Filosofía y mundo feudoburgués. Una aproximación a los intelectuales del Tardomedioevo con las categorías romerianas

CAROLINA JULIETA FERNÁNDEZ
Conicet / UBA

Imagen 1. El tapiz de Bayeux, Batalla de Hastings (1066).

Introducción

La producción de José Luis Romero (1909-1977) como medievalista, que ocupa un lugar central en su obra, comprende sustancialmente una serie de artículos redactados entre 1944 y 1960, reunidos parcialmente en Ensayos sobre la burguesía medieval (1961) y póstumamente en su totalidad en ¿Quién es el burgués? (1984; de aquí en más citaré por título de la compilación y año del artículo); el breve La Edad Media (Romero, 1949); el gran libro La revolución burguesa en el mundo feudal (1967; de aquí en más, La revolución burguesa); el inconcluso Crisis y orden en el mundo feudoburgués (1980; de aquí en más, Crisis y orden) y las páginas dedicadas al mundo medieval en el Estudio de la mentalidad burguesa (1987, originado en un curso dictado en 1970) –estos últimos, publicados también póstumamente–.[1] Estos trabajos se caracterizan por la reconstrucción de procesos históricos de largo aliento y por una constante y cruzada referencia a múltiples fuentes, hechos y personas[2] que da cuenta de la amplitud de su formación y sus intereses, infrecuente en el hiperespecializado mundo académico actual.[3] La tercera cualidad que los distingue es que presuponen el concepto de vida histórica y algunas categorías teóricas que, con variantes, Romero aplica ininterrumpidamente a lo largo de su obra. En la primera parte de este trabajo me propongo precisar sus matices diferenciales con respecto a su marco de referencias y filiaciones historiográficas y filosóficas. En la segunda parte me concentraré en el análisis romeriano de los intelectuales del Medioevo tardío, quienes encarnan lo que denomina “pensamiento sistemático”. Dividiré el tema en tres tópicos representativos: la imagen del mundo y el saber, la economía de mercado y el realismo político. El objetivo central es identificar las principales interpretaciones de Romero sobre cómo los intelectuales del mundo feudoburgués se posicionan en relación con esos tópicos y formular algunas observaciones críticas a la luz de la investigación más reciente. En ambas partes haré las menciones necesarias, no solo para identificar al menos los principales lugares en que aparecen los temas y referencias de interés, sino también para evidenciar la persistencia de sus preocupaciones y la continuidad de sus trayectorias de investigación.[4]

1. Encuadramiento y caracteres distintivos de José Luis Romero en el campo historiográfico y filosófico

1. a. Vida histórica e historia de la cultura

Diversas contribuciones han trazado ya las principales coordenadas biográficas, historiográficas y filosóficas en que está inserto Romero.[5] Aquí solamente las resumiré para intentar precisar qué matices lo diferencian de las tendencias intelectuales que lo marcan.

Durante las primeras décadas del siglo XX, etapa de formación de Romero, en Buenos Aires y en Europa el mundo intelectual de la primera posguerra debate la crisis civilizatoria (¿Quién es el burgués?, 1969: p. 67). A su vez, ya desde las últimas décadas del siglo XIX, se disputa sobre el método de las ciencias humanas en general y de la historia en particular.[6] Los debates hunden sus raíces en figuras como Leopold Von Ranke (1795-1886) y el historicismo alemán. Este tiene entre sus epígonos a Wilhelm Dilthey (1833-1911), quien reacciona contra el positivismo, cuyo máximo referente en ciencias sociales es Auguste Comte (1798-1857).[7] Dilthey es el principal artífice de la teoría de las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften), fuertemente conectada con el idealismo y el historicismo alemanes e influyente en múltiples corrientes filosóficas del siglo XX (Makkreel, 2021). La noción diltheyana de vida histórica, uno de los elementos que más claramente toma Romero de este abigarrado cuadro (Sazbón, 2022), penetra, en general, el lenguaje de toda una camada de historiadores de la época y posteriores.[8] Se suma la influencia de la sociología de Max Weber (1864-1920) y Werner Sombart (1863-1941),[9] y, posteriormente, de Émile Durkheim (1858-1916). Este último cuenta, específicamente, en la conformación de la segunda tradición de relevancia para Romero, originada en la década del treinta: la Escuela de los Annales. Las figuras locales más influyentes en el joven Romero son su hermano Francisco (1891-1962),[10] enrolado en el antipositivismo de Alejandro Korn (1860-1936), y Saúl Taborda (1895-1944),[11] seguidos, quizá, por José Ortega y Gasset (1883-1955). Dentro del ámbito específico de su profesión, aparecen en primer plano los debates con la Escuela Nueva en Argentina.

En los artículos, Romero no traslada el denso bagaje especulativo que el concepto de vida histórica supone –su formación y objetivos son otros–, pero su lenguaje tiene claramente la impronta de esta tradición. Son constantes expresiones como “formas de vida”, “modos de vivir”, “ideales de vida”, “sentido predominante de la vida”, “vivir la vida”, “goce de vivir”, “concepción de la vida”, “módulo de vida” (¿Quién es el burgués?, 1950, passim), “vida histórico-social” (¿Quién es el burgués?, 1948: 38), “idea de la vida y el mundo”, “actitud frente al mundo y la vida” (¿Quién es el burgués?, 1954: 39; 42), “imágenes del mundo y la vida” (La revolución burguesa, p. 394). El objeto de la historia es esencialmente orgánico y vivo; la disección y la compartimentación le son ajenas. Este lenguaje historicista y espiritualista colorea su primera reconstrucción del surgimiento del sector burgués desde el siglo XI (véase 1.b) y se mantiene en algunos momentos de su obra tardía (Crisis y orden, p. 231). En cierta forma, su modo de ver cómo funcionan históricamente los primeros burgueses ejemplifica el modo en que para él funciona en general la historia de la cultura. La preocupación por la cultura como objeto global del estudio histórico, superador y a la vez contenedor de los de otras disciplinas, viene impulsada desde la primera posguerra en todo el campo intelectual con el que Romero tiene afinidad. En la segunda posguerra, incluso si introduce miradas renovadas provenientes de tendencias influyentes en la Europa del momento, mantiene su proyecto de integrarlas dentro de un proyecto de historia de la cultura (véase 1. d). Coincide, en ese sentido, con la vocación perenne de su hermano Francisco por una filosofía de la cultura.[12] Entre sus autores de referencia como profesor de Filosofía de la Historia en Montevideo mantienen vigencia Dilthey, Heinrich Rickert (1866-1933), Benedetto Croce (1860-1952), Oswald Spengler (1880-1936) y Arnold Toynbee (1889-1975) (Acha, 2005: p. 19).[13] En cuanto a sus redes de pertenencia e inscripción en el campo de los debates historiográficos, revela equilibrio, independencia de criterio y, sobre todo, una marcada preferencia por el análisis directo y personal de las fuentes documentales a la discusión historiográfica como un fin en sí mismo.[14]

Su más madura producción como medievalista a partir de la década del sesenta evidencia sensibles cambios, aunque sin afectar sus tesis de partida. En su mayor obra publicada en vida, La revolución burguesa en el mundo feudal (1967), el lenguaje espiritualista de los artículos da paso al uso de los conceptos de estructura y mentalidad, que acusan la nueva y definitiva influencia de la Historia Social en la vertiente de la Escuela de los Annales.[15] Lo que en La Edad Media denomina únicamente como tradiciones (por ej., pp. 114ss.), en La revolución burguesa pasa a denominarlo preferentemente formas de vida y de mentalidad (La revolución burguesa, Prólogo, p. 15, 45) –término, este último, ausente de su lenguaje hasta ese momento, así como el de mundo feudoburgués–.[16] Lo que anteriormente denomina orden (cristianofeudal, feudoburgués), comienza a denominarlo estructura. Junto con su nueva referencia a las mentalidades e ideologías, estos cambios terminológicos manifiestan su adhesión a las perspectivas historiográficas de larga duración, de impronta estructuralista, en boga en la época. Los binomios crisis-orden y orden fáctico-orden potencial[17] están presentes, de manera explícita o tácita, en sus tres libros. En Crisis y orden hay una presencia sensiblemente menor del vocabulario espiritualista y de las mentalidades, pero persisten las referencias a formas de vida que reflejan estructuras reales (Crisis y orden, pp. 23)[18] y conservan centralidad, como lo refleja el título, los conceptos de crisis y mundo feudoburgués –a la postre, sus contribuciones más distintivas (Le Goff, 2015: p. VII)–.[19]

1. b.  Estructura fáctica y estructura ideológica

En Romero es constante la distinción entre fenómenos socioeconómicos y políticos y fenómenos socioculturales, entre cambio socioeconómico y político y cambio de las actitudes y las mentalidades (La revolución burguesa, pp. 11, 14, 387) o entre la dimensión fáctica (“… la estructura real… o sea las cosas, lo que hay, lo que pasa…”, Estudio de la mentalidad burguesa, p. 24)[20] y la espiritual. Ambos son los constituyentes fundamentales de la vida histórica y su interrelación –que es la cultura misma– es el objeto central del análisis histórico (Estudio de la mentalidad burguesa, pp. 23-24). Son ejemplos del orden fáctico o real las relaciones económicas y sociales; la política y el derecho (La Edad Media, p. 23; Crisis y orden, pp. 18-35), mientras que pertenecen al campo espiritual las concepciones, valores y prejuicios. Ellas emergen de las estructuras reales como la abstracción emerge de la experiencia. Con mínimas variantes en el lenguaje, Romero mantiene a lo largo de su obra esta relación de prelación entre lo fáctico y lo espiritual.[21] Queda claro, en este modo de organizar el discurso histórico, que para Romero ciertas relaciones tradicionalmente denominadas como materiales, obran como base de sustento de la superestructura espiritual o ideológica. Una mentalidad es tanto más sólida, cuanto más fielmente expresa las situaciones reales (¿Quién es el burgués?, 1969, p. 70) y cuanto más coherente es como sistema de ideas y actitudes. Cuando ello acontece, ambas son interdependientes y se sostienen mutuamente (Estudio de la mentalidad burguesa, p. 24). Un sistema de ideas puede objetivarse, a lo que llama institucionalización (Estudio de la mentalidad burguesa, p. 16), y constituirse como ideología (Estudio de la mentalidad burguesa, p. 45-52). Romero reconoce así la primacía causal de la economía (“…que es tanto como decir el terreno primario de las relaciones entre el hombre y las cosas”, ¿Quién es el burgués?, 1950, p. 28). Ella y las relaciones sociales son la base material de las ideas –de hecho, esta es la base de su interpretación del fenómeno burgués como un tipo de subjetividad activa y transformadora que emerge de nuevos consumidores económica y socialmente activos (La revolución burguesa, p. 260).

