Mitre, un historiador frente al destino nacional. 1943


No podría ser sino ardua y provisoria la labor de quien emprenda reducir a un sistema claro y coherente la multiplicidad de rasgos con que se proyecta sobre la vida histórica un espíritu poderoso y creador. Parecería como si de cada una de las potencias que residen en él se originara una forma peculiar de expresión, susceptible de manifestarse con plena autonomía; y como en el juego de sus interacciones con la Realidad la originaria nitidez de su trazo suele desvanecerse y confundirse, quien quiera percibir su sentido deberá perseguir su huella sin perder de vista aquel núcleo común del que se irradia la inspiración genuina; porque nada hay tan antihistórico como persistir en la parcelación analítica de lo que no es sino unidad radical y constitutiva.

Cuando el significado peculiar de cada una de aquellas proyecciones de un espíritu creador comienza a ser entrevisto apenas, acaso sea ya tiempo de remontar su curso hacia la fuente inspiradora, aunque sea para tornar —una y muchas veces— a perseguir su irradiación; porque el examen de la totalidad aclarará cada vez más el sentido de cada rasgo y podrá volverse al análisis seguro de descubrir en los signos del paso de una vida el latido de la existencia misma. Por ese reiterado discurrir por los senderos trazados por un espíritu creador, pero mucho más aún por esos retornos sucesivos al núcleo común de donde nace, viva y cálida, su inspiración creadora, le es dado al historiador fijar una imagen de un hombre, quizá de manera nunca definitiva, pero sí cada vez más precisa, más próxima a su esencia profunda, más fiel a su fisonomía humana, una imagen, en fin, que nos devuelva al hombre, descarnado en perfil inhumano por la sombra del mito.

He aquí el punto de partida de estas reflexiones sobre Bartolomé Mitre, en coincidencia con su propia concepción del análisis del valor de una figura singular. En el intento de esclarecer la significación de su obra como historiador de nuestro Pasado nacional y de encuadrar su pensamiento dentro del marco de las ideas argentinas en la segunda mitad del siglo XIX, el observador que persigue las huellas de su meditación y sabe remontar su curso hacia la fuente en la que se nutre su labor advierte que en ese núcleo de su conciencia coexisten, en indisoluble comunidad, los gérmenes de la actitud del historiador y de la actitud del político, solo diversificadas en sus proyecciones y en su desarrollo. Una misma preocupación, un mismo enfoque de la Realidad, una misma solución postulada para los interrogantes que conmueven su ánimo emanan de esa fuente viva. Su pensamiento conducirá su acción, y, como en su héroe predilecto, una sola idea condensará su vida.

Si la victoria de Caseros pareció resolver el problema fundamental del momento, muy pronto advirtió Mitre, ante las disidencias de Buenos Aires con el general vencedor, que la Crisis de la organización nacional no era una mera cuestión de hecho. La Crisis se reveló en toda su magnitud con la secesión de Buenos Aires y la organización del resto del país bajo una constitución que, en sus líneas generales, coincidía con sus aspiraciones. Desde entonces la situación lo llama a un perpetuo examen de la Realidad, y de él surgirá en su ánimo un sistema de ideas compacto y coherente, preciso y práctico, férreamente arraigado, fervorosamente sostenido, y que en el futuro habrá de guiar su pensamiento y su conducta.

Desde entonces coexistirán en él indisolublemente amalgamadas, como las dos caras de una moneda, las actitudes del historiador y del político. Cada etapa de su acción pública corresponderá a una etapa de su meditación histórica y lo que postule para el futuro estará encadenado en la línea de ese desarrollo coherente que descubre en el Pasado de su país. El ajuste es exacto porque está cuidadosamente establecido, y en la labor del reflexivo y en la del hombre de acción brillan la misma seriedad ante la vida, la misma responsable ecuanimidad, la misma vigorosa mesura para defender lo que hay de vivo en el Pasado y para sacudir y aventar las cenizas de lo que en él es muerto. Hay una grandeza singular en su prudencia y un heroico ascetismo en su temeridad.

El hombre se conocerá por sus obras. Su pensamiento de historiador genuino está implícito —y a veces expreso— en su labor como tal, en sus historias de Belgrano y de San Martín, pero también en las páginas dispersas de sus artículos periodísticos, en sus discursos de circunstancias, en sus esquemas de trabajos históricos que no llegó a realizar, pero que contienen en potencia —como el magnífico discurso sobre Rivadavia— cuadros de época de la magnitud de aquellos que han hecho su prestigio. En todos ellos, como obedeciendo a su motivación interior, el Pasado desemboca en el presente y le señala posibilidades y caminos: él había encontrado por esa vía el suyo. Por eso, más allá de cuántas rectificaciones puedan hacerse a su investigación de detalle, más allá de cuánto sea necesario corregir en su esquema de nuestro Pasado, Mitre constituye, definitivamente, un clásico; porque si hay clásicos en la ciencia histórica, su perfección consistirá, precisamente, en este ajuste entre el Pasado y el presente que Mitre alcanza con penetración singular: la historia se hizo con él conciencia histórica, firme y segura.

Historiografía y Crisis

En la interacción de los distintos elementos y de los distintos planos en que la vida histórico-social se manifiesta reside una secreta relación de fuerzas que determina un juego de equilibrio y de desequilibrio en el que se descubre el nudo de la historia. Las grandes y las pequeñas Crisis constituyen los momentos de disgregación de los elementos, cuando cada uno se manifiesta con la totalidad de sus fuerzas exigiendo un nuevo ajuste en el que se le conceda un nuevo papel; son impulsos que despiertan, tendencias que se afirman, ideas que se expresan, intereses que se evidencian, hombres o grupos que adquieren conciencia de su significado y de sus posibilidades; todo ello encuentra frente a sí términos homólogos o estructuras constituidas que se resisten, y la lucha —sorda o violenta— resulta inevitable. Hasta entonces un cierto esquema reconocido jerarquizaba la posición de cada uno, de los hombres y de los grupos, de las ideas, de los intereses, de los impulsos y tendencias: pero aun mientras tenía vigencia ese principio de equilibrio, cada uno de esos elementos históricos desarrollaba un Proceso interno que lo fortalecía o lo debilitaba; y en un momento dado, o por un juego regular de las fuerzas o por un mero azar, uno de ellos se insubordina y declara caduco el esquema jerárquico. He aquí una Crisis; lo que antes parecía un orden constituido y estable se enmaraña diabólicamente y el principio de ordenación que debe restablecer el equilibrio de las fuerzas se oculta de modo pertinaz; la forma más elemental y más peligrosa de ceguera histórica es la del que persiste en realizar el ajuste de los elementos desencadenados, según el viejo esquema; la clarividencia es, por el contrario, la indagación —o a veces la intuición genial— de los principios directores de un equilibrio que comprenda los elementos que una nueva Realidad impone. Toda Crisis se manifiesta, pues, como un complejo haz de interrogantes sobre la validez de lo que existe y sobre el derecho y la fuerza de lo que ha surgido, sobre la validez de la vieja Estructura y sobre las líneas directoras de la nueva.

Frente a una Crisis, la tendencia del espíritu reflexivo ha de ser, pues, hallar respuesta a los interrogantes decisivos; y de ese afán por descubrir el secreto de la trayectoria de cada uno de los elementos en pugna ha de nacer, para el espíritu reflexivo, una preocupación de tipo histórico manifestada como un anhelo de reconstruir la línea de coherencia que subyace en el decurso del grupo en el que la Crisis se opera. En esta línea de coherencia, en efecto, y acaso solo en ella, puesto que la vida social no tiene más Realidad que su Pasado, se oculta la pauta que pueda servir para definir una posición frente a una Crisis: para destruir o para crear, para mantener o para aniquilar lo existente, en todo caso, para comprender la naturaleza del Proceso desencadenado y para postular y realizar una solución que se apoye en un examen y no en una mera negación o desconocimiento de los elementos en juego.

A esta tendencia espontánea de la naturaleza espiritual del hombre es a la que se debe la significativa correspondencia que puede observarse entre las grandes Crisis y las grandes creaciones historiográficas, cuyo planteo corresponde al ámbito en el que la Crisis se manifiesta o a aquel en el que la conciencia histórica lo percibe. Así se explica la significación, circunscripta y universal a un tiempo, de la concepción de la vida histórica que palpita en Heródoto o en Tucídides, en Polibio o en San Agustín, en Maquiavelo o en Commines, en Michelet o en Marx; a cada una de ellas corresponde una cierta intelección del Pasado, dentro de cuyos supuestos esenciales se mantenía su ámbito histórico hasta que la Realidad trajo a primer plano un nuevo elemento social o ideológico, cuyo potencial de fuerza histórica era necesario estructurar en un nuevo planteo, acaso perfectible, pero satisfactorio para la urgencia inmediata de comprender el significado del presente; y aquella conceptuación del Pasado proporcionó el cañamazo en cuya trama encontraba la situación presente una raíz comprensible, cristalizando así el mero saber en una conciencia histórica susceptible de proyectarse sobre la conducta.

Acaso sea este punto de vista el que nos permita ubicar con justeza y atendiendo a sus motivaciones profundas la labor de Mitre como historiador. No es un hecho ignorado ese resurgimiento de los estudios históricos que se produjo en Buenos Aires en los días que siguieron a la caída de Rosas. En las publicaciones periódicas, en libros y folletos, los hombres de la minoría culta de la ciudad liberada dejaron el testimonio de su preocupación por el Pasado; pero si en los inventarios de la labor intelectual de esa época ha sido señalado el hecho, parece haber escapado a la penetración de quienes lo documentan su significado peculiar.

Es sugestiva la circunstancia de que la preocupación de los hombres de pensamiento que reflexionaron en el destierro sobre las cosas argentinas haya sido preferentemente de matiz sociológico: bastarían los nombres de Echeverría, de Alberdi o de Sarmiento para atestiguarlo; no es arbitraria, sin embargo; para la generación de los proscriptos resultaba inoperante toda reflexión sobre el futuro, porque el presente constituía una forma compacta que no tenía más solución que la fuerza, y no eran ellos quienes se sentían con la capacidad para la iniciativa; entretanto, el presente de la patria incitaba a meditar sobre su naturaleza, a analizar el secreto de su estabilidad, oculto en la peculiaridad de los elementos sociales y todo lo más a postular, para un futuro colocado fuera del tiempo, un sistema ideal de convivencia.

Fue la acción de Urquiza lo que modificó sustancialmente el panorama; quienes se encontraron, al día siguiente de Caseros, elevados a la situación de conductores del destino nacional; quienes tuvieron entonces conciencia de que el país esperaba de su acción el delineamiento de su destino y percibieron de inmediato el juego de fuerzas con que era necesario contar debieron renunciar a la ilusión de establecer sistemas ideales preconcebidos y aun al ejercicio del mero análisis de la naturaleza de los elementos considerados estáticamente. Para ellos el imperativo fue la acción y la acción planteaba interrogantes decisivos, cuya elucidación conducía al examen del sentido de la marcha del cuerpo social, de las tendencias manifestadas en el decurso histórico, de las raíces de aquellos elementos que ahora adquirían significación preponderante. Así, para quienes adquirieron la responsabilidad de la construcción del país, la preocupación fundamental fue reconstituir la línea de coherencia de nuestro Pasado, proporcionar una conciencia clara del presente y fundamentar en una clara conceptuación de las ideas que informaban el desarrollo histórico una política postulada para el futuro. He aquí, a mi juicio, la posición de Mitre historiador.

La Crisis de 1852

Aun sin ningún trabajo sistemático sobre este período, Mitre es, a mi juicio, el historiador del ’52. Lo que llamo “la Crisis de 1852” no se advirtió al día siguiente de Caseros; bajo la autoridad del dictador, el país parecía una unidad compacta y así lo consideraron los hombres que lo reconquistaron por las armas; pero el general vencedor traía consigo el ideario que le proporcionaba su tradición federalista y provinciana, y muy pronto se vio que el problema de la organización del país unificado, suscitado por la conducta de Buenos Aíres y por el odio que el interior manifestó contra ella, estaba entonces en pie y era necesario resolverlo sin caer de nuevo en el error de la antinomia irreductible de los unitarios y los federales; el problema era, pues, sustantivo, y no era el resultado ni de una política torpe de la capital ni de una ambición arbitraria de los caudillos; obedecía a causas profundas y constitutivas, y eran ellas las que se manifestaban en la conducta de una y otros. Pero las formas cubrieron las realidades y el cintillo rojo de Urquiza pareció más importante, por ejemplo, que el problema de los derechos aduaneros, y en Buenos Aires, mientras se resucitaba el viejo clamor contra la barbarie, que inducía al separatismo del litoral, se atestiguaba con los hechos la sustantividad del problema, provocando la secesión de la Capital.

