A propósito de la quinta edición de ‘Las ideas políticas en Argentina’. 1975

Voy a ser todo lo breve que pueda, teniendo en cuenta lo mucho que se me ocurre que debería decir. Porque tengo que empezar diciendo lo que significa para mí este acto en esta librería [Librería Tomás Pardo], que es casi mi casa no sólo por la cordialísima acogida que siempre he recibido en ella, no sólo por la generosa simpatía que han tenido siempre para conmigo, sino porque la historia es muy anterior. En esta librería compró libros mi padre, que murió en 1919. En esta librería hizo buena parte de su biblioteca mi hermano Francisco. Y en esta librería hice yo una buena parte de mi propia biblioteca. Aquí tenía mi hermano Francisco su tertulia predilecta cuando salía de [la Facultad de] Filosofía y Letras. Era no ya la vieja época de la primera librería, esa que yo recuerdo de niño, con don Tomás Pardo y Rafael Ruiz López, sino que era la época de don Tomás, siempre moviéndose por entre el grupo que se reunía alrededor de mí hermano y al que yo pertenecía, y —debería decir, de la manera más vulgar y convencional— el grupo al que yo tenía el honor de pertenecer. Porque era efectivamente un honor ser discípulo de mi hermano, que en esa función era mucho más que mi hermano. Se mezclaba lo paternal y lo intelectual de una manera inolvidable, que acaso algún día yo debería recordar.

En esta casa ahora se celebra —digamos así— la aparición de la quinta edición de este libro, y Carballeira y Fontao han tenido la noble idea de pedirle a Gregorio Weinberg que dijera estas palabras que ha pronunciado recién. Él es notoriamente generoso y siempre hay que descontarle algo de todo lo que dice. Pero no mucho porque, independientemente de los adjetivos, él sabe que pensamos lo mismo, que nos comportamos lo mismo. De tal manera que nuestra solidaridad tiene mucho que ver con la tarea intelectual y mucho que ver, también, con las maneras de la conducta, cosa que a él y a mí nos importa mucho. Yo le agradezco muy vivamente lo que ha dicho.

En cuanto al libro mismo, me abisma pensar que va a cumplir el año que viene treinta años. Su historia casi no es mi historia. Yo era en aquella época un estudioso ferviente de la historia romana y empezaba a dar mis primeros pasos por la medieval. En buena parte, esos primeros pasos estaban relacionados con la llegada al país de Claudio Sánchez Albornoz. Esa era mi pasión. Una pasión casi obsesiva, una pasión casi de coleccionista, que me incitaba a mantenerme en ese limpio y aséptico campo de la erudición, que siempre me gustó y al que no he renunciado nunca, pero que no consiguió, sin embargo, ser lo suficientemente tentador como para que yo aceptara definitivamente la concepción de la vida propia del erudito.

Antes de este libro, de 1946, ya había publicado otros que Weinberg ha tenido la generosidad de recordar. Lo primero que publiqué, en 1938, fue un estudio sobre El Estado y las facciones en la Antigüedad, que traigo a colación exclusivamente para decir que esa vez, cuando nadie conocía mi existencia en este campo (porque yo era hermano de un filósofo y, en consecuencia, presuntivamente filósofo heredero), recibí una carta inolvidable de don Gregorio Halperin. La más hermosa que recibí entonces y una de las más hermosas que he recibido nunca. Esta carta no era un azar y, por algunas razones que yo sé, era imprescindible que yo pronunciara su nombre esta noche.

Metido en este mundo, empezaron a pasar en el país muchas cosas. Yo apenas había escrito sobre historia argentina pero tenía una especie de vasto entusiasmo por la lectura de las obras clásicas, fun-damentales. Para esta época —mediados de la década de los cuarenta— creo que había leído las dos terceras partes de la literatura argentina, especialmente de la relacionada con los ensayos y las ideas.

