José Luis Romero y la civilización bizantina

HÉCTOR RICARDO FRANCISCO 1
Universidad de Buenos Aires- CONICET

Estas páginas se proponen presentar una reflexión en torno al papel jugado por Bizancio y sus derivas de la ortodoxia cristiana2 en la producción historiográfica de José Luis Romero. Nos concentraremos en el lugar que le asignó al mundo cristiano oriental en su reflexión en torno a la Edad Media en particular y la formación de la civilización occidental en general.

Ni el Imperio Bizantino ni la civilización cristiana oriental que le sobrevivió ocuparon el primer plano de su producción historiográfica. No obstante, es indudable que -de la misma manera que el mundo islámico- recibieron una atención relativa, en la medida en que se inscribían en sus intereses primarios que –como es bien sabido- se enfocaron en el desarrollo de la cultura occidental. En su obra, la civilización bizantina en su obra fue un punto de comparación o muestra de control cuyos desarrollos alternativos ayudaron a explicar -hasta cierto punto- la excepcionalidad del mundo europeo occidental. Esto determinó los principios conceptuales con los que abordó su historia.

En tiempos de deconstrucción poscolonial de los discursos en torno a la alteridad de las culturas extraeuropeas (entendiendo “lo europeo” como un sinónimo de la Europa atlántica y Estados Unidos ),3 la mirada que le dedicó José Luis Romero al mundo bizantino puede parecernos convencional o incluso anticuada. Pero no se trata de apuntar insuficiencias o exigir anacrónicamente la conciencia de sesgos culturales hoy evidentes, sino de valorar un aspecto -tal vez subsidiario pero significativo- de su reflexión en torno al mundo contemporáneo.

Todo concepto tiene una historia y el de Bizancio no es la excepción. Empecemos por señalar que este término apareció por primera vez en el vocabulario europeo (bajo la forma del adjetivo “bizantino”) en 1557, usado por el humanista alemán Hyeronimus Wolf.  Esta forma de conceptualizar el Imperio Romano Oriental reflejaba una vocación por definirlo como una alteridad relativa -cronológica y geográficamente próxima, pero culturalmente ajena a pesar de compartir una misma herencia cristiana- y de esa manera excluirlo de su parte en la herencia del mundo clásico.

Bizancio fue -junto con el Occidente latino y el Islam- una de las tres civilizaciones que constituyeron esa otra convención historiográfica que se denomina la “Edad Media”. La civilización antigua, cuya última manifestación fue el Imperio Romano Tardío, hizo implosión bajo el peso de sus propios límites materiales y de la presión “bárbara”, desarticulando la primitiva unidad cultural del Mediterráneo en aquellas tres áreas claramente definidas. Mientras que en su parte occidental daba paso a la Europa barbarizada de los reinos post-romanos y más tarde los reinos medievales, hacia el Oriente la antigüedad se reconfiguraba en dos civilizaciones que conservaban algunos de sus rasgos esenciales -entre otros, la vida urbana, una economía basada en intercambios monetarios y una cultura laica letrada- pero con sustanciales desplazamientos.

A pesar de las diferencias entre los tres espacios, podemos señalar algunos rasgos comunes. Tal vez, el más significativo de ellos sea la profundización de la ya íntima asociación entre Orden político y Religión, que derivó en la formulación de representaciones sociales y políticas que asumían un carácter público a partir de principios que hoy identificamos como parte de la esfera de lo privado. En los tres espacios, la comunidad cívica -forma característica del mundo clásico (la polis griega o la civitas latina, que en buena medida también eran comunidades religioso-políticas)- cedía su lugar a la comunidad de creyentes (la Ecclesia o la ummah) como forma primaria de organización de las relaciones sociales (Stroumsa, 2015). Sobre esta imbricación entre “Política” “Economía” y “Religión” (términos que solo adquirirán autonomía en el siglo XVIII) las tres tradiciones medievales constituyeron su dinámica social (Guerreau, 1984[1980]).

Ese carácter primariamente religioso de las identidades en la Edad Media se proyecta en un Bizancio definido como una civilización cristiana, pero con rasgos distintivos que la separan de Occidente. Los bizantinos (convención que asumimos más por comodidad que por utilidad) estaban firmemente identificados tanto con la Cristiandad como con la Romanidad. Por supuesto, hubo algunas notas disonantes, en especial entre los miembros de las elites del período tardío (como el célebre helenista del siglo XV Gemistio Pletón, que propuso un proyecto de renovación cultural del Imperio sustentado en la “restauración” de lo que él interpretaba como el paganismo helénico). Pero si tuviéramos que atenernos a una perspectiva émica, los romaioi se consideraban parte de una tradición tanto cultural como política que se remontaba al mismo Rómulo. Incluso hoy, recorriendo las calles del barrio del Fanar en Estambul, la sede del patriarca ortodoxo griego, se encuentra señalada por un discreto cartel que anuncia Rum Ortodoks Patrirkhanesi.

Desde la perspectiva bizantina, en suma, era evidente que su politía era la continuidad natural de la Res Publica, indisolublemente unida a la oecumene cristiana. Pero esta reafirmación de la romanidad del orden político bizantino apenas sobrevivió a la catástrofe de 1453, y sus vecinos latinos o francos (tal como los llamaban los habitantes de Constantinopla) tuvieron pocas razones para reconocer en los “decadentes” griegos de la Turkokratía la continuidad con las glorias de la civilización clásica.

