Es la Edad Media, estúpido: algunos comentarios sobre José Luis Romero, la burguesía y la revolución

ANDRÉS ROSLER
CONICET-UBA/UdeSA

No recuerdo exactamente cuándo fue, pero ya la primera vez que leí el inicio del prefacio escrito por Reinhart Koselleck a la edición inglesa de su “estudio sobre la patogénesis del mundo burgués”, Crítica y Crisis, me provocó una intriga que me ha acompañado desde aquel entonces:

Este estudio es el producto del período temprano de posguerra. Representó un intento de examinar las premoniciones históricas del nacionalsocialismo alemán, cuya pérdida de realidad y utópica auto-exaltación habían resultado en crímenes sin precedentes hasta entonces. También existía el contexto de la guerra fría. Aquí, también, yo trataba de investigar sus raíces utópicas que, parecía, impedían que las dos superpotencias simplemente se reconocieran mutuamente como oponentes. En cambio, se bloqueaban el uno al otro y de ese modo destruían la oportunidad para la paz, la cual cada superpotencia muy segura de sí misma proclamaba ser capaz de establecerla por sus propias manos, sin ayuda de nadie. Fue en el Iluminismo, al cual se remontaban tanto los Estados Unidos democrático-liberales y la Rusia socialista, que comencé a buscar las raíces comunes de su pretensión a la exclusividad con sus legitimaciones morales y filosóficas (Koselleck, 1988: 1).

En otras palabras, las raíces del siglo XX—incluyendo obviamente las dos guerras mundiales—se remontan hasta el Iluminismo. Eric Voegelin va todavía más lejos ya que rastrea el Iluminismo (y por lo tanto el liberalismo, el progresismo y el marxismo) hasta el “inmanentismo medieval” (Voegelin, 1987: 125). De este modo, la modernidad “se convierte en un proceso dentro de la sociedad occidental que se extiende profundamente hasta el período medieval” (Voegelin, 1987: 133). Parafraseando a James Carville, podríamos decir: “Es la Edad Media, estúpido”.

Ciertamente, tratar estas cuestiones en el sitio dedicado a las obras completas de José Luis Romero es como “llevar carbón a Newcastle”, tal como se suele decir en inglés. Debe ser por eso que conversando sobre estos temas con Luis Alberto Romero, tuvo la amabilidad de aconsejarme que releyera dos clásicos ensayos sobre la mentalidad burguesa: Estudio de la mentalidad burguesa y El ciclo de la revolución contemporánea.

Aprovechando el énfasis que hace José Luis Romero en los orígenes medievales de la modernidad, a continuación me quisiera detener en el Estudio y en El ciclo para hacer foco en dos cuestiones: una primera que gira fundamentalmente alrededor del Estudio y que se refiere a la modernidad como la secularización de nociones teológicas medievales; y una segunda que se apoya sobre todo en El ciclo y que trata sobre el triunfo de la revolución como modelo de pensamiento y su relación ambivalente con el liberalismo. 

MODERNIDAD Y SECULARIZACIÓN

Como eximio medievalista que es, Romero no puede dejar de advertir los rasgos secularizados del pensamiento moderno en general. Por ejemplo, haciendo referencia a la filosofía kantiana, Romero explica que

El tiempo y el espacio se perciben antes de todo conocimiento. No pudiendo ser encuadrado dentro de la fe (alternativa, inicial y excluyente al conocimiento científico) terminará respondiendo a esa operación mental que, desde el Romanticismo en adelante, se conocerá como intuición. (…). De ese modo, el legado de la percepción de las formas tradicionales de la irrealidad, tal como se daba en la escolástica por una parte y en la mística por otra, ha quedado de alguna manera en este pensamiento científico y filosófico moderno, como una especie de segunda línea que permite resolver algunos problemas insolubles para quienes elaboran los principios del pensamiento experimental y científico. De manera confesada o no, este tipo de conocimiento, que en cierto modo es resabio de la fe, funciona en la retaguardia aun en el momento más maduro del pensamiento filosófico moderno. Los a priori de Kant están antes del conocimiento; resultan ser de naturaleza distinta de las formas de conocer que elabora la ciencia o la filosofía natural. De algún modo, este pensamiento es homólogo del escolástico: seculariza su estructura cognoscitiva, cambia los principios y ajusta todo aquello que con los nuevos principios no funciona, pero no lo niega. Puede encontrarse su perduración en Descartes—como ha probado Gilson—y en todo el idealismo poskantiano hasta Hegel” (Romero, 2016: 70).

Asimismo, la historiografía literalmente progresista retoma lo que “hizo Eusebio de Cesárea con la historia del cristianismo”, “y no por casualidad: lo que Eusebio vio como creación de Dios es lo que los filósofos del siglo XVIII vieron como creación del hombre. Se historió a las criaturas y a las creaciones abstractas, y se supuso que cada una de ellas mostraba una fase del espíritu humano y merecía la contemplación de su proceso en abstracto, separado de todo lo demás”. Es por eso que el “siglo XVIII inventó la historia de las actividades del hombre, del arte, de la filosofía, de la literatura” (Romero, 2016: 127).

