Imagen de la Edad Media. 1951


I. Edad Media y cultura occidental

Me propongo ofrecer una imagen de la Edad Media tan próxima a la realidad como me sea posible, tan rica en matices como lo consienta la brevedad del espacio, y desprovista de esas deformaciones generalmente intencionadas que han hecho de esta época un tema singularmente controvertido.

Quizá fuera oportuno destacar ahora la importancia inmensa que tiene una recta comprensión de la Edad Media para entender cumplidamente el proceso de la cultura occidental, ese proceso que llega hasta el confuso tiempo de nuestras vidas y en cuyo transcurso surge y se desarrolla buena parte de los problemas que hoy avanzan hacia el primer plano de la vida histórica. Pero esta afirmación del significado trascendental de la Edad Media para la comprensión de la cultura occidental es, en cierto modo, el tema constante que aparecerá en estas lecturas y bien puedo evitar ahora una síntesis.

Debo advertir, eso sí, que no data de antiguo la certidumbre de que, en efecto, constituya esta época una etapa decisiva de nuestra cultura. En sus postrimerías —esto es, en lo que el gran historiador holandés Huizinga ha llamado El otoño de la Edad Media— se manifestaron en abierto duelo dos corrientes espirituales de opuesto sentido, una de las cuales triunfó en Europa dando origen a lo que se llama corrientemente Renacimiento. Desde entonces, la corriente vencida, que anunciaba la voluntad del espíritu medieval de transmutarse y subsistir, fue subestimada, y subestimada fue con ella toda la ingente creación de la Edad Media, primera manifestación original del espíritu occidental. El Renacimiento no escatimó la burla: Rabelais y Montaigne, Ariosto y Cervantes son buenos testimonios de esa actitud, que corresponde al menosprecio con que Rafael Sanzio cargó la palabra gótico, que debía caracterizar su arte de los últimos tiempos.

Esta actitud se mantuvo aún durante los siglos XVII y XVIII. A pesar de los eruditos que buceaban en el remoto pasado de las naciones europeas y de los que procuraban esclarecer el pasado heroico de los mártires cristianos, la época en que se desarrollaban esos hechos seguía despertando una extraña sensación de oprobio. Fue entonces cuando se dijo de la Edad Media que era “la noche de los tiempos”, cuando se acuñó la expresión “Edad oscura”, fórmulas que, por cierto, aún circulan sin que sea posible defenderlas, y que sólo provienen de la falsa imagen de la Edad Media erigida como estandarte por una opinión sectaria que se empeña no en entender a la Edad Media sino a defenderse a sí misma, atribuyendo a esa época caracteres que ni son exclusivos de ella, ni los únicos que conforman su fisonomía, ni acaso siempre los más importantes. Pero esta falsa imagen fue defendida —entonces y ahora— con vigor y casi con encono, y suscitó, naturalmente, una reacción igualmente enérgica que se refleja en aquellas fórmulas, cuyo procedimiento duró plenamente hasta el siglo XIX.

Por entonces, la visión de la Edad Media comenzó a modificarse poco a poco. El Romanticismo fue, en cierto modo, una especie de renacimiento medieval, como el llamado Renacimiento lo fue de la cultura clásica. En su exaltación de la creación popular redescubrió la épica caballeresca; en su exaltación del espíritu nacional redescubrió la grandeza de la oscura época de los orígenes; y en su exaltación anti racionalista y cristiana redescubrió la época de los mártires y de la fe triunfante y triunfadora. Un mero acento pareció advertirse en la remota tradición medieval a través de los ecos recogidos por el ossianismo, por Chateaubriand, por Thierry, por Michelet. Y ese nuevo acento constituyó un estímulo suficiente para que nuevos y numerosos investigadores se lanzaran ahora sobre el tema redescubierto para indagar su secreto y constituir una imagen más aproximada a la realidad, menos deformada por la polémica.

Desde entonces en adelante, los estudios medievales han hecho extraordinarios avances cuantitativos y cualitativos. No sólo es mucho más lo que se sabe, sino que se sabe mejor, con criterio más objetivo, sobre esquemas y planteos más exactos y completos. Así ha podido llegarse a una nueva imagen de la Edad Media que no supone sólo elementos negativos sino múltiples y numerosísimos elementos positivos, y en la que, independientemente del juicio de valor que suscite en cada uno, aparecen los rasgos de un desarrollo coherente que llega hasta nuestro tiempo y que resulta incomprensible sin el conocimiento de esa época.

Acaso el rasgo prominente de esa imagen sea el descubrimiento y la afirmación de la constitutiva diversidad de la Edad Media, por sobre cierto vago telón de fondo unitario y simple. Esa unidad apenas existe fuera del plano de los ideales, y aun reconociendo el inmenso valor que eso tiene, es imprescindible destacar que hay en el plano de las formas de la realidad una notable y radical variedad que proviene de diversas circunstancias y se manifiesta en varios y significativos fenómenos.

Ante todo, proviene de la diversidad de los elementos culturales que constituyen el complejo de la cultura occidental. En principio, el fondo está constituido por la tradición romano-cristiana que proviene del Imperio y que subsiste en la mayor parte del conjunto social de la Edad Media. Pero esta tradición no era todavía compacta cuando se produjo la invasión germánica, portadora a su vez de un nuevo bagaje cultural, de modo que la profunda conmoción con que se inicia —a mi juicio— el ciclo de la cultura occidental, a partir del siglo V de nuestra era, disgrega el complejo romano-cristiano y pone en presencia tres tradiciones culturales, tres actitudes ante el mundo y la vida: una que arrastra la tradición clásica, otra que representa el cristianismo y otra que imponen los grupos dominadores germánicos. Las ecuaciones en que se integran estos elementos son extraordinariamente variadas, según el lugar, según las clases sociales, según los distintos géneros de problemas, según las épocas y según las conciencias individuales. De modo que aun suponiendo que la cultura occidental hubiera trabajado en su propia elaboración sin recibir nuevas influencias durante la Edad Media, su nota dominante ha sido la coexistencia de diversas tradiciones y la variada combinación de sus elementos.

Pero, además, esa suposición de que la cultura occidental haya trabajado en su propia elaboración sin recibir nuevas influencias durante la Edad Media, es hoy absolutamente insostenible. La cultura occidental se desenvuelve por entonces en presencia y en contacto activo durante largos y decisivos periodos con otros dos ciclos culturales de extraordinaria significación: el mundo bizantino y el mundo árabe. Uno y otro tenían elementos comunes con la cultura occidental, en mayor o menor escala, y ambos poseían la posibilidad de comunicación con ella. A veces fue el comercio, a veces fue la guerra, a veces el intercambio cultural; pero puede afirmarse que, por cualquiera de esas vías, y con la sola excepción de algunos períodos de su desarrollo, la cultura occidental ha estado en contacto por entonces con esos dos ámbitos y ha obtenido de ese contacto frutos importantísimos cuya presencia se ha advertido muy pronto en su propio seno. Ni en todos los lugares, ni en todas las épocas, ni en todas las capas sociales, ni respecto a todos los problemas, ha sido igual la influencia que esas otras culturas han ejercido sobre la occidental, de modo que las variadas ecuaciones logradas por los distintos elementos originarios a que me he referido antes se diversifican aún más por esta nueva circunstancia. He aquí, pues, cómo, sobre un telón de fondo uniforme, desenvuelve la Edad Media su inagotable y múltiple creación bajo muy distintos aspectos.

