JAVIER GUIAMET
IDIHCS/UNLP, UNAJ
En 1931 un muy joven José Luis Romero publicó en la revista Clave de Sol un escrito donde abordaba por primera vez un tema que, de modo problemático e irresuelto, reaparecería frecuentemente dentro de sus preocupaciones como historiador e intelectual comprometido con la vida pública y política de la Argentina.
En un texto titulado “Variaciones sobre la acción y el peligro” y desde un cruce de influencias singulares, Romero ensayó un primer acercamiento al problema de las masas y la masa en la sociedad contemporánea –en ese desplazamiento que iba de lo cuantitativo a lo cualitativo- partiendo de la filosofía para terminar en la historia. Si semejante recorrido en un joven de 22 años preanunciaba una trayectoria intelectual destacada, aquel texto dejaba asentadas las coordenadas por las que iba a discurrir una inquietud de vital importancia en su faceta bifronte entre la política y la historia.
A pesar de su brevedad, el escrito en cuestión presentaba una seria de aristas que cobraron importancia a la luz de producciones posteriores. Si desde el comienzo la caracterización de las masas se construyó desde una generalidad inmanente o una esencia en la cual se las consideraba conservadoras por su apego a pensar la realidad inmediata como la única forma posible de las cosas, esa caracterización no le impidió al autor ubicarlas dentro de las fuerzas vivas de la historia.
Es así que, en un principio, la masa –esto es, “el individuo en tanto que actúa y piensa como masa (…) [que] siente la actualidad como si fuera la realidad misma”– carecía de una perspectiva histórica y, por ende
actúa (…) como agrupación de individuos, multiplicando al infinito los instintos y las reacciones individuales. En el estado de pasividad —el estado normal de la masa— hay entonces una multiplicación de los valores individuales que la componen, esto es, de los valores mediocres o vulgares.[1]
Sin embargo, aunque apareciera disgregada en impulsos individuales, Romero propuso a la masa en dicho texto como artífice de la revolución, la cual, siguiendo a Ortega y Gasset, entendía como un estado de espíritu. Para que ello ocurriera, la perspectiva histórica –entendida como la posibilidad de barrer con el marco tradicional cuyos caracteres parecían definitivos y esenciales– debía afincarse en una conciencia colectiva que hiciera de núcleo a esas voluntades antes dispersas.
Al respecto, afirmaba:
Reducir a un estado de conciencia común todas las individualidades que componen la masa, uniformizar las reacciones ante un fenómeno cualquiera, eso es la revolución. Es por esa esencial virtud por lo que valen históricamente las revoluciones, no por lo que comportan o por lo que logran.[2]
De esta manera, a pesar de la atomización y la inmediatez, la masa aparecía con el potencial creador cuyas transformaciones prometían ser más profundas. Esta tensión entre lo individual y lo colectivo y entre el carácter impulsivo y la conciencia de destino ubicaría a la masa y a las masas en una cruce problemático pero sumamente productivo para pensar el cambio histórico y el devenir de la política en un momento tan álgido e incierto como lo era el año 1931.
Corriéndose al plano empírico Romero encontraba esta evolución en el desarrollo de las masas en Argentina. Si el aluvión inmigratorio había diluido al auténtico criollo, dando lugar a una gran masa que no se preocupaba o comprometía con la sociedad a la que afluía y que solo reclamaba sus brazos, fue la experiencia compartida en los años siguientes la que empezó a mostrar atisbos de cohesión, especialmente visibles en el plano de la actividad política.
Al respecto, Romero señaló que las elecciones presidenciales de 1928 demostraron que el espíritu de la masa había cambiado de un modo profundo y duradero. Considerando que lo importante no eran los nombres que encabezaban las boletas, sino los sentidos que se habían organizado en torno a cada una, podía afirmarse que la masa se había volcado por “una fórmula popular, de lejana inspiración izquierdista, prestigiada por una auténtica tradición radical”.[3] Esto dio como resultado una definición categórica “pero no en el sentido de los nombres elegidos, sino en el del contenido vagamente ideológico con que el sentir de la masa —acaso su intuición, nunca demasiado errada— había cargado los dos opuestos nombres”.[4]
De allí que pudiese concluirse por primera vez en cuarenta años que la masa había adquirido conciencia de sí misma y de su “específico querer”, lo cual le permitía ejecutar su voluntad de poder, apareciendo “en el campo social como un factor nuevo con el que de aquí en adelante habrá que contar, a riesgo de sufrir sobresaltos y contratiempos”.[5]
Si en el recorrido inicial las apelaciones a las masas parecían nutrirse de ciertas alertas que habían estado en boga entre los intelectuales europeos en las décadas previas —y que habían influido en el pensamiento de Romero especialmente a partir de la obra de Ortega y Gasset—, los ideales democráticos y socialistas que ya se manifestaban en su personalidad harían que esa postura inicial le resultase insuficiente.
