Compatriota y amigo de Dante Alighieri, unido a él por los mismos ideales y por los mismos infortunios, Dino Compagni ha pasado a la posteridad en virtud de un libro singular, de cuya lectura podrá obtener harto provecho quien quiera conocer el mundo histórico al que se adhiere y en el que se inserta el mundo poético del autor de La Commedia. Acaso fuera ya esta circunstancia mérito sobrado para este libro. Pero tiene aún otros muchos que lo hacen valioso por sí mismo, porque, a diferencia de otras crónicas, palpitan en él múltiples y variadas preocupaciones humanas y se agitan en su seno pasiones y esperanzas de este mundo, cuyo espectáculo suscita de inmediato un apasionado interés en el lector. Inversamente, también tiene Dino Compagni, tras el mundo histórico que nos evoca, un mundo emocional rico y matizado. Y acaso por virtud de su trascendencia, mana el relato de lo que en aquel otro sucede inundado de clamores y de murmullos, de grises y de rojos.
Apresurémonos a decir que la obra de Dino Compagni no es una crónica en el estricto sentido técnico de la palabra. Lejos de ello, la narración depende de una intencionada elaboración y revela un claro criterio selectivo. Compagni dice en ella lo que considera necesario para explicar cierto proceso histórico, y omite lo que, aun sucediendo en sus vecindades, no se relaciona con él. Sin duda, Compagni es más historiador que cronista y su relato importa una interpretación quizá no muy objetiva, pero segura y meditada de los hechos que narra. Y para poner de manifiesto los fundamentos y la coherencia de esa interpretación, quiere suscitar de vez en cuando —y sabe hacerlo diestramente— la imagen viva de la vasta realidad histórica en que aquellos hechos se insertan, extendiendo los lindes tan lejos como lo requiere por momentos la universalidad que se esconde tras la aparente parquedad de su asunto.
Ciertamente, el tema era propicio para ese alarde. Las más dispares influencias, los más diversos intereses y las pasiones más inconciliables se entrecruzaban por entonces en
Ya la larga lucha que por tantos años había puesto frente a frente al Imperio y al papado comenzaba a amenguar, tras la muerte del emperador Federico II, en 1250; pero los partidos que respondían a las influencias de uno y otro, los gibelinos y los güelfos, mantenían en cada ciudad su antigua hostilidad, agudizada por los rencores y las rivalidades, aunque cambiando poco a poco sus contenidos ideológicos; en general, mostrábanse los güelfos ahora rivales de los gibelinos no tanto por su adhesión al papado como por defender las aspiraciones democráticas de la burguesía, amenazadas por las tradiciones feudales de que se mostraban partidarios sus enemigos. Así, la lucha continuó entre las facciones y siguió ensangrentando las ricas ciudades italianas.
Ahora, la ventaja comenzó a estar de parte de los güelfos. En efecto, los emperadores elegidos después del interregno alemán hasta 1308 —Rodolfo I, Adolfo de Nassau y Alberto I—, no pudieron bajar a Italia para afirmar sus derechos y defender a sus partidarios, debido a los conflictos que la crisis del poder imperial suscitara en Alemania; en cambio, los güelfos contaron con la ayuda del papado, fuerte entonces con el auxilio militar que le prestaba Carlos de Anjou, rey de las Dos Sicilias desde 1266. Firme en sus posesiones meridionales, tras las victorias de Benevento y Tagliacozzo, Carlos de Anjou puso su fuerza al servicio de las facciones güelfas y, de ese modo, proporcionó al papado aliados poderosos que respaldaran sus ambiciones políticas. En 1294 llegaba al trono pontificio Bonifacio VIII, y con él triunfaba la tesis de la autocracia universal, más admisible ahora que parecía caído el poder secular con la declinación del Imperio; pero el poder secular tomó su desquite por intermedio del rey de Francia Felipe el Hermoso, que comenzó a poner de manifiesto su oposición a todo intento de avasallamiento por parte de Roma. El papado advirtió las señales de la ofensiva que se avecinaba, y procuró suscitarle toda suerte de dificultades, pero el rey de Francia no vaciló en acudir a la violencia, y, tras el atentado de Anagni y la muerte de Benedicto XI, puso al papado bajo su influencia instalándolo en Avignon.