Pero tras la secesión vino la sorpresa. Excluida Buenos Aires por su propia voluntad, el resto del país demostró su cordura organizándose constitucionalmente en Santa Fe; y frente a los hechos consumados la magnitud de la catástrofe a que conducía la persistencia de esquemas ya caducos se hizo evidente a los espíritus más sagaces. En la minoría porteña, en efecto, se produjo un despertar de la conciencia histórica manifestado en el afán por esclarecer el verdadero curso de los acontecimientos que conducía a esta Realidad; muchos estudiaron en viejos papeles y en infolios amarillentos; Mitre planteó en términos estrictos la cuestión que era necesario dilucidar mediante el examen del Pasado: ¿existía la nación? Y si existía, ¿cómo organizar sus elementos sociales dentro de un esquema de derecho? ¿Qué principios políticos eran los que constituían su tradición y coincidían con su modalidad? Es notorio que son estos interrogantes los que conducirán más adelante su reflexión histórica.

La Crisis era honda y su solución difícil. Su significado se manifestó con claridad a los ojos de los hombres del ’52, y acaso a Mitre como a ninguno; la rígida antinomia de unitarios y federales cerraba toda vía de explicación —aun conteniéndolas todas en sí— por el cúmulo de pasiones que perduraban adheridas a cada nombre; pero los idearios que entrañaban una y otra carecían ya de su antigua significación y era necesario liberarse de ese falso punto de partida; correspondían a otra Realidad y conservaban una partícula de su significación, pero sus contenidos podían disolverse y podía ser planteado el problema de la nación sin abandonar la consideración de las tendencias que ellas implicaban, pero sistematizándolas en otras líneas de desarrollo; para eso era necesario remontar el curso del Pasado y filiar su origen, sopesar su significado, conceder lo que legítimamente correspondía y ajustar las tradiciones a la situación real: era una tarea gigantesca que entrañaba nada menos que toda una conceptuación del origen del sentimiento nacional y de los idearios predominantes.

Estos dos problemas hundían sus raíces en el Pasado colonial, en el Proceso de la revolución, en el desencadenamiento de la hostilidad entre Buenos Aires y el interior, en el azar de los sucesos que condujeron a la dictadura, en el sentido de la dictadura misma; su interpretación debía apoyarse en la diversidad de los elementos reales que componían la Estructura profunda de esa superestructura jurídica que era la nación: el territorio de desiguales posibilidades, la población diferenciada, los ideales contrapuestos; sobre esa diversidad, el virreinato, mero esquema administrativo, había creado una unidad de hecho que no podía valer sino en la medida en que carecieran de conciencia política los elementos que lo integraban; y la revolución porteña había querido conservar esa Estructura, que beneficiaba los intereses y coincidía con los ideales de Buenos Aires; pero la revolución triunfó porque el resto de los elementos sociales respondió al llamado de Buenos Aires y despertó a la conciencia pública; y en un plano de libertad política, esos nuevos núcleos requirieron un nuevo ajuste para constituir la nación sobre nuevas bases.

La minoría porteña ofrecía al anhelo común de unificación un cuerpo compacto de soluciones, de fuertes raíces teóricas, pero elaborado sobre la base de un esquema en el que la nación, como tal, se manifestaba inexistente; pero el inesperado despertar de la conciencia política en el resto del área virreinal —la gran conquista de la revolución— debía ser fatal para aquel ideario, y como Buenos Aires no quiso —o no pudo— replantear sus soluciones sobre nuevos puntos de partida, todo acuerdo pareció entonces imposible.

La Crisis que resultaba de este choque de situaciones recibió una primera solución de derecho en los intentos relativamente logrados del decenio que transcurre entre 1810 y 1820; pero los obstáculos fueron surgiendo poco a poco, en el Paraguay primero, en la Banda Oriental y en el litoral argentino luego. Entonces comenzó a dibujarse una solución de hecho que pronto encontraría ejecución: fue la que surgió del Tratado del Pilar, por el que Buenos Aires admitía la existencia de una Realidad que hasta entonces se había negado a reconocer.

Pero Buenos Aires no cejaba en su intento de imponer un cuerpo sistemático de ideas y una forma orgánica de estructuración política, y con Rivadavia ofreció una segunda solución de derecho; pero, fracasada por segunda vez, correspondió a la nueva impasse una nueva solución de hecho, no por brutal menos explicable; Rosas, en efecto, apoyado por una Buenos Aires rural, que se ocultaba tras la Buenos Aires de las minorías cultas, consiguió imponer con su supremacía un principio de unión nacional.

En el destierro, las minorías ilustradas prosiguieron elaborando las soluciones de derecho que podía recibir la situación del país y, entretanto, Urquiza llevó a término la liberación de la dictadura, creando una nueva solución de hecho, que ofrecía, al mismo tiempo, la posibilidad de una organización jurídica. Entonces fue cuando se evidenció que la Crisis era profunda y sustantiva. Frente al general vencedor, en el que era posible ver el rostro de una tradición federal y provincialista, algunos de los grupos que se habían constituido alrededor del ideario unitario opusieron una confusa resistencia; la caduca antinomia pareció revivir y las mentes parecieron obnubilarse, y la fusión realizada por Rosas entre las nociones de federalismo y dictadura gravitó con una persistencia trágica aun sobre los espíritus más esclarecidos.

El 11 de septiembre Buenos Aires consumó su escisión de Urquiza y con él del resto del país; en los espíritus más apasionados, pero, sobre todo, más típicamente ahistóricos, volvió a surgir la convicción de que solo cabía una solución en la que la supremacía de Buenos Aires se afirmara de modo total, como si nada hubiera ocurrido en el curso de los cuarenta años transcurridos desde la revolución; afortunadamente, alguien descubrió que esa solución implicaba un monstruoso simplismo, un simplismo suicida por antihistórico y antipolítico; alguien, en efecto, descubrió que la Realidad ofrecía una novedad fundamental, que consistía en el acceso a un primer plano de fuerzas sociales y económicas que antes no se dibujaban con nitidez en la escena histórica; alguien descubrió, en fin, que no era casual el hecho de que, tras la secesión porteña, el resto del país se hubiera organizado constitucionalmente y que la Crisis que ahora provocaba Buenos Aires exigía un nuevo planteo de los puntos de partida para la comprensión de la Realidad.

Mitre: el historiador y el político

Acaso quien acababa de ver con claridad en aquella densa maraña de las cosas hubiera podido limitarse a la mera reflexión sobre los hechos y a imponer sus puntos de vista solo tras el largo andar de los años; por el contrario, supo discriminar el eslabonamiento del Pasado histórico y medir en toda su trascendencia el paso que daba Buenos Aires, así como la magnitud de las consecuencias que podían sobrevenir si se empecinaba en la actitud adoptada; era, a un tiempo mismo y fundido en una rigurosa unidad de espíritu, un historiador y un político, y su reflexión histórica era como una pausa en el camino de su acción, así como, de inverso modo, era su acción como una proyección de sus concepciones históricas. Este historiador-político creía en la nación y creía ver en la nebulosa del Pasado argentino el hilo conductor de ese Proceso por el cual la nación se delineaba, sus signos inequívocos, su arquitectura, secretamente determinante de las formas circunstanciales que adoptaba el cuerpo social. Era un reflexivo y un hombre de acción, modalidades ambas que no es imprescindible suponer antinómicas; tenía la mente clara y una voluntad poderosa que sabía poner al servicio de sus convicciones: tal era la fuerte figura de Mitre.

Esta mezcla sutil de acción y pensamiento, esta agitada interacción entre ambas proyecciones del espíritu, se había manifestado en Mitre desde su juventud. Ya en Montevideo, mientras luchaba contra Echagüe o mientras defendía la ciudad en el sitio largo, expresaba su vocación literaria en el verso de cálida entonación romántica, en el drama o en el artículo periodístico, y las páginas del Iniciador o las de El Nacional veían desde 1839 colaboraciones de su pluma. [1] Lector infatigable y observador apasionado de la Realidad, comenzaba a manifestarse ya entonces en él una viva vocación hacia los temas de la historia, cuyo primer signo hubo de ser la biografía de Artigas, acaso inspirada, como el resto de su labor de historiador, por el deseo de explicarse por esa vía retrospectiva la situación presente. [2] Y entreveradas en su espíritu subsistieron las preocupaciones del lector, del reflexivo, del observador, en íntima correspondencia con las del hombre de vigilante militancia, durante la azarosa época de su deambular de proscripto por Chile, por Perú o por Bolivia, y en todas partes el fervor de comprender lo que vivía y el curso de las cosas de América era para él estímulo para aguzar la comprensión y descubrir en el Pasado las raíces de la Realidad inmediata.

Fue la Realidad, en efecto, lo que lo devolvió al escenario de su patria después del pronunciamiento de Urquiza. Desde entonces comienza para Mitre una nueva etapa de su existencia; tras combatir con las armas por la libertad, se encuentra exaltado por las circunstancias a posiciones directivas, en momentos en que nuevas dificultades surgen para la consolidación de la paz interior. Para entonces, sin embargo, sus convicciones están fijadas: es, como será siempre, el campeón de la integridad de la nación; defenderá los derechos de Buenos Aires, pero oponiéndose a ahondar el abismo que separa a la provincia del resto del país, por el cual ha luchado y que siente como su verdadera patria. Y en la Asamblea General Constituyente del Estado de Buenos Aires, en 1854, sienta la tesis de la “preexistencia de la nación”, [3] de la unidad constitutiva e indiscutible del país, de la existencia de una patria común de los argentinos, que las pasiones incitan a olvidar, pero que él siente como una convicción profunda; y esta convicción constituye la llave maestra para defender su conducta pública, su labor de político y de estadista y, sobre todo, su concepción de historiador.

Es indudable que su planteo del problema llamó a la reflexión a muchos espíritus de Buenos Aires; y es indudable que el afán de establecer la filiación histórica de este sentimiento nacional, de este principio de existencia de la comunidad argentina, previo a todo regionalismo separatista, inspiró ya entre 1858 y 1859 sus dos primeras ediciones de la biografía de Belgrano, en la que comenzaba declarando que el curso de la existencia de su personaje se confundía con el Proceso de formación de la idea de independencia del pueblo argentino desde sus orígenes, en las postrimerías del siglo XVIII. [4] Así lo reconoció también Sarmiento en el Corolario que hizo a aquella edición, señalando su trascendencia contemporánea y destacando en qué medida había de llenar el vacío que para la estructuración de una conciencia nacional significaba la ausencia de una historia de la República. [5]

Cuando su tesis hubo triunfado y el Estado de Buenos Aires se incorporó a la nación, Mitre ejerció la presidencia de la República y debió asumir el mando de los ejércitos de la Triple Alianza contra el dictador López. Entretanto, en medio de las múltiples dificultades del gobierno interior, y cuando el mecanismo diplomático trabajaba afiebradamente en la organización de la alianza con el Brasil y el Uruguay, ante la inminencia de la agresión paraguaya, Mitre debió bajar a la liza de la polémica científica, promovida en aquella ocasión por Dalmacio Vélez Sarsfield, como si el azar quisiera demostrar hasta la evidencia la radical unidad con que coexistían en su espíritu las preocupaciones del hombre de acción y las del hombre de reflexión seria y metódica. [6] Y cuando abandonó la Presidencia y se entregó a las labores periodísticas en La Nación, que fundara en 1870, pareció como si su acción debiera tomar, definitivamente, las formas de la lucha intelectual manifestada en la defensa de sus convicciones democráticas y liberales y en su fundamentación histórica.