Al menos tres de las ideas básicas que organizan “la concepción burguesa de la historia” tienen raíces teológicas. Empecemos por los sujetos individuales o colectivos que disponen de “un amplísimo margen de libre albedrío, que quizás en un extremo se toque con la voluntad de Dios pero que desde el punto de vista operativo funciona como si realmente fueran seres racionales y dotados de voluntad”. La segunda idea básica es “la de razón, que prácticamente opera como una divinidad. Se ha dicho muchas veces que la razón del siglo XVIII es la secularización de Dios, y que a ella se atribuye casi todo lo que los teólogos atribuían a Dios. La razón domina el mundo, es creadora, es decir que el mundo es racional. Si se lo examina, probablemente se descubra que en la idea de razón se han ido sumando muchos, si no todos, los atributos de Dios”. La tercera idea es la de progreso, “con lo que se trata de establecer cuál es la relación lineal entre los distintos grados de racionalidad” (Romero, 2016: 127-128).

Haciendo referencia al movimiento obrero de mediados del siglo XIX, Romero detecta “ciertos sentimientos unánimes, como el repudio de la explotación del hombre por el hombre. Pero junto a éstos había otros, un poco confusos y no siempre compartidos por todos; un vago internacionalismo, una oscura hostilidad contra los hábitos burgueses, un impreciso mesianismo preñado de promesas y esperanzas” (Romero, 2006: 80, énfasis agregado).

Ya en el siglo XX, Romero explica que también los comunistas “poseían un dogma, aunque sin duda más coherente y más sinceramente defendido que el de los enemigos que estaban en el antípoda; y apoyados en ese dogma podían también aspirar a imantar las voluntades de los desesperanzados, alrededor de los que acariciaban las esperanzas mesiánicas con vívido fervor” (Romero, 2006: 129, énfasis agregado). Por lo que atañe a quienes “estaban en el antípoda” del comunismo, “la falsa revolución hizo cierta labor que era la más difícil para los apóstoles de la verdadera, y acaso la única que no hubieran podido cumplir sino contando con larguísimos plazos para la catequesis” (Romero, 2006: 139, énfasis agregado). Irónicamente, una vez que se apropió de la agenda revolucionaria, la “falsa revolución” contribuyó al triunfo de la “verdadera”. Vamos a volver a este punto más abajo.

Hablando de lo cual, “el nazifascismo había levantado una teoría del Estado todopoderoso que transfería del hombre al grupo el acento de la supremacía, tipo de idolatría contra el que se ha luchado una y otra vez en la historia occidental”. Sin embargo, Romero es consciente de que: “Podría decirse—con suficientes elementos de juicio—que Rusia ha hecho lo mismo” (Romero, 2006: 163, énfasis agregado). De hecho, como consecuencia del resultado de la segunda Guerra Mundial, Romero se refiere a “la presencia de una voluntad revolucionaria indiscutible que adopta la forma apocalíptica del comunismo o los caracteres del reformismo socializante” (Romero, 2006: 171, énfasis agregado).

Romero entiende la mentalidad burguesa como “una ideología, en sentido estricto”, es decir, como “un sistema de ideas al que se asigna valor de verdad absoluta y, además, un sentido progresivo o proyectivo; una interpretación de la que se deriva un desencadenamiento tal que el futuro parece desprenderse del presente” (Romero, 2016: 45). De ahí que se podría decir que todos los caminos modernos conducen a Roma, o mejor dicho a Calabria. En efecto, los “primeros síntomas” de la interpretación dinámica de la historia como un proceso teleológico distintiva de la modernidad se remontan hasta el siglo XII, cuando, tal como explica Romero

un místico extraño, Joaquín de Fiore, sostiene que el Apocalipsis prevé la llegada de lo que llama la época del Espíritu Santo, que sucede a la del Padre, descrita en el Antiguo Testamento, y a la del Hijo, del Nuevo Testamento. A esta tercera época, con la que se completa el cuadro de la Trinidad, corresponden los caracteres que Agustín había asignado a la Ciudad Celeste. Joaquín se apoya en el Apocalipsis, un texto revalorizado durante los terrores del milenario. Si su importancia ideológica no es muy grande, plantea en cambio una idea totalmente nueva en el pensamiento cristiano, y es que aún resta una época: no después de la muerte, como proponía San Agustín, sino en la tierra, en la historia. En ese esquema se apoyaron los franciscanos, cuando afirmaban que era necesario hacer triunfar los valores cristianos en la tierra y no en el más allá. Estos indicios de que comenzaba a plantearse una concepción dinámica de la historia son correlativos de la percepción de que, con la revolución burguesa, la sociedad se introducía en una época de cambios. Sin necesidad de extremar el planteo, la correlación entre ambos fenómenos es evidente. El sentimiento de que la sociedad se mueve no existía en el mundo feudal, y no sólo la burguesía empieza a dinamizar la sociedad, sino que empieza a tener conciencia de que ello ocurre. La percepción de la movilidad social es lo que empieza a crear la experiencia viva de que la historia se mueve (Romero, 2016: 47).

No es una exageración entonces decir, como lo hace Eric Voegelin, que “en su escatología trinitaria Joaquín creó el agregado de símbolos que gobiernan la auto-interpretación de la sociedad política moderna hasta el día de hoy” (Voegelin, 1987: 111; v. Lubac, 2014). Un tópico característico del gnosticismo es la idea de la “hermandad de personas autónomas” que se realizará en la tercera etapa final. En ella, “en virtud del nuevo descenso del espíritu”, los seres humanos se transformarán en “miembros del nuevo reino sin la mediación sacramental de la gracia”. Por lo tanto, en la tercera edad “la iglesia dejará de existir porque los dones carismáticos necesarios para la vida perfecta van a llegar a los hombres sin la administración de los sacramentos” (Voegelin, 1987: 112-113). En “el tercer status, todos los misterios se encuentran revelados y los asuntos divinos ya no se miran como en enigmas y a través de un espejo en una palabra oscura, sino tal como son por sí mismos, cara a cara” (Taubes, 2010: 125). De este modo, encontramos una formulación de “la idea de una comunidad de los espiritualmente perfectos que pueden vivir juntos sin autoridad institucional” (Voegelin, 1987: 113).