Contra lo que se suele afirmar, la cultura medieval se caracteriza por su inestabilidad, una inestabilidad que proviene esencialmente de su poder creador. La designación corriente de Edad Media es, por eso, la más injusti?cada e inexpresiva que pudiera imaginarse para de?nirla. Es, como se ha sostenido, la Primera Edad de la cultura occidental, la Edad de la Génesis, como se ha dicho también. En ese largo período que transcurre entre la invasión del Imperio por los pueblos germanos y el siglo XV, un inestable complejo social trabaja activamente con el vasto conjunto de elementos culturales que tiene a su alcance y realiza innumerables experiencias creadoras. Algunas de ellas fueron conducidas hasta sus últimas consecuencias; otras en cambio apenas son insinuadas, y dejan sus inmaduros resultados como promisora posibilidad para el futuro. Pero desde entonces queda a la luz un vasto repertorio de las excepciones que constituyen poco a poco la tradición de la cultura occidental.

De ese carácter de Edad primigenia de Edad de la Génesis proviene el aire un poco bárbaro que a veces tiene su creación, en el que la fuerza debía predominar sobre la gracia, los contenidos sobre las formas, lo vital sobre lo racional. Y de la certidumbre de esa ?aqueza proviene también el anhelo sostenido polémicamente de un orden, cuya a?rmación beligerante es el resultado sostenido de un sentimiento nostálgico provocado por la preeminencia de los impulsos creadores sobre los impulsos modeladores.

La presencia de un orden universal no es, pues, característica de la llamada Edad Media sino en el plano de los ideales. Por el contrario, en el plano de las formas reales de la vida, su peculiaridad es una diversidad tal que resulta difícil establecer analogías. Ni el feudalismo es una misma cosa en Francia, España o el Imperio, ni el estilo ojival tiene los mismos caracteres en cualquiera de esas regiones. Lo mismo ocurre con cualquier otro aspecto de la vida y de la cultura que consideremos, y los matices se acentúan si pensamos en la ?sonomía de la Edad Media en la Europa central, en Polonia, en Rusia o en Serbia.

Algo semejante ocurre si consideramos el transcurso de los diez siglos que se agrupan en la llamada Edad Media. Profundas diferencias se perciben cuando comparamos la época de Carlomagno con la del emperador Enrique IV o con la de Dante o con la de los duques de Borgoña. Se advierten, en efecto, tres períodos en la llamada Edad Media cuyos caracteres, sensiblemente uniformes, di?eren entre sí. La temprana Edad Media, que transcurre entre la época de las invasiones y la disolución del Imperio carolingio, podría llamarse el período de la génesis. La alta Edad Media, correspondiente a los siglos que van desde el IX hasta el XIII, constituye la primera síntesis creadora, y a ella corresponde lo que habitualmente se entiende por espíritu medieval. Y la baja Edad Media, que transcurre durante los siglos XIV y XV, con?gura una época crítica en la que se desarrollan simultáneamente dos direcciones antitéticas, una de signo todavía medieval pero revolucionario, y otra de signo claramente anti medieval, raíz y expresión primera de la modernidad.

La más cumplida de las creaciones de la Edad Media, aquella que se condujo hasta sus últimas consecuencias, aquella en cuyo holocausto se sacrificaron otras múltiples posibilidades insinuadas y abandonadas luego, es la cultura de la Edad Media, la de las Sumas, la de las catedrales. Pero eso no es toda la Edad Media. Es solamente la única creación concluida, la única síntesis lograda, el único estilo cultural perfeccionado. Legado de ella es una concepción de la vida que, aun después de haber perdido la preeminencia. perdura como una posibilidad de la cultura occidental a través de toda la modernidad.

Pero no nos engañemos. En cuanto tiene de burgués y de conciliatorio el Renacimiento, en cuanto procura cohonestar un sentimiento naturalístico de la vida y una vigorosa tradición de estructuras formales —instituciones, ideas, formas— también es un legado de la Edad Media burguesa que se insinúa desde el siglo XIII y realiza el máximo de sus posibilidades en Italia. Desde Petrarca hasta Lorenzo el Magní?co, el Renacimiento conserva un inequívoco sabor medieval, y acaso sea ésa la fuerza que permitió su rápida cristalización en formas acabadas y perfectas. pues aprovechaba una vigorosa e innegable tradición. Más allá del siglo XV, el Renacimiento iniciará otra vía y buscará las últimas consecuencias de esa actitud, más independizadas cada vez de los mandatos tradicionales. La modernidad comenzará. entonces, pero indisolublemente unida en el proceso de su gestación, a aquellas experiencias vigorosas, un poco bárbaras acaso, pero pletóricas de vitalidad, de la Edad de la Génesis.

II. La Edad Media y el legado de la Antigüedad

Quienes comenzaron a llamar Edad Media al período comprendido entre los siglos V y XV de nuestra era respondieron a una cierta visión de la historia universal que resulta hoy insostenible. Daban por admitida la existencia de una línea coherente y continua de desarrollo desde la Antigüedad hasta los tiempos modernos, y caracterizando con precisión las dos épocas de los extremos —la Moderna y la Antigua— salían del paso super?cialmente considerando el lapso que quedaba entre ellas como una mera transición, un oscuro valle entre dos cimas iluminadas, una Edad Media que no poseía ninguno de los valores positivos de las otras dos.

Esta concepción carece hoy de validez, y por eso se justi?ca la expresión de Primera Edad de la cultura occidental para de?nir a la llamada Edad Media, expresión que pone las cosas en su quicio y suscita un punto de vista fértil para apreciar con equidad la vasta y originalísima creación medieval.

Pero aquella persistente idea de que la llamada Edad Media sucede coherentemente a la Antigüedad plantea un problema de altísimo interés, a saber, cuál es el legado que de la Antigüedad llega a la cultura occidental a través de ella. Pues, aunque ahora resulte inequívoco que la Antigüedad es un ciclo cultural diferente, es innegable que constituye el antecedente directo, una de las fuentes donde la cultura occidental abreva.

La cultura occidental surge y se desenvuelve sobre una parte del territorio del Imperio romano, en el seno de un conjunto social en el que predominan las estructuras de la tradición romana, mediante un proceso de transformación lenta, operado sobre esa base y por la in?uencia de nuevas situaciones y nuevos fermentos. No hubo —como se ha sostenido insistentemente— mutación brusca, pues las invasiones germánicas no produjeron una verdadera catástrofe, y se mantuvo durante mucho tiempo la sensación de que nada importante había ocurrido en un Imperio que se suponía que seguía subsistiendo. Pero el proceso de transformación comenzó aceleradamente por entonces, para preparar un nuevo estilo cultural que muy pronto manifestaría su inequívoca y original ?sonomía.

Esta circunstancia es la que inducía a pensar en la continuidad entre la Antigüedad y la llamada Edad Media. Y si bien es cierto que hay algo que continúa, conviene saber bien qué es, porque acaso en eso radica todo el equívoco.

Lo que continúa —aun cuando no debemos olvidar que, transformándose aceleradamente, hasta cambiar de signo— no es esa cultura que se impone al espíritu cuando se evoca la Antigüedad sin mayor preocupación crítica, esto es, en sus momentos clásicos, sino uno de sus períodos, singularísimo, por cierto, que corresponde al bajo Imperio y cuyo origen remonta a la grave crisis que sufre Roma en el curso del siglo III de nuestra era. A partir de entonces se con?gura una etapa de la cultura antigua que constituye el antecedente directo de la llamada Edad Media, y que es, en verdad, una pre?guración de ella.

La cultura del bajo Imperio muy poco tiene que ver con la época de los Escipiones, de Cicerón, de Augusto; poco también tiene que ver con la época de Marco Aurelio, y poquísimo, naturalmente, con la tradición helénica. Si el Imperio subsiste, si subsisten las estructuras formales de su tradición, en cambio han aparecido ya los elementos que debían dar forma a su contenido esencialmente; a saber: las in?uencias orientales, que llegan a través de la religión en general, especialmente durante la época de los Severos; las influencias cristianas, en particular, que son cada vez más fuertes a partir de esa misma fecha; las in?uencias germánicas, que empiezan a advertirse a través de las poblaciones de ese origen que comienzan a ingresar pací?camente en el Imperio después de la crisis militar del siglo III. También se adivina otro signo de una mutación: el regionalismo de que hacen gala los ejércitos y su jefe, el que, por ejemplo, impulsa durante algún tiempo a la Galia a a?rmar su independencia. Y de este modo, en el período que transcurre desde aquella grave crisis hasta la otra más grave aún del siglo V se elabora una cultura singular a través de la cual llega la Antigüedad a la llamada Edad Media.