En 1944 o 1945 llegó a Buenos Aires don Daniel Cosío Villegas, fundador del Fondo de Cultura Económica, que hacía un largo viaje por toda América latina para solicitar los primeros títulos de lo que luego sería la colección Tierra Firme. Habló con mucha gente acerca de este título. No quiero indicar categorías, calidades o sectores para no señalar ninguna pista que naturalmente sería un poco desagradable. Hizo su composición de lugar y un día analizó los resultados de su encuesta —llamémosle así— con don Pedro Henríquez Ureña, quien era en esa época profesor en el Colegio Nacional de La Plata y con quien yo viajaba tres o cuatro veces por semana en el tren de las 12 y 15. Esta precisión es importante, porque esto significa que durante muchos años, quizá desde el ’40 hasta su muerte, independientemente de las veces que tuve la fortuna de visitarlo en su casa y de verlo en diversas reuniones, he tenido esta especie de monopolio de quien se sienta al lado. Él se sentaba del lado de la ventanilla y sacaba sus deberes para corregir con esa pulcritud verdaderamente conmovedora del hombre que sabía que en todas partes estaba su deber, y cada cierto tiempo yo lo interrumpía —a veces de manera discreta y a veces, supongo, de modo indiscreto— como un sujeto que acumulaba las preguntas esperando que llegara el momento de cortar su trabajo y decirle: “Don Pedro, ¿qué opina de esto?, ¿qué le parece esto otro?”. Esto fue durante más de cinco años en el tren de las 12 y 15, a la ida, y en el tren de vuelta de las 5 y 32, de una manera que me permitió afirmar —y así lo digo en la dedicatoria del libro— la existencia de un discipulazgo que no sé si hubiera podido afirmar en otras circunstancias. No fui su discípulo, no me dediqué a seguir los estudios específicos a los que él se dedicó de manera básica. Sí a los que hizo de modo general, pues él se dedicó a todo, y a ellos nos hemos ido dedicando todos. Yo debo decir —ya lo dijo en parte Weinberg— que don Gregorio Halperin y don Pedro Henríquez Ureña —y no menciono a mi hermano para no repetir— han sido las dos grandes figuras del humanismo que yo he conocido en la Argentina. Además, los dos se parecían en una cosa: en la inmensidad de cosas que sabían. Para decirlo de una manera rápida, lo sabían todo. Pero se parecían, además, en la manera de saber, en esa especie de elegancia intelectual que proporciona no sólo el saber mucho sino el haber sabido de cierta manera, como para que todo el saber se funda en una suerte de torrente que, al fin de cuentas, resulta ser la vida misma para un hombre de pensamiento.

Ellos fueron así, y yo tuve en cierto sentido este privilegio de ser su discípulo. Cada uno, de una manera. El pobre don Gregorio Halperin, inclusive, asumió una vez la misión de enseñarme latín, y ahí estábamos peleando con mi escasa pasión por una lengua instrumental que me era imprescindible pero cuyo estudio nunca me gustó. Don Pedro Henríquez Ureña me enseñó tantas cosas que resultaría imposible que yo las pudiera sintetizar.

Y este hombre que me conoció bastante joven, que me conoció, además, por una peculiaridad de la vida intelectual de aquellos años, como el más joven de un grupo de gente mayor, cuando don Daniel Cosío Villegas le comunicó el resultado de su encuesta sobre quién podía hacer este libro, dijo: “El que puede hacerlo es fulano”. Ese fulano era yo, de tal manera que la dedicatoria es apenas una debilísima muestra de un reconocimiento que, de cualquier manera, no se satisface en modo alguno en el hecho de que él haya sugerido mi nombre para hacer este libro. En todo caso, sería una sombra del reconocimiento que yo le debo por todo lo que he aprendido de él, no en materia de cosas concretas, sino en materia de entender la vida intelectual. En esto sí me creo discípulo de los dos: en materia de cómo es la vida de un hombre que asume la misión intelectual. Eso es lo que yo creo que se puso de manifiesto el día que don Daniel Cosío Villegas me encargó este libro y yo, contra toda mi tradición de estudioso, decidí hacerlo, aun sabiendo que no era un especialista en esta materia, que mis lecturas eran abundantes en algunos temas y en otros mucho menos. Descubrí, sin embargo, que había aquí una responsabilidad moral importante que me parecía imprescindible aceptar y que yo tuve el gusto de aceptar.