No debía ser así, sin embargo. Un nuevo período parece abrirse entonces en su vida. Ha logrado ver constituida la Nación, y quiere ahora verla perfeccionar su vida cívica; y cuando la palabra del periodista no basta, no vacilará en recurrir a las armas, llamado por sus conciudadanos en 1874. Entonces sostendrá sus convicciones de demócrata y de liberal en el campo de batalla; sostiene que existe un derecho a la revolución, más aún, un deber de rebelarse violentamente ante la conculcación de los principios, y confía en que su nombre dé al movimiento una trascendencia nacional en pro de la lignificación de un pueblo libre. [7] Y cuando vuelve del destierro a que lo condenó la derrota, y mientras se agita el problema de la pacificación de la nación consumida por las luchas interiores, encuentra Mitre el reposo necesario para preparar una nueva edición de su Historia de Belgrano, perfeccionada y completada, así como para polemizar, luego de aparecida en 1876-1877, acerca de la doctrina y de las afirmaciones contenidas en ella, con Vicente Fidel López, y para dar finalmente término a su Historia de San Martín, pacientemente documentada y cuidadosamente construida. Y cuando se halla en esa tarea, otra vez oye la voz de la conciencia cívica y otra vez acude a su clamor, y otra vez sale a la calle para llamar a la ciudadanía a sus deberes, con el ardor del joven —él, que estaba próximo a cumplir los 70 años—, con la humildad del ciudadano más oscuro —él, que había puesto con sus manos las piedras angulares del edificio de la Nación—, con la inalterable convicción del demócrata —él, que veía frustrados sus anhelos cada día—. “La juventud argentina —dice a los jóvenes de la Unión Cívica— [8] se encuentra en el límite que separa la vida caduca de la vida nueva, y está en el deber de marcar en este punto su paso.” Parecería como si él, que había observado el tránsito de la primera a la segunda Argentina, hubiera percibido aquel día que una nueva etapa comenzaba.

Poco después su existencia pública debía cambiar de fisonomía; Mitre era el hombre de Buenos Aires y el patriarca de la nación, y su palabra adquiría con los años una extraña resonancia, en la que algo parecía indicar que hablaba por su boca una lejana y misteriosa sabiduría, por eso fue escuchado; inspiró a muchos núcleos dirigentes e influyó vigorosamente sobre la opinión pública, que vio en él ejemplo de virtud ciudadana y de saber maduro; por eso murió un día —un día memorable por la profundidad del duelo público— como muere un padre amado, cuya voz no se querría dejar de oír y cuya leyenda comienza a enturbiar su historia humana. Tiempo es ya de que volvamos a ver en él —para lección de nuestro tiempo— al luchador de las buenas causas y al arquitecto de una nación que queda todavía sin construir a pesar de la sabiduría con que estaban trazados los planos por su mano.

Escapa a mi propósito el esbozar su fisonomía de político sino en aquellos rasgos en los que se evidencia la estrecha dependencia en que su acción se hallaba con respecto a su concepción del Pasado argentino. Debo, en cambio, puntualizar cuál era su pensamiento sobre la naturaleza de la vida histórico-social y cuál su concepción del conocimiento histórico.

Se manifestaron uno y otra en un sistema estructurado de ideas que se entretejían sobre un cañamazo de sólida Estructura, y al que daba fuerza incontrastable cierto predominio del buen sentido y cierta aptitud innata para la percepción, clara y compleja a un tiempo, de la Realidad inmediata, [9] que parecía tener algo del viejo espíritu romano, tan caro al suyo propio. El recio autodidacto se había formado con las más variadas lecturas, entre las que predominaban, ciertamente, aquellas de los autores fundamentales para un recto conocimiento de la política y de la historia universal, [10] y había aprendido, acaso con la pulcritud del soldado, a ceñirse en el campo del conocimiento al más duro rigor. [11] Con esa capacidad para el aprendizaje, con esa aptitud para la elaboración de las ideas y para su constante confrontación con la Realidad, con esa confianza y ese respeto por la ciencia, [12] con esa seriedad sin concesiones y ese método sin abandonos, se encaminó Bartolomé Mitre por la vía de las investigaciones históricas, a las que lo conducía, sobre todo, un secreto afán por fundamentar sus ideales: el de la nación afirmada y constituida, el de los principios democráticos y liberales. Tenía en la historia una fe segura y robusta, fe en sus enseñanzas, [13] fe en los ideales que enseñaba a amar su recto estudio, [14] y si condenaba la influencia nefasta del traslado de las pasiones políticas contemporáneas al escenario del Pasado, [15] no temía, en cambio, la afirmación de la verdad, aun cuando contrariara sus convicciones, porque sabía que en el alma humana pueden coexistir el error y el acierto, y que es función de la historia la dilucidación de la verdad para que la posteridad ejercite sobre ella el juicio moral y para que surja esclarecida la buena vía para el futuro. [16]

Mitre se encaminó hacia los estudios históricos en un momento en que resurgían en Buenos Aires bajo el signo de la mera búsqueda documental o del ensayo circunscripto, tal como lo entendían Trelles o Quesada. Acaso por esa influencia se manifestó en él cierto notorio interés por la labor de acopio documental y quizás obtuviera en ese período sus conocimientos en materia de técnica erudita; pero bien pronto traspuso esa etapa y se enfrentó con la historia en una actitud de hombre que quiere comprender el destino de la comunidad a la que pertenece. Mitre, en efecto, no ha sido, en rigor, un erudito, sino que ha utilizado la erudición para ponerla al servicio de una gran construcción histórica; aquel antiguo —y seguramente constitutivo en él— sentido del rigor, de la precisión y de la verdad lo incitaba, sin duda, a apoyar documentalmente sus afirmaciones, y bastarían las densas páginas de las Comprobaciones históricas para probarlo. [17] Pero no debe engañarnos el sentido de este libro. Mitre había sido llamado a cuentas, y su propósito era, precisamente, demostrar que sus afirmaciones podían apoyarse firmemente en testimonios suficientes; nada más erróneo que deducir de allí, sin embargo, que en la investigación del hecho quedaba terminada y satisfecha su concepción de la historia. Lo que Mitre buscaba era otra cosa; él mismo se queja de que López lo considerara como un esclavo de los documentos y declara que ha intentado comprender la totalidad del asunto y el significado de cada uno de los elementos que lo componen. [18] Los documentos constituían para él tan solo un instrumento de trabajo, sin el cual toda filosofía de la historia no podía ser sino débil Estructura, pero era necesario que constituyeran un conjunto orgánico, con sentido, o, como él mismo dice, “que presenten los lineamientos generales del gran cuadro que el dibujo y el colorido complementarán sirviendo de comprobación a la idea que sugiera o de él se desprenda, o sea la filosofía que de todo ello se deduzca”. [19] No podía ser de otra manera si se recuerdan las observaciones de Mitre acerca de la carencia de trabajos sobre los que apoyarse en la época en que comenzó él su labor; [20] y no solo debió comprobar la verdad de las afirmaciones que encontraba generalmente aceptadas, sino que tuvo que buscar datos y hechos nuevos y, sobre todo, tratar de establecer las correlaciones y los nexos íntimos, así como el Proceso del desarrollo total de la sociedad argentina. [21]

Pero su preocupación directora no era el hallazgo del documento o su mera publicación o su glosa más o menos erudita, tarea preliminar de la historia, que no podía confundir con la historia misma un hombre de su cultura y de su sentido directo de la Realidad. La historia era para él elaboración y conceptuación, y no podía ser otra cosa para quien era capaz de observar que “la historia de Grecia o la de Roma estaba aún escribiéndose con novedad sin salir de los documentos conocidos”. [22] Era necesario penetrar en la esencia del Proceso histórico para no limitarse a hacer “un perfil recortado con tijera —son sus palabras— [23] en el papel de los documentos”, y para descubrir “el hilo conductor” [24] del Proceso histórico, que permita llegar a lo que él llamaba “la parte abstracta, que es el complemento y la coronación de toda labor histórica”, [25] fórmula con la cual caracteriza lo que poco después llamara la filosofía de la historia.

Mitre no reniega —como se ha dicho alguna vez— de la filosofía de la historia, y aun puede afirmarse que aspiraba a realizarla y quizá que lo logró en cierta medida; da cuenta de esa aspiración cuando declara que su disidencia con López no es de escuela, porque él no podría haberle reprochado las tendencias filosóficas por ser filosóficas, “lo que equivaldría —dice— [26] tanto como reprocharle el ejercicio noble de la razón y el uso de los instrumentos de raciocinio”. Se adhiere a ella, por el contrario, en cuanto constituye una ciencia positiva, rechazando lo que él llama el discurso dogmático de Bossuet o el sueño espiritualista de Herder, y dándole un sentido fuertemente positivista. [27] Mitre rechaza, eso sí, la elaboración discursiva sin fundamentos concretos y sin pruebas documentales —como la rechazaría el mismo Bossuet seguramente, a quien la verdad revelada, en la que creía, lo eximía de toda preocupación crítica—, pero aspira a que su elaboración del Proceso de la sociedad argentina cristalice en una filosofía de la historia porque no hay historiador —nos dice él mismo— [28] que no la tenga. Solo por ella, solo por esa estructuración de que provee al Proceso histórico, solo por esa conceptuación que aclara su significado y su sentido, una historia llega a ser tal, concebida como “un cuadro y una crónica a la vez”, “de la cual se deduzca una ley y se desprenda un ideal” —son sus palabras—, [29] porque el objeto de la historia era para Mitre esencialmente la construcción de un Proceso en el que fuera evidente su sentido, coherente en su desarrollo y capaz de actuar sobre la vida social. [30]

Esta concepción del trabajo historiográfico llevó a Mitre a una compleja labor; sobre la trama de la vida de dos personajes —Belgrano y San Martín— y en cierto modo sobre la de Rivadavia, esbozada en un discurso que yo me atrevería a incluir en el grupo de sus grandes creaciones historiográficas, Mitre se propone reconstruir el Proceso de desenvolvimiento de la sociedad argentina desde los orígenes que él columbra en el período colonial hasta la época inmediatamente anterior a la dictadura. A lo largo de ese período Mitre se esfuerza por discriminar, por una parte, una teoría del desarrollo histórico y del mecanismo sociológico y, por otra, los elementos que le permitan llegar a una conceptuación del Pasado nacional para hacerlo inteligible, primero, para transformarlo en contenido de una conciencia colectiva, después, problema este último de grave urgencia en el instante en que él se vuelve hacia la historia en demanda de una luz para la dirección de la conducta.

Para su primer objetivo, Mitre, que en principio no tiene preocupaciones sociológicas sistemáticas, no parte, en consecuencia, de un esquema preconcebido; sus observaciones son, pues, accidentales, pero su construcción histórica parte de ellas y puede advertirse entonces que si en su exposición no constituyen un sistema, sí lo constituyen en su espíritu; su punto de partida es, en general, de corte positivista, aunque Mitre corrige el esquematismo del sistema con su fina penetración de historiador genuino, incapaz de someter la Realidad viva del Proceso histórico a esquemas demasiado estrechos y predeterminados por una doctrina. Para su conceptuación del Proceso histórico, aunque trabaja bajo la advocación de los grandes historiadores que constituían sus lecturas predilectas, y aun acaso pudiera señalarse como predominante la del propio Guizot, en general, Mitre parte más bien de la situación presente, considerada como desembocadura del Proceso histórico y como conjunto de problemas cuyas raíces hay que escrutar en el Pasado; digamos desde ahora que dos merecieron su particular atención: la conceptuación del Proceso creador de la idea de nación y la conceptuación de las ideologías. Detengámonos un instante en aquel primer objetivo antes de analizar con cuidado estos dos últimos.

En un momento en que las teorías sociológicas y naturalistas procuraban reducir el problema histórico a sus elementos simples y aun transformarlo en la resultante de un principio —raza, territorio, economía—, Mitre se afirma en la convicción de la radical complejidad del fenómeno histórico y de la interacción de los elementos reales e ideales que subyacen en él. La sociedad vive apegada a la tierra y no se desentiende de los intereses que la afectan de manera inmediata, y Mitre señalará cuidadosamente los elementos raciales y económicos que han contribuido, dentro del campo de su estudio, a darle su fisonomía, a provocar su evolución, a desencadenar, finalmente, la Crisis; pero junto a ello señalará también la evolución ideológica, la elaboración de ese tipo que determinados grupos construirán sobre aquella Realidad, sobre su Pasado y sobre su destino futuro, para deducir el juego de fuerzas que gravitan sobre un hecho tan solo de la interacción de estas dos corrientes de motivaciones. La revolución —nos dice— [31] “estaba consumada en la esencia de las cosas, en la conciencia de los hombres y en las tendencias irresistibles de la opinión”. A veces su acuidad analítica vislumbra la preeminencia de algunos de esos elementos y lo señala sin reparo, como cuando afirma, tras analizar los efectos desastrosos del monopolio económico y su tardía corrección, que “la separación fue desde entonces un hecho, y la independencia de las colonias americanas una simple cuestión de tiempo”; [32] o como cuando atribuye a la fuerza de los idearios de los grupos ilustrados la decisión de una conducta política en un momento dado; [33] o como cuando señala la fuerza de la actitud principista y moral de Rivadavia frente a las ambiciones de Bolívar. [34]

Mitre descubre en el mecanismo de la acción histórico-social el juego y la interacción de las ideologías y la acción espontánea. Entrevé las primeras fundamentalmente en las minorías ilustradas y afirma su validez y su eficacia histórica, [35] aunque señala reiteradamente su error cuando las ve rezagadas en relación con el impulso de las intuiciones populares o incapaces para interpretarlas y canalizar su acción; [36] en este último caso su condenación es categórica, porque para él —historiador y político— la Realidad tiene una significación eminente y una fuerza incoercible, frente a la cual es virtud primera del hombre de acción el distinguir con claridad lo que llama los “objetivos reales”, [37] así como debía ser virtud primera del historiador el no confundir la Realidad histórica con las ideologías construidas sobre ella.

