Democracias y dictaduras en Latinoamérica. 1960

En la actual situación del área latinoamericana, la cuestión planteada acerca de la disyuntiva entre democracias y dictaduras adquiere una trascendencia singular. Vehementes indicios de crisis se advierten en diversos países, y los intentos de solución que se han ensayado constituyen profundas experiencias políticas que obligan a pensar detenidamente en la significación de aquella disyuntiva. Que hay problemas nuevos y enfoques inéditos en el área latinoamericana salta a la vista de los observadores menos avisados. Y todo hace pensar que se requiere una nueva metodología para enfrentarse con el tema.

Es innegable que las opiniones tienden a polarizarse. Pero tomar partido —aun cuando en principio es siempre saludable— no significa que se hayan percibido con claridad los términos del debate. Queda siempre el grave riesgo de que se discuta sobre términos imprecisos, o aun sobre meras palabras, esquivándose la sustancia misma del conflicto. Dictadura y democracia son palabras de contenido variable y para tomar partido es importante asignarle a cada una un valor fijo. Toda la situación contemporánea se caracteriza por el predominio de ciertos equívocos en relación con los problemas de la convivencia social, y en el área latinoamericana esos equívocos se han complicado con la utilización simplificada de esquemas que no corresponden a su estructura fundamental. Para contribuir a la dilucidación del problema, quiero apuntar algunas sugestiones que considero importantes. El examen de la historia de los países latinoamericanos revela que en casi todos ellos se han sucedido períodos distintos en cuanto a las formas políticas. Durante ciertos períodos, el poder político ha sido ejercido de acuerdo con las previsiones constitucionales y legales; el poder ejecutivo ha sido correctamente elegido y no se ha perpetuado en el uso de la autoridad; el poder legislativo ha funcionado libremente; la justicia ha podido cumplir su misión con independencia; el poder político ha garantizado los derechos básicos del ciudadano y ha asegurado la libertad de pensamiento. Entonces se dice que ha funcionado la democracia. En otros períodos, en cambio, se ha instaurado un poder personal fundado en la fuerza, que ha dado por tierra con las instituciones, y se ha reprimido la libertad individual. Se dice entonces que se ha establecido una dictadura.

Estas dos formas de ejercicio del poder político son radicalmente diversas en cuanto a su fisonomía, y los mecanismos por los cuales se instauran y funcionan son absolutamente distintos. La democracia es un sistema institucional sumamente complejo; la dictadura, por el contrario, es un sistema mucho más sencillo y no requiere el delicado juego de los factores que permiten el funcionamiento de las instituciones. Sin embargo, la afluencia con que se han sucedido uno y otro sistema en algunos países de Latinoamérica ha terminado por crear una imagen de la realidad político-social que ha logrado imponerse en muchos espíritus. Según esa imagen, democracia y dictadura son dos sistemas políticos que se suceden según una misma dinámica; el primero es el sistema normal, en tanto que el segundo es anormal. Para salir de la anormalidad de una dictadura se supone que sólo se requiere la eliminación de quienes ejercen dictatorialmente el poder político y la restauración del orden institucional. Por ese procedimiento, se supone que se vuelve automáticamente a la normalidad, esto es, a la perfección de la convivencia.

Ahora bien, el solo hecho de que los sistemas democráticos sufran tantas y tan graves peripecias en los países latinoamericanos parece probar que esa antinomia de normalidad y anormalidad encierra y oculta algún problema. Por lo menos requiere una explicación, aunque sea provisional, acerca del escaso rigor de las formas consideradas normales y acerca de las posibilidades de éxito de que gozan las formas consideradas anormales. Alguna debilidad interna debe tener la democracia cuando le es tan difícil sobrevivir. Y si la tiene, acaso fuera más exacto proponer esta primera fórmula: en Latinoamérica, lo verdaderamente normal es la inestabilidad de los sistemas constitucionales y legales, y lo verdaderamente anormal es, por el contrario, su estabilidad. Es, efectivamente, normal el funcionamiento defectuoso de la democracia, su falseamiento, su artera utilización por ciertos grupos, su progresivo debilitamiento y el escepticismo de las mayorías acerca de la posibilidad de su subsistencia; y es normal también su derrumbamiento por obra de quienes tengan ocasionalmente la fuerza necesaria para conseguirlo. Es anormal, por el contrario, que la democracia desarrolle un tipo de vida social que concite una adhesión lo suficientemente vigorosa como para impedir los atentados contra ella.

