MONICA I. BARTOLUCCI
(Universidad Nacional de Mar del Plata)
En 1946, con la intención de comprender su propio presente, José Luis Romero tuvo la necesidad ciudadana —o una responsabilidad moral, según nos dirá treinta años después— de escribir un libro en el que intentó identificar “la vibración de la colectividad argentina”. Esta ambición devino posteriormente en un escrito clásico de la historiografía titulado Las ideas políticas en Argentina.[1] En aquel momento, Romero definió a su objeto de estudio desde una categoría etérea, la de las “ideas políticas”, aun cuando desde un principio sintió que este concepto no era todo lo abarcativo que se pretendía, y que en cierto modo restringía el afán de conocimiento y la necesidad de darse una posible explicación acerca de la particularidad de la Argentina. Para enterarnos de esto, solo es necesario volver sobre su obra, revisar su “Advertencia para los futuros lectores” en aquella primera edición y descubrir que, para el autor, si bien el pensamiento político poseía un altísimo interés histórico, “no es idea pura sino también —y acaso más— en cuanto es conciencia de una actitud y motor de una conducta”. En su análisis, las “ideas” no eran una caja vacía, significaban algo denso, eran remedos de otras ideas extranjeras y nacionales, creaban una “cultura de profunda significación”. Pero sobre todo, funcionaban como fuerzas hidráulicas de la sociedad dado que se asociaban a “ciertos impulsos que entrañan y presuponen una determinada predisposición” (Romero, 1992, p. 10). Idea hecha cultura, cultura hecha motor, impulsos sociales que predisponen hechos. He aquí toda una definición muy temprana en la historiografía argentina de lo que en la actualidad, a través del prisma de las nuevas tendencias historiográficas, llamaríamos “Historia de las emociones”.
La obra de José Luis Romero ha sido analizada desde múltiples puntos de vista, una y otra vez. Inabarcable historiador social del contorno argentino y latinoamericano, culturalista atento a los avances de la geografía, la economía y la antropología, sensible a los mensajes provenientes del campo de la literatura para entender los procesos, y atento al tiempo urgente pero también al de media y larga duración, como sus colegas europeos. Nos animaremos aquí a agregar a esa larga lista otra cualidad: la de ser un antecedente clave para recorrer el camino de los estudios de las emociones argentinas.
En la actualidad, la perspectiva de las emociones sociales, tanto en las humanidades como en los estudios literarios y visuales, son producto de un período posestructural que intenta dar respuestas a los procesos históricos poniendo el eje en los sujetos, sobre todo, en sus sentimientos individuales. Desde finales de siglo pasado, el llamado “giro afectivo” busca ponderar la dimensión afectiva de las experiencias humanas, rescatar el carácter histórico de emociones como la ira, el odio, el amor, el miedo, la tristeza, la vergüenza, la humillación o el orgullo de los pueblos, entre otras. En general, la historia del siglo XX y lo que corre del XXI muestra que es necesario bucear en las raíces profundas de la sociedad para comprender sus manifestaciones. El impacto en los seres humanos de hambrunas o guerras, las aprobaciones o desaprobaciones masivas de los fascismos, los ideales románticos en relación a diferentes revoluciones y los cambios de humores sociales a través del tiempo respecto a temas sensibles como la violencia, el amor, la pasión, el honor, la rebelión, el resentimiento, el odio al enemigo, o incluso la abulia social, es decir el desinterés por los otros, según los distintos contextos, son una puerta de acceso para una mejor comprensión de la sociedad. En ese sentido, los investigadores y teóricos que han dado forma a esta opción analítica se han puesto de acuerdo en algunos principios para delinear el campo de estudio. Para ellos, los sentimientos personales, si bien íntimos, necesariamente deben comprenderse incluidos y en relación con un proceso colectivo, y dependen del tiempo y espacio en el que surgen, es decir, son históricos. Pero sobre todo, y aquí lo más convocante para quienes hacen historia política, es que las emociones se consideran fuerzas capaces de transformar el curso de los procesos sociales, convirtiéndose en potentes motores para modificar el status quo dentro de la polis, en las que participan los discursos y los cuerpos de los sujetos. Para estudiarlas crearon conceptos como “regímenes emocionales”, “comunidades emocionales”, “standares emocionales” o “emotives”.[2]
Por supuesto, no son estas las categorías que Romero pudo haber usado en aquel momento para escribir acerca del proceso argentino, aun cuando escribiera (y creyera) que “los impulsos entrañan predisposición”. Por ello, releer su trabajo nos convoca a verlo como un precursor en estas lides y nos invita a realizar un doble ejercicio. Por un lado, detectar los emotives del autor, es decir, ese conjunto de expresiones emocionales que son concebidas como “actos del habla que hacen cosas al mundo” (Reedy, 2001, p. 104). Según los especialistas, una declaración de experiencias tiene efectos sobre los sentimientos de los sujetos. Es decir, las palabras que se eligen y se enuncian son performativas, construyen una realidad (Plamper, 2014, p. 24). Los patrones del lenguaje que Romero selecciona y utiliza como historiador, y sus declaraciones como ciudadano, son el fruto de una emoción personal que tienta y atrae a su vez la emoción de lector.