En efecto, aquel joven cuya amistad con Alfredo Palacios lo había acercado al socialismo y que precisamente en las elecciones de 1928 había apoyado la fórmula presidencial de ese Partido,[6] necesitaría ir más allá de esas caracterizaciones peyorativas iniciales sobre las masas como resultado directo de sus convicciones ideológicas. El potencial revolucionario de las mismas resultaba entonces una instancia legitimadora y ofrecía, además, una herramienta para comprender la historia política apelando a una clave social infrecuente entre los historiadores de la época.
El breve pero enérgico texto reservaba para el final un último movimiento que complejizaría aun más el cruce de filiaciones teóricas e ideológicas sobre las que operaba Romero. El proceso de toma de conciencia de la masa argentina, visible en su comportamiento electoral, lo llevó a lanzar una advertencia para el futuro que a la vez significaba un importante reconocimiento: “A quien de aquí en adelante se encarame a la florida rama del poder, bueno será gritarle un alerta antes innecesario y recordarle este suceso paradójico: ya existe el pueblo”.[7]
De las masas conservadoras a las masas revolucionarias, Romero sumaba un paso original al vincularlas directamente al surgimiento del pueblo como actor político. Si algo había caracterizado a las masas en tanto emergente problemático de las sociedades modernas esto había sido, como ha analizado Graciela Montaldo,[8] la consideración de sujeto infra político en contraposición a la noción de pueblo cuya legitimidad como depositario de la soberanía se podía rastrear en la Revolución Francesa y se replicaba en franjas muy diversas del discurso político.
De esta manera, el escrito de Romero se ubicaba en el centro mismo de las contradicciones que suponía el surgimiento de las masas en la sociedad contemporánea, desde una posición que lejos de excluirlas perseguía su reconocimiento como actor legítimo, en este caso, de la política Argentina. No obstante, cierta desorientación, que a ojos de Romero se manifestaba en la masa, podía llevarla a confundir sus intereses con los de líderes que no representaban sus verdaderos anhelos, riesgo que continuó representando un problema de difícil resolución.
En ese sentido, Romero compartía una inquietud que ya para ese momento expresaba el socialismo en la Argentina. Como ha explicado José Aricó, el ideal ilustrado de Sarmiento –en el que el éxito de un proyecto dependía de la razón que lo guiara– había influido decisivamente en la formulación que hacía Juan B. Justo de un socialismo para la Argentina. Pero, a diferencia del político sanjuanino, Justo creía que debían ser las masas las portadoras de esa clarividencia y no una minoría. Al respecto afirmaba: “El socialismo moderno cuenta también con las masas populares y con el poder de la razón; pero con las masas populares en cuanto ejercen la razón, y con la razón, en tanto es ejercitada por las masas”.[9]
Este ideal democratizante otorgaba al Partido, o a cualquier minoría ilustrada, una tarea educativa que permitiera a las masas convertirse en agentes de una sociedad futura más igualitaria y democrática. Romero, cuya adhesión a los ideales socialistas era explícita y lo conduciría finalmente a su integración formal al Partido en las décadas siguientes, compartió muchos de estos rasgos ideológicos en sus formulaciones sobre el lugar de las masas en la historia contemporánea. Ello lo llevó a encontrar en el fracaso de las minorías y no en el accionar de las masas la responsabilidad de sus posibles desvíos, sobre todo en lo que refería al apoyo masivo al fascismo y al nazismo.
