Heródoto o la historia. 1939

La primera gran obra histórica que produce la cultura occidental es la de Heródoto, cuyo tema es la gran guerra desencadenada entre griegos y persas al comenzar el siglo V. Un análisis somero de las circunstancias en que aparece nos podría ayudar a señalar algunos caracteres importantes de la ciencia histórica.

En ambas costas del Mar Egeo —sobre Grecia y sobre el Asia Menor– florecían, durante el siglo VI, muchas ciudades cuyos habitantes se reconocían un parentesco estrecho: viejas leyendas les enseñaban que provenían de distintas ramas de un tronco común. A pesar de esto, guerras frecuentes oponían los unos a los otros. Pero en un momento dado, un gran imperio vecino, el Imperio persa, cuyo núcleo estaba en el Irán, comienza a extender sus conquistas hacia el occidente y sus ejércitos llegan al Asia menor. La conquista del reino de Lidia pone a los persas en contacto directo con los griegos de las ciudades de Asia y la agresión no se hace esperar. Mileto es asaltada en forma brutal y otras ciudades corren la misma suerte: los ejércitos persas llegan a la costa del Mar Egeo y no tienen ya enemigos.

En ese momento, una fuerza misteriosa polariza a los griegos, los une estrechamente y les da la conciencia de que constituyen una raza. Ellos son los “helenos”; los otros son los “bárbaros”, los extranjeros, en cuya noción incluye entonces el griego la idea de incultura. Donde se encuentren, los helenos son sus compatriotas; sus costumbres, sus usos, su lengua, sus dioses, todo es común, todo los separa de las poblaciones orientales. Desde ese momento, los helenos concebirán el mundo como constituido por dos conjuntos humanos —griegos y bárbaros— cuya lucha es inevitable.

La lucha es la que se desencadena a raíz de la conquista persa de las ciudades griegas. La tradición las llamará las guerras “médicas”, y los griegos triunfaron de manera indiscutible. Pero la consecuencia más trascendental, para la cultura, es haber originado una conciencia activa de la originalidad de la cultura, cuyos cimientos se colocaban.

Para señalar esta actitud griega, para explicar la radical diversidad de griegos y bárbaros, para exaltar la resuelta actitud de la raza, cobrando conciencia de sí misma y afrontando el peligro a que le obligaba la continuidad de su destino histórico, Heródoto de Halicarnaso escribe los libros de la Historia. Tras de su concepción del pasado, es lícito descubrir en ellos una interpretación del presente: porque del curso del pasado histórico surgía una consigna para el futuro, que era la exaltación del helenismo.

Antes de Heródoto había habido autores de crónicas, de alegatos de carácter histórico. Pero la magnitud de la empresa emprendida por él, así como ciertas características de su obra, justifica el título de ‘padre de la Historia” con que es frecuente conocerlo.

La primera es la autenticidad de su obra. Una obra histórica es auténtica cuando reside en ella una concepción historiográfica, es decir, cuando el historiador concibe el pasado como un conjunto de fenómenos coherentes, articulados, provistos de un significado, movidos por una actitud del espíritu. Esta concepción historiográfica está movida por una interpretación general de la vida, por una intuición de la realidad contemporánea que suscita el recuerdo del pasado, organizándolo y cargándolo de sentido, hasta hacerlo articular exactamente con el presente. Heródoto es un auténtico historiador, y su obra tiene esa simplicidad de quien ve claramente los problemas y sabe manejarlos con dominio.

Pero éste no es su único mérito. La palabra “historia” alude a la función de “investigar”, de escrutar el pasado para que las afirmaciones sean exactas y las conclusiones perdurables. Heródoto se ha preocupado por la veracidad de su historia. Cada cierto tiempo, cuando lo que va a contar es inverosímil, nos previene diciendo que de esa manera se lo contaron a él. Su historia proporciona, en consecuencia, gran cantidad de materiales, porque, si bien es cierto que no cree todo lo que le dicen, también es cierto que no por eso deja de consignarlo. Su historia es, pues, equilibrada y rica. Su investigación, sin embargo, pasa de la mera búsqueda de materiales: Heródoto viaja, pregunta, lee, y, sobre todo, mira y procura comprender con su clara inteligencia griega. Lo que no hace Heródoto es ponerse, ante los datos que recibe, en actitud crítica.

En la Antigüedad hubo historiadores que supieron adoptar, en mayor o menor medida, una actitud crítica. Entre todos, fueron Tucídides, Polibio y Tácito quienes se mostraron más celosos en la exactitud de los datos que consignaban. Para lograr esta exactitud, someten a un atento examen los testimonios que poseen, cotejan unos con otros y juzgan, preferentemente, sobre el criterio de la verosimilitud. Esta norma no podía ser muy segura; pero la historiografía de la Antigüedad no contaba con la ayuda de ciencias auxiliares y debía contentarse con el tipo de labor que podía hacerse contemplando los materiales nada más que con criterio histórico. Pero nada de esto le roba valor a la historiografía antigua, sobre todo en cuanto se refiere a sus figuras más representativas. Porque lo fundamental en una obra histórica es que tenga una concepción de la vida histórica, y la Antigüedad la tuvo de manera muy definida.