Las imágenes del mundo bizantino elaboradas por Occidente entre los siglos XVI y XVIII decantaron en las universidades europeas dando paso al Bizantinismo como disciplina académica y a Bizancio como un objeto de estudio escindido del Occidente latino o del Islam medievales. Aunque nunca es del todo arbitraria, cualquier definición académica es de por sí una convención que supone un juego de inclusión y exclusión, que delata los sesgos del observador. Entre los siglos XIX y XX emergió una imagen de Bizancio que, si bien no fue monolítica, sí fue hegemónica. El punto de partida era el de una civilización cristiana, caracterizada por la Ortodoxía, la autocracia cesaropapista y el conservadurismo cultural. Los matices podían darse entre los apologistas nostálgicos de los boatos imperiales en Santa Sofía (o su continuidad en San Basilio de Moscú) y los detractores liberales que veían la civilización bizantina como un fósil barroco. Como han demostrado Averil Cameron (2017), Anthony Kalldelis (2015) y, antes que ellos, insinuaba Hans-Georg Beck (1978), la exclusión de Bizancio en la historia política, social, económica y cultural de Europa obedece más a los prejuicios de Occidente que a su alteridad radical (y oriental). En suma, en el Bizantinismo como disciplina académica se operaba una doble exclusión, tanto cronológica como geográfico/cultural. Por un lado, pertenecía a una alteridad denominada Edad Media, construida como la antítesis de los regímenes liberales contemporáneos y por el otro encarnaba una forma de alteridad “Oriental”, identificada con una cultura sofisticada, aunque decadente e incapaz de alcanzar el dinamismo de sus vecinos occidentales. De esta manera, la civilización cristiana oriental quedaba relegada en los márgenes de la historia europea, nunca del todo ajena -como ocurriría con el Islam- pero obligada a ocupar en escena el papel de “fósil viviente”. En suma, los romanos orientales sólo devinieron bizantinos en la mirada de los occidentales de la modernidad tardía. El efecto de esta “orientalización” fue su exclusión de la herencia clásica (encarnada en el sistema democrático y el pensamiento racional) de la que los europeos occidentales se proclamaban como los únicos herederos legítimos.

La mirada que José Luis Romero elaboró de Bizancio, apoyada en un cúmulo de lecturas dominante en las décadas centrales del siglo pasado, se articulaba con numerosos matices con dicho esquema. No se trataba, no obstante, de una mirada derivativa sino del recurso a las herramientas disponibles en determinado momento para realizar una reflexión original cuyo interrogante primario era el desarrollo de la Europa occidental.4 Desde su punto de vista, Bizancio resultaba instrumental para explicar las derivas específicas de la cultura europea en su paso hacia el moderno mundo burgués. Las formas que asumió su aproximación obedecían a la necesidad de dar cuenta de los límites cronológicos y geográficos de la civilización occidental y de los procesos que determinaron su excepcionalidad.  En otras palabras, lejos de ser una realidad autoevidente, Occidente se habría de definir a partir de un conjunto de valores cuyo origen se podrían rastrear hasta momentos históricos específicos. Como ha señalado Fernando Devoto en un trabajo publicado en este mismo sitio,5 para José Luis Romero la civilización clásica era “una fase preparatoria” de la civilización occidental “cuya madurez alcanzaría en la modernidad”. En este desarrollo no lineal, aquella fue el punto de partida común de las tres civilizaciones (Europa occidental, Bizancio y el Islam) que siguieron caminos alternativos.  ¿Cuáles fueron las condiciones que se desarrollaron en la primera para que –en el largo plazo- se diferenciara de sus vecinas?  La respuesta a este interrogante es –en apariencia- primariamente cultural, pero se encontraba enraizada en las estructuras sociales resultantes de la desintegración del orden cristiano-feudal.

Ya señalamos que no existe un trabajo específico sobre Bizancio en la obra de José Luis Romero. A esta circunstancia debemos agregar que las diversas aproximaciones al tema en sus obras estuvieron determinadas por los objetivos y la naturaleza de sus obras específicas. El material a relevar no solamente es cuantioso, sino también diverso en estilo y contenidos, y las referencias al mundo cristiano oriental se encuentran dispersas como notas marginales en sus argumentos centrales. Difícilmente podamos encontrar una sistematicidad en ellas, aunque es indudable que guardaban coherencia. Algunas de sus obras de síntesis le dan un espacio amplio, en especial en aquellos momentos en los que, de una u otra manera, el “Oriente” entró en contacto con “Occidente”, por ejemplo en las Cruzadas. De una lectura de sus grandes trabajos de historia social y cultural en la larga duración, constatamos que Bizancio ocupa un lugar como eventual motor del desarrollo de la economía mercantil o como conservador de los materiales con los que se dará sustento intelectual al renacimiento europeo.

Esta marginalidad no fue exclusiva de su pensamiento y es en buena medida heredera de la aproximación dominante en los principales centros académicos europeos y norteamericanos. Para hacer una valoración justa de la mirada de José Luis Romero a la historia bizantina me gustaría detenerme al menos brevemente en el tipo de miradas que se le dedicó desde las historiografías hegemónicas en Europa y Estados Unidos en los siglos XIX y XX. En dichas miradas podremos reconocer un clima de época que influyó en su manera de abordar la historia de la Roma Oriental.

Como ha señalado Averil Cameron (2017, pág. 31), el lugar de Bizancio en la historia europea del siglo pasado puede ser definido como una “ausencia”. Los temas e interrogantes abordados por la historiografía sobre el mundo bizantino se construyeron no únicamente basándose en clichés elaborados en los siglos anteriores, sino también como extensiones de los interrogantes de los historiadores de la Edad Media occidental. Esta subordinación metodológica y temática puede verse en los tardíos esfuerzos de los bizantinistas por incorporar perspectivas y metodologías que habían sido largamente desarrolladas por sus colegas dedicados a la Antigüedad Clásica o la Edad Media.