Un elemento clave en esta conceptualización es que en el momento mismo de fijación de un orden social, y de la mentalidad que le corresponde, anidan ya los elementos de la futura crisis o dislocación de la estructura, cuya resolución se obtiene mediante la estructuración de un nuevo orden. (Véanse los diversos procesos de fijación del orden y la mentalidad cristianofeudales en La revolución burguesa, pp. 85-137 y 138-159). La crisis ocurre normalmente por la yuxtaposición entre sistemas económicosociales diversos y, en el fondo, incompatibles (v. gr., el feudal y el mercantil, o natural y de intercambio, La revolución burguesa, pp. 132, 240-246 y 283) y por los cambios en la estructura políticoeconómica (La revolución burguesa, p. 199). Romero habla, así, de respuestas ideológicas a los cambios estructurales; de cambio de actitudes y mentalidades que acompañan a los cambios en el orden socioeconómico (Estudio de la mentalidad burguesa, p. 29). En general, Romero tiende a subrayar que los cambios en las formas espirituales se originan en cambios del orden concreto y material; no solo en la organización económica, sino también territorial o, inclusive, en fenómenos como la trashumancia; véase La revolución burguesa, pp. 388-392).

Este énfasis de lectura se encuadra, en general, en el influjo marxista.[22] Sin embargo, Romero se aleja del mecanicismo determinista. Considera, en efecto, por una parte, que la correspondencia entre hechos e ideas es siempre dinámica y que las situaciones de perfecto ajuste o reflejo del plano real por parte del representacional se dan en contadas situaciones. Por otra parte, destaca que el mundo espiritual tiene un poder de accionar en contra del orden fáctico; en ese sentido lo caracteriza como un orden potencial (Romero, 1953). De ahí que –dice–, aunque la transformación de los hechos más frecuentemente precede a la de las representaciones, a veces la siga (¿Quién es el burgués?, 1950: 17. La cursiva es mía.). En los artículos describe de manera muy condensada esta dinámica, que desarrolla en los libros. Las nuevas situaciones estimulan nuevas actitudes mentales; pero, inversamente, para insertarse en un nuevo orden se requiere una nueva actitud mental (La revolución burguesa, p. 271). Los signos de esa nueva actitud pueden presentarse inicialmente de modo vago, descoordinado y procedente de agentes, motivaciones y espacios geográficos distintos, aunque coincidente en carácter y tiempo (¿Quién es el burgués?, 1950: 28; 1954: 40-41; 1954b; sobre la heterogeneidad de origen como un rasgo del nuevo sector social, véase ¿Quién es el burgués?, 1950, p. 20; La revolución burguesa, pp. 272-273). Si surge un sector social que en su praxis se revela capaz de coordinar las ideas inconformistas, estas pueden llegar a constituir una mentalidad o un sistema de ideas. Esa nueva representación de la realidad puede o no extenderse y consolidarse al confrontarse con la situación real, impulsando una transformación fáctica.[23]

Imagen 2. Livres du Grant Caam o Viajes de Marco Polo (Francia, post 1333).

1. c. Acción y constreñimiento

Lo que desde sus primeros trabajos Romero denomina “orden” (el orden cristianofeudal o el orden feudoburgués) y corresponde a la dimensión fáctica, se organiza en lo que después, conforme al lenguaje de Annales, denomina “estructuras”. Estas no son, sin embargo, inmunes al poder transformador de los grupos y los individuos. Inversamente, estos están sujetos al juego del constreñimiento, que proviene, primero, de grupos antagónicos. Romero enfatiza, en efecto, en que la praxis de esos grupos se redefine permanentemente, sujeta al recálculo y el juego de alianzas.[24]A partir del siglo XI, ciertos grupos sociales, en algunas zonas de Europa (Francia y Flandes), aprovechando una serie de circunstancias propicias de la segunda edad feudal,[25] logran instalarse en las ciudades y obtener mejores condiciones de vida. Acumulan, así, experiencias de transformación, tanto de la naturaleza (v. g., el trabajo manual), como del entorno (el mundo urbano), la economía (el comercio) y las relaciones sociales (la conquista de libertades y privilegios fuera de la órbita señorial). El logro de esas mejoras, basado enteramente en la experiencia, permite la elaboración de una nueva mentalidad de tipo proyectivo, proclive al cambio y la transformación (Estudio de la mentalidad burguesa, p. 21, 52-54). Posteriormente, el Tardomedioevo está signado por el impacto socioeconómico de la crisis de contracción que sufre la economía de mercado y su contracara política.  El juego del constreñimiento mutuo entre grupos antagónicos desempeña un papel central en el análisis romeriano de este período.[26]

Romero considera también que el constreñimiento a la acción de grupos e individuos puede provenir de la estructura. La nueva economía y la nueva política tienen una cierta ley interna que la praxis tarda en descubrir (¿Quién es el burgués?, 1960: pp. 62-63). La eficacia transformadora de la acción burguesa se choca, en efecto, con constreñimientos que provienen especialmente de la economía de mercado y que solo pueden modificarse relativamente. Esta es una de las ideas rectoras de Crisis y orden: la economía de mercado de la etapa Tardomedieval tiene lo que podríamos llamar una cierta lógica interna y objetiva; posibilidades reales, mecanismos y leyes que los actores no conocen de antemano, sino de los que se anotician a partir de la experiencia práctica. Por más que quieran imponerles sus reglas, las leyes del mercado se les revelan una y otra vez como un límite infranqueable.[27] Las describe como mecanismos invisibles, impersonales, inflexibles e inexorables, y, por esta época, todavía incomprensibles e inexplicables (Crisis y orden, pp. 122-123). Las referencias son constantes a esos mecanismos ocultos y procesos intrínsecos a la economía de mercado, que los distintos actores van conociendo y aprendiendo trabajosamente a controlar solo a través de la experiencia.[28] La explosión inicial exitosa de la lógica mercantil recorre todos los estratos sociales y genera un afán descontrolado por el lucro que se topa a principios del siglo XIV con la contracción económica y los problemas sociales que ella acarrea. Lo que queda expuesto por la crisis de contracción y el dislocamiento del mercado es precisamente la naturaleza de ese novedoso animal desbocado, el mercado, cuyas leyes –insiste Romero, con un sesgo liberal– solo han de revelarse por los hechos (Crisis y orden, pp. 66-67; Estudio de la mentalidad burguesa, p. 28). Un evidente esencialismo del mercado lo lleva a considerar que esa legalidad interna, la regla inflexible de la oferta y la demanda, apenas se ve demorada y trabada por la lógica retardataria del privilegio y el intervencionismo estatal.[29] Las monarquías tardomedievales intentan, en efecto, responder a ella imponiendo regulaciones coercitivas que van desde la legislación del trabajo y la organización de la fiscalidad hasta la represión directa de los levantamientos campesinos y urbanos (Crisis y orden, pp. 42-43, 72-73, 77-78, 99-103). Una de las lógicas que describe como particularmente oscuras e inasibles es la de la financierización, cuyo signo de crisis más evidente es la quiebra de las grandes casas bancarias internacionales en la primera mitad del siglo XIV, a la que las corporaciones económicas responden reorganizando el sistema crediticio después del aprendizaje de la experiencia como prestamistas de las coronas (Crisis y orden, pp. 66-70). Otra de esas lógicas es la relativa a la intermediación y la logística, y, por supuesto, el ámbito en el que el mercado se muestra más indomeñable: los precios (Crisis y orden, 81-83). Si bien subraya que el descubrimiento de estas leyes del mercado es práctico-empírico (Estudio de la mentalidad burguesa, pp. 105-109), parece claro que las considera límites objetivos a las posibilidades de transformación subjetiva.

1. d. Mentalidades, tipos y arquetipos

El Romero del muy difundido La Edad Media delinea las formas de vida, concepciones de mundo, actitudes y las diversas formas de espíritu (heroico, de cruzada, cortesano, monástico, caballeresco, burgués, etc. Véase toda la segunda parte, titulada “Panorama de la Cultura Medieval”, pp. 105-209). En La revolución burguesa introduce el concepto de mentalidad (baronial o señorial, cortés, caballeresca, religiosa, burguesa: véase especialmente pp. 388-395), aunque también sigue hablando de espíritu e ideales (La revolución burguesa, p. 154), actitudes, sistemas de opiniones, de normas y de valores (La revolución burguesa, pp. 388-395, 420) y tradiciones (romana, celta, germana, hebreocristiana, musulmana (La revolución burguesa, p. 187). Posteriormente, en el Estudio de la mentalidad burguesa, pp. 14-16, donde adhiere y reflexiona sobre el proyecto de historia de las mentalidades, lo inscribe en la evolución de las disciplinas humanísticas. Voltaire –señala– introduce en la segunda mitad del siglo XVIII la historia de las creaciones artísticas y las ideas corrientes, y de ese modo ensancha el otrora estrecho objeto del discurso histórico restringido a la política. En el siglo XIX –continúa– se intenta una primera síntesis entre ambos dominios, pero no resuelve su mutua heterogeneidad.[30] En el siglo XX –añade– la historia económica y social expuso las bases de sustentación de la política. Pero en las últimas décadas –concluye– se incorporó el estudio de las mentalidades, esto es, la sedimentación de las ideas, normas y valores creados a partir de las experiencias reales.[31] El objetivo de esta última es analizar los sistemas de actitudes y predisposiciones o conjuntos articulados de hábitos de acción y pensamiento que no se ponen en cuestión ni se defienden con argumentos y que constituyen el fondo más sólido y difícil de conmover de las sociedades. En síntesis, las mentalidades son la esfera del sentido común, cuyos sujetos son los grupos sociales y, por mediación de ellos, los individuos. Precisamente, una característica de este nuevo objeto de estudio es que en el campo de las mentalidades no opera tanto la racionalidad, característica de las ideas conscientes y fundamentadas del pensamiento sistemático. Ya en La revolución burguesa las describe, con el lenguaje de la antropología, como “creencias atávicas, normas y valores consuetudinarios que tienen vigencia espontánea y consentida y arraigan en vagos fondos irracionales de la personalidad individual y colectiva” (La revolución burguesa, p. 15).

La historia de las mentalidades pertenece al análisis cultural. A diferencia del social y económico, que se enfoca en las clases sociales, atiende a los tipos humanos o sociales y a los arquetipos, que no siempre son patrimonio de una clase (Quien es el burgués, 1954: 35). La mentalidad burguesa excede a la burguesía, precisamente porque su característica es la capacidad de permear o infiltrarse en la sociedad toda, hacia arriba, hacia la clase señorial, y hacia abajo, hacia las subalternas (¿Quién es el burgués?, 1954). El desarrollo de la mentalidad burguesa reconoce tres etapas: la primera, entre los ss. XIII y XVI; la segunda, desde la segunda mitad del s. XVIII hasta 1848, y la tercera desde 1848 en adelante, corresponden respectivamente a su nacimiento, consolidación y crisis (véase una exposición completa y sintética en “Teoría de la mentalidad burguesa”, Estudio de la mentalidad burguesa, pp. 26-59).

