HILDA SABATO
Instituto Ravignani, UBA/Conicet
I
Volver sobre Las ideas políticas en Argentina es internarse en un territorio que, de tanto recorrerlo, resulta familiar pero que, a la vez, siempre sorprende e incita a nuevas lecturas. Esa es, quizá, la clave de un clásico, fuente inagotable de ideas y de interrogantes que desafían al lector una y otra vez desde sus páginas. Así entiendo este libro de José Luis Romero, al que hoy vuelvo, una vez más, ahora guiada por una pregunta que me ocupa en estos tiempos y que, claro está, encuentro profusamente tematizada en este texto desbordante. Me refiero a una cuestión central de la vida política moderna, que enuncio como la relación entre mayorías populares y minorías dirigentes, pero que en Romero se abre a formulaciones más complejas finamente articuladas en su interpretación de la historia nacional.
Como sabemos, estamos frente a un ensayo histórico destinado a ofrecer una visión totalizadora del pasado de la Argentina en clave cultural. En palabras de Carlos Altamirano: “El punto de vista histórico-cultural era para él un enfoque que aspiraba a la totalidad, aunque esta fuera siempre obligadamente provisional”.[1] Es así que Romero integró diferentes dimensiones de la vida social para definir tres etapas del desarrollo del país, las “eras” colonial, criolla y aluvial, y contar su historia.[2] A lo largo de ocho capítulos –que en ediciones posteriores llegarán a diez- se despliega una interpretación original, vibrante y muy potente de la realidad argentina, que alcanzó gran impacto público y sigue provocando nuevas lecturas. Textos recientes han revisitado la obra desde diferentes perspectivas, para explorar sus fundamentos y su estructura, analizar sus contenidos, ponderar su alcance y ponerla en diálogo con otros textos.[3] Aquí mi enfoque será mucho más acotado, como se verá enseguida.
En la compleja argumentación de Romero, las “ideas políticas” del título ofrecen una vía de entrada a la totalidad socio cultural que busca desentrañar. No se trata, nos advierte en las primeras páginas, de hacer una historia que se limite al “pensamiento doctrinario”. En cambio, “el autor ha procurado siempre descender desde el plano de las ideas claras y distintas hasta el fondo oscuro de los impulsos elementales y las ideas bastardas, seguro de llegar, de este modo a la fuente viva de donde surge la savia nutricia que presta a las convicciones esa fiereza tan peculiar de nuestra historia política”. [4] Buceará en ese magma cultural para distinguir aquellos principios que, en su dinámica y contraposición, marcaron de manera decisiva la sociedad de cada momento y que le permitirán identificar las eras históricas ya mencionadas. En el punto de partida, la era colonial será el origen de “dos principios políticos destinados a tener larga vida: el principio autoritario y el principio liberal”, cuyo duelo se realimentará por un “proceso de superposición de cierta estructura institucional sobre una realidad que apenas la soporta”. En el cruce de esos dos “duelos” descubre “el nudo del drama político argentino”, que verá reproducirse y a la vez mutar en los períodos siguientes, alimentados por nuevos contrapuntos culturales y políticos.[5] En su recorrido por ese pasado irá construyendo una historia densa, que busca comprender y dar sentido a la realidad de un país que, en su presente de 1946 (fecha de la primera edición) pero también de 1975 (la quinta) lo interroga y lo apasiona.