Bizancio, ya señalamos, fue el paradigma de una doble alteridad tanto cronológica como geográfica. Con su sofisticada pero estéril cultura cristiana, el Imperio Romano Oriental funcionaba como la oposición relativa de la dinámica cultura europea que avanzaba –Renacimiento e Ilustración mediante- hacia la era de la razón. Como en la hilarante escena del film L’Armata Brancaleone, los bizantinos serán siempre retratados como una cultura estática, decadente e inmoral.

Esta visión, que esbozo de manera deliberadamente simplista, se formuló no sin matices o excepciones. Pero incluso en aquellas miradas más sofisticadas predominan adjetivaciones que connotan un clima pesimista. Bizancio no era más que un arcaísmo cuyo fin último sería sucumbir ante la barbarie de una marea islámica que solo se detendría a las puertas de Viena, el punto de entrada a la Europa moderna. Si hubo algún valor en ella, fue el de preservar un legado cultural que la joven Europa había extraviado.

De esta manera, no sorprende que los estudios bizantinos transcurrieran a lo largo de todo el siglo pasado como una disciplina “de nicho” o como el coto reservado a la comunidad de especialistas. Pero al mismo tiempo, el Bizantinismo resultaba relevante en los grandes centros europeos de investigación. Retomando a Edward Said, podemos afirmar que el desarrollo del Bizantinismo fue una forma específica de Orientalismo que habría acompañado los proyectos coloniales de las potencias europeas. Vista en una escala de análisis micro, esta conexión entre imperialismo y bizantinismo queda necesariamente expuesta a la acusación de simplificar en exceso fenómenos complejos, pero en una vista panorámica nos da un marco general para reflexionar acerca de los temas y métodos dominantes en la disciplina.

En el siglo XIX el afianzamiento de los estudios académicos sobre Bizancio permitió la proliferación de lecturas diversas, pero que en lo esencial conservaban esa actitud excluyente. Por un lado, una corriente de los estudios bizantinos abordó su objeto de estudio como socios menores de los estudios clásicos. En tal sentido, el predominio de la filología determinó como metodología casi excluyente la edición crítica y el comentario de textos. Por otro lado, existía una corriente mayormente interesada por la historia religiosa que apuntaba a las siempre fluctuantes relaciones entre Iglesia e Imperio. Por último, la historia social o económica se concentró en los estudios comparativos (con el Islam y el feudalismo) que pusieron el foco en las estructuras rurales y el comercio a larga distancia.

En el mundo anglosajón, la indeleble influencia de Gibbon marcó el tono generalmente decadentista y determinó un recorte temático que puso el foco en la búsqueda de las “causas” que provocaron la caída del Imperio Romano de Occidente, y la supervivencia – aunque sea fosilizada– de la Pars Orientis. El barbarismo, el cristianismo y la decadencia de la corte constantinopolitana fueron los temas recurrentes que signaron mucha de la producción de historiadores que habían sido formados en los estudios clásicos y que se aproximaron al Imperio Romano Oriental como un proyecto subsidiario. Las figuras nodales del bizantinismo anglosajón -John Bagnell Bury, Norman Baynes Geoffrey de Ste Croix y A. H. M. Jones- son buenos ejemplos del derrotero intelectual que llevaba de los estudios clásicos hasta la bizantinística. En todos ellos, con obvios matices y tensiones que exceden los límites de estas páginas, el período crucial que iba de Justiniano (el último emperador romano) hasta Heraclio (el primer Basileus bizantino) marcaba el punto de quiebre de la tradición republicana romana hacia la tradición autocrática helénica y orientalizante.

En el mundo francófono -Francia y Bélgica- la actitud hacia Bizancio fue en cambio más optimista. El interés por su historia surgió en tiempos relativamente tempranos, ya que la publicación de obras de autores bizantinos coincidió con el proyecto político de Luis XIV. Esta primera asociación de la historia bizantina con el programa del Absolutismo provocó una cierta hostilidad por parte del movimiento ilustrado primero y del republicanismo decimonónico más tarde. No obstante, desde el campo intelectual católico hubo una revaloración del pasado patrístico y bizantino que también derivó en el interés por la publicación y edición de grandes Corpora documentales. De la misma manera que lo sucedido en la historiografía anglosajona, en el campo francófono predominaba una aproximación que daba primacía a los textos, interesada mayormente en la historia política y cultural, en particular en sus relaciones con Occidente. En otras historiografías nacionales, como en el contexto germanoparlante y en la Rusia zarista, el bizantinismo no fue ajeno a los intereses de las monarquías conservadoras. Pero sus respectivas caídas en las primeras décadas del siglo XX determinaron una momentánea y relativa interrupción en la disciplina.

En todos estos casos hubo temas recurrentes: la herencia política romana, el desarrollo de la ortodoxia, el impacto de las Cruzadas y el papel de los intelectuales griegos en el Renacimiento. En las décadas centrales del siglo pasado, la historia económica de Bizancio se subordinó a los grandes interrogantes de la historia económica europea. Ya sea desde el campo de una historia económica “liberal” o desde el marxismo de un lado y otro de la cortina de hierro -acaso sea sintomático el tibio renacimiento del bizantinismo soviético bajo Stalin-, temas como la supervivencia de las estructuras productivas propias de la antigüedad, la tardía feudalización  en el período mesobizantino o bajo los cruzados, o el lugar de Constantinopla en las redes de intercambio comercial del Levante dominaron la reflexión de los historiadores económicos.  Por último, en el mundo eslavo-ortodoxo de la diáspora anticomunista, Grecia o la misma República Turca, Bizancio fue parte de la reflexión en torno al ser nacional en tanto combustible que alimentaba los fuegos chauvinistas.