El análisis y reconocimiento de la mayor presencia de las masas en la vida pública y sus posteriores derivaciones políticas nos acerca, en última instancia, a la faceta de historiador contemporáneo de Romero. En efecto, las masas ocupaban un lugar central en la narrativa analítica que construyó sobre el mundo surgido de la mentada “doble revolución”. Allí, el historiador distinguía entre el proceso de masificación vinculado estrechamente a las transformaciones de la sociedad industrial y el ascenso de las masas como actor con reconocimiento de sí y de sus anhelos. Este “ascenso de las masas” –Romero se mostró reticente a usar el término rebelión para caracterizarlo- resultaba, a sus ojos, uno de los rasgos centrales de la sociedad de entreguerras.[10]
En la Europa occidental este proceso devino en un repliegue de las clases medias –que habían marcado el pulso de la cultura europea en las décadas previas– atemorizadas por la presencia de las grandes masas de asalariados que reclamaban el acceso a los privilegios que antes le eran vedados. De este modo, a semejanza de lo que había observado Ortega y Gasset, Romero describió a la masa agolpándose en las filas de los teatros y participando de los consumos ociosos que otrora resultaban un lujo burgués. A su vez, Romero señaló tempranamente el rol masificador que cumplieron los nuevos dispositivos de la cultura como el cine y especialmente la radio, cuyo mensaje llegaba aun a quienes no lo buscaban abiertamente.[11]
Si en sociedades como la de Estados Unidos, Rusia o Japón el vertiginoso desarrollo técnico facilitó que el proceso de masificación tendiera a borrar el abismo que separaba a las clases medias de las clases asalariadas, este no sería el caso de los países de la Europa occidental. Allí, el repliegue de las clases medias, el empobrecimiento de las clases asalariadas en la postguerra y la falta de respuestas de los viejos políticos liberales otorgaron el marco perfecto para que las masas se inclinaran por proyectos políticos autoritarios y antidemocráticos.
Para dimensionar este sentimiento, Romero afirmaba:
Por debajo del cosmos organizado por los demiurgos de la diplomacia, reinaba un auténtico caos que las élites no podían llegar a percibir en su esencial y grandiosa locura. La guerra, por lo demás, había deshecho el prestigio de las élites, y había liberado de su complejo de inferioridad al coro de la tragedia, ofreciéndole la oportunidad de desempeñar papeles protagónicos.[12]
Este cuadro de incertidumbre y desasosiego alimentó una conciencia revolucionaria opuesta a la conciencia burguesa cuyo ascenso en el siglo anterior había resultado indiscutible.[13] Sin embargo, dicho proceso podía derivar en formaciones políticas sumamente disímiles. Ante eso, Romero se vería en la necesidad de aclarar que:
Frente a la política auténticamente revolucionaria, basada en una concepción autonómica de las masas, el nazifascismo desarrolló una política falsamente revolucionaria, basada en una concepción heteronómica de las masas. Sólo la irreflexión de un proletariado que no tenía suficiente experiencia política, y sobre todo su apremio, pueden justificar la confusión entre esas dos políticas, estimulada eficazmente por las consignas de una propaganda organizada de acuerdo con una excelente técnica psicológica.[14]
De esta manera, a pesar de ciertas caracterizaciones peyorativas sobre las masas, Romero se ocupó una y otra vez de exculparlas por su apoyo a líderes como Hitler o Mussolini. La dialéctica entre masas y minorías, de influencia orteguiana, reaparecía para volcar en el fracaso de las minorías la responsabilidad de que las masas hubiesen encontrado, aunque equivocadamente, una respuesta a sus problemas en el fascismo y el nazismo. A fin de cuentas, contribuía a esta situación el hecho de que “las democracias occidentales sólo lo son en un plano político y que, en el plano económico-social, están guiadas por el afán de contener el ascenso de las masas”.[15]
Aunque con aristas diferentes, un problema similar le presentó a Romero la tarea de explicar la adhesión popular al gobierno de Perón. Como gran parte del socialismo argentino, Romero no tuvo reparos en manifestar su rechazo a las políticas expresadas en la figura de un “caudillo autoritario”, pero una vez más, frente a correligionarios que descargaban duras críticas sobre sus seguidores, se ocupó cuidadosamente de exculpar a las masas populares por dicha adhesión, al tiempo que criticaría el desconocimiento que el Partido Socialista tenía sobre las mismas.
