¿En qué manos imaginamos hoy un Plutarco o un Guicciardini, abierto para que de sus páginas caiga, gota a gota, el zumo de la sabiduría, y descienda al espíritu conmovido la alentadora convicción de la modernidad de lo perenne, que es, al mismo tiempo, estimulante convicción de la eternidad de lo moderno? Estuvieron, ellos como otros, en las manos de los príncipes del Renacimiento, en las de los déspotas del siglo XVIII, en las de los conductores republicanos del XIX, y, en cada tiempo, en las de las gentes de función directora, que pensaban y obraban cada día, pensando y obrando según ellos. Pero después, rondando ya el último medio siglo, parecería haber cundido una grosera suficiencia —hija, según creo, de la prometeica soberbia del maquinismo— que ha engendrado, a su vez, la ingenua convicción de que vivimos tiempos nuevos y somos hombres nuevos, sin oscuras raíces ni determinaciones vernáculas, y de que nos es lícito y aun necesario cortar las amarras que nos sujetan al pasado. Plutarco y Guicciardini, como tantos otros documentos de la experiencia humana, han caído de las manos del hombre moderno, del hombre que se siente distinto hasta la médula de aquel otro que no conociera el cinematógrafo o el avión, y su consejo no ha sido reemplazado, un poco porque parece escaso el interés de explicar por el pasado y con el pasado lo que se cree surgido de la nada, y otro poco porque no ha aparecido la minoría intelectual que pudiera imponer la urgencia y la trascendencia de tal reflexión; el hombre de nuestro tiempo y la ciencia histórica parecen coincidir en este afán por desertar de este deber universal de ejercitar la conciencia histórica. Analicemos la responsabilidad de esta última.
La historia como mero saber
Acaso sea útil anotar algunas de las raíces de este curioso —y grave— fenómeno de cultura. Seguramente ha sido, ante todo, el prestigio del cientificismo, elevado al grado de superstición generalizada después del período de desarrollo de la ciencia experimental en el siglo XIX, y el duro activismo que nació de él, lo que más ha influido en este desamor por la historia, ante todo, porque sólo a las ciencias de la naturaleza parecía convenir la unilateral definición de ciencia admitida desde Kant, y sólo ellas merecían la actitud respetuosa y la curiosa atención del hombre culto Pero no nos engañemos, no todo era respeto por la dignidad científica; más importante era, en verdad, la trascendencia práctica que se encontraba implícita en esa investigación de la naturaleza, de la cual podía nacer el invento útil o la medicina salvadora. Junto a ellas, la ciencia histórica carecía de significación fundamental; por sus métodos, parecía no poseer el rigor de aquellas, y, sobre todo, y a pesar de los intentos de las escuelas naturalistas y sociológicas, se mostraba incapaz de llegar a la formulación de esquemas legales; y su posible utilidad para la vida no se definía sino con argumentos retóricos y superficiales, referidos a la ejemplaridad o al estímulo para la conducta.
Pero no era solamente este cotejo entre las ciencias de la naturaleza y la ciencia histórica lo que alejaba de ella al lector, al no especialista, al hombre como tal, a quien, en última instancia, está destinada la lección de experiencia humana implícita en el curso de la historia. Fue la ciencia histórica la que acentuó los motivos del apartamiento del lector medio. Afanada por levantar el cargo de disciplina no científica, la ciencia histórica se esforzó, desde principios del siglo XIX y, en especial, después del fracaso de los intentos legalistas de las escuelas sociológicas y naturalistas, por desarrollar aquella fase de su actividad en la que era posible extremar el rigor, esto es, la búsqueda del dato y su dilucidación crítica. De este furor metodológico nació un tipo de obra historiográfica cada vez más distante del público lector, y un terror, entre los estudiosos de la historia, a todo intento de síntesis orgánica, porque la síntesis implicaba una doctrina, y por esta vía —en la que se habían ya despeñado los filósofos de la historia— se llegaba inevitablemente a un área subjetiva. Atada a este prejuicio, la ciencia histórica perdió grandeza y su labor quedó restringida a la preparación de materiales para futuras y auténticas labores históricas, y, aunque de esta polarización de los esfuerzos surgieron importantes conquistas documentales y fundamentales aclaraciones en el campo de los hechos, el área de su influencia se empequeñeció rápidamente hasta constituir un reducto erudito, incapaz de salvar la distancia que la separaba de la conciencia humana en acción.