Planteado en estos términos el problema, puede intentarse una primera aproximación a sus términos para tratar de orientar mejor la pesquisa de sus soluciones. La democracia constituye un sistema de formas políticas que —como todas las otras— puede cargarse de diversos contenidos. Pero es innegable que las mentalidades conservadoras han tendido a fijarla como un puro sistema institucional abstracto. Desde este punto de vista, el problema ha suscitado generalmente dos clases de reflexiones. Una es la que se fija en los aspectos externos de aquella concepción formal de la democracia, y hace derivar todos sus males de la presunta imperfección de las instituciones; la democracia —se dice— se afirmaría si tal o cual precepto constitucional fuera sustituido por tal o cual otro; y se hace hincapié en el sistema electoral, o en el juego de los distintos poderes o en cualquiera de los mecanismos creados para regular la vida política de la colectividad. Y otra es la que se fija en las aptitudes del ciudadano para poner en juego las instituciones, explicando el fracaso de la democracia por la ausencia de una suficiente educación política de las mayorías; si el pueblo fuera más culto —se dice, trayendo a colación el ejemplo de algún país europeo—, las instituciones funcionarían mejor y el asalto de las ambiciones resultaría imposible.

En mi opinión, estas explicaciones son fundamentalmente falsas. No podría desconocerse que las circunstancias apuntadas contribuyen a debilitar la democracia, pero creo que estas explicaciones son falsas en lo fundamental porque se aferran a una simple concepción formal de la democracia. Y si el problema ha de clarificarse alguna vez será mediante la disociación de los aspectos de forma y los aspectos de fondo que la democracia encierra. Es por este otro camino por donde debe buscarse la explicación del problema. Si la democracia, concebida como sistema institucional, ha funcionado incorrectamente y ha estado siempre amenazada, en mayor o menor medida, por fuerzas hostiles a su funcionamiento, es menester buscar las causas del desajuste no en la imperfección formal de las instituciones o en la falta de educación política de los ciudadanos, sino en cierta inadecuación del sistema con respecto a las situaciones reales que caracterizan a la sociedad. Una tendencia superficial a confundir los problemas políticos con los problemas institucionales o jurídicos ha configurado la noción de que la democracia constituye un sistema de formas, distrayendo la atención del problema de los contenidos sociales de la democracia. Esta tendencia es no sólo nociva sino peligrosa. Hay un uso de la democracia que incita a suponer que es sólo un sistema formal —tal como lo proponen las mentalidades conservadoras—; y es ese uso el que ha acentuado el desajuste entre orden institucional y realidad social, acentuando también con ello la debilidad de la democracia.

Si el sistema de formas democráticas ha acusado los impactos provocados por su inadecuación a las situaciones reales, puede inferirse que el quebrantamiento del orden jurídico, esto es, el abandono de las formas democráticas y su sustitución por un poder fundado en la fuerza, se relaciona también de alguna manera con los sordos movimientos que se producen en el seno de las estructuras económico sociales y que no pueden ser regulados solamente por intermedio de los mecanismos normales de la vida institucional. Si así fuera, habría que concluir que las dictaduras son, de alguna manera directa o indirecta, respuestas a ciertas situaciones sociales y culturales.

El fuerte personalismo que ha caracterizado a casi todas las dictaduras latinoamericanas nos ha inducido a pensar que se trata siempre de fenómenos derivados de una vigorosa acción individual. Es innegable que este factor no puede descartarse; pero la reiteración del fenómeno y de sus caracteres, así como las peculiares circunstancias que suelen rodearlo, obliga a proponer un sistema más rico y variado de motivaciones. La dictadura no es un fenómeno que pueda definirse sólo negativamente como una quiebra de la juridicidad; es también el resultado de un proceso activo, destructor en algunos casos pero creador también en otros. Es, en resumen, un reflejo político de fenómenos más profundos e intrincados.