Se trata de una idea que a su vez puede ser rastreada “en varios niveles de pureza hasta las sectas medievales y del Renacimiento, así como hasta las iglesias puritanas de los santos; en su forma secularizada se ha vuelto un componente formidable en el credo democrático contemporáneo; y es el núcleo dinámico en el misticismo marxista del reino de la libertad y del desvanecimiento del Estado” (Voegelin, 1987: 113). Esta comunidad libre de personas autónomas, sin mediación institucional, es lo que subyace a “los movimientos de masas modernos que se representan el Reino Final como una comunidad de hombres libres, posteriores a la muerte del Estado y otras instituciones” (Voegelin, 2009: 167).

El gnosticismo, entonces, se caracteriza por el deseo de hacer que la escatología cristiana se haga inmanente, que el cielo aparezca literalmente en la tierra. Lo que el cristianismo promete para el otro mundo, el gnosticismo moderno lo promete en este. El gnosticismo surge de la vulnerabilidad humana y el anhelo de lograr la salvación cierta e inmediata frente a la condición azarosa del mundo, lo cual explica por qué todos los males son del mundo, mientras que el bien queda reservado a quienes son sus víctimas. El credo gnóstico también suele hacer que los iniciados en él se sientan superiores a quienes no pertenecen a él, lo cual provoca otro dualismo con su característica sincronización entre el bien y la pertenencia al credo, y el mal y la exclusión del mismo. 

Su rechazo del mundo lleva al gnosticismo a sublevarse contra el creador del mundo, es decir Dios, y a tomar partido por sus enemigos, como por ejemplo Caín, “el arquetipo del proscripto, del maldecido por el Dios creador, que, inquieto y fugitivo, debe peregrinar sobre la tierra”, y “se convierte en el objeto del culto gnóstico. Con Caín, se encumbra asimismo a los otros proscriptos del Antiguo Testamento y se venera con un culto, por ejemplo, a la serpiente, que en el Génesis es considerada como aquella que induce el mal” (Taubes, 2010: 62). 

La idea misma de que el milenio que va aproximadamente desde el siglo V hasta el XV es una era cerrada del pasado seguida por una era completamente nueva, precisamente moderna, es uno de los “símbolos creados por el movimiento gnóstico” (Voegelin, 1987: 133). Incluso algunos rastros de la expresión que supo ser característica del nacionalsocialismo en sus inicios—el Tercer Reich—se remontan hasta la idea no menos milenarista de un tercer reino realizable aquí en la tierra (v. Voegelin, 1987: 113).

El misticismo, por su parte, comparte el rechazo gnóstico del papel eclesiástico ya que para un místico “lo más importante no son los sacramentos de la Iglesia sino cierto éxtasis en el que él puede caer, en virtud del cual establece comunicación directa con Dios. Lo importante es la convicción de que, mediante un acto psicológico, el individuo, sin necesidad de carisma, óleo sagrado o consagración, entra en contacto con Dios. Esto llega a una arrogancia casi diabólica en los grandes místicos del siglo XVI” (Romero, 2016: 95). Romero se da cuenta de que: “Esto es una Revolución que alcanza su corolario el día en que Lutero afirma que la Iglesia no es necesariamente intermediaria, no ya entre Dios y el hombre sino entre el Texto divino y el hombre. Es posible y lícito que cada cristiano se enfrente con el texto sagrado y lo interprete a su manera, lo que, como es sabido, derivó en la pérdida del carácter ecuménico de la Iglesia y la aparición de infinidad de sectas” (Romero, 2016: 119).

De ahí que no sorprenda que “el jus revolutionis de la Revolución francesa” sea percibido como “una continuación desteologizada consecuente del jus reformandi de la Reforma protestante” (Schmitt, 1970: 33). Me parece que Eric Voegelin puede ayudar a ilustrar este punto cuando explica que “el siglo XVI inglés tuvo la rara buena fortuna de tener un brillante observador del movimiento gnóstico en la persona del ‘juicioso Hooker’” (Voegelin, 1987: 135). 

En el Prefacio a su República Eclesiástica de 1594, Hooker explica el “método de ganarse el afecto de la gente para la ‘aprobación general de la causa’ (porque así la llaman Ustedes)”, es decir cómo el puritanismo intentó adueñarse de la Iglesia de Inglaterra: “Primero, mientras la multitud escucha las fallas especialmente de las más altas vocaciones, éstas son despedazadas maravillosamente con extrema severidad y agudeza de reproche, lo cual, hecho a menudo, engendra una gran reputación de integridad, celo y santidad para tales reprochadores constantes del pecado, ya que se supone que nunca se habrían ofendido tanto por todo lo que es malvado si ellos mismos no fueran singularmente buenos” (Hooker, 1817: 24). En otras palabras, el solo hecho de denunciar las fallas de los demás indica la propia superioridad moral del denunciante.