De aquel esfuerzo —fructífero y de indiscutible valor— obtuvo como recompensa la ciencia histórica el reconocimiento de su categoría científica, en cuanto a la capacidad metodológica de determinar con precisión el hecho. Pero mientras más se lograba esta aspiración, más acentuado era el esfuerzo por alejarse de todo intento de organización estructural de los materiales históricos. Y al huir de ese campo se huía de la síntesis y se cerraban todos los caminos de acceso a la masa de lectores cultos. Para ellos, en efecto, la ciencia histórica adquirió dignidad de disciplina científica, pero perdió significación humana, y comenzó a ser identificada con la pura erudición, con la búsqueda por la búsqueda misma, sin sentido y sin meta, sin contacto con la vida de la que nacían los testimonios. La vida histórica parecía estar, pues, definitivamente muerta, y su estudio parecía ser como el de una anatomía que no condujera hacia una medicina, sino que fuera mera recreación en el conocimiento de lo muerto.
No era arbitraria ni deja de ser significativa la visión que en ese período difundió Anatole France de ese género de eruditos en La isla de los pingüinos.Mal que nos pese a los historiadores, su crítica no por exagerada y sarcástica deja de ser sintomática de la opinión que la ciencia histórica merecía al hombre de cultura media al comenzar el siglo, como resultado de la labor de ese tipo peculiar de historiador a que dio origen el furor metodológico y el terror a todo esfuerzo interpretativo. El escepticismo de Anatole France es, punto más, punto menos, el escepticismo que ha alcanzado a los sectores cultos, no con respecto a su naturaleza científica, como pudo ocurrir alguna vez, sino con respecto a su fecundidad y a su significación para la vida. Un esfuerzo magnífico y cumplido iniciado por la filología desde el Renacimiento, organizado al servicio de la historia por Niebuhr a principios del siglo XIX y consolidado en su transcurso por Ranke, daba a esos estudios una justa jerarquía en el plano del conocimiento; pero una persistente miopía profesional y cierta indiferencia ambiente debían conducir luego a una lamentable confusión de los medios con los fines, y los historiadores que la padecieron —y muchos la padecen aún— llevan la parte principal de la responsabilidad de haber sustraído a la experiencia humana el caudal de la que subyace en la vida histórica, transformando el conocimiento de esta en un mero saber de hechos.
La historia viva
¿Pero es que hay una historia viva? La pregunta está implícita en ese escepticismo que ha hecho que los sectores cultos se aparten de la lectura histórica seria y responsable para refugiarse, todo lo más, en formas secundarias de la historia como la biografía novelada, en ese escepticismo, teñido de realismo ingenuo, que permite pensar que la evolución del Imperio Romano o la economía feudal o el desencadenamiento de la Reforma religiosa son cosas viejas, definitivamente pasadas y ajenas, en consecuencia, a nuestra vida cotidiana. Pero quien venza la primera barrera del prejuicio —no por explicable menos injusto— acerca de la esterilidad del conocimiento del pasado y se acerque a la obra cumplida por la ciencia histórica en sus momentos de plenitud, descubrirá rápidamente la respuesta; hay una historia viva subyacente en las brasas de los testimonios que sólo espera el soplo vivificador de quien se acerque a ellos con la inquietud de la vida, en la que esté presente no tan sólo el afán de saber sino también el afán de vivir y de comprender, y de vivir según lo que comprenda; entonces advertirá de inmediato que el vivir del hombre y el de las colectividades goza y padece de una secuencia indestructible, a cuya comprensión sirve esa experiencia del vivir que se desprende del atento examen de la vida histórica, y que es necesario reconquistar para quienes han recogido hoy la antorcha de la vida.
Hay un interés del hombre por su destino que desemboca, finalmente, en una preocupación de tipo histórico. El hombre padece la obsesión de su destino individual y, a poco que medite, y aun cuando aspire a místicas evasiones, lo verá sumergirse dentro de un destino gregario contra el cual, todo lo más, cabe la lucha, pero que no es posible negar u olvidar. Y como un río torrentoso, el destino colectivo parece arrastrar las vidas singulares que, acaso, no adquieren significación sino con referencia a él.
Pero, ¿qué cosa es el destino colectivo sino marcha en el tiempo, en cuyo transcurso el grupo humano ha diseñado un rumbo, una de cuyas etapas percibimos como presente? El secreto del destino colectivo —como el del destino individual— no se aloja en un futuro enigmático, que no es sino latencia subyacente en el pasado, que no es mero azar, sino que es etapa de una marcha ininterrumpida; se aloja en su pasado, que es lo único que constituye su realidad, y en él hay que buscarlo para desentrañarlo e incorporarlo a la conciencia; de otro modo apenas se disfraza la impotencia de la bestia para la acción consciente bajo la máscara de una entrega al azar, sin recordar que el hombre es tal porque ha sabido luchar sin tregua para escapar de él y ser, en mayor o menor medida, libre para la dirección de la conducta.
