El hombre y el pasado. 1975

Cuestionado a veces por quienes insinúan que es el suyo un saber inútil, el historiador se ve forzado de vez en cuando a justificar la licitud de su actividad intelectual. Frente al prodigioso crecimiento de un saber que deriva rápidamente hacia técnicas asombrosas de inmediata e innegable influencia sobre la vida práctica, ¿qué validez tiene ocuparse del pasado? Una vida dedicada a ese estudio, ¿no es la de un nostálgico rastreador de aventuras curiosas, de figuras sobresa-lientes, de creaciones eximias? ¿No es la de un exquisito que colecciona experiencias humanas ajenas, mientras deja pasar la vida creadora en la que se vuelca espontáneamente el hombre que quiere sumergirse en el éxtasis de su propia aventura? El historiador de raza sabe que su vida está justificada ante sí mismo, pero advierte que, cada cierto tiempo, conviene justificarla ante los demás. Y no porque sea imprescindible para él, sino porque su justificación conviene a todos, para atraerlos, siquiera en alguna medida, al tipo de reflexión que llena, y a veces consume, su vida.

Hay momentos de la vida histórica en que una vitalidad juvenil despierta la ilusión de que vivir es, solamente, sumergirse en la acción para destruir o crear, para ganar o perder, para matar o morir. Todo irreflexivamente, con un impulso nietzscheano que desata las pasiones, apela a la irracionalidad y parece querer ignorar que el hombre lo deja de ser cuando olvida que es, ante todo, una conciencia vigilante. Ciertamente, nadie podría negar la legitimidad de esos momentos, porque es inocultable también que la vida histórica no sería vida en un mundo de brahmanes, de mandarines o de monjes ascéticos abismados en la pura contemplación. Pero en la vida histórica, ni todo es acción ni todo es contemplación. Y la experiencia enseña que el hombre y las sociedades salen generalmente de esos torbellinos desencadenados por las irrupciones de la vitalidad irreflexiva con el amargo sentimiento de haber ignorado el vigor de la realidad preexistente. Es un acto de madurez admitir que sólo se puede operar sobre la realidad mediante la acción reflexiva, nutrida por una conciencia clara de las situaciones, orientada por un sistema de fines. Ahora bien, todo eso se elabora antes del impaciente momento de la acción irreflexiva, que suele tornarse instrumento ciego de quienes tienen un sistema de fines elaborado. Todo eso está virtualmente contenido en el pasado de cada presente. No hay vida ni acción ni creación posibles sin una constante apelación a ese pasado.

El pasado es el tema del historiador. Si alguien, de vez en cuando, desdeña el pasado —y a quien dedica su vida a conocerlo— es porque olvida que no hay presente sin pasado, como podría advertirlo si observara con qué rapidez el presente se hace pasado. Pero quizá no sea ese olvido la causa principal de su desdén. Quizá sea, más bien, un arraigado preconcepto acerca del pasado. Consiste en suponer que, si el presente significa lo que está vivo, el pasado significa lo que está muerto. Es un preconcepto naturalista, inaplicable a la vida histórica. Vida y muerte son palabras que tienen un sentido inequívoco en relación con el individuo biológico, pero que son equívocas si se refieren al sujeto historicosocial. Las sociedades no nacen ni mueren como los sujetos biológicos, sino que se constituyen y se extinguen a través de procesos muy distintos. El sujeto historicosocial tiene una continuidad sobrepersonal, gracias a la cual la vida histórica tiene un flujo de larga duración en el que lo que suele llamarse “presente” no es sino un acto de conciencia del individuo que incide en un punto temporal de ese flujo y divide subjetivamente el curso continuo de la vida histórica en dos etapas, una anterior y otra posterior a su personal incidencia en ella. Si el observador crítico —el hombre en función de historiador—, hace abstracción de sí mismo, descubrirá que la vida histórica fluye perennemente, insensible a lo que cada uno llama “su” presente. Pasado, presente y futuro no son tramos de caracteres objetivamente distintos. Pasado es la vida histórica vivida y futuro es la vida histórica por vivir. Pero ambos tienen los mismos caracteres. Y lo que es más importante, el pasado resulta ser la única realidad puesto que el futuro es sólo una realidad virtual. Es el pasado, pues, el que se instala en la conciencia del observador cuando pretende atrapar su presente.

No es, pues, ocioso, ocuparse del pasado. No es lo muerto: sim-plemente, es la vida vivida, la que sigue viviendo en el presente de cada uno. No es un fantasma. Es la realidad misma, extinguida sin duda, pero viva y actuante en la conciencia de los vivos. Alguien puede pensar que el presente es un éxtasis vital. Pero nada acerca tanto a una peligrosa recaída en la animalidad como separar la vitalidad de la conciencia. Y no hay conciencia sin pasado.

El contenido del pasado es la vida histórica vivida. ¿Cómo no ocuparse del pasado? El saber histórico ha sido una preocupación constante de la humanidad; y si acaso ha podido parecer un conocimiento superfluo o ineficaz ha sido, unas veces, porque lo sobrepasaron otros conocimientos de eficacia más inmediata; y otras veces porque el saber histórico tiene tal densidad, tal extensión y tan alto grado de compromiso con la vida misma que el historiador no siempre ha sabido qué preguntarle al pasado y se ha entretenido, a veces, con interrogantes superfluos, como el alquimista no siempre supo qué preguntarle a la naturaleza. He aquí la primera cuestión: ¿qué se le debe preguntar al pasado?

