La ciudad latinoamericana: continuidad europea y desarrollo autónomo. 1969


EI análisis del desarrollo de la ciudad latinoamericana tiene un valor por sí mismo, puesto que los fenómenos contemporáneos de expansión urbana han adquirido inusitadas proyecciones y suscitan graves y urgentes problemas socioeconómicos y culturales en todos los países del área. Correctamente conducido, ese análisis resulta fundamental para la comprensión de los cambios de plazo breve y ritmo acelerado que se han producido en los últimos tiempos en casos tan espectaculares como el de las ciudades de Caracas o San Pablo, por ejemplo, y en consecuencia, fundamental también para orientar una política relacionada con los problemas socioeconómicos y culturales suscitados en esos y otros muchos casos.

Empero, el valor de ese análisis trasciende ese campo, y es grande también en relación con los procesos de plazo largo y ritmo lento que configuran el total desarrollo de la sociedad latinoamericana. Por razones diversas las ciudades han desempeñado un papel decisivo en ese desarrollo, y por esa causa constituyen el mejor indicador de los elementos que se integran en los procesos y del sentido con que se integran. Usando una fórmula provisional, podría decirse que la ciudad es el mejor indicador de los fenómenos de mestizaje y aculturación que se desarrollan en Latinoamérica en relación con la creación de nuevas formas de vida y de mentalidad. En términos generales, esta fórmula es válida para el examen del desarrollo latinoamericano desde el siglo XVI hasta hoy.

Si es así, el análisis del desarrollo de la ciudad latinoamericana debe ajustarse a una conceptuación histórica precisa. Como producto de la vida socioeconómica y cultural, la ciudad es una creación siempre renovada; y aun admitiendo que pueda considerarse como objeto de una teoría —urbanística, social, política o aun filosófica o teológica— su análisis tiene que ser primariamente histórico y partir de sus condicionamientos necesarios. En consecuencia, el análisis de la ciudad latinoamericana debe partir de los supuestos con que fue creada, supuestos cuyas raíces se hunden en la experiencia de la ciudad burguesa europea, tal como se formó y desenvolvió a partir del siglo XVI, luego de profundas y variadas transformaciones. Esa experiencia fue sistematizada y resumida en fórmulas para ser utilizadas en el mundo que se europeizó —no sólo Latinoamérica, por cierto— y cristalizó en un núcleo de fuerte poder institucionalizador que se instauró en medio de una realidad natural, social y cultural desconocida. El análisis debe seguir, por eso, a través de los fenómenos de interrelación entre las ciudades, como núcleos socioeconómicos y culturales compactos e institucionalizadores, y la realidad circundante, que ofrecía una naturaleza peculiar y, a veces, formas socioeconómicas y culturales desarrolladas. Estos fenómenos de interrelación se dan tanto en las áreas rurales como en las urbanas; pero estas últimas adquieren fisonomía muy precisa y ciertos caracteres de enfrentamiento radical: de aquí el valor como indicador.

Un ligero examen de las etapas de este análisis revela que, fundamentalmente, están diferenciadas por los cambios en su estructura originaria y por los niveles sucesivos de adecuación de la ciudad a su peculiar contorno. He aquí cuáles pueden ser esas etapas.

La ciudad latinoamericana es fundada y organizada sobre el modelo de la ciudad lusoespañola, o mejor, sobre la imagen que de ella tenían los grupos colonizadores en las postrimerías del siglo XV y principios del XVI. Correspondía, en rigor, a la ciudad feudoburguesa medieval, promovida y desarrollada por la actividad mercantil que desencadenó una burguesía local juntamente con grupos musulmanes y judíos. Esta circunstancia, entre otras, dio a la ciudad peninsular un aspecto especial. Problemas de estructura socioeconómica acentuaron allí la política discriminatoria que concluyó con la expulsión de moros y judíos, en tanto que favorecieron el predominio de las ciudades de las clases poseedoras de la tierra, tanto de las altas como de las que heredaban la condición de los “caballeros villanos”.

Ciertamente, esa situación no es exclusiva de la península ibérica. La ciudad medieval surgió hacia el siglo XI dentro de un sistema socioeconómico y cultural que puede ser llamado “feudoburgués”, esto es, un sistema transaccional determinado por el hecho de que la clase promotora del cambio renunció muy pronto a la disputa del poder político y, a la sombra de los altos poderes señoriales o reales de mentalidad renovadora, concentró sus esfuerzos en el desarrollo de nuevas actividades económicas que le depararon importantes cambios en la situación social de sus miembros. Esa clase destacó sucesivamente de su seno algunos grupos que lograron capitalizarse precozmente y que se vincularon con las clases tradicionales, creándose así un patriciado que caracterizó a la ciudad feudoburguesa. Empero, la alianza no tuvo en todas partes los mismos caracteres. Allí donde las clases señoriales carecían de fuerza y tradición, las ciudades adoptaron una fisonomía más típicamente burguesa, como en los Países Bajos. En cambio, allí donde las clases poseían fuerza y tradición se erigieron en inevitable modelo de los grupos patricios, pero ofreciendo posibilidades distintas. En algunos casos, como en ciertas ciudades italianas, las clases señoriales aceptaron a su vez el modelo de vida urbana y permitieron una real alianza feudoburguesa; pero en otros casos mantuvieron rígidamente sus esquemas señoriales y se resistieron a integrarse con los grupos burgueses en ascenso, sin que por ello dejaran de ser para estos un modelo imitable. Tal fue, en términos muy generales, el caso de la península ibérica, donde ese fenómeno, acentuado primero por la política discriminatoria contra moros y judíos y luego por la llegada de la plata y el oro americanos desembocó en un modelo urbano extremado: la ciudad hidalga.