Hooker explica que el segundo paso consiste en “imputar todas las fallas y corrupciones que abundan en el mundo al tipo de gobierno eclesiástico establecido. De este modo, frente a la multitud, así como al reprochar las faltas adquieren para sí mismos el nombre de virtuosos, al descubrir este tipo de causa logran ser juzgados como sabios por sobre los otros”. Este segundo argumento podría ser resumido del modo siguiente: la culpa de todo la tiene el establishment, a pesar de que, como explica Hooker con mucha razón, “las manchas y defectos encontradas en nuestro estado provenientes de la razón de la fragilidad y corrupción humanas, no solo existen sino que más o menos siempre han existido, sí, y a pensar de lo que pensemos en contrario, existirán hasta que nos quejemos del fin del mundo, sin que importe qué forma de gobierno tiene lugar” (Hooker, 1817: 24-25).

Según Hooker el tercer paso es “proponer su propia forma de gobierno de la Iglesia como el solo remedio soberano de todos los males y adornarlo con todos los títulos gloriosos que existan”. De este modo, los seres humanos, “poseídos con desagrado y descontento por las cosas presentes”, como si estuvieran “enfermos”, imaginan que “cualquier cosa cuya virtud oyen recomendada” los va a ayudar solamente porque se trata de “aquello que han intentado lo menos posible” (Hooker, 1817: 25). El punto, entonces, es que, al final de cuentas, no todo orden establecido es defectuoso en sí mismo, sino solo el presente y/o el de los demás. En cambio, el orden institucional gnóstico será “el solo remedio soberano de todos los males”. 

Finalmente, explica Hooker, en el cuarto paso, que consiste en decir que los tres anteriores figuran en la Biblia, “reside el mayor peligro de todos”. Se trata de “fabricar las nociones e ideas mismas de las mentes de los hombres de tal suerte que, cuando lean la escritura, ellos puedan pensar que todas las cosas resuenan como el avance de esa disciplina y para la completa desgracia de lo contrario” (Hooker, 1817: 25), sin que importe el hecho de que “vuestra nueva disciplina, siendo la orden absoluta de Dios Todopoderoso, deba ser aceptada aunque al hacerlo el mundo deba ser dado vuelta completamente” (cit. en Schnur, 1962: 5).

Como se puede apreciar, la secularización de conceptos teológicos es un arma de doble filo. Por un lado, parece implicar la desteologización de lo que originariamente eran nociones religiosas; por el otro, puede conducir a que el concepto teológico perviva a su secularización, es decir, a que una era secular se teologice. Después de todo, la idea misma de secularización es una noción teológica.

EL TRIUNFO DE LA REVOLUCIÓN

Yendo a la relación entre la burguesía y la revolución socialista, a primera vista parece ser bastante antagónica. En las palabras de nuestro autor

Desde los últimos tiempos de la Edad Media hasta mediados del siglo XIX la conciencia burguesa traza una curva ascendente con cuyo dibujo se confunde lo fundamental de la historia de Occidente y de buena parte del mundo sometido a su influencia. Sobre esa curva incide, hacia 1848, la curva ascendente de la conciencia revolucionaria precisamente cuando alcanza sus últimas etapas, la de la conciencia burguesa. Es, pues, en el instante de máxima culminación cuando descubre su nuevo y peligroso enemigo: la conciencia revolucionaria, conciencia antiburguesa por excelencia, que se prepara a ofrecerle una batalla tan despiadada y dramática como la que ella ofreciera antaño a la conciencia feudal. El momento simbólico en que se manifiesta este conflicto—con el que se abre, a mi juicio, la tercera edad de la cultura occidental—puede fijarse en 1848 (Romero, 2006: 24).

Sin embargo, como muy bien explica Luis Alberto Romero, “frente a la habitual contraposición mecánica entre un mundo burgués y otro proletario y socialista, presentados en términos absolutamente alternativos”, el autor de El ciclo de la revolución contemporánea “prefería observar el nacimiento” del mundo socialista “en el seno de la propia crisis interna de la mentalidad burguesa” (Romero, 2016: 9-10). En otras palabras, se trata de “combatientes” que en el fondo “son hermanos enemigos. El socialismo retoma las ideas directrices de la edad burguesa” (Aron, 2018: 81). Después de todo, “el mismo énfasis en el individuo que se realiza a sí mismo subyace tanto a la visión espontánea de la propiedad privada de Milton Friedman y al espectro del ‘comunismo pleno’ de Karl Marx, en el cual la libertad está garantizada por la desaparición simultánea de la propiedad privada y de las instituciones del Estado ‘burgués (es decir, liberal)” (Scruton, 2001: 183). Esto explica por qué el libertarianismo representa todo un desafío para el igualitarismo, ya que comparten la idea de auto-propiedad o la propiedad de sí mismo: “De acuerdo con el libertarianismo, el Estado de bienestar le hace a los trabajadores que pagan impuestos exactamente lo mismo que, según la queja marxista, los capitalistas le hacen a los trabajadores: les extraen un producto a la fuerza, y los libertarios agregarían sin el beneficio del contrato que los trabajadores firman con el capitalista” (Cohen, 1995: 151).

En rigor de verdad, solo aquellos que desdeñan la Edad Media y que muy probablemente por eso desconocen las peripecias de la teología política, podrían sorprenderse de la conexión existente entre la mentalidad burguesa y la socialista. Eric Voegelin cree que este es el caso de los liberales que ignoran sus orígenes y por eso se indignan cuando se enteran de que “su tipo particular de inmanentismo es un paso en el camino hacia el marxismo” (Voegelin, 1987: 125). De hecho, Schmitt ya había percibido en 1933 que: “El marxismo es solo un caso de aplicación del modo liberal de pensar del siglo XIX” (Schmitt, 2018: 227a).                        