Piénsese en los testimonios de esa cultura del bajo Imperio. y se advertirá qué faz de la Antigüedad es la que perdura y se filtra en la llamada Edad Media. La figura más representativa es el emperador Constantino, el que inicia la política de tolerancia frente a una religión que negaba los ideales fundamentales de la romanidad, aquel cuya biografía escribiría el más célebre historiador de la iglesia —Eusebio de Cesárea—, aquel cuya e?gie monumental, conservada hoy en el Palacio de los Conservadores en Roma, revela ya la acentuada in?uencia del estilo escultórico oriental.

A esa época corresponden también los poetas Rutilio Namaciano, Ausonio y Claudiano, los historiadores Eutropio y Amiano Marcelino, el erudito Macrobio, y Símaco, el último militante del paganismo. Todos ellos, los que son aparentemente cristianos, como Ausonio, el poeta de Burdeos, o los que se aferran desesperadamente a las tradiciones romanas, como Símaco, todos revelan los mismos signos de un compromiso entre las in?uencias que obran sobre el viejo fondo tradicional. Poco después, en las postrimerías del siglo IV y los primeros tiempos del V, cristianismo y romanidad habrán operado una primera síntesis en el sentido insinuado anteriormente, de la que son testimonios San Jerónimo y San Agustín, Casiodoro y Boecio, Sidonio Apolinar y Prudencio. Esta síntesis tiene una característica precisa: la romanidad ingresa en ella como forma de la realidad, pero desprovista de prestigio; a la concepción naturalista debía suceder una concepción teísta del mundo que ganaba terreno a pasos agigantados.

Empero, esa primera síntesis no debía dar cuajados frutos. Cuando hubiera podido ofrecerlos, se produjeron las invasiones germánicas y el proceso se detuvo porque el aporte naturalista que suponía el bagaje cultural de los invasores reavivó la vieja tradición pagana. La superstición, la concepción mágica de la naturaleza y la fresca vitalidad de los germanos semi nómades que desde entonces constituyeron las aristocracias dominantes en el territorio del antiguo Imperio romano, se oponían decididamente a una concepción de la vida que significaba la condenación de cuanto constituía su propia peculiaridad: el valor, la audacia, el goce de los sentidos, en una palabra, la exaltación de la vida desarrollada en el marco de la naturaleza. El cristianismo perdió buena parte de las posiciones conquistadas, y aunque poco a poco logró la conversión formal de reyes y aristócratas, es notorio que muy poco consiguió en los primeros tiempos en cuanto al predominio profundo sobre las conciencias.

Sin embargo, organizado ahora severamente según el modelo romano, en una Iglesia que aspiraba a calcar la estructura imperial, el cristianismo trabajó esforzadamente por reconquistar lo que había perdido. Los misioneros, los monjes, los obispos que se insinuaban cerca de las cortes bárbaras y los pontífices que desafiaban a los reyes o se confiaban a ellos, lograron poco a poco conducir tanto a las masas como a las minorías hacia su propia concepción de la vida, mediante una progresiva vitalización de las formas exteriores ya impuestas. De ellos era la preocupación por los problemas del espíritu y de la cultura, y a ellos correspondía innegablemente la superioridad en cuanto a la elaboración de nuevas formas de pensamiento.

Esas nuevas formas de pensamiento se tornaron imprescindibles en el curso de la temprana Edad Media, esto es, entre la época de las invasiones y la disolución del Imperio carolingio. Las circunstancias variaron considerablemente durante esa época, los conquistadores se entremezclaron con los conquistados, y al orden militar de los primeros momentos debió suceder una organización para la que no eran particularmente aptas las nuevas aristocracias. Esos y otros problemas comenzaron a ser resueltos con el consejo de la Iglesia cuyos cuadros se componían en su mayor parte de hombres de tradición romana, de modo que, voluntaria e involuntariamente, dejaron filtrar sus puntos de vista para modificar el de los dominadores. Así surgió poco a poco una segunda síntesis entre diversas tradiciones, sobre la que conviene fijar la atención.

Recordemos que la primera síntesis se logra durante el bajo Imperio entre elementos culturales romanos y elementos culturales cristianos, combinados de tal manera que los elementos cristianos evidenciaban su mayor prestigio y su mayor vitalidad. Véase el testimonio de San Agustín que es en este sentido irrefragable. Ahora ya, durante la temprana Edad Media, se constituye una segunda síntesis que reúne los tres elementos fundamentales de la cultura occidental: romanos, cristianos y germánicos.

De esos tres elementos, el cristiano vuelve a ser predominante en cuanto a las grandes líneas directrices; pero en tanto que en la primera síntesis el elemento romano representaba el enemigo, ahora, en la segunda, el enemigo es el germánico, y en consecuencia el cristianismo se vuelve hacia el elemento romano como hacia un aliado y lo reivindica como símbolo de la cultura, en tanto que el germanismo parece representar, simplemente, la forma de la realidad.

Véase el testimonio de San Isidoro, el ilustre obispo sevillano autor de las Etimologías, y tantas otras obras de variada materia, cuya preocupación fue, como es bien sabido, afirmar resueltamente el valor de la tradición clásica. En sus concepciones políticas y jurídicas, en sus ideas pedagógicas con respecto al clero y en sus opiniones sobre el saber, San Isidoro es un ecléctico. No puede ocultar el prestigio que tiene ante sus ojos la tradición clásica, y reúne afanosamente en su magnífica biblioteca hispalense cuanto encuentra a su alcance en materia de autores paganos. De todos ellos recoge noticias y opiniones y con ese bagaje compone la vasta enciclopedia que llamó Etimologías, verdadero monumento erigido a la tradición clásica por un cristiano que advertía el valor del legado antiguo, y que, en consecuencia, realizaba denodados esfuerzos por conjurarlo con el legado de la revelación y el Evangelio.

Lo que él y sus discípulos salvaron del saber antiguo fue cuanto se poseyó durante toda la temprana Edad Media, lo que nutrió el movimiento cultural de esa época, cuyo punto más alto se sitúa en el llamado Renacimiento carolingio, obra de Alcuino, de Paulo Diácono, de Rábano Mauro y tantos otros que se suceden hasta la aparición de la prominente figura de Escoto Erígena. Todo ese bagaje no poseía, ciertamente, la pureza originaria. No se lo podía apreciar entonces dentro de las categorías con que fue creado, y se notan en la estimación y en el uso que se hace de él los signos de la voluntad de conciliación de quienes están dominados por los grandes esquemas de la tradición bíblico—cristiana De ahí que no sean sino elementos de una síntesis, cuyo sentido general no coincide con el suyo de origen, pues quienes la realizaban debían atender también a la presión de una realidad que imponía, a su vez, ciertos elementos de la concepción germánica de la vida. Y lo cierto es que, desde el punto de vista histórico cultural, lo que adquiere eficacia y valor es la síntesis y no los elementos aislados.

En efecto, esta segunda síntesis esconde las raíces de toda la vasta creación de la llamada Edad Media, de la Primera Edad de la cultura occidental, así como también de todo lo que en ella se frustra y desvanece. Ante todo, la idea de Imperio, cuya primera y efímera realización opera Carlomagno, para recorrer luego el largo via crucis que debía conducirla a su frustración definitiva. Luego, la idea del papado universal, la de un orden ecuménico, espiritual y temporal.

Junto a todo esto, en la singular visión del mundo —romana, cristiana, germánica y céltica todo a un tiempo— se superponen de modo indescriptible la realidad y la irrealidad, lo verdadero y lo fantástico, lo visto y lo pensado, el mundo y el trasmundo, en una palabra.