Si se admite, pues, la sustitución propuesta para los contenidos de los términos de la antinomia normalidad-anormalidad, y se admite la presencia de elementos sociales y culturales profundos en la determinación de las formas políticas y de los cambios que sufren, creo que el problema de las democracias y las dictaduras en Latinoamérica puede enfocarse de manera apropiada y prometedora.

La inestabilidad de la democracia

La vida política latinoamericana ha sido —y sigue siendo— agitada y dramática. Para juzgarla, parece haber predominado cierta gazmoñería que le ha asignado un ínfimo valor en la escala de los procesos políticos universales. Se supone que es el resultado de las pasiones tropicales o de la ignorancia propia de los estratos ínfimos que ocupan la sentina de la sociedad. Y si quien juzga admira muy intensamente a los pueblos anglosajones —como acontece en sectores latinoamericanos aquejados de cierto complejo de inferioridad—, el juicio de valor se perfecciona con cierto matiz de fatalismo, porque, aunque no se afirma, se sobreentiende que las pasiones o la ignorancia no son factores accidentales sino sustanciales de los pueblos latinoamericanos. Pero toda esta gazmoñería es deleznable y los juicios que están impregnados de ello no resisten, ni merecen, la menor crítica. Si la vida política latinoamericana ha sido —y sigue siendo— agitada, es por razones históricas, por causas que se dan en el tiempo y que hunden sus raíces en las circunstancias sociales y cul-turales de los diversos países de esta área. De estas circunstancias, la más notoria es la adecuación inestable entre una sociedad de cierto tipo y cierto sistema político que esa sociedad recibió en determinado instante.

Como se ha hablado de la “recepción” de la cultura griega en Roma, o de la “recepción” del derecho romano en la Edad Media, creo que se puede hablar de la “recepción” de la democracia como sistema institucional en Latinoamérica. Se trata de un fenómeno sociocultural de extraordinaria importancia, observado bajo la forma de influencias filosóficas o políticas, pero no comprendido suficientemente como aceptación total de un sistema político institucional y jurídico por una sociedad que no había participado en su elaboración. Con la independencia política los nuevos Estados inauguraron una forma de organización que reproducía el sistema de principios y soluciones que la burguesía europea había elaborado durante varios siglos, con distintos matices en cada país. Este sistema había adquirido en el siglo XVIII una formulación racional y había sido ajustado entonces por filósofos, políticos y juristas; pero en su entraña estaba la dura experiencia de las luchas de la burguesía que, desde fines de la Edad Media, había aprendido exactamente lo que necesitaba y lo que quería, dejando luego a espíritus sutiles la elaboración de las fórmulas en las que esas aspiraciones debían expresarse. Así —y no solamente como creación intelectual del Iluminismo, como suele pensarse— nació la concepción política de la democracia. Pero cuando se opera la “recepción” del sistema en Latinoamérica, por obra de ciertas minorías urbanas, se aceptaron los resultados de aquella experiencia y de la subsiguiente elaboración filosófica y jurídica, sin que la experiencia misma se hubiera repetido sino en ínfima escala. Fue visible desde el comienzo que el sistema de la democracia burguesa funcionaba defectuosamente en las sociedades latinoamericanas, y no por misteriosas razones telúricas sino por claras circunstancias históricas.

El sistema de la democracia —antes y ahora— no podía ni puede funcionar sino sobre ciertos supuestos inexcusables. La autocracia sólo requiere la obediencia de los súbditos, y en la obediencia colectiva se neutralizan las distintas actitudes de los diversos grupos sociales, pero en la democracia, los mecanismos del poder no pueden actuar sino sobre la base de cierto consentimiento que sólo puede emerger de una coincidencia básica en las actitudes de los diversos grupos. Ahora bien, esa coincidencia requiere un principio de cohesión social, una comunicación fluida, una espontánea identificación alrededor de los problemas elementales de la convivencia. En principio, la democracia sólo podría funcionar correctamente en una sociedad sin privilegios, pero ha funcionado correctamente donde ciertas circunstancias sociales y culturales han permitido que los grupos no privilegiados consientan activa o pasivamente en los privilegios de otros grupos. Dado este consentimiento, el conjunto social funciona como si fuera homogéneo y las distintas actitudes concurren para facilitar el funcionamiento de los mecanismos del sistema institucional y jurídico. Sólo así, sobre la base de lo que podría llamarse una “armonía preestablecida” en el conjunto social, es posible el ajuste de los distintos mecanismos que constituyen el Estado democrático, en el que hay que ver una “armonía posestablecida”, un sistema basado en el consentimiento y en la voluntad general de contribuir a su funcionamiento.