En la citada “Advertencia”, Romero escribe que ha procurado “descender desde el plano de las ideas claras y distintas hasta el fondo oscuro de los impulsos elementales y las ideas bastardas, seguro de llegar de este modo, a la fuente viva de donde surge la savia nutricia que presta a las convicciones esa fiereza tan peculiar de nuestra historia política” (p. 10). Sin despreciar la estructura económica para detectar el proceso de transformación general de la Argentina, propone su ya conocida nueva periodización de una etapa colonial, una criolla y una aluvial. Presentará la contraposición de dos principios políticos, el autoritario y el liberal, como un “duelo”, como el nudo del “drama argentino”. “Impulsos”, “fuente viva”, “savia nutricia”, “fiereza peculiar de la política”, “duelo” entre tradiciones y “drama”. Así, los emotives utilizados nos proponen un mundo de flujos profundos, de potencias socioeconómicas subterráneas que emergen a la superficie en forma de prácticas, que a lo largo de la narración histórica se escenificará con un tono teatral a lo largo de un siglo en el que van travistiéndose los actores. Incluso, al revisar su función como historiador y acerca de la intención de síntesis que buscó, también apela a entrar en complicidad con quien lo lee (o escucha) en la comprensión de su propio sentimiento al decir “Acaso solo sea original cierto enfoque de la totalidad del problema —pocas veces intentado antes— y cierta acerada visión del curso de la historia argentina, cuya proyección hacia el futuro ha querido vislumbrar el autor muchas veces, unas con angustia , otras con orgullo, siempre con la ansiedad de quien se juega la vida confundido en una multitud cuyos pasos no sabe quién dirige”.[3](Romero, 1996, p.11). Romero construye así un verdadero documento acerca del oficio de historiador, poniendo el acento en las emociones que traspasan el cuerpo de aquel que siente a su rol como una necesidad o misión personal, pero siempre incluido dentro de un colectivo mayor al que se pertenece. Treinta años después, el sentimiento de angustia trocaba en otra cosa, según consta en una confesión personal en la que afirma, “yo estoy muy orgulloso de haber sistematizado lo que llamaríamos la tercera parte de la historia argentina” y “yo decidí sistematizar el período que comienza en 1880 y ponerle una designación ‘La Argentina aluvial’, que aludía al fenómeno que a mí me parecía decisivo y fundamental de ahí en adelante, tal la metamorfosis que en la sociedad argentina opera la inmigración”.[4]
El otro aspecto que podríamos considerar para ubicarlo como un pionero o posible iniciador dentro de una zaga de historiadores de la emoción en la Argentina, es el hecho de que en un momento en el que la historiografía argentina iba sobre la reconstrucción de los datos duros, Romero se diera el objetivo de observar científicamente otra cosa mucho más inasible, “las aspiraciones”, “los ideales imprecisos latentes en el alma popular” o los sentimientos “en carne propia” de la sociedad como factores explicativos de los procesos históricos. Después de todo, no debería llamarnos la atención si pensamos que su pasión siempre fue ponderar la figura del adelantado, del entrepreneur, del hombre aventurado.