Porque obsérvese bien que esta incorporación del pasado a la conciencia viva no entraña en modo alguno una nueva coerción sino, precisamente, lo contrario. El pasado obra coactivamente sobre quien no conoce su sentido y toma por determinaciones libérrimas de su albedrío lo que pueden ser meras supervivencias indiscriminadas. Su conocimiento recto, por el contrario, lleva al campo de la conciencia la madurada certeza de qué es en él lo muerto y lo sobreviviente, para que cada cual ajuste o desate sus ligaduras según su libre y consciente resolución. Y quien cree que su ignorancia del pasado implica su libertad, se ata ciegamente a aquello que hay indefectiblemente del pasado en su espíritu, escondido bajo máscaras de modernidad o de espontaneidad, mientras desprecia lo que pudiera haber de vivo en él sin que se hubiera incorporado a su conciencia.
A esta inquietud, a esta necesidad de conocer el sentido de lo andado, ha respondido, en efecto, la ciencia histórica, al menos en sus momentos de plenitud, con la condigna dramaticidad, consciente de la trascendencia de su consejo, y si hace medio siglo que parece ausente del ámbito espiritual del hombre, signos premonitorios se advierten ya de que asistiremos a la rectificación de sus caminos. No todo ha sido historia muerta, mero saber, en el campo de la ciencia histórica en los últimos cincuenta años; podrían señalarse aislados esfuerzos, logrados, aunque intrascendentes; pero más importante ha sido la lenta y fecunda labor de rectificación de rumbos en que trabajaron Windelband, Rickert, Dilthey o Croce; y acaso se advierta ya el fruto de su labor en un Huizinga o en un Jaeger o en un Rosenberg. Con ellos, como con otros tantos ya, la imagen del historiador adquiere tonos muy diversos a los que configuraban la del erudito cuya misión terminaba en la dilucidación del hecho; de nuevo los tiempos son críticos y de nuevo la realidad llama en su auxilio al consejo eficaz escondido en la experiencia histórica, que sólo puede ofrecer quien una al saber la honda inquietud de la vida en acción.
La conciencia histórica
La historia se hace historia viva cuando el presente plantea interrogantes acerados que es necesario resolver con madura responsabilidad, y el hombre reflexivo procura establecer el significado del tránsito a que asiste, atento a sus raíces tanto como a sus proyecciones. Seguramente, de otros tiempos sabe muchas cosas, de importancia varia y de planos diversos; pero ahora se interesará, seguramente, tan sólo por algunas de ellas, las que integran el sistema que incluye de modo inteligible el presente y su drama. El historiador pulcro sabrá manejar sus testimonios con criterio seguro —en cada época, obsérvese bien, con el que se tuviera por mejor, aun cuando luego fuera superado, sin que ello disminuya su valor—, pero su afán primordial será mostrar las líneas del desarrollo histórico que han conducido hacia ese presente y que aclaran sus notas sustantivas, para señalar de ese modo no una vía unitaria sino un mar de caminos, en los que es común tan sólo el significado que impone la secuencia —secuencia en la continuidad o en la rebelión— propia de la vida histórica.
La crisis, cualesquiera sean sus caracteres, exige, puesto que impone una resolución, una conciencia de sí: hay que saber cómo se es y sólo el pasado constituye la realidad de cada uno. Las crisis más agudas se han manifestado como resultado de conflictos sociales e ideológicos o como resultado de contactos de cultura; en ambos casos y con todos los matices imaginables, ha surgido de la crisis una densa preocupación por el conocimiento de la colectividad por sí misma, manifestada como perfección de la autoconciencia, a cuyo interrogante sólo el pasado puede responder. Entonces ha surgido una historiografía construida en profundidad, plena de sentido, en la que los hechos y los hombres adquieren su justa proporción y en la que las grandes líneas del desarrollo de los grupos históricos muestran su complicado juego: he ahí una historia viva, presente en la conciencia en acción.