La ciudad hidalga, que contenía inequívocos elementos de ideología social, fue precisamente el esquema que se utilizó para erigir la ciudad latinoamericana. Sobre una planta racional, inspirada en las formas de las bastides francesas, difundidas en España, se constituyó una sociedad en la que se presumió, en principio, una condición de hidalguía y a la que se aplicaron los principios discriminatorios inspirados en el espíritu de la Reconquista y de la Contrarreforma. Fue una sociedad sin judíos, ni moros, ni protestantes; pero además, en términos jurídicos, sin indios ni negros. Tras la empalizada o el foso, o tras la valla cultural que los reemplazaban, la ciudad debía ser una ciudadela, no sólo en sentido militar sino, sobre todo, en sentido social y cultural; una ciudadela europea y europeizadora en la que se conservaran intactas las formas de mentalidad y de vida, la raza y los sistemas de normas y valores europeos.

Este designio se cumplió en parte. Desde cierto punto de vista, y tan profundas como puedan haber sido las alternativas creadas por el mestizaje y la aculturación, la ciudad latinoamericana conservó —y sigue conservando en parte— las funciones de una ciudadela europea y europeizadora, de modo que una de sus líneas de cambio corresponde a las transformaciones socioeconómicas europeas o, en rigor, mundiales. La ciudad hidalga del esquema originario siguió siendo un modelo válido que constituye, aún hoy, el marco de referencia de las clases altas en muchas ciudades. Pero poco a poco —y en algunos casos ya en el siglo XVII o el XVIII— la ciudad hidalga, que pretendía fijar el esquema feudoburgués, comenzó a deslizarse hacia un esquema burgués típico. De aquí dos problemas que deben estudiarse metódicamente. Uno es el de la perpetuación del esquema de la ciudad hidalga a pesar de todos los cambios operados en la realidad socioeconómica y cultural. Otro es el de la peculiaridad del desarrollo de las burguesías urbanas, primero en relación con aquel esquema y luego en relación con los cambios socioeconómicos del área europea con la que la ciudad estaba en contacto. Estos problemas son los que corresponden a la continuidad del desarrollo europeo de las ciudades latinoamericanas.

Junto a esto, están los problemas que suscita el desarrollo autónomo de las ciudades, que son inseparables de aquellos pero que asumen la forma de procesos bien diferenciados.

Mientras la ciudad funcionó como ciudadela europea y europeizadora —con los cambios que se operaron en tal condición— se constituyó fuera de ella y en su contorno una sociedad sui generis. Fue la sociedad rural de la región circundante, alojada en un mundo natural poco conocido, sobre el que la ciudad —símbolo del orden europeo— apenas podía sostener la vigencia de su propio sistema de normas ni ejercer una influencia decisiva. A través de un largo proceso de instalación, de descubrimiento de las posibilidades naturales, de adecuación a ellas y de ajuste de las relaciones entre sus miembros, esta sociedad acuñó sus propias formas de vida, su propio sistema de normas y valores, sus propias formas de mentalidad. A diferencia del mundo urbano, este mundo rural no nos es siempre bien conocido e ignoramos cómo se constituyó hasta elaborar su propio orden al margen del orden urbano que representaba el orden europeo. Sólo se nos hace evidente y manifiesta su consistencia interna cuando entra en colisión con el mundo urbano; pero entonces lo descubrimos sólo a través de la polémica campo-ciudad, en la que el mundo rural se presenta desventajosamente no sólo a causa de su más tenue consistencia sino, sobre todo, a causa de la superioridad comunicativa del mundo urbano. Sin embargo es evidente que la irrupción rural que se advierte desde las postrimerías del siglo XVIII y se hace patente en la primera mitad del XIX deriva de una oposición anterior. Puede decirse que es la respuesta necesaria al predominante sistema de la colonización urbana. Pero en una oposición muy desigual, puesto que uno de los términos poseía una forma muy vigorosa aunque débiles contenidos, en tanto que el otro era informe pese a su vigor interior.

Sólo poco a poco adquirió el mundo rural conciencia de sí mismo y se enfrentó con el mundo urbano, pero entretanto, y por un efecto indirecto, robusteció la mentalidad señorial, y con ella el esquema de la ciudad hidalga, precisamente cuando la ciudad burguesa comenzaba a afianzarse.

