Frente a la multiplicidad y disparidad de interpretaciones del pasado que la ciencia histórica elabora, aun partiendo de los mismos datos, ha parecido lícito y necesario establecer los términos rigurosos del problema gnoseológico que ello entraña y buscar sus soluciones precisas; y si solamente en el curso del siglo XIX pueden hallarse tratadistas sistemáticos, es notorio que este tipo de reflexiones reconoce precursores esforzados desde largo tiempo, cuyos puntos de vista, aun imprecisos y perecederos, encierran curiosas sugerencias a las que es útil volver alguna vez. En verdad, no podía pasar inadvertido para los espíritus de auténtica vocación histórica, porque el problema gnoseológico de tal forma de conocimiento es similar al de todas las disciplinas que trabajan con realidades, esto es, la determinación de las relaciones entre su conceptuación y la realidad sobre la que se elabora. Sólo contribuye a esfumar sus contornos precisos la circunstancia de que la realidad de las disciplinas históricas no co-existe con la conciencia que lo observa sino que, siendo previa a ella, sólo adquiere presencia, precisamente, en el acto mismo de su observación: no puede, pues, sino ser escabroso el planteo de la llamada objetividad del conocimiento histórico.
Historia y realidad
Es sabido que, para dignificar la ciencia histórica en un momento en que el cartabón metodológico estaba dado por las ciencias de la naturaleza, pareció imprescindible postular para ella un tipo de objetividad que le permitiera purificarse de aquella mácula que la pluralidad de interpretaciones posibles del pasado ponía sobre su estructura científica. La posibilidad de una objetividad histórica y su forma sui generis fue establecida por Ranke, fundamentalmente, y esa posición pareció salvar aquélla; pero su sola afirmación trajo a la luz la secreta contradicción en que la ciencia histórica se mueve porque evidenció que, en la medida en que se lograba establecer un plano de estricta objetividad, se alejaba de su misión primera y específica de proveer de sentido a la realidad histórica suscitada por vía intelectual, conformándose con un mero establecimiento y comprobación —tan rigurosa como se quiera— de los hechos sólo en cuanto tales.
Toda la elaboración posterior del problema gnoseológico de la ciencia histórica, transferida desde fines del siglo XIX al campo de la filosofía, ha estado guiada por la aspiración de resolver esa bipolaridad constitutiva del conocimiento histórico. La objetividad constituye, en efecto, una aspiración que corresponde a la naturaleza misma de la labor historiográfica en una de sus etapas, pero esta etapa no satisface sino un período de la preocupación histórica; queda, por sobre ella, y como la auténtica instancia historiográfica, una aspiración a la comprensión que aparece como incompatible con la objetividad o, al menos, con aquella forma de objetividad. El comprender, en efecto, implica una intuición, primero, de las realidades históricas suscitadas, y una conceptuación después, y ambas operaciones, que no se realizan sino por el ejercicio de una conciencia y en el seno de ella, participan de cierto subjetivismo que les es constitutivo y que, en todo caso, sólo en una cierta y escasa medida admite constricciones que lo condicionen para reducirlo a esquemas trascendentes. Queda así en pie el grave y decisivo problema de las relaciones entre la realidad histórica y su conceptuación, y hacia su solución va un rico caudal de pensamiento en el campo filosófico, porque cuando queremos afrontarlo y hallar soluciones, siquiera provisionales o parciales, descubrimos que no constituye un problema limitado a la ciencia histórica sino común a ésta y a todas las ciencias del espíritu. En cierto sentido, tal problema se vincula también a todo problema de conocimiento en cuanto plantea el interrogante acerca de cuáles son los lazos de interdependencia entre el conocimiento y la realidad historicosocial misma, esto es, cómo y en qué medida se condiciona el primero por las formas de la segunda que constituyen los supuestos del que observa. Este punto de vista es el que afronta la sociología del saber, disciplina que debe a Max Scheler un planteo riguroso y de ricas posibilidades. En efecto, la sociología del saber o sociología del pensamiento no es sino el intento de demostrar cuál es el cuadro de influencias que, sobre las formas del conocer, se ejercitan desde el campo de la realidad que circunda al individuo o grupo que conoce. Conocimiento de una realidad en la que se nutre quien la observa, la ciencia histórica no puede sino sentir agudizado ese condicionamiento y, en consecuencia, este punto de vista puede ponernos sobre la huella de una solución, tan lejana y compleja como se quiera, pero rica en rumbos seguros.
