Lúcido, penetrante, genial a veces en el descubrimiento de un secreto escondido o en la manera de revelarlo, Martínez Estrada fue —símbolo argentino— un espíritu contradictorio, un hombre de la crisis.
Escribió sobre todo lo que iba pensando y viviendo: sobre la realidad y la irrealidad, sobre el gaucho y sobre Balzac, sobre Hudson, sobre Nietzsche y Buenos Aires, sobre Sarmiento y sobre el violín. A veces parece como si lo más importante para él hubiera sido la escritura misma, la búsqueda de una entrañable trascendencia; pero no la de él sólo, sino la de una conciencia testigo que llevaba su nombre y en la que él parecía auscultar no sólo su propio sentimiento sino el de muchos a quienes les estaba vedado expresarse y a quienes él quería expresar. Por eso Martínez Estrada fue sobre todo una voz: la voz de la conciencia argentina culpable y reprimida por el prejuicio y el convencionalismo, por el temor y la vergüenza, por la falsa humildad de los soberbios y la falsa soberbia de los humildes. Reprimida, sobre todo, por el peso de una retórica malsana y por un tremendo sentimiento de inautenticidad. Y su voz recogió todos los tabúes y todas las varias jactancias de los argentinos innumerables que él sentía alojados en su conciencia, y todas sus esperanzas heridas por un anticipado sentimiento de frustración. Acaso fue la suya la más honda y dramática voz que hayamos escuchado los argentinos de la crisis.
Si era así, ¿cómo podía no ser contradictorio su pensamiento, contradictorias sus actitudes, sus reacciones y sus respuestas? La búsqueda de la coherencia no le preocupó demasiado precisamente porque se sintió un profeta de la autenticidad, y acaso porque intuía que sólo hubiera podido conquistarla a costa de la pérdida de esa universalidad que vivificaba el mundo de su curiosidad y sus presentimientos Si la realidad se le mostraba contradictoria, ¿cómo podía no ser contradictorio el testigo, profeta de la autenticidad? Si los demás testigos le parecían contradictorios, ¿cómo podía no ser contradictorio él que se sentía testigo y juez de los testigos de la vida argentina? No es exagerado decir que su vida estuvo signada por una angustia que no era sólo la de su propio destino sino la del destino de los otros, la del destino de la patria inhallable más allá de su sombra.
Ciertamente, Martínez Estrada fue un hombre de la crisis. Antes de que la crisis se manifestara inequívocamente, creyó en su destino poético y alimentó una vigorosa confianza en su capacidad intuitiva para penetrar poéticamente la realidad. Quizá su primera ambivalencia fue sentirse instalado a un tiempo mismo en la realidad poética y en la realidad real. Él sabía o creía que eso podía ocurrir, y acaso sus sentimientos ambivalentes frente a Sarmiento provinieran de que algo parecido sospechaba en el sanjuanino vidente, utópico y realista. Nunca supo, en cambio, si él era más grande que Sarmiento —y se lo preguntó sin duda— o si Sarmiento era más grande que él. Y cuando descubrió la crisis en que se sumergía inexorablemente su mundo y comenzó a tomar conciencia de ella, quiso, como Sarmiento, aplicar a su examen la misma conjunción de intuición y saber que hallaba en su maestro y rival. De poeta esteticista y refinado quiso convertirse en vate suscitador de misterios. Y como Sarmiento a la sombra de Facundo, él evocó a la sombra de la pampa para que acudiera a sus estrados a responder sobre el destino de la patria: una sombra gigantesca y difusa que no se le apareció montada en caballo criollo sino sobre los cuatro corceles del Apocalipsis. La sombra no se postró ante él sino que lo envolvió apretadamente y pareció decirle que no le revelaría sus secretos si él mismo no acep-taba sumirse en su caótica contradicción.