Con esa noción acerca del significado de la acción espontánea, Mitre afronta la valoración de la acción de las Masas, y aunque critica sus excesos, se advierte que más crítica con ello a los grupos directores que no alcanzaron a dirigirla y canalizarla, puesto que justifica siempre el sentido de lo que había de esencial en sus intuiciones y en sus impulsos.

Mitre descubre y presenta luego en toda su trascendente significación esa acción popular, directa, intuitiva, manifestándose en la resolución ejecutiva de las situaciones más difíciles y aparentemente insolubles con ese impulso que él llama “genial”, esto es, instintivo, irrazonado, pero firme y seguro; [38] y cuando la ve acentuada por la exaltación de sus pasiones descubre que son los malos pastores quienes utilizan y estimulan tales impulsos para satisfacer ambiciones desmedidas o egoísmos injustificables, [39] y aun entonces reconoce que hay en ellos una reserva inagotable de virtudes para el ejercicio de la ciudadanía o para la afirmación y la defensa de los ideales fundamentales. [40]

Masas populares y minorías ilustradas son para él, en rigor, los elementos fundamentales de la acción histórico-social. Junto a ellos se advierte alguna vez el individuo de excepción; pero no el héroe providencial, concepto histórico este último radicalmente opuesto a la sensibilidad política y a la concepción historiográfica de Mitre, como se advierte si se observa la reflexión que hila cuando afirma que San Martín, su predilecto, no era “ni un Mesías ni un profeta”, sino “simplemente un hombre de acción deliberada que obró como una fuerza activa en el orden de los hechos fatales con la visión clara de un objetivo real”. [41] Mitre quiere hacer justicia a los creadores de la nacionalidad, pero no atribuyéndoles misiones providenciales, sino destacando sencillamente su valor moral, su capacidad de sacrificio y de esfuerzo, su clara percepción de los secretos de una situación, acaso cuando escapaba a los más, o su intuición genial o su acción decidida y recta. [42] Teme los mitos populares, acaso porque el nombre del Restaurador de las leyes resuena aún en sus oídos de proscripto, y ciertamente porque conoce los resortes de los impulsos multitudinarios y lucha por desvanecerlos y por presentar las figuras que pudieran originarlos en su genuina humanidad. “Sus panegiristas —nos dice hablando de Belgrano, a quien amaba profundamente— [43] lo habían desfigurado, y el instinto popular, poseído de cierta supersticiosa admiración, veía en él un héroe sobrenatural, un ideal adornado con falsos oropeles. Nosotros lo pusimos en intimidad con su pueblo; hicimos conocer al hombre con sus virtudes, sus debilidades, sus errores, sus grandes cualidades, sus inmortales servicios y sus desfallecimientos morales, asimilándolos a la masa de la especie a que pertenece, perdiendo tal vez en admiración, pero ganando en estimación y simpatía, al hacerle hablar y obrar, como cuando el soplo de la vida mortal lo animaba”. Y, en efecto, no escatima la crítica de los errores de aquellos que eran, en verdad, los predilectos de su corazón de patriota y de demócrata, porque cree en la verdad de su fuerza ennoblecedora sobre los corazones humanos. Y en este juego de los distintos elementos sociales, en esta composición de fuerzas, el hombre de excepción encuentra su justo lugar, como lo encuentra el mediocre o el perverso, en el fondo de cuya conducta sabe descubrir el papel que cumplieron —si lo cumplieron— en el complejo de la acción histórica.

He aquí, apenas esbozada, una doctrina del desarrollo histórico y del mecanismo sociológico. Mitre no la expone sistemáticamente, aunque gusta explayarse sobre ella en algún ex cursus explicativo, pero está sobrentendida en su obra ingente de historiador y de político, en la explicación metódica y ordenada de un fenómeno del Pasado, en la fundamentación de una actitud personal o en la argumentación polémica acerca de un programa de acción cívica. Porque aspiraba a robustecer en las Masas populares las convicciones ciudadanas, aspiraba a educarlas y a capacitarlas para la vida civil dentro de un régimen constituido, y esas aspiraciones del político y del estadista correspondían a las que veía como normativas de su misión de historiador, cuando aspiraba con su labor a vivificar el sentido de la Realidad en los grupos directores y aun en aquellos en quienes la conciencia de un valor de excepción tentaba para que se excediesen del marco de las constricciones de la civilidad.

Desde este punto de partida, desde este núcleo compacto de convicciones y de ideas despaciosamente maduradas y rigurosamente vividas, se lanzó Mitre al examen del Pasado argentino. Ya se han señalado algunos de los aspectos fundamentales de su concepción historiográfica, de sus criterios formales y externos, de sus a priori con respecto a los principios de desarrollo del Proceso histórico-social. Nada de todo eso es, sin embargo, lo que considero fundamental para entender la significación de Bartolomé Mitre como historiador. Lo que hace de él un hito demarcador en el curso de nuestra ciencia histórica es, a mi juicio, su ingente labor de constructor de la historia de la nación en cuanto tal, así como su filiación histórica de las ideologías, problemas ambos de significación decisiva para su tiempo, y en los que parte de esa problemática contemporánea sentida con dramática vibración: la nación ante el problema de su existencia y de su constitución como tal y la sociedad ante el problema de la adopción de un sistema de ideas que la condujera hacia su equilibrio y su prosperidad. Por haber afrontado la responsabilidad de aclarar la conciencia colectiva frente a estos interrogantes decisivos; por haber realizado el imprescindible ajuste entre el Pasado y el presente para discriminar la línea del desarrollo futuro, adquiere la obra de Mitre la trascendencia de un alegato irrebatible para la afirmación de nuestra existencia colectiva y de un proyecto madurado para la construcción de un país en cuya obra fue arquitecto primero, obrero luego, acaso ahora profeta que clama en el desierto.

La conceptuación del Proceso creador de la idea de nación

Ya ha sido señalado hasta qué punto una preocupación sostenida y razonada, manifestada tanto en los dominios de la política como en los de la historia, había incitado a Mitre a profundizar sus investigaciones para llegar a establecer el Proceso de formación del sentimiento nacional por encima de todos los regionalismos separatistas y disolventes. Esta idea era su preconcepto: estaba arraigada en la zona de sus convicciones más profundas y quiso cerciorarse de su validez en el estudio de la historia; pero fue a ella con el rigor que exigía su espíritu preciso y recto, no por el goce del puro saber, sino por la militancia de la verdad y por la trascendencia que descubría en aquella afirmación; sus investigaciones prolijas y sus reflexiones decantadas le cercioraron de que estaba en lo cierto, y acaso introdujeron algunas matizaciones sutiles en sus convicciones políticas, ya que parece advertirse en él una comprensión cada vez más marcada del movimiento federalista; y una vez fundamentada rigurosamente, aquella idea constituyó su rasgo primordial; él había observado que “como cada pueblo… en los hombres que condensan las pasiones activas de su época, todos sus rasgos y cualidades se derivan y deducen de un sentimiento fundamental, motor de todas sus acciones”; [44] y esta idea, en efecto, condujo su reflexión y su conducta.

Como historiador, podría decirse que su hipótesis de trabajo fue su propia convicción y quiso verificar su validez sistematizando el Proceso histórico que evidenciaba la preexistencia de la nación y señalando la línea de desenvolvimiento que encadenaba las distintas fases del desarrollo de este principio desde el período colonial en adelante para plasmar, finalmente, en el ser de la Nación. Así lo resumía en sus Comprobaciones históricas, [45] así lo había afirmado en aquella frase magnífica en que condensara su pensamiento en la Asamblea de 1854 y así lo manifestará muchas veces a lo largo de sus trabajos históricos; por eso señalará con un acento negativo las etapas del Proceso inverso de disgregación que se cumple desde 1810 hasta 1820, destacando, sin embargo, que, aunque operada la desintegración política, subsistía “una nación independiente de hecho, una constitución geográfica y social anterior y superior a las escritas”. [46]

Este y no otro fue el camino real de su marcha por los territorios de la ciencia histórica. El Proceso de elaboración de su temática fue, como hijo de una situación vivida, lento y circunstancial: se manifestó en una obra de aspecto biográfico, pero en la que la biografía cedió muy pronto su lugar preeminente a las vastas concepciones del Proceso social, y es fácil, para quien lea con atención, percibir hasta qué punto se torna, poco a poco, accesoria la figura del personaje que sirve de esqueleto a su construcción. Quien realice en su espíritu la síntesis del contenido de la totalidad de su obra, advertirá muy pronto que late en ella una concepción integral de la historia argentina hasta mucho más allá de donde alcanzan sus exposiciones sistemáticas, sobreentendida a veces en páginas dispersas o en esbozos, en los que trasunta una elaboración muy meditada; un hilo conductor —como él gustaba decir— vincula los distintos momentos, y fue una preocupación constante en él —que vale la pena que quede señalada— el caracterizar con precisión la fisonomía de cada una de esas etapas; en efecto, la periodización del Proceso histórico argentino constituye una de sus características y uno de sus aportes, para lo cual, sin acentuar artificiosamente los lindes, precisa, simbolizados en la actitud de un personaje o en el desenlace de un Proceso secundario, los momentos en los que una mutación importante provoca una diferenciación de los tiempos. [47]

Cuando Mitre comienza a perseguir los orígenes del sentimiento nacional como conciencia de la comunidad, considera necesario partir de un análisis de los elementos que son dados en ella, esto es, del territorio y de la población. Mitre señala en ambos casos la diversidad notoria que se advierte entre el virreinato del Perú y el del Río de la Plata y caracteriza según ella una circunscripción que comprende, en principio, para la nueva nación, la totalidad del antiguo virreinato; en el del Río de la Plata señalará ciertas peculiaridades de la población, no solo en la de origen indígena, sino también en la de origen europeo, provocadas estas últimas por las modalidades de los colonizadores y de su acción; y en cuanto al territorio, un análisis de sus características lo lleva a afirmar que configuraba una unidad no solo por el mero hecho de su topografía, sino también porque predominaba en él un tipo unitario de vida, en el que veía las condiciones necesarias para el desarrollo de una abundante inmigración, raíz, por otra parte, de su decidida política colonizadora. [48]

En el seno de aquella comunidad originaria, Mitre ve cómo se constituye una diferenciación progresiva en las regiones que luego operaron, en efecto, su segregación de la nación que se configuraba dentro del antiguo virreinato; considera que el Alto Perú —zona de fricción entre ambos virreinatos— constituía una región naturalmente diferenciada del Río de la Plata; [49] explica más circunstanciadamente la tendencia separatista del Paraguay, manifestada en su actitud reacia frente a la civilización, visible tanto en la política de las misiones jesuíticas como luego en la del doctor Francia, y no encuentra —a pesar de rondar el tema reiteradamente— explicación profunda y satisfactoria para la escisión de la Banda Oriental, de la que no podía consolarse. [50] Pero aun dentro de lo que quedaba del virreinato advierte Mitre la existencia de regiones naturales que constituían tres grupos —que ya integraban, observa, [51] un sólido núcleo— formados por Buenos Aires, puerto por excelencia, el litoral y el interior mediterráneo, zonas cuya diferenciación parcial descubre ya en los tiempos de la conquista y la colonización; y ya entonces advierte “la desigual distribución del progreso”, [52] señalando con ello no solo las causas originarias de aquella, sino también las peculiaridades de su comportamiento y aun su destino político, económico y social. Por eso aceptará como un hecho incontrovertible la situación privilegiada y predominante de Buenos Aires, que ve, además, justificada con su conducta política dentro del núcleo de una nación de existencia evidente, constituida por “una asociación libre de estancieros y mercaderes”, que constituían “una democracia de hecho, que se organizaba en la vida civil y se desarrollaba espontánea y selvática en las campanas con un temple de independencia genial”. [53]