Romero sostiene básicamente lo mismo cuando explica que todavía vivimos dentro del “ciclo del 48” (Romero, 2006: 123) y que por lo tanto el pensamiento revolucionario ha triunfado. El triunfo de la revolución se puede detectar en la necesidad que tiene “todo movimiento político de tipo moderno” de “apelar a una nueva conciencia social, que es en cierto modo revolucionaria en su superficie o en su fondo; y esta conciencia revolucionaria se ha levantado contra el orden sostenido por la conciencia burguesa, sustentando el principio de que ha llegado la hora de suprimir las desigualdades de condición que constriñen a las masas hasta ahora subordinadas a la burguesía”. El triunfo de este “principio supone una revolución, sea de las que se hacen con ametralladoras y bombas de mano o sea de las que un hombre puede hacerse a sí mismo sentado en la butaca de su biblioteca, derribando los ídolos envejecidos y encendiendo la llama de nuevos ideales” (Romero, 2006: 36).

La tendencia revolucionaria que había cobrado impulso en el siglo XIX, se fortaleció debido a la “tragedia europea de la posguerra”, la cual dio lugar a “una verdadera y categórica insurrección del coro”. Dado que terminó siendo “inevitable, que el coro invadiera el proscenio, poseído por cierta desesperación”, Romero se pregunta entonces: “¿A qué extrañarse, pues, de que cada semicoro se lanzara en busca de su corifeo? (…). La forma más elemental de vínculo político, entre un grupo y un jefe, empezó a establecerse allí donde la confusión predominaba, y la solución clara, definida y libre de sutilezas pareció a muchos la necesaria catarsis para una colectividad abismada por la frustración de un orden más complejo y delicado” (Romero, 2006: 121-122).

Ahora bien, según Romero la “íntima y legítima connivencia entre el comunismo ruso y las democracias occidentales para oponerse mancomunadamente al nazifascismo” no se debía solamente a un típico caso de contar con un “enemigo común” (Romero, 2006: 164), una asociación negativa para usar la terminología de la teoría política, o al metus hostilis para decirlo en los términos de la tradición republicana clásica, sino que “había en ambos una aceptación más o menos resuelta de la revolución necesaria, aunque difieran sustancialmente en cuanto a la manera de realizarla y su triunfo es, en lo fundamental, el triunfo de la revolución. Sólo queda por librarse—si es que no se lo puede impedir—el duelo entre las dos revoluciones posibles. (…). Lo que queda frente a frente son las dos concepciones de la revolución” (Romero, 2006: 181). De hecho, las “democracias occidentales han realizado—y lo habían hecho antes de 1917—una buena parte del camino que el régimen comunista tuvo que hacer en Rusia y pueden hacer el resto bajo el control de partidos reformistas, que sean tales en cuanto a los medios siendo, sin embargo, auténticamente revolucionarios en cuanto a los fines” (Romero, 2006, 182).

Curiosamente, el panorama que describe Romero a partir de la segunda posguerra mundial—cuyas raíces se remontan por lo menos hasta el ciclo revolucionario de 1848—coincide con lo que Joseph De Maistre narra en una carta de 1819 en relación a la Francia de su época: “La revolución sigue en pie, sin duda, y no solamente sigue en pie, sino que anda, corre, da coces… La única diferencia que yo noto entre esta época y la del gran Robespierre, es que entonces las cabezas rodaban y hoy giran” (cit. en Compagnon, 2007: 117). La diferencia, obviamente, en que lo que para Romero son muy buenas noticias, para De Maistre no lo eran tanto.

Las buenas noticias se advierten en la manera en que Romero trata a la Revolución rusa. Se trata de una revolución “auténtica” que si bien “supone continuidad con los principios más arraigados de la concepción occidental de vida” (Romero, 2006: 155), “parece haber renunciado” al “legado de la dignidad del individuo característicamente occidental” y “ha derivado hacia cierto tipo de autocracia incompatible con el espíritu occidental”. Las buenas noticias se deben a que la renuncia y la deriva no son inherentes a la revolución, sino que se deben a “razones circunstanciales”, como por ejemplo el hecho de haber sido “el primer ensayo revolucionario” (Romero, 2006: 149)—todo lo cual sugiere que para Romero la francesa no fue una verdadera revolución—.

Asimismo, la burguesía pintaba al comunismo ruso “con caracteres muy oscuros generalizando las observaciones que provenían de algunas de sus primeras experiencias”. Esto produjo una “ola de temor” que se “extendió por el mundo—aun entre los que no tenían nada que perder, sino sus bienamados prejuicios—y arrastró a muchos que antes no temían la revolución en abstracto, porque pudieron cargarse en la cuenta del experimento soviético muchas sombras que provenían exclusivamente de la circunstancias de ser el primer ensayo revolucionario y de haberse realizado en un país de características muy peculiares” (Romero, 2006: 133-134).

            Ante la objeción—“con suficientes elementos de juicio”—de que “Rusia ha hecho lo mismo” que el “nazifascismo”, en el sentido de que la Rusia soviética también levantó “una teoría del Estado todopoderoso que transfería del hombre al grupo el acento de la supremacía”, lo cual representa un “tipo de idolatría contra el que se ha luchado una y otra vez en la historia occidental”, Romero responde que “sin duda se podría argüir que Rusia ha realizado el experimento de la dictadura del proletariado en tales circunstancias y con tales taras que no es inexplicable que haya desembocado en una dictadura” (Romero, 2006: 163-164). Curiosamente, Romero sostiene que el “espectáculo fantasmagórico” de “los trágicos campos de concentración de Buchenwald y Dachau”, “sirvió para aclarar poco a poco el equívoco sobre el contenido ‘revolucionario’ de los regímenes de Italia y de Alemania” (Romero, 2006: 167), ya que no parece advertir que algo no muy diferente se puede predicar de la revolución soviética.