Se ha escrito mucho, como dijimos, sobre esta obra memorable y contamos con excelentes análisis de las formas en que Romero fue creando su visión del pasado argentino. Con diferentes enfoques, todos ellos se ocupan de la periodización general propuesta así como de los rasgos y la dinámica de cada una de ellas, con énfasis en la dimensión político cultural tan central para la interpretación del autor. Aquí me propongo una entrada algo diferente, para poner el foco en un aspecto que no está ausente de varios de esos trabajos, pero se ha abordado de manera lateral y por lo tanto, no ha merecido un seguimiento específico en el contexto de la obra. Me refiero, como ya adelanté, a las relaciones entre mayorías populares y minorías dirigentes, esto es, a los actores de la vida política, más que a las ideas, mentalidades, concepciones del mundo, que pautan esa dimensión de lo social, o a las instituciones que le imprimen su sello particular en cada etapa. Romero introduce una y otra vez a esos actores, aunque no utilice siempre las mismas categorías para referirse a ellos ni los presente por fuera de lo que para él constituye el núcleo de sus preocupaciones en clave cultural. Al mismo tiempo, esos actores ocupan un lugar decisivo en su visión de cada era y del proceso en su conjunto, por lo que creo que vale la pena seguir ese hilo conductor para ver adonde nos lleva.
II
“Masas populares y minorías ilustradas son para él, en rigor, los elementos de la acción histórico-social”: con estas palabras, Romero se refería a Bartolomé Mitre en su ensayo de 1943 “Mitre: un historiador frente aL destino nacional”.[6] Las retomo aquí porque esa misma frase bien podría atribuirse a nuestro autor y sus planteos sobre el pasado del país. Sabemos hasta qué punto filiaba su interpretación con la del fundador de la historiografía liberal, a quien consideraba el “constructor de la historia de la Nación”, así como de las diferencias e innovaciones respecto a la visión de aquél.[7] En lo que hace en particular a la cuestión enunciada en la cita, es fácil advertir su identificación con la matriz de interpretación allí propuesta para dar cuenta de la dinámica del conflicto político, en particular para el siglo XIX. En lo que sigue, intentaré rastrear de qué manera y con qué inflexiones aparece esa matriz, así como en qué instancias ella se desdibuja en función de otras formas de entender el conflicto político.
En el gran relato de Las Ideas políticas… Romero comienza con estas palabras que marcarán todo lo que sigue: “En el proceso de formación de la nacionalidad argentina –y muy particularmente en el de la formación de su sensibilidad política- la época de la colonia no es sólo la etapa primera sino también, la decisiva. […Pues] no sólo se conforma entonces la realidad social de la futura Argentina, sino que se estructura también su actitud espiritual frente a los más graves problemas de la existencia colectiva.”[8] A lo largo de más de dos siglos de dominación imperial, fue tomando forma una sociedad marcada por clivajes profundos. Sobre una primera diferenciación entre colonizadores y colonizados -europeos unos, indígenas los otros-, pronto surgió una segunda brecha, que separó a españoles – casta dominante arraigada en las ciudades y con control sobre los principales recursos, el comercio y la administración-, de sus hijos nacidos en América, “blancos” y también “mestizos”, que ocuparon un lugar intermedio en la escala social y arraigaron sobre todo en las zonas rurales de reciente ocupación. En la etapa inicial, con la corona en manos de los Austria, Romero advierte una fuerte impronta autoritaria que permeaba la sociedad entera y sus distintos grupos, no obstante sus resentimientos y hostilidades mutuas. En sus palabras: “La era del colonizador es, así, la era de la formación del espíritu autoritario en todas las esferas de la vida social…”.[9] La “conciencia política” forjada en ese marco no podía sino ser conservadora, reacia a cualquier innovación o cambio. En ese contexto, los grupos identificados por su lugar en una estratificación socio-cultural que tendía a su propia reproducción coincidían en una mentalidad cultural compartida.
Sin embargo, un factor externo al propio territorio, el ascenso de la dinastía borbónica al trono metropolitano, habría de modificar el tablero colonial, con la introducción en América del “espíritu liberal” que ella prohijaba. Así, y no obstante las resistencias de los sectores de mentalidad y costumbres autoritarias, el liberalismo fue arraigando en el Río de la Plata, sobre todo entre los grupos criollos urbanos que Romero comienza a identificar como una “burguesía”.[10] “En rigor, nos dice, el reformismo liberal de los Borbones contribuyó más que ningún otro factor a formar una conciencia emancipadora y revolucionaria entre los criollos”. A principios del siglo XIX, una “minoría burguesa” habría de confluir con “la masa popular”, que “comenzó a reconocer [en aquélla] su auténtica clase directora”.[11] Por su parte, el espíritu autoritario mantendría su vigencia entre los grupos peninsulares de las ciudades pero también en los sectores rurales.