Los supuestos del conocimiento histórico no residen exclusivamente —como los de ningún otro conocimiento— en el individuo; éste es, a su vez, espejo de una situación social y espiritual, y es en ella, antes que todo, aunque sin desechar la posibilidad de una presencia activa de elementos individuales, donde debe buscarse el límite de toda posible objetividad al llegar el conocimiento histórico a la etapa de la comprensión. Es esta conexión entre pensamiento y situación espiritual la que encierra la clave de las formas del conocer, y, si ella y sus caracteres son generalmente cognoscibles —para la ciencia histórica, acaso, más fácilmente que para ninguna otra forma de co-nocimiento—, nunca se advierte de manera más evidente y clara que cuando el pensamiento surge en un momento de crisis. No es arbitrario el hecho, rigurosamente preciso, por otra parte, de la concomitancia entre las grandes creaciones historiográficas y las situaciones más definidamente críticas. Corresponde a la agudización de la con-ciencia histórica frente a la disolución de las estructuras espirituales constituidas, y ofrece, en consecuencia, un cuadro paradigmático de aquellas relaciones ya enunciadas: vale, pues, la pena, para poner un hito en el campo de las conexiones entre conocimiento y situación espiritual, establecer —someramente en estas páginas— cuáles han sido las relaciones dadas entre el pensamiento historiográfico de las épocas de grandes crisis y las situaciones historicosociales propias de estas últimas.
Equilibrio y crisis en las estructuras historicosociales
Acaso convenga aclarar previamente la relación entre los conceptos de decadencia y crisis. La noción de crisis ha estado implícita en la idea, por largo tiempo utilizada como forma histórica, de decadencia, para definir un típico momento de cultura: el período helenístico, referido a la cultura griega o los últimos siglos del Imperio Romano referidos a los primeros; parecía entenderse por tal toda quiebra de una unidad cultural, manifestada en el abandono de sus caracteres puros y en la incorporación de elementos nuevos, con lo que se originaba un empobrecimiento del tronco originario de la cultura y, con él, su desaparición. Pero esta idea de decadencia y destrucción de las estructuras culturales no puede sostenerse; supone un desarrollo lineal de la cultura y tiene uno de sus fundamentos principales en la analogía organicista, de cuyas concepciones, en cierto modo, proviene. Las estructuras culturales, por el contrario, parecen caracterizarse por su naturaleza de complejos, susceptibles de operar mutaciones profundas —en todo diferentes de las mutaciones de la vida del organismo— originadas en la aceptación de nuevos elementos, en su elaboración e incorporación radical, en la transmutación, finalmente, de los elementos considerados básicos; de tal mutación surge un complejo nuevo, en el que, si sobreviven ciertos esquemas fundamentales, puede verse una etapa nueva de una misma cultura, y de la que nace otra si, por el contrario, se han extinguido aquéllos, pero sin que eso signifique decadencia en sentido biológico sino, por el contrario, enriquecimiento y diversificación o, todo lo más, transformación que debe juzgarse ahora según los nuevos valores que ella misma crea. Así, en la idea de decadencia se encuentran los caracteres propios de una crisis: mutación y transformación, desarrollo de elementos endógenos y captación e incorporación de elementos nuevos, y estructuración del todo en un nuevo orden con nuevo sistema de valoraciones.
Con tales caracteres se definen, en efecto, las crisis que afectan a la totalidad de los planos de una estructura cultural; podrían llamarse grandes crisis y cada una de ellas constituye un instante típico de diversificación histórica, el único apropiado, en consecuencia, para fijar una periodización histórica con sentido profundo. Pero en el desarrollo histórico se observan, otras veces, crisis circunscriptas que afectan sólo algunos planos de la estructura cultural sin alcanzar a disgregarla, y que han sido provocadas por la ruptura en las relaciones de cierto tipo: espirituales, políticas, económico-sociales; son las pequeñas crisis que pueden constituir hitos en el desarrollo de un proceso particular pero que no lo son, necesariamente, para el proceso general de la estructura cultural en la que se operan. Y cuando se trata de establecer las conexiones entre el pensamiento historiográfico y las situaciones de crisis, como más típicas y visibles, es justo atender solamente a las grandes crisis, tal como se manifiestan —bueno es señalado— en el ámbito de la cultura occidental.