Es en ese núcleo y, sobre todo, en cuanto puerto abierto a la influencia de las ideologías y a las exigencias de la vida económica, donde Mitre ve constituirse el sentimiento de independencia. Lo que antes era una modalidad espontánea, se torna diferenciación consciente y espíritu autonómico. Las invasiones inglesas parecen proporcionar las circunstancias desencadenantes y Mitre señala cómo se advierte ya ese sentimiento, génesis, para él, del sentimiento nacional, [54] aguzado luego cuando la reacción se advierte en los grupos que llamara peninsulares. [55]

Pero ambos fenómenos eran estrictamente porteños, y Mitre lo señala, consciente de su significación y de su trascendencia. En efecto, esta circunstancia determina, para después de la revolución, una política precisa para los grupos de Buenos Aires. La revolución es también porteña, y la primera carta o constitución ha sido “votada por un solo municipio”, [56] y es, en el fondo, también porteña, puesto que supone la transferencia de la autoridad virreinal a la Junta de Buenos Aires. Mitre señala entonces cómo los demócratas perciben el peligro de esa asimilación de autoridades [57] y cómo Moreno sentará desde un principio la doctrina federativa para prevenir el peligro de una reacción antiporteña del interior; [58] pero defiende en la política de Buenos Aires el instinto de conservación de la unidad y destaca la clarividente doctrina de Paso en el Cabildo Abierto del 22 de mayo —la del derecho revolucionario de Buenos Aires para asumir de hecho la representación de todos los pueblos del virreinato—, calificándola como “la fórmula política de la revolución, municipal en su forma y nacional o, más bien dicho, indígena en sus tendencias y previsiones”. [59]
Esos eran, en efecto, los supuestos de la política porteña desde 1810 hasta 1820; Buenos Aires había adquirido el derecho de mantener el control de la letalidad de los territorios del antiguo virreinato, porque se consideraba la única capaz de mantener la unidad, y Mitre destacará sus esfuerzos para lograrlo, cómo propugnó tal política por medio de la Asamblea de 1813 y del Congreso de Tucumán de 1816, cómo bregó por “nacionalizar” el poder central, [60] cómo era ese el sentimiento de los hombres mejor inspirados de Buenos Aires, y cómo, finalmente, surgía, a su juicio, de los hechos la convicción de que solo conservando Buenos Aires la dirección de la totalidad de la nueva nación podía conservar esta su unidad y su Estructura política. [61]

Mitre se esfuerza, evidentemente, por señalar los fundamentos de derecho y de tradición que apoyaban entonces —como creía que apoyaban en su tiempo— las líneas generales de la política porteña; y, en mérito a esa concepción del problema de la unidad de la nación, omite la consideración detenida y objetiva de la trascendencia que, sin duda, tenía el hecho —señalado por él reiteradamente, aunque no profundamente valorizado— de la exaltación espontánea y fundada del sentimiento localista [62] y del sentimiento de comunidad americana en el que se inscribía y que debía perdurar hasta mediados del siglo XIX; [63] persiguiendo una línea de desarrollo, Mitre dejaba de lado los elementos que contradijeran o que no coadyuvaran a su establecimiento.

Pero si el sentimiento de americanidad, que constituye una de las dimensiones del movimiento por la independencia, aparece desvanecido en su concepción del movimiento revolucionario —seguramente porque su experiencia le demostraba que era ya caduco— el sentimiento localista, raíz de la tendencia federativa, merece de él un juicio más atento. Desde su punto de vista y en términos generales, el localismo tenía como nota fundamental el carácter negativo de ser una tendencia disgregatoria; pero Mitre observa y destaca en él otras fases, en las que encuentra sus caracteres positivos; las tendencias federalistas corresponden, a su juicio, a un impulso natural que se observa cuando se produce un fenómeno de emancipación, [64] y lo ve manifestado, en este caso, bajo la forma de un odio acentuado del interior hacia Buenos Aires. [65] Mitre no procura explicarse profundamente el fenómeno, aun cuando proporciona muchos elementos con que hacerlo, tales como la diferenciación entre el litoral y el interior mediterráneo, el desarrollo económico o la significación de Buenos Aires como puerto; pero tampoco allí advierte las causas primeras, sino que se contenta con explicarse el hecho como un sentimiento espontáneo y por el predominio de los caudillos que explotan en provecho propio ese sentimiento, que, en sí mismo, podía ser valioso. [66] En efecto, una observación directa de la Realidad de su tiempo y su cotejo con la situación social anterior a la Revolución demostraba a Mitre que, al calor del sentimiento localista, habían surgido a la vida política densos grupos sociales que no habían revelado antes de 1810 ninguna sensibilidad ciudadana y que la habían logrado precisamente en el ejercicio de la defensa de unos derechos inmediatos; la lucha fue, pues, escuela de ciudadanía en el más amplio dominio de la nación cuando esa Realidad fue percibida. Al cabo de cuarenta años, en efecto, podían observarse ya los resultados, y cada vez que fustiga el sentimiento localista atendiendo a sus consecuencias nefastas para la unidad de la nación en el período de 1810 a 1820, deja constancia Mitre de que residía en él un germen de elementos moderadores y constructivos, contenidos por la prevalencia de las fuerzas espontáneas que los caudillos estimulaban, pero que se desarrollarían un día para proporcionar a la nueva nación un principio de reordenación y un cuerpo renovado con nueva savia. [67] Mitre condena la explosión de esos impulsos anárquicos, pero es a los malos pastores a quienes carga la responsabilidad de haber estimulado su fuerza primitiva y no sus principios de moderación; pero el sentimiento mismo se le presenta como un signo de vitalidad y descubre en él el motor por cuyo impulso ganó la nación grupos activos para su reconstrucción tras la etapa anárquica, y acaso por eso insistía Mitre en que era necesario estudiar la anarquía con máxima atención si se quiere entender con claridad nuestro Pasado. [68]

Ya en su interpretación de la Crisis de 1820 como un Proceso de liquidación de la Colonia, prueba Mitre la existencia de una dimensión valiosa y significativa en el movimiento federalista, que se nutre del localismo primitivo; [69] la Colonia, en cuanto Estructura social, no suponía, en efecto, participación alguna de los grupos sociales del interior, porque Buenos Aires era quien había configurado el virreinato por irradiación y llegaba hasta donde su irradiación se encontraba con la de Lima; Buenos Aires heredó del virreinato la convicción de su derecho al ejercicio de la autoridad, y aun cuando comenzó su obra revolucionaria convocando al interior a la labor de reconstrucción del país sobre nuevas bases, se manifestó impotente y ciega para comprender y para canalizar las explosiones de los núcleos sociales a los que ella misma había llamado a la existencia política y que no querían soportar, en un régimen de nación independiente, la tutela que antes sufrían como Colonia; junto a este juego de tendencias señalará Mitre otro plano de fricciones en la incapacidad del interior para aceptar el tipo de democracia orgánica y liberal que Buenos Aires proponía, de la que debía surgir una reacción violenta que el caudillismo estimulaba para obtener, en la disgregación del poder central, una ocasión favorable para la posesión del poder. Desde ese momento, aguzadas las pasiones, la nueva nación no podía ser un mero calco del viejo virreinato, y mientras apareciera la fórmula de conciliación —oculta, sobre todo, por la inexperiencia en el ejercicio de la vida política, a los ojos de unos y otros— no había otra posibilidad que renunciar a la constitución de la nación, y Buenos Aires, hasta 1820 vestal de la unidad, cedió en la demanda bajo la presión de los ejércitos de Cepeda.

Mitre no podía sino condenar un sentimiento que había conducido a tal situación, y así lo hace con frecuencia; y no solo lo condena a él y a sus portadores, sino también a los propulsores de la política tibia y transigente de Buenos Aires cuando la separación del Paraguay, [70] o cuando, en holocausto de la paz, se manifestó en los grupos porteños la tendencia a ceder los derechos de la capital a la hegemonía política en 1816. [71] La condenación del localismo era, pues, el resultado de un punto de partida permanentemente mantenido por Mitre, que veía en Buenos Aires y en el mantenimiento de su autoridad la condición indispensable de la unidad, [72] y correspondía a la valoración de sus consecuencias, manifiestas en la disolución de la sociedad política tras los esfuerzos desesperados de los grupos ilustrados de Buenos Aires por mantenerla y consolidarla; [73] parecía como si Mitre se sintiera entonces continuador solidario de aquel punto de vista.

Pero la condenación no podía ser absoluta siendo Mitre quien era, con su claro sentido de la Realidad y con su penetrante comprensión del juego de la vida política. El localismo como impulso instintivo había cristalizado, poco a poco, como doctrina, en el ideario federal, y tal concepción de la organización constitucional del país no tenía para él, que no se curaba de fantasmas, el signo de barbarie excluyente que tuvo para otros, como para el mismo Vicente Fidel López, por ejemplo; era, por el contrario, una forma jurídica que nada tenía que ver con los horrores que se habían cometido en su nombre, y en la que veía ahora, precisamente, la posibilidad de una estructuración del país. Mitre no ocultaba su visión con la venda de esa antinomia ya caduca de unitarios y federales y procuraba ver la Realidad tras los esquemas de las ideologías; y como la Realidad le ofrece el espectáculo de una comunidad que da por presupuesta la nación, pero que defiende las autonomías locales, Mitre se rinde a la evidencia y acepta la Realidad como es, para canalizar sus impulsos, pero sin estrellarse contra la roca de sus principios radicales y constitutivos. Por esa flexible comprensión de lo inmediato era Mitre un político de excepción, y por eso, en cuanto historiador, sabe ver en el sentimiento localista, tan fustigado por él cuando se manifiesta bajo sus formas bárbaras, los elementos valiosos que han decantado en una concepción eficaz de la convivencia. Y en el Proceso de formación del concepto de nación que desemboca en la Crisis, en la que debe actuar como político, sabe reconocer, para aleccionar a los espíritus obnubilados, lo que aquel sentimiento ha aportado: una idea estructuradora intensamente vivida, bajo la cual ha sido posible la integración en la comunidad nacional de grupos sociales robustos y conscientes, en quienes la lucha por un ideal de convivencia testimoniaba la voluntad gregaria. Había sido la Realidad histórica que le fuera dado observar en el decenio que transcurre entre la secesión de Buenos Aires y la batalla de Pavón la que lo había incitado a buscar en el Pasado cuál era la auténtica significación de la nefasta antinomia de unitarios y federales, que él deshace como historiador en la conciencia colectiva y como político en el campo de la Realidad contemporánea.

La conceptuación de las ideologías

Como cuando se plantea el problema de las raíces del sentimiento nacional, Mitre parte, al tratar de señalar las líneas de desenvolvimiento y constitución de las ideologías, de la temática suscitada por la situación inmediata. El punto en el cual habrán de desembocar está señalado inequívocamente por el triunfo de la organización republicana y federal, animada por un espíritu fuertemente liberal y democrático, y Mitre procurará ahondar en la persecución de sus antecedentes en el Pasado colonial y señalar luego su Proceso de maduración, las fuerzas que lo combatieron, aquellas que con su oposición contribuyeron a acentuar su perfil, y finalmente su estructuración definitiva en un sistema de formas políticas y de convicciones ideológicas aceptadas por el consenso unánime y consolidadas en la conciencia de la comunidad organizada bajo formas jurídicas.

