposiciones inequívocas y categóricas; pero también en ese momento se formulan los interrogantes fundamentales, pletóricos de angustia, tras los cuales correrá luego el mero afán de conocimiento, acaso olvidado de la fuerza que desencadenó su ímpetu, pero obediente a sus mandatos.

El momento vivificador de la ciencia histórica, aquel que fija los rumbos de su meditación polarizando el acervo de conocimientos ya adquiridos y puntualizando lo que parece inexcusable saber, es pues, ese en el que la conciencia histórica, aun a riesgo de erigir sobre bases precarias un sistema interpretativo, despierta aguzada por las urgencias inmediatas y se conmueve ante las dudas que obscurecen la visión del propio destino. En ese momento la conciencia histórica apela a lo que sabe ya y no vacila en completar provisionalmente su panorama con datos apenas verosímiles, porque está segura de que su intuición le señala en el pasado lo valioso y lo significativo.

Esta etapa primera –el despertar de la conciencia histórica– se presenta, a los ojos de quien analiza la naturaleza de la reflexión sobre el pasado, como la instancia creadora en el proceso del conocimiento. Acaso carezca de valor a los ojos de quien sólo se afana por descubrir la marcha progresiva en la conquista de los datos; pero si no se olvida dónde hunde sus raíces ese afán de saber se advertirá en seguida que es esa instancia la que traza el surco para el mero conocimiento, cuyas conquistas sólo logran significación cuando germinan en él.

Momento primigenio, el despertar de la conciencia histórica acusa a un tiempo mismo los signos de la crisis de una comunidad y los rumbos hacia los que se dirige; nada tan fecundo para llegar a sorprender la viva llama que anima el conocimiento del pasado como indagar en qué circunstancias ocurre y bajo qué imperativos se produce; allí se oculta cierto secreto revelador del alma de la comunidad y, sobre todo, aquellos rasgos que, durante mucho tiempo, caracterizarán todas las formas del conocimiento histórico.

Apasionada y militante, la conciencia histórica sólo despierta al llamado de graves contingencias. Mientras el monótono devenir no suscita en el seno de una comunidad el problema de su destino, nada mueve al espíritu a elevarse por sobre el presente para diseñar una ruta que comprometa su conducta. Por el contrario, cuando una circunstancia inusitada amenaza alterar las formas vernáculas de la existencia, el espíritu –el espíritu occidental, al menos– adquiere una poderosa tensión y se muestra apremiado por la necesidad de adoptar una decidida actitud frente a la realidad circundante, coherente con el sentido de su vida.

En el seno de la comunidad queda entonces planteada una situación de crisis, y el espíritu se apresta a afrontarla con reflexiva decisión, tras indagar su origen y su sentido. Pueden contribuir a desencadenarla factores internos o externos, y en ambos casos la amenaza puede adquirir gravedad. En efecto, en el primero la comunidad descubre que se rompe el equilibrio entre sus diferentes elementos y comprende que es necesario postular –con una urgencia sin desmayos– una nueva estructura que los reordene. Entonces todo el pasado acude de pronto ante los ojos para poner de manifiesto cuánto vigor hay todavía en cada uno de aquellos elementos, qué dirección ha seguido hasta entonces cada uno, qué programa vital ha realizado y qué posibilidades se conservan larvadas en su entraña secreta. Con estos datos, que irrumpen en el área de la reflexión, la conciencia histórica se moviliza y erige un esquema transitorio o definitivo de la realidad y de su sino, según el cual se orienta la conducta. En el segundo caso, la comunidad descubre que hay otra frente a ella y que su libre desarrollo comienza a estar amenazado y comprometido porque sus rutas se entrecruzan y quiere cada una llevar a cabo su programa vital con menoscabo de la otra. También entonces llega presuroso ante los ojos la sombra del pasado para incitar a la comunidad a definir precisamente el significado de su misión en el ámbito de cultura en que se mueve, a dibujar su personalidad intransferible con nítido perfil, a afirmar con enérgica resolución su programa vital. Y la conciencia histórica se levanta entonces vigilante para establecer cuáles son las fuerzas duraderas y vivificadoras que mueven a la comunidad y justifican su derecho a defender su existencia futura.

Así, la crisis, cualquiera que sea su origen y su magnitud, llama a cuentas al sujeto del devenir histórico para dejar establecido lo que era como latente posibilidad, lo que de ella ha sido capaz de realizar y cuánta fuerza interior conserva aún para proseguir en la aventura. Y entonces apela cada uno a su historia, que es la conciencia de su vida, y se condena o se salva con ella logrando o malogrando la afirmación de su singularidad.

El despertar de la conciencia histórica es un fenómeno que arraiga en las circunstancias inmediatas, pero que no se produce sino cuando inciden sobre ellas ciertos interrogantes acerca del futuro. Sólo así, movido por tales contingencias, comienza el hombre a inquietarse por el pasado que, de otro modo, es sólo inerte realidad. Presente y futuro constituyen categorías decisivas de la preocupación por el pasado y configuran sus diferentes concepciones, que la conciencia histórica acuña, eligiendo y valorando en cada circunstancia lo que entonces atañe a la comunidad.