Era un momento muy curioso. Este libro se empezó a escribir a fines de 1944 y principios de 1945. Escribir sobre las ideas políticas en la Argentina en esos años es cosa que quizás algunos puedan calibrar y otros no. Yo decidí escribirlo y decidí ponerle un epílogo que es uno de los orgullos de mi vida. En ese epílogo se declaraba —año 1946— una filiación política que no era, por cierto, la del gobierno. La declaraba no sólo porque me dio la gana de declararla, sino porque además me pareció que era un deber establecer una pauta para que el lector tuviera una referencia acerca de cuáles eran los puntos de vista del autor; puntos de vista que el autor, con el mayor escrúpulo, trataba de no hacer pesar sobre sus interpretaciones de las cosas. Así lo dije y así salió en la primera edición de 1946; y así ha seguido saliendo, porque no he querido que nunca desaparezca.

Ese libro me proporcionó grandes satisfacciones. Hubo en nuestra casa una reunión inolvidable, donde estaban Daniel Cosío, Pedro Henríquez Ureña y su mujer, su hermano Max, y a él, que en ese momento era embajador de la República Dominicana, le encargó don Daniel Cosío Villegas que me entregara una condecoración que fabricaron en el primitivo local del Fondo de Cultura Económica que estaba ubicado en Piedras e Independencia. Allí la fabricaron con una parte que era una bandera argentina y una parte que era una bandera mexicana, y luego un gran corazón de plata en donde está grabada una inscripción que dice algo así como “Caballero de Honor de la Orden del Corazón, Fondo de Cultura Económica, 1946”.

Después un grupo de amigos hizo una reunión, que era en cierto modo una reunión política, donde se dijeron varios discursos y donde hubo una especie de consenso acerca de que todos los que estábamos allí habíamos descubierto que este era un libro de combate, un libro polémico. Hablaron muchas personas, y si fuera poco todo lo que he dicho antes acerca de las innumerables satisfacciones que esta reunión me proporciona, otra es que está aquí, inesperadamente, una de las personas que habló en ese acto, mi viejo y queridísimo amigo el doctor Valmaggia. Hablaron también Leónidas de Vedia, que ha muerto hace muy poco, Carlos Sánchez Viamonte y mi viejo y querido amigo Luis Baudizzone.

La suerte de este libro ha sido como la de todos los libros. Se ha vendido mucho. Supongo que también se ha leído mucho. Tiene ya dos ediciones en inglés y en muchas universidades norteamericanas es texto. Hasta la cuarta edición figuraban en la contratapa conceptos muy elogiosos de diversas revistas norteamericanas. No sé si atreverme a decir que estoy convencido de que ha creado opinión, de que ha constituido un marco de referencia para mucha gente. Es casi lo más a que puede aspirar un autor. Yo estoy muy orgulloso, particularmente, de algo que Weinberg ha señalado agudamente y que no ha sido señalado: yo estoy muy orgulloso de haber sistematizado lo que llamaríamos la tercera parte de la historia argentina. La Historia Argentina la inventó Mitre, digamos la verdad. Yo escribí un largo estudio, que La Nación publicó en folleto, y estoy absoluta-mente convencido de que durante mucho tiempo la Argentina no ha tenido más que esta visión. Y creo que el período hasta el que llegó Mitre está signado por la mirada de Mitre, a la que ya en los últimos tiempos, a partir del ‘70 [1870], digamos, se le fueron agregando algunos puntos de vista nuevos, encarados por Saldías o por Quesada, pero en todo caso como ligeras correcciones, como pequeñas ampliaciones de criterio con respecto al juicio más bien político y ético, que no a la interpretación general.