La caracterización del espíritu burgués originario, que Romero presenta de manera condensada en los artículos (¿Quién es el burgués?, 1950, pp. 23-28) y desarrolla más tarde (véase “Contenidos de la mentalidad burguesa”, Estudio de la mentalidad burguesa, pp. 60-137), es una de las mayores muestras de su maestría como medievalista. Consiste en identificar los haces relativamente coherentes de ideas y valores que se realizan disparmente en una multitud de individuos históricos (¿Quién es el burgués?, 1954, p. 38) y llegan a constituir una cierta fisonomía, un tipo humano. Este método es el que Weber y Sombart han aplicado al burgués moderno (¿Quién es el burgués?, 1954: 35). Pero Romero enfatiza en que el tipo burgués dieciochesco constituye una reducción y empobrecimiento, construido por sectores sociales antagónicos, del burgués originario al mero homo oeconomicus (lo que llamaríamos un estereotipo). El burgués originario que delinea Romero se caracteriza por las demandas de libertad y seguridad, el individualismo, un rico mundo interior o subjetivo, el cultivo del lujo y el hedonismo asociados al progreso socioeconómico, la revalorización de la naturaleza, la búsqueda de la comunión con ella a través del arte y de la nueva ciencia experimental, la valoración del trabajo y la vida activa, el interés por el destino terrenal del hombre, el impulso de nuevas formas de organización política, el reformismo eclesiástico, el milenarismo y la introducción del cambio y el progreso en la historia, y una actitud general de encubrimiento o enmascaramiento de su proyecto esencialmente profano. Cada una de estas características se origina en experiencias históricas rastreables, concretas (La revolución burguesa, pp. 268-269, 292-293, 302-303). Subraya, no obstante, que a lo largo de su historia la mentalidad burguesa mantiene dos rasgos fundamentales e interconectados: realismo e inmanencia. En otros términos, se atiene a la realidad inmediata como la que principalmente cuenta e interesa y rechaza –o, en todo caso, posterga– la trascendencia y los problemas últimos. Ahí radica su debilidad constitutiva.

1. Conclusiones: el modelo romeriano de historiografía

Al describir su proyecto de historia de las mentalidades, Romero señala: “No es fácil de detectar todo este caudal de ideas. Quien quisiera hacerlo necesitaría la formidable capacidad de transformarse en testigo de aquello mismo de lo que es actor” (Estudio de la mentalidad burguesa, p. 13). Así reconoce, como los historicistas europeos, que el estudio de las mentalidades no se puede llevar a cabo “desde afuera”, como si quienes escriben la historia pudiesen deshacerse de sus propios bagajes culturales para abordar el pasado. Más adelante añade que se propone “…establecer… cuáles son los procesos de cambio de las distintas estructuras a partir de uno de sus elementos motores: las imágenes de cambio construidas por sus protagonistas” (Estudio de la mentalidad burguesa, p. 29). Así, admite indirectamente que todo abordaje del pasado está mediado indefectiblemente por las representaciones que las fuentes tienen de dicho pasado. Ambos comentarios encierran problemas constitutivos de las disciplinas sociales y humanas; en particular, la cuestión de los obstáculos epistemológicos para la constitución de la historia como un discurso científico (Belvedresi, 2021). Para expresarlo en términos actuales, categorías como hecho, acontecimiento, proceso o estructura y la oposición entre realidad y representación, o entre datos e interpretaciones, suponen inevitablemente alguna actividad interpretativa de quien las aplica.

En síntesis, todo dato es, per se, carente de sentido, y lo adquiere gracias a la labor interpretativa de quien intenta comprender el pasado, labor que se desarrolla desde el presente y bajo un marco teórico determinado. Quizá, aún hoy en día es infrecuente que quienes hacemos historia (económica, social, cultural, de la filosofía, etc.) explicitemos las categorías desde las cuales trabajamos. La reflexión sobre ellas se suele dar exclusivamente en el ámbito de la filosofía y la epistemología de la historia. José Luis Romero se distingue como uno de esos casos en que la investigación histórica y la reflexión sobre sus propias categorías de análisis todavía permanecen aunadas. Como historiador, explicita las nociones teóricas a partir de las cuales trabaja, lo cual es por lo menos un signo de honestidad intelectual.  Esas categorías son, en su caso, la distinción entre una dimensión fáctica y una dimensión representacional, entre estructuras socioeconómicas y estructuras socioculturales o entre hechos y procesos que “dotan de íntima coherencia a la vida histórica” (La revolución burguesa, p. 16; ver ejemplos de esa coherencia en p. 110). Sin llegar a postular una legalidad trascendente a la vida histórica, entiende que las estructuras económicas, sociales y políticas tienen un cierto movimiento propio; lo que llama “ley interna”, que los grupos e individuos descubren a partir de su experiencia práctica, como limitante o condicionante de su acción. Y quienes interpretan el pasado descubren, asimismo, si no una ley en sentido estricto, una lógica de desarrollo, dada por la secuencia de inconformismo – crisis – orden – nuevas manifestaciones de inconformismo. Así ha evolucionado, al menos, la sociedad occidental.

2. Filosofía y mundo feudoburgués

¿Qué recepción encuentra el impactante cambio de estructuras sociales y mentales que Romero denomina revolución burguesa entre los intelectuales de la época? ¿Cómo enfoca los modos de pensamiento sistemático del mundo transicional que denomina feudoburgués?

No cabe duda de la relevancia de las elites intelectuales en la interpretación romeriana de la cultura en general y de la cultura medieval en particular. Sin embargo, como ha notado Jacques Le Goff, quien ha valorado especialmente la obra del medievalista argentino (Le Goff, 2015, pp. X-XI), Romero no ha dedicado estudios específicos a este grupo, como tampoco a la Iglesia.[32] Ello quizá se deba a que, como se ha visto, entiende la labor de los intelectuales en general como racionalización de las experiencias vividas, por lo cual les asigna un puesto necesariamente posterior y subordinado. Las nuevas actitudes nacen necesariamente de nuevas experiencias (Estudio de la mentalidad burguesa, pp. 52-53, 57) y las actitudes burguesas en especial son ajenas a consideraciones doctrinarias y de largo alcance; son espontáneas e irreflexivas (La revolución burguesa, pp. 286-287). Las encarnan gentes como mercaderes, gente perteneciente a organizaciones internacionales (órdenes, universidades), peregrinos y juglares (La revolución burguesa, p. 388). Por lo tanto, las ideas sistemáticas y elaboradas, que han de llevar esas primeras experiencias a fórmulas racionales y conscientes, necesitan un tiempo de maduración. Así lo sostiene respecto de los valores de la nueva mentalidad burguesa: la aspiración a la libertad (Quién es el burgués, 1950, p. 23; La revolución burguesa, pp. 301-303), el individualismo (La revolución burguesa, pp. 396-397), la idea de igualdad natural (La revolución burguesa, p. 422), la revalorización de la naturaleza (La revolución burguesa, p. 426-429), la emergencia de la interioridad subjetiva (La revolución burguesa, p. 408) y el sensualismo (La revolución burguesa, p. 408). A cada uno de esos valores, le asigna un origen en experiencias concretas, bien alejadas de la reflexión abstracta. Y, si bien no desconoce que tienen antiguos antecedentes en la tradición filosófica pagana o en la doctrina cristiana, señala repetidamente que esas viejas ideas poco aportan, en comparación con las vívidas experiencias de la nueva etapa. El pensamiento de etapas previas sirve como viejo odre que ornamenta, da prestigio o en el mejor de los casos ayuda a las nuevas formulaciones, como en el caso de los poetas antiguos[33] y los juristas romanos (véase 2.d)–. En cuanto a los teólogos escolásticos, les asigna el papel de estructurar y sistematizar la mentalidad cristianofeudal, justo cuando arranca el trance de su declinación. Expondré estos lineamientos en torno de tres ejes y contraargumentaré que en muchos casos la identificación de algunas personalidades o, incluso, de algunos movimientos del mundo intelectual dentro de estos esquemas requiere ajustes o es incompleta. El objetivo es exhibir los presupuestos que Romero maneja al hacer estos encuadramientos y colocar las ideas romerianas en sintonía con investigaciones más recientes sin por ello desautorizarlas en lo fundamental.[34]

2. a. La imagen del mundo y el saber

De acuerdo con el análisis romeriano, el orden y la mentalidad cristianofeudales se esbozan en la Temprana Edad Media; comienzan a impregnar toda la sociedad en la etapa postcarolingia y su fijación coincide con la institucionalización de sus estructuras, que constituye una forma de abroquelamiento ante los signos de su crisis (La revolución burguesa, pp. 84, 196, 199 y 394). La mentalidad cristianofeudal se caracteriza por sobreponer a la realidad sensible y natural el esquema ideal de un orden absoluto trasmundano que satura toda la realidad (Quién es el burgués, 1947; La Edad Media, pp. 115-121 y 152; La revolución burguesa, pp. 184-191). Este esquema –subraya Romero– no es aceptable sino “por un denodado esfuerzo mental” que contraría la evidencia primaria (La revolución burguesa, p. 195; Estudio de la mentalidad burguesa, p. 32). Una corriente filosófica de antigua y prestigiosa prosapia lo epitomiza: el neoplatonismo, con su reducción de lo múltiple a lo uno (La revolución burguesa, p. 47; Estudio de la mentalidad burguesa, p. 32), y, de manera emblemática, el pseudo Dionisio Areopagita (fl. c. 500), con sus jerarquías metafísicas y eclesiológicas (La revolución burguesa, p. 54 y 80). El orden ideal se impone de variadas formas, según las diversas tradiciones de la cultura medieval, sobre la experiencia del pathos y el goce de vivir (Quién es el burgués, 1947). Esta ideología implica posponer el dato sensible, explicarlo o incluso cancelarlo ante el poder invisible y aceptar acríticamente seres fabulosos y demonios, prodigios y maravillas que presuntamente alteran el orden natural y las correlaciones causales (La revolución burguesa, pp. 55-79, 194-196). En contraposición, Romero identifica lo típico de la mentalidad burguesa que emerge desde fines del siglo XI con lo que denomina realismo: en lugar de considerar la naturaleza como mero signo para ascender al Creador, esta nueva mentalidad vuelve la atención a ella como objeto de dominio técnico, conocimiento y goce estético (La revolución burguesa, pp. 246-251; Estudio de la mentalidad burguesa, pp. 72-80). Y, aunque no niega el trasmundo hasta mucho más tarde, revierte la entremezcla de realidad natural y sobrenatural típica de la mentalidad tradicional y, trabajosamente, las discrimina y transforma la percepción de las relaciones entre el hombre y Dios (La revolución burguesa, pp. 394, 438-445; Estudio de la mentalidad burguesa, pp. 61-63). Este cuadro, inobjetable como puede parecer en cuanto a sus trazos gruesos, no lo es en cuanto a la caracterización y encuadramiento de ciertas figuras.