Dentro de ese ámbito, el individuo alcanza la dignidad de la persona humana en el plano teórico —plano en que la sustenta el cristianismo— y lucha por realizarla en el plano de la realidad con los duros obstáculos que se le oponen. Y como la versión del cristianismo de esa noción parece impracticable, apelará a la ayuda de las formulaciones que de esa idea puede realizar la tradición social y jurídica de romanos y germanos.

Un orden político nuevo se insinúa desde los primeros tiempos: los reinos romano-germánicos preanuncian la idea de nación, a la que se opondrán también mil obstáculos de la realidad. Luego las grandes dinastías nacionales proporcionarán las fórmulas posibles, en tanto que la Iglesia conserva celosamente el principio de universalidad. He aquí el vasto almácigo en el que reconocemos las semillas de muchos árboles que hoy constituyen el oscuro bosque por donde vagamos, perdidos, en búsqueda de una obra iluminada.

III. La creación medieval

Si la llamada Edad Media merece incuestionablemente el dictado de Primera Edad de la cultura occidental, es sobre todo porque constituye una era de impetuosa creación. Un genio vigoroso y desbordante en busca de su propia expresión serpentea a través de un piélago de elementos culturales unas veces recibidos como legado del pasado y otras veces recibidos como prenda de un contacto con civilizaciones vecinas, hasta lograr una prodigiosa fusión de todos ellos dentro de un marco de precisa y original fisonomía. De un caos surge un cosmos pletórico de variedades, pero acentuado constantemente por la reminiscencia de un principio profundo que le proporciona una remota unidad, o al menos la quimera de una unidad.

Porque la creación medieval no es una creación hecha de la nada. Antes de que el mundo medieval profiriera la palabra creadora, múltiples creaciones erigían a su espalda los testimonios de un pasado imborrable, y en su contorno mismo otros demiurgos obraban sus encantamientos. Ya nos ha sido dado vislumbrar la magnitud del legado antiguo, acaso el más vigoroso entre todos los que la llamada Edad Media recibiera, en compañía de las otras herencias, la del cristianismo, la del germanismo y la del celtismo. De todas ellas, correspondió al cristianismo imponer su sello, y con él la impronta de cierta concepción oriental de la vida que debía fundirse con el resabio romano formando una muy peculiar amalgama.

Pero toda esta herencia no constituye la totalidad de los elementos culturales con que la llamada Edad Media, se encuentra. También contribuyen a diversificar ese caos los elementos que provienen de la versión bizantina de la Antigüedad que llega desde la imperial Constantinopla, y los nuevos elementos orientales y clásicos que acarrean los pueblos convertidos al islamismo en su ya elaborada síntesis. Sobre todo ese conjunto multiforme y heterogéneo se erigía poco a poco una cultura de definido estilo, de prodigiosa riqueza, de probado vigor, dentro de cuyas formas habría de proseguir su ruta la cultura del Occidente.

Sería imposible abarcar en espacio tan reducido las múltiples características de la ingente creación medieval, y, desde luego, menos aún sus diversas manifestaciones en los distintos campos de la cultura. Pero como todo lo que posee un estilo, la creación medieval permite una caracterización tan somera como se quiera. Uno, dos o tres de sus rasgos peculiares suscitan en el observador todos los demás, porque hay entre ellos una profunda y radical coherencia. Y parejamente, un ligero panorama de las manifestaciones en que ese espíritu se encarna trae a la memoria prontamente el vasto caudal omitido.

En mi opinión el rasgo decisivo de la creación medieval es la presencia del trasmundo, en constante y variado juego con la imagen del mundo sensorial. Ese trasmundo es multiforme y diverso. Se impone a través de la experiencia mística, a través del sentimiento mágico del germano o a través de la poética adivinación de lo misterioso que anida en el celta. El Paraíso cristiano vale como la misteriosa Avalón, donde aguarda y reposa el rey Arturo, o como el umbrío territorio que pueblan los endriagos, los genios y las hadas. Antes de toda precisión, antes de todo dogma, el trasmundo vibra en el espíritu medieval como el resultado de una experiencia poética, metafísica o cognoscitiva, la realidad y la irrealidad se confunden y se entrecruzan constantemente, y el prodigio parece revelar lo ignoto y escondido tras la superficie del mundo sensible. De ese modo la verdadera realidad es la suma de la realidad sensible y de la realidad instituida.

De esta curiosa interpenetración de mundo y trasmundo surge la peculiaridad de tantas ideas medievales, secreto a su vez de otras tantas manifestaciones de la cultura. Piénsese en el espíritu de aventura, el que mueve a los caballeros a cumplir la inaudita proeza para alcanzar el favor de su dama, el que mueve al cruzado, al peregrino, al estudiante o al mercader. Al fin de su jornada está el misterio y la esperanza, como al fin de la jornada de la vida está la muerte, tras de la cual ocúltanse también esperanza y misterio. Porque se anuda, con el espíritu de aventura que preside su vida, el espíritu de aventura que preside su muerte.

Ciertamente, la muerte constituye en la creación medieval una dimensión reveladora. El milenario, los capiteles historiados del monasterio de Silos o los de San Trófimo de Arlès, los frescos trecentistas de la Capilla de los Españoles de Santa María Novella en Florencia o del Camposanto de Pisa, las danzas de la muerte y los espejos de penitencia como el de Jacopo Passavanti, todo y aun mucho más revela la presencia de la muerte en la presencia de la vida, de esa muerte que evocaba Francisco de Asís en el Cántico de las criaturas llamándola “nuestra hermana la muerte corporal”, a la que invocaba con patética voz Catalina de Siena en una visión enrojecida de angustia.

La muerte, hermana de la vida, la aventura por excelencia del hombre, la entrada en el mismo misterio del trasmundo apenas entrevista, es hermana también del amor, la más excelsa y delicada perfección de la vida. Misteriosa pasión, indomable pasión, el amor conduce al tormento y a la muerte a Isolda en la leyenda de Tristán, a Francesca en la oscura Rímini de los Malatesta, a Inés de Castro en la áspera Lisboa del rey don Pedro. Porque si la muerte es la última aventura de la vida, el amor es la más prodigiosa y profunda, aquella en la que el misterio abre su flor más delicada, aquella en la que la revelación de lo incógnito se hace más patente.

Por todo eso late en la creación medieval un profundo y exaltado patetismo, irreprimible bajo los rigores de una razón moderadora. El patetismo conduce sucesivamente desde las lágrimas de Catalina de Siena y las imprecaciones de Domingo de Guzmán hasta las carcajadas de Boccaccio o de Juan Ruiz; desde la hierática exaltación de los vitrales de Chartres hasta la agresiva procacidad de los Carmina Burana con que se satisfacían los clérigos goliardos; desde la esperanzada santidad de Joaquino de Fiore hasta la cólera y la ira de Ezzelino o los Malatesta. La pasión se deslizaba a flor de piel y fraguaba intensamente tanto en el arranque del hombre de espada como en el martillazo del imaginero o en la metáfora del poeta. Eran el amor y la muerte —que era como decir el amor y la vida— que reivindicaban para sí el derecho a realizarse de una vez, a sumergirse de una vez en el misterio, a agotar de una vez el punzante enigma del trasmundo.

