Crónica de Europa. La idea de la guerra. 1936

Bruselas, febrero (Por avión) – Si el soldado desconocido inspira una profunda conmiseración, es porque toda una manera de pensar se ha apoderado del hombre europeo. Y ese complejo de razonamientos y de reacciones sentimentales se proyecta también sobre el joven, adivinando en él un soldado desconocido.

He aquí un muchacho de veinte años, francés o belga, inglés o austríaco. Ha nacido en los más dramáticos momentos de lucha, creció y se educó en el misérrimo y entristecido ambiente de la postguerra, y ahora se debate en la agitación social y política de la hora presente. Obrero o estudiante, las derechas y las izquierdas le dirigen llamados insistentes y si tiene profundo sentido de su valor social no vacila en tomar posición en la lucha. Entonces se enrola en un grupo político-social, se hace “croix de feu” o comunista. Enrolarse significa adoptar un cierto modo de vida. Deberá obedecer órdenes, disciplinarse, agregar a sus obligaciones cotidianas, las que el partido le quiera imponer.

Pero los partidos político-sociales practican una política que no gusta de mantener equívocos. El afiliado sabe que lo que más importa obtener son los objetivos partidarios y que por ellos es necesario luchar y sacrificarse si la ocasión llega; y el joven afiliado –la crónica diaria nos lo enseña con emocionante asiduidad– sabe sacrificarse y jugarse la vida en la empresa.

He aquí un heroísmo. Independientemente del valor que cada uno atribuya a su finalidad es necesario reconocer que hay un heroísmo en su actitud, que –por qué no decirlo– es el heroísmo típico de nuestra hora.

Frente a este heroísmo, frente a esta posibilidad de heroísmo, la guerra –esa guerra inexplicable pero fatal que en Europa se llama ya solamente “la guerra”– no opone sino una imagen de horror anónimo. Este mismo joven que encuentra varonilmente digno jugarse la vida en una manifestación o luchar en la calle con piedras o revólveres, está llamado a enterrarse en una trinchera, a soportar, deficientemente protegido con su máscara, una larga y absurda guerra química o bacteriológica y a esperar el azar de un “schrapnell” que le adjudique un pequeño y mortal fragmento de acero.

¿Qué sensación de valor humano puede esconderse aquí? Esta guerra, no sin cierto orgullo llamada moderna, que le espera a Europa y que acaso termine con ella, no tiene un solo aspecto noble, ni emocionante, ni siquiera simpático. Ya no sorprende a nadie su carácter, su inspiración tortuosa, y nadie aguarda sino una lucha despiadada, tanto más inexplicable por tratarse de una lucha de pura inteligencia. La guerra será un puro juego de reflexión al servicio de una causa homicida; y esta imagen de la guerra se trasluce en la actitud de la juventud europea y aún en la de otras generaciones, incluyendo las que se componen de antiguos combatientes.

Es sintomático. Desde tiempo inmemorial un general triunfador –el San Martín de la plaza porteña del mismo nombre, por ejemplo– se representaba convencionalmente en posturas heroicas. Su caballo en dos patas llamaba al enemigo con un ímpetu desafiante. Ahora, la estatua de Foch o de Joffre ha cambiado la imagen: un general triunfador es un anciano agobiado y meditabundo con unos papeles –no una espada– en la mano, montado en un caballo que indica a las claras que sólo sabe andar por los caminos de la retaguardia. Y esta oposición da la medida de cómo la idea de la guerra se ha transformado en la imaginación del europeo.