Es así que en 1946 afirmó en un texto publicado en El Iniciador -un periódico socialista que disentía con la línea oficial del Partido representada por las figuras de Nicolás Repetto y Américo Ghioldi- que:
Como estamos seguros de la verdad de nuestros postulados y de la dignidad de nuestros fines, el problema fundamental que se presenta a nuestro análisis deberá ser, principalmente, el de la eficacia de los procedimientos utilizados para lograr la adhesión de las masas populares. Y a poco que reflexionemos sobre este tema, descubrimos la dura lección que deja esta aventura: no conocemos suficientemente nuestra realidad social.[16]
Frente a este cuadro era el Partido el que debía reorientar su práctica en tanto: “esta masa que hoy se precipita entusiasta tras un caudillo es —no lo dudemos— profundamente democrática en su esencia, aunque tenga una idea imprecisa de los medios y de los fines de la democracia”.[17] Tomando en cuenta las transformaciones en el “cuerpo social” que se manifestaban en relación a los momentos fundacionales del socialismo local –la Argentina del aluvión inmigratorio- y, sobre todo, considerando que “la masa es pueblo argentino” era responsabilidad del Partido:
Volver al pueblo a repetir nuestra verdad, con otras palabras aunque con los mismos principios; a probarle cuán intensa ha sido nuestra lucha contra el privilegio, contra los imperialismos políticos y económicos, contra el capitalismo dominador y egoísta, porque tal es el papel social que nos toca desempeñar como partido. A probarles que sus reivindicaciones son las nuestras y decirles que si hemos atacado al ocasional y presunto defensor de sus intereses ha sido porque no considerábamos que su ideario político, sus antecedentes, su conducta y sobre todo la circunstancia de pertenecer a la casta privilegiada del militarismo dominante, permitiera el cumplimiento de sus promesas sino al precio de la opresión, bajo la cual no hay conquista duradera ni satisfactoria.[18]
De esta manera, Romero proponía un camino intermedio entre los socialistas más recalcitrantes y aquellos que se habían sumado a las filas del peronismo, renovando, además, una discusión clásica en el seno del Partido como lo era aquella que refería a las formas de la propaganda. En ese sentido, resultaba común encontrar en las páginas partidarias discusiones o propuestas sobre el modo en que se difundía la doctrina, considerando que de su eficacia dependía en gran medida la implantación del ideario socialista en el pueblo argentino.
El carácter “esencialmente democrático” sobre el que Romero insistió en diferentes escritos y que se habría manifestado ya en los momentos posteriores a la gesta independentista,[19] cumplió un rol muy importante en su abordaje del problemas de las masas en la historia argentina y especialmente en lo referido a su adhesión a la figura de Perón. Por un lado, dicho carácter apuntaló la crítica al líder político dado que a pesar de las mejoras económicas, “sólo la democracia podía facilitar el ascenso y la dignificación de las masas”.[20] En contraposición, como fue señalado con anterioridad, Romero confiaba que bajo la opresión “no hay conquista duradera ni satisfactoria”.
Por otro lado, la certeza de que en el seno de la masa anidaba un espíritu profundamente democrático volvía a quitarle responsabilidad por sus supuestos errorespara depositar ese compromiso en las minorías que no la habían podido conducir ni interpelar, haciendo explícita referencia, en este caso, al Partido Socialista del que Romero formaba parte.
Para Romero, lo que caracterizaba a la masa argentina era su profunda disputa contra el privilegio de las clases adineradas. Si la oligarquía terrateniente había fomentado una inmigración a la que luego despreció y enajenó, el rencor que tal despojo despertó empalmaría con aquel más antiguo que sufrieron los criollos tras su participación en las batallas que forjaron la independencia.
Ese factor era el que explicaba su adhesión al peronismo, pero también previas irrupciones de la masa en la escena política. De esta manera, a las elecciones de 1928, analizadas en el primer escrito, se le sumaban otros hitos como la revolución de 1890. En todos estos acontecimientos Romero vislumbraba la inadecuación de un país en el que un escaso grupo ostentaba el poder económico pero fallaba en organizar un modelo social que incluyera a las vastas mayorías asalariadas.[21]
En esta línea sostuvo que “la democracia liberal no desterró, en los hechos, el privilegio en ninguna parte pero, además, la composición peculiar de la sociedad
argentina contribuyó a que se acentuara”.[22] Es por ello que Romero señaló enfáticamente la debilidad del argumento que adjudicaba el éxito de Perón a su carisma, dado que: “Perón simboliza una rebelión primaria y sentimental contra el privilegio”.[23]
Por esto mismo, el análisis histórico de Romero recayó una y otra vez en la dialéctica entre las masas argentinas y las minorías terratenientes, dinámica que le permitía explicar el fenómeno peronista. Es así que afirmó mordazmente:
Perón, un líder político de nuevo estilo, logró movilizar esa multitud nueva, y la ciudad cobró un aspecto diferente entre 1945 y 1955. Las clases tradicionales advirtieron la presencia de los que llamaron ‘‘cabecitas negras” y comprobaron el ascenso económico y social de las clases populares, que ahora consumían más productos alimenticios, más artículos para el hogar, colmaban los ómnibus y los trenes suburbanos y acudían en grandes cantidades a las canchas de fútbol y a los cines. Para muchos fue un espectáculo intolerable y los aristocratizantes lectores de Ortega y Gasset descubrieron que estaban en presencia de una real “rebelión de las masas”, a causa de la cual muchas señoras debían lamentar la falta de servicio doméstico.[24]
Aunque abierto opositor al peronismo, el desprecio, la sorpresa o la ajenidad que denunciaba Romero en esta frase lejos estaban de constituir una postura aceptable para un hombre de sus principios. Las posibilidades de una verdaderademocracia y una integración cabal de las masas a una sociedad más igualitaria continuaron formando parte de sus desvelos aunque ni la historia argentina ni la política parecieran ofrecer soluciones definitivas a un problema que, a fin de cuentas, signó al siglo XX.