En la renovación historiográfica que acompañó la fundación de Annales el bizantinismo no fue relevante hasta los años setenta del siglo pasado. En tal sentido, los problemas de la historia social, las mentalités o los nuevos métodos de aproximación a las fuentes hicieron su aparición con relativo retraso, no tanto por el conservadurismo metodológico de la disciplina como por la naturaleza y disponibilidad de las fuentes. En esta renovación tardía jugó un papel central una nueva generación de historiadores -en particular en el contexto anglosajón- que rompieron las barreras disciplinares y habilitaron un diálogo fluido entre especialistas de la Edad Media occidental y los orientalistas. Autores como Peter Brown, John Haldon, Averil Cameron, Alexander Kazhdan -un bizantinista soviético exiliado en EEUU- y Evelyn Patlagean fueron pioneros en una perspectiva que dio nuevos aires a la disciplina. Ellos aplicaron métodos y abordaron temas con los que los especialistas del Medioevo occidental -entre ellos José Luis Romero- ya estaban bien familiarizados.

Dadas todas estas condiciones, no debe sorprendernos que en buena medida la imagen de Bizancio que se desprende de la obra de José Luis Romero se haya apoyado en los temas y perspectivas dominantes en las décadas centrales del siglo XX. Un rastreo de los problemas abordados por él nos permite ver que Bizancio – y en igual medida el Islam- entrará en escena solamente en aquellos momentos en los que tomaba contacto con la Europa latina. ¿Cuáles fueron esos momentos? Podemos condensarlos en tres grandes ejes: el problema del fin de la Antigüedad y el origen de la civilización occidental, las Cruzadas y el papel de los intelectuales bizantinos en el Renacimiento.

Torre de Gálata, Estambul

Bizancio, el fin de la antigüedad y la separación de tradiciones

Como ya hemos señalado, la reflexión en torno a los orígenes de la cultura occidental ocupó un lugar destacado en la obra de José Luis Romero. Esa reflexión puede sintetizarse en dos grandes interrogantes: la cronología de su emergencia y los contenidos que la caracterizaban.  Notamos igualmente que consideraba el fin de la civilización clásica como un punto de quiebre en el que se produjo la bifurcación en tres tradiciones distintivas que constituían la cuenca del Mediterráneo: la Europa latina, Bizancio y el Islam. Por obvias razones, Romero solo concentró su esfuerzo analítico en la primera de ellas.  Pero le resultaba imprescindible algún tipo de reflexión acerca de las otras dos para poder hacer una evaluación de las especificidades de aquella.

En los procesos que –a largo plazo- dieron paso a la cultura occidental, Bizancio ocupaba un lugar periférico, aunque necesario. Este carácter periférico se puede apreciar por primera vez en dos obras de síntesis general, ambas relativamente tempranas. En La Edad Media, obra de síntesis publicada en México en 1949 como breviario del Fondo de Cultura Económica, desarrolla con cierto detalle este esquema de la separación de tradiciones. En efecto, luego de la partición del Imperio los elementos propiamente “griegos y orientales” se habrían impuesto a los romanos dando paso a un progresivo extrañamiento con Occidente.

¿Y en qué consisten estos elementos orientales? A lo largo del primer capítulo, la transición del Imperio Romano al Bizantino es descrita por Romero como un proceso de degradación de las hasta el momento estables estructuras administrativas estatales bajo el peso de las reformas justinianeas. Además, se sumaba una inestabilidad política que se expresaba en términos religiosos. En este sentido, Romero señala que desde el reinado de Teodosio II en la primera mitad del siglo V hasta el iconoclasmo en el IX, la Roma oriental fue sacudida por recurrentes polémicas doctrinarias a las que se superpusieron constantes conspiraciones palaciegas.  A principios del siglo VII, esos factores desestabilizantes hicieron sucumbir las columnas del edificio teocrático ideado por Justiniano. A este proceso de degradación “desde dentro”-cuyos fundamentos son esencialmente morales y culturales- se le suma la progresiva contrición de las fronteras que llevará a la pérdida de las ricas provincias del Levante y de occidente -el norte de África e Italia- a manos de árabes y lombardos bajo la dinastía Heráclida. Así, en el siglo VIII, Bizancio resurgió como una sociedad radicalmente diferente a la del Imperio Romano.

Esta sociedad es abordada por Romero desde la perspectiva primariamente cultural. La casi inexistente referencia a factores económicos o sociales en dicho proceso es tal vez el reflejo de la falta de estudios comprensivos sobre la sociedad bizantina del período y la primacía de una aproximación de la historia política. Cabe aclarar que, para Romero, no fue con el “piadoso emperador” Constantino sino con la reforma de su “impío” antecesor Diocleciano cuando se produjo el punto de partida en el que las otrora limitadas estructuras estatales “comienzan a hibridarse aceleradamente al contacto con las tendencias de origen oriental” (p. 106). La autocracia -marca de “lo oriental” por excelencia, importada desde la Persia Sasánida-, el desmesurado crecimiento del aparato civil y militar, y la nueva estructura eclesiástica son sus elementos característicos. El traslado de la capital de Roma a Constantinopla le da una dimensión espacial a esa transición.