Dentro de este cuadro se producen en
Con todo, pesaban sobre la burguesía florentina los privilegios de la antigua nobleza, disfrazada y vigilante. Para contenerla y abatirla, las artes se organizaron y le ofrecieron batalla; en 1282 lograron establecer un régimen que les era propicio, y en 1294, encabezadas por Gian della Bella, sancionaron las Ordenanzas de Justicia, que vedaban a la antigua nobleza el acceso al poder y la sometían a una situación de inferioridad. La república quedó entonces organizada, y comenzó para
Sin embargo, diversas circunstancias debían provocar el desencadenamiento de nuevas luchas intestinas. Desde el año 1300 comenzaron a ahondarse, en el seno del partido güelfo, las divisiones entre dos grupos antagónicos, encabezados uno por los Cerchi, ricos mercaderes, y otro por Corso Donati, un hombre de antigua estirpe, soberbio y ambicioso. Era el momento de mayor esplendor del poder pontificio, cuando Bonifacio VIII celebraba en Roma el jubileo y lograba que acudieran a ella miles y miles de peregrinos de todas partes de la cristiandad. Los partidarios de Corso Donati —los negros— irritados por las Ordenanzas de Justicia, pidieron el apoyo del papa alegando que sus enemigos —los blancos— manifestaban simpatía por los gibelinos. La acusación era tendenciosa, y con ella se trataba de ocultar la lucha por el poder que se había entablado en
Desde ese momento, la suerte del partido blanco quedó echada. Carlos ayudó a los negros eficazmente, y sus adversarios —entre quienes se contaban Dino Compagni, Dante Alighieri y Guido Cavalcanti— comenzaron a flaquear ante la superioridad de los recursos de sus adversarios. Los blancos apelaron a los buenos sentimientos de sus rivales y les ofrecieron soluciones conciliatorias; pero fue en vano, y, finalmente, los negros se levantaron en armas en noviembre de 1301 y, con la ayuda de Carlos de Valois, se apoderaron del poder. El saqueo, el incendio y las deportaciones siguieron al triunfo. Los más señalados del partido vencido fueron desterrados, y entre ellos se contó Dante Alighieri, que no volvería a ver su tierra natal.
Los blancos, dispersos por las ciudades vecinas, no perdieron las esperanzas de reconquistar el poder, y el giro de los acontecimientos permitió que las alimentaran. En 1303 se desencadenó el conflicto entre el papado y la casa de Francia que daría por tierra con las pretensiones de Bonifacio VIII, y los güelfos negros perdieron su principal sostén. Entretanto, se despedazaban entre sí, y el mismo Corso Donati cayó víctima de sus ambiciones ante la resistencia que le oponían algunos de sus antiguos partidarios encabezados por Rosso della Tosa. Finalmente, el mismo año de la muerte de Corso Donati —1308— alcanzaba el trono imperial Enrique VII, conde de Luxemburgo, cuyos designios políticos debían conducirlo a Italia para afianzar su autoridad que sus predecesores habían dejado decaer. Todo parecía favorecer los planes de los expatriados.