Vemos aquí cómo se fue modificando el paisaje socio-cultural a la vez que se reconfiguraban los actores que Romero pone en acción. Si en un comienzo identifica básicamente a grupos definidos por su diferenciación en el ordenamiento jerárquico colonial (españoles, criollos, indios), a medida que avanza la etapa colonial en su faz borbónica, incorpora una dimensión social explícita (burguesía, masas populares) que de alguna manera se superpone a aquellas divisiones. Pero el clivaje central no estuvo dado por esos lugares sociales, sino por la oposición entre dos grupos definidos en clave cultural, según se identificaran con los ideales del liberalismo o del autoritarismo en vigencia. Los primeros “solo habían alcanzado a arraigar en la minoría culta de algunas ciudades y eran, puede afirmarse, inasimilables para los grupos rurales”, que seguían presos de la mentalidad autoritaria. Al mismo tiempo, aquella minoría urbana, ilustrada, en su vertiente criolla, se convirtió en la fuerza decisiva a la hora de romper con la subordinación colonial.
III
Se inicia entonces la “era criolla”, por la vía de una “revolución social, destinada a provocar el ascenso de los grupos criollos al primer plano de la vida del país” y el desplazamiento de los otrora dominantes peninsulares.[12] La burguesía ilustrada de Buenos Aires que encabezó ese proceso pronto convocó a esa masa rural criolla de las provincias, en un movimiento de inclusión que aspiraba a convertir al demolido virreinato en una nueva nación bajo signo liberal. Pero esa meta pronto se vio complicada por las profundas diferencias socio-culturales que separaban a ambos conjuntos y desembocaron en un antagonismo resistente “entre los distintos sectores de la masa criolla, divergentes y aún enemigos en cuanto a su experiencia política, su formación doctrinaria, su concepción de la vida”.[13] Así se puso de manifiesto la persistencia del legado colonial. Sobre una estructura que básicamente reproducía los rasgos básicos de la sociedad tradicional, la confrontación entre autoritarismo y liberalismo encarnó ahora en estos renovados actores concretos: las minorías ilustradas urbanas y las mayorías rurales. Frente al experimento de transformación puesto en marcha por las primeras, la masa rural “prefirió obedecer la voz de los caudillos de su clase y su misma formación espiritual… y se prestó a la elevación de un nuevo autoritarismo” que mostraba, sin embargo, “ciertos caracteres vagamente democráticos”.[14] Esta dinámica llevó a un encerramiento de las minorías “cultas y liberales”, cada vez más hostiles al “movimiento popular”.
El clivaje era a la vez social y cultural, y dio lugar a la conformación de actores políticos que terminaron por enfrentarse en los campos de batalla. La derrota de la minoría con aspiración a dirigir la nación en manos de la “masa popular” contraria a su proyecto ilustrado y centralista resultó en un orden alternativo, descentralizado bajo la consigna del “federalismo” y sobre todo, nos dice Romero, sometida al influjo autoritario de los caudillos que, con apoyo popular, gobernaron sin limitaciones. Si bien éstos “fueron banderas de legítimas reivindicaciones populares, se tornaron bien pronto usufructuarios ilegítimos del poder y defendieron sus privilegios con bárbara energía”.[15]
El resultado fue la derrota de las primeras frente a las vertientes marcadas por la matriz autoritaria rural, de fuerte arraigo localista. Esta tendencia culminó en la instauración de un régimen que Romero llama “despótico”, bajo la batuta del caudillo de caudillos, Juan Manuel de Rosas. Desde la gobernación de Buenos Aires, dominó al conjunto del país y logró concitar el apoyo, “la idolatría” de las masas populares criollas. Se afirmaba así “el movimiento antiliberal que arraigaba en la tradición autoritaria de la Colonia”. En ese marco, el proyecto ilustrado y sus cultores entraron en un cono de sombra, marginados, perseguidos pero también desafiados por el poder rosista. En efecto, la capacidad del caudillo para unificar el país bajo su mando a la vez que su liderazgo sobre las masas populares llevó a las “elites ilustradas” a revisar sus posturas previas y a buscar una “definitiva fórmula de conciliación” para lograr la unidad nacional. Desde el exilio, los hombres de la Generación del 37 fueron dando forma a un conjunto de ideas y propuestas que buscaban desmarcarse de las dos tradiciones que, según entendían, habían caracterizado hasta entonces el proceso histórico argentino: la hispano-criolla abrazada por las masas populares y los grupos conservadores, y la europea, a la que adherían las minorías ilustradas.