Por una parte, en lo que respecta a la doctrina neoplatónica de la unidad y la participación, fundamento último del creacionismo y la metafísica del orden universal, Romero la encuentra en boca de figuras tan disímiles como Bernardo de Claraval (1090-1153), Tomás de Aquino (1224/5-1274) y Dante Alighieri (1265-1321) (La revolución burguesa, pp. 194-197) sin que esa diversidad merezca para él matiz alguno. Sin embargo, no es un dato menor que las dos últimas figuras pertenecen a ambientes, perfiles y épocas claramente diferentes del primero. La clave se halla, primero, en la marcada incidencia que en ambos tiene la filosofía como parte de lo que Romero denomina saber profano, revigorizada y crecientemente espléndida a lo largo del siglo XIII. Segundo, en la coordinación, y profunda modificación que el creacionismo neoplatónico sufre por obra de Aristóteles (384-322 a. C.). En Tomás, ello da por resultado una metafísica del concurso ordenado de Dios con las causas segundas, que asegura fuertemente un orden natural inmanente fundado en la sustancia y sus acciones, y un énfasis en el poder cognoscitivo de la experiencia sensible que escapa definitivamente de los postulados neoplatónicos.[35] En Dante, el neoplatonismo pulula en referencias a la unidad de la causa primera, la doctrina del hombre-imagen, la prioridad de lo uno sobre lo múltiple en el ser y en el causar (Dante, De Mon. I, cc. 8, 14-15) o, como señala Romero (La revolución burguesa, pp. 194-195), a la ordenación teleológica del universo y su hechura impregnada de la Sabiduría divina. Sin embargo, el neoplatonismo dantesco se ve dramáticamente transformado al combinarse con la doctrina del Intelecto de Averroes (1126-1198), que se traduce en la revolucionaria convicción de que hay una realización y una felicidad asequibles para el hombre en la vida terrena, aunque no individual, sino colectiva (véase 2.b).

Por otra parte, el esquema interpretativo de Romero asigna a la actitud empírica típicamente burguesa una causa práctica; la expansión territorial del área romanogermánica, que demanda mejorar las capacidades en materia mecánica, hidráulica, etc. (La revolución burguesa, pp. 246-248). La alimentan también las nuevas formas de vida y de acción de colonos, marinos y mercaderes trashumantes.[36] Deriva en nuevas vivencias –como ejemplifica el fraile Salimbene de Parma (1231 – c. 1290) y luego gana personalidades pioneras en los campos de la magnética, la óptica, la alquimia y la medicina, como Pedro el Peregrino (fl. 1269) (La revolución burguesa, p. 429-438). Pero Romero asigna también una suerte de impulso paralelo, de orden no práctico, sino intelectual, a esta tendencia; el del saber profano difundido por los traductores de Toledo, facilitadores de las fuentes griegas, árabes y judías. Esta corriente desemboca en el experimentalismo inglés y franciscano de Roger Bacon (1214 ó 1220-1292) (La Edad Media, pp. 156-157; La revolución burguesa, pp. 431-435) y en la teología de Juan Duns Escoto (1265 ó 1266-1308) y Guillermo de Ockham (1287-1347). Junto con el nominalismo, que confina los universales al campo de los nombres, y con la tendencia representada por Averroes y su (pretendida) tesis de una doble verdad filosófica y teológica,[37] estas son, para Romero, las tendencias representativas de la nueva mentalidad burguesa en el campo intelectual (La Edad Media, loc. cit.; nótese que faltan referencias análogas en La revolución burguesa). Es con esta corriente, más que con la escolástica representada en las monumentales summae (véase 2. Conclusiones), que Romero identifica el verdadero avance intelectual de la Edad Media en tránsito a ser feudoburguesa.[38]

Imagen 3. Catedral de Notre Dame de Amiens.
Imagen 3 (bis). Catedral de Notre Dame de Amiens.

2. b. La economía de mercado

Según el análisis romeriano, la crisis del orden cristianofeudal se inicia a fines del siglo X con el surgimiento de la economía urbana y mercantil, que alcanza un pico de expansión económica a mediados del siglo XIII (La revolución burguesa, pp. 99-272).[39] El freno y una violenta crisis de contracción, motivados por una serie de causas concurrentes, comienzan en las primeras décadas y se extienden hasta mediados del siglo XIV. En la segunda mitad del siglo XIV el orden feudoburgués se reestructura e inicia un nuevo período de expansión. La nueva economía se organiza en torno al lucro, estimulado por la multiplicación y refinamiento de bienes de intercambio, la estructuración de empresas transnacionales apalancadas en grandes capitales y un importante sistema de financiamiento e intermediación; todo ello, basado en el dinero (Crisis y orden, pp. 16-74). Desde sus tiempos de esplendor, esta experiencia ha comenzado a combinarse con la razón; por ejemplo, al potenciarse la división del trabajo para aumentar las utilidades y organizarse un sistema de contabilidad de las operaciones mercantiles (Quién es el burgués, 1960, p. 59; La revolución burguesa, p. 251). Aunque ningún actor logra controlar ni conocer en profundidad los mecanismos y contradicciones de la economía de mercado (Crisis y orden, pp. 114-127), quienes lideran la experiencia son los mercaderes y financistas, como lo reflejan los denominados “manuales de comercio” (pratica di mercatura) y los tratados de aritmética italianos de los siglos XIII-XV (Crisis y orden, pp. 38-39, 58-60).[40] Los críticos de esta nueva experiencia económica expresan reacciones de clase contra el nuevo orden de cosas, mientras que las nuevas ideas económicas no pasan de ensayos (La Edad Media, p. 186). Las teorías del justo precio de los teólogos y filósofos bajomedievales son inmaduras e ineficaces, basadas en la moral tradicional, centradas en identificar un supuesto valor objetivo de los objetos de cambio, son incapaces de advertir que el precio es el resultado de un entrecruzamiento de fuerzas inherente a la nueva realidad del mercado. En el mismo sentido va la tradicional condena de la usura (Crisis y orden, pp. 117-119). Romero los considera todos, y en el mejor de los casos, como intentos fallidos de comprender las nuevas realidades, inclusive a los tratados sobre temas monetarios (Crisis y orden, p. 70). Las críticas romerianas al pensamiento económico escolástico condensan una serie de valoraciones tradicionales sobre la falta de una reflexión medieval específica sobre la economía, relacionada con el dominio que sobre estas temáticas tuvieron las perspectivas eclesiásticas y la resistencia de los teólogos hacia las nuevas realidades del lucro y la financierización, típicos de la nueva economía de mercado.

Esta evaluación romeriana del pensamiento económico escolástico, pese a que introduce pequeños matices a esa visión, no toma nota de algunas contribuciones bajomedievales actualmente bien reconocidas al pensamiento económico. Ciertamente, las primeras formas maduras de teorización del siglo XIII se apoyan en el derecho canónico y civil, resurgidos desde fines del XI, que conceptualizan nociones como daño emergente y lucro cesante e implícitamente, el interés como una forma de compensación. Pero para mediados del XIII el peso de la tradición bíblica contraria a esta práctica se trastoca en una valoración positiva del comercio como actividad con utilidad social. Los frailes dominicanos y franciscanos con importantes posiciones académicas se convierten en los principales teóricos en la materia. Tomás, al abordar la actividad mercantil con fines de lucro, determina que al menos no es intrínsecamente mala o pecaminosa[41] –algo que Romero al pasar admite, y también acierta al apuntar a los franciscanos Juan Duns Escoto y Francisco de Mayrones como autores de mayores avances (Crisis y orden, pp. 118-119)–. En la actualidad se destaca también a Pedro de Juan Olivi (c. 1248-1298), autor de un Tractatus de Contractibus (1290) (Ramis Barceló – Ramis Serra, 2017), entre otras cosas, por añadir como argumento a favor de la licitud de las prácticas mercantiles su beneficio para el conjunto social, fundado en la necesidad de la intermediación. Olivi añade como fundamento del lucro la asunción del riesgo y nota asimismo que el lucro atraviesa a otras actividades económicas (Pérpere, 2017). En la determinación del precio, discrimina entre la utilidad objetiva (virtuositas) y subjetiva (complacibilitas) de un bien; dimensiona su escasez (raritas), su demanda, el trabajo, los gastos y riesgos de producción y comercialización (labor, expensae, periculi) y concluye que el precio justo es una medida fluctuante que se mueve en un rango amplio (latitudo). Valora la “estimación común” (communis aestimatio) de la oferta y demanda, esto es, el precio de mercado en condiciones normales, como lo más aproximado al justo precio. En otros casos, como el de Enrique de Gante, se lo identifica con lo que determine el mercader experto (expertissimus mercator), avezado por su industria. En este sentido, lejos de ignorar a este multifacético personaje del comercio que Romero suele destacar, estos autores respaldan la actividad empresarial que reinvierte las ganancias en beneficio propio y común (Ceccarelli, 2006). En suma, lejos de rechazar o ignorar la nueva economía feudoburguesa, los teólogos bajomedievales asumen el desafío de su legitimación teórica.

Imagen 4. Portada del Dialogus de Guillermo de Ockham, 1494.

2. c. El realismo político

Desde el punto de vista de las ideas, el ápice del orden cristianofeudal lo ocupa la ideología de la ecumenicidad, consumada en la coronación de Carlomagno (742 ó 748-814) en el 800. A tono con la tendencia historiográfica de su época, Romero denomina a esta ideología “agustinista”.[42] Como líderes supremos, la ideología ecumenista coloca al papado y el Sacro Imperio Romanogermánico. Ella impone la interpretación cristiana de la sociedad y el poder político, al tiempo que encubre una competencia entre ambos por la supremacía; competencia que se vuelve explícita en 1079, cuando Gregorio VII (1020-1085) formula la doctrina de la soberanía papal en su dictatus papae (La Edad Media, pp. 158-164; La revolución burguesa, pp. 116-131).

Siempre según la narrativa romeriana, la crisis del ecumenismo sobreviene tras dos siglos, con el conflicto entre Felipe IV el Hermoso de Francia (1268-1314) y el papa Bonifacio VIII (c. 1235-1303) en 1303, y se proyecta hasta fines del siglo XIV, signado por un sorprendente juego de tendencias e intereses cruzados entre defensores del Imperio (gibelinos) y partidarios del papado (güelfos). En la práctica, en efecto, el Imperio tiene “una vocación conservadora y señorial”, mientras que entre los aliados del papado se cuentan sectores de la burguesía (Crisis y orden, pp. 134-135 de pp. 133-140). Entretanto, en las ciudades de desarrollo autónomo, las turbulencias de las experiencias democráticas se terminan en muchos casos con soluciones autoritarias (Crisis y orden, p. 138 de pp. 151-187). En los estados territoriales, asimismo, madura la alianza entre monarquías y burguesías, cifrada en la necesidad de dinero para solventar las guerras, entre las que sobresale la de los Cien Años (La Edad Media, pp. 75-87). Por sobre todo, se da una lenta consolidación de los reinos, las identidades nacionales y la integración “por yuxtaposición” entre las clases bajo los poderes monárquicos (Crisis y orden, p. 228 de pp. 188-228). La despersonalización y objetivación de la relación entre monarca y vasallos tiene antiguos antecedentes en algunos casos (La revolución burguesa, p. 134), pero se convierte en un rasgo claro y generalizado entre la salida de la crisis del siglo XIV y las primeras décadas del XVI (Crisis y orden, p. 147).