No resulta en absoluto exagerado ver en este cuadro de situación la influencia de la historiografía liberal inglesa que -desde Bury y A.H.M. Jones llegando a Moses Finley en los sesenta- presentó la decadencia del Imperio Romano como la articulación de causas culturales y económicas. En efecto, a diferencia del moderado peso fiscal del Principado que marcó los siglos más estables del Imperio, el creciente peso del aparato estatal hizo sucumbir las estructuras sociales en Occidente, mientras que en el Oriente se mantuvieron en una versión degradada.  Por otra parte, en este énfasis por la “orientalización” autocrática del Estado bizantino podría inferirse el influjo (directo o indirecto) de una de las obras más influyentes sobre la historia política del imperio romano oriental; Geschichte des Byzantinisches Staates, del historiador ruso-yugoslavo George Ostrogorsky, publicado primero en alemán en 1940 y traducido al inglés en la década de 1950.

En un artículo publicado en 1951 (Imagen de la Edad Media)5 retomó y profundizó alguna de las ideas volcadas dos años antes. Su objetivo primario fue hacer una evaluación crítica de la percepción de la Edad Media como período intermedio y decadente, entre dos períodos de progreso humano: la Antigüedad y la Modernidad. En cambio, Romero propone al lector una Edad Media, en tanto período histórico por derecho propio, en la que puede identificarse la génesis de la cultura occidental. Su núcleo geográfico fue el Imperio romano y su surgimiento no fue el producto de un cambio brusco, sino “mediante un proceso de transformación lenta, operado sobre la base y por la influencia de nuevas situaciones y nuevos fermentos” (p. 6). Este proceso era visto por Romero como primariamente endógeno, en la síntesis de las tradiciones romana, germánica y cristiana. A pesar de ello, reconocía que resultaba impensable que dicha síntesis se haya elaborado sin influencias externas. Por el contrario, en momentos específicos entró en “contacto activo” con las otras dos tradiciones, esto es, Bizancio y el Islam, a veces de manera pacífica, a veces a través de la violencia.

Resulta hasta cierto punto frustrante que en estos dos trabajos no haya avanzado más allá de estas escuetas observaciones. En su magistral análisis en torno a la formación y desarrollo de la civilización europea en La cultura occidental (1953) hizo mayores precisiones. Iniciaba su argumento señalando la oposición entre la Europa Occidental y la Europa del Este (la Rusia soviética) en tanto que ambas materializan dos matrices culturales y políticas, si no antagónicas, al menos claramente diferenciadas. Esa distinción se fue elaborando lentamente luego de la caída del Imperio Romano, que había encarnado una serie de principios políticos y culturales formulados por primera vez en la Grecia clásica. A lo largo de la Edad Media esos principios se proyectaron en la cultura occidental, no sin antes haber sido filtrados por prisma de la cristiandad. En suma, definía la cultura occidental como la síntesis de tres grandes legados (Roma, la cristiandad y lo germánico), elaborados en los siglos que van de la descomposición del Imperio romano de occidente hasta la caída de Constantinopla. Para dar cuenta de la singularidad de este proceso, Romero enfatizó en las dos grandes tradiciones del Mediterráneo Oriental (en Bizancio y acaso también en el Islam) aquellos rasgos que marcarían en el período moderno su singularidad y, acaso, las razones de su posterior atraso. Bizancio, con su forma particular de religiosidad anclada en la liturgia y los debates filosóficos, se diferenciaba de las tradiciones culturales y políticas romanas en una cultura distintiva que se proyectará más tarde en su epígono moscovita. Así definía Romero: “El Imperio Bizantino y los reinos romano-germánicos representaron la primera oposición categórica entre Oriente y Occidente en cuanto a valores culturales, en cuanto ramas disidentes de la cultura clásica” (p. 11). El desarrollo de dos cristiandades antagónicas, que elaboraron distintas concepciones de la relación entre autoridad religiosa y poder civil (el tan denostado cesaropapismo bizantino frente a la teoría de las dos espadas y la teocracia papal) fue el germen de una diferenciación que haría eclosión con las cruzadas y el cisma de Oriente.

Las Cruzadas y el cisma de Oriente

Las Cruzadas constituyen el segundo gran núcleo en el que Bizancio ocupa un lugar relevante. El gran impacto económico y cultural que ellas tuvieron en la formación de la civilización occidental fue razón suficiente para que José Luis Romero les dedicara una mirada más atenta. En efecto, Para analizar la constitución de los reinos latinos de Oriente y sus efectos, cambió la escala de análisis, poniendo el foco en los fenómenos de corto y mediano plazo. Por esta razón no es extraño que concediera un peso inusual a los actores y los acontecimientos. Como cabe esperar, las Cruzadas fueron abordadas –al menos desde el punto de vista de las relaciones entre Oriente y Occidente- en términos de conflicto y choque cultural.  Siglos de extrañamiento y de mutua incomprensión decantaron en dos fechas clave (1054, momento del “Cisma de Oriente” y 1204, el saqueo de Constantinopla) que marcaron el punto de no retorno. De allí en más, cualquier intento de conciliación sería visto –al menos desde la perspectiva bizantina- como un inaceptable sometimiento a Occidente. No hay mejor resumen de este estado de situación que las palabras atribuidas al noble bizantino del siglo XV Lucas Notaras: “preferiría ver en el medio de la ciudad el turbante turco que la tiara latina”. Bizancio llegó a este “choque cultural” como una entidad estancada en lucha por su supervivencia, que recurría a la más dinámica Europa feudal en busca de ayuda contra la amenaza de la alteridad absoluta del Islam.