No obstante, tampoco el desánimo le resultaría una instancia satisfactoria. Es por ello que a treinta años de la muerte de la figura central del socialismo argentino llamaría a retomar “la suprema lección de Justo” dado que el mismo:
No era un ideólogo ni creía que los socialistas tenían por misión hablar tan sólo a los que ya compartían sus ideas, sino que sabía lo difícil que es conquistar la conciencia de clase. Eso lo sabía y lo sentía Justo porque era un socialista auténtico, y nunca descendió de sus convicciones como para aborrecer a las masas populares por sus errores o sus debilidades.[25]
Esta disyuntiva política que buscaba saldar la lección de Justo, no agotaría, sin embargo, los diversos abordajes de Romero sobre el lugar de las masas en la historia contemporánea. En una clave de historia social, las mismas entrarían nuevamente en escena en su obra culmine Latinoamérica, las ciudades y las ideas para explicar las características que habían adoptado las principales ciudades del continente a partir de la década de 1930.
Si los cincuenta años que antecedieron a la crisis financiera de Wall Street fueron testigos de la transformación de diferentes “ciudades provincianas” en grandes metrópolis comerciales al ritmo de su incorporación al mercado mundial, la crisis de 1930 no solo “unificó visiblemente el destino latinoamericano”, sino que dio lugar al protagonismo de las masas en la nueva fisonomía que habrían de experimentar las ciudades más importantes del continente.
En el análisis de Romero las ciudades latinoamericanas posteriores a la crisis ya no se caracterizaron por una forma “definida e inconfundible” moldeada entre 1880 y 1930 por “las clases dominantes de las ciudades que impusieron sus puntos de vista sobre el desarrollo de regiones y países [y] poseyeron una mentalidad muy organizada y montada sobre unos pocos e inquebrantables principios que gozaron de extenso consentimiento”.[26] Por el contrario, de las profundas transformaciones económicas, de las nuevas condiciones de trabajo rural y, sobre todo, de la escasez que resultó ser el motor de “intensos y variados cambios”, surgió una fuerza nueva que “crecía como un torrente y cuyas voces sonaban como un clamor”[27]. El resultado de su incorporación a la urbe fue una sociedad escindida con respecto a las antiguas clases tradicionales y con un alto grado de anomia.
Del mismo modo que había analizado para las sociedades industriales en la década de 1920, el primer indicio de que algo había cambiado se manifestaba numéricamente. En las ciudades había cada vez más gente. En las calles los miembros de las clases tradicionales latinoamericanas observaban con asombro la presencia de inmigrantes que demandaban su lugar en el conglomerado urbano y en la sociedad que allí se había conformado. Sin embargo, lo que parecía un fenómeno cuantitativo pronto mostró un impacto más profundo y decisivo. En ese sentido “las ciudades masificadas” se caracterizaron por un juego de yuxtaposiciones. Por un lado, entre lo que Romero llamó la “sociedad normalizada” –aquella a la que pertenecían las viejas clases tradicionales, articuladas dentro de un sistema convenido de normas– y una sociedad anómica que era también el resultado de la yuxtaposición de grupos con culturas y orígenes diversos que se agrupaban precariamente en los márgenes de aquellas ciudades.
