América Latina y la idea de Europa. 1964


Quizá podría cuestionarse —y de hecho se ha cuestionado— si Latinoamérica existe como una unidad real. Pero, cualquiera sea la respuesta que se dé a ese interrogante, es innegable que existe al menos como una unidad mirada desde Europa, en relación con la cual se ha desenvuelto siempre en una suerte de diálogo de muy variados matices. No significa esto que no se hayan dado en Latinoamérica ciertos procesos autónomos. Por el contrario, significa, precisamente, que se han dado desde un comienzo; pero tales procesos han debido conjugarse con otros desencadenados fuera de su área, dirigidos y controlados desde Europa, y por eso Latinoamérica ha debido ajustar su desarrollo a ciertas constricciones impuestas por quienes conservaban el poder de decisión o ejercían influencias decisivas. Podría decirse que el desarrollo latinoamericano resulta de cierto juego entre una vigorosa originalidad y una necesidad de adecuarla luego a ciertos esquemas de origen extraño que la limitan y constriñen.

Esta circunstancia hace inexcusable el examen de las variables relaciones entre Latinoamérica y Europa, y más inexcusable es si se trata de establecer las líneas autónomas del proceso de desarrollo histórico latinoamericano. Quizá ha sido Latinoamérica más original de lo que suele pensarse, y quizá sean más originales de lo que parecen a primera vista ciertos procesos que, con demasiada frecuencia, consideramos como simples reflejos europeos. Las relaciones de dependencia que han caracterizado a Latinoamérica se establecieron en la instancia de las decisiones. Y ha habido, sin duda, influencias decisivas ejercidas no sólo a través de la autoridad sino también a través del prestigio. Pero ha habido procesos autónomos: unos que han tomado a veces la forma de un enfrentamiento agresivo y otros que se han desarrollado al margen del campo regido y orientado por la influencia o el poder europeos, o sordamente, por debajo de los esquemas, hasta que alcanzaron tal grado de madurez que irrumpieron como expresión de una realidad antes ignorada.

Hoy, cuando esos procesos autónomos —originales y locales— han alcanzado una avanzada madurez, se advierte que desde hace ya mucho —desde los días mismos de la conquista y la colonización— Latinoamérica y Europa fueron dos mundos diferentes, el viejo y el nuevo mundo. Cada uno de ellos operaba en alguna medida en función del otro: Europa como el foco dinámico de una vasta área de influencia y Latinoamérica como uno de los sectores de su periferia. En esa desigual interacción, cada uno se hizo una imagen del otro que, aunque varió en el tiempo, condicionó siempre el comportamiento recíproco.

Muchas veces se han recogido testimonios de las imágenes sucesivas que los europeos se hicieron de Latinoamérica. Nos han importado la de Oviedo, la de Acosta, la de Azara, la de d’Orbigny, para no citar a otros innumerables viajeros europeos cuyos relatos nos seducen porque nos descubrimos a través de su renovado descubrimiento. Pero para comprender las formas del comportamiento latinoamericano, las formas que alcanzó el lento y trabajoso proceso de conquista de la propia individualidad en cada área latinoamericana, es igualmente importante, o aún más, precisar las imágenes sucesivas que Latinoamérica se hizo de Europa. ¿Fue siempre la misma? ¿Fue una sola en cada momento? ¿Qué contenidos y qué valores parecía tener para los europeos de América y para los nuevos grupos étnicos y sociales que se constituían en cada país latinoamericano ese mundo remoto de donde llegaban las decisiones, las influencias, las constricciones? Latinoamérica percibió muchas cosas distintas a través de la palabra Europa, y lo que recibió suscitó reacciones diversas que se integraron en un sistema de actitudes espontáneo y original, aun cuando en muchos aspectos sólo se compusiera de respuestas a estímulos extraños.