Para Romero no todas las revoluciones han sido creadas iguales. En todo caso, “la revolución contra la revolución”—el nazifascismo—es “involuntaria”, es decir, “una revolución que por querer contener a la revolución entraba en un camino análogo” (Romero, 2006, 137), o ajena (Romero, 2006: 129). Sin embargo, una revolución puede ser involuntaria o ajena, pero no por eso deja de ser una revolución.

Por momentos, Romero prefiere hablar de la revolución fingida o “falsa” (Romero, 2006: 139), debido a que en el fondo el nazifascismo está basado “en una concepción heteronómica de las masas”, lo cual supone que las masas pueden llevar a cabo autónomamente una revolución y/o que la revolución se define en términos morales antes que descriptivos. Sin embargo, si una revolución consiste la transformación radical del mundo, da la impresión de que el “nazifascismo” satisface con creces esa descripción.

De todos modos, Romero sabe que el comunismo y el “nazifascismo” comparten varios aspectos. Después de todo, el segundo es una “revolución contra la revolución” (Romero, 2006: 91, 108, 135, 137). La primera posguerra reveló

un ascenso de la conciencia revolucionaria. (…). En la encrucijada, la revolución parecía la única salida y cada uno tentaba la revolución que le parecía preferible, vistos las circunstancias y el temperamento. La revolución que se adivinaba latente bajo algunas calmas engañosas, la revolución amenazante, desató algunas reacciones violentísimas. Pero hasta estas reacciones eran, en última instancia, triunfos de la conciencia revolucionaria. (…). Lo cierto es que, debido a los esfuerzos concurrentes de la revolución y de la reacción, la mayoría de los postulados sostenidos por la conciencia revolucionaria alcanzaron categoría de lugares comunes (Romero, 2006: 131).

Romero es absolutamente consciente de “cuánto suelen parecerse los revolucionarios de extrema izquierda a los de extrema derecha” (Romero, 2006: 90). Si bien “muchas cosas separaban a los comunistas de los nazifascistas”, “coincidían con ellos en la actitud antiliberal” (Romero, 2006: 129). Ahora bien, el énfasis que nuestro autor pone en la necesidad de borrar “el espíritu de facción y el espíritu cesáreo” (Romero, 2006, 150) sugiere que por lo menos es un portador sano del virus liberal.

En relación al faccionalismo, Romero explica que

A medida que se propaga la conciencia revolucionaria y se suscitan situaciones de hecho en pro o en contra de ella, la libertad individual parece un problema de menor importancia, un mero ideal un poco trasnochado. A medida que las opiniones se polarizan, la libertad de pensamiento parece menos lícita y en ciertos casos no se vacila en considerarla una traición. Esta dura contingencia de nuestro tiempo proviene de que se acentúa indebidamente la psicosis de encrucijada y crece el número de los que quieren salir de ella de cualquier manera. Pero sólo debe salirse de la manera debida. La expresión política de esa psicosis de encrucijada es el espíritu de facción, porque se piensa que sólo dentro de la facción reside la verdad y que sólo a través de ella puede triunfar un pensamiento impuesto con todo el peso de una masa compacta e intolerante. El espíritu de facción se caracteriza por huir de los matices, y parece considerarse como el más poderoso ariete contra el enemigo. Cada uno cree que le es lícito hacer lo que critica acerbamente en el enemigo y renuncia al ejercicio del sentido crítico cuando se trata de quienes comparten sus ideas. Esta confusión no proviene sino de la psicosis de encrucijada y del apremio por escapar de ella de cualquier manera. Pero es una actitud nefasta. Si las masas pueden sentirse dominadas por el espíritu de acción, es indigno de las élites fomentarlo y dirigirlo aviesamente (Romero, 2006: 150-151, énfasis agregado).

En cuanto al cesarismo, es “otro impulso manifiesto en nuestra época”, la cual muestra

la tendencia a buscar una reducción de las relaciones sociales a sus formas más simples, mediante la adhesión del grupo a un jefe unipersonal. El jefe, según el pensamiento romántico, último avatar de más viejas teorías, debe ser no sólo el indiscutido e irresponsable conductor—el héroe carlyliano, el führer, el duce, el caudillo—sino también el legítimo intérprete del alma colectiva. (…). El cesarismo ha podido surgir renovado tras una larga experiencia política por obra del espíritu de facción, que ha visto en él la fórmula para el triunfo de los ideales que sustenta. Pero el cesarismo no triunfa como régimen sino cuando aparece un césar, esto es, una voluntad inequívocamente autoritaria y democrática (Romero, 2006: 151).