Por esta singular característica del momento primigenio y creador, la concepción del pasado suele revelar algunas notas diferenciadoras de extremada importancia. Porque puede ocurrir que en el momento en que despierta en una comunidad la conciencia histórica posea ya una nutrida tradición a la que acudir, pero puede suceder también que no tenga todavía sino un breve pasado, de desproporcionada significación con respecto al programa vital que la comunidad diseña por entonces. Empero, es en ese instante cuando es imprescindible para la comunidad adoptar una posición frente a la realidad, y en cualquiera de las dos circunstancias en que se halle se hunda en el pasado para desentrañar un sentido que justifique su aventura, sea empobreciéndolo y esquematizándolo para destacar una línea precisa, sea exaltándolo y enriqueciéndolo hasta proveerlo de una significación de la que originariamente carecía.

Podrían señalarse así dos formas típicas de acuñación del pasado según la relación que se establezca entre el programa de la comunidad y su fondo histórico. Unas veces se plantea la situación de crisis en el seno de una comunidad que puede movilizar una rica y variada tradición, en la que no sólo es posible hallar elementos para definir una actitud sino que resulta inevitable dejar de lado otros que, aun constituyendo signos valiosos de su personalidad, no se engarzan en el sistema interpretativo requerido por la crisis; entonces el pasado resulta empobrecido por el condicionamiento impuesto por la conciencia histórica, y, con frecuencia, esa visión queda plasmada de modo duradero determinando el marco dentro del cual se encuadrará, de allí en adelante, el conocimiento del pasado. Pero otras veces la crisis se plantea en una comunidad en tales circunstancias que le es imprescindible afrontar un programa no implícito en su desarrollo anterior. Para la conciencia histórica militante el problema reside ahora en cómo vigorizar su fondo tradicional para elevarlo hasta la altura de aquel programa; entonces acuña su pasado con una enérgica acentuación de sus elementos valiosos, proyecta sus caracteres hacia un plano en el que la leyenda comienza a mezclarse con la realidad y confiere una dignidad convencional a lo que hasta entonces carecía de ella.

Esta diferencia de circunstancias en el momento en que despierta la conciencia histórica es la que señala una marcada desemejanza entre las tradiciones historiográficas de Grecia y de Roma. En Grecia despierta al comenzar el siglo V, cuando el orbe helénico se siente arrastrado hacia un duelo inevitable con el Oriente. En ese instante Grecia decide afirmar su individualidad; disponía para ello de una riquísima tradición, algunas de cuyas facetas mostraban a las claras su próximo parentesco con las cul-turas orientales; pero en el instante crucial Grecia –piénsese en Herodoto– resuelve afirmar el primado del espíritu apolíneo y cubre de sombras lo que pudiera desdibujar ese perfil. Quedaban obscurecidas en esa fisonomía –hoy lo sabemos bien– algunas formas vitales que pertenecían indudablemente a su auténtica personalidad; pero quedaron señaladas como no valiosas por la enérgica conciencia histórica del siglo V y no dejaron su impronta en la imagen que Grecia dibujó entonces de sí misma. Después la marmórea estructura de esa visión configuró los esfuerzos cognoscitivos y han sido necesarias cierta lejanía y una larga labor de rastreo para poder hacer la luz sobre aquellas facetas olvidadas.

En Roma, en cambio, la conciencia histórica despierta en muy distintas circunstancias. Cuando en los últimos tiempos de la república descubre su destino imperial, hace muy poco que Roma ha dejado de ser una pequeña urbe enclavada entre enemigos celosos de su creciente poderío. Apenas un siglo antes ha estado a punto de sucumbir ante los esfuerzos mancomunados de todos ellos; pero poco después ha logrado aniquilarlos en el Occidente, y entonces descubre que nada puede oponerse ya a la extensión de su autoridad por toda la cuenca del mar que pronto llamará suyo. Es en ese instante cuando Roma se vuelve hacia el pasado para escrutar las raíces de su programa histórico, para hallar una .justificación a sus ambiciones, un impulso interior para su aventura; pero el pasado no podía responder satisfactoriamente; le hablaba de la virtud de Cincinato, del orgullo de Coriolano, del valor de los Horacios, de la prudencia de Fabio; sólo permanecía callado cuando quería hallarse en él un anuncio premonitorio de su sueño imperial. Sin embargo, la conciencia histórica romana, despertada al compás de su marcha conquistadora, no vaciló en laborar el pobre limo de su tradición hasta endurecerlo como para poder esculpir con él una potente imagen de su pasado que pareciera digna de su nueva grandeza. Un obscuro proceso de elaboración permitió que mezclara en ella algo del bronce del pasado griego, que le ofrecía lo que no podía encontrar en el suyo; entonces los dioses y los héroes romanos se cubrieron con el brillante manto helénico y su tradición comenzó a asimilarse, por raro mimetismo, con la multiforme aventura griega. Y cuando Tito Livio, testigo de la marcha ascendente de Roma y de su culminación política, recoge y acuña con vigoroso gesto la tradición patria, el nombre romano comienza a vibrar con el broncíneo son que arranca de ese fondo histórico y legendario a un tiempo, incorporado ya al alma romana y fundido con la llama de una conciencia histórica en la que latía con recia certidumbre la visión del destino imperial.

He aquí, pues, señalado el camino real para la indagación de las formas que adopta el conocimiento histórico. Sin duda hay otras muchas rutas, pero es indudable que antes de intentar su análisis como mero saber es imprescindible ahondar en el complejo panorama de ese instante primigenio y creador en el que se desata el apetito cognoscitivo. Y en ese análisis del despertar de la conciencia histórica se hallarán, seguramente, los signos reveladores del rumbo que ha seguido la afanosa pesquisa del pasado.