Este sistema compacto de formas y de ideas coincidía con la sensibilidad pública de Mitre; surge enérgicamente en todas las ocasiones en que se enfrenta con el tema, como un sentimiento de repulsión hacia las autocracias, manifestado en su acción política y definido expresamente en su labor de historiador a propósito de la conducta de los caudillos o de los intentos militaristas de Alvear o de Bolívar; y está presente en su constante exaltación de las virtudes republicanas, que él mismo ejercitara en grado sumo y que destaca como notas predominantes en el comportamiento de Belgrano o de San Martín, de Rivadavia o de Lavalle; aún es posible advertirlas en el cálido elogio que le merece la democracia norteamericana, cuyos modelos paradigmáticos halla en Franklin y en Washington, a quienes atribuye la significación de ejemplos vivos para el demócrata y el republicano. [74]

Para filiar el Proceso de constitución y afirmación de esa ideología, así como su choque con aquellas que se le opusieron, parte Mitre del análisis de la Estructura típica de la sociedad virreinal en el Río de la Plata, en la que descubre los testimonios de una democracia radical y constitutiva, que es su principal característica y de la que señala la trascendencia como principio diferenciador; [75] esta democracia poseía, en el régimen de los cabildos, el germen del principio representativo, y Mitre considerará desarrollo de él las etapas primeras del movimiento revolucionario y emancipador. [76]

Contrastaba con ese sentimiento la ruda coacción que ejercía el régimen impuesto por la metrópoli en materia económica, y el monopolio habrá de traer a primer plano, a juicio de Mitre, la conciencia de las diferencias sociales y económicas suscitadas por ese régimen, entre los que se beneficiaban y los que se perjudicaban con él; Mitre señala la importancia de este factor en la constitución de las ideologías y ve en él —así como en otros privilegios diferenciales y en la creciente solidaridad de los grupos peninsulares con el régimen establecido— el principio de diversificación, en el seno de la sociedad porteña de la época virreinal, de dos grupos que se oponen ya en el último cuarto del siglo XVIII. Estos dos grupos, señala Mitre, existían en los hechos desde hacía mucho tiempo, pero adquirían conciencia de su desigual situación cuando se opera, en Buenos Aires especialmente, la recepción del pensamiento liberal por parte de las minorías ilustradas, manifestado, en principio, en el campo de las cuestiones económicas y muy pronto en el de las cuestiones políticas. Es a Belgrano a quien señala Mitre como propulsor de estas ideas en el Río de la Plata, luego de su viaje a Europa, y señalará en el grupo que se constituye a su alrededor —o, mejor dicho, alrededor de esas ideas— el Proceso de formación de una conciencia de minoría que hará de él, poco después, el núcleo director de la opinión popular. [77]

Es esta minoría la que otorga personalidad política al sentimiento espontáneo de los grupos criollos cuando, alrededor de los acontecimientos vinculados a las invasiones inglesas, esto es, la reconquista y la defensa, la deposición de Cisneros y la sublevación de Montevideo, comienza a advertir su diferenciación de los grupos peninsulares. Los criollos seguirían el ideario liberal en materia económica y política; los peninsulares, por el contrario, se afirmarían en una posición reaccionaria frente a él, opuesta al levantamiento del monopolio y a todo comportamiento que significara una oportunidad para la manifestación del espíritu autonómico de los criollos. [78] De este modo ve Mitre delinearse en los orígenes coloniales lo que él llamará “el gran partido de la revolución”, liberal, progresista, democrático, pero típicamente porteño, y frente a cuyas aspiraciones estaba totalmente inerte el resto de los pueblos del virreinato.

A este partido, con estos caracteres, es a quien hace Mitre protagonista de la Revolución de 1810, que cuajó con ellos en la conciencia popular, aunque luego se desvirtuaran ocasionalmente algunos. La minoría ilustrada intentó imponer desde el primer día ese cuerpo de doctrina, ese conjunto de ideales sistemáticamente combinados en la noción de democracia orgánica, que Mitre opone a las formas semibárbaras; [79] sus dirigentes eran “hombres de principios”, esto es, poseedores de un sistema claro de ideas acerca de los problemas políticos, económicos y sociales, que aspiraban a imponer como una ideología cerrada.
[80] Eran sus notas originarias el ideal republicano y democrático y la tendencia liberal, pero apenas transformada en acción gubernativa se manifestó como caracterizada también por una tendencia centralizadora, proveniente, a un mismo tiempo, de la mera tradición virreinal y de la convicción de que el germen revolucionario solo tenía fuerza suficiente para prosperar en la capital; poco después, en tanto que se realizaba en los hechos, señala Mitre cómo se advertía finalmente una notoria incapacidad técnica, producto de la inexperiencia, de la escasa difusión de los mecanismos puestos en uso por la democracia norteamericana y acaso por cierta carencia de elasticidad para ajustar las ideologías a los cambios inesperados y repentinos que se producían en la Realidad social y política,
[81] acentuada por el vago temor que la minoría ilustrada sentía con respecto a la intromisión de las Masas populares en la dirección del movimiento revolucionario, al que podían darle un tono demagógico y violento que repugnaba a su temperamento moderado.
[82]

La transformación de la Realidad social y política se operó cuando los grupos sociales del interior se sumaron a la Revolución, respondiendo al llamado de Buenos Aires, pero manifestando también, desde el primer momento, su decisión de no ser, como habían sido en el virreinato, elementos puramente pasivos. Pidieron derechos que la ideología centralista de los de Buenos Aires no había previsto, y Mitre señala en ellos una tenaz resistencia a toda modificación de su concepción cuando observa que el gobierno porteño consideraba la federación como un régimen peligroso
[83] y que la no aceptación de los principios sentados por Moreno, en su previsor y clarividente editorial de La Gaceta, había ocasionado la primera dislocación del poder central. De esta actitud de la minoría ilustrada de Buenos Aires había de nacer el profundo resentimiento de los pueblos del interior hacia la capital, que Mitre señala reiteradamente,
[84] y en el que ve, por sobre los justos motivos de la disidencia provinciana, una intolerancia para la acción progresista y liberal que constituía una fuerza retardataria para la revolución, aun cuando afirma la presencia de un genuino sentimiento de democracia y de emancipación en el sentimiento que la mueve.
[85]

Mientras señala el ascenso de este nuevo elemento en el cuadro de las ideologías, Mitre comprueba la escisión del partido revolucionario en dos grupos, el de los demócratas y el de los Conservadores, localizando en el primero las tendencias del partido que, en adelante, llamará “liberal”, a quienes considera, además, herederos y sustentadores del espíritu originario de la primitiva minoría ilustrada; los Conservadores, en cambio, se torcerán hacia una posición reaccionaria, teñida ahora con una tendencia demagógica, que se manifestará en el orden local en el motín de abril de 1811 y en el orden nacional en la sinuosa aceptación de las tendencias localistas y federativas,
[86] más por la mezquina ventaja circunstancial que proporcionaba a sus intereses facciosos que por una convicción profunda. Como una consecuencia de los acontecimientos que provocó la preeminencia del grupo conservador, los demócratas afirmaron sus convicciones y el grupo cuajó en el partido liberal, fortalecido con nuevos elementos, fijado resueltamente en su ideología, gracias al programa categórico de la Asociación Lautaro, y resuelto, más que nunca, a fijar en la capital el centro de la autoridad y en el gobierno central la totalidad del poder. Así ve Mitre el Proceso político e ideológico de los primeros tiempos de la revolución.
[87]

El fortalecimiento del partido liberal y el decidido impulso que dio al establecimiento de su ideología política desde el gobierno contribuyeron, por contraste, a definir los sentimientos y las aspiraciones de los grupos del interior, federativos en cuanto a régimen de gobierno y recalcitrantes en cuanto a las tendencias liberales y europeizantes de aquel. Mitre ve en los últimos unos grupos rurales, enemigos de la ciudad en cuanto a forma de vida y en especial de la capital en cuanto a centro de difusión de los ideales que ellos resistían; ve en ellos una “tercera entidad, enemiga igualmente de realistas y patriotas”,
[88] en la que advierte el predominio de ciertos instintos primitivos y bárbaros, bajo los cuales se esconde el germen de una democracia instintiva, pero irreflexivo y falto de control, producto de un impulso desatado, estimulado en sus tendencias irreflexivas por los caudillos ambiciosos; Mitre no escatima la censura contra estos últimos, pero reconoce aquellas virtudes en potencia en las Masas que les seguían, de las que, si no podía esperarse nada entonces, era lícito aguardar en lo futuro —un futuro que Mitre veía como presente— un fortalecimiento de la democracia, una vez que se decantaran sus tendencias y se apagaran los influjos maléficos que obraban sobre ellas.
[89] Vale la pena observar, sin embargo, que, aunque estima sus sentimientos democráticos, pospone ese valor positivo a lo que significaba su actitud antiprogresista para la construcción del país.

Junto a su condenación del movimiento federalista por las circunstancias anotadas, que implicaban, a su juicio —como para el partido liberal en el período de 1810 a 1820—, la anarquía, el desorden y la quiebra de la libertad, [90] Mitre deja constancia de su condenación por las vacilaciones del partido liberal cuando se abocó a la solución de los problemas planteados por su antagonismo con el interior. Igualmente fustigará Mitre el absurdo intento militarista de Alvear, sus negociaciones con la monarquía inglesa y las que todo el grupo liberal llevó a cabo en las cortes europeas; en efecto, llamará indefectiblemente “error” a las tendencias monárquicas, [91] porque considera que no se ajustaban al “modo de ser de la América”, [92] aun cuando justifica la buena fe de algunos de sus sostenedores; [93] considera que la idea republicana es el resultado de una tendencia innata, tal como se manifestó en el hecho de que el Congreso de Tucumán, contra lo que podía suponerse, dadas las características políticas de sus miembros e inspiradores, [94] fuera capaz de acertar —es el término usado— [95] con la auténtica solución republicana. Y cuando se enfrenta con este período, ante la impotencia del partido liberal porteño, ante la ceguera de los grupos federalistas y ante la promesa de éxito que se adivinaba en la campaña libertadora de San Martín, ajeno al juego de los intereses políticos, afirma Mitre que la revolución se ha bifurcado, y que así como la que se proponía la emancipación avanza por la vía del triunfo, la que se proponía organizar el país plantea un dramático interrogante; esta segunda es para Mitre la verdadera, la profunda revolución, [96] y se esforzará por describir, partiendo de su concepción de los complejos históricos, cuáles son los elementos en pugna: “Mientras tanto, la revolución interna, más ingobernable cada día, seguía su curso fatal. Efecto de nuevas vivas fuerzas que se chocaban, se neutralizaban o se combinaban sin concierto; producto de instintos selváticos de independencia individual y de reglas teóricas de disciplina legal; antagonismo de oligarquía y de democracia, complicación de rivalidades locales, de ambiciones personales, de pasiones egoístas y tumultuosas, de movimientos convulsivos de las Masas ignorantes y de errores de los hombres ilustrados, de falta de cohesión social y de coherencia política, desequilibrio de fuerzas morales y materiales, la revolución interna revestía constitutivamente la forma innata de una república democrática que aspira con ardor a la independencia nacional”. [97] Así ve Mitre la Crisis en varios pasajes de notable agudeza.

La Crisis dejaba, pues, a salvo el principio de la república democrática e independiente; pero Mitre observará con singular acuidad que en ese Proceso el ideario liberal y progresista permanecerá ajeno a los núcleos federalistas; entretanto se conservaba en Buenos Aires vigente aún por algún tiempo con el Directorio, cada vez más impotente y más inhábil; pero después se ocultará cuando por la fuerza de las armas cede Buenos Aires sus derechos a la hegemonía, pero solo para volver a surgir a la luz bajo la inspiración rivadaviana, dentro de los límites de la provincia; y todavía intentarán las minorías ilustradas de la capital con Rivadavia, esta vez presidente, ejercer su función directora sobre la totalidad del país, y entonces, como antes desde su ministerio provincial, impondrá su programa liberal y progresista, en el que Mitre ve la perpetuación de aquella línea de pensamiento que, iniciada con la minoría ilustrada del último período colonial, se manifiesta luego en Mariano Moreno y en el grupo de los demócratas primero, y en el partido liberal después, y en la que, junto a aquella ideología se manifestara nítidamente una invariable tendencia al centralismo porteño. [98]

Pero la tormenta de las pasiones y de los instintos incontenidos había de poner fin a la política rivadaviana; Mitre lo ve descender del poder sintiendo en su ánimo de historiador del Pasado la misma amargura con que el político había visto reaparecer, después de Caseros, el cintillo rojo de Urquiza. Mitre, sin embargo, sigue pensando que Buenos Aires cumplía secretamente su función monitora sobre la nación anarquizada, porque sabía que esta alcanzaría un día el grado de evolución necesario como para aceptar el plan ejemplar implícito en la política ejercitada por Rivadavia como ministro de Buenos Aires y como presidente de la República: no escribió sobre lo que ocurrió después, pero reconocía de hecho que el país había sufrido una catarsis purificadora durante los años de la dictadura y que por ella se había tornado apto para recibir la herencia del más grande hombre civil de los argentinos.

Mitre verá, bajo el prisma de su propia experiencia de hombre de acción que, en efecto, la totalidad de la comunidad social podía en su tiempo aprovechar y calcar acaso lo que Buenos Aires había emprendido con éxito, mientras su área de influencia había sido el restringido campo de la provincia; y cuando, elogiando a Rivadavia, recuerda su labor constructiva como ministro y como presidente —como presidente que tampoco sentía el país mucho más allá del Arroyo del Medio—, se atreve a afirmar —era en 1880— que la Constitución del ’53 había seguido las huellas de la constitución rivadaviana, con las solas modificaciones que importaba la acentuación de la tendencia federalista, ya esbozada y sabiamente compensada por su autor. [99] Acaso por eso la defendió con calor en el período porteño de su actuación política, porque era liberal y progresista, porque era federal sin excesos que pudieran conducir a la disgregación, porque era nacional sin desconocer la significación de su ciudad amada. Pero, sobre todo, fue por reconocer en ella la línea de la ideología democrática y liberal, cuyo curso procuraba establecer tan cuidadosamente, por lo que Mitre saludó en ella el triunfo de una orientación política que creía con firmeza que coincidía estrechamente con el ser de la nación.