Encontramos su primer intento de aproximación al tema en un breve libro de divulgación publicado en 1943, titulado Las Cruzadas, donde ensayó una historia en clave descriptiva del complejo juego de fuerzas desplegado entre los musulmanes, los cruzados y los bizantinos. Fiel a las reglas del género, se ciñó en este caso a una histoire événementielle. No obstante, no resignó la dimensión explicativa al ensayar una proyección hacia el pasado (las causas) y el legado (las consecuencias) de la aventura cristiana. En efecto, más allá de las descripciones de las intencionalidades de los protagonistas y del discurrir de los eventos, las Cruzadas eran tratadas como un momento clave en el período y la condición necesaria tanto de la expansión económica bajomedieval como del renacimiento cultural que experimentó Europa a partir del siglo XIV.

La descripción de las Cruzadas y del papel de Bizancio en ellas ensayada por José Luis Romero tiene deudas intelectuales claramente identificables.  En sus páginas reconocemos la influencia de la historiografía positivista francesa, en especial un diálogo crítico con la monumental Histoire des croisades et du royaume franc de Jérusalem publicada en 1934 por el orientalista francés René Grousset. A partir de un estudio comprensivo que incluía tanto fuentes occidentales como orientales, Grousset presentaba las Cruzadas y la constitución del reino de Jerusalén como una idílica empresa de síntesis cultural que anticipaba el proyecto colonial francés. En este cuadro, las relaciones entre los “colonos” franco-normandos asentados en Outremer (a diferencia del resto de los cruzados no franceses) y las poblaciones locales (tanto musulmanes como cristianos) eran descritas en términos de integración bajo la hegemonía de los valores occidentales.

A pesar de las coincidencias explicativas -por ejemplo, el protagonismo de la nobleza francesa en la constitución del Reino Latino de Jerusalén-, la perspectiva de José Luis Romero resulta algo más matizada. De hecho, fue plenamente consciente de los sesgos propios de las lecturas europeas sobre los reinos latinos del Levante. Lejos de presentarlas como un antecedente idílico de la empresa colonial francesa, ponía en primer plano las tensiones políticas y culturales que los “europeos” enfrentaban en su contacto con bizantinos y musulmanes (p. 15).  Surgido de la “guerra santa” (terrorífica traducción que se ha dado al complejo concepto de Jihad) el Islam se caracterizaba por el fervor religioso que, para el siglo XI, había derivado en fanatismo con el arribo de las “tribus incivilizadas” (p. 3) islamizadas pero no arabizadas de Asia central. Así, las Cruzadas fueron la respuesta tanto al cambio en una situación geopolítica que había sido hasta el momento estable, como a los procesos internos de la sociedad feudal. ¿Qué lugar cabía a Bizancio en dicho esquema? Romero atribuyó la incapacidad de los bizantinos para sostener la lucha contra la nueva oleada a sus deficiencias morales: “Ni las tropas ni la población tenían el vigor necesario para afrontar esta dura lucha, carcomida como estaba su estructura moral por el ejercicio de una cortesanía lujosa y depravada y de una vida muelle” (p. 4)

En otras palabras, a diferencia de la dinámica sociedad feudal, la sociedad bizantina es presentada como pasiva e incapaz de emprender una lucha en defensa de la cristiandad. Esta caracterización negativa se debe en cierta medida a los sesgos en la historiografía dominante, en especial en Grousset, que reconstruyó los eventos a la luz de los relatos de los propios latinos.  Estos se presentaban como legítimos agentes autónomos, mientras que los griegos eran retratados como aliados poco confiables, ya fuera por su perfidia o por su incapacidad. Esta perspectiva, vale insistir, no es exclusiva del análisis de Romero, sino que refleja los sesgos de una historiografía que consideraba la cultura bizantina en términos negativos (Harris, 2022).

Podemos atribuir esta mirada inicial de Romero sobre Bizancio -un tanto simplificadora y en línea con la historiografía dominante en la primera mitad del siglo XX- al formato y objetivos de esta primera obra, un texto de divulgación científica dedicado a un público más bien amplio. Pero su mirada se refinó y se volvió más explicativa cuando abordó el problema desde una perspectiva más académica. Allí, las evaluaciones de tipo moral dan paso a análisis que atienden más a factores estructurales. En La Revolución Burguesa en el mundo feudal (1967/1979) las Cruzadas son la condición de posibilidad en el desarrollo de la modernidad occidental. El análisis coyuntural está en este caso orientado a explicar los factores políticos y económicos que hicieron posible el movimiento cruzado. Por un lado, la gran reforma de la Iglesia romana y la expansión del área normanda por el Mediterráneo fueron las condiciones de posibilidad de la empresa militar. Al mismo tiempo, la decadencia de las tres grandes potencias del mediterráneo oriental, el Califato abasida, el Califato fatimí y Bizancio permitieron el avance de los turcos Selyúcidas que aprovecharon el vacío de poder para reconfigurar el equilibrio de fuerzas geopolítico. Para Romero, la reconfiguración del área mediterránea fue un factor fundamental, que incluso antecedió a las Cruzadas mismas. Por otra parte, las motivaciones de cada uno de los actores se ubican en un primer plano y proveen la clave explicativa de todo el proceso. La intersección de los intereses de los componentes primarios de la sociedad medieval -la nobleza y la burguesía- se encontraba en el origen de todo el proceso. Las aspiraciones territoriales de los nobles europeos, especialmente los normandos, acompañadas por los intereses de las ciudades comerciales italianas -ambas legitimadas por las construcciones teocráticas del papado reformista- impulsaron la empresa. Pero estas motivaciones apenas coincidían -y a menudo colisionaban- con las necesidades defensivas de la corte constantinopolitana. Ciertamente, las razones eran de orden estratégico. Los Basileos de la dinastía Comneno -Alejo, en un primer momento, pero también sus sucesores Juan y Manuel-, destaca Romero, fueron actores de ningún modo secundarios. Al contrario, ellos intentaron activamente asegurar su autoridad sobre los latinos -a los que veían como meros subordinados- como para sacar provecho de las rutas abiertas hacia Occidente. Los vaivenes diplomáticos y los cambiantes juegos de alianzas entre los Sultanes Ayubíes de Egipto, los latinos y los bizantinos llevaron en definitiva a la pérdida de Jerusalén (p. 229 y ss) y el saqueo de Constantinopla. Pero además, la mutua incomprensión entre dos sistemas políticos divergentes -el feudalismo y la autocracia- explicaba en parte los cortocircuitos entre los jefes de la expedición y sus circunstanciales aliados.