Hablando de lo cual, Romero sostiene con mucha razón que:

La democracia política es el fruto de una dolorosa y secular experiencia del hombre occidental y, con todos sus defectos, es infinitamente preferible al más promisorio de los cesarismos surgidos de la revolución y de la violencia. Sus formas constituyen, en fin, la única esperanza para evitar los peligros de ciertos atajos que parecen momentáneamente salvadores, pero que están rodeados de peligrosos e inevitables abismos. Con eso se relaciona, precisamente, lo que las democracias occidentales y el reformismo pueden afirmar legítimamente por su parte, de la Rusia soviética. Si la revolución implica una autocracia y la dictadura del proletariado se ha de traducir, en los hechos, en la dictadura de cierto conductor que dice representarlo, acaso sea preferible no tener tanto apuro por llegar a la súbita socialización de los bienes de producción y convenga esperar a que las masas que más han de beneficiarse con ella adquieran—como lo hacen ya aceleradamente—la convicción de que no vale la pena vender la primogenitura por un plato de lentejas. Si la revolución violenta tiene la innegable ventaja de producir inmediatamente el triunfo de ciertos ideales, su propia mecánica interior parece entrañar el peligro de un cesarismo incontrolable, basado en la amenaza “contrarrevolucionaria” que se descubre en toda oposición, y sobre cuya base no puede edificarse nada duradero. Ni siquiera la socialización de los bienes de producción, resuelta durante la primera semana revolucionaria, puede considerarse segura a la luz de la secular experiencia política de Occidente, sobre la base de una dictadura que puede ser del proletariado durante esa primera semana y del secretario general del partido durante los treinta años subsiguientes (Romero, 2006: 182-183).

La simpatía de Romero por el liberalismo también emerge cuando expone el desafío que representa la revolución para “el liberal auténtico:”

¿No conspira en cierto modo la conciencia revolucionaria contra los postulados del liberalismo? Pero, al mismo tiempo, ¿no había nacido del libre desarrollo del espíritu liberal? ¿Podía, en fin, reprimírsela en nombre, precisamente, del liberalismo? La perplejidad en que estas cuestiones sumían al liberalismo contribuyó a restarle fuerza progresivamente, y permitió que se produjera la derivación hacia las posiciones extremas: unos hacia la derecha ultramontana y otros hacia la izquierda revolucionaria. Sólo los buenos liberales—los que no eran ni más ni menos que liberales—se quedaron en la posición de centro que caracteriza al liberalismo. Digámoslo con amargura: una posición demasiado justa, deseado sutil, demasiado delicada para la basta realidad política de nuestro mundo (Romero, 2006: 58-59).

En este pasaje Romero captura a su manera lo que podríamos llamar las dos caras del liberalismo. Por un lado, se halla su faceta progresista que lo emparenta con la revolución y que ha hecho que hoy en día el liberalismo haya sido absorbido por el progresismo. Después de todo, al igual que la revolución, el liberalismo tiende a desconfiar del razonamiento institucional por no decir de la autoridad, del particularismo o de las identidades y finalmente tiende a creer en el progreso no solo como un imperativo sino como una filosofía de la historia. Por el otro lado, encontramos la faceta conservadora—por no decir antirrevolucionaria—del liberalismo que lo enfrenta con la revolución, particularmente cuando esta última irónicamente en nombre de su desconfianza de la autoridad y de las identidades, y de su fe en el progreso, se ve forzada a usar la autoridad del Estado para violar derechos fundamentales, todo en aras de tener éxito.

Las dos caras del liberalismo se ven reflejadas en lo que Ian Hunter denomina “Iluminismos rivales” (ver Hunter, 2001). Mientras que un primer Iluminismo que podríamos llamar “moral” o “moralista” cree que, revolución mediante, tarde o temprano el Estado se va a volver superfluo o contraproducente (el proceso que lleva de la crítica a la crisis ha sido magistralmente descripto por Reinhart Koselleck, v. Koselleck, 1973), el Iluminismo “cívico” o “político”, por el contrario, cree el Estado es imprescindible sobre todo para proteger los derechos individuales—después de todo el Estado de derecho sigue siendo un Estado—, y que por lo tanto por más que hagamos una revolución esta última jamás logrará deshacerse del Estado. Hasta las revoluciones terminan estableciendo un nuevo orden que desean conservar, el cual explica por qué la revolución tuvo lugar en absoluto. De ahí que, al menos en lo que atañe a la filosofía política, la distinción entre revolucionarios y conservadores es más un producto de la curiosa buena prensa que ha recibido la revolución y la correspondiente mala prensa que suele recibir la conservación, que una categoría que refleje una distinción real o que valga la pena mantener.

A fines del siglo XIX, sin embargo, todavía quedaba claro que “los principios del liberalismo político y religioso” habían sido “patrocinados por la aristocracia cultivada del Renacimiento”, verdaderos “liberales a los que se les ha dado el nombre de Políticos”, “monárquicos y católicos, que reivindicaron las libertades políticas y religiosas en provecho de una minoría de la que no formaban parte” (De Crue, 1892: 10-11). Lamentablemente, hoy en día muy pocos liberales son conscientes de la deuda que tiene el liberalismo con el Estado moderno, por ejemplo con la filosofía política de Thomas Hobbes.

Uno de los factores que explica el desconocimiento de esta deuda es que a finales del siglo XVIII en Alemania tuvo lugar una inversión radical en la historiografía sobre los derechos. En aquel entonces las “publicaciones periódicas filosófico-populares comenzaron a argumentar que los derechos liberales se habían extendido mediante la lucha por la libertad individual contra las intrusiones del gobierno”. Se trataba de “una argumentación sostenida por una ‘nueva’ versión del derecho natural –de hecho, un renacimiento de la antigua metafísica legal cristiana– que pretendía que los hombres entraron en la sociedad política para preservar los derechos naturales, antes que para obtener seguridad” (Koselleck, 1973: 332).