En este complejo cuadro político, Romero reconoce la importancia de muchos intelectuales actuantes en uno u otro bando. Su recorrido es rápido, pero completo; va desde los papalistas Egidio Colonna (1243-1316) y Jacobo de Viterbo (c. 1255-1308) a Juan de París (? – 1306), defensor de la corona francesa; se detiene en Ockham y Marsilio de Padua (c. 1275 – c. 1343), defensores del Imperio y teóricos de la soberanía popular; consigna inclusive obras menos afamadas, pero de reconocida importancia, como el anónimo Diálogo entre un clérigo y un soldado o el Somnium de vergier, así como el movimiento conciliar, con Jean Gerson (1363-1464) a la cabeza y sus epígonos Nicolás de Cusa (1401-1464) y Eneas Silvio Piccolomini (1405-1464) (Crisis y orden, pp. 136-140), y no olvida a los tratadistas que se ocupan del problema de la tiranía y el derecho de resistencia (Crisis y orden, p. 150). Un caso especial es Dante Alighieri (1265-1321), figura que le interesa, no solo como tratadista político proimperial (Crisis y orden, pp. 134-135), sino sobre todo como poeta y testigo crítico de la crisis bajomedieval (¿Quién es el burgués? 1950a; La revolución burguesa, pp. 450ss.).[43] De este amplio espectro, Romero destaca la crisis terminal de las dos grandes potestades y el desarrollo de teorías de la soberanía popular y la representación. Durante el Tardomedioevo, estas ideas fracasan en la práctica, sea en la Iglesia, sea en la política laica, pero siguen desarrollándose –dice– en busca de los mecanismos políticos que las hagan practicables (Crisis y orden, p. 139). Sin perjuicio de que reconoce su importancia, el postulado romeriano del primado de la experiencia sobre la teoría hace que señale siempre, como factor determinante del nuevo panorama, a la experiencia y no a la teoría. De la experiencia dimana, en efecto, la nueva actitud, que Romero denomina realismo político. Esta supone separar lo sagrado de lo profano; hacer de los problemas prácticos e inmediatos el fin de la política y distinguirla de la moral, como se distingue el ser del deber ser. Si dice que no significa necesariamente una actitud inmoral, admite que constituye en los hechos una negación de los límites morales y jurídicos de la acción política. Se sustituye la concepción propiamente medieval del poder como una responsabilidad y una carga[44] por otra del poder como fin en sí mismo. Quien moldea esta última actitud en forma de teoría es Nicolás Maquiavelo (1469-1563) (Quién es el burgués, 1960, pp. 60-64; Crisis y orden, pp. 149-150).

Aunque Romero no desconoce la significación e importancia de la teoría política Tardomedieval y las novedades que impone –independización del poder secular; soberanía popular y representación; legitimación de la deposición de los tiranos, entre otras–, omite algunos elementos decisivos en el camino al realismo político que, lúcidamente, identifica como quiebre de la ideología política tradicional. Desde Tomás de Aquino y su De Regno, primer espejo de príncipes que evidencia la recepción de la Politica de Aristóteles, pasando por su cofrade Juan de París y Marsilio de Padua, un vector reconocible atraviesa los (nuevos) textos de teoría política.[45] El fin propio de la comunidad política es, en todos ellos y de allí en más, la pervivencia de la sociedad; su paz o tranquilidad (Piaia, 2021). En ese sentido, el énfasis está en la garantía de una mediación estable y justa en los conflictos entre los ciudadanos, que permite la conservación y satisfacción de las necesidades de la vida (Castello Dubra, 2005; Ferreiro, 2019) o lisa y llanamente la garantía de los derechos individuales de propiedad (Coleman, 1984). Formas, todas, de una nueva definición de lo político que se verifica, así, mucho antes del Renacimiento y en términos sustancialmente distintos de este. Sin legitimar la corrupción en el poder, la teoría política del Medioevo Tardío abandona los viejos moldes cristianofeudales y sus declamados discursos políticos moralizantes.[46] En cambio, los tratadistas políticos tardomedievales elevan la satisfacción de las múltiples necesidades humanas a uno de los principales fundamentos de la sociabilidad y la politicidad del hombre. Tomás de Aquino inaugura, en efecto, una delicada ruptura con la tradición aristotélica al definir la ciudad (civitas) como la comunidad perfecta en la que se satisfacen todas las cosas necesarias de la vida. Lo siguen maestros de artes contemporáneos como Radulpus Brito (c. 1270-c. 1330; Qvestiones svper Lib. Ethicorum I, q. 26: Costa, 2008: pp. 233-235). Los fines del cuerpo político se resignifican y las múltiples artes u oficios que producen y hacen circular los bienes materiales adquieren una centralidad inusual en la reflexión sociopolítica previa. Ello no es casual, en el marco del nuevo tipo de sociedad feudoburguesa, comparativamente mucho más diversificada, cuya fisonomía reflejan los denominados elencos sociales de la literatura, las crónicas y otras fuentes (Quién es el burgués, pp. 18-19; Crisis y orden, pp. 21-24).[47]

 2. Conclusiones: filosofía y mundo feudoburgués en José Luis Romero

En la primera parte de este trabajo dedicado a la obra medievalística de José Luis Romero, después de consignar sus principales influencias, he marcado las sutiles transformaciones de vocabulario que en ella se verifican y analizado los principales conceptos metahistóricos que estructuran su visión de la Edad Media. En la segunda parte me concentré en tres temáticas típicas de la obra romeriana sobre la Edad Media: las concepciones de mundo y de saber, de la economía y la política y su transformación en el Medioevo tardío. Analicé en particular cómo y cuándo, según Romero, dicha transformación decanta en teorías y modos de pensamiento sistemático acerca de esos tres tópicos. Es el momento de sacar conclusiones de este segundo recorrido.

Romero señala, por cierto, el encuadramiento social de los intelectuales dentro de las burguesías urbanas. El brillo de las universidades –dice– se debió en buena medida al interés de esa clase en ascenso (La Edad Media, pp. 166-167). También da cuenta de ciertos rasgos subjetivos típicamente burgueses de los maestros y alumnos –soberbia, orgullo y vanidad, curiosidad, entre otros (La revolución burguesa, pp. 74-75; 400)– y sus prácticas proactivas y transformadoras del orden tradicional.[48] En el mismo sentido, marca que los compromisos políticos de los universitarios de los siglos XIII y XIV son, en su mayor parte, con las monarquías de los emergentes estados territoriales, aliadas de los burgueses contra los señores (La Edad Media, pp. 151-152).

Todo ello, sin embargo, no significa que para Romero las ideas sistemáticas a las que dan forma los intelectuales universitarios tardomedievales vayan en sentido afín al espíritu o mentalidad burgueses. En el esquema interpretativo romeriano las ideas más abstractas y en general las teorías (expresadas en este período histórico bajo la forma del discurso teológico, filosófico, jurídico o, en algunos casos, literario) son, por definición, tardías en su alumbramiento; crepusculares en su maduración con respecto a otras expresiones de la vida cultural. La transformación histórica de la imagen del hombre, la sociedad y la historia empieza cuando cambia la cotidiana experiencia de la vida. “Antes de toda teoría” –piensa Romero (y no parece una convicción poco razonable)–, el cambio “nace de la experiencia y se traduce en formas de comportamiento individual y colectivo” (La revolución burguesa, p. 396). Esta premisa marca su visión de las ideas sistemáticas del Medioevo tardío en cada área aquí tratada y en otras.[49]

En efecto, la escolástica es para él una de las culminaciones de la ideología cristianofeudal. En particular, esta tesis apunta a Alberto Magno y su discípulo Tomás de Aquino. En esta visión parece pesar excesivamente la estructura formal de las sumas, que –dice– “constituyeron en cierto modo los documentos de ciertas posiciones irreductibles” (La Edad Media, p. 156). Diagnóstico semejante da en La revolución burguesa: “En las summas se proyectó pulcramente el orden de la creación a través de un riguroso orden demostrativo que hizo de la teología una ciencia precisa, casi exacta. La ortodoxia precisó sus términos, justamente cuando se difundía el hábito de la libre discusión y de la observación directa de la naturaleza, ajenas al principio de autoridad” (La revolución burguesa, p. 196).  Opone este tipo de escritos al experimentalismo franciscano y al “nominalismo averroísta” (véase supra).[50] Esta valoración, acaso motivada en cierto modernismo antitomista opuesto a los influyentes sectores culturales y académicos católicos, no alcanza a tomar en cuenta elementos de la historia universitaria bajomedieval que en la investigación académica internacional se enfatizan crecientemente durante el siglo XX.[51] Cabe notar, sin embargo, que Tomás no está exento de ser atacado por la mayor reacción de la ortodoxia eclesiástica en el siglo XIII, la del obispo Esteban Tempier en 1270 y 1277.[52] Es universalmente reconocido el naturalismo que el Aquinate defiende, tanto en sus summae y obras sistemáticas, como en sus comentarios a Aristóteles, así como la influencia que ejercen en su pensamiento figuras mayores de la filosofía islámica. Por otro lado, con respecto a la metodología seguida en las summae y obras de ese estilo, cabe corregir la idea de que es un tipo de saber esclerosado, dogmático o necesariamente identificado con la defensa de posiciones teológicas ortodoxas. Lejos de ello, ese tipo de escritos refleja las discusiones escolares que maestros y alumnos mantienen dentro de los claustros universitarios.[53] Es cierto que en muchas de las formas de especulación que maduran en el siglo XII se reconoce la ambición de llegar a una armonía en la discordancia; solucionar la aparente diversidad de opiniones. Así lo refleja, por caso, la estructura de la típica quaestio o los títulos mismos de algunas obras, como el Sic et non de Abelardo o la Concordia discordantium canonum (Decretum) de Graciano. Sin embargo, esto de ningún modo redunda en un pensamiento único y uniforme. Por el contrario, es la diversidad de visiones y de respuestas a los mismos problemas lo que caracteriza las universidades desde el siglo XIII en adelante. Cada escuela y aun cada maestro se caracteriza por un cierto matiz en la respuesta a las cuestiones en juego, de acuerdo con el particular modo con que reciben, sintetizan y tamizan las diversas influencias y tendencias filosóficas, doctrinales y científicas que nutren al Occidente medieval a partir de 1120. Por cierto, con respecto a ese magno proceso de renovación y recepción de fuentes, no puede ser visto sino como la expresión, en la esfera estrictamente intelectual y escolar, del magno proceso de recomunicación del área romanogermánica con Oriente, harto remarcado por Romero. Pero dentro de este proceso, conocido como Translatio studiorum, cabe añadir un énfasis o establecer una jerarquía acaso faltante en la presentación romeriana: la influencia preponderante y determinante de Aristóteles por sobre el conjunto de fuentes filosóficas griegas y árabes que irrigan desde dicho año el medio intelectual latino (Lohr, 1982). Aristóteles es el filósofo antiguo más importante para las cuatro tradiciones principales de la filosofía medieval: la griega, la latina, la árabe y la judía (Marenbon, 2011). En Occidente en particular, es la recepción de las obras desconocidas del Estagirita lo que altera y transforma como la de ninguna otra el panorama intelectual y lo encamina inequívocamente hacia el interés por la inmanencia, que Romero identifica como un rasgo de la mentalidad burguesa.