Si la palabra Europa significa, más que un ámbito geográfico, un ámbito cultural, es explicable que Latinoamérica haya recogido los contenidos culturales de quienes operaron la conquista y la colonización. Pero luego ha recogido otros contenidos culturales que estaban implícitos en el tipo de influencia que los demás países europeos ejercieron sobre ella. Europa ha saturado a Latinoamérica y para muchos es sólo una proyección de ella. Para otros, naturalmente, Europa no significa sino un conjunto de influencias negativas, y entre ambas opiniones caben, sin duda, numerosos matices. Pero vale la pena tomar en cuenta los elementos polémicos porque son ellos, precisamente, los que revelan la intensidad con que ha operado la imagen que —con muchas variantes— se ha hecho Latinoamérica del “Viejo Mundo”, en cuya órbita giraba como parte del “nuevo”.

Es innegable que los rasgos fundamentales de la conquista derivan de la convicción que abrigaban los conquistadores de su pleno derecho a tomar posesión de Latinoamérica. El nuevo continente descubierto fue considerado tierra de nadie, lo cual significaba que las poblaciones indígenas carecían de derecho a la posesión de la tierra y a la autodeterminación. Los fundamentos de esta actitud deben buscarse en los sistemas de valores elaborados durante la Edad Media en relación con la raza y la religión o, más exactamente, en relación con las diferenciaciones culturales y sus fundamentos carismáticos. La Europa cristiana representaba no tanto un área religiosa como un ámbito cultural, aun cuando su fundamento absoluto fuera de signo religioso. La palabra “cristianismo” representaba, ciertamente, no tanto una religión como una cultura. Esta idea adquirió su mayor vigor en España, y fue la que inspiró la actitud de los conquistadores. En grado distinto inspiró la actitud de Portugal o Inglaterra. Y fue esa idea la que justificó la conquista y la colonización. Las poblaciones indígenas americanas fueron equiparadas a los turcos que amenazaban a Europa y comprometían no sólo la posesión del suelo sino también la cultura europea de signo cristiano. La conquista fue una guerra de culturas, esto es, una guerra sin cuartel en la que la victoria significaba el aniquilamiento del vencido o, al menos, la sumisión incondicional. El continente conquistado debía transformarse en una nueva Europa en la que, por desgracia, subsistirían algunos grupos sociales y algunos elementos culturales no europeos; pero a aquellos les estaba reservada la condición de sometidos sin derechos, lo cual significaba su transformación en instrumentos económicos para uso de los conquistadores. No faltaron afirmaciones teóricas en contrario, pero los hechos reiterados probaron que esa actitud era radical e irreversible.

A esa actitud correspondió una política colonizadora coherente. La colonización, en cuanto fue deliberada, consistió en un intento de impostar la cultura europea como un todo sobre lo que se sostuvo que era un vacío cultural. También en este aspecto hubo opiniones disidentes, pero que no llegaron a modificar el sentido de los actos concretos. Esa impostación constituyó un esfuerzo gigantesco por parte de los colonizadores, porque, de hecho, América no era un vacío cultural. Si pudieron hacer ese esfuerzo —y, además, obtener ciertos frutos— fue porque los colonizadores trabajaban sobre una imagen de América perfectamente delineada y totalmente irrevocable. La experiencia no la deshizo sino muy lentamente, y entretanto subsistió la imagen preconcebida. Esa imagen que los europeos se hicieron de América correspondía a la que, en las guerras de culturas, se habían hecho los europeos de Europa misma. Europa era, en última instancia, el nuevo pueblo elegido, el poseedor de la verdad, el destinatario de la revelación, esto es, el depositario de una cultura superior. Esta imagen de Europa siguió animando a los colonizadores durante varios siglos. Los colonizadores se llamaron “españoles o portugueses de América”, y si bien fueron considerados un poco inferiores a los españoles o portugueses de España o Portugal, todavía eran cualitativamente distintos en grado absoluto de las poblaciones indígenas americanas.