Esta transformación historiográfica se debió en gran medida a la influencia no tanto de Kant sino del kantismo en la historia de la ideas, la cual todavía se mantiene, por lo general, en el estado que adquiriera en aquel entonces. La supervivencia hasta nuestros días de la historia poskantiana del pensamiento se ha convertido en un verdadero obstáculo que impide una comprensión acabada de los autores prekantianos, pues la aparición del kantismo dio lugar a una “nueva versión de la historia de la filosofía, barriendo con lo que habían sido lugares comunes por más de un siglo” (Tuck, 1987: 99).

Una vez establecido el paradigma kantiano, “el carácter estatista del liberalismo temprano-moderno desapareció de la vista en las facultades poskantianas de artes y de teología. En ese momento, la realidad central del liberalismo histórico –que la seguridad personal y la tolerancia religiosa dependían de la pacificación de comunidades morales fratricidas realizada por un Estado desacralizado– pasó a través del espejo metafísico como Alicia en el país de las maravillas” (Hunter, 2001: 368). Esto hizo que la filosofía política de la Ilustración quedara equiparada al pensamiento de Kant, lo cual eclipsó la obra de los juristas precursores de la Ilustración, como Samuel Pufendorf y Christian Thomasius, y ocasionó graves malentendidos acerca de la filosofía política de Hobbes. Algo similar se puede decir sobre la influencia de la historiografía revolucionaria en general. Como explica Tocqueville: “las grandes revoluciones que triunfan, al hacer desaparecer las causas que las han originado, se tornan incomprensibles” (Tocqueville, 1989: 56).

Una variación del mismo tema sería referirse a los orígenes no tan liberales del liberalismo, no solo en lo que atañe a su deuda para con el Estado moderno y la superación de la guerra civil, sino a sus orígenes puritanos que tal vez ayuden a entender cómo fue que el liberalismo ha terminado confundiéndose con el progresismo. Después de todo, el puritanismo—para no hablar del gnosticismo en general—no es sino una variación del tema de la revolución permanente.

Para notar este parecido basta con repasar algunas de las características puritanas: un pequeño cuadro de electos conectados internacionalmente y que pertenecen a la Iglesia Verdadera, que además se ven obligados a tener como blancos a los intelectuales del antiguo régimen, a la vez que imponen una férrea disciplina en los laicos de quienes se esperaba que se convirtieran en una “hermandad de todos los creyentes”; explicaciones revolucionarias de un verdadero renacimiento totalmente inmunizado contra los virus del pasado; la exigencia de una conversión súbita al nuevo credo y de una revolución cultural mediante la iconoclasia de las imágenes antiguas; el repudio agresivo del pasado sobre la base de la autoridad de un conocimiento absoluto garantizado por una conciencia escatológica, lo cual explica la posición privilegiada de los santos para juzgar y reformar el saeculum como miembros electos y selectos de la Verdadera Iglesia sempiterna; la superioridad de la juventud por sobre la edad; etc. (ver Simpson, 2019: 21-22).

Dado que las exigencias revolucionarias no suelen cumplirse, o en todo caso requieren siglos en más de un sentido, eso hace que la revolución se convierta en permanente. No es entonces una casualidad que el progresismo “porte el ADN de un movimiento revolucionario demoledor dentro de sí mismo” y que “imite la política intolerante, excluyente, identitaria característica de la Verdadera Iglesia no democrática, anti-meritocrática, aparentemente virtuosa y evangélica. Cuando los progresistas actúan como los elegidos, delatan su tradición” (Simpson, 2019: 349).

Ahora bien, no pocos medievalistas tardíos—en el sentido de ser especialistas en los finales de la era a la que se dedican—se han dado cuenta recientemente de que “muchas formas culturales rutinariamente caracterizadas por la cultura liberal como específicamente ‘medievales’ (v.g., iconoclasia, esclavitud, persecución de ‘brujas’, tortura judicial en Inglaterra, el fundamentalismo bíblico, absolutismo político) eran fenómenos específicamente modernos”. También descubrieron que la persecución letal de las diferencias religiosas “fue mucho más pronunciada a partir de 1550, en Inglaterra en todo caso. Y ciertamente descubrieron un incremento masivo de violencia religiosa después de 1547, revelando que en Inglaterra la diferencia clave no es católico/protestante, sino tardo-medieval/temprano-moderno” (Simpson, 2019: 6). Da la impresión entonces de que en lugar de reflejar de modo fidedigno la era medieval, no pocas veces la historiografía moderna retroproyectó en la premodernidad no pocas de sus propias imágenes menos halagadoras.

Solo la gran historia, LP o “larga duración” como se solía decir, es la que nos impide caer en las graves distorsiones provocadas por la distinción medieval/moderno, particularmente en el momento de la transición entre lo que se suele considerar como dos edades diferentes. Por supuesto, esto nos lleva al punto de partida. Para Romero la necesidad de la gran narrativa no era ninguna novedad. Y lo que hoy en día suena irónico sino paradójico, para Romero era un imperativo dotado de una necesidad incontrastable. Dado que para él la “historia no se ocupa del pasado” sino que le “pregunta al pasado cosas que le interesan al hombre vivo”—tal como figura en el epígrafe de la edición conmemorativa de El ciclo de la revolución contemporánea (Romero, 2006: 9)—, fue muy probablemente por eso que un progresista como él tan interesado en la revolución dedicó su vida al estudio de la así llamada Edad Media. Esta es un gran lección para todos aquellos que desean entender la historia de su propia cultura, y por lo tanto para quienes en el fondo desean entenderse a sí mismos.

Bibliografía

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