No obstante la profunda heterogeneidad de esa sociedad anómica, fue la mirada de la sociedad normalizada la que unificó al conjunto abigarrado de personas que con diferentes recursos buscaban acceder a los beneficios del grupo que las recelaba. En ese sentido, la dialéctica entre masas y minorías resultaba clave, nuevamente, para entender el proceso de integración y conflictos que atravesarían las sociedades urbanas de América Latina en las décadas siguientes.
Al respecto, Romero señaló que:
La sociedad normalizada sintió a los recién llegados no solo como advenedizos sino como enemigos; y al acrecentar su resistencia, cerró no solo los caminos del acercamiento e integración de los grupos inmigrantes sino también su propia capacidad para comprender el insólito fenómeno social que tenía delante de sus ojos (…). También fue intenso y decisivo el efecto que la confrontación con la sociedad normalizada tuvo sobre la sociedad anómica. La confrontación se resolvió en una lenta y sostenida coerción de la sociedad normalizada para obligar a la otra a aceptar el acatamiento de ciertas reglas básicas, y luego para ofrecerle los mecanismos para una incorporación que, al cabo de cierto tiempo, resultaba forzosa.[28]
Este carácter conflictivo y forzoso de la integración, el rasgo tumultuoso con que muchas veces se manifestaban los reclamos de la sociedad anómica, no debía confundir con respecto a sus intenciones últimas. Es por ello que la sociedad normalizada, al ubicarla como enemigo, fallaba en comprender que aquella no deseaba erradicar la estructura social, ni transformar sus preceptos básicos, sino que buscaba incorporarse a la misma y acceder a las condiciones básicas que podía ofrecer la vida en la ciudad.
Las décadas siguientes a la crisis ofrecerían, empero, mayores oportunidades de integración al calor del proceso de industrialización. En ese sentido, si la masa de las ciudades latinoamericanas era el resultado de la “fusión entre los grupos inmigrantes y los sectores populares y de pequeña clase media de la sociedad tradicional”[29] la creciente complejidad de la estructura social permitió que se diversifiquen las trayectorias de los distintos grupos en un proceso lento que Romero encontraba vigente al momento de escribir el libro.
Sobre este punto, cabe reparar sobre una riqueza singular que ofrece la obra y que es especialmente visible en el desarrollo que sigue a estas formulaciones. Con un tono que combinaba la sensibilidad literaria, la microhistoria y en algún punto la mirada de un atento observador contemporáneo, Romero logró traducir estos procesos generales, en numerosos ejemplos de vivencias particulares que ilustraron las posibilidades sociales, las conexiones entre grupos distintos, y por sobre todas las cosas, los caminos donde los grandes temas de la historia se encarnan en vivencias personales, singulares y representativas a la vez. Es así que la mujer que se empleaba en la casa de una familia tradicional, perseguía no solo el trabajo y la remuneración, sino también establecer un vínculo, que al modo de Gabriela, el personaje de Jorge Amado, sirviera, además, para adquirir las prácticas y hábitos de las clases pudientes. Para los hombres el camino de esta integración podía encontrarse en el trabajo industrial, posibilidad de ascenso dentro de las clases populares, o también en la aventura más arriesgaba de abrir un comercio propio, aunque más no fuera, un comercio ambulante prácticamente sin capital inicial.
Por el lado de las familias tradicionales, la masificación de las ciudades llevó a que se recluyeran en los barrios residenciales de las afueras, “verdaderos guetos de clase alta” como los definió Romero, donde pudieron reconstruir, en alguna medida, la sociabilidad que sostuvieron en el casco de las ciudades hasta la crisis de 1930. Aún así, no pudieron evitar la experiencia de las calles céntricas en las cuales las antiguas normas de cortesía daban paso al ritmo ajetreado y bullicioso de las ciudades modernas, donde se caminaba rápido, se hablaba aún más fuerte y que tuvieron, forzosamente, que aceptar.