Los mecanismos para la impostación de la cultura europea como un todo sobre la realidad americana fueron diversos. No fueron absolutamente inéditos, pero adquirieron algunos matices originales que los hicieron particularmente eficaces. Ante todo, se aglutinó la población conquistadora y colonizadora en ciudades regularmente organizadas, dentro de las cuales se aseguraba el mantenimiento de la cohesión social y cultural del grupo; desde ellas se regía el destino de la comarca mediante un sistema institucional riguroso, dibujado en la metrópoli según esquemas europeos y, aunque afín a las tendencias generales de los grupos conquistadores y colonizadores, con frecuencia inadecuado para las nuevas e imprevisibles situaciones que se constituyeron en cada región de América. En segundo lugar se estableció un régimen económico que aseguraba a los conquistadores y colonizadores la posesión de los bienes de producción —tierras, minas, etc.— y la disponibilidad de mano de obra gratuita. Pudieron alegarse para la sumisión de las personas razones diversas, pero en nada modificaron el hecho concreto. Finalmente se emprendió una enérgica labor de catequización, mediante la cual se intentaba la incorporación —externa y formal, al menos— de las poblaciones sometidas al sistema cultural de quienes las habían sometido y, sobre todo, la justificación trascendental —y en ocasiones mágica— del nuevo orden. Estos mecanismos, aunque con tropiezos, funcionaron eficazmente e imprimieron su sello a la situación latinoamericana.

Considerada tal situación, es evidente que para conquistadores y colonizadores el designio supremo consistía en que Latinoamérica fuera una nueva Europa. De donde resulta claramente que la idea de Europa vigente, para los grupos conquistadores y colonizadores, durante los primeros tiempos de la colonia, fue la de un área cultural de valor supremo, que estaba fuera de toda comparación con los valores de la cultura indígena. Europa era la civilización cristiana, antes en lucha contra musulmanes y turcos, y ahora en lucha contra otros idólatras. Pero otra muy distinta fue la que se hicieron los grupos sometidos: para ellos Europa fue, simplemente, el lugar de origen de los conquistadores, con todos los rasgos negativos que ello entrañaba.

Aquella idea de Europa comenzó muy pronto a diversificarse. Cuando las posesiones españolas y portuguesas —las más extensas— se asentaron y se tornaron productivas, las metrópolis sufrieron un proceso singular. Tanto España como Portugal comenzaron a adoptar en Europa la actitud marginal que las caracterizó durante largo tiempo y, al mismo tiempo, declinaron política y económicamente. Otras potencias, en cambio, ascendieron, y orientaron sus miradas hacia Latinoamérica con distintos designios.

Entretanto había cundido la Reforma protestante. Para los grupos colonizadores de América española, la idea de Europa comenzó a diversificarse. España y Portugal siguieron siendo durante la época colonial áreas culturales de valor indiscutido. Pero, en primer lugar, comenzó a advertirse la presencia de un matiz entre españoles o portugueses de España o Portugal y españoles o portugueses de América. Para estos últimos, la intangibilidad excluyente de los valores del área cultural ibérica comenzó a debilitarse, y se debilitaría progresivamente hasta convertirse inversamente en valor positivo la expresión “criollo”. En segundo lugar, España y Portugal empezaron a diferenciarse de Europa. Europa era el lugar de origen de piratas y bucaneros que atacaban y destruían ciudades y se apoderaban de la rica carga de los galeones; también era el lugar donde progresaba la herejía y el protestantismo se transformaba en religión oficial de algunos Estados; era el lugar donde caía el poder de la monarquía absoluta y donde se producían grandes cambios sociales. Europa, fue, sobre todo, Holanda e Inglaterra, con su contexto de protestantismo y revolución capitalista. Entretanto, España y Portugal parecieron inmutables —y lo parecieron más vistos desde Latinoamérica—, y en consecuencia ajenos a Europa que, reducida a los rasgos que se captaban de ella en Latinoamérica, se cargaba con un signo cada vez más negativo. Bien entendido, para las poblaciones sometidas este distingo careció de significación y seguramente ni fue advertido: Europa seguía siendo un conjunto; el área de origen de los conquistadores y de sus propios males.