La caída del régimen rosista abrió el camino para el ascenso de sectores afines a estas ideas, que incidieron de manera directa en el dictado de la constitución que instituyó a la Argentina como república representativa y federal sobre principios liberales. A continuación, llegaron al gobierno nacional, que en las décadas siguientes se mantuvo sus manos. Romero analiza las sucesivas administraciones de signo liberal, dando cuenta de sus éxitos en “la afirmación de la unidad nacional y …de una política de principios”.[16] Pero más allá de los propósitos fundados en esos ideales y de la intensa acción de gobiernos modernizadores, detecta la perduración de una brecha en el plano socio político, que replicaba las divisiones previas. Así, luego de destacar el afán renovador de “los grupos liberales que se propusieron el cumplimiento de una política realista y conciliadora”, avanza en su descripción de esta manera:
“Eran grupos de elite, pero republicana y austera… Creían con firmeza que estaban estrechamente unidos a la masa del pueblo…, pero, en el fondo, eran una elite que mantenía el poder en sus manos, sin que sus diferencias alcanzaran otra categoría que la de meras disidencias entre personas o grupos. Por debajo de ella, la masa popular, el ‘gauchaje’, sentía la opresión de las nuevas formas de vida…”.[17]
Esta caracterización retoma así la línea de fractura trazada desde los orígenes entre elites y masas, ahora vuelta a encarnar en los grupos liberales y urbanos en el gobierno, por un lado, y el pueblo rural oprimido, por el otro. Si bien Romero introduce alguna referencia a la perduración del autoritarismo en dirigentes aún identificados con el federalismo, como Urquiza, al mismo tiempo reduce las disputas partidarias del período a “meras disidencias” intra-elite, que no modificaron el lugar subordinado de las masas. Esta manera de entender la política del período ha sido muy influyente en la historiografía posterior, como lo ha sido también la que refiere a “la era aluvial”.
IV
Llegamos así a un momento clave de este gran libro, cuando Romero encara un período hasta entonces apenas tematizado de la historia argentina y acuña una fórmula magistral para nombrarlo: “la era aluvial”. Hacia 1880, nos dice, “el país ha sufrido una profunda mutación”, resultado del impacto que tuvo la inmigración masiva que comenzara poco antes y se prolongaría por varias décadas, así como de las políticas liberales llevadas adelante a partir de mediados del siglo XIX. En páginas destinadas a dar cuenta de ese fenomenal proceso de cambio, el relato adquiere un ritmo vertiginoso que transmite la multiplicidad y hondura de la transformación de esos años. No puedo seguir aquí los diversos hilos de esa compleja trama, pero antes de retomar mi camino, quisiera citar una frase ya clásica que condensa los cambios sociales de esa nueva Argentina. Dice Romero:
“La realidad que se constituyó por el aluvión inmigratorio incorporado a la sociedad criolla adquirió caracteres de conglomerado, esto es, de masa informe, no definida en las relaciones entre sus partes ni en los caracteres del conjunto. El aluvión inmigratorio considerado en sí mismo, tenía algunos caracteres peculiares, pero muy pronto comenzó a entrar en contacto con la masa criolla, y de tal relación se derivaron influencias recíprocas que modificaron tanto a uno como a otro”.[18]