Él aceptó el reto y arremetió contra el enigma trasmutando al poeta en escrupuloso y metódico indagador. Quizás al principio, cuando empezó a idear la Radiografía de la pampa, se sentía más poeta que sabio. Pero la sombra que había evocado se resistía a entregarse plenamente al llamado de su intuición y más de una vez pretendió volverle las espaldas. Él entendió que quería ser desentrañada no sólo en lo que tenía de telúrica sino también en lo que tenía de humana, de histórica. Y para que la sombra no se le escapara renovó sus armas y procuró atacarla en cada instante con las que le parecieron más adecuadas. Intuición y saber, en colaboración y en competencia, sirvieron a sus designios inquisitivos y le prestaron los servicios que él les requería, pero cobrando un alto precio por combinar su ayuda: nunca pudo saber, él, que había evocado la sombra lo que en ella era realidad, ni pudo saber si la sombra misma había venido a su llamado desde fuera de él o desde su propio insomne espíritu, sumergido vitalmente en la realidad que quería contemplar como testigo y como juez. Él lo diría indirectamente en las últimas líneas que escribió en Muerte y transfiguración de Martín Fierro: “El transcurrir del poema es como si se tirara de un hilo que deshace un tejido que ya contiene un cuadro. Los personajes y las cosas que están en él sienten que se desarman, que se desvanecen, que son absorbidos como por una inmensa y lenta serpiente, sin comprender cuál sea la causa ni que todo ocurre así porque están en un tejido que se deshace. Sienten que desde fuera alguien tira del hilo que los constituye y llaman a esa mano destino. Al fin existen porque se los evoca, y nunca adquirieron sino una fragmentaria y misericordiosa existencia. Más aún: si alguien les dijera que sólo han sido imágenes de un sueño, y todo una angustiosa pesadilla, podrían convenir en que sí, aunque sin conceder que las imágenes de la vigilia sean más ciertas en la urdimbre de la realidad impenetrable”.
La realidad impenetrable. Parecería que hubo un momento en que, convocada como una sombra, creyó que podría penetrarla con la intuición poética. Pero la sombra dejó entrever la realidad que ocultaba, una realidad telúrica, pero también humana, y como a tal realidad quiso luego penetrarla con el saber metódico. Se confundían en esta dura contradicción la suya propia, nacida de su propia personalidad, y de la realidad misma, la del proceso de formación y de despliegue de la sociedad y de la cultura argentinas.
Fueron inseparables en él vida y examen. Mientras su intuición lo conducía al descubrimiento de lo que parecía constante en la vida histórica argentina —eso que persiguió en la Radiografía… y sobre todo en Invariantes históricas del Facundo— tomó conciencia inesperadamente de que estaba sumido en un nuevo avatar de la crisis: otra vez se sintió testigo, pero se sintió, además, actor y víctima. ¿Cómo operar ante esta trasmutación de la sombra que había evocado? La sombra no sólo había cambiado de forma como otras veces: ahora se había tomado muy difusa y espesa, como si nuevos vapores la hubiesen penetrado; ahora se desplazaba de otro modo y con otro ritmo; ahora profería voces antes no escuchadas. Quien buscaba su esencia perenne parecía descubrir sólo mutaciones profundas y percibía que la esencia se le tornaba circunstancia. Una nueva contradicción surgió de su sorpresa.
Consistió en aferrarse a su intuición primera y en tratar de explicar la circunstancia por la esencia, lo mudable por lo perenne. Pero la contradicción le dejó una enseñanza: la realidad era una cosa y su sombra otra. Si la sombra era escurridiza e inasible, la realidad era impenetrable. ¿Qué hacer? ¿Resignarse a estar instalado en un mundo ininteligible? Presa de esa contradicción y esa duda, se sumió en sus fuentes y el viejo vidente sanjuanino, utópico y realista, fue consultado una y otra vez para imaginar una estrategia frente a la realidad.