Ahora bien, estos supuestos inexcusables no se daban en la sociedad latinoamericana en el momento de la “recepción” de la democracia, y si en parte se daban, desaparecieron del todo en la crisis de ajuste social e institucional que conocemos con el nombre de “guerras civiles”. Quienes operaron esta “recepción”, seducidos por la perfección del sistema, no podían advertir —porque aún faltaba la experiencia histórica necesaria— que, como sistema institucional, estaba vacío de contenido social, aun cuando suponía los contenidos sociales propios del ámbito en el que se había elaborado lentamente.

Visto de lejos y estudiado sólo a través de las fórmulas abstractas que constituían el remate del largo proceso social europeo en el que se había elaborado, el sistema de la democracia parecía poseer caracteres de universalidad y, en virtud de ellos, la posibilidad de una aplicación automática en cualquier parte. Pero era una ilusión, y al aplicarlo en condiciones sociales radicalmente diferentes, quienes operaron en la “recepción” de la democracia desencadenaron un torrente de conflictos. De todos ellos fue denominador común el deseo de que la democracia funcionara eficazmente. Conservadores y liberales rivalizaban por el triunfo de sus propias fórmulas, en virtud de las cuales estaban persuadidos de que el sistema operaría de acuerdo con sus intereses y de acuerdo con lo que consideraban dogmáticamente la más perfecta organización política posible. Hasta las dictaduras creyeron más de una vez que trabajaban por la democracia. Pero el sistema, salvo escasísimas excepciones, siguió siendo aplicado como un puro mecanismo institucional sin que se asumiera, salvo en los aludidos casos excepcionales, la misión de afrontar resueltamente la inesperada tarea que la “recepción” de la democracia había impuesto. Esa tarea consistía en modificar el orden social para ajustarlo al orden político, dado el hecho de que el orden político había sido sobrepuesto a la realidad y seguía gozando de un incuestionable prestigio.

Esta tarea, naturalmente, conspiraba contra los grupos privilegiados y sólo pudo emprenderse tras algún tipo de cambio socioeconómico. Fue la que se propuso Juárez en México o la que esbozaron Sarmiento y Alberdi en la Argentina. Puesto que no cabía idear un nuevo sistema, era menester ajustar la realidad a las exigencias que el sistema proponía. Pero como la realidad ofrecía la vigorosa resistencia que son capaces de organizar las estructuras constituidas, también de esa actitud derivó un principio de inestabilidad de la democracia que afloró más o menos pronto. Y el proceso pareció que recomenzaba una y otra vez, para desconsuelo de los apresurados que aspiraban a resolver en pocos decenios ciertas situaciones que sólo se habían alterado en otras partes del mundo y en otras épocas de la historia a lo largo de procesos seculares.

¿Hubiera podido ocurrir de otro modo? Dada la estructura social y dado el fenómeno sociocultural de la “recepción” de la democracia, lo normal en Latinoamérica tenía que ser —y aún es— la inestabilidad del orden institucional. Por las mismas razones hay algo de normalidad en la periódica destrucción total del orden jurídico y en su reemplazo por un poder fuerte, por una dictadura.

La dictadura en marcha

Las peculiaridades del ejercicio del poder dictatorial, con su secuela de barbarie orientada hacia valores muy representativos, suele ocultar el panorama dentro del cual se explican su origen y sus formas de desarrollo. Una retórica tradicional, que perpetúa la gloria de Harmodio y Aristogitón en Atenas o la de Bruto en Roma, ha simplificado los procesos socioculturales vinculados con la aparición de las dictaduras, oponiendo los buenos a los malos. Pero para este análisis conviene postergar por un momento la valoración ética, propia de fervorosa militancia, sobre todo porque cada vez entendemos mejor los fenómenos que han caracterizado la política de un Pisístrato o de un César. La oposición entre dictadura y libertad es una falsa oposición, porque afirmando la indignidad del poder autocrático —lo que es justo— admite sin pruebas que siempre se opone a un régimen de libertad, lo que no es exacto. En el seno de una democracia inestable hay siempre escondida una posibilidad de dictadura; podrá sobrevenir o podrá sortearse el peligro; si sobreviene podrá ser más o menos cruel; pero una solución de fuerza está dentro de la lógica interna de un proceso institucional caracterizado por el desajuste entre el orden político y el orden social. Ahora bien, ese desajuste es propio de la situación latinoamericana casi sin excepciones desde la época de la Independencia.