Esa mutación inauguró una era que Romero consideraba todavía en curso hacia 1946, al publicar la primera versión del libro, pero también después, en la década de 1970, cuando juzgaba aún irresueltos los dilemas que se habían abierto casi un siglo atrás. En ese largo devenir señala vaivenes políticos y modificaciones en las relaciones entre elites y masas, que no alcanzan sin embargo para cerrar la era aluvial. Su sello distintivo habría resultado de un viraje decisivo respecto de la era criolla, un “nuevo divorcio entre las masas y las minorías”. Las primeras habían “cambiado su estructura y su fisonomía y por reflejo [las segundas cambiaron]… de actitud frente a ellas y frente a los problemas de país”.[19] Si el andamiaje institucional liberal había sido adecuado a una vida política controlada por una misma clase social a la que la masa reconocía “el legítimo monopolio del poder”, “resultó insuficiente en cuanto la lucha se planteó entre clases”. Aquí Romero introduce explícitamente la noción de lucha de clases para dar cuenta de las tensiones que encuentra de la formación de “dos líneas políticas antagónicas” que habrían de chocar en las décadas siguientes: una tendencia de impronta aristocrática y conservadora y otra, adoptada e impulsada por “la masa”, de tendencia popular y democrática. He allí el nudo de la dinámica política de la era aluvial que, si bien sería motorizada por corrientes y grupos variables, siempre habría de responder a la misma causa eficiente.
En la primera estación de esa era, que identifica con la línea del “liberalismo conservador”, retoma la matriz político-cultural dual, para detectar una modificación fundamental en uno de sus términos, la tradición liberal, que ahora adquiría “un carácter aristocrático y conservador”. Esta deriva habría resultado, en primer lugar, de una reacción por parte de las elites ante el nuevo conglomerado criollo-inmigratorio que se plantaba frente a ellas de manera mucho más autónoma que sus antecesores criollos. Ante esa presencia que veían amenazante, la vieja “aristocracia republicana” austera viró hacia una defensa de sus privilegios, sus riquezas materiales y sus lugares de poder político y social, deviniendo pronto en oligarquía. Aunque manteniendo su inclinación liberal original, “los miembros de la nueva oligarquía tendieron a cerrar su círculo y a defender sus privilegios” y dieron forma a un liberalismo conservador “resueltamente antipopular”.[20] De allí surgieron los gobiernos de la Argentina de las últimas dos décadas del siglo XIX y primeras del XX, con sus luces y sus sombras, su programa decididamente modernizador y laico pero a la vez sus actitudes antidemocráticas.
Del lado de las masas, ahora bajo el signo criollo-inmigratorio, Romero ubica la afirmación de un pensamiento de índole democrática, en el que a su vez reconoce ciertas vetas antiliberales. La tensión y confrontación entre ese núcleo ideológico político y el encarnado por las elites oligárquicas fue en aumento, nos dice, hasta estallar en sucesivas crisis que perturbarían el orden finisecular. Del seno de las últimas, surgieron sectores sensibles a la realidad social nueva, que se sumaron al clamor popular en pos de modificar las reglas del juego electoral, hasta lograr una apertura democrática que desembocó en el recambio político con el triunfo de un partido vocero de lo nuevo, el radicalismo.