En este sentido corresponde señalar finalmente la preponderancia que para Romero tiene el derecho romano, redescubierto a partir del siglo XII, en la creación de nuevas formas teóricas de pensamiento político. Reiteradamente menciona esta disciplina y su difusión escolar (La Edad Media, pp. 152, 170); el recurso a los juristas por parte de monarcas como Enrique II de Inglaterra y los reyes normandos de Sicilia para reivindicar sus derechos, junto al resonante ejemplo de la monarquía francesa a principios del siglo XIV (La revolución burguesa, pp. 134-135). Destaca, en particular, “el vigor de ciertas interpretaciones que asimilaban el poder político a los principios del derecho privado romano” (La revolución burguesa, p. 112). Añade, asimismo, el origen burgués de los juristas y cómo ya en el siglo XV jueces, abogados y notarios, junto a intelectuales y escritores, “precisaban las peculiaridades del derecho burgués” y “trabajan en la elaboración, el afinamiento conceptual y el ajuste de las nuevas formas de mentalidad” (Crisis y orden, pp. 44-45). Pero su eje interpretativo es siempre la prioridad de la experiencia histórica concreta: se crean “nuevas fórmulas sociales –originales en algunos casos y renovadas en otros– que hallaron pronto expresión jurídica a través de principios de derecho que conjugaban la costumbre y las nuevas necesidades con el apoyo de la jurisprudencia romana, puesta nuevamente en circulación” (La revolución burguesa, p. 247). Y cuando toca tratar a Marsilio y Ockham, a quienes reconoce como artífices de la teoría de la soberanía popular, no considera la influencia del derecho romano más que como “vagas reminiscencias romanistas <que> coincidían con las oscuras tendencias espontáneamente manifestadas por las burguesías” (Crisis y orden, p. 137). Es decir, es el nuevo vino el que encuentra los viejos odres y se apropia de ellos para potenciar su autoridad y su fuerza. Una frase –si bien dicha a propósito de otro tema– resume quizá su visión predominante: “Poco importan los esquemas teóricos que se elaboraron con elementos de diverso origen (…). La tradición teológica cristiana y la tradición filosófica antigua, extrañamente combinadas a veces, solo dieron como fruto la reiteración de viejas doctrinas. Pero al calor del cambio social, de las nuevas experiencias vitales y de las normas morales que se elaboraban, se abrieron los caminos de otro tipo de análisis…” (La revolución burguesa, p. 408). En un sentido similar, Romero afirma que la aspiración típicamente burguesa a la libertad individual emerge de la práctica “…pero sobre esa situación de hecho debía empezar a trabajar la reflexión hasta esbozar un sistema de ideales que desembocaba en la aspiración a la libertad como condición propia del hombre. Acentuada influencia ejercieron los autores antiguos, sobre todo en lo de dar a esta idea ropaje digno y contenido doctrinario. Pero en su base latía un sentimiento muy vivo y una clara e inusitada intuición del valor del hombre” (¿Quién es el burgués?, 1950, p. 23.). En suma, las teorías tienen un puesto inferior con respecto a la experiencia vital. Le dan boato, autoridad y fundamento. Y dentro de las teorías y las abstracciones, Romero valora especialmente aquellas que provienen de la Antigüedad clásica romana.

Sobre el derecho romano, no es errado reconocer su importancia en algunas figuras descollantes del nuevo pensamiento político y jurídico, y también, que este es usado como una ratio, una explicación de lo que de facto ya ocurre (Coleman, 1982). Cabe añadir que también tiene incidencia el derecho canónico, emblemáticamente condensado en el Decretum (c. 1140) por Graciano. Allí se tratan temas económicos (el robo, la compraventa y la actividad financiera), incluso con un nivel de profundidad que supera gradualmente a los juristas y que queda reflejado precisamente en géneros teológicos mayores, como summae, comentarios a las Sentencias de Pedro Lombardo y cuestiones quodlibetales, aunque a fines del siglo XIII se da en escritos específicos (Ceccarelli, 2011). Aunque sobre temas no estrictamente económicos y en el marco de sus comentarios a las Sentencias, los teólogos de la primera mitad del siglo XIII producen reflexiones que resultan posteriormente decisivas en temas como el poder humano de poseer bienes y dominar sobre otros, los derechos civiles y las cuestiones de la soberanía y la resistencia al tirano. 

Ahora bien, es la traducción, y a partir de ella la recepción, de la Política de Aristóteles en el último tercio del siglo XIII, lo que redefine y configura definitivamente el pensamiento político tardomedieval. En la construcción del nuevo pensamiento político orientado a fundamentar los derechos seculares, ella tiene un peso relativo equivalente o incluso mayor que el derecho, peso que las generaciones de medievalistas posteriores a Romero han acentuado crecientemente (Miethke, 2000; 2004; Rus Rufino, 2005), aunque sin dejar de reivindicar la importancia de otras fuentes e influencias (McGrade, 2011).

El hecho de que durante el Medioevo tardío y la Modernidad temprana las ideas políticas y la reflexión sobre la realidad social e institucional se hayan moldeado conforme a los textos de los autores antiguos no es un dato menor, sino que refleja una dinámica constante a lo largo de la historia de la filosofía. Los meandros de la historia del pensamiento sistemático muchas veces tienen más que ver con lo que dicen las autoridades, los libros, que con lo concreto del tiempo vivido. Así surge de la cadena de obras redactadas en el marco de la vida académica, ya desde sus primeras décadas a comienzos del siglo XIII. La larga tradición de comentadores de los filósofos griegos en la Antigüedad tardía no provee un antecedente menor en la forja de esa práctica intelectual, que es recuperada y acrecentada en el Medioevo pleno y tardío. Pero la Edad Media es de modo particularmente acentuado la edad de la recepción, la reelaboración, la pérdida y la recuperación de la tradición filosófica, científica e intelectual en general. Ello no significa que dicha recepción y reelaboración no reflejen las realidades, experiencias e ideales propios del tiempo vivido. Pero para los maestros universitarios del siglo XIII en adelante, lo que escribieron las autoridades filosóficas, científicas, literarias y teológicas, y el modo en que lo dijeron, afecta de manera decisiva lo que ellos han escrito sobre sí mismos y su presente. Las universidades modernas se asientan sobre la base de esa tradición y esa práctica. El análisis romeriano, probablemente por sus mismos puntos de partida, quizá no lo tiene suficientemente en cuenta.

De otra parte, hay que conceder que la filosofía y aquellas expresiones más elevadas de la cultura no pueden sino tener en última instancia un contacto profundo con el sentir y el pensar de una sociedad viva. Quizá más tarde que temprano, las abstracciones intelectuales llevan a un plano de elaboración conceptual los prejuicios y las convicciones irrenunciables; los afanes y los miedos del ser humano común y corriente. Esta conexión profunda que José Luis Romero, en sintonía con las tendencias de la historiografía de su época, ha visto y subrayado, no deberíamos perderla de vista quienes hacemos historia de la filosofía.[54]

Imagen 5. El triunfo de la muerte, Pieter Bruegel el Viejo (c. 1562).

Ediciones y traducciones

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Notas

[1] Para una inscripción de estos trabajos en el plan de su obra, que queda inacabado, véase Crisis y orden, advertencia de L. A. Romero, y la biografía intelectual de Acha (2005). A esta última remito para un detalle completo del corpus romeriano dedicado al Medioevo (Acha, 2005: p. 104, n. 218).

[2] Las fuentes que suele analizar son principalmente crónicas, literatura y arte. Sin embargo, dedica trabajos específicos mayormente a las crónicas. Ellos se inscriben en un permanente interés por la historia como género discursivo y sus ejemplos más representativos, desde Heródoto en adelante. Véase un detalle en la bibliografía de Acha (2005: pp. 177-191).

[3] Ese despliegue revela un proyecto diverso, en su trasfondo, de la actual interdisciplinariedad. Romero aspira a construir una perspectiva humanista que supere –y al mismo tiempo contenga– las diversas y crecientemente compartimentadas ciencias humanas o del espíritu; pensar “los problemas radicales que atañen al sentido de la existencia humana” (Acha, 2005: p 99; el subrayado es del autor). Esta aspiración lo inscribe en la tradición historicista del siglo XIX, que nunca deja de ser una de sus referencias; véase 1.a.

[4] Imagen 1. El tapiz de Bayeux, Batalla de Hastings (1066). Véase Romero, J. L., “La crónica anglosajona y el tapiz de Bayeux”, La Nación, 26 de noviembre de 1954, Buenos Aires.  Reimpreso en ¿Quién es el burgués?, pp. 131-134.

[5] Véase José Luis Romero. Obras Completas. Archivo Digital. https://jlromero.com.ar

[6] Para una definición de estos debates, véase Prado Arellano (2010). Para una introducción enmarcada en la filosofía de la historia, véase Little (2020).           

[7] Para una definición del historicismo y el positivismo, véase Weiss (2005), p. 375 y Halfpenny (2005). Para una introducción a la primera corriente, véase Hamilton (2003).   

[8] Véase por ejemplo Meinecke (1943), p. 12: “Ante todo, historicismo no es más que la aplicación a la vida histórica de los nuevos principios vitales descubiertos por el gran movimiento alemán que va desde Leibniz a la muerte de Goethe. Este movimiento es la prosecución de una tendencia general en los pueblos de Occidente, cuya corona ciñó las sienes del espíritu alemán. Con su culminación éste ha llevado a cabo la segunda de sus grandes aportaciones después de la Reforma. Pero, como lo que descubrió fue, en general, nuevos principios vitales, eso significa también que el historicismo es algo más que un método de las ciencias del espíritu. Mundo y vida parecen otros y revelan yacimientos profundos cuando se está habituado a contemplarlos a través de sus ojos”. (De aquí en adelante, salvo que se aclare, el subrayado es mío).

[9] Sobre Sombart, véase Grundmann – Stehr (2005).  Para una introducción a la Nueva Escuela Histórica alemana, véase Koslowski – Boudon (1997).

[10] Sobre la figura de Francisco Romero, véase Terán (2005).

[11] Sobre la influencia de Taborda en José Luis Romero, véase Acha (2005).

[12] Para una revisión de las ideas filosóficas y la biografía intelectual de Francisco, véase Terán (2005).