Teóricamente considerado, el orden democrático tal como fue recibido en Latinoamérica suponía la existencia de un conjunto social compuesto por ciudadanos equivalentes. Si cada ciudadano vale políticamente por uno en la cuenta de las mayorías y las minorías, se admite formalmente aquella equivalencia, consagrada por lo demás en la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano” y en todas las constituciones latinoamericanas. Pero esta equivalencia política está comprometida por las constricciones económico-sociales hasta tal punto que, de hecho, se torna ilusoria aun en teoría. La sociedad latinoamericana —para no generalizar, puesto que de esta área nos ocupamos— no está compuesta de ciudadanos equivalentes sino de individuos de disímil valor, según condiciones sociales que no están escritas pero gravitan sobre las actitudes y la capacidad de decisión de una manera radical. Presiones sociales, económicas y culturales actúan sobre los individuos de manera diversa y en relación con su posición en una escala que, excepto su consagración legal, tiene todos los rasgos de una ordenación timocrática, sin perjuicio de su fluidez: hay, en efecto, vigorosos fenómenos de movilidad social, pero subsisten siempre, o se constituyen, grupos de individuos que operan como si tuvieran una capitis diminutio. Este hecho de evidencia no puede silenciarse sin comprometer la claridad del análisis.

Dada esa situación, la democracia latinoamericana nunca ha sido verdaderamente representativa. De hecho o de derecho, siempre ha excluido a ciertos sectores, que en cierto momento han tomado conciencia de que están al margen del proceso por el que se constituye el poder político. Y esta escasa representatividad de la democracia compromete su estabilidad y determina el desentendimiento ocasional de aquellos sectores cuando alcanzan conciencia del hecho, con lo que disminuyen las defensas del sistema. La inestabilidad se acentúa y las posibilidades de una quiebra del orden jurídico crecen. Pero este oscuro y complejo fenómeno sociocultural por el cual ciertos sectores cobran conciencia de que son ajenos a un orden institucional en el que no se sienten representados no se da accidentalmente, sino en relación con ciertos procesos que afectan a la estructura económico-social. Son generalmente cambios económicos que alteran el sistema de producción o la distribución ocupacional o geográfica de ciertos grupos, a raíz de los cuales se alteran las condiciones tradicionales de vida con respecto a las cuales se había alcanzado cierto nivel de conformismo. Frente a las nuevas situaciones, renace la actitud crítica y se replantea el problema de la posición del grupo dentro del cuadro general. Entonces aparece con toda evidencia el problema de la representatividad y, en mayor o menor medida, se produce esta cancelación del consentimiento, sobre el que funcionaba la totalidad del sistema institucional.

A partir de este momento, el cuadro adquiere los contornos de una crisis, superficial o profunda, breve o duradera, espontánea o conducida por cierta interpretación de las posibilidades que se abren en la lucha por el poder. La figura exterior de la crisis es la alteración del orden, y la respuesta a ese fenómeno es una afirmación del poder político que, en cuanto sobrepasa los límites de la ley, configura una dictadura cuyo fruto es imprevisible. ¿En qué manos cae ese poder? Un conjunto de circunstancias también imprevisibles conducen el proceso y su resultado es aleatorio. Pero cualquiera sea quien aprovecha el vacío jurídico para instaurar un poder extrajurídico, el proceso de reconstrucción del orden institucional queda abierto nuevamente y tendrá necesariamente los caracteres que resulten del juego de las fuerzas sociales que operan en el conflicto.