Desde Heródoto, la historia fue preferentemente narrativa. Pero con el andar del tiempo se le plantearon otros problemas. Las épocas y los lugares estudiados fueron creciendo y los testimonios haciéndose más lejanos y más diversos. El criterio crítico se fue agudizando también y, abandonado en la Edad Media, volvió a ser ejercitado desde el Renacimiento. A nuevos problemas, la historiografía corresponde con nuevas actitudes científicas.

Al Renacimiento le interesa la Antigüedad. Pero los testimonios que quedan de ella son lejanos, confusos, inseguros, y se hace necesario estudiarlos con cautela antes de utilizarlos. Por otra parte, todos los días aparecen nuevos textos, nuevos documentos literarios, históricos o filosóficos. Antes que la historia comience a utilizar a unos y otros, alguien debe garantizar su exactitud, su autenticidad. La filología se transforma en una aliada de la historia. La filología fecha las obras, invalida este o aquel códice, garantiza este otro y prefiere un tercero. Después de eso, el historiador puede descansar en la crítica filológica, porque de sus manos surge un criterio de veracidad digno de fe.

Pero la Antigüedad no sólo ha dejado textos literarios: también ha dejado monumentos, obras de arte. Muchos de ellos están guardados en palacios italianos, públicos o privados; los historiadores se preocupan por ellos, los estudian, los clasifican: son los que, dentro de la historia, se dedicaron a la historia del arte; pero otros muchos no están a la vista. Se supone que escondidos bajo tierra hay gran cantidad de construcciones, de monumentos, de obras de arte. Durante mucho tiempo sólo el azar permite encontrar aquí o allá alguna pieza de valor; pero de pronto los historiadores comienzan a buscar sistemáticamente los vestigios escondidos de viejas culturas. Una nueva ciencia se constituye: la Arqueología. Sus especialistas exploran el Oriente cercano, Grecia, Italia. Ciudades enteras salen de bajo tierra con sus palacios, sus murallas, sus obras de arte, sus mil objetos de la vida diaria. El arqueólogo afina su ojo y nos dice con certeza aproximada la edad de las ciudades, el grado de cultura, los medios técnicos usados. El historiador tiene ahora un nuevo aliado: con los datos que recibe del arqueólogo, puede cotejar los que le ofrecen las leyendas y las fuentes históricas. Por la diversidad de su origen, la comparación de estos dos géneros de afirmaciones permite sacar conclusiones de valor casi completamente seguro.

El valor de la Arqueología proviene de que se trata de datos que no vienen condicionados por un interés particular. Este interés podría falsear los hechos: es la sospecha que queda siempre con una fuente histórica; ¿fue veraz el autor? ¿no tenía una intención escondida al afirmar determinada cosa? Pero el predominio de cierta técnica industrial, de cierta manera de explotar la tierra, de cierto modo de convivir en ciudades, nos informa sobre el grado y el tipo de cultura de un pueblo con absoluta objetividad, sin que sea posible suponer que haya habido una intención de deformar los hechos para la posteridad: se trata de un testimonio involuntario.

El otro testimonio involuntario es el que suministran la Epigrafía y la Diplomática. Antiguas inscripciones de monumentos, de hitos, de placas recordatorias, piezas todas de uso común y cotidiano, destinadas a los contemporáneos, nos guardan el recuerdo vivo de múltiples actividades; igualmente pasa con los documentos, diplomas, manuscritos en general, documentos todos no redactados para perdurar, sino para cumplir cierto acto de la vida cotidiana: establecer una designación, conferir un poder, formalizar una venta, consignar un edicto. Estos documentos dan lugar a nuevas disciplinas y a nuevas maneras de investigación; epigrafistas y diplómatas estudian hasta en sus últimos detalles estos testimonios y dicen al historiador lo que en ellos hay de cierto, lo que puede tomarse y lo que debe desecharse. Es un nuevo aliado de la historia.

Piénsese en el viejo Heródoto y en los fatigosos viajes que debió emprender para conocer algo de la vida de pueblos lejanos; piénsese en un historiador del siglo XIX o XX —Mommsen, Beloch, Burckhardt, Bloch, Pirenne, Glotz, De Sanctis, Carcopino– rodeado de medios técnicos, de auxiliares eficientísimos; la comparación dará una idea de hasta qué punto puede ser más severo, más seguro, éste que aquél. Pero una cosa iguala a los auténticos historiadores de antes y de ahora, con prescindencia de esa capacidad técnica: la posesión de una concepción de la vida histórica; porque sólo hay verdadera historia cuando ella existe y cuando obra en el historiador, despertando una comprensión profunda de los supuestos espirituales que subyacen en el devenir de la vida.