Un condicionante no menor en la descripción que hizo Romero de las relaciones entre cruzados por un lado y bizantinos y musulmanes por el otro se encuentra en la naturaleza de las fuentes utilizadas. A pesar de la abundancia de fuentes orientales -árabes, siríacas, armenias y un largo etcétera- relativas a las Cruzadas, no fue hasta las últimas décadas del siglo pasado que los historiadores se preocuparon por escuchar las voces de aquellos testigos privilegiados. Las historias clásicas de las Cruzadas -como los trabajos de Grousset o Steven Runciman (1951-1954)- pusieron el acento en las fuentes occidentales y, en menor medida, en las bizantinas -casi exclusivamente en Ana Comnena- que, aunque más accesibles, estaban atravesadas por agendas específicas. Como ha señalado Christopher MacEvitt (2010), esas agendas determinaron el virtual silencio acerca de las relaciones de los cruzados con las poblaciones del Levante. Así, la aparente polaridad entre aquellos (Occidente) y estas (el Oriente cristiano o el Islam) encubrió relaciones mas fluidas y complejas, que pueden reducirse a la mera oposición entre dos campos diferenciados.

En conclusión, como parte de un movimiento mayor de expansión del “área germánica”, las Cruzadas contribuyeron al proceso de alejamiento de las dos cristiandades y al mismo tiempo marcaron las diferencias políticas de Oriente y Occidente. No se trata solamente de un antagonismo cultural, sino de dos procesos que llevaron a las dos partes de Europa por caminos divergentes. Romero veía en las Cruzadas como algo más que el primer ensayo de la futura expansión atlántica. En su contexto específico, y en tanto proceso histórico por derecho propio, la expansión del área “romanogermánica” hacia la periferia mediterránea, sentó las bases materiales e intelectuales de la futura excepcionalidad de Europa occidental (p. 217).

Diálogo entre católicos y cristianos orientales, 1290

El Renacimiento

La última escala de nuestro recorrido se detiene en el Renacimiento. Respecto a este tema, fue mucho menos explícito y reprodujo la communis opinio de que la cultura bizantina, aunque conservadora y estática, proveyó los materiales literarios que posibilitaron la recuperación del pasado clásico en Occidente a finales de la Edad Media. Comencemos por notar -como hace Mariana Sverlij6– que para Romero el Renacimiento estaba sobre todo asociado al desarrollo de la mentalidad burguesa, de la que constituía un aspecto. Los principios y valores que comúnmente son asociados a aquella, fueron parte de una continuidad con los siglos centrales de la Edad Media más que una ruptura radical. En este sentido, la actitud dominante en los sectores burgueses (al menos en Italia y los Países Bajos) es definida por el historiador como un “enmascaramiento” caracterizado por la idea de un retorno a la antigüedad. Pero ¿cómo fue “recuperada” esa antigüedad? Tanto en el plano de la historia intelectual como de las Mentalités Bizancio es identificada como la reserva literaria sobre la cual los europeos forjarán una nueva concepción del mundo. En efecto, la mentalidad burguesa en formación entre los siglos XIV y XVI apelará a los “clásicos” para dar cuenta de una nueva visión de la naturaleza y el hombre que se habría forjado en las nuevas experiencias de la vida urbana y el mundo de los negocios. El redescubrimiento de la cultura clásica por la mediación del Islam y Bizancio hizo posible dicha visión.

En su Estudio de la mentalidad burguesa (p. 66) atribuye a las Cruzadas una de las vías por las que fue desafiado el “realismo ortodoxo”. Los contactos con Bizancio y el Islam reintroducirán el platonismo dominante en Oriente. Así, transmitida en monasterios, escuelas catedralicias y universidades por miembros del clero, la cultura clásica es reintroducida en la medida que sustenta una nueva aproximación al mundo natural. Una segunda oleada afianzará esta tendencia. En efecto, en la sección del último capítulo de La Edad Media dedicada a la filosofía y la cultura, Romero establecía una relación casi causal entre el final de Bizancio y la renovación cultural experimentada por las ciudades italianas entre los siglos XIV y XV. En efecto, la llegada de “eruditos fugitivos” como Miguel Crisoloras, Constantino Láscaris y en particular el cardenal Besarión proveyó los materiales para la constitución de instituciones del saber, como academias y círculos intelectuales en el que el platonismo penetró en la cultura europea. Esta segunda oleada, difería de la primera tanto en contenidos (platonismo) como en sus rasgos sociológicos. A diferencia de los manuscritos griegos llegados de Oriente entre los siglos XII y XIII –que enriquecieron una cultura primariamente monástica- los intelectuales bizantinos que se refugiaron junto con sus bibliotecas en Italia se asentaron en las cortes del patriciado peninsular o se vincularán directamente a la cancillería papal.