Tomaremos como ejemplo el capítulo VIII de Las ideas políticas de la Argentina, donde Romero dibuja “La línea de la democracia popular” cristalizada en 1890 como una cultura opuesta a la del liberalismo conservador. En esa operación es donde los insumos emocionales son creativamente utilizados por el autor. Si miramos con atención la operación del autor, notaremos que aquella ampliación democrática fue hija de un sentimiento, de una emoción propia de la intimidad de los nuevos grupos sociales, criollos e inmigrantes, más que de la participación o función de políticos más destacados. (pp. 205-226) Para él, fueron los ideales que surgieron en un alma colectiva de ese conglomerado y de aquella masa informe inmigrante e insegura de sus convicciones, las que le dieron fuerza motriz para organizar la lucha contra la oligarquía. Incluso, presenta la rebelión de 1890 como el fruto de un desprecio y del dolor de los nuevos argentinos que tuvieron la intención de participar en la vida pública, al no poder hacerlo libremente. Sorprende la agudeza de Romero para detectar la circularidad de las emociones entre diferentes clases sociales. Al interpretar la crisis capitalista de 1889-1890, no dejó afuera del análisis una nueva pasión, la de la especulación, pero encarnada en esas nuevas clases medias. En su análisis, la especulación económico financiera del hombre común se acompañó con otra preocupación de índole moral, porque Romero también rescata de sus fuentes el problema de la corrupción. No es gratuito el pasaje que elige en el que Aristóbulo del Valle la denuncia y describe como una “corrupción moral que está pegada a nuestro cuerpo como la lepra” (p.208). La cita seleccionada que asocia enfermedad, cuerpo, moralidad y sociedad es una típica imagen de un mundo cientificista, el que los autores positivistas de principios de siglo describieron con eficacia. Pero también es un signo o una puerta posible para trabajar el clima de época desde una perspectiva aggiornada que tome en cuenta la cuestión del cuerpo humano en varios de sus aspectos: desde las apelaciones al mismo como símbolo de cuerpo social o los efectos que las sociedades imprimen sobre los humanos, dentro de un paradigma teórico en boga hoy, que asocia corporalidad y afectividad.
Hemos dicho ya que las emociones son fuerzas motoras de la sociedad y que para comprender su capacidad de transformación hay que historizarlas, es decir, ubicarlas en tiempo y espacio. Eso es lo que hace el autor al escribir que la asamblea celebrada en el Jardín Florida en setiembre de 1889 fue un despertar de la conciencia política que puso todo su empuje en el mitin del 13 de abril de 1890 en el frontón de Buenos Aires, poniéndose en marcha un movimiento popular imparable. De ese momento, Romero elige resaltar las fibras patrióticas de Alem y la idea de un pueblo enervado como un pueblo que siente lo suficiente como para rebelarse. No por casualidad selecciona como documento las palabras de Lisandro de la Torre, que sostiene “que ante un coloso de pie no quedan intrigas ni miserias que amparen y sostengan a los tiranos de decadencia, que los desprecian y apostrofan dormidos” (p. 209). Atento a la potencia de la exaltación popular, Romero recuerda que Bartolomé Mitre apelaba a la juventud como actor social definitivo, pero agrega un dato más que Mitre no llega a ver, el de “las masas populares que se constituían poco a poco con una renovada fisonomía y a la que se iban incorporando los nuevos elementos que aportaban la inmigración y el mestizaje” (p. 210). La Unión Cívica fue el producto de todo ese conglomerado social que abrazó con fervorosa esperanza esa bandera (p. 211).