Obvio es decir que estos rasgos de la creación medieval empiezan por manifestarse en las formas mismas de la vida, que son ya una creación. La vida señorial, la vida monástica, la vida de las nacientes ciudades burguesas y aun la vida de los campesinos se tiñen en alguna medida con estos colores. Sobre todo, la idea del hombre y la idea de las relaciones sociales y políticas que se establecen entre ellos trasuntan —como formas de la realidad— la primacía de ciertas nociones que no terminan en la realidad misma, sino que hunden sus raíces en otros estratos. Hay quien niega el trasmundo, como lo negaban Guido Cavalcanti y Farinata degli Uberti con sus camaradas del Sexto Círculo del Infierno; pero aun quien lo niega y se hunde en la certidumbre de que el curriculum del hombre acababa con sus días terrenos, lucha con el fantasma y necesita de toda su energía intelectual para sobreponerse a las alusiones que lo cercan. Los más participan de la opuesta certidumbre y conciben la vida como una misión, de tal modo que la jerarquía de la misión mide la del individuo, quien no es nada en sí mismo sino sujeto, eso sí, de un inalienable derecho natural, derecho que pugna porque se le reconozca contra todos los embates del mundo; un mundo en estado de génesis, con un marcado aire de provisionalidad pese a la resuelta voluntad de forma con que, precisamente, se quiere cubrir el hervor de la creación y la inestabilidad del orden. Tal la vigorosa estratificación estamentaria que preside el orden social, con el que se quiere legalizar prestamente un orden nuevo —el orden feudal— que no reconoce otro fundamento que el factum de la conquista y la eficacia militar.

Pero si aquellos rasgos tiñen las formas de la vida real, mucho más tiñen las manifestaciones del espíritu, en las que se refleja directamente el impulso creador tal como surge de las fuentes mismas.

Ahí está la poesía. Se oscurece el recuerdo de Ovidio y de Catulo, el recuerdo de los aedas célticos y germánicos, el recuerdo de los líricos musulmanes, y surge con algo de todo eso y con mucho más: el extraño prodigio de la lírica provenzal, de la lírica galaico portuguesa, de la lírica siciliana y toscana, de la lírica de la alta Francia y de Germania, de la lírica castellana. El trovador habla de amor y de aventura, de dolor y de muerte, llámese Jaufré Raudel o Bernard de Ventadorn, Bernardo de Bonaval o Pedro de Ponte, Guido Cavalcanti o Cino de Pistoya, Chrétien de Troyes o Wolfram von Eschenbach, o Gonzalo de Berceo. En sus palabras se mezclan lo sacro y lo profano, como en su espíritu se mezclan lo que sus ojos ven y lo que su espíritu adivina. Y como ellos, olvidados de Virgilio y Lucano, surgen los aedas heroicos que enaltecen la misión de Rolando o del Cid, las aventuras de Renaud o de los infantes de Lara, las proezas del gran Carlos de la Barba Florida o las esperanzas del gran Federico el de la Barba Roja, o las balandronadas del gran Ricardo, el del Corazón de León. Amor y muerte, aventura y proeza, devoción y heroísmo, todo se mezcla en las figuras de la epopeya como en las exaltaciones de la lírica, y del mismo modo saturarán de prudente temor estos sentimientos las palabras mesuradas de los poetas didácticos para regimiento de la vida y de la muerte.

Ahí está la arquitectura, la escultura, el vitral y el mosaico. De la presencia vigorosa de los modelos antiguos deriva una nueva concepción arquitectónica y un nuevo espíritu plástico que había de cuajar en el espíritu romántico. El sentido apaisado de la mole, la gruesa pilastra, el arco de medio punto y el diseño de la planta proporcionan un punto de partida para la creación, pero esta insurge y se desenvuelve por sus propios carriles apoyada en un nuevo esquema ideal, en una nueva concepción de la vida, en un nuevo repertorio de elementos entre los que no faltan las aportaciones de comarcas y estilos remotos, de un Oriente que se filtra a través de las páginas del Apocalipsis. De él saldrá luego el estilo ojival, pleno de vigor y de imaginación creadora.

El austero castillo, reducto y símbolo de la vida señorial; el adornado y evocativo claustro, en el que los capiteles ilustran al monje sobre los versículos apasionantes de la terrible profecía; el templo acogedor en el que se igualan las esperanzas de grandes y pequeños; el vitral que filtra y toma sola la luz al tiempo que representa la tierna y evocadora leyenda, y el mosaico que fija la imagen hierática, corresponden a un nuevo y no acostumbrado sentido de la arquitectura y de la plástica. A la dignidad del hombre misional se agrega la dimensión del ideal que justifica y mueve su misión; al sólido realismo del hombre de la tierra se suma la gravedad de lo trascendental. Como en la canción del trovador suenan las melodías gregorianas para contar el amor, como si parecieran indisolubles al hombre medieval los dos amores —el amor Dei y el amor sui— alojados eminentemente en las dos inseparables ciudades distinguidas ejemplarmente por San Agustín: la ciudad celeste y la ciudad terrestre.

Así es, unitaria y multiforme, contradictoria y homogénea a un tiempo, la creación medieval. Una creación que es, ante todo, la de un estilo de vida, y que es después el móvil del estilo de una cultura. Esa cultura no debe ser considerada como estrictamente medieval sino en segunda instancia. Porque, en primera instancia, es esencialmente la cultura occidental en su primera faz; una cultura de la que la llamada Edad Media perfecciona cierta línea y deja vírgenes por cierto numerosas posibilidades para futuros desarrollos.

Lo que desarrolló y llevó hasta su posible perfección constituyó un orden que alcanzó su esplendor en el siglo XII y parte del XIII. Este orden fue, a su vez, una creación del intelecto más que una realidad espontánea. Y allí brilló un vigoroso impulso de la razón capaz de esclarecer lo confundido y de limitar lo entremezclado. El pensamiento filosófico y teológico fue la obra maestra de ese orden, y de su perfección misma arrancaría su crisis, crisis inaugural del vasto fermentario que constituye la baja Edad Media y el primer Renacimiento.

V. Orden y crisis de la cultura medieval

Si la creación medieval nos asombra por su profundidad, su variedad y su riqueza cuando consideramos las formas reales de vida que modela o los productos que logran su literatura o sus artes, más aún nos asombra cuando consideramos lo que es, a mi juicio. su obra más gigantesca: la imagen que forja del universo, y dentro de él, de este mundo, y esta vida que constituye el signo del hombre, todo lo cual consigue ser armonizado —pese a todo— dentro de un sistema coherente. Este sistema —el que evoca la idea de orden, tan peculiar de la Edad Media— no emerge de la realidad. Ha sido concebido e impostado sobre la realidad; ha sido, puede decirse, sostenido heroicamente contra la realidad, como don Quijote sostendría su irrenunciable ilusión. Por eso puede considerárselo como una gigantesca creación, acaso un insólito alarde de vigor intelectual, realizado, eso sí, a expensas de la inmediata percepción sensorial del mundo.

Repitámoslo para que esta noción quede patente e inequívoca. La idea de que el mundo de la realidad conforma un orden dentro del cual nada carece de sentido constituye una invención del genio especulativo de la Edad Media, a la que llega en el momento de mayor florecimiento intelectual, esto es, hacia los siglos XII y XIII. No es comprobación de un hecho de realidad; es la impostación de un principio ciclópeo concebido racionalmente —como los planos de una catedral— y bajo el cual la realidad ha perdido luego eficacia y vigor hasta el punto de que el principio y no ella sea lo que se divisa a la distancia.

Esto es el orden medieval: una quimera con la que se reemplaza deliberadamente a la realidad, eso sí, con tal energía que la quimera adquiere el carácter de una creación de la razón y de la voluntad. Y es singular que esta creación constituya el módulo de la época, a pesar de ser su espíritu de tal índole que contradecía la espontánea creación vital, o la creación literaria o la creación plástica. Pues estas últimas se caracterizan por su variedad casi proteica, en tanto que la creación intelectual conduce a la afirmación de una ortodoxia y a la exclusión de lo que se aparta de ella.