En esas circunstancias, después que el emperador había entrado en Italia y sometido varias ciudades de Lombardia, después que había llegado a Roma para recibir de los cardenales delegados del papa de Avignon la corona imperial, Dino Compagni, en el rincón florentino donde apuraba su angustia y su impotencia, comienza a escribir la crónica de la antigua lucha entre los blancos y los negros. Era necesario sacar de nuevo a plena luz aquella historia ya casi olvidada; era necesario que los blancos justificaran sus derechos y puntualizaran sus agravios; y era necesario, sobre todo, dejar constancia de quienes habían sido los que condujeron a
En la época en que Dino Compagni comienza a componer, en lengua toscana, su crónica, esto es, en los primeros años del siglo XIV, pasaba Italia por una época de extraordinario vigor espiritual; la Toscana había heredado el esplendor que Sicilia mostrara antes en el campo de las letras, y revelaba ya esa extremada sensibilidad que haría de ella el centro de irradiación más importante en el campo de las artes plásticas. Cimabue, Arnolfo di Cambio, y Giotto trabajan por entonces para renovar la ciudad y embellecerla, levantando el palacio de la Señoría, la iglesia de Or San Michele, el palacio del Bargello, y echando las bases de la maravillosa Santa María del Fiore, con su esbelto campanario, que habría de ser su incomparable catedral. Por entonces también alcanzó la poesía en dolce stil novo, la altura a que la condujeron Guido Cavalcanti y Dante Alighieri, al tiempo que florecían los poetas y los místicos que habían heredado de Jacopone da Todi, en alguna medida, la gracia y el fervor: Domenico Cavalca, Guido da Pisa, Bartolomeo de San Concordio, el autor de las Fiorettide Francisco de Asís, Jacopo Passavanti y tantos otros que predicarían y compondrían en prosa ardiente o en ágiles versos sus divagaciones místicas, como más tarde habría de hacerlo Catalina de Siena, sutil y apasionada.
También el saber riguroso atraía por entonces a los espíritus sistemáticos, ejemplificado en Brunetto Latini, el autor del Tesoro, para los cuales la Universidad de Bolonia constituía un activo taller. Allí estudiaron, por ejemplo, Dante Alighieri y Guido Cavalcanti, mientras otros preferían, como Cino da Pistoia, acudir a las universidades del mediodía de Francia para escuchar a los nuevos glosadores del derecho romano. Y en aquellas aulas, como en las de las universidades ultramontanas, la teología renovada de los maestros dominicos y franciscanos, los dos derechos y las artes liberales se enriquecían y se sutilizaban hasta agotar sus posibilidades, aguzadas algunas veces las inteligencias por la polémica apasionada, como aquella en que brillaron Egidio Colonna o Marsilio de Padua.
También la historia seducía a los espíritus cultos. Lectores asiduos de los historiadores latinos, los hubo en Italia que se esmeraron en escribir en la vieja lengua sabia la historia de sus ciudades. En latín escribieron sus crónicas Albertino Mussato, de Venecia, y fray Salimbene, de Parma. Pero había quien no desdeñaba el toscano, considerando que no se disminuía la dignidad de la historia porque se la narrase en lengua popular. En esa lengua había escrito Ricordano Malespini la crónica de
Como su obra, Dino Compagni era hombre llano y simple. Había nacido en
Acaso la llaneza del relato pudiera inducir al lector a suponer que la crónica de Dino Compagni es una obra trivial e intrascendente. Pero aunque así no fuera, su nombre no ha alcanzado tanta resonancia como para que sea superfluo destacar algunas de las excelencias de su obra.
Se ha dicho ya que no se trata de una simple crónica como tantas de las que por entonces se escribieron. Su tema preciso es el conflicto entre los blancos y los negros, y comienza a desarrollarse en el segundo tercio del primer libro; pero antes de entrar de lleno a relatar las múltiples peripecias que se encadenan en ese conflicto, Dino Compagni sabe ordenar en pocas páginas pero con notable claridad los principales acontecimientos de la historia florentina desde el origen de las discordias entre los güelfos y gibelinos de la ciudad (1215), para dejar sentados los antecedentes de la querella que constituye el nudo de su crónica. Así, sin perderse en el mar de las noticias indiscriminadas, como solía ocurrirles a muchos cronistas contemporáneos, Compagni circunscribe con precisión el ámbito de su narración y fija con exactitud los eslabones que, a su juicio componen el proceso histórico cuyo desenlace esperaba en el momento en que escribía, con la llegada del emperador a