El caso es que después, a pesar de que en la Argentina ha habido personas distinguidísimas que se dedicaron a los estudios históricos, como Juan Agustín García —uno de los hombres a los que respeto más— o Juan Álvarez, lo cierto es que en relación con lo ocurrido después de las tres presidencias históricas y lo ocurrido después del ’80 en la Argentina, yo me atrevería a decir —puesto que no somos muchos, puedo decirlo en confianza— que este período estaba absolutamente informe. Si ustedes observan los textos y los libros corrientes que circulaban, había hasta 1880 una frase que implicaba una conceptuación: para el período que empieza con Caseros se decía “La Organización Nacional”. Era un concepto con el cual se trataba de interpretar lo que había ocurrido. Después del ’80 comenzaba lo que se denominó “Las presidencias”, y entonces se hablaba del general Roca y se explicaba que había construido caminos y que había levantado ferrocarriles y se seguía inexorablemente con Juárez Celman, con Pellegrini, hasta la presidencia de tumo o quizás dos antes, porque en la Argentina siempre ha existido el prejuicio de que hay un límite entre la historia y la política que no debe ser sobrepasado. Yo me niego rotundamente a este juicio. La historia termina con cada uno de nosotros, porque el pasado termina en el instante en que cada uno está pensando. Admito que se debe hacer un esfuerzo mucho mayor de objetividad, que hay que multiplicar los controles, pero si un historiador no tiene oficio —y su oficio no es sólo la heurística, no es sólo averiguar si el documento es auténtico o no, si tie-ne o no raspadura—; si el historiador, digo, no tiene el oficio —y su oficio es fundamentalmente la capacidad de desdoblar su juicio como para diferenciar lo que es objetivo de lo que es subjetivo— que le permita enfrentar el presente con objetividad, yo diría que no es un historiador.

Yo decidí sistematizar el período que comienza en 1880 y ponerle una designación (“La Argentina aluvial”), que aludía al fenómeno que a mí me parecía decisivo y fundamental de ahí en adelante, tal la metamorfosis que en la sociedad argentina opera la inmigración.

Con el agregado de que para más de un colega la inmigración era no sólo un fenómeno inexplicable sino también —como ha dicho bien Weinberg— un fenómeno marginal, y para muchos otros colegas un fenómeno lamentable. Yo estoy convencido de que la Argentina de hoy es la que se ha hecho con la inmigración. Creo que es, además, uno de los fenómenos más estupendos que han ocurrido en la Argentina y además uno de los más audaces como experimento no sólo demográfico sino también social, con amplitud de imágenes, que promovió la generación del ochenta, aunque luego —triste es decirlo— no supo encauzarlo como correspondía. Pero el caso es que el fenómeno se produjo y el protagonista de la historia argentina cambió de un modo sustancial. Por ello, la única forma de entender en el futuro a la Argentina, desde 1880 en adelante, era darle a esta nueva sociedad creada por la inmigración la significación que tenía.

Quizá sea de eso de lo que estoy más orgulloso y satisfecho. Tengo la impresión de que no se ha reparado suficientemente sobre este dato y le agradezco a Weinberg que lo haya puntualizado.

El libro va a cumplir treinta años. Fue escrito en una época difícil. La quinta edición es tan militante como era la primera. Ésta, confieso que me enorgullece. Luego de este libro volví a la historia medieval, sigo haciendo historia medieval, y cada cierto tiempo tengo la tentación o de escribir un nuevo capítulo para este libro o de escribir artículos en revistas, o de escribir, inclusive, artículos en revistas ya casi de divulgación, y también me he sentido obligado a militar políticamente. Todo esto, al margen de la erudición, porque me parecía que era una obligación de ciudadano. No creo que la erudición sea algo defendible si sirve para evitar que un ciudadano siga siéndolo.

He escrito varias cosas, he militado en política y he dicho siempre todo lo que me ha parecido que tenía que decir: lo justo, lo correcto, lo que era una opinión; sin excesos de espíritu faccioso pero sí con pasión.

Y llegado el momento de festejar la quinta edición de este libro —que no es de mi especialidad— todavía estoy en duda si de lo que estoy más orgulloso es de las más severas, más rigurosas, más eruditas obras que he escrito en el campo de los estudios medievales, o si de este libro que a lo mejor no es tan severo pero es el libro de un ciudadano que se siente hombre de su tiempo, de su país y de su mundo, y que no está dispuesto a ningún precio a renunciar a lo que cree es la condición fundamental de un hombre, de un ser humano.