[13] Aunque Ernst Cassirer (1874-1945) no está entre los filósofos de la Historia consignados en el programa de Filosofía de la Historia dictado durante 1949 en la Universidad de la República (Acha, 2005, p. 19, n. 15), lo añade entre sus influencias (Acha, 2005, p. 18). Basta con notar que la filosofía de la cultura, la crisis y la oposición entre hechos e ideales son preocupaciones típicamente cassirerianas (Cassirer, 1945), para constatar que dicho autor debe ser incluido en el marco de referencias de Romero. No obstante, su terminología de las formas simbólicas está ausente en el vocabulario romeriano, que privilegia la noción de espíritu de cuño diltheyano.

[14] Las citas bibliográficas que despliega Romero en sus obras no pueden considerarse el único criterio para caracterizar sus influencias. Para un registro completo de estas se debería recurrir a otras vías, como el testimonio de quienes trabajaron o estudiaron con él. Sin embargo, una inspección de su aparato de referencias debe tenerse en cuenta. Para su conceptualización del burgués evoca a grandes autores de la escuela sociológica alemana, Werner Sombart (1863-1941) y Max Weber (1864-1920) (¿Quién es el burgués?, 1954: p. 35). Episódicas son sus referencias a padres de la medievística moderna, como Edward Gibbon (1737-1794) (¿Quién es el burgués?, 1947, p. 91), Theodor Mommsen (1817-1903) (¿Quién es el burgués?, 1947, pp. 86, 106 y 108) y Otto von Gierke (1841-1921) (¿Quién es el burgués?, 1947, p. 107). Más sistemático es su uso de autores análogos para los trabajos sobre hispanismo medieval, como Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912) (¿Quién es el burgués?, 1947, pp. 86, 89, 93 95, 98, 108, 115), Justo Pérez de Urbel (1895-1979) (¿Quién es el burgués?, 1947, p. 93, 95, 101, 102) y Claudio Sánchez Albornoz (¿Quién es el burgués?, 1947, pp. 121; 1944, p. 172; La revolución burguesa, pp. 134, 137). Su conocida inscripción en la línea clásica de la historia económicosocial consta por las referencias sobresalientes a Henri Pirenne (1862-1935), Armando Sapori (1892-1976), Gino Luzzato (1878-1964), Nicola Ottokar (1884-1957) (¿Quién es el burgués?, 1950, pp. 19-20; La revolución burguesa, pp. 88, 200, 253-254, 292, 308-309, 319,  ) y Alfons Dopsch (La revolución burguesa, pp. 21, 27-29, 31-35). En cuanto a trabajos publicados en, o de investigadores vinculados con Annales, no puede hablarse de una mayoría de referencias a dicha escuela; ni siquiera una influencia predominante (¿Quién es el burgués?, 1950, p. 17; La revolución burguesa, pp. 53, 88, 200). Ni siquiera hay referencias muy decisivas a los trabajos o referentes más emblemáticos; solo algunas menciones a Georges Duby (La revolución burguesa, p. 252, 256) y Marc Bloch (La revolución burguesa, pp. 88, 133, 268, 358). Sobre el pensamiento político se destacan las referencias a Henri-Xavier Arquillière, L’Augustinisme politique (1934) (La revolución burguesa, pp. 119, 124-129-, 137). Para una presentación de las corrientes de la historiografía sobre la Edad Media en que Romero se inscribe, véanse Acha (2005: pp. 85-100 y 101-120) y Astarita (2005; 2024). Finalmente, un relevamiento del aparato de referencias bibliográficas de su última obra, Crisis y orden en el mundo feudoburgués, evidencia una tónica similar a La revolución burguesa en el mundo feudal en cuanto a una presencia relativamente equilibrada de estudios de diversa procedencia, con un marcado predominio de la historia económica y social. (Véase Crisis y orden, pp. 18, 36, 55, 57, 62, 66-68, 101-102, 105, 108, 141, 158, 167, 172, 217, 224, 240 y 244-245). Son sensiblemente escasas, en efecto, las referencias a bibliografía de historia cultural –algo que también sucede en su anterior obra–. Esto sugiere que Romero confía en sus propias intuiciones para reconstruir, por ejemplo, la historia de las sensibilidades estéticas o de la subjetividad. En cuanto a la historiografía de la filosofía, la teología y el derecho, prácticamente no hay referencias. La conclusión que arroja este rápido relevamiento me obliga a subrayar que de ninguna manera Romero parece haber dejado, para este momento, de leer los nuevos libros sobre los temas que investigaba (Acha, 2005: p. 26). La bibliografía citada en esta última obra data mayormente de la década de los cincuenta en adelante, época en la que debe haber redactado los manuscritos reunidos en la publicación póstuma de esta obra.

[15] Para una definición de esta escuela, véase Nielsen (2005). Para una introducción a la misma, véase Burke (1990).

[16 La primera aparición de este concepto en su obra se registra en La revolución burguesa,  p. 88, n., en referencia a Bloch (que tiene un antecedente en ¿Quién es el burgués?, 1950: p. 20): “Llamo ‘período feudal’ a lo que Bloch llama ‘primera edad feudal’; y llamo ‘período feudoburgués’ al que comienza con la que él llama ‘segunda edad feudal’. Como se puede advertir, he acuñado la expresión ‘feudoburgués’ para identificar la peculiaridad de la sociedad a partir del momento en que se produce la revolución mercantil y hasta que comienzan a predominar los elementos burgueses sobre los feudales”. Véase Bloch (1939), pp. 95ss”. (Aquí y en lo sucesivo, salvo que se aclare, el subrayado es mío). Ver ejemplos de aplicación del concepto de mundo feudoburgués en La revolución burguesa, pp. 417-419, 421.

[17] Estudio de la mentalidad burguesa, pp. 26-59. La forma de definir y aplicar al campo historiográfico ambos binomios se puede considerar de estricto cuño romeriano, como señala Astarita (2015), p. XXII. De todos modos, el tema de la crisis, e incluso de la decadencia, ronda muchas de las tendencias intelectuales de posguerra que influyen en Romero. Véase Acha (2005), pp. 13-27.

[18] Cabe notar que en la Tercera Parte falta el apartado sobre las formas de vida urbana, así como la planificada Cuarta Parte sobre las mentalidades. Véase Romero, L. A. (2015 <2003>), pp. V-VI.

[19] Para un repaso y análisis de esta obra, véase Astarita (2024).

[20] Hay otra acepción de hecho histórico de gran importancia en el vocabulario romeriano, v.gr., lo opuesto al proceso; véase Acha (2005: 20). A ella me referiré en 1.c.

[21] Hay una marcada prioridad de lo fáctico sobre las representaciones, por ejemplo, en La revolución burguesa, p. 11, donde caracteriza  “… el período comprendido entre el siglo XI y principios del XIV como el lapso durante el cual se constituyó un nuevo sistema de relaciones socioeconómicas y socioculturales, ordenado alrededor de las formas de vida urbanas, al término del cual comenzó a adquirirse conciencia del cambio que se operaba”. Como ejemplo de la misma prelación en Crisis y orden, véase pp. 131, 146.

[22] Tal visión se extiende, más allá del período medieval, al Renacimiento, del cual Romero aboga por una lectura que dimensione el cuadro de las situaciones reales en lugar de reducirlo a un proceso estético e intelectual. Véase ¿Quién es el burgués? (1960), p. 57.

[23] La revolución burguesa, pp. 14-15: “Los cambios que se producen en las situaciones reales no obedecen solamente a una mera dinámica socioeconómica, sino que responden también al impacto que producen sobre esas situaciones el consentimiento o disentimiento de quienes estaban inscritos en ellas. El consentimiento y el disentimiento resultan de una representación, de una imagen crítica de la situación, arraigada en la experiencia y capaz de provocar una vehemente tendencia al cambio. Si esa imagen se consolida, si se robustece y tonifica el calor de ciertas creencias, opiniones o ideas que han impregnado algunos de los grupos sociales inscritos en la situación real, si se fija alrededor de algunos puntos críticos de esa situación, entonces esa imagen llega a constituir un modelo ideal que se contrapone a la situación real y suscita un conjunto de respuestas a los problemas que ella propone. La confrontación de la situación real con esa imagen es lo que desencadena el designio de transformar la primera según los esquemas propuestos por la segunda, y aunque la transformación no alcance nunca esos términos, el proceso de cambio queda inexorablemente lanzado y abierto hacia las distintas opciones que toda situación ofrece en cada momento. Ha funcionado, pues, interfiriendo el juego de las situaciones reales, otro juego entre estas y las formas de mentalidad que han suscitado y alimentado la representación o imagen que cada grupo se hace de ellas”. Véanse ejemplos de cómo la participación en grupos estimula la conciencia correspondiente, La revolución burguesa, pp. 282-293. Para la misma época, Le Goff (1977) estudia el tema de la conciencia de grupo, y concretamente, del grupo más escolarizado de la sociedad medieval, al que me referiré en 2.

[24] Véase Astarita (2024): según Romero en La revolución burguesa, “…los grupos sociales, definidos por atributos económicos, sociales y culturales, elaboraban proyectos de acuerdo a sus intereses, y actuaban enfrentando a otros grupos con otros objetivos, y de ese choque emergía una nueva situación. Esta no era exactamente la que se había proyectado, en tanto la realidad pensada era modificada por la realidad en curso, es decir, por lo que le marcaba límites de la acción”. Es una característica del análisis romeriano destacar la alianza de los burgueses con las monarquías, pero también con los laboratores y algunos señores. Véase Crisis y orden, pp. 16-51, cap. I, “La nueva sociedad y la preeminencia del patriciado urbano”, p. 104: “Al comenzar la crisis de contracción la mayoría de las ciudades mercantilizadas o industrializadas contaban con un patriciado con vigorosa conciencia de clase que había logrado, en mayor o menor medida imponer su estilo a la ciudad. (…) Pero no en todas las ciudades la burguesía había alcanzado aún una situación de pleno predominio en el siglo XIV. En ciudades muy mercantilizadas… la burguesía tropezaba con ciertos límites que no tenía más remedio que reconocer y acatar. Pero si esos límites tambaleaban, la burguesía poseía una capacidad virtual para organizar sus fuerzas y fijar sus objetivos en el momento en que la coyuntura se hacía favorable”.

[25] Según la periodización de Bloch. Véase supra en referencia al concepto de mundo feudoburgués.

[26] Esta problemática recorre la obra; véase la sección III de la Primera parte (“Los conflictos internos de la vida socioeconómica”, Crisis y orden, pp. 84-132) y toda la Segunda (La política del realismo”, Crisis y orden, pp. 133-228). De esto se han ocupado ampliamente Astarita (2024) y Parma.