En la línea de los procesos correspondientes al desarrollo autónomo de las ciudades el primero a considerar debe ser el que se inicia en las postrimerías del siglo XVIII y se acelera a través de los movimientos revolucionarios y de las guerras civiles que los siguen en muchos casos. Independientemente de los juicios de valor que contenga, y que puedan ser o no compartidos, el esquema de Domingo F. Sarmiento en el Facundo (1845) es absolutamente válido en cuanto testimonio del enfrentamiento de dos términos de una realidad social. Esos dos términos —y su antítesis— fueron creados virtualmente por la concepción colonizadora basada en el principio de la instauración de la ciudad como ciudadela europea y europeizante y en la alienación del mundo rural indígena, que se perpetuó en la alienación del mundo rural formado luego libremente al margen del mundo urbano. Independientemente de la carga valorativa que puedan tener ambos términos, civilización y barbarie representan en Sarmiento dos esferas hasta entonces incomunicadas y que en cierto momento entran en relación conflictual. Es el triunfo del mercantilismo, de la concepción de la ciudad como sede de los sectores terciarios, como mecanismo administrador de la riqueza que se produce fuera de ella, lo que suscita el contacto primero y el conflicto después. El triunfo de la ciudad consagra la alienación del mundo rural y su sometimiento a los módulos del mundo urbano, pero la ciudad paga su triunfo en la moneda de los cambios sociales, de las guerras civiles y de las primeras formas del éxodo rural.

El segundo proceso a considerar debe ser el que suscitan los cambios derivados de la nueva economía industrial, ascendente en Europa en la segunda mitad del siglo XIX. Las burguesías urbanas mercantilistas reciben y aceptan el desafío del mercado internacional que requiere materias primas industriales y especialmente materias primas alimenticias para las vastas concentraciones urbanas que se constituyen en Europa occidental, en ciudades desde las que se prepara una invasión de productos manufactureros hacia las ciudades mercantiles de Latinoamérica. Con ello la función mercantil de estas se acentúa. Las clases medias de las ciudades —ya constituidas o en proceso de formación— no son los únicos destinatarios; también son las poblaciones rurales que, inclusive, ven atacadas sus manufacturas tradicionales. La alienación del mundo rural, es, pues, doble, puesto que también se alienan las ciudades que las administran, o mejor dicho, renuevan y perfeccionan su alienación. Nuevos sectores enriquecidos robustecen las clases medias tradicionales, y renuevan su riqueza las viejas clases señoriales. Las ciudades fortifican su tendencia a la europeización según los modelos de París o Londres. Y el precio de su desarrollo es, cada vez más, convertirse en centros de atracción de las poblaciones rurales y de la inmigración europea, cuya estructura social y étnica empieza a modificarse.

El tercer proceso a considerarse debe ser el que se desencadena a raíz de las guerras mundiales. Los ajustes y desajustes provocados en las economías locales por las necesidades de los mercados europeos o por las alteraciones en las líneas de exportación e importación, acentúan los fenómenos socioeconómicos producidos desde mediados del siglo XIX, pero los complican y enriquecen al suscitar los primeros ensayos de industrialización. La ciudad burguesa, mercantil y manufacturera, empieza a transformarse en ciudad industrial. Es entonces cuando se extreman los fenómenos del éxodo rural masivo y la aparición de los caudillos de barrios populares en las ciudades atrayentes. Las ciudades adquieren cada vez más la fisonomía y la peculiaridad socioeconómica de las ciudades europeas —o norteamericanas, cuyo modelo empieza a imponerse— pero alcanza, por otra parte, una fisonomía peculiar que revela una interacción más activa de la ciudad y la región. Además, el mercado interno adquiere una importancia creciente, dada la mecánica de la economía internacional, y la ciudad comienza a insinuar una variante con respecto a su mero papel de centro de concentración y exportación de bienes de consumo, orientándose hacia una producción limitada por la capacidad del mercado interno. Nuevos grupos industriales se constituyen, integrados a veces por sectores mercantiles o agropecuarios que buscan nuevas formas de actividad económica; y paralelamente se constituye o robustece un proletariado urbano de variada fisonomía local pero cuyo comportamiento social adquiere cada vez más las formas adecuadas a una sociedad industrial.

En la etapa actual del desenvolvimiento de esos procesos, la relación entre la línea de desarrollo de tipo europeo —y ahora de tipo norteamericano— y la línea de desarrollo autónomo de las ciudades latinoamericanas se ha hecho cada vez más difusa y parece buscar una fórmula transaccional. El viejo esquema de la ciudad hidalga subsiste en la mentalidad conservadora, y aun cuando se adivina que asume ya los caracteres de una mentalidad nostálgica, opera, sin embargo, estableciendo ciertos límites y fijando ciertas formas cuyo vigor acrecienta el consentimiento prestado por las clases medias en ascenso. Sin embargo, es la ciudad burguesa la que se robustece, mientras busca su forma en los modelos tradicionales, defiende los esquemas europeos o norteamericanos y procura forzar el ingreso a ellos de los nuevos grupos que se incorporan a la vida urbana. El juego interno de las sociedades urbanas parece revelar que las burguesías nacionales se comportan de manera distinta de las burguesías internacionales, y las masas populares oscilan entre aceptar las reglas de comportamiento del proletariado industrial o persistir en las formas de comportamiento social y político tradicionales.