Se consolidó así la “línea de la democracia popular”, demandada por las masas renovadas que lucharon contra el orden oligárquico establecido hasta lograr su caída. En ese tránsito, la identificación de los actores sociales en términos ideológico-políticos (elites-conservadurismo-oligarquía vs masas-democracia-partidos políticos “populares”) permite a Romero seguir su hilo histórico de oposiciones. Sin embargo, la coincidencia entre pertenencia de clase y orientación política pronto alcanza sus límites a la hora de dar cuenta de la complejidad de una vida social y política que desborda esa matriz interpretativa. Romero detecta así una creciente diferenciación interna en términos de clase en el propio conglomerado popular, a la vez que una diversificación de grupos partidarios que no responden necesariamente a esos clivajes. El panorama de la década de 1920 presenta, pues, alineamientos y cruces de actores que desafían el esquema binario. Sin embargo, esa matriz sigue actuando como un bajo continuo y no obstante los matices respecto al perfil del partido mayoritario en el gobierno y a la composición de sus dirigencias, la oposición oligarquía-pueblo sigue explicando la dinámica del poder. Así, la primera seguía actuando, aún desde dentro del propio radicalismo, para curvar el impulso democrático de su núcleo popular encabezado por Hipólito Yrigoyen. En cuanto al pueblo, aunque dividido en simpatías partidarias entre socialistas, anarquistas y radicales, adhería mayoritariamente a estos últimos, en su versión más plebeya. Esta antinomia alimentaría la crisis final de un gobierno en la que, una vez más, se entremezclarían los actores en juego, para inaugurar un nuevo momento, en “la línea del fascismo”.
V
La primera edición de Las ideas políticas concluía aquí, con un epílogo que incluye una reflexión sobre el camino recorrido y los nuevos horizontes a la vista, cuando el ciclo inaugurado en 1880 seguía inconcluso. “En el período que transcurre entre 1880 y 1930 han luchado y se han impuesto sucesivamente dos tendencias políticas que se enraizaban en la tradición histórica argentina”. La crisis que llegó con el final de ese ciclo mostró que las dos habían desilusionado a las masas populares –que se tornaron escépticas- al mismo tiempo que ambas comenzaron a modificarse al calor de nuevas ideologías y doctrinas de alcance internacional. De esta manera, señala, “al tiempo que algunos sectores conservadores, antaño liberales, evolucionaron hacia un ‘nacionalismo’ aristocrático y fascista, ciertos núcleos populares, antaño democráticos, no ocultaron su simpatía hacia algunos de los principios de la demagogia totalitaria en la que parecía retoñar el viejo autoritarismo criollo”[21].
Los dos últimos capítulos, agregados en las ediciones de 1956 y 1975 respectivamente, retoman el hilo del relato anterior para cubrir el período 1930 a 1955 (“La línea del fascismo”) y desde ese año hasta 1973 (“En busca de una fórmula supletoria”). Se observa, sin embargo, un viraje en la consideración de la dinámica de la vida política. Si bien Romero sigue sosteniendo la vigencia del “viejo duelo entre la democracia popular y la oligarquía”, esos núcleos de sentido ya no pueden asociarse sin más a actores sociales concretos, las masas y las elites identificadas en la historia anterior. Los protagonistas de estos años serán, por un lado, el líder o dictador, capaz de “imponer sus consignas fascistas en las conciencias de la masa insuficientemente politizada” y, por el otro, los partidos políticos, viejos y nuevos, de bases sociales y perfiles ideológico-políticos diversos. También adquieren visibilidad actores corporativos, como las Fuerzas Armadas y los sindicatos obreros, que operaban de forma directa en la escena pública del período. En estos capítulos, hay un seguimiento puntual de los conflictos en la coyuntura, que imprime a la narración un pulso más evénémentiel que en los anteriores. A su vez, pierden nitidez las líneas de continuidad en el plano de la relación masas y elites tan claramente delineadas en los primeros ocho capítulos.
Masas vs elites, democracia popular vs oligarquía, autoritarismo vs liberalismo: estos pares antagónicos constituyen, para Romero, los ejes en torno a los cuales giró la vida política argentina a través de varios siglos. Actores sociales, formas de organización política y principios ideológico-culturales se entrecruzaban de maneras diversas según los momentos, pero esa dinámica respondía a su vez a un patrón recurrente. En todos los casos, las masas populares resultaban, en última instancia, perjudicadas por una vida política controlada por otros. Podían ser sus propios líderes autoritarios, o con mayor frecuencia, las elites liberales, en especial al devenir en oligarquía. La distancia entre ambos términos no se saldó nunca, ni siquiera en los momentos en que las dirigencias adquirían conciencia de esa brecha y buscaban formas de reducirla -como en los primeros tiempos que siguieron a la independencia, las tres décadas de la organización nacional o los años del reformismo a caballo entre los siglos XIX y XX. Allí encuentra Romero uno de los nudos más resistentes del drama argentino.