Procuremos precisar las ideas. Como correspondía al tono de la época, o a su carácter de Edad de la Génesis, la creación medieval no conoce en principio limitaciones, ni reglas doradas, ni artes poéticas, ni principios de sabiduría; todo el bagaje normativo que poseía —de tradición antigua— le servía de muy poco, y la creación medieval insurgió contra él y fue construyéndose luego sus propias reglas a medida que avanzaba. Pero fue preciso para llegar a ellas múltiples experiencias de variadísimos estilos, de cada una de las cuales quedaron al costado del camino productos excelentes, sin duda imperfectos, pero llenos de fuerza —si no de gracia—, y de ese verde frescor que revela la impronta del poder creador que no escatima su esfuerzo ni gusta de pulir sus frutos. En todo ese vasto esfuerzo creador, son muchas las rutas recorridas que no corresponden a lo que, contemporáneamente, declaraba la razón especulativa que constituía el “orden” inalienable del universo.

Piénsese —aun antes de precisar excesivamente en qué consistía ese orden— en lo que podría llamarse “la otra Edad Media”, la que vemos aparecer ya en los albores del siglo XII saturada de profanidad y de mundanidad, lo que desafía luego la quimera del orden universal en las postrimerías del siglo XIII y da con él en tierra para predominar en la baja Edad Media y en el primer Renacimiento. Ésa es la Edad Media en la que influye ya desde el siglo XI el saber y la sensualidad musulmanes; la Edad Media que florece en la riquísima y prodigiosa Occitania; la Edad Media que restaura el maniqueísmo con los albigenses y exalta el amor de los cuerpos y la alegría de los sentidos con los poetas provenzales; la Edad Media de los clérigos goliardos y de los Carmina Burana; la Edad Media de la convivencia de las tres religiones, en iglesias, mezquitas y sinagogas; la Edad Media de la coexistencia de los varios saberes; la Edad Media de los guerreros y los mercaderes de la Cuarta Cruzada; la Edad Media de Federico II de Sicilia; la Edad Media de los epicúreos, de los iracundos, de los lujuriosos. Lo que puede llamarse la otra Edad Media, en fin, con respecto a la cuál se erige como legitima y ortodoxa la mente reflexiva de los teólogos, filósofos y moralistas, pero que es por si misma tan Edad Media como aquélla. Y es bien sabido que la una sin la otra no se explican, porque la llamada Edad Media, esto es, la Edad de la Génesis, la Primera Edad de la cultura occidental, es así, múltiple y diversa, contradictoria y cambiante, como todo lo que esta animado por el vigoroso e incontrolable movimiento creador.

Pues bien, sobre esta diversidad y esta contradicción, el pensamiento reflexivo de teólogos, de filósofos y de moralistas se empeñó en extremar, superponer un principio unitario, un orden homogéneo que debía constituir la explicación del todo y el módulo para el juicio. La creación medieval importa la suma de mundo y de trasmundo consustanciados y entrecruzados hasta hacer indiscriminables sus límites, y el pensamiento se empeñó en afirmar que el trasmundo y la irrealidad tan sólo poseían el valor eminente y que lo demás era pura ilusión, pecado, engaño, maldad y perdición. Con el pensamiento se quiso dividir lo que era, en realidad, indiviso, y el resultado fue, a la larga, malograr la felicísima síntesis que la creación medieval iba logrando, para entronizar en cambio la dura intolerancia, el formalismo religioso, la hipócrita virtud, y junto a todo ello el verdadero pecado, que era la desconfianza hacia los impulsos creadores que encerraba la vida y que la vida se empeñaba en no querer agotar.

Eso fue la quimera del orden universal. Una vasta creación intelectual, admirable por su perfección formal, con su extraordinaria doctrina organicista del orden del mundo, con sus dos espadas, con sus jerarquías inviolables, con sus sistemas rígidos de valores, con sus cuadros estrictos de virtudes y de pecados, con sus rigurosos senderos trazados para toda existencia posible, y todo ello dependiendo de un severo y preciso cuadro del más allá en el que se distinguían con nítidos perfiles las áreas iluminadas —con harto distintos resplandores, por cierto— del Paraíso, del Infierno sin esperanza, y del Purgatorio, prolongación del mundo con su dolorida ilusión de bienaventuranza eterna.

Tan severa como fuera esta creación del pensamiento para con todo aquello que escapaba a sus límites, es innegable que constituye un espectáculo extraordinario de vigor, de poderío intelectual, de imaginación y de voluntad. Sólo que amenazaba a todas las otras formas de la creación que eran hermanas de su propio genio. Durante algún tiempo triunfó en toda la línea, pero, aunque extendió su brazo vengador contra lo que consideró heterodoxo, no consiguió su juego, sino apenas proporcionarle el estimulante matiz del pecado, el agridulce sabor del peligro, el demoníaco —o prometeico, si se prefiere —temblor humano que lo hacía más deseable cuanto más temido. La Inquisición hizo prodigios de vigilante severidad; los predicadores, verdaderos alardes de elocuencia para que no se borrara de las mentes el recuerdo del espantoso crepitar de las llamas consumiendo eternamente los cuerpos condenados; los místicos, insuperables menciones al innato amor con que la infinita dulzura de Dios esperaba a las almas puras. Pero el experimento del orden universal había roto el encantamiento de la creación medieval. Quien se sumergía en los arroyos que le señalaban sus propios impulsos, temía llegar al ancho mar donde acabaría su aventura, y se inventaba nuevos y plurales meandros para no llegar nunca y permanecer en su mínima y feliz linfa. El encanto estaba roto. La Edad Media empezó a aprender dónde comenzaba la realidad y dónde comenzaba la irrealidad, dónde empezaban el mundo y el trasmundo, dónde estaba el fin de su aventura, cuál era el misterio del amor y la muerte, cuál era la causa de su antes misterioso patetismo. Empezaba la gran crisis de la que nacería el oscuro mundo de Fausto, ya anunciado en el sólo aparente mundo de Dante.

La gran crisis que se advierte ya al promediar el siglo XIII en Italia, y que se advertirá sucesivamente en todo el mundo occidental en el curso de los siglos XIII y XIV, no es sino el resultado de este intento de afirmación de un orden único. Todo lo que quedaba fuera de él, combatido, menospreciado, condenado y envilecido, empezó a afirmar su derecho a la vida aun cuando fuera al precio de renunciar a la posesión del trasmundo. No sin dolor, el hombre aprende que sólo está en sus manos un destino humano, en el momento en que se quiere convencer de que se le ofrece un destino divino al precio de renunciar a su inalienable flaqueza, a su carne mortal, a su dulce pecado, dulce dos veces, por el placer y por el arrepentimiento.

Quizá quien vio con mayor profundidad la terrible tragedia de plantear este dilema fue el dulce y humanísimo Francisco de Asís, espíritu ejemplar, tan santo como lo puede ser el hombre, tan humano como le sea dado seguir siéndolo al santo. Su clamor se alza contra la intolerancia, contra la dureza de corazón, contra los formalismos odiosos, y sobre todo contra el afán, mil veces más impío que el pecado mismo, de querer borrar la dulce inmersión del hombre en la naturaleza que le ha sido dada para tornarlo puro espíritu. El hombre no es puro espíritu, porque es hermano de la tierra y del pájaro y del torrente y del lobo, que no lo son tampoco. Es espíritu además de ser carne, y hay en él una inexcusable lucha sin la que la vida no es humana ni el hombre criatura de Dios. Que no se le arrebate al hombre todo aquello que siente latir en su corazón, si no se quiere hacer de él un hipócrita, un hombre hecho para el sábado, como Jesús no quiso que fuera hecho. Así descubría Francisco a la criatura humana, y así las llamaba a su lado, pecadoras y arrepentidas, pero vivas en su corazón, con tanta potencialidad para el bien como podía esperarse de su naturaleza y de su angustia.

Empero, a pesar de los clamores del hermano de Asís, a pesar de la persistencia del clamor de quienes lo habían precedido proclamando el Evangelio eterno, a pesar de todo, la obsesión intelectual de los enamorados del orden y de la unitariedad de la creación desencadenó el profundo drama de la crisis iniciada en el siglo XIII.