Lo característico de la crónica, como lo ha señalado certeramente de Sanctis, es la singular visión de la realidad que Compagni nos ofrece, desde un punto de vista más moral que político. En efecto, al tiempo que señala la flaqueza de sus conmilitones, Compagni se esfuerza por destacar la natural perfidia con que obraron sus enemigos, y se resiste a todo criterio de eficacia sin derivar ni por un instante hacia lo que luego se llamaría realismo político. Y ante la comprobación del triunfo que sólo la maldad —piensa— ha hecho posible, estalla en imprecaciones de tono bíblico, como la que le inspira la conducta de los negros (II, I y 22), o como la que pronuncia al avivarse en su espíritu el recuerdo de los sufrimientos de Pistoya sitiada (I, 26). Nada tan expresivo, sin embargo, como la descripción del ambiente moral de
Empero, es justo señalar que esta visión moral de la realidad no supone en modo alguno, en Dino Compagni, una incapacidad para percibir los elementos de la vida política. A sus ojos, la lucha se manifiesta como resultado de una polarización de dos bandos enemigos en los que el espíritu de facción ha crecido de manera trágica, y en los que las tradiciones de odio y de venganza han multiplicado la ferocidad; pero bien advierte el cronista que no es eso todo, y nos lo dice; Compagni señala con parquedad pero inequívocamente los elementos subterráneos que mueven la discordia: los intereses económicos y sociales en pugna, las rivalidades entre los grandes y los burgueses; los apetitos de poder de algunos y las interesadas simpatías de los otros. Y si él mismo no siempre escapa a los dictados de ese feroz espíritu de facción que caracteriza a la historia de las ciudades italianas de entonces, se esfuerza por aquilatar las causas que movían a cada bando y aguza sus sentidos para remover los bajos fondos del drama histórico que desenvuelve en su relato.
A la luz de los acontecimientos que se sucedieron Dino Compagni señala alguna vez lo que hubieran debido hacer sus partidarios y no hicieron; pero aunque en alguna oportunidad tiende a justificarlos por el desaliento que se apoderaba de ellos ante la superioridad de los recursos del enemigo, parece más inclinado a reconocer que no poseían los blancos aquellas calidades necesarias para luchar con éxito en el plano político. Carecían los blancos —nos dice el cronista— de entereza, de audacia, de previsión; pero nos deja entrever —aunque no se atreva a confesarlo— que, sobre todo, carecían de sentido político, de ese fino instinto que luego encarecerá Maquiavelo y que, llevado a sus últimas consecuencias, desemboca en el realismo, en el desprecio por los medios ante la urgencia y la importancia atribuida al fin buscado.
Pero Compagni se resigna, al fin, pensando que el resultado de la contienda debe ser considerado como juicio de Dios. Estaba irritado contra su ciudad, piensa, porque ve su mano omnipotente tanto en las grandes cosas como en las pequeñas. Estaba irritado contra su ciudad, piensa, porque ve su mano omnipotente tanto en las grandes cosas como en las pequeñas. Y sin embargo, espera. Ahora el emperador se aproxima. De él llegará la venganza, que es para él justicia, porque también el emperador es, a sus ojos, instrumento de Dios. Era Dino Compagni —no lo olvidemos— un güelfo imperial, cuyo pensamiento político coincide con el que por entonces expone Dante Alighieri en De Monarchia.
Se ha llamado a Dino Compagni “el Salustio italiano”. La opinión ha parecido injustificada a Isidoro del Lungo, a quien tanto debe el conocimiento de este historiador de la
Hombre del partido, pero animado al mismo tiempo por la pasión de la verdad cuyo secreto creía poseer, Compagni quiere ser veraz y declara que sólo dirá lo que tiene por cierto. Por lo demás, nada nos oculta acerca de sus simpatías, de sus preferencias, de sus convicciones, y es fácil, con ello, corregir sus errores y sus injusticias. Pero quiere ser veraz, y por esa voluntad decidida sale de sus manos un relato dramático, inundado de sinceridad y vivificado por una pasión cuya nobleza conmueve aún hoy. La voz de Dino Compagni deja una extraña resonancia en nuestros oídos, y suscita en nosotros todo un mundo extinguido del que nos hace sentir próximos. Vuelva a leerse La Commedia, después de este libro, y se descubrirá más claro y preciso el mundo histórico del poeta, que gira alrededor de esta
ch’e piena
d’invidia si che già trabocca il sacco,
pero a la que amaba, como Compagni, con entrañable, inextinguible amor.