Esta visión dicotómica de actores definidos básicamente por su posición social, que devienen grupos políticos antagónicos, se articula en este libro con otras formas de entender el conflicto, donde cultura, ideología, y la propia acción política complejizan la dinámica del conjunto. Al mismo tiempo, imprime a la interpretación una marca muy fuerte, pues ofrece un hilo conductor para dar sentido al traumático devenir nacional. La eficacia de esta matriz explicativa ha sido notable y hasta hoy es posible reconocer su impronta en nuestras formas del pensar el pasado, en particular para el siglo XIX y principios del siglo XX.
Por cierto que la influencia de Las ideas políticas va mucho más allá de la cuestión que ha sido foco de estas páginas, donde ensayé solo un recorrido parcial de esta obra que, sabía de antemano, excede cualquier recorte. Son los riesgos de “volver a un clásico”…
[1] Carlos Altamirano: “José Luis Romero y la idea de la Argentina aluvial”, Prismas, No. 5, 2001, p. 7.
[2] José Luis Romero: Las ideas políticas en Argentina, Buenos Aires, FCE, 1999, Advertencia, p. 10.
[3] Ver, entre otros, Carlos Altamirano: “Sociedad, cultura, ideas” y “José Luis Romero…; Natalio Botana: “José Luis Romero y la historiografía argentina: Mitre y Sarmiento” en La libertad política y su historia, Buenos Aires, Sudamericana/Instituto Di Tella, 1991; Tulio Halperin Donghi: “Reseña de Las ideas políticas en Argentina“, Quaderni Ibero americani, 9 agosto 1950 y “José Luis Romero: una cierta idea de la Argentina” en José E. Burucúa, Fernando Devoto y Adrián Gorelik (eds.): José Luis Romero. Vida histórica, ciudad y cultura, San Martin, Unsam edita, 2013; Jorge Myers: “Entre el momento aluvial y la revolución posible: José Luis Romero y Las ideas políticas en Argentina” en Carlos Altamirano y Adrián Gorelik (eds.): La Argentina como problema. Temas, visiones y pasiones del siglo XX, Buenos Aires, Siglo XXI, 2018.
[4] Romero: Las ideas políticas… Advertencia, pp. 9-10.
[5] Romero: Las ideas políticas… Advertencia, pp.10-11.
[6] José Luis Romero: “Mitre: un historiador frente al destino nacional”.
[7] Ver, entre otros, las obras citadas en la nota 3, así como Fernando Devoto: “En torno a la formación historiográfica de José Luis Romero” en Burucúa, Devoto y Gorelik (eds.): José Luis Romero… y Tulio Halperin Donghi: “José Luis Romero y su lugar en la historiografía argentina”, Desarrollo Económico, 78, 1980.
[8] Romero, Las ideas políticas…, p. 13.
[9] Romero, Las ideas políticas…, p. 30
[10] Romero, Las ideas políticas…, p. 54.
[11] Romero, Las ideas políticas…, p. 61.
[12] Romero, Las ideas políticas…, p. 65.
[13] Romero, Las ideas políticas…, p. 75.
[14] Romero, Las ideas políticas…, p.88.
[15] Romero, Las ideas políticas…, p.118.
[16] Romero, Las ideas políticas…, p. 154.
[17] Romero, Las ideas políticas…, p. 168.
[18] Romero, Las ideas políticas…, p. 179.
[19] Romero, Las ideas políticas…, p. 171.
[20] Romero, Las ideas políticas…, p. 186.
[21] Romero, Las ideas políticas…, p. 305.