Para los grupos colonizadores de fines del siglo XVIII y principios del XIX, la idea de Europa volvió a enriquecerse y diversificarse. El pensamiento de los enciclopedistas dividió las opiniones, y más aún las dividieron la Revolución francesa y la política napoleónica. España y Francia parecieron dos polos de una misma realidad, o acaso dos realidades irreconciliables. El juicio de valor fue diverso para los distintos grupos, según su grado de conformismo o disconformismo: afrancesados o castizos, amigos del progreso o amigos de la tradición, liberales o conservadores. Este compromiso de cada grupo con cierta corriente de pensamiento, que entrañaba una distinta imagen de Europa, se estrechó cuando comenzaron a advertirse las primeras consecuencias de la Revolución Industrial sobre el mercado americano. La incitación a la libertad de comercio no sólo era una invitación al enriquecimiento, sino también al desalojo del monopolio de que disfrutaban ciertos grupos. España e Inglaterra parecieron también dos polos de una misma realidad, o acaso dos realidades distintas. Y también el juicio de valor fue diverso en unos grupos y otros.

A partir de esta época, la idea de Europa se diferenció marcadamente, sobre todo, de la idea de España. Para unos y otros, para tradicionalistas y progresistas, España fue la tradición y Europa el cambio. Pero uno y otro significado adquirían distinto valor según la tendencia de los grupos sociales, sin que todavía, empero, pareciera que se excluían necesariamente. Los afrancesados admitían la hipótesis de que España se sumara a la política de cambio, en tanto que los tradicionalistas confiaban en que España volviera a sus viejos carriles como lo intentó la Santa Alianza.

La emancipación precipitó las imágenes. España fue el pasado y Europa —que representaba la libertad de conciencia, el pensamiento racional, la ciencia moderna, el desarrollo técnico, la libertad de comercio— fue el presente y el futuro. La imagen de una Europa sin España —esto es, sin el tradicionalismo conservador— arraigó fuertemente en los grupos predominantes. Con ella el juicio sobre lo europeo adquirió un tono generalizadamente positivo, en tanto que el juicio sobre lo español adquirió un tono negativo. Bien entendido, Europa era, prácticamente, Francia e Inglaterra. Las minorías cultas comenzaron a nutrirse en las fuentes de la primera, en tanto que para el desarrollo económico buscaron y aceptaron a la segunda; y sólo como reacción reverdeció alguna vez, efímeramente, la afirmación de los valores hispánicos.

En algunos países, la aparición de la inmigración europea masiva —española, italiana, judía, centroeuropea— modificó a cierta altura del siglo XIX el tono generalizadamente positivo con que se cargaba la idea de Europa. Grupos populares, generalmente poco instruidos y dispuestos a ascender de clase, los que se constituyeron con la inmigración movieron a las élites locales a distinguir dos Europas; y la Europa popular de la que hubo experiencia personal directa se diferenció de aquella otra a la que tenían acceso sólo las élites a través de la literatura, o de los negociadores de inversiones y préstamos, o del contacto personal en los altos círculos de París o Londres. Desde entonces el contraste fue flagrante. Si en algunas regiones la palabra “gringo” entrañaba cierto resentimiento frente al extranjero que controlaba la riqueza, y en el que reconocía una condición superior, en otras se cargó de sentido peyorativo ante el cuadro de los sectores inmigrados que ocuparon posiciones sociales inferiores.