Como en la indagación psicoanalítica individual, la primera pregunta de las sociedades al pasado ha sido la pregunta por la identidad. El acto por el que una sociedad toma conciencia de sí misma es un acto intelectual resumible en la pregunta: ¿quiénes somos? Para responder a esa pregunta se constituyó el saber histórico, con mayor o menor vigor crítico. Así se ha formado el vasto caudal de conocimiento que se acumula en los Vedas, en el Antiguo Testamento, en los poemas de Homero y Hesíodo. A la pregunta por la identidad, el saber histórico respondió que las sociedades son, a cada momento, lo que han sido antes, lo que se han ido haciendo en el devenir de sus vidas.

En la busca de su identidad, una sociedad halla el repertorio de su creación acumulada. Una segunda pregunta se desprende de la primera: ¿qué hemos creado que constituya, inevitablemente, la entreverada urdimbre por la que transcurrirá nuestra vida? Porque el conjunto de la creación acumulada constituye la estructura dentro de la cual una sociedad transcurre a lo largo de la vida histórica. Cada sociedad crea un sistema de relaciones —sociales, económicas, políticas, éticas, creativas—; un sistema de normas, de objetos. Pero además crea un sistema de ideas, de las cuales las más significativas son las que implican una imagen, una interpretación de la realidad fáctica. Una vez creado, todo eso constituye los andariveles por los que la sociedad debe transcurrir: los andariveles de la estructura real y los de la estructura ideológica. Son los marcos que constriñen a una sociedad, pero también aquellos que constituyen su necesario apoyo, no sólo para conservarla sino también para modificarla y para sostener la creación, inclusive la disconformista y destructiva de la misma estructura. La estructura es la creación “creada”.

El proceso de la creación constituye la tercera pregunta que debe hacérsele al pasado. La creación de todo: del sistema de relaciones económicas, del sistema de normas, de la forma pura y acaso abstracta en que se condensa el lenguaje poético o plástico. Todo es creación, y la creación es siempre una respuesta a la estructura inevitable. La sociedad se pregunta: ¿Cómo hemos manejado en cada instante la creación “creada”, la tradición, la estructura en fin? La tercera pregunta nos introduce en la complejidad de la dialéctica. Supone analizar cómo ha sido juzgada en cada instante la estructura, el mundo recibido, y qué modelo o proyecto para el futuro se ha imaginado como una opción frente a lo que en ese instante estaba establecido. Esto es, ¿cómo hemos cambiado? La imagen de la realidad y los modelos de cambio son los dos factores que introducen la dinámica del proceso histórico, puesto que hasta que no aparecen los segundos, la estructura tradicional recibe, explícita o implícitamente, un con-sentimiento que la confirma. Sólo a partir de una ideología proyectiva comienza una creación “creadora”, cuyo fin es modificar el mundo recibido dentro de ciertas líneas de coherencia proporcionadas, al fin, por la misma estructura que se pretende modificar. Es el pasado el que guarda la sucesión de los cambios y puede enseñar a una sociedad cómo ha sido su modo de cambiar. Con lo que agrega a la lección sobre la identidad y la estructura la lección sobre su estilo de transmutación, sobre su identidad histórica.

La última pregunta, la más angustiosa y precisa que se le debe formular al pasado, se refiere al presente y al futuro. Ninguno de los dos tiene una imagen propia, ni signos seguros de existencia real, puesto que el presente es sólo una experiencia subjetiva que, cuando se lo quiere objetivar, no responde sino con el pasado —vida histórica vivida— en tanto que el futuro no es sino una virtualidad —vida histórica por vivir—. Y sin embargo constituyen la más entrañable preo-cupación del hombre. Sobre ellos se le pregunta, en rigor, al pasado cada vez que se lo interroga sobre la identidad, sobre las estructuras, sobre la dinámica creadora del proceso histórico. Porque, ciertamente, son ellos —presente y futuro— la verdadera y última razón de ser del saber histórico. Sólo acude legítimamente al pasado aquel a quien obsede el presente y el futuro.

Pero, ¿puede responder el pasado sobre el futuro? En todo caso, no existe otra respuesta posible. El pasado puede responder por el futuro porque sus caracteres son los mismos y porque constituyen segmentos de una curva continua y homogénea. Al pasado apelaron todos los visionarios: los profetas, los utopistas, los filósofos de la historia. Esta apelación no le está vedada al historiador, sino que, por el contrario, le es exigible. El pasado, en verdad, es indagado por el historiador desde la instancia subjetiva que es el presente, pero proyectando la indagación hacia el futuro.

Sólo una cosa es necesaria: no interrogar al pasado sobre lo que en el futuro es contingente sino sobre lo que es necesario, esto es, sobre lo que puede discernirse a través de una proyección cualitativa de la vida histórica vivida sobre ese vacío enigmático que es la vida histórica por vivir. En otros términos, la pregunta sobre el futuro no se le debe hacer al pasado en términos de procesos de corta duración y de acelerado ritmo de cambio. En ellos la contingencia —la nariz de Cleopatra— distorsiona la continuidad y la homogeneidad de la curva de la vida histórica, introduciendo alteraciones que luego, en los procesos de larga duración y lento ritmo de cambio, se neutralizan.

Si a tanto responde el pasado, mal podría decirse de su estudio que constituye un pasatiempo ineficaz. Es, por el contrario, un saber entrañable y dramático, del que podría decirse, contra Nietzsche, que es, entre todos, el más útil para la vida. Siempre que se conciba la vida como un ejercicio de la conciencia vigilante.