Un ámbito de cultura se constituye, esencialmente, por grupos y subgrupos sociales que se integran en un complejo de coherencia tal que subordine, normalmente, los elementos a la totalidad. Cada uno de aquellos grupos es por su parte, y además de los que sostiene la totalidad, portador de ciertos ideales y tendencias, de ciertos intereses y prejuicios que se vinculan con la situación recíproca; pero todos ellos se articulan en un sistema de relaciones establecidas o en proceso de establecimiento, las cuales cristalizan en formas objetivadas. Hay en este sistema de relaciones momentos de equilibrio, en los que tales relaciones se jerarquizan mediante un principio que recibe el acatamiento general, y durante el cual parece posible a cada grupo o aun a cada individuo realizar sus ideales de tales dentro de ese orden; ese equilibrio —aunque inestable por propia naturaleza— configura, en efecto, un momento típico de las estructuras historicosociales —momento de equilibrio—, en el que la totalidad de la comunidad participa de los ideales comunes en tanto que cada grupo realiza los suyos peculiares dentro de la estructura general; son momentos de plenitud en las formas de la convivencia, en que la ortodoxia constituye el valor supremo y los disconformismos carecen de sentido y de vigencia social.
Pero aun cuando el equilibrio se mantiene, puede irse formando en cada grupo, lenta y oscuramente, un principio de desarrollo de sus ideales y tendencias peculiares o, por el contrario, un principio de disolución de ellos o, quizá, uno y otro en distintos grupos. Otros principios de desequilibrio pueden venir por otras vías: nuevos ideales y tendencias, de origen ajeno al ámbito cultural pero susceptibles de acomodarse a él, pueden comenzar a incorporarse y a forzar los esquemas constituidos. Y por una de esas incitaciones —o por las dos— aparecerá en aquel ámbito cultural una aspiración y una exigencia para alcanzar un ajuste de las relaciones establecidas entre los grupos portadores de unos y otros ideales, para postular, finalmente, la vigencia de otros nuevos y para la totalidad de la comunidad.
La acción de tales elementos deletéreos de la estructura vigente depende de la fortaleza de los ideales comunes y el grado de adhesión que hacia ellos mantengan los grupos sociales; según eso, la crisis que resulte puede ser una crisis de afirmación o una crisis de reelaboración de aquella estructura. En el momento en que, frente a un ámbito de cultura, aparecen grupos sociales —ajenos o propios— que pretenden alterarla o aniquilarla, la totalidad o una mayoría eficaz tiende a provocar un estrechamiento de sus filas y, adquiriendo conciencia de lo que le es común y sobreestimando su valor, opera una crisis de afirmación de la propia individualidad cultural. Por el contrario, si aquellos ideales comunes han perdido vigencia y está quebrantada la adhesión de la totalidad o la mayoría de los grupos sociales hacia ellos, el contacto con un agente deletéreo puede provocar una crisis de reelaboración, cuyos caracteres coinciden, sea cuando la crisis se opera por aceptación y elaboración de elementos exógenos, sea cuando se manifiesta como irrupción de los ideales y tendencias de un grupo para cuyo desarrollo y vigencia es inadaptado el equilibrio existente. En efecto, a favor de una circunstancia favorable, los grupos portadores de esos ideales y tendencias abandonan su actitud de acatamiento al esquema jerárquico establecido y comienzan a exigir un ajuste en el que se les confiere una nueva situación; el espíritu de facción —esto es, de sobreestimación de los ideales del grupo por sobre los de la totalidad— reemplaza al de solidaridad comunitaria, y el disconformismo se torna la actitud valiosa y eficaz. Pero como el ajuste exigido por un grupo implica la alteración de las relaciones establecidas, y en tal alteración va implícita una merma en la significación de otros grupos, a aquella demanda sigue necesariamente un conflicto, sordo o franco. La crisis interna se manifiesta, pues, como un estado de revisión de las relaciones recíprocas, y del juego de los ideales y tendencias surge aquella mutación decisiva operada o por un desarrollo de elementos endógenos que se fijan en el cuadro de los ideales comunitarios en una nueva ecuación, o por la aceptación y elaboración de elementos nuevos, o por ambas cosas, todo ello estructurado según un nuevo esquema valorativo.