Casi treinta años después de haber pensado y ofrecido este tipo de explicaciones acerca de los impulsos democráticos de las mayorías de principios de siglo, José Luis Romero vuelve a golpear al lector en el centro del espíritu de los argentinos con una nota que solo puede ser escrita por aquellos que, como los artistas de vanguardia, son capaces de presagiar el curso de los hechos. La escribió en noviembre de 1975 y la tituló “Antes de disgregarnos”, a poco del descenso del país a los infiernos de una cruel dictadura. Allí vuelve la imagen de una Argentina que tiene un cuerpo enfermo: “es duro de aceptar el diagnóstico de una enfermedad grave, pero es inocultable que la sociedad nacional muestra signos evidentes de disgregación”.[5] El sentido de los valores de un bien común se estaba quebrando ante su propia vista y no sin preocupación o desasosiego advertía que:
“todo funciona cuando el sistema de relaciones que constituye una sociedad goza del consenso general o, al menos, mayoritario: la política, la moral, la economía, la cultura. Y nada funciona si los grupos que la integran retiran su consenso. Un día, un vasto sector de la sociedad descubre —o cree advertir— que el sistema de relaciones sirve a ’los otros’, y que él es un conjunto marginal. Entonces le retira el consenso y se transforma en enemigo —pasivo o activo— del sistema. Cuando esto ocurre, la sociedad nacional comienza a estar amenazada de disgregación. Si el proceso se generaliza y acentúa, la disgregación avanza como una gangrena y puede consumarse temporalmente a veces, pero a veces —ha ocurrido a lo largo de la historia— de manera definitiva. Hay que evitar que el proceso avance si se quiere conservar una sociedad nacional, pero sin ilusionarse acerca de las posibilidades que tiene el simple uso de la fuerza. Porque la fuerza sirve para defender un sistema basado en el consentimiento, pero no es capaz de recrear un consentimiento perdido”.
Como ya se ha dicho, la historiografía europea actual apuesta a que la esperanza de los pueblos, como el orgullo, la vergüenza o los resentimientos, hacen historia: construyen hechos, promueven hitos, cambian los procesos. Solo hay que detectar el momento, el espacio y las modalidades que asumen esos sentimientos y cómo encarnan en los sujetos o grupos. La obra de Romero no es un trabajo de historia de las emociones tal como podría realizarse en la actualidad, es claro. Pero es a partir de aquella fina sensibilidad y conexión con los actores del pasado que los jóvenes historiadores podrían iniciar otros caminos para revisar nuestra historia política. A Romero, como a Bloch, nada de lo humano le era ajeno. Mucho menos las emociones, a las que entonces las llamó ideas, valores, consensos, pero que hoy sabemos que eran mucho más que eso.
[1]. Romero, José Luis. Las ideas políticas en Argentina. México, Fondo de Cultura Económica, 1946. 2da ed. aumentada, 1956; 5ta ed. aumentada, 1975.
[2] Reddy, William, The Navigation of Feeling: A Framework for the History of Emotions, Cambridge, 2001. Reddy, William “Against Constructionism: The Historical Ethnography of Emotions,” Current Anthropology 38, 2, 1997. Stearns Peter y Carol Zisowitz Stearns, “Emotionology: Clarifying the History of Emotions and Emotional Standards,” American Historical Review 90, 4,1985. Rosenwein, Bárbara Emotional Communities in the Early Middle Ages, Ithaca, 2006.
[3] Romero, José Luis “Antes de disgregarnos”, Redacción Vol. III, n°33, noviembre de 1975 en Romero, José Luis, La experiencia argentina y otros ensayos, Taurus, 2004, p. 11.
[4] Romero, José Luis. “A propósito de la quinta edición de Las ideas políticas en Argentina“. Incluido en La experiencia argentina y otros ensayos. Compilados por Luis Alberto Romero, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980. 2da ed., Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1989. 3ra edición, con estudio preliminar de Carlos Altamirano, Buenos Aires, Taurus, 2004, p 44.
[5] Romero, José Luis “Antes de disgregarnos”, Redacción Vol. III, n°33, noviembre de 1975 en Romero, José Luis, La experiencia argentina y otros ensayos, Taurus, 2004.