La crisis se advierte ya acaso a principios del siglo, en la cruel actitud de la cristiandad ortodoxa —si así cabe llamarle— frente a los albigenses y al espíritu meridional. Lo que allí sucumbió fue toda una manera de entender la vida, la cultura y la fe; pero no para desaparecer del todo y dejar el campo libre a los celosos defensores de un orden severo y rígido, sino para empezar una renovada lucha desde otros puestos de combate, con otras consignas, con otras normas, pero casi con los mismos ideales.

Se la vio renacer en Sicilia y en Toscana, ya en pleno siglo XIII, bajo la forma de actitudes intelectuales como escepticismo, como epicureísmo, como apetito cognoscitivo, como una especie de prerracionalismo. Se la vio aparecer muy pronto en casi toda Europa como una especie de conmoción social y política contra el orden establecido, que quería ser definitivo y hermético contra el desarrollo natural, y que se tradujo en los primeros ensayos del ascenso de la burguesía. Y se la vio después, generalizada ya en toda Europa, manifestarse de infinitos modos, tanto a través de las señorías italianas, tanto a través de Antoine de la Salle, de Giovanni Boccaccio, de Juan Ruiz, de Poggio Bracciolini, de los miniaturistas de los libros de caza y los calendarios, de los pintores flamencos, de Massaccio, de Brunelleschi, de Dalmau y de Jacomart, de Santillana y de Charles d’Orleans, de Boiardo y de Pulci, de todos, en fin, los que no se resignaban a practicar en su espíritu una mutilación que sabían estéril.

Así sobreviene y se manifiesta la crisis. Dante Alighieri la observa con pavor, y la acusa en su Commedia con santa ira. Pero el tiempo es irreversible, y la creación medieval quedó trunca. Ahora parecerá realista en unos y mística en otros, cuando había sido antes mística y realista a un tiempo en cada espíritu. La quimera del orden —de un orden que nunca había existido— anidó desde entonces como un fantasma en muchos espíritus, y se soñó con restaurar su inexistente primado. El orden natural, en el que caben muchas cosas, habíase sacrificado a un orden racional en que sólo caben unas pocas y en el que es necesario condenar a las demás. La modernidad iniciaría entonces sus tanteos en pleno siglo XIV, en esa época que, según desde donde se la contemple, suele ser llamada con idéntica limitación baja Edad Media o Primer Renacimiento.

V. Edad Media y Renacimiento

La ilusión de la vigencia del orden universal pareció arraigarse firmemente en las conciencias durante los siglos XII y XIII. Entonces se pretendió defenderla coactivamente e imponerla con beligerante energía. Empero, todas aquellas fuerzas que quedaban excluidas y condenadas se prepararon para la defensa y comenzaron a minar la estructura que se pretendía ortodoxa.

Precisamente, esas fuerzas que conspiraban contra el pretendido orden ortodoxo estaban creciendo por entonces en poderío por diversos factores, y acaso fuera precisamente ese renovado ímpetu lo que había provocado la reacción en contrario. El interrumpido contacto con la cultura bizantina y la cultura judía se había restablecido con motivo de las cruzadas y del curso de la reconquista española y poco a poco habían comenzado a circular obras e ideas que, enriqueciendo el bagaje cultural de Occidente, tendían a hacerlo más complejo, esto es, menos simple y menos apto para restringirse dentro de esquemas arbitrarios. La escuela de traductores de Toledo en el siglo XII y la corte de Federico II de Sicilia, así como los esfuerzos parciales de numerosos sabios —y equipos de sabios de las tres religiones— dieron como fruto la inauguración de vigorosos esfuerzos intelectuales que, naturalmente, comprometían la ortodoxia. Obras filosóficas, científicas y literarias introdujeron ideas antes insospechadas que despertaron nuevas rutas en el pensamiento occidental, del mismo modo que lo hacían los contactos directos establecidos por los viajeros que visitaban regiones antes desconocidas, como Giovanni Pian del Carpine o Marco Polo.

La consecuencia fue una sensible y profunda mutación en el mundo occidental que se advirtió en el plano de las ideas, y que muy pronto se advertirá en el orden de las relaciones económicas, sociales y políticas. Una nueva era comenzaba, que se acostumbra llamar baja Edad Media en algunos países de Europa y primer Renacimiento en otros. Es la que cubre los siglos XIV y XV, y cuya fisonomía de crisis esconde un profundo y decisivo ajuste del espíritu de occidental, en vísperas de esa nueva etapa que constituye la modernidad.

El siglo XIV, sobre todo, ofrece a quien contempla hoy su panorama la precisa imagen de una especie de ensayo general de la modernidad. Todo aquello que luego, poco a poco, irá imponiéndose con laborioso esfuerzo, aparece entonces como movido por una fuerza juvenil y ausente de experiencia que lo impulsa a tentar la gran aventura de desalojar de una sola vez las sólidas estructuras tradicionales. Nuevas opiniones, nuevas ideas, nuevas formas de relación económica, social y política, todo hace irrupción repentinamente, con una ingenua frescura, y todo cae prontamente ante la resistencia opuesta por la realidad. Pero nada morirá del todo. Lo que entonces fracasó en ese gran ataque frontal intentará luego triunfar —y lo logrará a la larga— mediante un vasto y sinuoso movimiento lateral y envolvente.

Asistimos ya en el siglo XIII en Italia, y en el siglo siguiente en el resto de Europa, a graves y profundas mutaciones económicas. La economía monetaria reemplaza a una economía fundada en los bienes raíces, y con las ciudades prósperas se desarrolla el comercio y las manufacturas con su secuela de activación del tráfico del dinero. Una organización internacional de ese tráfico se advierte ya en el siglo XIII y sobre todo en el XIV, con las poderosas casas italianas de los Bardi, los Peruzzi y los Acciaiuoli. Su primer ensayo entra en crisis con motivo de las inesperadas catástrofes producidas por las inestables relaciones entre las nuevas concentraciones urbanas y el régimen de la producción rural, cuya consecuencia es el hambre y la peste, fenómenos típicos de esa época. La producción libre se pierde entre los vericuetos de una organización económica que aún ocultaba celosamente sus secretos, y comienza a parecer que la solución es el control y el apoyo del estado, representado por las monarquías. El premercantilismo se insinúa, con su vigoroso control estatal, pretendida panacea para una situación inexplicable por lo novedosa.

Pero esta mutación económica está acompañada por una mutación político-social no menos importante. El orden feudal entraba en evidente e inevitable quiebra, y arrastraba con ella la posición predominante de las clases privilegiadas, celosas naturalmente de sus privilegios. Se rebelaron los nobles contra los reyes apresurados por afirmar su autoridad en favor de las nuevas circunstancias económicas, tanto en Inglaterra, como en Aragón o en Alemania. Pero su esfuerzo apenas pudo salvar una parte de sus privilegios personales, sin que pudiera robustecerse la débil base económica que ahora los sustentaba. Esa base económica, en efecto, estaba comprometida en sus cimientos por el ascenso de la burguesía, que los socavaba con la vasta red de una economía monetaria ante la cual aquella otra, fundada en la posesión de la tierra, debía ceder y derrumbarse en poco tiempo.

La naciente burguesía dominó prontamente en Italia y en los Países Bajos ya en el siglo XIII la revolución florentina de Gian della Bella mostraba el alcance que tenía la revolución. Y poco después, las sublevaciones de los tejedores de Brujas y Gante, el movimiento de los Ciompi en Florencia, la Jacquerie, los Estados Generales revolucionarios y la insurrección burguesa de 1380 en Francia, así como la insurrección campesina de 1381 en Inglaterra mostraban el grado de efervescencia de las clases en ascenso, comprobado más tarde por los movimientos de los husitas, de los campesinos gallegos y mallorquines, y tantos otros que se producen en el siglo XV.