Esta historiografía tuvo —y aún conserva para el hombre de conciencia histórica— una dramática trascendencia. Surgió en Grecia, cuando las guerras médicas enfrentaron a los griegos con los bárbaros, y Heródoto contribuyó más que Milcíades a que de ellas obtuvieran los griegos una clara conciencia de la raza en que alumbraba el genio helénico; surgió cuando se opusieron Atenas y Esparta y fue Tucídides quien supo ver por detrás del episodio bélico la tensión espiritual que lo desencadenaba, dando a unos y a otros la exacta dimensión de la lucha empeñada; más tarde, en el ocaso del esplendor griego, Polibio fue testigo atento y disector profundo de la crisis de los Estados helenísticos que encontraba a su paso la Roma pujante y absorbente del siglo II, mientras daba a los romanos, entre quienes vivía, la más nítida y perdurable visión de sus propias peculiaridades; al crujir el Imperio frente a la crisis espiritual que planteaba el conflicto entre los ideales paganos y los ideales cristianos, fue un hombre de singular visión histórica, San Agustín, quien puntualizó los caracteres de las dos ciudades y dio a elegir entre ellos a la conciencia de su tiempo; más tarde, fueron Maquiavelo o Commines quienes percibieron la crisis del orden cristiano-feudal y postularon a florentinos o a franceses los módulos de vida que implicaba el naciente Estado moderno; y al día siguiente de la Revolución francesa de 1789 tocó a Burke y a los historiadores románticos analizar el significado de la crisis planteada entre la ideología ilustrada y la intuición de las fuerzas irracionales, para caracterizar la trayectoria que seguiría quien tomara cualquiera de los dos caminos. Larga enumeración podría hacerse de estas concomitancias entre las crisis fundamentales de la convivencia histórica o del desarrollo espiritual y la creación historiográfica, pero no sería, en el fondo, sino un sumario de todo el desarrollo de la ciencia histórica, cuyo análisis conduce a la comprobación de este fenómeno, fundamental para alcanzar el íntimo sentido de la reflexión sobre el pasado. Una conclusión importante, sin embargo, cabe anotar aquí, que se transparenta de las coincidencias señaladas; si es posible hablar de clásicos de la ciencia histórica, esta designación no corresponde sino a aquellos historiadores que han realizado con certero juicio este ajuste fundamental entre el presente y el pasado, en quienes se ha dado una fecunda conjunción entre el saber y la experiencia viva —términos decisivos de la meditación histórica— y a quienes debió la colectividad de su tiempo el haber alcanzado una clara conciencia de su posición y de su naturaleza: he aquí un esquema de perfección, logrado en diversa medida por los grandes historiadores y que configura su ejemplaridad.
Gloria y tragedia de la ciencia histórica
Acaso sea este duro contraste que se establece en el espíritu de cada historiador —de cada hombre en tanto que tal— entre este ciclópeo ejercicio de la conciencia histórica y el minucioso menester de la investigación, lo que configura la proteica naturaleza de la actitud histórica; dos caras hay en ella, en efecto, que reclaman esfuerzo parejo aunque de desigual trascendencia, porque la actitud histórica no es tal sino cuando se la realiza como conciencia y como ciencia; en cada una de ellas se ejercitan capacidades muy diversas y se tiende hacia objetivos muy distintos; en cuanto ciencia, aspira a una máxima objetividad, fundamentada en prueba minuciosa; en cuanto conciencia, procura que los elementos se incorporen en una estructura poseedora de un sentido que no se encuentra en los testimonios y que sólo aparece cuando el dato se funde en un complejo organizado según un esquema intelectivo. Estrechamente dependiente de la vida creadora y multiforme cuya experiencia personal obra en el historiador, la actitud histórica proyecta sobre la reconstrucción del mero dato, inevitablemente, intereses y tendencias que corresponden a la pura subjetividad; mientras lucha por liberarse de ellas perfecciona su capacidad instrumental; pero cuando ahonda la búsqueda del sentido profundo de los datos que se le ofrecen, se aleja de ese ideal científico tan trabajosamente elaborado a lo largo de la Edad Moderna. Es, pues, duro su sino; sólo como conciencia del ser histórico alcanza esa significación trascendental que sólo comparte con la especulación filosófica, pero esta significación para la vida, esta proximidad de la conciencia activa incide sobre su objetividad y mantiene en constante peligro su presunto rigor: la gloria y la tragedia de la actitud histórica reside en esta necesaria ejercitación bifronte del espíritu.
Porque el dilema es insoluble y las dos dimensiones a ejercitar difícilmente conciliables. El tema decisivo de la meditación historiográfica será por mucho tiempo esta posibilidad de lograr una objetividad de la comprensión, una objetividad de lo que no se da sino en el campo de la intelección, y en él trabaja ya la reflexión filosófica y el pensamiento histórico modernos. Entre tanto, la intuición genial ha realizado ya, algunas veces, en los momentos de plenitud de la ciencia histórica, esa difícil conciliación de opuestos, y acaso de estos duros tiempos surja de nuevo. Le falta a nuestro tiempo un retorno a la experiencia histórica y es lícito aguardar que nuevos Heródotos realicen otra vez la prodigiosa conjunción de experiencia y saber.