Un nuevo cambio se produjo cuando comenzó a definirse la personalidad nacional de los distintos países latinoamericanos. El dilema entre criollo y español —con lo que significaba de contraposición de valores— fue sustituido en algunos lugares por la antítesis entre lo nacional y lo extranjero. La idea de Europa volvió a cambiar. Lo nacional comenzó a cargarse de contenidos indígenas allí donde una fuerte masa aborigen constituía los estratos inferiores de la sociedad. Europa —incluida España otra vez, y acaso incluidos también los Estados Unidos— apareció como la conquistadora, la destructora de una comunidad que poseía la tierra a justo título y desarrollaba una cultura de altísimos valores; “gringo” o “gachupín” fueron palabras que se llenaron de densa significación. Aludían a algo nuevo, a la voracidad y a la codicia de quienes atropellaban a los débiles para explotarlos y someterlos. No faltaron reacciones. Pero la imagen de Europa fue controvertida, y perdió la unanimidad del juicio positivo.

A partir de cierto momento, Europa misma —no su imagen— entró en crisis, durante la época de las guerras mundiales. Fue el momento en el que Paul Valéry denunció —en La crisis del espíritu— el peligro que amenazaba a Europa de que se insubordinaran contra ella las regiones periféricas que habían recogido sus enseñanzas. El esperado proceso se produjo, y no sólo bajo la forma de movimientos políticos que destruyeron los vestigios de los antiguos imperios coloniales, sino también bajo la forma de movimientos de opinión que comenzaron a estimar según una nueva escala de valores las influencias europeas. Hubo un descenso de estas y un correlativo ascenso del valor atribuido a las tendencias propias de los ámbitos nacionales autóctonos; y lo que es más significativo, hubo un reajuste del valor relativo de las distintas influencias que podían recibirse en cada región, percibidas como un repertorio de posibilidades. Europa dejó de representar un valor único y comenzó a representar un valor entre otros.

La última faz del problema es la renovación de las relaciones —en la segunda mitad del siglo XX— entre la idea de Europa y las ideas que suponen caracterizaciones y valoraciones de otros ámbitos culturales. Entre las más significativas, una es la de “cultura occidental y cristiana”, otra es la de “mundo desarrollado” y otra es la de “mundo socialista”. Para el latinoamericano, Europa comienza a ser nada más que Europa. La idea que encierra el conjunto de valores positivos supera sus límites o, mejor dicho, no coincide con ellos. Pero cuando parecía que disminuía de valor, se recupera de nuevo. De pronto se vuelve a introducir por entre los resquicios de esos ámbitos más extensos bajo la forma de lo que acaso pudiera llamarse la idea del matiz europeo: y ocurre tanto en la idea de “cultura occidental”, como en la del “mundo desarrollado” y en la de “mundo socialista”. La aparición del matiz europeo nos pone ahora sobre una nueva pista. En la idea de Europa no había solamente un conjunto de valores positivos sino, además, un cierto tono peculiar que impregnaba la realización de esos valores. Ese tono no es sólo nacional —al menos en la perspectiva latinoamericana— sino más genérico; pero si se lo quiere percibir y conceptualizar es necesario desentrañarlo de sus expresiones nacionales. La tarea es ardua. Europa no ha hecho de sí misma el examen que se requeriría para identificar lo que constituye su matiz peculiar, acaso por el sentimiento de totalidad cultural que ha tenido durante largo tiempo cada una de las naciones hegemónicas, a veces cabezas de imperio, o acaso porque creyó que el conjunto de sus valores nacionales constituía no sólo un sistema de matices dentro de una unidad mayor sino la totalidad de los valores supremos. Ahora será el resto del mundo quien emprenderá el examen, puesto que tiene que elegir entre varias opciones, y lo que Europa significa está incluido en todas ellas. Latinoamérica también tendrá que hacerlo, y cuando lo haga descubrirá que tal examen supone en cierto modo un examen de sí misma, de lo que ha recibido de Europa, de lo que debe conservar y de las líneas de desarrollo autónomo que ha trazado en su ya larga historia.