La concepción del Pasado histórico y los ideales de la segunda Argentina

He ahí los dos cauces en el río del tiempo por los cuales quiso remontar Bartolomé Mitre el curso de la vida argentina para conocer el sentido de su fluir y el principio de su Estructura. De la nación como supervivencia del viejo virreinato había visto surgir, tras dura lucha, una nueva nación, amalgama y fusión profunda de su auténtica Realidad social. Su lucha por la organización definitiva del país, dentro de un orden constitucional, había constituido toda una etapa de su vida, y Mitre pudiera descansar como un guerrero victorioso que hubiera conseguido su aspiración primordial. En 1860, cuando consideraba que su misión estaba cumplida, Mitre resumió en una página magnífica la marcha histórica en la cual recorría las últimas etapas: “Hoy recién —decía al jurar la Constitución Nacional en la Plaza de Mayo—, [100]
después de medio siglo de afanes y de luchas, de lágrimas y de sangre, vamos a cumplir el testamento de nuestros padres, ejecutando su última voluntad en el hecho de constituir la nacionalidad argentina bajo el imperio de los principios.

“Hoy recién, después de tantos días de prueba y de conflictos, podemos decir con júbilo en el alma y con el corazón rebosando de esperanza: ésta es la Constitución de las Provincias Unidas del Río de la Plata, cuya independencia fue proclamada en Tucumán hace cuarenta y cuatro años, el 9 de julio de 1816. Ésta es la Constitución de la República Argentina, cuyo voto fue formulado hace treinta y cuatro años por el congreso unitario de 1825. Ésta es también la Constitución del Congreso Federal de Santa Fe, complementada y perfeccionada por la revolución de septiembre, en que Buenos Aires reivindicó sus derechos, y como tal, ésta es la Constitución definitiva, verdadero símbolo de la unión perpetua de los hijos de la gran familia argentina, dispersados por la tempestad, y que al fin vuelven a encontrarse en este lugar en días más serenos para abrazarse como hermanos bajo el amparo de la ley común”.

Sin embargo, algo decía en el fondo de su conciencia de luchador infatigable que nuevos trabajos le aguardaban, porque creía que era deber de la hora, tras la organización del país, desarrollar hasta sus posibilidades últimas esa dimensión, consustanciada con el ser de la patria, constituida por las tendencias liberales y progresistas, que él veía potenciadas en el pensamiento y en la acción de aquellos a quienes saludaba como padres genuinos y venerables de la nueva nación.

Había aprendido que era estéril y caduca la vieja antinomia de unitarios y federales, y que ahora se entreveraban en ella nuevas tendencias e ideales que era necesario entresacar y replantear con clara conciencia de las realidades nuevas. Se sentía acaso menos unitario, pero más ardientemente antidictatorial, más demócrata y más liberal, más enamorado de la tarea de civilizar el país y conducirlo hacia una prosperidad material que permitiera el brillo de su grandeza íntima. Lo que ahora estaba en pugna no eran ya dos principios para la estructuración del país: eran dos políticas para el presente y el futuro del país estructurado. Y el historiador y el político que se proyectaban sobre las vías, paralelas en su existencia, del pensamiento y de la acción, afirmaron con una vigorosa fidelidad a las lecciones de la historia que la construcción del país naciente solo podía realizarse con los andamios de aquellos ideales que levantaron los que entrevieron por primera vez dibujada su fisonomía como nación liberal y democrática.

En última instancia, y como más próximo a su propia visión del destino del país, Mitre vio el paradigma de su acción política en la de Rivadavia, que le mostraba la obra de un “poderoso cerebro que presintió la vida futura de la patria”; y cuando en 1880 quiso esbozar su obra, iba reconociendo paso a paso que constituía el esquema de su propio programa como estadista. “Adelantándose a su tiempo —decía en aquel discurso memorable—, [101]
él enseñó que el hombre, libre por su naturaleza, no es el siervo perpetuo de la gleba ni el feudatario de otros hombres constituidos en autoridad; que el extranjero no es un huésped consentido, sino un miembro de la familia social; que el comercio es la fraternidad práctica de los pueblos y de los individuos; que los derechos civiles son el patrimonio común de la humanidad; que el consorcio armónico de las razas hace la grandeza de las naciones; que la equidad, la justicia y la igualdad ante un derecho universal es la ley primordial de la civilización. Con arreglo a este código escrito en la conciencia humana, dio una patria a los extranjeros que viniesen a vivir al amparo de nuestras leyes hospitalarias, igualando sus derechos civiles con los de los nativos, declarándolos eternamente inviolables, y dio así a los propios un escudo contra la arbitrariedad doméstica y un medio de rescatarlos en todo tiempo. Hizo cesar la bárbara prohibición de que los españoles contrajeran uniones lícitas y fecundas en el país. Él predicó esta verdad, vulgarizada hoy, que le valió en su tiempo el epíteto de utopista: que el orden, la libertad, la seguridad, la dignidad del hombre constituido en sociedad son los medios más eficaces para aumentar la población, ocupar los desiertos, acrecentar la masa del capital social y dar base inconmovible a la felicidad pública y privada.” Palabras llenas de emoción y de intención contemporáneas con las que Mitre definía a un tiempo la filiación de la política liberal y los caracteres con que la postulaba para el futuro.

De esta filiación histórica resultaba, en efecto, su fundamentación teórica y su ejecución activa en una labor de medio siglo, porque en Mitre se confundían el historiador y el político en una sólida y compacta Estructura íntima. Por un claro sentido de la Realidad inmediata, por la fuerza de un ideario firme, que compartía con otros de su generación, pero que él resumía en su posición y definía como ninguno, acaso, de sus contemporáneos, habían de estar a su lado los espíritus más preclaros, y aun aquellos que disentían de él en cuestiones circunstanciales. Y con él, como con Elizalde y Rawson, con Costa y Vélez Sarsfield, con Sarmiento, Avellaneda y Roca después, el país debía cumplir los designios precisos de aquella política, que implicaba una verdadera construcción de su Estructura material y espiritual, porque suponía el desarrollar su inmenso potencial económico, el acrecentar su población con una sana política inmigratoria, el educar a los niños y a los jóvenes, el capacitar a los ciudadanos para el ejercicio de la vida cívica, el perfeccionar las instituciones republicanas.

Miguel Cané nos ha dejado en su deliciosa Juvenilia un testimonio inapreciable para descubrir el Proceso de crecimiento y maduración de esa sensibilidad democrática, progresista y liberal que caracteriza ese período que transcurre bajo la advocación de Mitre y que, por la peculiaridad de su fisonomía, bien merece ser llamado el período de la segunda Argentina. Se reconocen en sus páginas, frescas y ricas en experiencias inmediatas, las premisas de una conducta republicana elevadas a una categoría de principios inmutables en la conciencia de los grupos ilustrados, los signos de un concepto honrado y responsable de la vida pública, los principios de una política de esfuerzo y sacrificio, llena de heroica civilidad y destinada a transformar un país colonial en una potencia soberana y poderosa material y espiritualmente.

El pensamiento político de Mitre, en quien se resumen en buena parte las aspiraciones y los ideales de su tiempo, sus convicciones espontáneas, así como aquellas que las complementaban y que habían surgido ante sus ojos de la lección de la historia —de una historia que él mismo construía para proveer al país, como lo presentía Sarmiento, de una conciencia colectiva—, constituía la expresión más clara y precisa, más profunda y madura de los ideales de una Argentina nueva, de la que surgía tras la larga catarsis experimentada en cincuenta años de ensayos y de errores, de esfuerzos y de luchas: era una segunda Argentina, prefigurada en la primera, pero depurada y perfilada como comunidad social y como entidad política, y en la que nuevos rumbos se afirmaban ya sobre las sólidas calzadas de las instituciones constituidas y de las convicciones arraigadas.

Y no eran ideales vanos y remotos, sino, por el contrario, circunscriptos y afirmados ya por un principio de realización. Exigían, eso sí, inquebrantable decisión y sentido de la Realidad. La magnitud de la faena no podía, sin embargo, postrar las voluntades de aquellos espíritus hechos a la lucha, y se vio, en cambio, cómo crecían ante los obstáculos, cómo aguzaban sus sentidos para la percepción de los medios y de los fines, cómo templaban el ánimo viril para perseverar en la acción predeterminada. No eran Aquiles o Ayaces: eran, acaso, Cincinatos que todo lo esperaban de sí mismos y que ejercitaron la primera virtud humana del esfuerzo vigoroso y esperanzado en el destino de la colectividad, por cuyo bien luchaban.

Los años que transcurrieron entre la constitución de la Nación y la Crisis del ’90 configuran, desde el punto de vista de nuestra historia social, un período de fisonomía precisa y clara, dibujada por la nitidez de los ideales perseguidos y por el esfuerzo ciclópeo cumplido para tornarlos realidades. Fue la era de la sana política inmigratoria, de la legislación liberal, del desarrollo de la educación pública, de la toma de posesión de la tierra, del estímulo de las actividades creadoras de la riqueza, del afianzamiento de las instituciones republicanas, de la exaltación del sentimiento cívico. Fue la era de la construcción del país.

Nadie podrá negar que es a los hombres de la segunda Argentina a quienes debemos esa obra ingente y nadie podrá negar que su programa ha quedado inconcluso. Vivimos una tercera Argentina, hija de aquella, que ha creído que le era lícito descansar de tantas fatigas. El error es profundo y acusa como su rasgo predominante una inaudita inconciencia histórica. Por eso la hora es ya llegada de que realicemos un nuevo ajuste entre el Pasado y el futuro, como Mitre lo hizo, para descubrir cuáles son los deberes que nos impone la continuidad del destino común.

Notas

1 Se encontrarán noticias sobre esta etapa del pensamiento de Mitre en José Juan Biedma, El teniente general Bartolomé Mitre, publicado como apéndice a la edición de las “Arengas”, La Nación, t. III, Buenos Aires, 1902; y en Adolfo Mitre, Mitre, periodista, Buenos Aires, 1943. Puede consultarse también Rojas, Historia de la literatura argentina.

2 La biografía de Artigas estaba casi concluida en 1842, en Montevideo.

3 Mitre, discurso pronunciado en la sesión del 4 de marzo de 1854 en la Asamblea General Constituyente, en “Arengas”, La Nación, t. I, Buenos Aires, 1902, pág. 51.

4 Mitre, Historia de Belgrano, edición de 1858, t. I, pág. 5; véase el comentario del propio autor en Comprobaciones históricas, Buenos Aires, La Facultad, 1921, edición de Ricardo Rojas, segunda parte, págs. 56-57.

5 Sarmiento, Historia del General Belgrano por el General Mitre, corolario de la primera edición, publicado en la edición de 1858-1859.

6 Véase Mitre, Estudios históricos sobre la Revolución de Mayo: Belgrano y Güemes, Buenos Aires, 1864.

7 Mitre, Manifiesto revolucionario, octubre de 1874, en “Arengas”, t. II, págs. 203-204.

8 Mitre, A la juventud de Buenos Aires en su meeting de la Unión Cívica, en “Arengas”, t. III, pág. 98.

9 Véase cómo admira en San Martín esta cualidad específica en Historia de San Martín, edición oficial, Buenos Aires, 1938 y ss., t. I, pág. 141 (cf. “Arengas”, t. II, pág. 208), t. II, págs. 98 y ss., t. III, pág. 482.

10 En las Comprobaciones históricas, en las historias de Belgrano y de San Martín, en algunos discursos, especialmente en los llamados “Acuñación de moneda”, “Cuestión de San Juan”, “Cuestión puerto de Buenos Aires” y otros, se advierte la huella o la enunciación explícita de esas lecturas, en las que predominan los historiadores como Thiers, Michelet, Guizot, Macaulay, Gervinus, etc., los sociólogos y políticos como Rousseau, Payne, Spencer, Bentham, Taney, Blackstone, Hamilton, etc., los economistas como Say o Peel.

11 Véase, como ejemplo, la carta de Mitre a Barros Arana, publicada luego en la Revista Chilena con el título de “Carta sobre literatura americana”, que Rojas transcribe en parte en la “Noticia preliminar” a las Comprobaciones históricas, págs. XX y ss. En rigor, toda la obra citada puede testimoniar esa preocupación.