A estos movimientos corresponde un acrecentamiento del poder, a veces bajo la forma de mera tiranía, como las que ensayan en Italia Castruccio Castracani, Simon Boccanegra, Marino Faliero, Ugguccione della Fagiuola y, sobre todo, los Scala, los Gonzaga, los Este, los Malatesta, los Visconti, los Sforza o los Medici. Pero, también, bajo la forma de un acrecentamiento del poder real, como el que alcanzan los monarcas napolitanos, franceses e ingleses por esta época. Distintas circunstancias hacen que el fenómeno no sea general y que no logren los mismos objetivos, sino esporádicamente, los reyes de Castilla, de Aragón, o los emperadores de Alemania. Pero el proceso está en marcha, y más tarde o más temprano, llegarán al mismo fin.

Porque cuanto se oponía a esta nueva organización del poder desaparecía rapidísimamente, y nuevas ideas sociales y jurídicas avanzaban por doquier respaldando situaciones de hecho, de poder, de fuerza. El mundo espiritual adoptaba una renovada fisonomía, y de ella surgía como un reflejo una nueva visión del mundo. Cuatro rasgos la caracterizan, que es necesario analizar para descubrir su nuevo perfil: primero, la crisis del trascendentalismo; segundo, la irrupción del sentimiento naturalista; tercero, la mutación del sentimiento patético de la vida en relación con la irrupción del hedonismo, y cuarto, la irrupción del sentimiento individualista. He aquí cómo se perfila un mundo nuevo, mucho más nuevo, acaso, que el que Colón descubriría poco después.

La afirmación polémica de un orden había introducido en la actitud medieval ante la realidad un principio de supremacía del trasmundo, de lo trascendental. Este principio sufre luego una curiosa evolución. La tercera escolástica —con Duns Scoto y Occam— modifica sutilmente la relación entre el campo específico de la fe y el campo específico de la razón, y afirma de manera indirecta la legitimidad del mundo de la realidad sensorial y su significación eminente para el hombre. Lo mismo hace el platonismo que predomina en las academias italianas, distinguiendo el mundo de las ideas y el mundo sensible, y lo mismo hace la incipiente ciencia que desarrollan por entonces un Buridan, un Oresme, un D’Ailly, un Toscanelli. Mundo y trasmundo quedan discriminados radicalmente. y con tal discriminación el trasmundo permanece eminentemente solo en la reflexión de letrados y meditativos, en tanto que el mundo sensible crece en libre significación en el ánimo del hombre medio, del que no se dedica a pensar, acentuado por la dimensión que le agrega la vida inmediata.

Esta crisis de la primacía del trasmundo se advierte en la declinación del respaldo metafísico que sostenía las ideas de un orden universal, especialmente en el plano de la realidad. Imperio y papado dejan de poseer poco a poco el valor místico de antaño, y al primado de un orden de jure comienza a suceder el primado de un orden de facto, que se manifiesta a través de todas las convulsiones económicas, sociales y políticas de la época. Pero más netamente aún, esta crisis de la primacía del trasmundo se advierte en la irrupción del sentimiento naturalista.

Un vigoroso despertar del amor a la naturaleza se advierte por doquier en esta época. Lo que antes parecía expresarse suficientemente en la condenatoria formula de “mundo, demonio y carne”, abre ahora su secreto y revela sus múltiples encantos apelando a los sentidos que el hombre posee para captarlos. Giotto y Simone Martini trasladan al fresco la tímida vibración del contorno natural del hombre. Los calendarios miniados y los libros de horas —como el del duque de Berry—, los libros de caza como el de Gastón Phebus, los lienzos flamencos y los frescos italianos, los de Van Eyck, Memling, Masaccio, Benozzo Gozzoli, y finalmente, Sandro Botticelli, inundan de frescura y espontánea vitalidad el espectáculo ofrecido al hombre con sus ricos paisajes, con sus delicados sentimientos.

Lo mismo pasa en la poesía. El tema de las flores aparece en Villasandino, en Jerena o en Hurtado de Mendoza, como el paisaje aparece, inundado de vida y de luz, en Boccaccio, en Chaucer, en Juan Ruiz o en Santillana. Y sobre todo aparece el amor, tanto el amor quintaesenciado de Petrarca como el amor sensual de Boccaccio o de Juan Ruiz, o como ese amor múltiple que ofrecen Machaut o Charles d ‘Orleans o el marqués de Santillana o Alain Chartier o Matteo María Boiardo en el Orlando enamorado, o Lorenzo de Medici en sus delicados poemas de amor.

De sentimiento naturalístico, finalmente, está saturada la nueva arquitectura: la que bosquejan los artistas del gótico florido como la que bordan las líneas del mudéjar, labradas con la infinita delectación que produce la línea y el volumen, como en la Sinagoga del Tránsito o en Santa María la Blanca de Toledo. O la que bosquejan los artistas del Cuatrocientos italiano, un Brunelleschi, un Leon Battista Alberti o un Michelozzo Michelozzi.

Todo ello revela un vigoroso despertar del sentimiento profano, una afirmación de la vida tal como se ofrece en los cauces que el hombre tiene a sus pies para sumergirse en ellos, tal como brota de la clara linfa de los impulsos espontáneos, sin temores, sin prejuicios, sin trasposiciones de lo inmediato visible a lo remoto invisible e insospechado. La vida se manifiesta exigente y reveladora. El lujo parece su expresión más delicada, y el lujo inunda las cortes borgoñonas e italianas, en Dijon o en Ferrara, en la coronación de Carlos V de Francia o en la de Alfonso XI de Castilla.

Este sentimiento profano —adviértase bien— coexiste con un vigoroso llamado a las conciencias del sentimiento místico, tal como lo expresarán Tauler y Ekhardt, Groote y Ruysbroeck, Hus y Wickleff, Catalina de Siena y, finalmente, el duro y severo Savonarola, símbolo de la medievalidad del Renacimiento, si así puede decirse. Pero ese sentimiento místico no es ya sino el refugio de los reflexivos, de los elogios, y carece de vías de comunicación normales y permanentes con el sentimiento popular. Reaparece como secuela del hambre y de la peste, pero desaparece cuando vuelve a florecer la vida. Las danzas de la muerte y los severos frescos apocalípticos, los espejos de penitencia y los infinitos memento mori, no son sino estridentes llamados de quienes observan el desbande del redil, que sigue acaso fiel a las prácticas religiosas, pero se aleja de la estrecha dependencia del trasmundo para dejarse arrastrar dentro del mundo de la realidad sensible. Ya no se llora por el más allá, sino por la pérdida del más acá; ya no se llora por el amor, sino por el dolor; ya no se llora por el arrepentimiento sino por el goce. Un hedonismo acentuado caracteriza la vida, a la que ha abandonado el viejo patetismo impregnado de misterio y de angustia.

En realidad, el misterio y la angustia pertenecían al trasmundo, y el mundo aloja ahora a hombres que adivinan y viven la intensa realidad de su personalidad inmediata. El mundo es de los hombres, y el hombre es el que comienza a sentirse como única y definitiva realidad. Así parece enseñarle la antigua filosofía de los griegos que ahora seduce a los reflexivos, la antigua poesía de Ovidio o de Catulo o de Propercio, la nueva perspectiva de la inteligencia dominadora del mundo, y hermana de la otra palanca capaz de moverlo: el dinero, que triunfa y domina un mundo nuevo. La Primera Edad de la cultura occidental deja paso a la Segunda Edad, a la modernidad inquisitiva y analítica. La Edad de la Génesis ha terminado y comienza la edad de los múltiples y variados desarrollos. Es la era de Leonardo y Descartes, de Galileo y de Bacon.

La razón ha triunfado, y será labor de los siglos que comienzan entonces transformarla en la explicación suficiente del mundo. He aquí cómo concluye la Edad de la Génesis.

*[Conferencia radial dictada en el Servicio de Difusión Radioeléctrica, SODRE, Montevideo, Uruguay. ]