Pero Romero no avanza mucho más allá de constatar el papel de los intelectuales bizantinos en la promoción y transmisión de la cultura clásica. Como ya señalamos, la circulación de manuscritos que las contenían –intensificada desde el siglo XIII- alimentó en primer lugar las bibliotecas de monasterios y universidades, que mantuvieron la naturaleza esencialmente clerical de la alta cultura. Pero no fue hasta finales de la Edad Media que se desarrolló una cultura laica, relativamente autónoma, que promovió un cúmulo de valores que provocó “la convulsión del sistema de ideas que respaldaba el orden cristiano-feudal” (La cultura occidental, p. 39).

Naturalmente, la clave explicativa de la novedad del humanismo renacentista descansaba en las condiciones mismas de la recepción de la cultura oriental (árabe y bizantina). En efecto, la nueva sociedad de las ciudades de Italia del norte, volcada hacia el conocimiento de la naturaleza y el individuo, podían reconfigurar la literatura y las ciencias de los antiguos por fuera del marco del viejo orden cristiano-feudal.

En los últimos cuarenta años el papel de los intelectuales bizantinos en el surgimiento del Humanismo europeo ha sido objeto de estudios sistemáticos, entre los que se encuentran los trabajos de John Monfasani. Dichos estudios se han orientado en dos direcciones. Por un lado, las vías de transmisión de las obras clásicas, en especial los aspectos materiales de la producción y circulación de los manuscritos griegos y árabes; sus derroteros, los modos de adquisición y el papel del mecenazgo. Por otro lado, una serie de estudios se ha ocupado por los diálogos entre Bizancio y Occidente en la circulación de ideas en ambos sentidos y en especial de los cortocircuitos y tensiones en el proceso de generación y recepción de aquellas.

Ambas perspectivas estaban apenas delineadas en los momentos en que José Luis Romero dedicaba unas pocas líneas a los intelectuales bizantinos que contribuyeron al Renacimiento europeo. A la luz de estos estudios recientes, la imagen que se nos presenta de ellos resulta mucho más compleja y dinámica. Bizancio estuvo lejos de ser un añejo tesoro del que se sirvieron los europeos para su revolución intelectual. En cambio, fue -incluso en los momentos de zozobra con el turco a las puertas de Constantinopla- una cultura dinámica y original cuya influencia fue mucho más allá de contribuir con una biblioteca. Podemos incluso interrogarnos de manera desafiante junto a Jerry Brotton (2004, pág. 45) ¿De quién es el Renacimiento? Sin duda alguna, resulta excesivo responder que la renovación intelectual de los siglos XV y XVI en Occidente fue mérito exclusivo de árabes y bizantinos. No obstante, su contribución fue mucho más allá de la mera conservación de un legado cultural. Bizancio -al igual que el Islam- fueron civilizaciones dinámicas y originales y, en tanto tales, fueron el prisma por medio del cual la cultura occidental se apropió de la herencia clásica.

A modo de conclusión

Para cerrar estas líneas retomamos las consideraciones generales que hicimos en la introducción. Resulta una obviedad señalar que Bizancio no ocupó un lugar central en la obra de José Luis Romero. No obstante, al hacer al menos una breve reflexión en torno a su mirada al Imperio Romano Oriental nos permitimos constatar la coherencia que esta tiene con las grandes líneas de su pensamiento. En tal sentido, podemos afirmar que Bizancio ocupó un lugar secundario, pero en absoluto fue insignificante. En cierta medida, nos revela la pertinencia de temporalidades o espacios culturales considerados a menudo ajenos o distantes. Ellos nos sugieren las numerosas interconexiones y las complejidades del estudio de lo social.


1 Quiero agradecer a Victoria Casamiquela Gerhold y Luis Alberto Romero por los comentarios y correcciones a mi texto.

2 Entendemos por “ortodoxia” a ese difuso universo cultural que comprende la Europa del Este y los Balcanes, pero que también se proyecta al menos conocido pero igualmente significativo mundo árabe cristiano

3 (Said, 2003).

4 https://jlromero.com.ar/temas_y_conceptos/los-amigos-ausentes-notas-sobre-la-correspondencia-entre-jose-ferrater-mora-y-jose-luis-romero/

5 https://jlromero.com.ar/textos/imagen-de-la-edad-media-1951/

6 https://jlromero.com.ar/temas_y_conceptos/renacimiento-obra-romero/


Trabajos citados

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Beck, H.-G. (1978). Das byzantinische Jahrtausend. Munich: C.H.Beck.

Brotton, J. (2004). El bazar del renacimiento. Sobre la influencia de Oriente en la cultura occidental. Barcelona: Paidós.

Bury, J. B. (1912). A History of the Eastern Roman Empire from the Fall of Irene to the Accession of Basil I (A. D. 802–867). Londres: Macmillan.

Cameron, A. (2017). Cuestiones bizantinas. Madrid: Bellaterra.

Grousset, R. (1934). Histoire des croisades et du royaume franc de Jérusalem. París: Plon.

Guerreau, A. (1984[1980]). El feudalismo, un horizonte teórico. Barcelona: Crítica.

Harris, J. (2022). Byzantium and the Crusades. Nueva York: Bloomsbury Publishing.

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Runciman, S. (1951-54) A History of the Crusades, Cambridge: CUP.

Said, E. (2003). Orientalismo. Nuevas Ediciones de Bolsillo.

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