12 Véase el siguiente pasaje de Rivadavia, en “Arengas”, t. III, pág. 24: “Este programa enciclopédico y racional (que fue llenado), señala la más luminosa explosión de los conocimientos humanos entre nosotros, y es el punto de partida del sólido sistema de educación que definitivamente hemos adoptado, dándole por base la ciencia positiva, sin la cual todo saber es estéril”.

13 Obsérvese cómo justifica Mitre la acción pública de las minorías ilustradas de 1814 a 1815 por su inexperiencia política en Historia de Belgrano, edición oficial, t. VII, págs. 226-227.

14 Véase Historia de Belgrano, t. VI, pág. 428.

15 Véase Comprobaciones históricas, parte segunda, págs. 47 y ss.: “Sus juicios —dice refiriéndose a Vicente Fidel López— reflejan la intolerancia política de la época de lucha de los partidos históricos, que pretenden imponerse sin contradicción, lo que obscurece su fina y natural penetración, y participa del carácter retrospectivo que le hemos señalado; a veces son irritantes para la serena imparcialidad de los presentes, y a menudo pecan por falta de medida o equilibrio moral”.

16 Véase el pasaje ejemplar de las Comprobaciones históricas, parte segunda, pág. 197: “Si del patriotismo en la historia se trata, lo entendemos como todos los que, escribiéndola de buena fe y con espíritu libre, buscan en ella la verdad sin halagar preocupaciones propias ni extrañas, ni fomentar odios internacionales y la dicen con franqueza y sin temor, sea que favorezca o no al país de su nacimiento, porque el sentimiento conservador de la nacionalidad, que se inspira en el Pasado, busca en la verdad lecciones y reglas de conducta para el presente y el futuro, y no la estéril satisfacción de la vanagloria”.

17 Podrían señalarse numerosos pasajes de las Comprobaciones históricas, de las dos historias, y de los Estudios sobre la Revolución, para probar esta preocupación; ha sido, justamente, su evidencia, lo que ha inducido al error de creer que esa era la preocupación decisiva de Mitre como historiador.

18 Véase Comprobaciones históricas, parte segunda, págs. 54 y ss.

19 Comprobaciones históricas, parte primera, págs. 198-199.

20 Comprobaciones históricas, parte primera, págs. 9, 199 y ss.; parte segunda, pág. 28.

21 Véase su cuidado para establecer la recta ordenación de los hechos en los siguientes pasajes, por vía de ejemplo: Historia de Belgrano, t. VI, pág. 1 (las primeras líneas de la “Introducción”); pág. 236; págs. 242-243; pág. 429.

22 Comprobaciones históricas, parte primera, pág. 197.

23 Comprobaciones históricas, parte primera, pág. 342.

24 Comprobaciones históricas, parte segunda, pág. 57; Historia de Belgrano, t. VI, pág. 2.

25 Comprobaciones históricas, parte segunda, pág. 55.

26 Comprobaciones históricas, parte segunda, pág. 26.

27 Véase el sugestivo pasaje de las Comprobaciones históricas, parte segunda, pág. 27: “Hoy la filosofía de la historia no es un discurso dogmático como el de Bossuet, ni un sueño espiritualista como el de Herder. Es una ciencia positiva, a que concurren todas las ciencias, que explica en el orden natural de sus causas las evoluciones sucesivas en la coordinación lógica de los hechos, aun de aquellos que antes se consideraban fortuitos, y que deduce por la observación y la comparación las leyes regulares que presiden al crecimiento y la decadencia de las naciones, o sea lo que se ha llamado la ‘dinámica social’, en contraposición de la ‘teología social’. Resulta evidente la influencia comtiana”.

28 Comprobaciones históricas, parte segunda, pág. 28.

29 Comprobaciones históricas, parte segunda, pág. 52.

30 Véase cómo define Mitre el objeto de la historia en Comprobaciones históricas, parte primera, pág. 203: “Dar ordenación clasificándolos, a esa masa de hechos informes o no bien definidos; desprender de ellos su correlación necesaria, su trascendencia y eficiencia; asignarles su significado, desentrañando la acción consciente de los actores en ellos o el resultado fatal que debían producir o han producido; formar de las partes un conjunto, y del conjunto la ley a que ha obedecido en sus múltiples transformaciones y evoluciones, hasta asumir una forma articulada y una constitución orgánica, tal es el objeto de la historia, de cualquier modo que ella se escriba, y tal es la inteligencia que de la nuestra nos han dado los historiadores que se han venido sucediendo, ya sea acompañando servilmente los sucesos, ya salvándolos del olvido, ya proyectando sobre ellos una luz más o menos viva, más o menos falsa, porque todo eso sirve a formar los elementos del juicio racional o de la conciencia colectiva. No se acierta sino errando; ni se juzga sino por comparación”.

31 Historia de Belgrano, t. VI, pág. 298.

32 Historia de Belgrano, t. VI, pág. 47.

33 Historia de Belgrano, t. VI, pág. 200: “El día que unos cuantos hombres comprendieron esto, estalló la revolución. Por eso la revolución, incubada por una minoría ilustrada, fue recibida por las Masas como una ley que se cumplía, sin sacudimientos y sin violencias”.

34 Rivadavia, en “Arengas”, t. III, pág. 30: “Fue entonces cuando Rivadavia, poniéndose al frente del gobierno supremo de las Provincias Unidas, aceptó el reto y dijo con resolución: ‘Ha llegado el momento de oponer los principios a la espada’. Esta actitud salvó en aquella ocasión el porvenir de las instituciones verdaderamente republicanas en la América meridional”.

35 Historia de Belgrano, loc. cit. y t. VI, pág. 289.

36 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 325-326; t. VII, pág. 227: “Pero cuando empiezan las revoluciones, lo más difícil es tener la inteligencia de la conciencia pública, entidad misteriosa que escapa a la penetración de los mismos que participan de las tendencias de la mayoría; y esa inteligencia se forma primero en las Masas que en los directores de un gran movimiento, porque, creyendo éstos dirigirlo con ideas abstractas o preconcebidas, no advierten que ellas pugnan con los hechos”.

37 Véase nota 9.

38 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 161 y ss.; 325-326, 331, 339, y las que se indican en la nota.

39 Pueden señalarse muchos pasajes que evidencian su condenación de los caudillos; véase, como ejemplo: Historia de Belgrano, t. VI, págs. 410-411, 453; t. VII, págs. 195, 222, 260, 336-337; t. VIII, págs. 142 y ss., 253, 280; Historia de San Martín, t. III, pág. 143; “Arengas”, t. I, pág. 68. Vale la pena destacar que, analizando la proclama de López y Ramírez al pueblo de Buenos Aires en 1820, señala cómo ha aparecido ya en los caudillos un sentimiento nacional (Historia de Belgrano, t. VIII, pág. 340).

40 Véanse los textos anteriormente citados y en especial el último.

41 Historia de San Martín, t. I, pág. 141; y “Arengas”, t. II, pág. 208.

42 Historia de Belgrano, t. VI, pág. 293: “Precédenlos (a los pueblos) en esa vía naturalezas privilegiadas, que presienten los acontecimientos futuros sin tener su clara inteligencia, y que más atrevidos o más generosos marchan a vanguardia de las revoluciones explorando el terreno en procura del bien desconocido”.

43 Comprobaciones históricas, parte primera, págs. 340-341.

44 Historia de San Martín, t. V, pág. 128.

45 Comprobaciones históricas, primera parte, págs. 202-203, cf. Historia de Belgrano, t. VIII, pág. 270.

46 Historia de Belgrano, t. VIII, págs. 365-366.

47 Obsérvese la clara percepción de las mutaciones históricas que hay en el cuadro que ofrece en Rivadavia, “Arengas”, t. III, págs. 19 y ss.; intentos de una precisa periodización se advierten en Historia de Belgrano, t. VI, págs. 105, 220-221, 297-298; t. VII, págs. 312-313; véase Comprobaciones históricas, “Advertencia”, págs. XLIII-XLIV, e Historia de San Martín, t. III, págs. 123-124.

48 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 11 y ss.

49 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 57 y ss.; t. VII, págs. 386-387.

50 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 43-44, 242.

51 Historia de Belgrano, t. VI, pág. 57.

52 Historia de Belgrano, t. VI, pág. 17. Es digno de ser señalado el hecho de que esta observación no haya conducido a Mitre a una explicación económica del separatismo del litoral.

53 Historia de Belgrano, t. VI, pág. 56.

54 Véase cómo destaca ese hecho, fundamental para el problema que constituye su punto de partida, en los siguientes pasajes: Historia de Belgrano, t. VI, págs. 142, 152, 156, 194, 199; Comprobaciones históricas, parte primera, págs. 100-101, 201-202.

55 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 273-274; Comprobaciones históricas, parte primera, págs. 204-205.

56 Historia de Belgrano, t. VI, pág. 342.

57 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 415-416.

58 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 432-433; t. VIII, pág. 275.

59 Historia de Belgrano, t. VI, pág. 319.

60 Historia de Belgrano, t. VII, pág. 204.

61 Historia de Belgrano, t. VII, págs. 283, 297, 304.

62 Véanse las notas 39 y 66.

63 La presencia del sentimiento de comunidad americana está señalada en múltiples pasajes, pero no se destaca su significación; véase, por ejemplo, Historia de Belgrano, t. VI, págs. 269, 278, 280, 408; t. VII, págs. 18, 93, 117, 352. Pero basta para percibir cómo ha sido observado y —en otro sentido— no valorizado este sentimiento, la lectura del capítulo primero de la Historia de San Martín.

64 Historia de Belgrano, t. VI, pág. 416.

65 Historia de Belgrano, t. VI, pág. 453; t. VII, pág. 297.

66 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 410-411, 453; t. VII, págs. 195, 222, 260, 336-337, 388; t. VIII, págs. 142 y ss., 253, 280; Historia de San Martín, t. III, pág. 143.

67 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 1-2, 446; t. VII, págs. 311 y ss.; “Arengas”, t. III, pág. 31.

68 Véase la visión de conjunto que, en tal sentido, proporciona el capítulo XXX, passim, de la Historia de Belgrano.

69 Véase nota 66 y Comprobaciones históricas, “Advertencia”, págs. XLIII-XLIV.

70 Historia de Belgrano, t. VI, pág. 438.

71 Historia de Belgrano, t. VII, págs. 289, 298-299.

72 Véase nota 61 e Historia de Belgrano, t. VI, págs. 242-243.

73 Historia de Belgrano, t. VII, págs. 309 y ss.

74 Historia de Belgrano, t. VI, pág. 74; t. VII, págs. 85-86; Historia de San Martín, t. I, págs. 59, 125, 129; t. IV, págs. 217, 440; t. V, pág. 113.

75 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 32, 57 y ss.; t. VII, pág. 352.

76 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 60-61.

77 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 65 y ss., 282 y ss.

78 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 75 y ss., 204 y ss., 225, 257 y ss., 274, 278.

79 Véase la oposición en Historia de Belgrano, t. VII, págs. 221 y ss.

80 Véase, sobre los “hombres de principios”, Historia de Belgrano, págs. 259 y 263; “Arengas”, t. I, pág. 189.

81 Historia de Belgrano, t. VII, págs. 226-227, 301.

82 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 325-326.

83 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 437-438.

84 Mitre lo señala en numerosos pasajes; véanse, entre otros, los siguientes: Historia de Belgrano, t. VI, pág. 453; t. VII, págs. 223, 297.

85 Véanse los pasajes citados en las notas 39 y 66.

86 Historia de Belgrano, t. VI, págs. 452, 413-416.

87 Historia de Belgrano, t. VII, págs. 68-69, 89 y ss., 203.

88 Historia de Belgrano, t. VIII, págs. 221 y ss.

89 Historia de Belgrano, t. VIII, pág. 340.

90 Historia de Belgrano, t. VII, págs. 273-274.

91 Véase por ejemplo, Historia de Belgrano, t. VII, pág. 256; t. VI, págs. 101, 271.

92 Historia de Belgrano, t. VII, pág. 245.

93 Historia de Belgrano, t. VI, pág. 232; t. VII, pág. 256.

94 Historia de Belgrano, t. VII, págs. 354-355.

95 Historia de Belgrano, t. VII, pág. 311.

96 Historia de Belgrano, t. VII, págs. 312-313.

97 Historia de Belgrano, t. VII, pág. 336.

98 Historia de Belgrano, t. VI, pág. 452.

99 Rivadavia, en “Arengas”, t. III, pág. 13.

100 Discurso en la jura de la Constitución Nacional, en “Arengas”, t. I, pág. 186.

101 Rivadavia, en “Arengas”, t. III, págs. 15-16.