Una crisis de afirmación típica es la que se opera en el ámbito del Mar Egeo en los siglos VI y V a. de C., cuando, frente a la cultura persa, los griegos, desunidos políticamente, descubren su esencia común y afirman la existencia de lo que muy pronto constituirá la raíz de la cultura occidental. De otro tipo —crisis de reelaboración— es la que se produce en el siglo II a. de C., cuando Roma absorbe el mundo helenístico y recibe sus contenidos culturales consustanciándolos con su ámbito de poder. En los siglos III a V d. de C. la crisis se manifiesta a un tiempo como crisis de reelaboración —operada sobre los elementos heleno-romanos, los germánicos y los cristianos— y de afirmación de cierto módulo occidental que diferencia al Mediterráneo occidental del Oriente, en el que, a su vez, se produce una afirmación de los estambres greco-orientales. Más tarde, en el Occidente, se produce una nueva crisis en los siglos XII y XIII, desencadenada por las Cruzadas, y que participa de los caracteres de la anterior: reelaboración de los elementos tradicionales y los recogidos en el Mediterráneo oriental —cristiano-orientales y musulmanes— y afirmación de su peculiaridad occidental en un cuadro que prefigura la cultura moderna. El siglo XV configura, en la Europa occidental, una típica crisis de reelaboración, y de iguales caracteres participa la crisis occidental del siglo XVIII, de la que habrá de surgir el Occidente contemporáneo. Pronto ha de verse cómo ha correspondido, a cada una, una forma típica de pensamiento histórico.
Las crisis y las actitudes históricas
En efecto, la trascendencia y los caracteres de una crisis se advierten inmediatamente en la exacerbación de una actitud histórica. La disgregación de los elementos de una cultura en un momento crítico —los elementos sociales y el conjunto de ideales y tendencias de que son portadores— plantea muy pronto el problema de su reordenación en un nuevo sistema jerárquico destinado a constituir, muy luego, el cañamazo de una nueva fase de la cultura en la que la crisis se ha desencadenado. Esta reordenación se postula teóricamente según ciertas ideologías, pero, paralelamente, la va operando la realidad misma, según principios que se establecen de hecho unas veces, con cierta sujeción otras, a algunos postulados de algunas de aquellas ideologías.
Pero coincidentes o no con la realidad, aquellas ideologías constituyen una postulación del orden futuro dentro del cual se ve estructurarse la realidad en crisis y son, en cierta medida, una prefiguración del futuro de la comunidad. En efecto, toda crisis trae consigo, de manera viva y dramática, una preocupación fundamental por su desenlace, esto es, por el destino ulterior de la comunidad, porque el desenlace está potenciado en ella y porque los elementos se muestran dinámicamente, tendidos hacia un equilibrio posible que los obliga a un perpetuo juego de sus posibilidades: sólo parece necesario, pues, determinar —o, acaso, intuir— un sistema de ordenación, y esa determinación implica un planteo del curso de la crisis hasta su solución.
Esta postulación del futuro supone, esencialmente, una actitud histórica, y, en el desarrollo de la cultura occidental, al menos, parecen corresponderse estrechamente una y otra: la crisis suscita una interpretación historicista del desarrollo de la comunidad, y el hombre de pensamiento histórico, tanto como el meramente intuitivo, la expresa como una conexión necesaria entre el pasado, la crisis y el futuro, instancia última en la que los elementos disgregados habrán de reordenarse según una línea que el hombre occidental supone que ha de ser forzosamente coherente con los principios radicales y perdurables de la estructura cultural.
Aquella actitud histórica y las peculiaridades del contorno historicosocial en que se manifiesta constituyen los supuestos del pensamiento historiográfico de las épocas de crisis. La interpretación historicista que resulta de ellos aparece movida por los ideales y tendencias del individuo y, sobre todo, por los del grupo en el cual el individuo se integra, pero aparece más directamente condicionada por un futuro postulado, en el que individuo y grupo ven el último eslabón de la crisis en que se sienten sumergidos. Son sus ideales y tendencias lo que individuo y grupo proyectan hacia el futuro, pero tal proyección carece de sentido y de raíz si, simultáneamente, no se retrotraen hacia el pasado, para constituir de ese modo la línea de coherencia en que el futuro postulado adquiera eficacia inmediata, por una parte, y legitimidad histórica, por otra.