Si es imprevisible quién ha de recoger y ejercer el poder dictatorial, resulta un poco menos oscuro establecer el sentido general de la política dictatorial. Se ha hablado de dictaduras de derecha y dictaduras de izquierda. A estos términos imprecisos prefiero un análisis de las fuerzas que las apoyan. En general, creo que pueden diferenciarse las dictaduras que reciben el apoyo de grupos que estaban representados en el orden institucional tradicional y dictaduras que reciben el apoyo de grupos que no estaban representados en él. Son tipos puros que, naturalmente, suelen darse en la realidad confundidos en alguna medida. Pero sobre esa base es más fácil entender la mecánica del poder dictatorial en relación con el pasado y el futuro del proceso político.

Las dictaduras que han recibido el apoyo de grupos que no se sentían representados en el orden institucional tradicional han respondido a un esquema de conocidos antecedentes. Su actitud más frecuente ha sido un paternalismo sentimental, en función del cual la dictadura ha pretendido remediar algunas necesidades urgentes de los sectores más necesitados mientras evitaba cuidadosamente toda transferencia efectiva del poder político a los sectores que respaldaban la dictadura. El paternalismo es una “política social” que esquiva la transformación de las estructuras económicas, de modo que las soluciones propuestas no han sido sino ocasionales paliativos para necesidades cuyo origen permanece inalterable. Sólo en casos como el de México, el de Bolivia o el de Cuba puede advertirse un sentido distinto en el quebrantamiento del orden institucional, y en esos casos aparecen signos de una transferencia de poder a nuevos sectores; no es lícito, pues, incluirlos en una caracterización de las dictaduras tradicionales.

En la mayoría de los casos, las dictaduras tradicionales han pertenecido generalmente al tipo de aquellas que han recibido el apoyo de grupos ya representados en el orden institucional tradicional. También estas han surgido tras alguna crisis, notoria o escondida, en la estructura económico social. Es frecuente que se hayan constituido preventivamente ante una amenaza, para acrecentar los privilegios de los que ya poseían, monopolizando una nueva oportunidad ofrecida por una coyuntura económica nueva. Pero no es menos frecuente que hayan aparecido para contener un proceso de cambio de la estructura económico-social interna, o para canalizarlo en un sentido favorable a los grupos privilegiados existentes. Más raro es que la dictadura se haya establecido exclusivamente para enfrentar una corriente ideológica amenazadora, pues cuando ha asumido ese programa ha sido generalmente para ocultar designios que corresponden a las posibilidades antes señaladas.

Así agrupadas las fuerzas sociales que las apoyan y los objetivos que las guían, las dictaduras, como formas políticas vigentes en Latinoamérica, revelan su dependencia de situaciones profundas que han irrumpido en el armazón institucional llamado democrático, debilitándolo en la medida en que lo han privado del consentimiento de ciertos sectores que antes contribuían activa o pasivamente a su defensa. Y si la inestabilidad de la democracia es un hecho que debe considerarse normal, es necesario considerar también normal la dictadura, que es su consecuencia.

La inferencia lógica de este planteo es que, en Latinoamérica, una democracia estable es anormal, entendiendo por anormal la situación de excepción que implica en relación con el visible desajuste entre las estructuras económico sociales y el orden político. Esta inferencia puede parecer desalentadora, pero me parece importante llegar hasta ella sin vacilaciones, porque acaso oculta algunas enseñanzas importantes para el futuro.

La elusión del dilema

En mi opinión, la oposición entre democracia y dictadura es un falso dilema. A esta altura del desarrollo de la sociedad industrial y con la experiencia de los cambios económicos y sociales que se han producido después de la Segunda Guerra Mundial, me atrevo a decir que no puede volver a hablarse de democracia como si constituyera por sí una figura suficientemente definida. En el seno de las democracias inestables se perfila un distingo entre dos vertientes hacia las que la democracia puede dirigirse en su desarrollo. Una de ellas es la de la democracia formal, democracia para privilegiados e insensible a los cambios profundos que se advierten a simple vista: esta democracia entraña inevitablemente una dictadura, que podrá ejercerse o no bajo la figura del dictador tradicional, pero seguirá los carriles de las dictaduras apoyadas por los grupos ya representados en el sistema tradicional. La otra es una democracia que sobrepasa la noción del mero formalismo institucional y procura que, por su propio funcionamiento, se creen aceleradamente las condiciones de una auténtica representatividad; esta democracia no podrá sortear los problemas económico-sociales de fondo y deberá resolverlos en las mejores condiciones posibles. Pero este es un nuevo problema que hace más al futuro que al pasado.