Así y todo, la multiplicidad de experiencias entrelazadas no impidió a Romero concebir una coherencia del proceso de masificación de las ciudades y, a la vez, de sus ramificaciones políticas. Si había un factor que daba cohesión a la masa latinoamericana –por fuera de la mirada uniforme de la sociedad tradicional– este era la sensación de fracaso y resentimiento de aquellos que no lograban integrarse a pesar de la diversidad de caminos que se ofrecían. Es que para Romero, “el juego seguía siendo diabólico, y mientras crecían las posibilidades que la ciudad ofrecía, más crecía la demanda de oportunidades que reclamaban los ya arraigados, los inmigrantes de la primera hora, y los que sucesivamente se agregaban a ellos en ininterrumpidas olas”.[30]
De ese anhelo frustrado por pertenecer a la sociedad que “admiraban y envidiaban”, de ese “drama de amor y odio” surgiría el factor aglutinante de la masa y, al mismo tiempo, el combustible de sus reacciones más implacables contra la sociedad normalizada, que tendrían en el epicentro urbano su punto máximo de expresión. De esta manera se explicaban para Romero grandes acontecimientos históricos como el 17 de octubre de 1945 en Buenos Aires, aquel clamor popular pidiendo por la liberación de Juan Domingo Perón o el levantamiento masivo en respuesta al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948 en Bogotá.
No solo en la política encontraría cohesión la experiencia de los diversos grupos, a ojos de Romero. La masificación tendría implicancias profundas en los estilos de vida y aquello también alcanzaría al conjunto de la sociedad. El proceso de modernización propiciaría, de la mano de los medios de comunicación masivos, una circulación internacional de la cultura, de nuevas pautas de sociabilidad y de consumos culturales que se impondría no solo sobre la gran masa de las ciudades latinoamericanas, sino también sobre las elites, que resignadas habrían de adaptarse a una lógica en la que “no hay hilos ni quien los maneje”.[31] A esto se agregaba, como había señalado ya en un curso dictado 1962, la estandarización de la producción y un elemento propio de lo urbano como era el hecho de que “los bienes de consumo estaban a la vista” y “todo el mundo lo veía y sentía que podía disfrutar de ellos”.[32] De esta manera se conjugaron procesos económico-productivos, con otros de índole social y cultural que dieron como resultado una profunda despersonalización de las pautas de consumo que también habría de afectar a las elites.
En este sentido cabe advertir que más allá de las peculiaridades del proceso latinoamericano, el protagonismo de las masas y las nuevas formas de producción y consumo representaban un salto cualitativo frente a otros periodos históricos emparentando la experiencia del subcontinente con el de los países más desarrollados. Al respecto Romero explicaba que:
Las masas han existido siempre; en mayor o menor medida, con rasgos más o menos acusados: pero en el mundo contemporáneo, el de la civilización Industrial, la masa ha adquirido algunos rasgos singulares y se han transformado en factores muchos más importantes en la vida colectiva de lo que eran antes Quizás lo único nuevo sea que las masas han llegado a ser mucho más importantes, es decir que han empezado a gravitar.[33]
Es por ello que parecía imposible entender el mundo contemporáneo sin analizar cuidadosamente el “ascenso de las masas”. Más allá de erigirse como una inquietud de primer orden para un historiador que había dedicado su vida a comprender y reconstruir la historia social y cultural de la civilización occidental, la plena integración a la sociedad desde principios democráticos del conjunto mayoritario de la población, constituía, en la misma medida, una preocupación vital para un hombre de sus principios. Si tales cuestiones aparecieron entrelazadas en su obra y en su vida aquello resultaba fácil de explicar ya que era “bien sabido que la política se nutre en la experiencia de la historia”.[34]
[1] Romero, José Luis. “Variaciones sobre la acción y el peligro”. En Clave de Sol, segunda parte, Buenos Aires, mayo de 1931.
[2] Romero, op. cit., 1931.
[3] Romero, op. cit., 1931.
[4] Romero, op. cit., 1931.
[5] Romero, op. cit., 1931.
[6] “Recuerdos de la vida literaria y cultural en Buenos Aires en los años treinta”. Entrevista realizada por Leandro H. Gutiérrez, 1971.
[7] Romero, op. cit., 1931.
[8] Montaldo, Graciela, Museo del consumo. Archivos de la cultura de masas en Argentina, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2016.
[9]Aricó, José, La hipótesis de Justo. Escritos sobre el socialismo en América Latina, Buenos Aires, Sudamericana, 1999.p. 71.
[10] Sobre esto diría: “Los espíritus avizores se dieron a la tarea de despertar a las minorías que todavía no comprendían el alcance de esta “rebelión de las masas”. Pero no era una rebelión: era la toma de posesión de un derecho incontrastable. Quienes jugaban a la política comprendieron que con el apoyo de las masas –sirviéndolas o sirviéndose de ellas– podían conquistarse el poder. Y no se equivocaban, porque en el mundo del período de las guerras mundiales no podía haber ya una política sin masas”. En: Romero, José Luis. “Las masas en ascenso”. En El Nacional. Papel Literario, Caracas, julio de 1955.