No es, pues, sino una toma de posición frente a la crisis lo que condiciona la concepción historiográfica. Se nutre, en general, de los elementos dados, esto es, de la concepción vigente, para él, del mundo y la vida; pero dentro de ella se circunscriben, conscientemente o no, aquellos que se presumen valiosos para explicar la coincidencia con la realidad de cierta línea de desenvolvimiento de la vida histórica en la que encuentra su justa articulación el proceso de elaboración, eclosión y vigencia unánime de los ideales y tendencias propios del grupo. Así es posible la coexistencia de dos o más concepciones historiográficas que participan, en principio, de la misma concepción del mundo y la vida, pero que sobreestiman y desvalorizan distintos elementos: son, pues, homogéneas aun cuando puedan parecer antagónicas, y si son antagónicas es, en rigor, por ser homogéneas.
Sería erróneo suponer que no existen más concepciones historiográficas que las que se dan de modo sistemático en el pensamiento del historiador; hay una pluralidad de formas en ellas que se oponen y se complementan, se confunden o se diversifican. Así, junto a la concepción construida y rigurosa del historiador, coexiste una concepción de tipo popular y anónimo, a veces simplista, pero con frecuencia aguda y profunda, y una concepción esquematizadora guiada por los intereses inmediatos de la práctica, de la que suele ser portador el político o el hombre de acción.
Entrecruzadas y coincidentes en sus significados profundos, en efecto, podemos encontrar, en el curso de aquellas grandes crisis ya señaladas, las expresiones de todas las formas de la concepciones historiográficas, nacidas de ellas. La crisis de afirmación de la conciencia griega en los siglos VI y V a. de C. se expresa en la afirmación democrática de Atenas y del mundo griego que se adhiere a ella, al tiempo que se nos presenta clarividente en la política de Temístocles o de Pericles luego; es en Heródoto, sin embargo, en quien se da la expresión rigurosa de la contraposición de los dos mundos y de la afirmación de los contenidos típicos de lo griego. Cuando en el siglo II a. de C. se produce la crisis de reelaboración mediante la cual la cultura helenística se torna contenido del área de poder romana, el pensamiento Romano filohelénico se muestra solidario —piénsese en Escipión, por ejemplo— con las tendencias imperialistas, y Polibio nos da la formulación rigurosa del significado y la trascendencia de la crisis. En la gran crisis del Imperio Romano, durante los siglos III a V d. de C., es el sentido de la perduración de la estructura imperial lo que vincula las concepciones de Constantino y de Juliano: véase, junto a ellos, cómo es clara la significación de la crisis para San Agustín. Más tarde, en los siglos XII y XIII se observará una decidida toma de posición de los dinastas —Felipe Augusto, por ejemplo— y una no menos decidida de los grupos burgueses, en tanto que comienzan a desarrollarse las crónicas nacionales y dinásticas. Y cuando, en el siglo XV, se advierta que el proceso de creación de las nacionalidades ha llegado a una instancia decisiva, Commines o Maquiavelo o Bacon formularán un cuadro en función de la crisis de la Europa occidental, mientras actúan en función de idénticos principios Luis XI o Fernando el Católico. Finalmente, el ascenso de la significación de lo popular en la crisis del siglo XVIII, manifestado en la revolución industrial o en la revolución de 1789, se proyectará en la larga polémica acerca de los elementos sociales predominantes en la formación de la nacionalidad —piénsese en Michelet o en Carlyle, en Burke o en Sieyès— y en la significación de sus diversos elementos, en tanto que la literatura romántica y el folklore expresaban una pareja concepción bajo formas espontáneas.
He aquí cómo se manifiesta la correspondencia entre la crisis y el pensamiento historiográfico: acaso un examen más cuidadoso podría evidenciar relaciones igualmente notorias en los momentos de equilibrio y orden; y acaso se justifique la indagación, porque hay en esta vía un principio feliz de fundamentación de la sociología del saber histórico y de la historicidad de sus concepciones.