Quizá la realidad estuviera escondida en el dilema sarmientino: civilización o barbarie, aun cuando rechazara lo que podía haber de maniqueo en el planteo antitético. “Lo que Sarmiento no vio es que civilización y barbarie eran una misma cosa, como fuerzas centrifugas y centrípetas de un sistema de equilibrio”, escribiría en Radiografía de la pampa, también en las últimas líneas. Viejo nietzschiano, no se resignaba a estigmatizar lo que podía ser el más activo estímulo vital de la realidad; y decidió indagar la barbarie, o mejor, enfrentar la realidad desde sus supuestos. Entonces evocó la sombra de Martín Fierro, erguida en la hora de la batalla, abatida en la hora de la meditación sobre el sentido de la vida.
Fue minucioso el interrogatorio. Le preguntó sobre la civilización, tal como la sufría. Pero sobre todo le preguntó si él representaba verdaderamente la barbarie o si, por el contrario, era simplemente una fuerza vital escondida, acaso la misma que otras veces había insurgido para demoler el vacuo edificio de la retórica montado sobre la dura realidad. También le preguntó si la barbarie no sería, precisamente, lo que llamaban civilización —pura, espontánea, auténtica—, y la civilización una pérfida y refinada máscara de una barbarie pervertida. Eso y muchas cosas más le preguntó. Pero la sombra, como la pitonisa, contestó oscuramente y terminó ofreciéndole lo más amargo que le podía dar a él, Ezequiel Martínez Estrada, tan asediado por la duda como encendido por la pasión de la verdad; tan indeciso ante el camino como apasionado por la marcha; tan seducido por el misterio de lo oscuro como anhelante de la claridad: fue la hiel del pesimismo lo que le ofreció la sombra, un pe-simismo torvo, desconsolado, nutrido de rencor y, sobre todo, de impotencia, propio de quien ha medido sus fuerzas con las de un mundo adverso y ha perdido, en la derrota, la certidumbre que antes poseía acerca de la suprema legitimidad de sus impulsos y sus sentimientos.
¿Civilización o barbarie? Martínez Estrada rechaza la tesis maniquea y discurre sobre qué es civilización y qué barbarie. Más exactamente, de qué civilización y de qué barbarie habló Sarmiento y siguen hablando los argentinos, embretados, quiéranlo o no, en la interpretación maniquea de Sarmiento. Intuitivo y sagaz, Martínez Estrada descubrió que el nudo de la cuestión consistía en saber en qué consistía la autenticidad argentina, y osciló entre Sarmiento y Martín Fierro abismándose en la pregunta metafísica acerca de un ser que él quería inmutable y que la experiencia le mostraba cambiante. Se sintió en posesión de dos claves y las utilizó al mismo tiempo con una mezcla de soberbia olímpica y de desesperación adolescente. Iluminaba su camino con Martín Fierro y se encontraba con Sarmiento en todas las encrucijadas. Y sumido en la contradicción, aguzó su finísimo espíritu inquisitivo y puso al desnudo todos los entresijos de la crisis en que vivió y murió, con amor y crueldad, con esperanza y desesperación, claramente, oscuramente. Todavía le tocó contemplar otra mutación argentina antes de su voluntario exilio, de su dramática enfermedad que sintió como una extraña metamorfosis de su propio ser corporal, acaso de su alma. Y murió sumido en la amarga duda acerca de sí mismo, vacilando acerca de si era santo o pecador irredimible, acerca de si morir como un sereno patriarca o como un Fausto atormentado.
Martínez Estrada fue, como escritor y como hombre, de la robliza estirpe de Sarmiento, un extremado avatar de una de las caras de su multiforme personalidad. Mucho de lo que sabemos de nues-tra Argentina lo dijo él, con ternura o con ira, con profundidad siempre; porque en la crisis —la larga crisis argentina en la que transcurrió su vida— encontró encubiertos los males de la patria que amaba fervorosamente y los descubrió con un insobornable sentido misional. Conciencia militante, no adoptó la figura de un profeta de la esperanza sino la de un profeta de la autenticidad entrañable, para quien la verdad era la única esperanza.