[27] Crisis y orden, pp. 52-53: “Si la nueva sociedad se había constituido espontánea y desorganizadamente en la euforia del primer esplendor de la economía de mercado, en el período de contracción económica que siguió… se vio sometida a tremendas tensiones a través de las cuales se empezó a definir su fisonomía luego de que sus diversos componentes se vieron obligados a ajustarse a las posibilidades reales que se le ofrecían. La nueva sociedad, fundada en un principio de movilidad social, trató de regular ese principio sin negarlo y sin que le fuera posible suprimirlo. (…) Las ciudades fueron los escenarios visibles en los que desplegó sus posibilidades la economía de mercado, cuyo nombre mismo arrancaba de la experiencia primigenia de un mercado concreto, situado en la plazuela de una ciudad, en la que se confrontaban compradores y vendedores a través de un trato del que resultaba el establecimiento de un precio. A partir de las primeras décadas del siglo XIV las economías urbanas acusaron los primeros signos de un proceso de contracción. Como siempre, los factores que contribuyeron a desencadenarlo no eran exclusivamente situaciones o hechos económicos. Sin duda lo más importante fue que el proceso previo de expansión –entre el siglo XI y el XIII– había llegado a un cierto límite infranqueable, establecido por una indefinida relación entre la producción, la distribución y el consumo, bases cuyas relaciones recíprocas y cuya mecánica eran prácticamente ignoradas y, en consecuencia, incontrolables. (…) A partir de ese momento, la producción, la distribución y el consumo jugaron localmente sin que nadie advirtiera que sus relaciones se autorregulaban de alguna manera, sin perjuicio de que se intentará regular los coactivamente. Fue la experiencia la que puso de manifiesto que esas relaciones existían y que sus términos empezaban a entrar en conflicto”.

[28] Crisis y orden, p. 114: “El conflicto entre las dos economías –una feudal, mercantil la otra– (…), se fue haciendo manifiesto a lo largo del tiempo y se agudizó al profundizarse la crisis de contracción a lo largo del siglo XIV.  Acaso en esto consistió, en primer lugar, la contradicción fundamental de la vida económica: en que no se adivinaron los secretos de la nueva economía ni apareció una metodología para analizarlos. (…) El hambre, la escasez, la inflación, con sus fenómenos conexos de carestía y de devaluación monetaria, fueron explicados generalmente por razones inapropiadas (…) pero entretanto la nueva economía mercantil afinaba su funcionamiento y ponía de manifiesto de diversa manera los mecanismos y las leyes que lo regían”. En el marco de este análisis, Romero enfatiza en la intervención de la política (bajo la forma de la presión fiscal, entre otros artilugios) como una señal de la incomprensión de la lógica de la nueva economía. Véase Crisis y orden, pp. 114-127: “Las contradicciones de la vida económica”.

[29] Crisis y orden, pp. 123-124: “…la mecánica de la oferta y la demanda se vio trabada por esas contradicciones, sin perjuicio de que siguiera siendo una regla inflexible, que se cumplía a pesar de las restricciones… Las normas se sucedían; pero como en esa área de la economía las leyes internas del mercado funcionaban inexorablemente, las normas solo alcanzaban a distorsionarlas, promoviendo la formación de corrientes económicas subterráneas colaterales. Una situación caótica… caracterizó esta etapa de la vida económica, en la que concurrían la nueva economía de mercado con sus propias leyes y una óptica inapropiada para interpretarla, fundada en la certeza de que podía ser interferida eficazmente mediante actos del poder político: este operaba sobre los mecanismos visibles, y el mercado respondía a través de mecanismos invisibles. (…) Pesar excesivamente con cargas impositivas sobre el juego de la oferta y la demanda significaba alterarlo mediante decisiones deliberadas que comprometían la libertad del mercado. Pero lo más grave fue que, comprometiendo la libertad del mercado, se amenazaba el impulso que lo movía y cuya aparición había introducido un nuevo mecanismo psicosocial: el afán de lucro”.

[30] Nótese la referencia a conceptos historiográficos decimonónicos como “siglo de Pericles” y “Renacimiento” –este último, clara referencia al influyente historiador Jacob Burckhardt (1818-1897)–.

[31] Espiritual no equivale a ideológico; una ideología corresponde a un estadio de completa cohesión y sistematicidad de lo espiritual. Sobre la mentalidad burguesa como ideología, véase Estudio  de la mentalidad burguesa, pp. 45-52.

[32] Vale referir a Le Goff como autor de una obra pionera en esa área, donde aplica el criterio de análisis estructural típico de Annales: “… desplazar la atención de las instituciones hacia los hombres, de las ideas hacia las estructuras sociales, las prácticas y las mentalidades, y situar el fenómeno universitario medieval en el largo plazo” (Le Goff, 1996 <1956>, p. 9).

[33] La revolución burguesa, p. 409: “El tema de la descripción del sentimiento amoroso recibió la ayuda de la tradición latina (…). Pero la curiosidad era nueva y equivalía a un descubrimiento”.

[34] Imagen 2. Livres du Grant Caam o Viajes de Marco Polo (Francia, post 1333). Véase Romero, J. L., “El espíritu burgués y la crisis bajomedieval”, Revista de la Facultad de Humanidades y Ciencias 6, Montevideo, abril de 1950 (¿Quién es el burgués?, pp. 17-33) y Crisis y orden en el mundo feudoburgués, Siglo XXI, 1ª ed., 1ª reimpr., 2015, p. 141.

[35] Dios es, a las creaturas, como el sol a las múltiples especies naturales, cada una de las cuales tienen sus causas próximas. Véase Tomás de Aquino, Super Sent., lib. 1 d. 38 q. 1 a. 5 co. <https://www.corpusthomisticum.org/snp1035.html>.  Tomás argumenta, inclusive, contra los ocasionalistas musulmanes, que sería contrario a la experiencia que Dios actuara solo, sin el concurso efectivo de las causas segundas, pues si así fuera, siendo absolutamente uno, no podía explicarse la diversidad de los efectos que vemos. Véase Tomás de Aquino, Summa contra gentiles III, cap. 69, pp. 199-200. <https://www.corpusthomisticum.org/scg3064.html>. Y nota que, si bien este esquema metafísico permite la explicación de los milagros, no implica que Dios, al actuar milagrosamente, remueva de las causas segundas la ordenación intrínseca atribuida a estas con respecto a sus efectos propios. Véase Tomás de Aquino, De potentia, q. 6 a. 1 ad 20. https://www.corpusthomisticum.org/qdp5.html.

[36] Ejemplo de la combinación entre espíritu de aventura y empresa, los viajes de Marco Polo se anticipan a los que hará Cristóbal Colón y representan la apertura y comunicación del Occidente latino y cristiano con otras áreas geográficas, económicas y culturales.

[37] La tesis de la existencia de una corriente filosófica denominada averroísmo latino en el Occidente cristiano del siglo XIII es propuesta en el siglo XIX por Ernest Renan (1823-1892) y Pierre Mandonnet (1858-1936), y sometida a fuertes críticas ya a partir de mediados del siglo XX; véase van Steenbergen (1946), pp. 12ss.

[38] Imagen 3. Catedral de Notre Dame de Amiens. Véase La Edad Media, p. 179.

[39] Como explica en La revolución burguesa, IIa parte (“El surgimiento de la burguesía y crisis del orden cristianofeudal”, pp. 199-282), Romero hace énfasis en que la crisis del orden cristianofeudal tiene una explicación multicausal, que comprende los cambios en la estructura políticoeconómica del área romana occidental y la consecuente reordenación de las zonas periféricas; los contactos interculturales que le siguieron y las nuevas formas de vida socioeconómica que suscitó la reactivación mercantil y el  desarrollo de la vida urbana.

[40] Se nota nuevamente aquí la influencia del citado Sapori en la perspectiva romeriana; véase un repaso de la producción del historiador económico italiano respecto a este tipo de fuentes en González Arévalo (2007), p. 263.

[41] Tomás de Aquino, Summa Theologiae II IIae, q. 77 a 3. https://www.corpusthomisticum.org/sth3061.html.

[42] Véase La revolución burguesa, p. 116. El autor de la categoría de agustinismo político es J. Henri-Xavier Arquillière (1883-1956). Según este influyente historiador del pensamiento político y eclesiológico, la doctrina teocrática típica de la reforma gregoriana es formulada en su origen por San Agustín de Hipona (354-430). Dicha tesis es fuertemente criticada ya en su época y con posterioridad. Como hemos consignado (1.a), Arquillière es profusamente citado en La revolución burguesa (véase 1.a) y su interpretación es implícitamente aceptada en Crisis y orden, p. 149.

[43] Sobre Romero y Dante, véase Pérez Carrasco.

[44] Véase un cabal ejemplo de esta concepción en Isidoro de Sevilla, Quién es el burgués, 1947, pp. 119.

[45] Sobre las causas de la aparición, y las características de la teoría política en el Medioevo tardío, véase Miethke (2000; 2004).

[46] Aristóteles confina la satisfacción de las necesidades materiales a la vida doméstica y define como fin propio de la ciudad-estado la autarquía o autosuficiencia (autárkeia). Esta última combina la satisfacción de las necesidades o mera vida (zên), propia de las unidades sociales más pequeñas, como la casa y la aldea, con la vida buena típica de la ciudad-estado, de contenido ético (eû zên) (Pol. I 2 1253a 24-28; III 9, 1280b 34; VII 4 1326b 4; véase Livov, n. 163).

[47] Imagen 4. Portada del Dialogus de Guillermo de Ockham, edición de 1494 – Kilcullen, John – George Knysh, “OCKHAM AND THE DIALOGUS” 1995, 2002, The British Academy. http://publications.thebritishacademy.ac.uk/pubs/dialogus/wock.html. Véase Crisis y orden, p. 137.

[48] Nótese, por ejemplo, que en una oportunidad durante sus años de decano resalta la virulencia de las luchas estudiantiles del siglo XIII en comparación con las ya notables acciones de insurgencia estudiantil de su época; véase Acha (2005), p. 68.

[49] Podría señalarse como ejemplos de temáticas no tratadas aquí y frecuentemente tocadas por Romero los ideales de vida, la concepción de la historia y los valores estéticos, aunque hay muchas otras.

[50] Aunque, por otro lado, encuadra a Tomás de Aquino como ligeramente inclinado al nominalismo; véase La Edad Media, p. 155.

[51] Los debates del siglo XX sobre la unidad de la escolástica y sus relaciones con el cristianismo en el siglo XIII, así como el papel de algunas figuras descollantes como Tomás de Aquino, son muy ricos y extensos. Véase una síntesis de apenas uno de los participantes en van Steenberghen (1966), pp. 20ss. y 540-548. Otras figuras intervinientes son Martin Grabmann, Maurice De Wulf, Étienne Gilson, Pierre Mandonnet, Bruno Nardi, Paul Vignaux y M. Dominique Chenu.

[52] Sobre los destinatarios de las condenaciones de 1277, véase Piché – Lafleur (1999), pp. 168-173. Si bien una línea interpretativa considera que son los maestros de Artes, actualmente se difumina la existencia de un sujeto efectivo y concreto. Algunos las consideran una reacción contra los theologi philosophantes, como Aquino, porque introduce la filosofía greco-árabe en sus escritos teológicos.

[53] Para una revisión de la investigación actualizada sobre el mundo académico tardomedieval, véase Weijers, 2015.

[54] Imagen 5. El triunfo de la muerte, Pieter Bruegel el Viejo (c. 1562). Véase Crisis y orden, pp. 54-55 y 243.