[11] Al respecto afirmaba:” A diferencia del periódico que puede leerse o no leerse, la propaganda radiotelefónica puede imponerse coactivamente, y sería necesaria una complicada profilaxis privada para evitar que la oleada de palabras desembocara en los oídos, porque no basta con desconectar el propio receptor. La palabra hablada, y sobre todo la palabra intencionalmente pronunciada, con teatral astucia, por los que detentan el poder, ejerce una acción subyugante sobre el hombre medio, siempre propenso a crear mitos y a acrecentar sus legítimos temores”. En: Romero, José Luis. ‘El ciclo de la revolución contemporánea. Bajo el signo del 48’, en Argos, Buenos Aires, 1948. 3ra ed., con prólogo de Sergio Bagú, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 81.
[12] Romero, José Luis. ‘El ciclo de la revolución contemporánea. Bajo el signo del 48’, en Argos, Buenos Aires, 1948. 3ra ed., con prólogo de Sergio Bagú, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 61.
[13] Sobre esto sostenía que: “Si, como parece indiscutible, el hecho decisivo del mundo contemporáneo es el ascenso de masas, la primera antinomia que se presenta ante los ojos es la que deriva directamente de él, esto es, la antinomia entre la conciencia burguesa y la conciencia revolucionaria”. En: Romero, José Luis. “La era de las antinomias”. En Liberalis, nº 5, Buenos Aires, 1949.
[14] Romero, José Luis. ‘El ciclo de la revolución contemporánea. Bajo el signo del 48’, en Argos, Buenos Aires, 1948. 3ra ed., con prólogo de Sergio Bagú, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 78.
[15] Romero, op. cit., 1997, p. 104.
[16] Romero, José Luis. “La lección de la hora”. [Editorial sin firma]. En El Iniciador, nº 2, Buenos Aires, abril de 1946.
[17] Romero, op. cit., 1946.
[18] Romero, op. cit., 1946.
[19] Al respecto diría: “La democracia constituye nuestra auténtica y perdurable tradición política: no tenemos otra; el hecho es tan notorio y tan característico del proceso americano que basta enunciarlo —como punto de partida— para estar eximido de prueba. La democracia fue el signo bajo el cual surgieron a la vida independiente los países americanos”. En Romero, José Luis. “El drama de la democracia argentina”. En Revista de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, enero-marzo de 1946.[Incluido en Argentina: imágenes y perspectivas. 1956.]
[20] Romero, José Luis. “Jaurès y la Revolución Francesa”. Reseña de “Historia socialista de la Revolución Francesa”, de Jean Jaurès, en Cabalgata, Buenos Aires, 24 de diciembre de 1946.
[21] Sobre esto diría: “Esa clase argentina privilegiada y decidida a extremar los beneficios que otorga el privilegio es la que Jauretche ha identificado como el “medio pelo”, y es, sin duda, una élite ilegítima e ineficaz. Contra ella comenzó a acumularse un oscuro resentimiento de las clases populares, con independencia de partidos e ideologías. Esto fue lo más difícil de descubrir en 1945, precisamente porque era un sentimiento más profundo e impreciso que las ideologías”. En: Romero, José Luis. “El carisma de Perón”. En Redacción, Buenos Aires, vol. 1, n° 2, abril de 1973.
[22] Romero, op. cit., 1973.
[23] Romero, op. cit., 1973.
[24] Romero, José Luis. “Buenos Aires, una historia”. En Polémica. Primera Historia Integral Argentina, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1971.
[25] Romero, José Luis. “La hora del socialismo. La suprema lección de Juan B. Justo”. En La Vanguardia, Buenos Aires, 31 de enero de 1957.
[26] Romero, José Luis, Latinoamérica, las ciudades y las ideas, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2014, pp. 307-308.
[27] Romero, op. cit. 2014, p. 319.
[28] Romero, op. cit. 2014, p. 334.
[29] Romero, op. cit. 2014, p. 336.
[30] Romero, op. cit. 2014, p. 338.
[31] Romero, op. cit. 2014, p. 372.
[32] Romero, José Luis, El mundo contemporáneo. Tres cursos, 1960-1962.
[33] Romero, José Luis, El mundo contemporáneo. Tres cursos, 1960-1962.
[34] Romero, op. cit., 1957.